LAS MIL Y UNA NOCHES

 

Contadas por la joven Sherezade

a un rey que maltrataba a sus doncellas

 


Sherezade, hija del visir y encargada de suavizar la ira del rey, a base de cuentos

Madrid, 1 abril 2020
Manuel Arnaldos, historiador de Mercabá

           Para este tiempo de Cuarentena 2020 obligatoria por el virus Coronavirus, y para que se hagan más llevaderas las noches que nos esperan en adelante (que posiblemente sean 1001), os dejamos unos cuentos árabes muy entretenidos y simpáticos. Os dejamos de la noche 1 a la 25, de la 290 a la 315 y de la 978 a la 1001, sobre los viajes de Sindbad el Marino, Aladino y su lámpara misteriosa, Alí Babá y los 40 ladrones... así como cuentos sentimentales y de enseñanzas, leyendas de los califas más renombrados, saber hacer ante los personajes más perniciosos... y todo ello con moraleja y buen humor.

           Cuéntase que en lo que transcurrió en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de Sassan, en las islas de la India y de la China[1]. Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares, de servidores y de un séquito numeroso. Tenía dos hijos, y ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los países, gobernó con justicia entre los hombres y por eso le querían los habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar[2]. Su hermano, llamado Schahzaman[3], era el rey de Salamarcanda.

[1] La geografía es absolutamente vaga y admirable. Sería pues, inútil profundizar.
[
2] Schahriar: "dueño de la ciudad". [3] Schahzaman: "dueño del tiempo".

           Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas durante veinte años. Y llegaron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento. No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".

           Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz[4], le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitar a su hermano. El rey Schahzaman contestó: "Escucho y obedezco". Dispuso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares. Nombró a su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano. Pero a medianoche recordó una cosa que había olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y encontró a su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal cosa, el mundo se oscureció ante sus ojos. Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la conducta de esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?". Desenvainó inmediatamente su alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió a salir sin perder una hora ni un instante, y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su hermano.

[4] "Que la paz (o la salvación) sea contigo". Saludo usado entre los musulmanes.

           Entonces éste se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!". Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa. El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañes a cazar a pie y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fue solo a la cacería.

           Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vio cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza. Llegados a un estanque, se desnudaron, y se mezclaron todos. Y súbitamente la mujer del rey gritó: "oh, Massaud". Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro, que la abrazó. Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.

           A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer. Al ver aquello, pensó el hermano del rey: "Por Alah, que más ligera es mi calamidad que esta otra". Inmediatamente, dejando que se desvaneciese su aflicción, se dijo: "¡En verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí!". Y desde aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.

           A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después de haberse alimentado parcamente en los primeros días.

           Se asombró de ello, y dijo: "Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores. Cuéntame qué te pasa". El rey le dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los colores". El rey replicó: "Para entendernos, relata primeramente la causa de tu pérdida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo: "Sabrás, hermano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha, y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer acostada con un esclavo negro, durmiendo en los tapices de mi cama. Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fue el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de haber recobrado mi buen color, dispénsame de mencionarla". Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo: "Por Alah, te conjuro a que me cuentes la causa de haber recobrado tus colores".

           Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es necesario que mis ojos vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de caza, pero escóndete en mis aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos lo contemplarán". Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes esclavos: "¡Que nadie entre!". Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su hermano, y se asomó a la ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicieron cuanto había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el asr[5].

[5] Asr: parte del día en que empieza a declinar el sol.

           Cuando vio estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra vida". Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos salieron por una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto a la mar salada. En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a descansar. Apenas había transcurrido una hora del día, cuando el mar empezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes, asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit[6] de elevada estatura, poderoso de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa lo mismo que el sol, como dijo el poeta: ¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras! ¡Los soles irradian con su claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos! ¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente las criaturas se prosternan encantados a sus pies! ¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las lágrimas de pasión humedece todos los párpados!

[6] Efrit: astuto, sinónimo de genio.

           Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le dijo: "oh soberana de las sederías, oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda. Quisiera dormir un poco". Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la joven y se durmió. Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vio ocultos en las ramas a los dos reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: "Bajad, y no tengáis miedo de este efrit". Por señas, le respondieron: "Por Alah sobre ti, dispénsanos de lance tan peligroso". Ella les dijo: "Por Alah sobre vosotros, bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la peor muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para decirles: "Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit".

           Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda". El otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres mayor". Y ambos empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación. Pero ella les dijo: "¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al efrit". Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué expertos sois los dos!". Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les preguntó: "¿Sabéis lo que es esto?". Ellos contestaron: "No lo sabemos". Entonces les explicó la joven: "Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos".

           Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas. Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la venza. Ya lo dijo el poeta: ¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas! ¡Su buen o mal humor depende de los caprichos de su vulva! ¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma como la trama de sus vestidos! ¡Recuerda respetuosamente las Palabras de Yusuf! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por causa de la mujer! ¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una pasión loca! Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los enamorados!" ¡No lo digas! ¡Sería verdaderamente un prodigio único ver salir a un hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!".

           Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro: "Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aventura debe consolarnos". Inmediatamente se despidieron de la joven y regresaron cada uno a su ciudad.

           En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas. Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años, y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban. En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos de este cabalgador.

           En esta situación el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y eran de una delicadeza exquisita.

           La mayor se llamaba Schehrazada[7], y el nombre de la menor era Doniazada[8]. La mayor, Schehrazada, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla. Al ver a su padre, le habló así: "¿Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de pesadumbres y aflicciones? Sabe, padre, que el poeta dice: "oh tú, que te apenas, consuélate. Nada es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se olvida".

[7] Schehrazada o Sherezade: "hija de la ciudad". [8] Doniazada: "hija del mundo".

           Cuando oyó estas palabras el visir, contó a su hija cuanto había ocurrido, desde el principio al fin, concerniente al rey. Entonces le dijo Schehrazada: "Por Alah, padre, cásame con el rey, porque si no me mata, seré la causa del rescate de las hijas de los muslemini (musulmanes) y podré salvarlas de entre las manos del rey". Entonces el visir contestó: "Por Alah sobre ti, no te expongas nunca a tal peligro". Pero Schehrazada repuso: "Es imprescindible que así lo haga". Entonces le dijo su padre: Cuidado no te ocurra lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su historia:

FÁBULAS DEL ASNO, EL BUEY Y EL LABRADOR

           Has de saber, hija mía, que hubo un comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ganado. Estaba casado y con hijos. Alah, el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de los lenguajes de los animales y el canto de los pájaros. Habitaba este comerciante en un país fértil, a orillas de un río. En su morada había un asno y un buey. Cierto día llegó el buey al lugar ocupado por el asno y vio aquel sitio barrido y regado. En el pesebre había cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado, descansando. Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por asunto urgente, y el asno volvía pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó que el buey decía al pollino: "Come a gusto y que te sea sano, de provecho y de buena digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansado, después de comer cebada! Si el amo te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte. En cambio, yo me reviento arando y con el trabajo del molino". El asno le aconsejó: "Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te menees aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si entonces te vuelven al establo y te ponen habas, no las comas, fíngete enfermo. Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de la fatiga del trabajo". Pero el comerciante seguía presente, oyendo todo lo que hablaban. Se acercó el mayoral al buey para darle forraje y le vio comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo encontró enfermo. Entonces el amo dijo al mayoral: "Coge al asno y que are todo el día en lugar del buey". Y el hombre unció al asno en vez del buey y le hizo arar todo el día.

           Al anochecer, cuando el asno regresó al establo, el buey le dio las gracias por sus bondades, que le habían proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba muy arrepentido.

           Al otro día el asno estuvo arando también durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado, rendido de fatiga. El buey, al verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo y lo colmó de alabanzas. El asno le dijo: "Bien tranquilo estaba yo antes. Ya ves cómo me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás". Y en seguida añadió: "Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir al amo que te entregarán al matarife si no te levantas, y harán una cubierta para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te ocurriese algo". El buey, cuando oyó estas palabras del asno, le dio las gracias nuevamente, y le dijo: "Mañana reanudaré mi trabajo". Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta lamió el recipiente con su lengua. Pero el amo les había oído hablar.

           En cuanto amaneció fue con su esposa hacia el establo de los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puerta. Vino el mayoral y sacó al buey, que en cuanto vio a su amo empezó a menear la cola, a ventosear ruidosamente y a galopar en todas direcciones como si estuviese loco. Entonces le entró tal risa al comerciante, que se cayó de espaldas. Su mujer le preguntó: "¿De qué te ríes?". Y él dijo: "De una cosa que he visto y oído; pero no la puedo descubrir porque me va en ello la vida". La mujer insistió: "Pues has de contármela, aunque te cueste morir". Y él dijo: "Me callo, porque temo a la muerte". Ella repuso: "Entonces es que te ríes de mí".

           Y desde aquel día no dejó de hostigarle tenazmente, hasta que le puso en una gran perplejidad. Entonces el comerciante mandó llamar a sus hijos, y así como al kadí[9] y a unos testigos. Quiso hacer testamento antes de revelar el secreto a su mujer, pues amaba a su esposa entrañablemente porque era la hija de su tío paterno[10], madre de sus hijos y había vivido con ella ciento veinte años de su edad. Hizo llamar también a todos los parientes de su esposa y a los habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurrido, diciendo que moriría en cuanto revelase el secreto.

[9] Kadí: juez. [10] "Hija de su tío": su esposa.

           Entonces toda la gente dijo a la mujer: "Por Alah sobre ti, que no te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu marido, el padre de tus hijos". Pero ella replicó: "Aunque le cueste la vida no le dejaré en paz hasta que me haya dicho su secreto". Entonces ya no le rogaron más. El comerciante se apartó de ellos y se dirigió al estanque de la huerta para hacer sus abluciones y volver inmediatamente a revelar su secreto y morir.

           Pero había un gallo lleno de vigor, capaz de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él hallábase un perro. Y el comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de este modo: "¿No te avergüenza el estar tan alegre cuando va a morir nuestro amo?". Y el gallo preguntó: "¿Por qué causa va a morir?". Entonces el perro contó toda la historia, y el gallo repuso: "Por Alah, que poco talento tiene nuestro amo. Cincuenta esposas tengo yo y a todas sé manejármelas perfectamente, regañando a unas y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe entenderse con ella! El medio es bien sencillo: bastaría con cortar unas cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle hasta que sucumbiera o se arrepintiese. No volvería a importunarle con preguntas". Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se iluminó su razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.

           El visir interrumpió aquí su relato para decir a su hija Schehrazada: "Acaso el rey haga contigo lo que el comerciante con su mujer". Y Schehrazada preguntó: "¿Pero qué hizo?". Entonces el visir prosiguió de este modo: Entró el comerciante llevando ocultas las varas de morera, que acababa de cortar, y llamó aparte a su esposa: "Ven a nuestro gabinete para que te diga mi secreto". La mujer le siguió; el comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla varazos hasta que ella acabó por decir: "¡Me arrepiento, me arrepiento!". Y besaba las manos y los pies de su marido. Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y la concurrencia se alegró muchísimo, regocijándose también los parientes. Y todos vivieron muy felices hasta la muerte.

           Dijo. Y cuando Schehrazada, hija del visir, hubo oído este relato, insistió nuevamente en su ruego: "Padre, de todos modos quiero que hagas lo que te he pedido". Entonces el visir, sin replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a comunicar la nueva al rey Schahriar.

           Mientras tanto, Schehrazada decía a su hermana Doniazada: "Te mandaré llamar cuando esté en el palacio, y así que llegues y veas que el rey ha terminado su cosa conmigo, me dirás: Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la noche. Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la emancipación de las hijas de los musulmanes". Fue a buscarla después el visir, y se dirigió con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró muchísimo al ver a Schehrazada, y preguntó a su padre: "¿Es ésta lo que yo necesito?". Y el visir dijo respetuosamente: "Sí, lo es". Pero cuando el rey quiso acercarse a la joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: "¿Qué te pasa?". Ella contestó "oh, rey poderoso, tengo una hermanita de la cual quisiera despedirme". El rey mandó buscar a la hermana, y apenas vino se abrazó a Schehrazada, y acabó por acomodarse cerca del lecho. Entonces el rey se levantó, y cogiendo a Schehrazada, le arrebató la virginidad. Después empezaron a conversar.

           Doniazada dijo entonces a Schehrazada: "Hermana, por Alah sobre ti, cuéntanos una historia que nos haga pasar la noche". Y Schehrazada contestó: "De buena gana, y como un debido homenaje, si es que me lo permite este rey tan generoso, dotado de tan buenas maneras". El rey, al oír estas palabras, como no tuviese ningún sueño, se prestó de buen grado a escuchar la narración de Schehrazada. Y Schehrazada, aquella primera noche, empezó su relato con la historia que sigue:

NOCHE 1

           Schehrazada dijo al rey, su señor: He llegado a saber, oh rey afortunado, que hubo un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas riquezas y de negocios comerciales en todos los países.

HISTORIA DEL MERCADER Y EL EFRIT

           Un día montó a caballo y salió para ciertas comarcas a las cuales le llamaban sus negocios. Como el calor era sofocante, se sentó debajo de un árbol, y echando mano al saco de provisiones, sacó unos dátiles, y cuando los hubo comido tiró a lo lejos los huesos. Pero de pronto se le apareció un efrit de enorme estatura que, blandiendo una espada, llegó hasta el mercader y le dijo: "Levántate, para que yo te mate como has matado a mi hijo".

           El mercader repuso: "¿Pero cómo he matado yo a tu hijo?". Y contestó el efrit: "Al arrojar los huesos, dieron en el pecho a mi hijo y lo mataron". Entonces dijo el mercader: "Considera, oh gran efrit, que no puedo mentir, siendo, como soy, un creyente. Tengo muchas riquezas, tengo hijos y esposa, y además guardo en mi casa depósitos que me confiaron. Permíteme volver para repartir lo de cada uno, y te vendré a buscar en cuanto lo haga. Tienes mi promesa y mi juramento de que volveré en seguida a tu lado. Y tú entonces harás de mí lo que quieras. Alah es fiador de mis palabras".

           El efrit, teniendo confianza en él, dejó partir al mercader. Y el mercader volvió a su tierra, arregló sus asuntos, y dio a cada cual lo que le correspondía. Después contó a su mujer y a sus hijos lo que le había ocurrido, y se echaron todos a llorar: los parientes, las mujeres, los hijos. Después el mercader hizo testamento y estuvo con su familia hasta el fin del año. Al llegar este término se resolvió a partir, y tomando su sudario bajo el sobaco, dijo adiós a sus parientes y vecinos y se fue muy contra su gusto. Los suyos se lamentaban, dando gritos de dolor.

           En cuanto al mercader, siguió su camino hasta que llegó al jardín en cuestión, y el día en que llegó era el primer día del año nuevo. Y mientras estaba sentado, llorando su desgracia, he aquí que un jeique[11] se dirigió hacia él, llevando una gacela encadenada. Saludó al mercader, le deseó una vida próspera, y le dijo: "¿Por qué razón estás parado y solo en este lugar tan frecuentado por los efrits?".

[11] Jeique: anciano respetable.

           Entonces le contó el mercader lo que le había ocurrido con el efrit y la causa de haberse detenido en aquel sitio. Y el jeique dueño de la gacela se asombró grandemente, y dijo: "Por Alah, oh hermano, que tu fe es una gran fe, y tu historia es tan prodigiosa; que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería motivo de reflexión para el que sabe reflexionar respetuosamente".

           Después, sentándose a su lado, prosiguió: "Por Alah, oh mi hermano, que no te dejaré hasta que veamos lo que te ocurre con el efrit". Y allí se quedó, efectivamente, conversando con él, y hasta pudo ayudarle cuando se desmayó de terror, presa de una aflicción muy honda y de crueles pensamientos. Seguía allí el dueño de la gacela, cuando llegó un segundo jeique, que se dirigió a ellos con dos lebreles negros. Se acercó, les deseó la paz y les preguntó la causa de haberse parado en aquel lugar frecuentado por los efrits.

           Entonces ellos le refirieron la historia desde el principio hasta el fin. Y apenas se había sentado, cuando un tercer jeique se dirigió hacia ellos, llevando una mula de color de estornino. Les deseó la paz y les preguntó por qué estaban sentados en aquel sitio. Y los otros le contaron la historia desde el principio hasta el fin. Pero no es de ninguna utilidad el repetirla. A todo esto, se levantó un violento torbellino de polvo en el centro de aquella pradera. Descargó una tormenta, se disipó después el polvo y apareció el efrit con un alfanje muy afilado en una mano y brotándole chispas de los ojos.

           Se acercó al grupo, y dijo cogiendo al mercader: "Ven para que yo te mate como mataste a aquel hijo mío, que era el aliento de mi vida y el fuego de mi corazón". Entonces se echó a llorar el mercader, y los tres jeiques empezaron también a llorar, a gemir y a suspirar. Pero el primero de ellos, el dueño de la gacela, acabó por tomar ánimos, y besando la mano del efrit, le dijo: "¡Oh efrit, jefe de los efrits y de su corona! Si te cuento lo que me ocurrió con esta gacela y te maravilla mi historia, ¿me recompensarás con el tercio de la sangre de este mercader?". Y el efrit dijo: "Verdaderamente que sí, venerable jeique. Si me cuentas la historia y yo la encuentro extraordinaria, te concederé el tercio de esa sangre".

CUENTO DEL PRIMER JEIQUE

           El primer jeique dijo: Sabe, oh gran efrit, que esta gacela era la hija de mi tío[12] carne de mi carne y sangre de mi sangre. Cuando esta mujer era todavía joven, nos casamos y vivimos juntos cerca de treinta años. Pero Alah no me concedió tener de ella ningún hijo. Por esto tomé una concubina, que, gracias a Alah, me dio un hijo varón, más hermoso que la luna cuando sale. Tenía unos ojos magníficos, sus cejas se juntaban y sus miembros eran perfectos. Creció poco a poco, hasta llegar a los quince años. En aquella época tuve que marchar a una población lejana, donde reclamaba mi presencia un gran negocio de comercio.

[12] "Hija de mi tío": eufemismo por el que suelen llamar los árabes a sus mujeres.

           La hija de mi tío, o sea esta gacela, estaba iniciada desde su infancia en la brujería y el arte de los encantamientos. Con la ciencia de su magia transformó a mi hijo en ternerillo, y a su madre, la esclava, en una vaca, y los entregó al mayoral de nuestro ganado. Después de bastante tiempo, regresé del viaje; pregunté por mi hijo y por mi esclava, y la hija de mi tío me dijo: "Tu esclava ha muerto, y tu hijo se escapó y no sabemos de él". Entonces, durante un año estuve bajo el peso de la aflicción de mi corazón y el llanto de mis ojos.

           Llegada la fiesta anual del día de los Sacrificios, ordené al mayoral que me reservara una de las mejores vacas, y me trajo la más gorda de todas, que era mi esclava, encantada por esta gacela. Remangado mi brazo, levanté los faldones de la túnica, y ya me disponía al sacrificio, cuchillo en mano, cuando de pronto la vaca prorrumpió en lamentos y derramaba lágrimas abundantes. Entonces me detuve, y la entregué al mayoral para que la sacrificase; pero al desollarla no se le encontró ni carne ni grasa, pues sólo tenía los huesos y el pellejo. Me arrepentí de haberla matado, pero ¿de qué servía ya el arrepentimiento? Se la di al mayoral, y le dije: "Tráeme un becerro bien gordo". Y me trajo a mi hijo convertido en ternero.

           Cuando el ternero me vio, rompió la cuerda, se me acercó corriendo, y se revolcó a mis pies, pero ¡con qué lamentos!, ¡con qué lamentos! Entonces tuve piedad de él, y le dije al mayoral: "Tráeme otra vaca, y deja con vida a este ternero".

           En este punto de su narración, vio Schehrazada que iba a amanecer, y se calló discretamente, sin aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada le dijo: "¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras llenas de delicia!". Schehrazada contestó: "Pues nada son comparadas con lo que os podría contar la noche próxima, si vivo y el rey quiere conservarme". Y el rey dijo para sí: "Por Alah, que no la mataré hasta que haya oído la continuación de su historia".

           Después, el rey y Schehrazada pasaron toda la noche abrazados. Luego marchó el rey a presidir su tribunal. Y vio llegar al visir, que llevaba debajo del brazo un sudario para Schehrazada, a la cual creía muerta. Pero nada le dijo de esto al rey, y siguió administrando justicia, designando a unos para los empleos, destituyendo a otros, hasta que acabó el día. Y el visir se fue perplejo en el colmo del asombro, al saber que su hija vivía. Cuando hubo terminado el diwán[13], el rey Schahriar volvió a su palacio.

[13] Diwan: Sesión de Justicia, o sala de la misma.

NOCHE 2

           Doniazada dijo a su hermana Schehrazada: "oh hermana mía, te ruego que acabes la historia del mercader y el efrit". Y Schehrazada respondió: "De todo corazón, y como debido homenaje, siempre que el rey me lo permita". Y el rey ordenó: "Puedes hablar". Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, dotado de ideas justas y rectas, que cuando el mercader vio llorar al ternero, se enterneció su corazón, y dijo al mayoral: "Deja ese ternero con el ganado".

           A todo esto, el efrit se asombraba prodigiosamente de esta historia asombrosa. Y el jeique dueño de la gacela prosiguió de este modo: oh señor de los reyes de los efrits, todo esto aconteció. La hija de mi tío, esta gacela, hallábase allí mirando, y decía: "Debemos sacrificar ese ternero tan gordo". Pero yo, por lástima, no podía decidirme, y mandé al mayoral que de nuevo se lo llevara, obedeciéndome él.

           El segundo día, estaba yo sentado, cuando se me acercó el pastor y me dijo: "oh amo mío, voy a enterarte de algo que te alegrará. Esta buena nueva bien merece una gratificación". Y yo le contesté: "Cuenta con ella". Y me dijo: "oh mercader ilustre, mi hija es bruja, pues aprendió la brujería de una vieja que vivía con nosotros. Ayer, cuando me diste el ternero, entré con él en la habitación de mi hija, y ella, apenas lo vio, cubrióse con el velo la cara, echándose a llorar, y después a reír. Luego me dijo: "Padre, ¿tan poco valgo para ti que dejas entrar hombres en mi aposento?". Yo repuse: "Pero ¿dónde están esos hombres? ¿Y por qué lloras y ríes así?". Y ella me dijo: "El ternero que traes contigo es hijo de nuestro amo el mercader, pero está encantado. Y es su madrastra la que lo ha encantado, y a su madre con él. Me he reído al verle bajo esa forma de becerro. Y si he llorado es a causa de la madre del becerro, que fue sacrificada por el padre". Estas palabras de mi hija me sorprendieron mucho, y aguardé con impaciencia que volviese la mañana para venir a enterarte de todo".

           Cuando oí, oh poderoso efrit (prosiguió el jeique), lo que me decía el mayoral, salí con él a toda prisa, y sin haber bebido vino creíame embriagado por el inmenso júbilo y por la gran felicidad que sentía al recobrar a mi hijo. Cuando llegué a casa del mayoral, la joven me deseó la paz y me besó la mano, y luego se me acercó el ternero, revolcándose a mis pies. Pregunté entonces a la hija del mayoral: "¿Es cierto lo que afirmas de este ternero?". Y ella dijo: "Cierto, sin duda alguna. Es tu hijo, la llama de tu corazón". Y le supliqué: "oh gentil y caritativa joven, si desencantas a mi hijo, te daré cuantos ganados y fincas tengo al cuidado de tu padre". Sonrió al oír estas palabras, y me dijo: "Sólo aceptaré la riqueza con dos condiciones: la primera, que me casaré con tu hijo, y la segunda, que me dejarás encantar y aprisionar a quien yo desee. De lo contrario, no respondo de mi eficacia contra las perfidias de tu mujer".

           Cuando yo oí, oh poderoso efrit, las palabras de la hija del mayoral, le dije: "Sea, y por añadidura tendrás las riquezas que tu padre me administra. En cuanto a la hija de mi tío, te permito que dispongas de su sangre".

           Apenas escuchó ella mis palabras, cogió una cacerola de cobre, llenándola de agua y pronunciando sus conjuros mágicos. Después roció con el líquido al ternero, y le dijo: "Si Alah te creó ternero, sigue ternero, sin cambiar de forma; pero si estás encantado, recobra tu figura primera con el permiso de Alah el Altísimo". Ella dijo, e inmediatamente el ternero empezó a agitarse, y volvió a adquirir la forma humana. Entonces, arrojándose en sus brazos, le besó. Y luego le dije: "Por Alah sobre ti, cuéntame lo que la hija de mi tío hizo contigo y con tu madre". Y me contó cuanto les había ocurrido. Yo dije entonces: "ah hijo mío, Alah, dueño de los destinos, reservaba a alguien para salvarte y salvar tus derechos".

           Después de esto, oh buen efrit, case a mi hijo con la hija del mayoral. Y ella, merced a su ciencia de brujería, encantó a la hija de mi tío, transformándola en esta gacela que tú ves. Al pasar por aquí encontréme con estas buenas gentes, les pregunté qué hacían, y por ellos supe lo ocurrido a este mercader, y hube de sentarme para ver lo que pudiese sobrevenir. Y esta es mi historia". Entonces exclamó el efrit: "Historia realmente muy asombrosa. Por eso te concedo como gracia el tercio de la sangre que pides". En este momento se acercó el segundo jeique, el de los lebreles negros, y dijo:

CUENTO DEL SEGUNDO JEIQUE

           Sabe, oh señor de los reyes de los efrits, que estos dos perros son mis hermanos mayores y yo soy el tercero. Al morir nuestro padre nos dejó en herencia tres mil dinares. Yo, con mi parte, abrí una tienda y me puse a vender y comprar. Uno de mis hermanos, comerciante también, se dedicó a viajar con las caravanas, y estuvo ausente un año. Cuando regresó no le quedaba nada de su herencia. Entonces le dije: "oh hermano mío, ¿no te había aconsejado que no viajaras?". Y echándose a llorar, me contestó: "Hermano, Alah, que es grande y poderoso, lo dispuso así. No pueden serme de provecho ya tus palabras, puesto que nada tengo ahora".

           Le llevé conmigo a la tienda, lo acompañé luego al hammam (baño publico) y le regalé un magnífico traje de la mejor clase. Después nos sentamos a comer, y le dije: "Hermano, voy a hacer la cuenta de lo que produce mi tienda en un año, sin tocar al capital, y nos partiremos las ganancias". Y, efectivamente, hice la cuenta, y hallé un beneficio anual de mil dinares. Entonces di gracias a Alah, que es poderoso y grande, y dividí la ganancia luego entre mi hermano y yo. Y así vivimos juntos días y días.

           Pero de nuevo mis hermanos desearon marcharse y pretendían que yo les acompañase. No acepté, y les dije: "¿Qué habéis ganado con viajar, para que así pueda yo tentarme de imitaros?". Entonces empezaron a dirigirme reconvenciones, pero sin ningún fruto, pues no les hice caso, y seguimos comerciando en nuestras tiendas otro año. Otra vez volvieron a proponerme el viaje, oponiéndome yo también, y así pasaron seis años más. Al fin acabaron por convencerme, y les dije: "Hermanos, contemos el dinero que tenemos". Contamos, y dimos con un total de seis mil dinares. Entonces les dije: "Enterremos la mitad para poder utilizar si nos ocurriese una desgracia, y tomemos mil dinares cada uno para comerciar al por menor". Y contestaron: "¡Alah favorezca la idea!". Cogí el dinero y lo dividí en dos partes iguales; enterré tres mil dinares y los otros tres mil los repartí juiciosamente entre nosotros tres. Después compramos varias mercaderías, fletamos un barco, llevamos a él todos nuestros efectos, y partimos.

           Duró un mes entero el viaje, y llegamos a una ciudad, donde vendimos las mercancías con una ganancia de diez dinares por dinar. Luego abandonamos la plaza. Al llegar a orillas del mar encontramos a una mujer pobremente vestida, con ropas viejas y raídas. Se me acercó, me besó la mano, y me dijo: "Señor, ¿me puedes socorrer? ¿Quieres favorecerme? Yo, en cambio, sabré agradecer tus bondades". Y le dije: "Te socorreré; mas no te creas obligada a la gratitud". Y ella me respondió: "Señor, entonces cásate conmigo, llévame a tu país y te consagraré mi alma. Favoréceme, que yo soy de las que saben el valor de un beneficio. No te avergüences de mi humilde condición". Al oír estas palabras, sentí piedad hacia ella, pues nada hay que no se haga mediante la voluntad de Alah, que es grande y poderoso. Me la llevé, la vestí con ricos trajes, hice tender magníficas alfombras en el barco para ella y le dispensé una hospitalaria acogida llena de cordialidad. Después zarpamos.

           Mi corazón llegó a amarla con un gran amor, y no la abandoné de día ni de noche. Y como de los tres hermanos era yo el único que podía gozarla, estos hermanos míos sintieron celos, además de envidiarme por mis riquezas y por la calidad de mis mercaderías. Dirigían ávidas miradas sobre cuanto poseía yo, y se concertaron para matarme y repartirse mi dinero, porque el Cheitan (Satanás, el maligno) sin duda les hizo ver su mala acción con los más bellos colores.

           Un día, cuando estaba yo durmiendo con mi esposa, llegaron hasta nosotros y nos cogieron, echándonos al mar. Mi esposa se despertó en el agua, y de súbito cambió de forma, convirtiéndose en efrita. Me tomó sobre sus hombros y me depositó sobre una isla. Después desapareció durante toda la noche, regresando al amanecer, y me dijo: "¿No reconoces a tu esposa? Te he salvado de la muerte con ayuda del Altísimo. Porque has de saber que soy una efrita (genio femenino). Y desde el instante en que te vi, te amó mi corazón, simplemente porque Alah lo ha querido, y yo soy una creyente en Alah y en su Profeta, al cual Alah bendiga y preserve. Cuando yo me he acercado a ti en la pobre condición en que me hallaba, tú te aviniste de todos modos a casarte conmigo. Y yo, en justa gratitud, he impedido que perezcas ahogado. En cuanto a tus hermanos, siento el mayor furor contra ellos y es preciso que los mate".

           Asombrado de sus palabras, le di las gracias por su acción, y le dije: "No puedo consentir la pérdida de mis hermanos". Luego le conté todo lo ocurrido con ellos, desde el principio hasta el fin, y me dijo entonces: "Esta noche volaré hacia la nave que los conduce, y la haré zozobrar para que sucumban". Yo repliqué: "Por Alah sobre ti, que no hagas eso, y recuerdes que el Maestro de los Proverbios dice: oh tú, compasivo del delincuente, piensa que para el criminal es bastante castigo su mismo crimen; y además, considera que son mis hermanos". Pero ella insistió: "Tengo que matarlos sin remedio". Y en vano imploré su indulgencia. Después se echó a volar llevándome en sus hombros y me dejó en la azotea de mi casa.

           Abrí entonces las puertas y saqué los tres mil dinares del escondrijo. Luego abrí mi tienda, y después de hacer las visitas necesarias y los saludos de costumbre, compré nuevos géneros.

           Llegada la noche, cerré la tienda, y al entrar en mis habitaciones encontré estos dos lebreles que estaban atados en un rincón. Al verme se levantaron, rompieron a llorar y se agarraron a mis ropas. Entonces acudió mi mujer y me dijo: "Son tus hermanos". Y yo le dije: "¿Quién los ha puesto en esta forma?". Y ella contestó: "Yo misma. He rogado a mi hermana, más versada que yo en artes de encantamiento, que los pusiera en ese estado. Diez años permanecerán así". Por eso, oh efrit poderoso, me ves aquí, pues voy en busca de mi cuñada, a la que deseo suplicar los desencante, porque van ya transcurridos los diez años. Al llegar me encontré con este buen hombre, y cuando supe su aventura, no quise marcharme hasta averiguar lo que sobreviniese entre tú y él. Y este es mi cuento". El efrit dijo: "Es realmente un cuento asombroso, por lo que te concedo otro tercio de la sangre destinada a rescatar el crimen".

           Entonces se adelantó el tercer jeique, dueño de la mula, y dijo al efrit: "Te contaré una historia más maravillosa que las de estos dos. Y tú me recompensarás con el resto de la sangre". El efrit contestó: "Que así sea". Y el tercer jeique dijo:

CUENTO DEL TERCER JEIQUE

           ¡Oh sultán, jefe de los efrits! Esta mula que ves aquí era mi esposa. Una vez salí de viaje y estuve ausente todo un año. Terminados mis negocios, volví de noche, y al entrar en el cuarto de mi mujer, la encontré acostada sobre los tapices de la cama con un esclavo negro. Estaban conversando y se besaban haciéndose zalamerías. Al verme, ella se levantó súbitamente y se abalanzó a mí con una vasija de agua en la mano; murmuró algunas palabras luego, y me dijo arrojándome el agua: "¡Sal de tu propia forma y reviste la de un perro!". Inmediatamente me convertí en perro, y mi esposa me echó de casa. Anduve vagando hasta llegar a una carnicería, donde me puse a roer huesos. Al verme el carnicero, me cogió y me llevó con él.

           Apenas penetramos en el cuarto de su hija, ésta se cubrió con el velo y recriminó a su padre: "¿Te parece bien lo que has hecho? Traes a un hombre y lo entras en mi habitación". Y repuso el padre: "¿Pero dónde está ese hombre?". Ella contestó: "Ese perro es un hombre. Lo ha encantado una mujer; pero yo soy capaz de desencantarlo".

           Su padre le dijo: "Por Alah sobre ti, devuélvele su forma, hija mía". Ella cogió una vasija con agua, y después de murmurar un conjuro, me echó unas gotas y dijo: "¡Sal de esa forma, y recobra la primitiva!". Entonces volví a mi forma humana, besé la mano de la joven, y le dije: "Quisiera que encantases a mi mujer como ella me encantó". Me dio entonces un frasco con agua, y me dijo: "Si encuentras dormida a tu mujer, rocíale con esta agua y se convertirá en lo que quieras". Efectivamente, la encontré dormida, le eché el agua, y dije: "¡Sal de esa forma y toma la de una mula!". Y al instante se transformó en una mula, y es la misma que aquí ves, sultán de reyes de los efrits".

           El efrit se volvió entonces hacia la mula, y le dijo: "¿Es verdad todo eso?", y la mula movió la cabeza como afirmando: "Sí, sí; todo es verdad". Esta historia consiguió satisfacer al efrit, que, lleno de emoción y de placer, hizo gracia al anciano del último tercio de la sangre... En aquel momento Schehrazada vio aparecer la mañana, y discretamente dejó de hablar, sin aprovecharse más del permiso.

           Entonces su hermana Doniazada dijo: "ah, hermana mía, ¡cuán dulces, cuán amables y cuán deliciosas son en su frescura tus palabras!". Schehrazada contestó: "Nada es eso comparado con lo que te contaré la noche próxima, si vivo aún y el rey quiere conservarme". Y el rey se dijo: "Por Alah, que no la mataré hasta que le haya oído la continuación de su relato, que es asombroso". Después el rey y Schehrazada pasaron enlazados la noche hasta por la mañana. Entonces el rey marchó a la sala de justicia. Entraron el visir y los oficiales y se llenó el diwán de gente. Y el rey juzgó, nombró, destituyó, despachó sus asuntos y dio órdenes hasta el fin del día. Luego se levantó el diwán y el rey volvió a palacio.

NOCHE 3

           Doniazada dijo: "Hermana mía, suplico que termines tu relato". Y Schehrazada contestó: "Con toda la generosidad y simpatía de mi corazón". Y prosiguió después: He llegado a saber, oh rey afortunado, que cuando el tercer jeique contó al efrit el más asombroso de los tres cuentos, el efrit se maravilló mucho, y emocionado y placentero, dijo: "Concedo el resto de la sangre por que había de redimirse el crimen, y dejo en libertad al mercader".

           Entonces el mercader, contentísimo, salió al encuentro de los jeiques y les dio miles de gracias. Ellos, a su vez, le felicitaron por el indulto. Y cada cual regresó a su país. "Pero, añadió Schehrazada, es más asombrosa la historia del pescador". Y el rey dijo a Schehrazada: "¿Qué historia del pescador es esa?". Y Schehrazada dijo:

HISTORIA DEL PESCADOR Y EL EFRIT, INICIO

           He llegado a saber, oh rey afortunado, que había un pescador, hombre de edad avanzada, casado, con tres hijos y muy pobre. Tenía por costumbre echar las redes sólo cuatro veces al día y nada más. Un día entre los días a las doce de la mañana, fue a orillas del mar, dejó en el suelo la cesta, echó la red, y estuvo esperando hasta que llegara al fondo. Entonces juntó las cuerdas y notó que la red pesaba mucho y no podía con ella. Llevó el cabo a tierra y lo ató a un poste. Después se desnudó y entró en el mar maniobrando en torno de la red, y no paró hasta que la hubo sacado. Vistióse entonces muy alegre, y acercándose a la red encontró un borrico muerto. Al verlo exclamó desconsolado: "¡Todo el poder y la fuerza están en Alah, el Altísimo y el Omnipotente!".

           Luego dijo: "En verdad que este donativo de Alah es asombroso". Y recitó los siguientes versos: ¡Oh buzo, que giras ciegamente en las tinieblas de la noche y de la perdición! ¡Abandona esos penosos trabajos; la fortuna no gusta del movimiento! Sacó la red, exprimiéndole el agua, y cuando hubo acabado de exprimirla, la tendió de nuevo. Después, internándose en el agua, exclamó: "¡En el nombre de Alah!". Y arrojó la red de nuevo, aguardando que llegara al fondo. Quiso entonces sacarla, pero notó que pesaba más que antes y que estaba más adherida, por lo cual la creyó repleta de una buena pesca, y arrojándose otra vez al agua, la sacó al fin con gran trabajo, llevándola a la orilla, y encontró una tinaja enorme, llena de arena y de barro. Al verla se lamentó mucho y recitó estos versos: ¡Cesad, vicisitudes de la suerte, y apiadaos de los hombres! ¡Qué tristeza! ¡Sobre la tierra ninguna recompensa es igual al mérito ni digna del esfuerzo realizado por alcanzarla! ¡Salgo de casa a veces para buscar candorosamente la fortuna, y me enteran de que la fortuna hace mucho tiempo que murió! ¿Es así, !oh fortuna! como dejas a los Sabios en la sombra, para que los necios gobiernen el mundo?

           Luego, arrojando la tinaja lejos de él, pidió perdón a Alah por su momento de rebeldía y lanzó la red por vez tercera, y al sacarla la encontró llena de trozos de cacharros y vidrios. Al ver esto, recitó todavía unos versos de un poeta: ¡Oh poeta! ¡Nunca soplará hacia ti el viento de la fortuna! ¿Ignoras, hombre ingenuo, que ni tu pluma de caña ni las líneas armoniosas de la escritura han de enriquecerte jamás? Y alzando la frente al cielo, exclamó: "Alah, tú sabes que yo no echo la red más que cuatro veces por día, y ya van tres". Invocó nuevamente el nombre de Alah y lanzó la red, aguardando que tocase al fondo. Esta vez, a pesar de todos sus esfuerzos, tampoco conseguía sacarla, pues a cada tirón se enganchaba más en las rocas del fondo. Entonces dijo: "¡No hay fuerza ni poder más que en Alah!". Se desnudó, metiéndose en el agua y maniobrando alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó a tierra. Al abrirla encontró un enorme jarrón de cobre dorado, lleno e intacto. La boca estaba cerrada con un plomo que ostentaba el sello de nuestro señor Soleimán, hijo de Daud (Salomón, hijo de David, considerado el Señor de los efrits).

           El pescador se puso muy alegre al verlo, y se dijo: "He aquí un objeto que venderé en el zoco (bazar) de los caldereros, porque bien vale sus diez dinares de oro". Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para sí: "Tengo que abrirlo sin remedio; meteré en el saco lo que contenga y luego lo venderé en el zoco de los caldereros". Sacó el cuchillo y empezó a maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo inclinarlo para verter el contenido en el suelo. Pero nada salió del vaso, aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se extendió por la superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que hubo salido todo el humo, comenzó a condensarse en torbellinos, y al fin se convirtió en un efrit cuya frente llegaba a las nubes, mientras sus pies se hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos semejaban rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca una caverna; sus dientes, piedras; su nariz, una alcarraza; sus ojos, dos antorchas, y su cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver a este efrit, el pescador quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca seca, y los ojos se le cegaron a la luz.

           Cuando vio al pescador, el efrit dijo: "¡No hay más Dios que Alah, y Soleimán es el profeta de Alah!". Y dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de este modo: "oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me mates; te obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos". Entonces exclamó el pescador: "oh gigante audaz y rebelde, tú te atreves a decir que Soleimán (Salomón) es el profeta de Alah. Soleimán murió hace mil ochocientos años, y nosotros estamos al fin de los tiempos. ¿Pero qué historia vienes a contarme? ¿Cuál es el motivo de que estuvieras en este jarrón?".

           Entonces el efrit dijo: "No hay más Dios que Alah. Pero permite, oh pescador, que te anuncie una buena noticia". Y el pescador repuso: "¿Qué noticia es esa?". Y contestó el efrit: "Tu muerte. Vas a morir ahora mismo, y de la manera más terrible". Y replicó el pescador: "oh jefe de los efrits, mereces por esa noticia que el cielo te retire su ayuda. ¡Pueda él alejarte de nosotros! Pero, ¿por qué deseas mi muerte?, ¿qué hice para merecerla? Te he sacado de esa vasija, te he salvado de una larga permanencia en el mar, y te he traído a la tierra". Entonces el efrit dijo: "Piensa y elige la especie de muerte que prefieras; morirás del modo que gustes". Y el pescador dijo: "¿Cuál es mi crimen para merecer tal castigo?". Y respondió el efrit: "Oye mi historia, pescador". Y el pescador dijo: "Habla y abrevia tu relato, porque de impaciente que se halla mi alma se me está saliendo por el pie".

           Y dijo el efrit: Sabe que yo soy un efrit rebelde. Me rebelé contra Soleimán, hijo de Daud. Mi nombre es Sakhr El-Genni. Y Soleimán envió hacia mí a su visir Assef, hijo de Barkhia, que me cogió a pesar de mi resistencia, y me llevó a manos de Soleimán. Y mi nariz en aquel momento se puso bien humilde.

           Al verme, Soleimán hizo su conjuro a Alah y me mandó que abrazase su religión y me sometiese a su obediencia. Pero yo me negué. Entonces mandó traer ese jarrón, me aprisionó en él y lo selló con plomo, imprimiendo el nombre del Altísimo. Después ordenó a los efrits fieles que me llevaran en hombros y me arrojasen en medio del mar. Permanecí cien años en el fondo del agua, y decía de todo corazón: "Enriqueceré eternamente al que logre libertarme". Pero pasaron los cien años y nadie me libertó. Durante los otros cien años me decía: "Descubriré y daré los tesoros de la tierra a quien me liberte". Pero nadie me libró. Y pasaron cuatrocientos años, y me dije: "Concederé tres cosas a quien me liberte". Y nadie me libró tampoco. Entonces, terriblemente encolerizado, dije con toda el alma: "Ahora mataré a quien me libre, pero le dejaré antes elegir, concediéndole la clase de muerte que prefiera". Entonces tú, oh pescador, viniste a librarme y por eso te permito que escojas la clase de muerte".

           El pescador, al oír estas palabras del efrit, dijo: "Por Alah, que la oportunidad es prodigiosa, y había de ser yo quien te libertase. ¡Indúltame, efrit, que Alah te recompensará! En cambio, si me matas, buscará quien te haga perecer". Entonces el efrit le dijo: "¡Pero si yo quiero matarte es precisamente porque me has libertado!". Y el pescador le contestó: "oh jeique de los efrits, así es como devuelves el mal por el bien. ¡A fe que no miente el proverbio!". Y recitó estos versos: ¿Quieres probar la amargura e las cosas? ! Sé bueno y cervicial! ¡Los malvados desconocen la gratitud! ¡Pruébalo, si quieres y tu, suerte . será la de la pobre Magir, madre de Amer! Pero el efrit le dijo: "Ya hemos hablado bastante. Sabe que sin remedio te he de matar".

           Entonces pensó el pescador: "Yo no soy más que un hombre y él un efrit, pero Alah me ha dado una razón bien despierta. Acudiré a una astucia para perderlo. Veré hasta dónde llega su malicia". Y dijo al efrit: "¿Has decidido realmente mi muerte?". El efrit contestó: "No lo dudes". Entonces dijo: "Por el nombre del Altísimo, que está grabado en sello de Soleimán, te conjuro a que respondas con verdad a mi pregunta". Cuando el efrit oyó el nombre del Altísimo, respondió muy conmovido: "Pregunta, que yo contestaré la verdad". Entonces dijo el pescador: "¿Cómo has podido entrar por entero en este jarrón donde apenas cabe tu pie o tu mano?". El efrit dijo: "¿Dudas acaso de ello?". El pescador respondió: "Efectivamente, no lo creeré jamás mientras no vea con mis propios ojos que te metes en él". En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 4

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que cuando el pescador dijo al efrit que no le creería como no lo viese con sus propios ojos, el efrit comenzó a agitarse, convirtiéndose nuevamente en humareda que subía hasta el firmamento. Después se condensó, y empezó a entrar en el jarrón poco a poco, hasta el fin. Entonces el pescador cogió rápidamente la tapadera de plomo, con el sello de Soleimán, y obstruyó la boca del jarrón. Después, llamando al efrit, le dijo: "Elige y pesa la clase de muerte que más te convenga; si no, te echaré al mar, y me haré una casa junto a la orilla, e impediré a todo el mundo que pesque, diciendo Allí hay un efrit, y si lo libran quiere matar a los que le libertan".

           Enumeró luego todas las variedades de muertes para facilitar la elección. Al oírle, el efrit intentó salir, pero no pudo, y vio que estaba encarcelado y tenía encima el sello de Soleimán, convenciéndose entonces de que el pescador le había encerrado en un calabozo contra el cual no pueden prevalecer ni los más débiles ni los más fuertes de los efrits. Y comprendiendo que el pescador le llevaría hacia el mar, suplicó: "No me lleves, ¡no me lleves!". Y el pescador dijo: "No hay remedio". Entonces, dulcificando su lenguaje, exclamó el efrit: "ah pescador, ¿Qué vas a hacer conmigo?". El otro dijo: "Echarte al mar, que si has estado en él mil ochocientos años, no saldrás esta vez hasta el día del juicio. ¿No te rogué yo que me dejaras la vida para que Alah la conservase a ti y no me mataras para que Alah no te matase? Obrando infamemente rechazaste mi plegaria. Por eso Alah te ha puesto en mis manos, y no me remuerde el haberte engañado". Entonces, dijo el efrit: "Ábreme el jarrón y te colmaré de beneficios". El pescador respondió: "Mientes, ¡oh maldito! Entre tú y yo pasa exactamente lo que ocurrió entre el visir del rey Yunán y el médico Ruyán". Y el efrit dijo: "¿Quiénes eran el visir del rey Yunán y el médico Ruyán? ¿Qué historia es ésa?".

CUENTO DEL VISIR YUNAN Y EL MEDICO RUYAN

           El pescador dijo: Sabrás, oh, efrit, que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo en la ciudad de Fars, en el país de los rumán (los romanos) un rey llamado Yunán. Era rico y poderoso, señor de ejércitos, dueño de fuerzas considerables y de aliados de todas las especies de hombres. Pero su cuerpo padecía una lepra que desesperaba a los médicos y los sabios. Ni drogas, ni píldoras, ni pomadas le hacían efecto alguno, y ningún sabio pudo encontrar un eficaz remedio para la espantosa dolencia. Pero cierto día llegó a la capital del rey Yunán un médico anciano de renombre, llamado Ruyán. Había estudiado los libros griegos, persas, romanos, árabes y sirios, así como la medicina y la astronomía, cuyos principios y reglas no ignoraba, así como sus buenos y malos efectos. Conocía las virtudes de las plantas grasas y secas y también sus buenos y malos efectos. Por último, había profundizado la filosofía y todas las ciencias médicas y otras muchas además.

           Cuando este médico llegó a la ciudad y permaneció en ella algunos días, supo la historia del rey y de la lepra que le martirizaba por la voluntad de Alah, enterándose del fracaso absoluto de todos los médicos y sabios. Al tener de ello noticia, pasó muy preocupado la noche. Pero no bien despertó por la mañana se puso su mejor traje y fue a ver al rey Yunán, besó la tierra entre las manos del rey[14] e hizo votos por la duración eterna de su poderío y de las gracias de Alah y de todas las mejores cosas. Después le enteró de quién era, y le dijo: "He averiguado la enfermedad que atormenta tu cuerpo y he sabido que un gran número de médicos no ha podido encontrar el medio de curarla. Voy, oh rey, a aplicarte mi tratamiento, sin hacerte beber medicinas ni untarte con pomadas".

[14] "Besar la tierra entre las manos del rey": inclinarse hasta el suelo y besarla, delante del rey.

           Al oírlo, el rey Yunán se asombró mucho, y le dijo: "Por Alah, que si me curas te enriqueceré hasta los hijos de tus hijos, te concederé todos tus deseos y serás mi compañero y mi amigo". En seguida le dio un hermoso traje y otros presentes, y añadió: "¿Es cierto que me curarás de esta enfermedad sin medicamentos ni pomadas?". Y respondió el otro: "Sí, ciertamente. Te curaré sin fatiga ni pena para tu cuerpo". El rey le dijo, cada vez más asombrado: "oh gran médico, ¿Qué día y qué momento verán realizarse lo que acabas de prometer? Apresúrate a hacerlo, hijo mío". Y el médico contestó: "Escucho y obedezco".

           Entonces salió del palacio y alquiló una casa, donde instaló sus libros, sus remedios y sus plantas aromáticas. Después hizo extractos de sus medicamentos y de sus simples, y con estos extractos construyó un mazo corto y encorvado, cuyo mango horadó, y también hizo una pelota, todo esto lo mejor que pudo. Terminado completamente su trabajo, al segundo día fue a palacio, entró en la cámara del rey y besó la tierra entre sus manos. Después le prescribió que fuera a caballo al meidán[15] y jugara con la bola y el mazo.

[15] Meidán: plaza consagrada a los juegos.

           Acompañaron al rey sus emires, sus chambelanes, sus visires y los jefes del reino. Apenas había llegado al meidán, se le acercó el médico y le entregó el mazo, diciéndole: "Empúñalo de este modo y da con toda tu fuerza en la pelota. Y haz de modo que llegues a sudar. De este modo el remedio penetrará en la palma de la mano y circulará por todo tu cuerpo. Cuando transpires y el remedio haya tenido tiempo de obrar, regresa a tu palacio, ve en seguida a bañarte al hammam y quedarás curado. Ahora, la paz sea contigo".

           El rey Yunán cogió el mazo que le alargaba el médico, empuñándolo con fuerza. Intrépidos jinetes montaron a caballo y le echaron la pelota. Entonces empezó a galopar detrás de ella para alcanzarla y golpearla, siempre con el mazo bien cogido. Y no dejó de golpear hasta que transpiró bien por la palma de la mano y por todo el cuerpo, dando lugar a que la medicina obrase sobre el organismo. Cuando el médico Ruyán vio que el remedio había circulado suficientemente, mandó al rey que volviera a palacio para bañarse en el hammam. Y el rey marchó en seguida y dispuso que le prepararan el hammam (el baño).

           Se lo prepararon con gran prisa, y los esclavos apresuráronse también a disponerle la ropa. Entonces el rey entró en el hammam y tomó el baño, se vistió de nuevo y salió del hammam para montar a caballo, volver a palacio y echarse a dormir. Y hasta aquí lo referente al rey Yunán.

           En cuanto al médico Ruyán, éste regresó a su casa, se acostó, y al despertar por la mañana fue a palacio, pidió permiso al rey para entrar, lo que éste le concedió, entró, besó la tierra entre sus manos y empezó por declamar gravemente algunas estrofas: ¡Si la elocuencia te eligiese como padre, reflorecería! ¡Y no sabría elegir ya a otro más que a ti! ¡Oh rostro radiante, cuya claridad borraría la llama de un tizón encendido! ¡Ojalá ese glorioso semblante siga con la luz de su frescura y alcance a ver cómo las arrugas surcan la cara del Tiempo! ¡Me has cubierto con los beneficios de tu generosidad, como la nube bienhechora cubre la colina! ¡Tus altas hazañas te han hecho alcanzar las cimas de la gloria y eres el amado del Destino, que ya no puede negarte nada!

           Recitados los versos, el rey se puso de pie, y cordialmente tendió sus brazos al médico. Luego le sentó a su lado, y le regaló magníficos trajes de honor. Porque, efectivamente, al salir del hammam el rey se había mirado el cuerpo, sin encontrar rastro de lepra, y vio su piel tan pura como la plata virgen. Entonces se dilató con gran júbilo su pecho. Y al otro día, al levantarse el rey por la mañana, entró en el diwán, se sentó en el trono y comparecieron los chambelanes y grandes del reino, así como el médico Ruyán. Por esto, al verle, el rey se levantó apresuradamente y le hizo sentar a su lado. Sirvieron a ambos manjares y bebidas durante todo el día. Y al anochecer, el rey entregó al médico dos mil dinares, sin contar los trajes de honor y magníficos presentes, y le hizo montar su propio corcel. Y entonces el médico se despidió y regresó a su casa.

           El rey no dejaba de admirar el arte del médico ni de decir: "Me ha curado por el exterior de mi cuerpo sin untarme con pomadas. Oh Alah, ¡qué ciencia tan sublime! Fuerza es colmar de beneficios a este hombre y tenerle para siempre como compañero y amigo afectuoso". Y el rey Yunán se acostó, muy alegre de verse con el cuerpo sano y libre de su enfermedad.

           Cuando al otro día, se levantó el rey y se sentó en el trono, los jefes de la nación pusiéronse de pie, y los emires y visires se sentaron a su derecha y a su izquierda. Entonces mandó llamar al médico Ruyán, que acudió y besó la tierra entre sus manos. El rey se levantó en honor suyo, le hizo sentar a su lado, comió en su compañía, le deseó larga vida y le dio magníficas telas y otros presentes, sin dejar de conversar con él hasta el anochecer, y mandó le entregaran a modo de remuneración cinco trajes de honor y mil dinares. Y así regresó el médico a su casa, haciendo votos por el rey.

           Al levantarse por la mañana, salió el rey y entró en el diwán, donde le rodearon los emires, los visires y los chambelanes. Y entre los visires uno de cara siniestra, repulsiva, terrible, sórdidamente avaro, envidioso y saturado de celos y de odio. Cuando este visir vio que el rey colocaba a su lado al médico Ruyán y le otorgaba tantos beneficios, le tuvo envidia y resolvió secretamente perderlo. El proverbio lo dice: El envidioso ataca a todo el mundo. En el corazón del envidioso está emboscada la persecución y la desarrolla si dispone de fuerza o la conserva latente la debilidad.

           El visir se acercó al rey Yunán, besó la tierra entre sus manos , y dijo: "oh rey del siglo y del tiempo, que envuelves a los hombres en tus beneficios. Tengo para ti un consejo de gran importancia, que no podría ocultarte sin ser un mal hijo. Si me mandas que te lo revele, yo te lo revelaré". Turbado entonces el rey por las palabras del visir, le dijo: "¿Qué consejo es el tuyo?". El otro respondió: "oh rey glorioso, los antiguos han dicho Quien no mire el fin y las consecuencias no tendrá a la fortuna por amiga, y justamente acabo de ver al rey obrar con poco juicio otorgando sus bondades a su enemigo, al que desea el aniquilamiento de su reino, colmándole de favores, abrumándole con generosidades. Y yo, por esta causa, siento grandes temores por el rey".

           Al oír esto, el rey se turbó extremadamente, cambió de color, y dijo: "¿Quién es el que supones enemigo mío y colmado por mis favores?". El visir respondió: "oh rey, Si estás dormido, despierta, porque aludo al médico Ruyán". El rey dijo: "Ese es buen amigo mío, y para mí el más querido de los hombres, pues me ha curado con una cosa que yo he tenido en la mano y me ha librado de mi enfermedad, que había desesperado a los médicos. Ciertamente que no hay otro como él en este siglo, en el mundo entero, lo mismo en Occidente que en Oriente. ¿Cómo te atreves a hablarme así de él? Desde ahora le voy a señalar un sueldo de mil dinares al mes. Y aunque le diera la mitad de mi reino, poco sería para lo que merece. Creo que me dices todo eso por envidia, como se cuenta en la historia, que he sabido, del rey Sindabad".

           En aquel momento la aurora sorprendió a Schehrazada, que interrumpió su narración. Entonces Doniazada le dijo: "ah, hermana mía, ¡cuán dulces, cuán puras, cuán deliciosas son tus palabras!". Y Schehrazada dijo: "¿Qué es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme?".

           Entonces el rey dijo para sí: "Por Alah, que no la mataré sin haber oído la continuación de su historia, que es verdaderamente maravillosa". Luego pasaron ambos la noche enlazados hasta por la mañana. Y el rey fue al diwán y juzgó, otorgó, destituyó y despachó los asuntos pendientes hasta acabarse el día. Después se levantó el diwán, y el rey entró en su palacio. Y cuando se aproximó la noche, hizo el rey la cosa acostumbrada con Schehrazada, su amante e hija del visir.

NOCHE 5

           Tras la cosa acostumbrada de Schehrazada con el rey, su señor, ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el rey Yunán dijo a su visir: "Visir, has dejado entrar en ti la envidia contra el médico, y quieres que yo lo mate para que luego me arrepienta, como se arrepintió el rey Sindabad después de haber matado al halcón". El visir preguntó: "¿Y cómo ocurrió eso?". Entonces el rey Yunán contó:

CUENTO DEL HALCÓN DEL REY SINDABAD

           Dicen que entre los reyes de Fars hubo uno muy aficionado a diversiones, a paseos por los jardines y a toda especie de cacerías. Tenía un halcón adiestrado por él mismo, y no lo dejaba de día ni de noche, pues hasta por la noche lo tenía sujeto al puño. Cuando iba de caza lo llevaba consigo, y le había colgado del cuello un vasito de oro, en el cual le daba de beber. Un día estaba el rey sentado en su palacio, y vio de pronto venir al wekil (al intendente) que estaba encargado de las aves de caza, y le dijo: "oh rey de los siglos, llegó la época de ir de caza". Entonces el rey hizo sus preparativos y se puso el halcón en el puño. Salieron después y llegaron a un valle, donde armaron las redes de caza. Y de pronto cayó una gacela en las redes. Entonces dijo el rey: "Mataré a aquel por cuyo lado pase la gacela".

           Empezaron a estrechar la red en torno de la gacela, que se aproximó al rey y se enderezó sobre las patas como si quisiera besar la tierra delante del rey. Entonces el rey comenzó a dar palmaditas para hacer huir a la gacela, pero ésta brincó y pasó por encima de su cabeza y se internó tierra adentro.

           El rey se volvió entonces hacia los guardias, y vio que guiñaban los ojos maliciosamente. Al presenciar tal cosa, le dijo al visir: "¿Por qué se hacen esas señas mis soldados?". Y el visir contestó: "Dicen que has jurado matar a aquel por cuya proximidad pasase la gacela". Y el rey exclamó: "Por mi vida, ¡hay que perseguir y alcanzar a esa gacela!". Y se puso a galopar, siguiendo el rastro, y pudo alcanzarla. El halcón le dio con el pico en los ojos de tal manera, que la cegó y la hizo sentir vértigos. Entonces el rey empuñó su maza, golpeando con ella a la gacela hasta hacerla caer desplomada. En seguida descabalgó, degollándola y desollándola, y colgó del arzón de la silla los despojos.

           Hacía bastante calor, y aquel lugar era desierto, árido, y carecía de agua. El rey tenía sed y también el caballo. Y el rey se volvió y vio un árbol del cual brotaba agua como manteca. El rey llevaba la mano cubierta con un guante de piel; cogió el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquella agua, y lo colocó delante del ave, pero ésta dio con la pata al vaso y lo volcó. El rey cogió el vaso por segunda vez, lo llenó, y como seguía creyendo que el halcón tenía sed, se lo puso delante, pero el halcón le dio con la pata por segunda vez, y lo volcó. Y el rey se encolerizó contra el halcón, y cogió por tercera vez el vaso, pero se lo presentó al caballo, y el halcón derribó el vaso con el ala.

           Entonces dijo el rey: "¡Alah te sepulte, oh la más nefasta de las aves de mal agüero! No me has dejado beber, ni has bebido tú, ni has dejado que beba el caballo". Y dio con su espada al halcón y le cortó las alas. Entonces el halcón, irguiendo la cabeza, le dijo por señas: "Mira lo que hay en el árbol". Y el rey levantó los ojos y vio en el árbol una serpiente, y el líquido que corría era su veneno. Entonces el rey se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón. Después se levantó, montó a caballo, se fue, llevándose la gacela, y llegó a su palacio.

           Le dio la gacela al cocinero, y le dijo: "Tómala y guísala". Luego se sentó en su trono, sin soltar al halcón. Pero el halcón, tras una especie de estertor, murió. El rey, al ver esto, prorrumpió en gritos de dolor y de amargura por haber matado al halcón que le había salvado de la muerte. ¡Tal es la historia del rey Sindabad!

           Cuando el visir hubo oído el relato del rey Yunán, le dijo: "oh gran rey lleno de dignidad, ¿qué daño he hecho yo cuyos funestos efectos hayas tú podido ver? Obro así por compasión hacia tu persona. Y ya verás cómo digo la verdad. Si me haces caso podrás salvarte, y si no, perecerás como pereció un visir astuto que engañó al hijo de un rey entre los reyes".

CUENTO DEL PRÍNCIPE Y LA VAMPIRO

           El rey de que se trata tenía un hijo aficionadísimo a la caza con galgos, y tenía también un visir. El rey mandó al visir que acompañara a su hijo allá donde fuese. Un día entre los días, el hijo salió a cazar con galgos, y con él salió el visir. Y ambos vieron un animal monstruoso. Y el visir dijo al hijo del rey: "¡Anda contra esa fiera! ¡Persíguela!". Y el príncipe se puso a perseguir a la fiera hasta que todos le perdieron de vista. De pronto la fiera desapareció del desierto. Y el príncipe permanecía perplejo, sin saber hacia dónde ir, cuando vio en lo más alto del camino una joven esclava que estaba llorando. El príncipe le preguntó: "¿Quién eres?". Y ella respondió: "Soy la hija de un rey de reyes de la India. Iba con la caravana por el desierto, sentí ganas de dormir, y me caí de la cabalgadura sin darme cuenta. Entonces me encontré sola y abandonada".

           A estas palabras, sintió lástima el príncipe y emprendió la marcha con la joven, llevándola a la grupa de su mismo caballo. Al pasar frente a un bosquecillo, la esclava le dijo: "oh señor, desearía evacuar una necesidad". El príncipe la desmontó junto al bosquecillo, y viendo que tardaba mucho, marchó detrás de ella sin que la esclava pudiera enterarse. La esclava era un vampiro, y estaba diciendo a sus hijos: "¡Hijos míos, os traigo un joven muy robusto!". Y ellos dijeron: "¡Tráenoslo, madre, para que lo devoremos!". Cuando lo oyó el príncipe, ya no pudo dudar de su próxima muerte, y las carnes le temblaban de terror mientras volvía al camino. Cuando salió la vampiro de su cubil, al ver al príncipe temblar como un cobarde, le preguntó: "¿Por qué tienes miedo?". Y él dijo: "Hay un enemigo que me inspira temor". Y prosiguió la vampiro: "Me has dicho que eres un príncipe". Y respondió él: "Así es la verdad". Y ella le dijo: "Y entonces, ¿por qué no das algún dinero a tu enemigo para satisfacerle?". El príncipe replicó: "No se satisface con dinero. Sólo se contenta con el alma. Por eso tengo miedo, como víctima de una injusticia". Y la vampiro le dijo: "Si te persiguen como afirmas, pide contra tu enemigo la ayuda de Alah, y Él te librará de sus maleficios y de los maleficios de aquellos de quienes tienes miedo".

           Entonces el príncipe levantó la cabeza al cielo y dijo: "oh tú, que atiendes al oprimido que te implora, hazme triunfar de mi enemigo, y aléjale de mí, pues tienes poder para cuanto deseas".

           Cuando la vampiro oyó estas palabras, desapareció. Y el príncipe pudo regresar al lado de su padre, y le dio cuenta del mal consejo del visir. Y el rey mandó matar al visir".

           En seguida el visir del rey Yunán prosiguió de este modo: ¡Y tú, oh rey, si te fías de ese médico, cuenta que te matará con la peor de las muertes! Aunque le hayas colmado de favores, y le hayas hecho tu amigo, está preparando tu muerte. ¿Sabes por qué te curó de tu enfermedad por el exterior de tu cuerpo, mediante una cosa que tuviste en la mano? ¿No crees que es sencillamente para causar tu pérdida con una segunda cosa que te mandará también coger?".

           Entonces el rey Yunán dijo: "Dices la verdad. Hágase según tu opinión, oh visir bien aconsejado. Porque es muy probable que ese médico haya venido ocultamente como un espía para ser mi perdición. Si me ha curado con una cosa que he tenido en la mano, muy bien podría perderme con otra que, por ejemplo, me diera a oler". Y luego el rey Yunán dijo a su visir: "oh visir, ¿qué debemos hacer con él?". Y el visir respondió: "Hay que mandar inmediatamente que le traigan, y cuando se presente aquí degollarlo, y así te librarás de sus maleficios, y quedarás desahogado y tranquilo. Hazle traición antes que él te la haga a ti".

           El rey Yunán dijo: "Verdad dices, ¡oh visir!". Después el rey mandó llamar al médico, que se presentó alegre, ignorando lo que había resuelto el Clemente. El poeta lo dice en sus versos: ¡Oh tu, que temes los embates del Destino tranquilízate! ¿ No sabes que todo está en. las manos de Aquel que ha formado la tierra? Porque lo que está escrito, escrito está y no se borra nunca! ¡Y lo que no está escrito no hay por qué temerlo! ¡Y tu Señor! ¿Podré dejar pasar un día sin cantar tus alabanzas? ¿Para quién reservaría sino el don maravilloso de mi estilo rimado y mi lengua de Poeta? ¡Cada nuevo don que recibo de tus manos, ¡oh Señor! es más hermoso que el precedente v se anticipa a mis deseos! Por eso, ¿cómo no cantar tu gloria, toda tu gloria, y alabarte en mi alma y en público? ¡Pero he de confesar que nunca tendrán mis labios elocuencia bastante, ni mi pecho fuerza suficiente para cantar y para llevar los beneficios de que me has colmado! ¡Oh tu que dudas, confía tus asuntos a las manos de Alah, el único Sabio! ¡Y así que lo hagas tu corazón nada tendrá que temer por parte de los hombres! ¡Sabes también que nada se puede hacer por tu voluntad, sino por la voluntad del Sabio de los Sabios! ¡No desesperes pues, nunca y olvida todas las tristezas y todas las zozobras! ¿No sabes que las zozobras destruyen el corazón más firme y más fuerte? ¡Abandónaselo todo! ¡Nuestros proyectos no son más que proyectos de esclavos impotentes ante el único Ordenador!. ¡Déjate llevar! ¡Así disfrutarás de una paz duradera!

           Cuando se presentó el médico Ruyán, el rey le dijo: "¿Sabes por qué te he hecho venir a mi presencia?". El médico contestó: "Nadie sabe lo desconocido, más que Alah el Altísimo". El rey le dijo: "Te he mandado llamar para matarte y arrancarte el alma". Y el médico Ruyán, al oír estas palabras, se sintió asombrado, con el más prodigioso asombro, y dijo: "oh rey, ¿por qué me has de matar? ¿Qué falta he cometido?". El rey contestó: "Dicen que eres un espía y que viniste para matarme. Por eso te voy a matar antes de que me mates". Después el rey llamó al porta-alfanje y le dijo: "¡Corta la cabeza a ese traidor y líbranos de sus maleficios!". El médico le dijo: "Consérvame la vida, y Alah te la conservará. No me mates, si no Alah te matará también". Después reiteró la súplica, como yo lo hice dirigiéndome a ti, oh efrit, sin que me hicieras caso, pues, por el contrario, persististe en desear mi muerte.

           En seguida, el rey Yunán dijo al médico: "No podré vivir confiado ni estar tranquilo como no te mate. Porque si me has curado con una cosa que tuve en la mano, creo que me matarás con otra cosa que me des a oler o de cualquier modo". Y dijo el médico: "oh rey, ¿es ésta tu recompensa? ¿Así devuelves mal por bien?". Pero el rey insistió: "No hay más remedio que darte la muerte sin demora". Y cuando el médico se convenció de que el rey quería matarle sin remedio, lloró y se afligió al recordar los favores que había hecho a quienes no los merecían. Ya lo dice el poeta: ¡La joven y loca Moimuna es verdaderamente bien pobre de espíritu! ¡Pero su padre, en cambio, es un hombre de gran corazón y considerado entre los mejores! ¡Miradle, pues! ¡Nunca anda sin su farol en la mano, y así evita el lodo de los caminos, el polvo de las carreteras y los resbalones peligrosos!

           En seguida se adelantó el porta-alfanje, vendó los ojos del médico y, sacando la espada, dijo al rey: "Con tu venia". Pero el médico seguía llorando y suplicando al rey: "Consérvame la vida, y Alah te la conservará. No me mates, o Alah te matará a ti". Y recitó estos versos de un poeta: ¡Mis consejos no tuvieron ningún éxito, mientras que los consejos de los ignorantes conseguían su propósito! ¡No recogí más que desprecios! ¡Por esto, si logro vivir, me guardaré mucho de aconsejar! ¡Y si muero, mi ejemplo servirá a los demás para que enmudezca su lengua! Después, dijo al rey: "¿Es ésta tu recompensa? He aquí que me tratas como hizo un cocodrilo". Entonces preguntó el rey: "¿Qué historia es esa de un cocodrilo?". Y el médico dijo: "oh señor, no es posible contarla en este estado. ¡Por Alah sobre ti! Consérvame la vida y Alah te la conservará!".

           Después comenzó a derramar copiosas lágrimas. Entonces algunos de los favoritos del rey se levantaron y dijeron: "oh rey, concédenos la sangre de este médico, pues nunca le hemos visto obrar en contra tuya; al contrario, le vimos librarte de aquella enfermedad que había resistido a los médicos y a los sabios". El rey les contestó: "Ignoráis la causa de que mate a este médico; si lo dejo con vida, mi perdición es segura, porque si me curó de la enfermedad con una cosa que tuve en la mano, muy bien podría matarme dándome a oler cualquier otra. Tengo mucho miedo de que me asesine para cobrar el precio de mi muerte, pues debe ser un espía que ha venido a matarme. Su muerte es necesaria; sólo así podré perder mis temores". Entonces el médico imploró otra vez: "Consérvame la vida para que Alah te la conserve; y no me mates, para que no te mate Alah".

           Pero, oh efrit, cuando el médico se convenció de que el rey lo iba a hacer matar sin remedio, dijo: "oh rey, si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo un libro que es verdaderamente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario".

           Entonces el rey preguntó al médico: "¿Qué libro es ese?". Y el médico contestó: "Contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que revela es el siguiente: Cuando me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida tres renglones de la página de la izquierda; y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas las preguntas que le dirijas".

           Al oír estas palabras el rey se asombró hasta el límite del asombro, y estremeciéndose de alegría y de emoción, dijo: "oh médico, ¿hasta cortándote la cabeza hablarás?". El médico respondió: "Sí, en verdad, oh rey, es efectivamente una cosa prodigiosa". Entonces el rey le permitió que saliera, aunque escoltado por guardianes, y el médico llegó a su casa, y despachó sus asuntos aquel día, y al siguiente día también. Y el rey subió al diwán, y acudieron los emires, los visires, los chambelanes, los nawabs (lugartenientes del rey) y todos los jefes del reino, y el diwán parecía un jardín lleno de flores.

           Entonces entró el médico en el diwán y se colocó de pie ante el rey, con un libro muy viejo y una cajita de colirio llena de unos polvos. Después se sentó y dijo: "Que me traigan una bandeja". Le llevaron una bandeja, y vertió los polvos, y los extendió por la superficie. Y dijo entonces: "oh rey, coge ese libro, pero no lo abras antes de cortarme la cabeza. Cuando la hayas cortado colócala en la bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para restañar la sangre. Después abrirás el libro".

           Pero el rey, lleno de impaciencia no le escuchaba ya; cogió el libro y lo abrió, pero encontró las hojas pegadas unas a otras. Entonces metiendo su dedo en la boca, lo mojó con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De ese modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerlas, pero no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Y el rey dijo: "oh médico, no hay nada escrito".

           El médico respondió: "Sigue volviendo más hojas del mismo modo". Y el rey siguió volviendo más hojas. Pero apenas habían pasado algunos instantes circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones, y exclamó: "¡El veneno circula!". Y después el médico Ruyán comenzó a improvisar versos diciendo: ¡Esos jueces! ¡Han juzgado, pero excediéndose en sus derechos y contra toda justicia! ¡Y sin embargo, oh Señor, la justicia existe! ¡A su vez fueron juzgados! ¡Si hubieran sido íntegros y buenos, se les habría perdonado! ¡Pero oprimieron y la suerte los ha oprimido y les ha abrumado con las peores tribulaciones! ¡Ahora son motivo de burla y de piedad para el transeúnte! ¡Esa es la ley! ¡Esto a cambio de aquello! ¡Y el Destino se ha cumplido con toda lógica!

           Cuando Ruyán el médico acababa su recitado, cayó muerto el rey. Sabe ahora, oh efrit, que si el rey Yunán hubiera conservado al médico Ruyán, Alah a su vez le habría conservado. Pero al negarse, decidió su propia muerte. Y si tú, oh efrit, hubieses querido conservarme, Alah te habría conservado... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente. Y su hermana Doniazada le dijo: "¡Qué deliciosas son tus palabras!". Schehrazada contestó: "Nada es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme". Y pasaron aquella noche en la dicha completa y en la felicidad hasta por la mañana. Después el rey se dirigió al diwán. Y cuando terminó el diwán, volvió a su palacio y se reunió con los suyos.

NOCHE 6

           Schehrazada dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el pescador dijo al efrit: "Si me hubieras conservado, yo te habría conservado, pero no has querido más que mi muerte, y te haré morir prisionero en un jarrón y te arrojaré a ese mar".

HISTORIA DEL PESCADOR Y EL EFRIT, FINAL

           Tras lo cual, el efrit le contestó: "Por Alah, oh pescador, que no lo hagas; y consérvame generosamente, sin reconvenirme por mi acción, pues si yo fui criminal tú debes ser benéfico, y los proverbios conocidos dicen ¡Oh tú, que haces bien a quien mal hizo; perdona sin restricciones el crimen del malhechor! Ahora, oh pescador, no hagas conmigo lo que hizo Umama con Atika".

           El pescador dijo: "¿Y qué caso fue ese?". Y respondió el efrit: "No es ocasión para contarlo estando encarcelado. Cuando tú me dejes salir, yo te contaré ese caso". Pero el pescador dijo: "¡Oh, eso nunca! Es absolutamente necesario que yo te eche al mar, sin que tengas medio de salir. Cuando yo supliqué y te imploraba, tú deseabas mi muerte, sin que hubiera cometido ninguna falta contra ti, ni bajeza alguna, sino únicamente favorecerte, sacándote de ese calabozo. He comprendido, por tu conducta conmigo, que eres de mala raza. Pero has de saber que voy a echarte al mar, y enteraré de lo ocurrido a todos los que intenten sacarte, y así te arrojarán de nuevo, y entonces permanecerás en ese mar hasta el fin de los tiempos para disfrutar todos los suplicios". El efrit le contestó: "Suéltame, que ha llegado el momento de contarte la historia. Además, te prometo no hacerte jamás ningún daño, y te seré muy útil en un asunto que te enriquecerá para siempre".

           Entonces el pescador se fijó bien en esta promesa de que si libertaba al efrit, no sólo no le haría jamás daño, sino que le favorecería en un buen negocio. Y cuando se aseguró firmemente de su fe y de su promesa, y le tomó juramento por el nombre de Alah Todopoderoso, el pescador abrió el jarrón. Entonces el humo empezó a subir, hasta que salió completamente, y se convirtió en un efrit, cuyo rostro era espantosamente horrible. El efrit dio un puntapié al jarrón y lo tiró al mar.

           Cuando el pescador vio que el jarrón iba camino del mar, dio por segura su propia perdición, y orinándose encima, dijo: "Verdaderamente, no es esto una buena señal". Después intentó tranquilizarse y dijo: "oh efrit, Alah Todopoderoso ha dicho Hay que cumplir los juramentos, porque se os exigirá cuenta de ellos. Y tú prometiste y juraste que no me harías traición. Y si me la hicieses, Alah te castigará, porque es celoso, es paciente y no olvida. Y yo te digo lo que el médico Ruyán al rey Yunán: "Consérvame, y Alah te conservará".

           Al oír estas palabras, el efrit rompió a reír y echando a andar delante de él, dijo: "oh pescador, sígueme". Y el pescador echó a andar detrás de él, aunque sin mucha confianza en su salvación. Y así salieron completamente de la ciudad, y se perdieron de vista, y subieron a una montaña, y bajaron a una vasta llanura, en medio de la cual había un lago. Entonces el efrit se detuvo, y mandó al pescador que echara la red y pescase. Y el pescador miró a través del agua, y vio peces blancos y peces rojos, azules y amarillos. Al verlos se maravilló el pescador; después echó su red y cuando la hubo sacado encontró en ella cuatro peces, cada uno de color distinto.

           Se alegró mucho, y el efrit le dijo: "Ve con esos peces al palacio del sultán, ofrécelos y te dará con qué enriquecerte. Y, mientras tanto, por Alah, discúlpame mis rudezas, pues olvidé los buenos modales con mi larga estancia en el fondo del mar, donde me he pasado mil ochocientos años sin ver el mundo ni la superficie de la tierra. En cuanto a ti, vendrás todos los días a pescar a este sitio, pero nada más que una vez. Y ahora, que Alah te guarde con su protección".

           El efrit golpeó con sus dos pies en tierra, y la tierra se abrió y le tragó.

           Entonces el pescador volvió a la ciudad, muy maravillado de lo que le había ocurrido con el efrit. Después cogió los peces y los llevó a su casa, y en seguida, cogiendo una olla de barro, la llenó de agua y colocó en ella los peces, que comenzaron a nadar en el agua contenida en la olla. Después se puso esta olla en la cabeza y se encaminó al palacio del rey, según el efrit le había encargado. Cuando el pescador se presentó al rey y le ofreció los peces, el rey se asombró hasta el límite del asombro al ver aquellos peces que le ofrecía el pescador, porque nunca los había visto en su vida, ni de aquella especie ni de aquella calidad, y dispuso: "Que entreguen esos peces a nuestra cocinera negra". Porque esta esclava se la había regalado, hacía tres días solamente, el rey de los Rum, y aun no había tenido ocasión de lucirse en su arte de la cocina.

           El visir le mandó que friera los peces, y le dijo: "oh buena negra, me encarga el rey que te diga Si te guardo como un tesoro, oh gota de mis ojos, es porque te reservo para el día del ataque. De modo que demuéstranos hoy tu arte de cocinera y lo bueno de tus platos". Dicho esto, volvió el visir después de hacer sus encargos, y el rey ordenó que diera al pescador cuatrocientos dinares. Habiéndoselos dado el visir, los guardó el pescador en una halda de su túnica, y volvió a su casa, cerca de su esposa, lleno de alegría y de expansión. Después compró a sus hijos todo lo que podían necesitar. Y hasta aquí es lo que le ocurrió al pescador.

           En cuanto a la negra, cogió los peces, los limpió y los puso en la sartén. Después dejó que se frieran bien por un lado y los volvió en seguida del otro. Pero entonces, súbitamente, se abrió la pared de la cocina, y por allí se filtró en la cocina una joven de esbelto talle, mejillas redondas y tersas, párpados pintados con kohl negro, rostro gentil y cuerpo graciosamente inclinado. Llevaba en la cabeza un velo de seda azul, pendientes en las orejas, brazaletes en las muñecas, y en los dedos sortijas con piedras preciosas. Tenía en la mano una varita de bambú. Se acercó, y metiendo la varita en la sartén, dijo: "oh peces, ¿seguís sosteniendo vuestra promesa?". Al ver aquello la esclava se desmayó y la joven repitió su pregunta por segunda y tercera vez. Entonces todos los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron: "oh, sí, oh, sí". Y entonaron a coro la siguiente estrofa: ¡Si tú vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la nuestra! ¡Pero si quisieras escaparte, no hemos de cejar hasta que te declares vencida! Al oír estas palabras, la joven derribó la sartén, y salió por el mismo sitio por donde había entrado, y el muro de la cocina se cerró de nuevo.

           Cuando la esclava volvió de su desmayo, vio que se habían quemado los cuatro peces, y estaban negros como el carbón. Y comenzó a decir: "¡Pobres pescados! ¡Pobres pescados!". Y mientras seguía la mentándose, he aquí que se presentó el visir, asomándose por detrás de su cabeza, y le dijo: "Llévale los pescados al sultán". La esclava se echó a llorar, y le contó al visir la historia de lo que había ocurrido, y el visir se quedó muy maravillado, y dijo: "Eso es verdaderamente una historia muy rara". Y mandó buscar al pescador, y en cuanto se presentó el pescador, le dijo: "Es absolutamente indispensable que vuelvas con cuatro peces como los que trajiste la primera vez".

           El pescador se dirigió al estanque, echó su red y la sacó conteniendo cuatro peces, que cogió y llevó al visir. Y el visir fue a entregárselos a la negra, y le dijo: "¡Levántate! ¡Vas a freírlos en mi presencia, para que yo vea qué asunto es éste!". La negra se levantó, preparó los peces y los puso al fuego en la sartén. Y apenas habían pasado unos minutos, hete aquí que se hendió la pared, y apareció la joven vestida siempre con las mismas vestiduras, y llevando siempre la varita en la mano. Metió la varita en la sartén, y dijo: "oh peces, oh peces, ¿seguís cumpliendo vuestra antigua promesa?". Y los peces levantaron la cabeza, y cantaron a coro esta estrofa: ¡Si tú vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu juramento, nosotros cumpliremos el nuestro! Pero si tú reniegas de tus compromisos, gritaremos de tal modo que nos resarciremos!... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 7

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que cuando los peces empezaron a hablar, la joven volcó la sartén con la varita, y salió por donde había entrado, cerrándose la pared de nuevo.

           Entonces el visir se levantó y dijo: "Es esta una cosa que verdaderamente no podría ocultar al rey". Después se marchó en busca del rey y le refirió lo que había pasado en su presencia. Y mandó llamar al pescador y le ordenó que volviera con cuatro peces iguales a los primeros, para lo cual le dio tres días de plazo. Pero el pescador marchó en seguida al estanque, y trajo inmediatamente los cuatro peces. Entonces el rey dispuso que le dieran cuatrocientos dinares, y volviéndose hacia el visir, le dijo: "Prepara tú mismo delante de mí esos pescados". Y el visir contestó: "Escucho y obedezco". Y entonces mandó llevar la sartén delante del rey, y se puso a freír los peces, después de haberlos limpiado bien, y en cuanto estuvieron fritos por un lado, los volvió del otro. Y de pronto se abrió la pared de la cocina y salió un negro semejante a un búfalo entre los búfalos, o a un gigante de la tribu de Had, y llevaba en la mano una rama verde, y dijo con voz clara y terrible: "oh peces, oh peces, ¿Seguís sosteniendo vuestra antigua promesa?".

           Los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron: "Cierto que sí, cierto que sí". Y declamaron a coro estos versos: ¡Si tú vuelves hacia atrás, nosotros volveremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la nuestra! ¡Pero si te resistes, gritaremos tanto que acabarás por ceder!

           Después el negro se acercó a la sartén, la volcó con la rama, y los peces se abrasaron, convirtiéndose en carbón. El negro se fue entonces por el mismo sitio por donde había entrado. Y cuando hubo desaparecido de la vista de todos, dijo el rey: "Es éste un asunto sobre el cual, verdaderamente, no podríamos guardar silencio. Además, no hay duda que estos peces deben tener una historia muy extraña". Y entonces mandó llamar al pescador, y cuando se presentó el pescador le dijo: "¿De dónde proceden estos peces?". El pescador contestó: "De un estanque situado entre cuatro colinas, detrás de la montaña que domina tu ciudad". Y el rey, volviéndose hacia el pescador, le dijo: "¿Cuántos días se tarda en llegar a ese sitio?". Y dijo el pescador: "oh sultán, señor nuestro, basta con media hora".

           El sultán quedó sorprendidísimo, y mandó a sus soldados que marchasen inmediatamente con el pescador. Y el pescador iba muy contrariado, maldiciendo en secreto al efrit. Y el rey y todos partieron y subieron a una montaña, y bajaron hasta una vasta llanura que en su vida habían visto anteriormente. Y el sultán y los soldados se asombraron de esta extensión desierta, situada entre cuatro montañas, y de aquel estanque en que jugaban peces de cuatro colores: rojos, blancos, azules y amarillos. El rey se detuvo y preguntó a los soldados y a cuantos estaban presentes: "¿Hay alguno de vosotros que haya visto anteriormente ese lago en este lugar?". Todos respondieron: "oh, no". Y el rey dijo: "Por Alah, que no volveré jamás a mi capital ni me sentaré en el trono de mi reino sin averiguar la verdad sobre este lago y los peces que encierra". Y mandó a los soldados que cercaran las montañas. Y los soldados así lo hicieron. Entonces el rey llamó a su visir. Porque este visir era hombre sabio, elocuente, versado en todas las ciencias.

           Cuando se presentó ante el rey, éste le dijo: "Tengo intención de hacer una cosa y voy a enterarte de ella. Deseo aislarme completamente esta noche y marchar yo solo a descubrir el misterio de este lago y sus peces. Por consiguiente, te quedarás a la puerta de mi tienda, y dirás a los emires, visires y chambelanes: "El sultán está indispuesto y me ha mandado que no deje pasar a nadie. Y a ninguno revelarás mi intención". De este modo el visir no podía desobedecer.

           Entonces el rey se disfrazó, y ciñéndose su espada, se escabulló de entre su gente sin que nadie lo viese. Y estuvo andando toda la noche sin detenerse hasta la mañana, en que el calor, demasiado excesivo, le obligó a descansar. Después anduvo durante todo el resto del día y durante la segunda noche hasta la mañana siguiente. Y he aquí que vio a lo lejos una cosa negra, y se alegró de ello y dijo: "Es probable que encuentre allí a alguien que me contará la historia del lago y sus peces". Y al acercarse a esta cosa negra vio que aquello era un palacio enteramente construido con piedras negras, reforzado con grandes chapas de hierro, y que una de las hojas de la puerta estaba abierta y la otra cerrada. Entonces se alegró mucho, y parándose ante la puerta, llamó suavemente, pero como no le contestasen llamó por segunda y por tercera vez. Después, y como seguían sin contestar, llamó por cuarta vez, pero con gran violencia, y nadie contestó tampoco. Entonces se dijo: "No hay duda, este palacio está desierto". Y en seguida, tomando ánimos, penetró por la puerta del palacio y llegó a un pasillo, y allí dijo en alta voz: "ah del palacio, que soy un extranjero, un caminante que pide provisiones para continuar su viaje".

           Después reiteró su demanda por segunda y tercera vez, y como no le contestasen, afirmó su corazón y fortificó su alma, y siguió por aquel corredor hasta el centro del palacio. Y no encontró a nadie. Pero vio que todo el palacio estaba suntuosamente revestido de tapices y que en el centro de un patio interior había un estanque coronado por cuatro leones de oro rojo, de cuyas fauces brotaba un chorro de agua que semejaba perlas y pedrería. En torno veíanse numerosos pájaros, pero no podían volar fuera del palacio, por impedírselo una gran red tendida por encima de todo. Y el rey se maravilló al ver aquellas cosas, aunque afligiéndose por no encontrar a alguien que le pudiese revelar el enigma del lago, de los peces, de las montañas y del palacio. Después se sentó entre dos puertas, y meditó profundamente. Pero de pronto oyó una queja muy débil que parecía brotar de un corazón dolorido, y oyó una voz dulce que cantaba quedamente estos versos: ¡Mis sufrimientos ¡ay! no he podido ocultarlos, y mi mal de amores fue revelado! ¡Y ahora el sueño se aparta de mis ojos para convertirse en insomnio constante! ¡Oh amor! ¡Viniste al oír mi voz pero cuánta tortura dejaste mis pensamientos! ¡Ten piedad de mí! ¡Déjame gustar del reposo! ¡Y sobre todo, no vayáis a visitar a Aquella que es toda mi alma, para hacerla padecer! ¡Porque Ella es mi consuelo en las penas y peligros!

           Cuando el rey oyó estas quejas amargas se levantó y se dirigió hacia el lugar de donde procedían. Llegó hasta una puerta cubierta por un tapiz. Levantó el tapiz, y en un gran salón vio un joven que estaba reclinado en un gran lecho. Este joven era muy hermoso; su frente parecía una flor, sus mejillas igual que la rosa, y en medio de una de ellas tenía un lunar como una gota de ámbar negro. Ya lo dijo el poeta: ¡El joven es esbelto y gentil! ¡Sus cabellos de tinieblas son tan negros que forman la noche! ¡Su frente es tan blanca que ilumina la noche! ¡Nunca los ojos de los hombres presenciaron una fiesta como el espectáculo de sus gracias! ¡Le conocerás entre todos los jóvenes por el lunar que tiene en la rosa de su mejilla, precisamente debajo de uno de sus ojos!

           Al verle, el rey, muy complacido, le dijo: "¡La paz sea contigo!". El joven siguió echado en la cama, vistiendo un traje de seda bordado de oro. Con un acento de tristeza que parecía extenderse por toda su persona, devolvió el saludo del rey y le dijo: "oh señor, perdona que no me pueda levantar". Pero el rey contestó: "oh joven, entérame de la historia de ese lago y de sus peces de colores, así como del misterio de este palacio y de la causa de su soledad y de tus lágrimas".

           Al oírlo, el joven derramó nuevas lágrimas, que corrían a lo largo de sus mejillas, y el rey se asombró y le dijo: "oh joven, ¿qué es lo que te hace llorar?". El joven respondió: "¿Cómo no he de llorar, si me veo en este estado?". Y alargando las manos hacia el borde de su túnica, la levantó. Entonces el rey vio que toda la mitad inferior del joven era de mármol, y la otra mitad, desde el ombligo hasta el cabello de la cabeza, era de un hombre. Y el joven dijo al rey: "Sabe, oh señor, que la historia de los peces es una cosa tan extraordinaria, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior del ojo, a fin de que todo el mundo la viera, sería una gran lección para el observador cuidadoso". Y el joven contó la historia que sigue:

CUENTO DEL JOVEN ENCANTADO Y LOS PECES

           Sabe, oh señor, que mi padre era rey de esta ciudad. Se llamaba Mahmud, y era rey de las Islas Negras y de estas cuatro montañas. Mi padre reinó setenta años, y después se extinguió en la misericordia del Retribuidor. Después de su muerte, fui yo sultán y me casé con la hija de mi tía. Me quería con amor tan poderoso, que si por casualidad tenía que separarme de ella, no comía ni bebía hasta mi regreso. Y así siguió bajo mi protección durante cinco años, hasta que fue un día al hammam, después de haber mandado al cocinero que preparase los manjares para nuestra cena. Entré en el palacio y reclinándome en el lugar de costumbre, mandé a dos esclavas que me hicieran aire con los abanicos. Una se puso a mi cabeza y otra a mis pies. Pero pensando en la ausencia de mi esposa, se apoderó de mí el insomnio, y no pude conciliar el sueño, porque ¡si mis ojos se cerraban, mi alma permanecía en vela! Oí entonces a la esclava que estaba detrás de mi cabeza hablar de este modo a la que estaba a mis pies: "oh Masauda, ¡qué desventurada juventud la de nuestro dueño!, ¡qué tristeza para él tener una esposa como nuestra ama, tan pérfida y tan criminal!".

           La otra respondió: ¡Maldiga Alah a las mujeres adúlteras! Porque esa infame nunca podrá tener un hombre mejor que nuestro dueño, y sin embargo, se pasa las noches en el lecho de unos y otros". Y la primera esclava dijo: "Nuestro dueño debe de ser muy impasible cuando no hace caso de las acciones de esa mujer". Y repuso la otra: "¿Pero qué dices? ¿Puede sospechar siquiera nuestro amo lo que hace ella? ¿Crees que la dejaría en libertad de obrar así? Has de saber que esa pérfida pone siempre algo en la copa en que bebe nuestro amo todas las noches antes de acostarse. Le echa banj, una droga como el extracto de beleño, y le hace dormir con eso. En tal estado, no puede saber lo que ocurre, ni a dónde va ella, ni lo qué hace. Entonces, después de darle a beber el banj, se viste y se va, dejándole solo, y no vuelve hasta el amanecer. Cuando regresa, le quema una cosa debajo de la nariz para que la huela, y así despierta nuestro amo de su sueño".

           En el momento que oí, oh señor, lo que decían las esclavas, se cambió en tinieblas la luz de mis ojos. Y deseaba ardientemente que viniera la noche para encontrarme de nuevo con la hija de mi tío. Por fin volvió del hammam (del baño). Y entonces se puso la mesa, y estuvimos comiendo durante una hora, dándonos mutuamente de beber, como de costumbre, después pedí el vino que solía beber todas las noches antes de acostarme, y ella me acercó la copa. Pero yo me guardé muy bien de beber, y fingí que la llevaba a los labios, como de costumbre, pero la derramé rápidamente por la abertura de mi túnica, y en la misma hora y en el mismo instante me eché en la cama, haciéndome el dormido.

           Ella dijo entonces: "¡Duerme! ¡Y así no te despiertes nunca más! ¡Por Alah, te detesto! Y detesto hasta tu imagen, y mi alma está harta de tu trato". Después se levantó, se puso su mejor vestido, se perfumó, se ciñó una espada, y abriendo la puerta del palacio se marchó. En seguida me levanté yo también, y la fui siguiendo hasta que hubo salido del palacio. Y atravesó todos los zocos, y llegó por fin hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas. Entonces habló a las puertas en un lenguaje que no entendí, y los cerrojos cayeron y las puertas se abrieron, y ella salió. Y yo eché a andar detrás de ella, sin que lo notase, hasta que llegó a unas colinas formadas por los amontonamientos de escombros, y a una torre coronada por una cúpula y construida de ladrillos. Ella entró por la puerta, y yo me subí a lo alto de la cúpula, donde había una terraza, y desde allí me puse a vigilarla. Y he aquí que ella entró en la habitación de un negro muy negro. Este negro era horrible, tenía el labio superior como la tapadera de una marmita y el inferior como la marmita misma, ambos tan colgantes, que podían escoger los guijarros entre la arena. Estaba podrido de enfermedades y tendido sobre un montón de cañas de azúcar.

           Al verle, la hija de mi tío besó la tierra entre sus manos, y él levantó la cabeza hacia ella, y le dijo: "¡Desdichas sobre ti! ¿Cómo has tardado tanto? He convidado a los negros, que se han bebido el vino y se han entrelazado ya con sus queridas. Y yo no he querido beber por causa tuya". Ella contestó: "oh dueño mío, querido de mi corazón, ¿no sabes que estoy casada con el hijo de mi tío, que detesto hasta su imagen y que me horroriza estar con él? Si no fuese por el temor de hacerte daño, hace tiempo que habría derruído toda la ciudad, en la que sólo se oiría la voz de la corneja y el mochuelo, y además habría transportado las ruinas al otro lado del Caucaso". Y contestó el negro: "¡Mientes, infame! Juro por el honor y por las cualidades viriles de los negros, y por nuestra infinita superioridad sobre los blancos, que como vuelvas a retrasarte otra vez, a partir de este día, repudiaré tu trato y no pondré mi cuerpo encima del tuyo. ¡Oh pérfida traidora! De seguro que te has retrasado para saciar en otra parte tus deseos de hembra. ¡Qué basura! ¡Eres la más despreciable de las mujeres blancas!". Después la cogió debajo de él. Y llegó entre ellos aquello que llegó.

           Así narraba el príncipe dirigiéndose al rey. Y prosiguió de este modo: Cuando oí toda aquella conversación y vi con mis propios ojos eso que siguió entre ambos, el mundo se convirtió en tinieblas para mí y no supe ni dónde estaba. En seguida la hija de mi tío rompió a llorar y a lamentarse humildemente entre las manos del negro, y le decía: "oh, amante mío, orgullo de mi corazón, ¡no tengo a nadie más que a ti, y si me despidieses me moriría! Oh, amor mío, luz de mis ojos". Y no cesó en su llanto ni en sus súplicas hasta que la hubo perdonado. Entonces, llena de alegría, se levantó, se quitó todos los vestidos, incluso el calzón, y se quedó completamente desnuda. Y dijo después: "Amo mío, ¿tienes con qué alimentar a tu esclava?". Y contestó el negro: "Levanta la tapadera de la cacerola, allí encontrarás un guisado de huesos de ratones, que ha de satisfacerte. En este jarro que ves ahí hay buza (bebida fermentada de baja calidad muy apreciada por los negros) y la puedes beber". Y ella comió y bebió y fue a lavarse las manos. Después se acostó sobre el montón de cañas, y completamente desnuda se acurrucó contra el negro, cubriéndose con unos harapos infectos.

           Al ver todas estas cosas que hacía la hija de mi tío, no pude contenerme más, y bajando de la cúpula y precipitándome en la habitación, cogí la espada que llevaba la hija de mi tío, resuelto a matar a ambos. Y comencé por herir primeramente al negro, dándole un tajo en el cuello, y creí que había perecido"… En este momento de su narración, Schehrazada vio aproximarse la mañana, y se calló discretamente. Cuando lució la mañana, Schahriar entró en la sala de justicia, y el diwán estuvo lleno hasta el fin del día. Después el rey volvió a palacio, y Doniazada dijo a su hermana: "Te ruego que prosigas tu relato". Y ella respondió: "De todo corazón, y como homenaje debido".

NOCHE 8

           Schehrazada dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el joven encantado dijo al rey: "Al herir al negro para cortarle la cabeza, corté efectivamente su piel y su carne, y creí que lo había matado, porque lanzó un estertor horrible". Y a partir de ese momento, nada sé sobre lo ocurrido.

           Pero al día siguiente, vi que la hija de mi tío se había cortado el pelo y se había vestido de luto. Después me dijo: "oh hijo de mi tío, no censures lo que hago, porque acabo de saber que se ha muerto mi madre, que a mi padre lo han matado en la guerra santa, que uno de mis hermanos ha fallecido de picadura de escorpión y que el otro ha quedado enterrado bajo las ruinas de un edificio; de modo que tengo motivos para llorar y afligirme". Fingiendo que la creía, le dije: "Haz lo que creas conveniente, pues no he de prohibírtelo". Y permaneció encerrada con su luto, con sus lágrimas y sus accesos de dolor durante todo un año, desde su comienzo hasta el otro comienzo.

           Transcurrido el año, me dijo: "Deseo construir para mí una tumba en este palacio; allí podré aislarme con mi soledad y mis lágrimas, y la llamaré la Casa de los Duelos". Yo le dije: "Haz lo que tengas por conveniente". Y se mandó construir esta Casa de los Duelos, coronada por una cúpula, y conteniendo un subterráneo como una tumba. Después transportó allí al negro, que no había muerto, pues sólo había quedado muy enfermo y muy débil, aunque en realidad ya no le podía servir de nada a la hija de mi tío. Pero esto no le impedía estar bebiendo a todas horas vino y buza. Y desde el día en que le herí no podía hablar y seguía viviendo, pues no le había llegado todavía su hora.

           Ella iba a verlo todos los días, entrando en la cúpula, y sentía a su lado accesos de llanto y de locura, y le daba bebidas y condimentos. Así hizo, por la mañana y por la noche, durante todo otro año. Yo tuve paciencia durante este tiempo; pero un día, entrando de improviso en su habitación, la oí llorar y arañarse la cara y decir amargamente estos versos: ¡Partiste, ¡oh muy amado mío! y he abandonado a los hombres y vivo en la soledad, porque mi corazón no puede amar nada desde que partiste, ¡oh muy amado mío! ¡Si vuelves a pasar cerca de tu muy amada, recoge por favor sus despojos mortales, en recuerdo de su vida terrena, y dales el reposo en la tumba donde tú quieras, pero cerca de ti, si vuelves a pasar cerca de tu muy amada! ¡Que tu voz se acuerde de mi nombre de otro tiempo para hablarme en la tumba! ¡Oh, pero en mi tumba sólo oirás el triste sonido de mis huesos al chocar unos con otros!

           Cuando hubo terminado su lamentación, desenvainé la espada, y le dije: "¡Oh traidora! sólo hablan así las infames que reniegan de sus amores y pisotean el cariño". Y levantando el brazo, me disponía a herirla, cuando ella, descubriendo entonces que había sido yo quien hirió al negro, se puso de pie, pronunciando unas palabras misteriosas, y dijo: "Por la virtud de mi magia, que Alah te convierta mitad piedra y mitad hombre". E inmediatamente, señor, quedé como me ves. Y ya no puedo valerme ni hacer un movimiento, de suerte que no estoy ni muerto ni vivo. Después de ponerme en tal estado, encantó las cuatro islas de mi reino, convirtiéndolas en montañas, con ese lago en medio de ellas, y a mis súbditos los transformó en peces. Pero hay más. Todos los días me tortura azotándome con una correa, dándome cien latigazos, hasta que me hace sangrar. Y después me pone sobre las carnes una camisa de crin, cubriéndola con la ropa". El joven se echó entonces a llorar y recitó estos versos: ¡Aguardando tu sentencia y tu justicia, ¡oh mi señor! sufro pacientemente, pues tal es tu voluntad! ¡Pero me ahogan mis desgracias! ¡Y sólo puedo recurrir a ti, ¡oh, Señor! ¡oh Alah, adorado por nuestro bendito Profeta!

           El rey dijo entonces al joven: "Has añadido una pena a mis penas; pero dime, ¿dónde está esa mujer?". El mancebo respondió: "En la tumba, donde está el negro, debajo de la cúpula. Todos los días viene a esta habitación, me desnuda, y me da cien latigazos, y yo lloro y grito, sin poder hacer un movimiento para defenderme. Después de martirizarme, se va junto al negro, llevándole vinos y licores hervidos". Entonces exclamó el rey: "oh excelente joven, por Alah que voy a hacerte un favor tan memorable, que después de mi muerte pasará al dominio de la Historia". Y ya no añadió más, y siguió la conversación hasta que se acercó la noche. Después se levantó el rey y aguardó que llegase la hora nocturna de las brujas. Entonces se desnudó, volvió a ceñirse la espada, y se fue hacia el sitio donde se encontraba el negro. Había allí velas y farolillos colgados, y también perfumes, incienso y distintas pomadas. Se fue derechamente al negro, le hirió, le atravesó y le hizo vomitar el alma. En seguida se lo echó a los hombros y lo arrojó al fondo de un pozo que había en el jardín. Después volvió a la cúpula, se visto con las ropas del negro, y se paseó durante un instante, a todo lo largo del subterráneo, tremolando en su mano la espada completamente desnuda.

           Transcurrida una hora, la desvergonzada bruja llegó a la habitación del joven. Apenas hubo entrado, desnudó al hijo de su tío, cogió el látigo y empezó a pegarle. Entonces él gritaba: "¡No me hagas sufrir más! ¡Bastante terrible es mi desgracia! ¡Ten piedad de mí". Ella respondió: "¿La tuviste de mí? ¿Respetaste a mi amante? Así, pues, ¡toma, toma!". Después le puso la túnica de crin, colocándole la otra ropa por encima, e inmediatamente marchó al aposento del negro, llevándose la copa de vino y la taza de plantas hervidas. Y al entrar debajo de la cúpula, se puso a llorar e imploró: "oh, dueño mío, háblame, hazme oír tu voz". Y recitó dolorosamente estos versos: ¡Oh, corazón mío! ¿ha de durar mucho esta separación tan angustiosa? ¡El amor con que me traspasaste es un tormento que supera mis fuerzas! ¡Hasta cuándo seguirás huyendo de mí! ¡Si sólo querías mi dolor y mi amargura, ya serás feliz, pues bien se han cumplido tus deseos! Después rompió en sollozos y volvió a implorar: "oh dueño mío, háblame, que yo te oiga".

           Entonces el supuesto negro torció la lengua y empezó a imitar el habla de los negros: "¡No hay fuerza ni poder sin la ayuda de Alah!". La bruja, al oír hablar al negro, después de tanto tiempo, dio un grito de júbilo y cayó desvanecida, pero pronto volvió en sí, y dijo: "¿Es que mi dueño está curado?". Entonces el rey, fingiendo la voz y haciéndola muy débil, dijo: "oh miserable libertina, no mereces que te hable". Y ella dijo: "¿Pero por qué?". Y él contestó: "Porque siempre estás castigando a tu marido, y él da voces, y esto me quita el sueño toda la noche hasta la mañana. De otro modo ya habría yo recobrado las fuerzas. Eso precisamente me impide contestarte". Y ella dijo: "Pues ya que tú me lo mandas, lo libraré del estado en que se encuentra". Y él contestó: "Sí, líbralo y recobraremos la tranquilidad". Y dijo la bruja: "Escucho y obedezco".

           Después salió de la cúpula, marchó al palacio, cogió una taza de cobre llena de agua, pronunció unas palabras mágicas, y el agua empezó a hervir, como hierve en la marmita. Entonces echó un poco de esta agua al joven y dijo: "¡Por la fuerza de mi conjuro, te mando que salgas de esa forma y recuperes la primitiva!". Y el joven se sacudió todo él, se puso de pie, y exclamó muy dichoso al verse libre: "¡No hay más Dios que Alah, y Mohamed es el Profeta de Alah! ¡Sean con El la bendición y la paz de Alah!". Ella le dijo: "¡Vete, y no vuelvas por aquí porque te mataré!". Y se lo gritó en la cara. Entonces el joven se fue de entre sus manos. Y he aquí todo lo referente a él.

           En cuanto a la bruja, volvió en seguida a la cúpula, descendió al subterráneo y dijo: "oh dueño mío, levántate, que te vea yo". Y el rey contestó muy débilmente: "Aun no has hecho nada. Queda otra cosa para que recobre la tranquilidad. No has suprimido la causa principal de mis males". Y ella dijo: "oh amado mío, ¿cuál es esa causa principal?". El rey contestó: "Esos peces del lago, los habitantes de la antigua ciudad y de las cuatro islas, no dejan de sacar la cabeza del agua a medianoche, para lanzar imprecaciones contra ti y contra mí. Y este es el motivo de que no recobre yo las fuerzas. Libértalos, pues. Entonces podrás venir a darme la mano y ayudarme a levantar, porque seguramente habré vuelto a la salud".

           Cuando la bruja oyó estas palabras, que creía del negro, exclamó muy alegre: "oh, dueño mío, pongo tu voluntad sobre mi cabeza, y sobre mis ojos". E invocando el nombre de Bismillah, se levantó muy dichosa, echó a correr, llegó al lago, cogió un poco de agua y... En ese momento de la narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 9

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que cuando la bruja cogió un poco de agua y pronunció unas palabras misteriosas, los peces empezaron a agitarse, irguiendo la cabeza, y acabaron por con vertirse en hijos de Adán, y en la hora y en el instante se desató la magia que sujetaba a los habitantes de la ciudad. Y la ciudad se convirtió en una población floreciente, con magníficos zocos bien construidos y cada habitante se puso a ejercer su oficio. Y las montañas volvieron a ser islas como en otro tiempo. Y hete aquí todo lo que hubo respecto a esto. Por lo que se refiere a la bruja ésta volvió junto al rey, y como le seguía tomando por el negro, le dijo: "oh querido mío, dame tu mano generosa para besarla". Y el rey le respondió en voz baja: "Acércate más a mí". Y ella se aproximó. El rey cogió de pronto su buena espada, y le atravesó el pecho con tal fuerza, que la punta le salió por la espalda. Después, dando un tajo, la partió en dos mitades.

           Hecho esto salió en busca del joven encantado, que le esperaba de pie. Entonces le felicitó por su desencantamiento, y el joven le besó la mano, y le dio efusivamente las gracias. El rey le dijo: "¿Quieres marchar a tu ciudad, o acompañarme a la mía?". El joven contestó: "oh, rey de los tiempos, ¿sabes cuánta distancia hay de aquí a tu ciudad?". El rey dijo: "Dos días y medio". Entonces le dijo el joven: "oh rey, si estás durmiendo, despierta. Para ir a tu capital emplearás, con la voluntad de Alah, todo un año. Si llegaste aquí en dos días y medio, fue porque esta población estaba encantada. Y cuenta, oh rey, que no he de apartarme de ti ni siquiera el instante que dura un parpadeo". El rey se alegró al oírlo, y dijo: "Bendigamos a Alah, que ha dispuesto te encontrase en mi camino. Desde hoy serás mi hijo, ya que Alah no me los ha querido dar hasta ahora". Y se echaron uno en brazos del otro, y se alegraron hasta el límite de la alegría.

           Dirigiéronse entonces al palacio del rey que había estado encantado. Y el joven anunció a los notables de su reino que iba a partir para la santa peregrinación a la Meca. Y hechos los preparativos necesarios partieron él y el rey, cuyo corazón anhelaba el regreso a su país, del que estaba ausente hacía un año. Marcharon, pues, llevando cincuenta mamalik (mamelucos, soldados esclavos) cargados de regalos. Y no dejaron de viajar día y noche durante un año entero, hasta que avistaron la ciudad. El visir salió con los soldados al encuentro del rey, muy satisfecho de su regreso, pues había llegado a temer no verle más. Y los soldados se acercaron, y besaron la tierra entre sus manos, y le dieron la bienvenida. Y entró en el palacio y se sentó en su trono. Después llamó al visir y le puso al corriente de cuanto le había ocurrido. Cuando el visir supo la historia del joven, le dio la enhorabuena por su desencantamiento y su salvación.

           Mientras tanto, el rey gratificó a muchas personas, y después dijo al visir: "Que venga aquel pescador que en otro tiempo me trajo los peces". Y el visir mandó llamar al pescador que había sido causa del desencantamiento de los habitantes de la ciudad. Y cuando se presentó le ordenó el rey que se acercase, y le regaló trajes de honor, preguntándole acerca de su manera de vivir y si tenía hijos. Y el pescador dijo que tenía un hijo y dos hijas. Entonces el rey se casó con una de sus hijas, y el joven se casó con la otra. Después el rey conservó al pescador a su lado y le nombró tesorero general.

           En seguida envió a su visir a la ciudad del joven, situada en las Islas Negras, y le nombró sultán de aquellas islas, escoltándole los cincuenta mamalik con numerosos trajes de honor para todos aquellos emires. El visir, al despedirse, besó ambas manos del sultán y salió para su destino. Y el rey y el joven siguieron juntos, muy felices con sus esposas, las dos hijas del pescador, gozando una vida de venturosa tranquilidad y cordial esparcimiento. En cuanto al pescador, nombrado tesorero general, se enriqueció mucho y llegó a ser el hombre más rico de su tiempo. Y todos los días veía a sus hijas, que eran esposas de reyes. Y en tal estado, después de numerosos años completos, fue a visitarles la Separadora de los amigos, la Inevitable, la Silenciosa, la Inexorable, ¡y ellos murieron! Pero no creáis que esta historia, prosiguió Schehrazada, sea más maravillosa que la del mandadero.

HISTORIA DEL MANDADERO, LAS TRES DONCELLAS Y LOS SAALIK

           Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel. Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta, se paró delante de él una mujer con un ancho manto de tela de Mussul, en seda sembrada de lentejuelas de oro y forro de brocato. Levantó un poco el velillo de la cara y aparecieron por debajo dos ojos negros con largas pestañas y ¡qué párpados! Era esbelta, sus manos y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades. Y dijo con su voz llena de dulzura: "¡oh mandadero, coge la espuerta y sígueme". El mandadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió a la joven, hasta que se detuvo a la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní (nazareno) que por un dinar le dio una medida de aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al mozo: "Lleva eso y sígueme".

           El mandadero exclamó: "Por Alah, bendito día". Y cogió otra vez la espuerta y siguió a la joven. Y he aquí que se paró ésta en la frutería y compró manzanas de Siria, membrillos osmani, melocotones de Omán, jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, cohombros del Nilo, limones de Egipto, cidras sultaníes, bayas de mirto, flores de henné, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narcisos. Y lo metió todo en la espuerta del mandadero, y le dijo: "Llévalo". Él lo llevó, y la siguió hasta que llegaron a la carnicería, donde dijo la joven: "Corta diez artal de carne"[16].

[16] Artal: plural de ratl, peso que varía, según las comarcas, entre 2 y 12 onzas.

           El carnicero cortó los diez artal, y ella los envolvió en hojas de banano, los metió en la espuerta, y dijo: "Llévalo, oh mandadero". Y él lo llevó así, y la siguió hasta encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras, diciendo al mozo: "Llévalo y sígueme". Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió hasta llegar a la tienda de un confitero, y allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca, pastas aterciopeladas perfumadas con almizcle y deliciosamente rellenas, bizcochos llamados sabun, pastelillos, tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamados muchabac, bocadillos huecos llamados lucmet-el-kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, hechos con manteca, miel y leche. Después colocó todas aquellas golosinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta.

           Entonces el mandadero dijo: "Si me hubieras avisado habría alquilado una mula para cargar tanta cosa". Y la joven sonrió al oírlo. Después se detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas, de azahar y otras muchas, y varias bebidas embriagadoras, como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría.

           Todo lo metió en la espuerta, y dijo al mozo: "Lleva la espuerta y sígueme". El mozo la siguió, llevando siempre la espuerta, hasta que la joven llegó a un palacio, todo de mármol, con un gran patio que daba al jardín de atrás. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con chapas de oro rojo. La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El mandadero vio entonces que había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pechos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza y todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su rostro como la luna llena al salir, sus dos pechos como granadas gemelas. En cuanto a su vientre juvenil, elástico y flexible, se ocultaba bajo la ropa como una carta preciada bajo el rollo que la envuelve. Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al suelo. Y dijo para sí: "Por Alah, que en mi vida no he tenido un día tan bendito como el de hoy!".

           Entonces esta joven tan admirable dijo a su hermana la proveedora y al mandadero: "Entrad, y que la acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable". Entraron, y acabaron por llegar a una sala espaciosa que daba al patio, adornada con brocados de seda y oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones, asientos esculpidos, cortinas y unos roperos cuidadosamente cerrados.

           En medio de la sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa pedrería, cubierto con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina gasa, también rojo, y en el lecho había una joven de maravillosa hermosura, con ojos babilónicos, un talle esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envidiarlo el sol luminoso. Era una estrella brillante, una noble hermosura de Arabia, como dijo el poeta: ¡El que mida tu talle, ¡oh joven! y lo compare por su esbeltez con la delicadeza de una rama flexible, juzga con error a pesar de su talento! ¡Porque tu talle no tiene igual, ni tu cuerpo un hermano! ¡Porque la rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres hermosa de todos modos, y las ropas que te cubren son únicamente una delicia más!

           La joven se levantó, y llegando junto a sus hermanas, les dijo: "¿Por qué permanecéis quietas? Quitad la carga de la cabeza de ese hombre". Entonces entre las tres le aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta, pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos dinares al mandadero, le dijeron: "oh mandadero, vuelve la cara y vete inmediatamente". Pero el mozo miraba a las jóvenes, encantado de tanta belleza y tanta perfección, y pensaba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, chocábale que no hubiese ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas, frutas, flores olorosas y otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración, no tenía maldita la gana de marcharse.

           La mayor de las doncellas le dijo: "¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco el salario?". Y se volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: "Dale otro dinar". Pero el mandadero replicó: "Por Alah, señoras mías, que mi salario suele ser la centésima parte de un dinar, por lo cual no me ha parecido escasa la paga. Pero mi corazón está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál puede ser vuestra vida, ya que vivís en esta soledad, y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero, oh señoras mías, no sois más que tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres. Y, como dice el poeta, un acorde no será jamás armonioso como no reúnan cuatro instrumentos: el arpa, el laúd, la cítara y la flauta. Vosotras, oh señoras mías, sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento: la flauta. ¡Yo seré la flauta y me conduciré como hombre prudente, lleno de sagacidad e inteligencia, artista hábil que sabe guardar un secreto!".

           Las jóvenes le dijeron: "oh mandadero, ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: Desconfía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido". El mandadero exclamó: "¡Juro por vuestra vida, oh señoras mías, que yo soy un hombre prudente, seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento cosas agradables, callándome cuidadosamente las cosas tristes. Obro en toda ocasión según dice el poeta: ¡Sólo el hombre bien dotado sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres saben cumplir sus promesas! ¡Yo encierro los secretos en una casa de sólidos candados, donde la llave se ha perdido y la puerta está sellada!".

           Escuchando los versos del mandadero, muchas otras estrofas que recitó y sus improvisaciones rimadas, las tres jóvenes se tranquilizaron; pero para no ceder en seguida, le dijeron: "Sabe, oh mandadero, que en este palacio hemos gastado el dinero en enormes cantidades. ¿Llevas tú encima con qué indemnizarnos? Sólo te podremos invitar con la condición de que gastes mucho oro. ¿Acaso no es tu deseo permanecer con nosotras, acompañarnos a beber, y singularmente hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora bañe nuestros rostros?". Y la mayor de las doncellas añadió: "Amor sin dinero no puede servir de buen contrapeso en el platillo de la balanza". Y la que había abierto la puerta dijo: "Si no tienes nada, vete sin nada". Pero en aquel momento intervino la proveedora, y dijo: "oh hermanas mías, dejemos eso, ¡por Alah!, pues este muchacho en nada ha de amenguarnos el día. Además, cualquier otro hombre no habría tenido con nosotras tanto comedimiento. Y cuanto le toque pagar a él, yo lo abonaré en su lugar".

           El mandadero se regocijó en extremo, y dijo a la que le había defendido: "Por Alah, que a ti te debo la primera ganancia del día". Y dijeron las tres: "Quédate, oh buen mandadero, y te tendremos sobre nuestras cabezas y nuestros ojos". En seguida la proveedora se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso los frascos, clasificó el vino por decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque, y llevó allí cuanto podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.

           Y he aquí que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron, y así por segunda y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó a sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composición rimada: ¡Bebe este vino! ¡El es la causa de toda nuestra alegría! ¡El da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡El es el único remedio que cura todos los males! ¡Nadie bebe el vino, origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad! Después besó las manos de las tres doncellas, y vació la copa. En seguida, aproximándose a la mayor, dijo: "¡Oh señora mía! Soy tu esclavo, tu cosa y tu propiedad!" Y recitó estas estrofas en honor suyo: ¡A tu puerta espera de pie un esclavo de tus ojos, acaso el más humilde de tus esclavos! ¡Pero conoce a su dueña! ¡El sabe cuánta es su generosidad y sus beneficios! ¡Y sobre todo, sabe cómo se lo ha de agradecer!

           Entonces ella le ofreció la copa, diciéndole: "Bebe, oh amigo mío, y que la bebida te aproveche y la digieras bien. Que ella te dé fuerzas para el camino de la verdadera salud". Y el mandadero cogió la copa, besó la mano a la joven, y con una voz dulce y modulada cantó quedamente estos versos: ¡Yo ofrezco a mi amigo[17] un vino resplandeciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la caridad de una llama podría compararse con su espléndida vida!

[17] "Mi amigo": eufemismo por el que los poetas árabes suelen referirse a sus amadas.

           Ella se dignó aceptarlo, diciendo muy risueña: "¿Cómo quieres que beba mis propias mejillas?". Y El joven Le dijo: "Bebe, oh llama de mi corazón. Este licor son mis lágrimas, su color rojo, mi sangre, y su mezcla en la copa, es toda mi alma".

           La joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó a los labios y después fue a sentarse junto a sus hermanas. Y todos empezaron a cantar, a danzar y a jugar con las flores exquisitas. Y mientras tanto, el mozo las abrazaba y las besaba. Y una le dirigía chanzas, otra lo atraía hacia ella, y la otra le golpeaba con las flores. Y siguieron bebiendo, hasta que el vino se les subió a la cabeza. Cuando el vino reinó por completo, la joven que había abierto la puerta se levantó, se quitó toda la ropa y se quedó desnuda. Y de un salto echó su alma[18] en el estanque y se puso a jugar con el agua, se llenó de ella la boca y roció ruidosamente al mandadero. Esto no le estorbaba para que el agua corriese por todos sus miembros y por entre sus muslos juveniles.

[18] "Su alma": eufemismo por el que los árabes se refieren a uno mismo, o una misma.

           Tras eso, salió la joven del estanque, se echó sobre el pecho del mandadero, y extendiéndose luego boca arriba, dijo señalando la cosa situada entre sus muslos: "oh, mi querido, ¿sabes cómo se llama esto?". Contestó el mozo: "Ordinariamente suele llamarse la casa de la misericordia". Entonces ella exclamó: "¿No te da vergüenza tu ignorancia?". Y le cogió del pescuezo y empezó a darle golpes. Entonces dijo él: "¡Basta! ¡basta! Se llama la vulva". Y repitió ella: "Tampoco es así". Y el mandadero dijo: "Pues tu pedazo de atrás". Y ella repitió: "Otra cosa". Y dijo él: "Es tu zángano". Al oírlo, la joven golpeó al joven con tal fuerza, que le arañó la piel. Hasta que él le tuvo que decir: "Pues dime cómo se llama". Ella contestó: "Se llama la albahaca de los puentes". El mozo exclamó: "¡Ya era hora! Alabado sea Alah, y él te guarde, oh albahaca de los puentes".

           Después volvió a circular la copa y la subcopa. En seguida, la segunda joven se desnudó y se metió en el estanque, e hizo lo mismo que su hermana. Salió después, se echó en el regazo del mozo y, señalando con el dedo hacia sus muslos y a la cosa situada entre los muslos, preguntó: "¿Cuál es el nombre de esto, luz de mis ojos?". Él dijo: "Tu grieta". Y ella exclamó: "¡Qué palabras tan abominables dice este hombre!". Y le abofeteó con tal furia, que retembló toda la sala. Tras lo cual, dijo él: "Entonces será tu albahaca de los puentes". Ella replicó: "No es eso, no es eso", y volvió a darle golpes. Entonces preguntó el mozo: "¿Pues cuál es su nombre?". Y ella contestó: "El sésamo descortezado". Tras lo cual, el mozo exclamó: "Para ti sean, oh descortezado entre los sésamos, las mejores bendiciones".

           Después se levantó la tercera joven, se desnudó y se metió en el estanque, donde hizo como sus hermanas, y luego se vistió, y fue a tenderse entre las piernas del mandadero, y le dijo, señalando hacia sus partes delicadas: "Adivina su nombre". Entonces él le dijo: "Se llama esto, se llama lo otro", y enumerando con los dedos, empezó a decir: "El estornino mudo, el conejo sin orejas, el polluelo sin voz, el padre de la blancura, la fuente de las gracias". Y, para que no le pegara más, le acabó preguntando: "¿Cuál es su nombre?". Ella contestó: "El khan (la posada) de Aby-Mansur".

           Entonces el mandadero se levantó, se despojó de sus vestiduras y se metió en el agua, y su espalda empezó a nadar majestuosa sobre la superficie. Se lavó todo el cuerpo como se habían lavado las doncellas y, después salió del baño, fue a echarse en el regazo de la más joven, apoyó los pies en el regazo de la otra hermana, y señalando a su virilidad, preguntó a la mayor de todas: "¿Sabes, oh soberana mía, cuál es su nombre?".

           Al oír estas palabras, las tres se echaron a reír tan a gusto, que cayeron sobre sus posaderas y exclamaron: "¡Tu zib!". Él dijo: "No es eso, no es eso", y les dio a cada una un mordisco. Entonces dijeron: "¡Tu herramienta!", y él contestó: "Tampoco es eso". Y a cada una les dio un pellizco en un seno. Ellas, asombradas, replicaron: "¿Cómo se llama, pues?". El mandadero meditó un momento, se miró entre los muslos, guiñó los ojos y, señalando a su zib, dijo: "oh señoras mías, vais a oír lo que acaba de decirme este niño: Me llaman el macho poderoso y sin castrar, que pace la albahaca de los puentes, se deleita con raciones de sésamo descortezado y se alberga en la posada de Aby-Mansur". Y se rieron las tres tan descompasadamente al oírle, que de nuevo doblaron sobre sus partes traseras. Después siguieron bebiendo en la misma copa hasta que comenzó a anochecer. Al comenzar a anochecer, las jóvenes dijeron al mandadero: "Ahora vuelve la cara y vete, y así veremos la anchura de tus hombros". Pero el mozo exclamó: "Por Alah, señoras mías, que más fácil sería a mi alma salir del cuerpo, que a mí dejar esta casa. ¡Juntemos esta noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de Alah!".

           Intervino nuevamente la joven proveedora: "Hermanas, por vuestra vida, invitémosle a pasar la noche con nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es una mala persona sin pudor, y además muy gracioso". Y dijeron al mandadero: "Puedes pasar aquí la noche con la condición de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explicación sobre lo que veas, ni sobre cuanto ocurra". Él respondió: "Así sea, oh señoras mías". Y ellas añadieron: "Levántate y lee lo que está escrito encima de las puertas". Él se levantó, y encima de la puerta vio las palabras, escritas con letras de oro: No hables nunca de lo que no te importe, so pena de oír cosas que no te gusten. El mandadero dijo: "oh señoras mías, os pongo por testigo de que no he de hablar de lo que no me importe"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 10

           Doniazada dijo: "oh hermana mía, acaba la relación". Y Schehrazada contestó: "Con mucho agrado, y como un deber de generosidad".

           Y prosiguió: He llegado a saber, oh rey poderoso, que cuando el mandadero hizo su promesa a las jóvenes, se levantó la proveedora, colocó los manjares delante de los comensales, y todos comieron muy regaladamente. Después de esto encendieron las velas, quemaron maderas olorosas e incienso, y volvieron a beber y comer todas las golosinas compradas en el zoco, sobre todo el mandadero, que al mismo tiempo decía versos, cerrando los ojos mientras recitaba y moviendo la cabeza. Y de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta, lo que no les perturbó en sus placeres, pero al fin la menor de las jóvenes se levantó, fue a la puerta, y luego volvió y dijo: "Bien llena va a estar nuestra mesa esta noche, pues acabo de encontrar junto a la puerta a tres ahjam[19] con las barbas afeitadas y tuertos del ojo izquierdo. Es una coincidencia asombrosa. He visto inmediatamente que eran extranjeros, y deben venir del país de los Rum. Cada uno es diferente, pero los tres son tan ridículos de fisonomía, que hacen reír. Si los hiciésemos entrar nos divertiríamos con ellos". Y sus hermanas aceptaron, diciendo: "Diles que pueden entrar, pero entérales de que no deben hablar de lo que no les importe, si no quieren oír cosas desagradables". La joven corrió a la puerta, muy alegre, y volvió trayendo a los tres tuertos. Llevaban las mejillas afeitadas, con unos bigotes retorcidos y tiesos, y todo indicaba que pertenecían a la cofradía de mendicantes llamados saalik[20].

[19] Ahjam: plural de ajami, palabra con que se designa a todos los pueblos que hablan lenguas distintas del árabe, especialmente a los persas o a cuantos hablan mal el árabe.
[
20]
Saalik: plural de saaluk, palabra con que se designaba a los vagabundos o pordioseros (kalendars en persa).

           Apenas entraron los tres saalik, desearon la paz a la concurrencia, y las jóvenes se quedaron de pie y los invitaron a sentarse. Una vez sentados, los saalik miraron al mandadero, y suponiendo que pertenecía a su cofradía, dijeron: "Es un saaluk como nosotros, y podrá hacernos amistosa compañía". Pero el mozo, que los había oído, se levantó de súbito, los miró airadamente, y exclamó: "Dejadme en paz, que para nada necesito vuestro afecto. Y empezad por cumplir lo que veréis encima de esa puerta". Las doncellas estallaron de risa al oír estas palabras, y se decían: "Vamos a divertirnos con este mozo y los saalik".

           Después ofrecieron manjares a los saalik, que los comieron muy gustosamente. La más joven les ofreció de beber, y los saalik bebieron uno tras otro. Y cuando la copa estuvo en circulación, dijo el mandadero: "Hermanos nuestros, ¿lleváis en el saco alguna historia o alguna maravillosa aventura con qué divertirnos?". Estas palabras los estimularon, y pidieron que les trajesen instrumentos. Y entonces la más joven les trajo inmediatamente un pandero de Mussul adornado con cascabeles, un laúd de Irak y una flauta de Persia. Y los tres saalik se pusieron de pie, y uno cogió el pandero, otro el laúd y el tercero la flauta. Y los tres empezaron a tocar, y las doncellas los acompañaban con sus cantos. Y el mandadero se moría de gusto, admirando la hermosa voz de aquellas mujeres.

           En este momento, volvieron a llamar a la puerta. Y como de costumbre, acudió a abrir la más joven de las tres doncellas. Y he aquí el motivo de que hubiesen llamado: Aquella noche, el califa Harún-Al-Raschid había salido a recorrer la ciudad, para ver y escuchar por sí mismo cuanto ocurriese. Le acompañaba su visir Giafar al Barmaki[21] y el porta-alfanje Masurur, ejecutor de sus justicias. El califa en estos casos acostumbraba disfrazarse de mercader. Y paseando por las calles había llegado frente a aquella casa y había oído los instrumentos y los ecos de la fiesta. Y el califa dijo al visir Giafar: "Quiero que entremos en esta casa para saber qué son esas voces". Y el visir Giafar replicó: "Acaso sea un hatajo de borrachos, y convendría precavernos por si nos hiciesen alguna mala partida". Pero el califa dijo: "Es mi voluntad entrar ahí. Quiero que busques la forma de entrar y sorprenderlos". Al oír esta orden, el visir contestó: "Escucho y obedezco". Y Giafar avanzó y llamó a la puerta. Y al momento fue a abrir la más joven de las tres hermanas.

[21] el Barmakida, o Barmecida.

           Cuando la joven hubo abierto la puerta, el visir le dijo: "oh señora mía, somos mercaderes de Tabaria (Tiberíades). Hace diez días llegamos a Bagdad con nuestros géneros, y habitamos en el khan de los mercaderes. Uno de los comerciantes del khan nos ha convidado a su casa y nos ha dado de comer. Después de la comida, que ha durado una hora, nos ha dejado en libertad de marcharnos. Hemos salido, pero ya era de noche, y como somos extranjeros, hemos perdido el camino del khan y ahora nos dirigimos fervorosamente a vuestra generosidad para que nos permitáis entrar y pasar la noche aquí. Y Alah os tendrá en cuenta esta buena obra".

           La joven los miró, le pareció que en efecto tenían maneras de mercaderes y un aspecto muy respetable, por lo cual fue a buscar a sus dos hermanas para pedirles parecer. Y ellas le dijeron: "Déjales entrar". Entonces fue a abrirles la puerta, y le preguntaron: "¿Podemos entrar, con vuestro permiso?". Y ella contestó: "Entrad". Entraron el califa, el visir y el porta-alfanje, y al verlos las jóvenes se pusieron de pie y les dijeron: "¡Sed bien venidos, y que la acogida en esta casa os sea tan amplia como amistosa! Sentaos, oh huéspedes nuestros. Sólo tenemos que imponeros una condición: No habléis de lo que no os importa, si no queréis oír cosas que no os gusten". Ellos respondieron: "Ciertamente que sí". Y se sentaron, y fueron invitados a beber y a que circulase entre ellos la copa. Después, el califa miró a los tres saalik, y se asombró mucho al ver que los tres estaban tuertos del ojo izquierdo. Y miró en seguida a las jóvenes, y al advertir su hermosura y su gracia, quedó aún más perplejo. Las doncellas siguieron conversando con los convidados, invitándoles a beber con ellas, y luego presentaron un vino exquisito al califa, pero éste lo rechazó, diciendo: "Soy un buen hadj"[22].

[22] Hadj: peregrino de la Meca.

           La más joven se levantó y colocó delante de él una mesita con incrustaciones finas, encima de la cual puso una taza de porcelana de China, y echó en ella agua de la fuente, que enfrió con un pedazo de hielo, y lo mezcló todo con azúcar y agua de rosas, y después se lo presentó al califa. Y él aceptó, y le dio las gracias, diciendo para sí: "Mañana tengo que recompensarla por su acción y por todo el bien que hace".

           Las doncellas siguieron cumpliendo sus deberes de hospitalidad y sirviendo de beber. Pero cuando el vino produjo sus efectos, la mayor de las tres hermanas se levantó, cogió de la mano a la proveedora, y le dijo: "oh hermana mía, levántate y cumplamos nuestro deber". Y su hermana le contestó: "Me tienes a tus órdenes". Entonces la más pequeña se levantó también, y dijo a los saalik que se apartaran del centro de la sala y que fuesen a colocarse junto a las puertas. Quitó cuanto había en medio del salón y lo limpió.

           Las otras dos hermanas llamaron al mandadero, y le dijeron: "Por Alah, que cuán poco nos ayudas. Cuenta que no eres un extraño, sino de la casa". El mozo se levantó, se remangó la túnica, y apretándose el cinturón, dijo: "Mandad y obedeceré". Ellas contestaron: "Aguarda en tu sitio". Y a los pocos momentos le dijo la proveedora: "Sígueme, que podrás ayudarme". La siguió fuera de la sala, y vio dos perras de la especie de las perras negras, que llevaban cadenas al cuello. El mandadero las cogió y las llevó al centro de la sala. Entonces la mayor de las hermanas se remangó el brazo, cogió un látigo, y dijo al mozo: "Trae aquí una de esas perras".

           El mandadero, tirando de la cadena del animal, le obligó a acercarse, y la perra se echó a llorar y levantó la cabeza hacia la joven. Pero ésta, sin cuidarse de ello, la tumbó a sus pies, y empezó a darle latigazos en la cabeza, y la perra chillaba y lloraba, y la joven no la dejó de azotar hasta que se le cansó el brazo. Entonces tiró el látigo, cogió a la perra en brazos, la estrechó contra su pecho, le secó las lágrimas y la besó en la cabeza, que la tenía cogida entre sus manos. Después dijo al mandadero: "Llévatela, y tráeme la otra". Y el mandadero trajo la otra, y la joven la trató lo mismo que a la primera.

           El califa sintió que sus ojos se llenaban de lástima y que el pecho se le oprimía de tristeza, y guiñó el ojo al visir Giafar para que interrogase sobre aquello a la joven, pero el visir le respondió por señas que lo mejor era callarse. En seguida, la mayor de las doncellas se dirigió a sus hermanas, y les dijo: "Hagamos lo que es nuestra costumbre". Y las otras contestaron: "Obedecemos".

           Entonces se subió al lecho, chapeado de plata y de oro, y dijo a las otras dos: "Veamos ahora lo que sabéis". Y la más pequeña se subió al lecho, mientras que la otra se marchó a sus habitaciones y volvió trayendo una bolsa de raso con flecos de seda verde; se detuvo delante de las jóvenes, abrió la bolsa y extrajo de ella un laúd. Después se lo entregó a su hermana pequeña, que lo templó, y se puso a tañerlo, cantando estas estrofas con una voz sollozante y conmovida: ¡Por piedad ¡Devolved a mis párpados el sueño que de ellos ha huido! ¡Decidme donde ha ido a parar mi razón! ¡Guando permití que el amor penetrase en mi morada se enojó conmigo el sueño y me abandonó!

           Cuando acabó de cantar, su hermana le dijo: "Ojalá te consuele Alah, hermana mía". Pero tal aflicción se apoderó de la joven portera, que se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada en el suelo. Pero al caer, como una parte de su cuerpo quedó descubierta, el califa vio en él huellas de latigazos y varazos, y se asombró hasta el límite del asombro. La proveedora roció la cara de su hermana, y luego que recobró el sentido, le trajo un vestido nuevo y se lo puso.

           El califa dijo a Giafar: "¿No te conmueven estas cosas? ¿No has visto señales de golpes en el cuerpo de esa mujer? Yo no puedo callarme, y no descansaré hasta descubrir la verdad de todo esto, y sobre todo, esa aventura de las dos perras". Y el visir contestó: "oh mi señor, corona de mi cabeza, recuerda la condición que nos impusieron: No hables de lo que no te importe, si no quieres oír cosas que no te gusten". Mientras tanto, la proveedora se levantó, cogió el laúd, lo apoyó en su redondo seno, y se puso a cantar: ¿Qué responderíamos si vinieran a darnos quejas de amor? ¿Qué haríamos si el amor nos dañara? ¡Si confiáramos a un intérprete que respondiese en nuestro nombre, este intérprete no sabría traducir todas las quejas de un corazón enamorado! ¡Y si sufrimos con paciencia y en silencio la ausencia del amado, pronto nos pondrá el dolor a las puertas de la muerte! ¡Oh dolor! ¡Para nosotros sólo hay penas y duelo: las lágrimas resbalan por las mejillas! Y tú, querido ausente, que has huido de las miradas de mis ojos cortando los lazos que te unían a mis entrañas. Di, ¿conservas algún recuerdo de nuestro amor pasado, una huella pequeña que dure a pesar del tiempo? ¿O has olvidado, con la ausencia, el amor que agotó mi espíritu y me puso en tal estado de aniquilamiento y postración? ¡Si mi sino es vivir desterrada, algún día pediré cuentas de estos sufrimientos a Alah, nuestro Señor!

           Al oír este canto tan triste, la mayor de las doncellas se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada. Y la proveedora se levantó y le puso un vestido nuevo, después de haber cuidado de rociarle la cara con agua para que volviese de su desmayo. Entonces, algo repuesta, se sentó la joven en el lecho, y dijo a su hermana: "Te ruego que cantes más para que podamos pagar nuestras deudas, aunque sólo sea una vez". Y la proveedora templó de nuevo el laúd y cantó las siguientes estrofas: ¿Hasta cuando durarán esta separación y este abandono tan cruel? ¿No sabes que a mis ojos ya no les quedan lágrimas? ¡Me abandonas! ¿Pero no crees que rompes así la antigua amistad? ¡Oh! ¡si tu objeto era despertar mis celos, lo has logrado! ¡Si el maldito Destino siempre ayudase a los hombres amorosos, las pobres mujeres no tendrían tiempo para dirigir reconvenciones a los amantes infieles! ¿A quién me quejaré para desahogar un poco mis desdichas, las desdichas causadas por tu mano, asesino de mi corazón? ¡Ay de mí! ¿Qué recurso le queda al que perdió la garantía de su crédito? ¿Cómo cobrar la deuda? ¡Y la tristeza de mi corazón dolorido crece con la locura de mi deseo hacia ti! ¡Te busco! ¡Tengo tus promesas! Pero tú, ¿dónde estás? ¡Oh hermanos! ¡os lego la obligación de vengarme del infiel! ¡Que sufra padecimientos como los míos! ¡Que apenas vaya a cerrar los ojos para el sueño, se los abra en seguida el insomnio largamente! ¡Por tu amor he sufrido las peores humillaciones! ¡Deseo, pues, que otro en mi lugar goce las mayores satisfacciones a costa tuya! ¡Hasta hoy me ha tocado padecer por su amor! ¡Pero a él, que de mí se burla, le tocará sufrir mañana!

           Al oír esto cayó desmayada otra vez la más joven de las hermanas, y su cuerpo apareció señalado por el látigo. Entonces dijeron los tres saalik: "Más nos habría valido no entrar en esta casa, aunque hubiéramos pasado la noche sobre un montón de escombros, porque este espectáculo nos apena de tal modo, que acabará por destruirnos la espina dorsal". Entonces el califa, volviéndose hacia ellos, les dijo: "¿Y por qué es eso?". Le contestaron: "Porque nos ha emocionado mucho lo que acaba de ocurrir". El califa les preguntó: "¿De modo, que no sois de casa?", a lo que le contestaron: "Nada de eso. El que parece serlo es ese que está a tu lado". Entonces exclamó el mandadero: "Por Alah, que esta noche he entrado en esta casa por primera vez, y mejor habría sido dormir sobre un montón de piedras".

           Entonces dijeron: "Somos siete hombres, y ellas sólo son tres mujeres. Preguntemos la explicación de lo ocurrido, y si no quieren contestarnos de grado, que lo hagan a la fuerza". Todos se concertaron para obrar de ese modo, menos el visir, que les dijo: "¿Creéis que vuestro propósito es justo y honrado? Pensad que somos sus huéspedes, nos han impuesto condiciones y debemos cumplirlas. Además, he aquí que se acaba la noche, y pronto irá cada uno a buscar su suerte por el camino de Alah". Después guiñó el ojo al califa, y llevándole aparte, le dijo: "Sólo nos queda que permanecer aquí una hora. Te prometo que mañana pondré entre tus manos a estas jóvenes, y entonces les podrás preguntar su historia".

           Pero el califa rehusó y dijo: "No tengo paciencia para aguardar a mañana". Y siguieron hablando todos, hasta que acabaron por preguntarse: "¿Cuál de nosotros les dirigirá la pregunta?". Y algunos opinaron que eso le correspondía al mandadero.

           A todo esto, las jóvenes les preguntaron: "¿De qué habláis, buena gente?". Entonces el mandadero se levantó, se puso delante de la mayor de las tres hermanas, y le dijo: "oh soberana mía, en nombre de Alah te pido y te conjuro, de parte de todos los convidados, que nos cuentes la historia de esas dos perras negras, y por qué las has castigado tanto, para llorar después y besarlas. Y dinos también, para que nos enteremos, la causa de esas huellas de latigazos que se ven en el cuerpo de tu hermana. Tal es nuestra petición. Y ahora, ¡que la paz sea contigo!". Entonces la joven les preguntó a todos: "¿Es cierto lo que dice este mandadero en vuestro nombre?". Y todos, excepto el visir, contestaron: "Cierto es". Y el visir no dijo ni una palabra.

           La joven, al oír su respuesta, les dijo: "Por Alah, huéspedes míos, que acabáis de ofendernos de la peor manera. Ya se os advirtió oportunamente que si alguien hablaba de lo que no le importase, oiría lo que no le había de gustar. ¿No os ha bastado entrar en esta casa y comeros nuestras provisiones? Pero no tenéis vosotros la culpa, sino nuestra hermana, por haberos traído". Y dicho esto, se remangó el brazo, dio tres veces con el pie en el suelo, y gritó: "¡Hola, venid en seguida!". E inmediatamente se abrió uno de los roperos cubiertos por cortinajes, y aparecieron siete negros, altos y robustos, que blandían agudos alfanjes. La dueña les dijo: "Atad los brazos a esa gente de lengua larga, y amarradlos unos a otros". Y ejecutada la orden, dijeron los negros: "oh señora nuestra, oh flor oculta a las miradas de los hombres, ¿nos permites que les cortemos la cabeza?". Ella contestó: "Aguardad una hora, que antes de degollarlos los he de interrogar para saber quiénes son".

           Entonces exclamó el mandadero: "Por Alah, oh señora mía, no me mates por el crimen de estos hombres. Todos han faltado y todos han cometido un acto criminal, pero yo no. Por Alah, qué noche tan dichosa y tan agradable habríamos pasado, si no hubiésemos visto a estos malditos saalik. Porque estos saalik de mal agüero son capaces de destruir la más floreciente de las ciudades sólo con entrar en ella. ¡Qué hermoso es el perdón del fuerte! Y, sobre todo, ¡qué hermoso cuando se otorga al indefenso! ¡Yo te conjuro por la inviolable amistad que existe entre los dos; no mates al inocente por causa del culpable!". Cuando el mandadero acabó de recitar, la joven se echó a reír... En este momento de su narración, Schehrazada vio aproximarse la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 11

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que cuando la joven se echó a reír, después de haberse indignado, se acercó a los concurrentes, y dijo: "Contadme cuanto tengáis que contar, pues sólo os queda una hora de vida. Y si tengo tanta paciencia, es porque sois gente humilde, que si fuéseis de los notables, o de los grandes de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría castigado".

           El califa dijo al visir: "¡Desdichados de nosotros, oh Giafar! Revélale quiénes somos, si no, va a matarnos". Y el visir contestó: "Bien merecido nos está". Pero el califa dijo: "No es ocasión oportuna para bromas; el caso es muy serio, y cada cosa en su tiempo".

           La joven se acercó a los saalik, y les dijo: "¿Sois hermanos?". Y contestaron ellos: "¡No, por Alah! Somos los más pobres de los pobres, y vivimos de nuestro oficio, haciendo escarificaciones y poniendo ventosas". Entonces fue preguntando a cada uno: "¿Naciste tuerto, tal como ahora estás?". Y el primero de ellos contestó: "¡No, por Alah! Pero la historia de mi desgracia es tan asombrosa, que si escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyera con respeto". Los otros dos contestaron lo mismo, y luego dijeron los tres: "Cada uno de nosotros es de un país distinto, pero nuestras historias no pueden ser más maravillosas, ni nuestras aventuras más prodigiosamente extrañas".

           Entonces dijo la joven: "Que cada cual cuente su historia, y después se lleve la mano a la frente para darnos las gracias, y se vaya en busca de su destino". El mandadero fue el primero que se adelantó, y dijo: "oh señora mía, yo soy sencillamente un mandadero, y nada más. Vuestra hermana me hizo cargar con muchas cosas y venir aquí. Me ha ocurrido con vosotras lo que sabéis muy bien, y no he de repetirlo ahora, por razones que se os alcanzan. Y tal es toda mi historia. Y nada podré añadir a ella, sino que os deseo la paz". Entonces la joven le dijo: "Vaya, llévate la mano a la cabeza, para ver si está todavía en su sitio, arréglate el pelo, y márchate". Pero replicó el mozo: "oh, no, por Alah. No me he de ir hasta que oiga el relato de mis compañeros". Entonces el primer saaluk entre los saalik, avanzó para contar su historia, y dijo:

DEVENIR DEL PRIMER SAALUK

           Voy a contarte, oh mi señora, el motivo de que me afeitara las barbas y de haber perdido un ojo. Sabe, pues, que mi padre era rey. Tenía un hermano, y ese hermano era rey en otra ciudad. Y ocurrió la coincidencia de que el mismo día que mi madre me parió nació también mi primo.

           Después pasaron los años, y después de los años y los días, mi primo y yo crecimos. He de decirte que, con intervalos de algunos años, iba a visitar a mi tío y a pasar con él algunos meses. La última vez que le visité me dispensó mi primo una acogida de las más amplias y más generosas, y mandó degollar varios carneros en mi honor, y clarificar numerosos vinos. Luego empezamos a beber, hasta que el vino pudo más que nosotros. Entonces mi primo me dijo: "oh primo mío, ya sabes que te quiero extremadamente, y te he de pedir una cosa importante. No quisiera que me la negases ni que me impidieses hacer lo que he resuelto". Yo le contesté: "Así sea, con toda la simpatía y generosidad de mi corazón". Y para fiar más en mí, me hizo prestar el más sagrado de los juramentos, haciéndome jurar sobre el Libro Noble. Y en seguida se levantó, se ausentó unos instantes, y después volvió con una mujer ricamente vestida y perfumada, con un atavío tan fastuoso, que suponía una gran riqueza. Y volviéndose hacia mí, con la mujer detrás de él, me dijo: "Toma esta mujer y acompáñala al sitio que voy a indicarte". Y me señaló el sitio, explicándolo tan detalladamente que lo comprendí muy bien. Luego añadió: "Allí encontrarás una tumba entre las otras tumbas, y en ella me aguardarás".

           Yo no me pude negar a ello, porque había jurado con la mano derecha. Y cogí a la mujer, y marchamos al sitio que me había indicado, y nos sentamos allí para esperar a mi primo, que no tardó en presentarse, llevando una vasija llena de agua, un saco con yeso y una piqueta. Y lo dejó todo en el suelo, conservando en la mano nada más que la piqueta, y marchó hacia la tumba, quitó una por una las piedras y las puso aparte. Después cavó con la piqueta hasta descubrir una gran losa. La levantó, y apareció una escalera abovedada. Se volvió entonces hacia la mujer, y le dijo: "Ahora puedes elegir". Y la mujer bajó en seguida la escalera y desapareció. Entonces él se volvió hacia mí, y me dijo: "oh primo mío, te ruego que acabes de completar este favor, y que, cuando haya bajado, eches la losa y la cubras con tierra, como estaba. Y así completarás este favor que me has hecho. En cuanto alyeso que hay en el saco y en cuanto al agua de la vasija, los mezclarás bien, y después pondrás las piedras como antes, y con la mezcla llenarás las juntas de modo que nadie pueda adivinar que es obra reciente. Porque hace un año que estoy haciendo este trabajo, y sólo Alah lo sabe". Y luego añadió: "Y ahora ruega a Alah que no me abrume de tristeza por estar lejos de ti, primo mío". En seguida bajó la escalera, y desapareció en la tumba. Cuando hubo desaparecido de mi vista, me levanté, volví a poner la losa, e hice todo lo demás que me había mandado, de modo que la tumba quedó como antes estaba.

           Regresé al palacio, pero mi tío se había ido de caza, y entonces decidí acostarme aquella noche. Después, cuando vino la mañana, comencé a reflexionar sobre todas las cosas de la noche anterior y singularmente sobre lo que me había ocurrido con mi primo, y me arrepentí de cuanto había hecho. Pero con el arrepentimiento no remediaba nada. Entonces volví hacia las tumbas y busqué, sin poder encontrarla, aquella en que se había encerrado mi primo. Y seguí buscando hasta cerca del anochecer, sin hallar ningún rastro. Regresé entonces al palacio y no podía beber, ni comer, ni apartar el recuerdo de lo que me había ocurrido con mi primo, sin poder descubrir qué era de él. Y me afligí con una aflicción tan considerable, que toda la noche la pasé muy apenado hasta la mañana. Marché en seguida otra vez al cementerio, y volví a buscar la tumba entre todas las demás, pero sin ningún resultado. Y continué mis pesquisas durante siete días más, sin encontrar el verdadero camino. Por lo cual aumentaron de tal modo mis temores, que creí volverme loco.

           Decidí viajar, en busca de remedio para mi aflicción, y regresé al país de mi padre. Pero al llegar a las puertas de la ciudad salió un grupo de hombres, se echaron sobre mí y me ataron los brazos. Entonces me quedé completamente asombrado, puesto que yo era el hijo del sultán y aquéllos los servidores de mi padre y también mis esclavos. Y me entró un miedo muy grande, y pensaba: "¿Quién sabe lo que le habrá podido ocurrir a mi padre?". Y pregunté a los que me habían atado los brazos, y no quisieron contestarme. Pero poco después, uno de ellos, esclavo mío, me dijo: "La suerte no se ha mostrado propicia con tu padre. Los soldados le han hecho traición y el visir lo ha mandado matar. Nosotros estábamos emboscados, aguardando que cayeses en nuestras manos".

           Luego me condujeron a viva fuerza. Yo no sabía lo que me pasaba, pues la muerte de mi padre me había llenado de dolor. Y me entregaron entre las manos del visir que había matado a mi padre. Pero entre este visir y yo, existía un odio muy antiguo. Y la causa de este odio consistía en que yo, de joven, fui muy aficionado al tiro de ballesta, y ocurrió la desgracia de que un día entre los días me hallaba en la azotea del palacio de mi padre, cuando un gran pájaro descendió sobre la azotea del palacio del visir, el cual estaba en ella. Quise matar al pájaro con la ballesta, pero la ballesta erró al pájaro, hirió en un ojo al visir y se lo hundió, por voluntad y juicio escrito de Alah. Ya lo dijo el poeta: ¡Deja que se cumplan los destinos; no quieras desviar el fallo de los jueces de la tierra! ¡No sientas alegría ni aflicción por ninguna cosa, pues las cosas no son eternas! ¡Se ha cumplido nuestro destino; hemos seguido con toda fidelidad los renglones escritos por la Suerte; porque aquel para quien la Suerte escribió un renglón, no tiene más remedio que seguirlo!

           Y el saaluk prosiguió de este modo: Cuando dejé tuerto al visir, no se atrevió a reclamar en contra mía, porque mi padre era el rey del país. Pero ésta era la causa de su odio. Y cuando me presentaron a él, con los brazos atados, dispuso que me cortaran la cabeza. Entonces le dije: "¿Por qué me matas si no he cometido ningún crimen?". Él me contestó: "¿Qué mayor crimen que éste?", y señalaba su ojo tuerto. Yo dije: "Eso lo hice contra mi voluntad". Pero él replicó: "Si lo hiciste contra tu voluntad, yo voy a hacerlo contra la mía". Y dispuso: "¡Traedlo a mis manos!". Y me llevaron entre sus manos.

           Entonces extendió la mano, clavó su dedo en mi ojo izquierdo, y lo hundió completamente. Y desde entonces estoy tuerto, como todos veis. Hecho esto ordenó que me matasen y me metiesen en un cajón. Después llamó al verdugo, y le dijo: "Te lo entrego. Desenvaina tu alfanje y lleva a este hombre fuera de la ciudad; lo matas y le dejas allí para que se lo coman las fieras".

           El verdugo me llevó fuera de la ciudad. Y me sacó de la caja con las manos atadas y los pies encadenados, y me quiso vendar los ojos antes de matarme. Pero entonces rompí a llorar y recité estas estrofas: ¡Te elegí como firme coraza para librarme de mis enemigos, y eres la lanza y el agudo hierro con que me atraviesan!¡Cuando disponía del poder, mi mano derecha, la que debía castigar, se abstenía, pasando el arma a mi mano izquierda, que no la sabía esgrimir! ¡Así obraba yo! ¡No insistáis, os lo ruego, en vuestros reproches crueles; dejad que sólo los enemigos me arrojen las flechas dolorosas! ¡Conceded a mi pobre alma, torturada por los enemigos, el don del silencio; no la oprimáis más con la dureza y el peso de vuestras palabras! ¡Confié en mis amigos para que me sirviesen de sólidas corazas; y así lo hicieron, pero en manos de los enemigos y contra mí!¡Los elegí para que me sirviesen de flechas mortales; y lo fueron, pero contra mi corazón! ¡Cultivé sus corazones para hacerlos fieles; y fueron fieles, pero a otros amores! ¡Los cuidé fervorosamente para que fuesen constantes; y lo fueron, pero en la traición!

           Cuando el verdugo oyó estos versos, recordó que había servido a mi padre y que yo le había colmado de beneficios, y me dijo: "¿Cómo iba yo a matarte, si soy tu esclavo?". Y añadió: "Escápate, te salvo la vida. Pero no vuelvas a esta comarca, porque perecerías y me harías perecer contigo, según dice el poeta: ¡Anda! ¡Líbrate, amigo, y salva a tu alma de la tiranía! ¡Deja que las casas sirvan de tumba a quienes las han construido! ¡Anda! ¡Podrás encontrar otras tierras que las tuyas, otros países distintos de tu país, pero nunca hallarás más alma que tu alma! ¡Sin embargo, está escrito! ¡Está escrito que el hombre destinado a morir en un país no podrá morir más que en el país de su destino! Pero, ¿sabes tú cuál es el país de tu destino? ¡Y sobre todo, no olvides nunca que el cuello del león no llega a su desarrollo hasta que su alma se ha desarrollado con toda libertad!

           Cuando acabó de recitar estos versos, le besé las manos, y mientras no me vi lejos de aquellos lugares no pude creer en mi salvación. Pensando que había salvado la vida, pude consolarme de haber perdido un ojo, y seguí caminando, hasta llegar a la ciudad de mi tío. Entré en su palacio y le referí todo lo que le había ocurrido a mi padre y todo lo que me había ocurrido a mí. Entonces derramó muchas lágrimas, y exclamó: "oh sobrino mío, vienes a añadir una aflicción a mis aflicciones y un dolor a mis dolores. Porque has de saber que el hijo de tu pobre tío ha desaparecido hace muchos días, y nadie sabe dónde está". Y rompió a llorar tanto, que se desmayó. Cuando volvió en sí, me dijo: "Estaba afligidísimo por tu primo, y ahora se aumenta mi dolor con lo ocurrido a ti y a tu padre. En cuanto a ti, ¡oh hijo mío! más vale haber perdido un ojo que la vida".

           Al oírle hablar de este modo, no pude callar por más tiempo lo que le había ocurrido a mi primo, y le revelé toda la verdad. Mi, tío, al saberla, se alegró hasta el límite de la alegría, y me dijo: "Llévame en seguida a esa tumba". Yo contesté: "Por Alah, no sé dónde está esa tumba. He ido muchas veces a buscarla, sin poder dar con ella". Entonces nos fuimos al cementerio, y al fin, después de buscar en todos sentidos, acabé por encontrarla. Y yo y mi tío llegamos al límite de la alegría y entramos en la bóveda, quitamos la tierra, apartamos la losa y descendimos los cincuenta peldaños que tenía la escalera. Al llegar abajo, subió hacia nosotros una humareda que nos cegaba. Pero en seguida mi tío pronunció la Palabra que libra de todo temor a quien la dice, y que dice ¡No hay poder ni fuerza más que en Alah, el Altísimo, el Omnipotente!".

           Después seguimos andando hasta llegar a un gran salón que estaba lleno de harina y de grano de todas las especies, de manjares de todas clases y de otras muchas cosas. Y vimos en medio del salón un lecho cubierto por unas cortinas. Mi tío miró hacia el interior del lecho, y vio a su hijo en brazos de aquella mujer que le había acompañado; pero ambos estaban totalmente convertidos en carbón, como si los hubieran echado en un horno. Al verlos, escupió mi tío en la cara a su hijo, y exclamó: "Mereces el suplicio de este bajo mundo que ahora sufres, pero aun te falta el del otro, que es más terrible y más duradero". Después de haberle escupido se descalzó una babucha, y con la suela le dio en la cara. En este momento de su narración, vio Schehrazada aproximarse la mañana, y discretamente no quiso abusar del permiso que se le había concedido.

NOCHE 12

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el saaluk, mientras la concurrencia escuchaba su relato, prosiguió diciendo a la joven: Después que mi tío dio con la babucha en la cara de su hijo, que estaba allí tendido y hecho carbón, me quedé prodigiosamente sorprendido ante aquel golpe. Y me afligió mucho ver a mi primo convertido en carbón; ¡tan joven como era! Y en seguida exclamé: "Por Alah, oh tío mío, alivia un poco los pesares de tu corazón. Porque yo sufro mucho con lo que ha ocurrido a tu hijo. Y sobre todo, me aflige verlo convertido en carbón, lo mismo que a esa joven, y que tú, no contento con esto, le pegues con la suela de tu babucha".

           Entonces mi tío me contó lo siguiente: "oh sobrino mío, sabe que este joven, que es mi hijo, ardió en amores por su hermana desde la niñez. Y yo siempre le alejaba de ella, y me decía: Debo estar tranquilo, porque aun son muy jóvenes".

           ¡Pero no fue así! Apenas llegados a la pubertad, cometieron la mala acción, y aunque lo averigüé, no podía creerlo del todo. Sin embargo, eché a mi hijo una reprimenda terrible, y le dije: "¡Cuidado con esas indignas acciones que nadie ha cometido hasta ahora, ni nadie cometerá después! Cuenta que no habría reyes que tuvieran que arrastrar tanta vergüenza ni tanta ignominia como nosotros, ¡y los correos propagarían a caballo nuestro escándalo por todo el mundo! ¡Guárdate, pues, si no quieres que te maldiga y te mate!". Después cuidé de separarla a ella y de separarle a él. Pero indudablemente esta malvada le quería con un amor grandísimo, porque el Cheitán consolidó su obra en ellos. Así, pues, cuando mi hijo vio que le había separado de su hermana, debió fabricar este asilo subterráneo sin que nadie lo supiera; y como ves, trajo a él manjares y otras cosas; y se aprovechó de mi ausencia, cuando yo estaba en la cacería, para venir aquí con su hermana. Con esto provocaron la justicia del Altísimo y Muy Glorioso. Y el los abrasó aquí a los dos. Pero el suplicio del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero".

           Entonces mi tío se echó a llorar, y yo lloré con él. Y después exclamó: "Desde ahora serás mi hijo, en vez de ese otro". Pero yo me puse a meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido que todos veis, y en todas estas cosas tan extraordinarias que le habían ocurrido a mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.

           Luego salimos de la tumba, echamos la losa, la cubrimos con tierra, y dejándolo todo como estaba antes, volvimos a palacio. Apenas llegamos oímos sonar instrumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los guerreros. Y toda la ciudad se llenó de ruidos, del estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos. Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acertando la causa de todo aquello. Pero por fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: "Tu hermano ha sido muerto por el visir, que se ha apresurado a reunir sus tropas y a venir súbitamente al asalto de la ciudad. Y los habitantes han visto que no podían ofrecer resistencia, y han rendido la ciudad a discreción".

           Al oír todo aquello, me dije: "Seguramente me matará si caigo en sus manos". Y de nuevo se amontonaron en mi alma las penas y las zozobras, y empecé a recordar las desgracias ocurridas a mi padre y a mi madre. Yo no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba perdido. Y no hallé otro recurso que afeitarme la barba. Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me dirigí hacia esta ciudad de Bagdad, donde esperaba llegar sin contratiempo y encontrar alguien que me guiase al palacio del emir de los creyentes, Harún Al-Raschid, el califa del Amo del Universo, a quien quería contar mi historia y mis aventuras.

           Llegué a Bagdad esta misma noche, y como no sabía dónde ir, me quedé muy preplejo. Pero de pronto me encontré cara a cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: "Soy extranjero". Él me contestó: "Yo también lo soy". Estábamos hablando, cuando vimos acercarse a este tercer saaluk, que nos deseó la paz y nos dijo: "Soy extranjero". Nosotros le contestamos: "También lo somos nosotros". Y anduvimos juntos hasta que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el destino nos guió felizmente a esta casa, cerca de vosotras, señoras mías. Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo hueco.

           Cuando hubo acabado de hablar, le dijo la mayor de las tres doncellas: "Está bien; acaríciate la cabeza[23] y vete". Pero el primer saaluk contestó: "No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás". Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visir: "En mi vida he oído aventura semejante a la de este saaluk". Entonces el primer saaluk fue a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dio un paso, besó la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:

[23] "Acaríciate la cabeza": eufemismo árabe de hacer el ademán de saludar, llevándose la mano a la cabeza. Es una de las maneras de saludar a lo oriental.

DEVENIR DEL SEGUNDO SAALUK

           La verdad es, oh señora mía, que yo no nací tuerto. Pero la historia que voy a contarte es tan asombrosa, que si se escribiese con la aguja en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien fuese capaz de instruirse: Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas las ciencias, que pude superar a todos los vivientes de mi siglo. Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los reyes supieron mi valía. Fue entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, y mandó un mensaje a mi padre rogándole que me enviara a su corte, y acompañó a este mensaje espléndidos regalos, dignos de un rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves llenas de todas las cosas, y partí con mi servidumbre.

           Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar a tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos diez de éstos con los presentes destinados al rey de la India. Pero apenas nos habíamos puesto en marcha, se levantó una nube de polvo, que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra, y así duró una hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron a rienda suelta detrás de nosotros y no tardaron en darnos alcance. Entonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: "No nos hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India". Y contestaron ellos: "No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey". Y en seguida mataron a varios de mis servidores, mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los camellos.

           No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una montaña, donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.

           A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué a una ciudad espléndida, de clima tan maravilloso, que el invierno nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas. Me alegré mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, seguramente, descanso a mis fatigas y sosiego a mis inquietudes. No sabía a quién dirigirme, pero al pasar junto a la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me abrazó, me invitó cordialmente a sentarme, y lleno de bondad me interrogó acerca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí entonces cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: "oh tierno joven, no cuentes eso a nadie. Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos, y quiere vengarse de tu padre desde hace muchos años". Después me dio de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un colchón y una manta, y cuanto podía necesitar.

           Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó: "¿Sabes algún oficio para ganarte la vida?". Yo contesté: "¡Ya lo creo! Soy un gran jurisconsulto, un maestro reconocido en ciencias, y además sé leer y contar". Pero él replicó: "Hijo mío, nada de eso es oficio. No digo que no sea oficio, pero no encontrarás parroquianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar. No saben más que ganarse la vida". Entonces me puse muy triste y comencé a lamentarme: "Por Alah, que sólo sé hacer lo que acabo de decirte". Y él me dijo: "¡Vamos, hijo mío, no hay que afligirse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador, hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero, sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te matarían". Y fue a comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme a ellos.

           Marché entonces con los leñadores, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé a la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuartos mi comida, guardé cuidadosamente el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba a la tienda del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

           Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un bosque muy frondoso que me ofrecía una buena provisión de leña. Escogí un gran tronco seco, me puse a escarba: alrededor de las raíces, y de pronto el hacha se quedó sujeta en una argolla de cobre. Vacié la tierra, y descubrí una tabla a la cual estaba prendida la argolla, y al levantarla, apareció una escalera que me condujo hasta una puerta. Abrí la puerta y me encontré en un salón de un palacio maravilloso. Allí estaba una joven hermosísima, perla inestimable, cuyos encantos me hicieron olvidar mis desdichas y mis temores. Y mirándola, me incliné ante el Creador, que la había dotado de tanta perfección y tanta hermosura.

           Ella me miró y me dijo: "¿Eres un ser humano, o un efrit?". Yo contesté: "Soy un hombre". Ella volvió a preguntar: "¿Cómo pudiste venir hasta este sitio donde estoy encerrada hace veinte años?". Al oír estas palabras, que me parecieron llenas de delicia y de dulzura, le dije: "oh señora mía, Alah me ha traído a tu morada para que olvide mis dolores y mis penas". Y le conté cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, produciéndole tal lástima, que se puso a llorar, y me dijo: "Yo también te voy a contar mi historia. Sabed que soy hija del rey Aknamus, el último rey de la India, señor de la Isla de Ebano. Me casé con el hijo de mi tío. Pero la misma noche de mi boda, antes de perder mi virginidad, me raptó un efrit, llamado Georgirus, hijo de Rajmus y nieto del propio Eblis, y me condujo volando hasta este sitio, al que había traído dulces, golosinas, telas preciosas, muebles, víveres y bebidas. Desde entonces viene a verme cada diez días; se acuesta esa noche conmigo, y se va por la mañana. Si necesitase llamarlo durante los diez días de su ausencia, no tendría más que tocar esos dos renglones escritos en la bóveda, e inmediatamente se presentaría. Como vino hace cuatro días, no volverá pasados otros seis, de modo que puedes estar conmigo cinco días, para irte uno antes de su llegada".

           Yo le contesté: "Desde luego he de permanecer aquí todo ese tiempo". Entonces ella, mostrando una gran satisfacción, se levantó en seguida, me cogió de la mano, me llevó por unas galerías, y llegamos por fin al hammam, cómodo y agradable con su atmósfera tibia. Inmediatamente me desnudé, ella se despojó también de sus vestidos, quedando toda desnuda, y los dos entramos en el baño. Después de bañarnos, nos sentamos en la tarima del hammam, uno al lado del otro, y me dio de beber sorbetes de almizcle y a comer pasteles deliciosos. Y seguimos hablando cariñosamente mientras nos comíamos las golosinas del raptor. En seguida me dijo: "Esta noche vas a dormir y a descansar de tus fatigas para que mañana estés bien dispuesto". Y yo, oh señora mía, me avine a dormir, después de darle mil gracias. Y olvidé realmente todos mis pesares.

           Al despertar, la encontré sentada a mi lado, frotando con un delicioso masaje mis miembros y mis pies. Y entonces invoqué sobre ella todas las bendiciones de Alah, y estuvimos hablando durante una hora cosas muy agradables. Y ella me dijo: "Por Alah, que antes que vinieses vivía yo sola en este subterráneo, y estaba muy triste, sin nadie con quien hablar, y esto durante veinte años. Por eso bendigo a Alah, que te ha guiado junto a mí". Después, con voz llena de dulzura, cantó esta estrofa: ¡Si de tu venida nos hubiesen avisado anticipadamente, habríamos tendido como alfombra para tus pies la sangre pura de nuestros corazones y el negro terciopelo de nuestros ojos! ¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas y la carne juvenil de nuestros muslos sedosos para tu lecho, ¡oh, viajero de la noche! ¡Porque tu sitio está encima de nuestros párpados!

           Al oír estos versos le di las gracias con la mano sobre el corazón, y sentí que su amor se apoderaba de todo mi ser, haciendo que tendieran el vuelo mis dolores y mis penas. En seguida nos pusimos a beber en la misma copa, hasta que se ausentó el día. Y aquella noche me acosté con ella, para gozar de la mayor felicidad. ¡Y jamás en mi vida he pasado una noche semejante! Por eso cuando llegó la mañana nos levantamos muy satisfechos uno de otro y realmente poseídos de una dicha sin límites.

           Entonces, más enamorado que nunca, temiendo que se acabase nuestra felicidad, le dije: "¿Quieres que te saque de este subterráneo y que te libre del efrit?". Pero ella se echó a reír, y me dijo: "¡Calla, y conténtate con lo que tienes! Ese pobre efrit solo vendrá una vez cada diez días, y todos los demás serán para ti". Pero exaltado por mi pasión, me excedí demasiado en mis deseos, pues repuse: "Voy a destruir esas inscripciones mágicas, y en cuanto se presente el efrit, lo mataré. Para mí es un juego exterminar a esos efrits, ya sean de encima o de debajo de la tierra". Y la joven, queriendo calmarme, recitó estos versos: ¡Oh tú, que pides un plazo antes de la separación y que encuentras dura la ausencia! ¿no sabes que es el medio de no encadenarse? ¿no sabes que es sencillamente el medio de amar? ¿Ignoras que el cansancio es la regla de todas las relaciones, y que la, ruptura es la conclusión de todas las amistades? Pero yo, sin hacer caso de estos versos que ella me recitaba, di un violento puntapié en la bóveda... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 13

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el segundo saaluk prosiguió su relato de este modo: oh señora mía, cuando di en la bóveda tan violento puntapié, la joven me dijo: "¡He ahí el efrit! ¡Ya viene contra nosotros! ¡Por Alah, que me has perdido! Tiende a tu salvación y sal por donde entraste".

           Entonces me precipité hacia la escalera. Pero desgraciadamente, a causa de mi gran terror, había olvidado las sandalias y el hacha. Por eso, como había ya subido algunos peldaños, volví un poco la cabeza para dirigir la última mirada a las sandalias y al hacha que había sido mi felicidad; pero en el mismo instante vi abrirse la tierra y aparecer un efrit enorme, horriblemente feo, que preguntó a la joven: "¿A qué obedece esa llamada tan terrible con la que acabas de asustarme? ¿Qué desgracia te amenaza?". Ella contestó: "Ninguna desgracia. Sentí una opresión en el pecho, a causa de mi soledad, y al levantarme en busca de alguna bebida refrescante que reconfortara mi ánimo, lo hice tan bruscamente, que resbalé y fui a dar contra la cúpula". Pero el efrit dijo: "¡Cómo sabes mentir, desvergonzada libertina!". Después empezó a registrar el palacio por todos lados, hasta encontrar mis babuchas y el hacha. Y entonces gritó: "¿Qué significan estas prendas? ¿Cómo han podido llegar aquí?". Y ella contestó: "Ahora las veo por primera vez. Acaso las llevarías tú colgando a la espalda, y así las has traído". El efrit, en el colmo del furor, dijo entonces: "Todo eso son palabras absurdas, torpes y falsas. Y no han de servirte conmigo, mala mujer".

           En seguida la desnudó completamente, la puso sobre cuatro estacas clavadas en el suelo, y empezó a atormentarla, insistiendo en sus preguntas sobre lo que había ocurrido. Pero yo no pude resistir más aquella escena, ni escuchar su llanto, y subí rápidamente los peldaños, trémulo de terror. Una vez en el bosque, puse la trampa como la había encontrado, y la oculté a las miradas cubriéndola con tierra. Y me arrepentí de mi acción hasta el límite del arrepentimiento. Y me puse a pensar en la joven, en su hermosura y en los tormentos que le hacía sufrir aquel miserable después de poseerla veinte años. Y aun me dolía más que la atormentase por causa mía. Y en ese momento me puse a pensar también en mi padre, en su reino y en mi triste condición de leñador. ¡Esto fue todo!

           Después seguí caminando, hasta llegar a la casa de mi amigo el sastre. Y lo encontré muy impaciente a causa de mi ausencia, pues se hallaba sentado y parecía que lo estuviesen friendo al fuego en una sartén. Y me dijo: "Como no viniste ayer, pasé toda la noche muy intranquilo. Y temí que te hubiese devorado alguna fiera o te hubiera pasado algo semejante en el bosque. Pero, ¡alabado sea Alah, que te guardó!". Entonces le di las gracias por su bondad, entré en la tienda, y sentado en mi rincón empecé a pensar en mi desventura y a reconvenirme por aquel puntapié tan imprudente que había dado en la bóveda. De pronto mi amigo el sastre entró y me dijo: "En la puerta de la tienda hay un hombre, una especie de persa, que pregunta por ti y lleva en la mano tu hacha y tus babuchas. Las ha presentado a todos los sastres de esta calle, y les ha dicho: Al ir esta mañana a la oración, llamado por el muezín, me he encontrado en el camino estas prendas y no sé a quién pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros? Entonces los sastres reconocieron tu hacha y tus sandalias y lo han encaminado hacia aquí. Y ahí está aguardándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las gracias, y recoge el hacha y las sandalias".

           Al oír todo aquello me puse muy pálido y creí desmayarme de terror. Y hallándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había sometido a la joven al tormento, ¡y qué tormento! Pero ella nada había declarado, y entonces él, cogiendo el hacha y las babuchas, le dijo: "Ahora verás si no soy Georgirus, descendiente de Eblis. ¡Vas a ver si puedo traer o no al amo de estas cosas!". Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.

           Se me apareció, pues, bruscamente, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se elevó conmigo por los aires, y descendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que había sido tan feliz, y allí vi desnuda a la joven, cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas. Entonces el efrit se dirigió a ella y le dijo: "Aquí tienes a tu amante". La joven me miró y dijo: "No sé quién puede ser este hombre. No le he visto hasta ahora". El efrit replicó: "¿Con que tenemos esas? Te presento la prueba del delito, ¿y no confiesas?". Ella, resueltamente, insistió: "He dicho que no le conozco". Entonces dijo el efrit: "Si es verdad que no lo conoces, coge ese alfanje y córtale la cabeza". Ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lágrimas corrían por mis mejillas. Ella me hizo también una seña con los ojos, mientras decía en alta voz: "¡Tú eres la causa de mis desgracias!". Yo contesté a esta seña con una contracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido, que el efrit no podía entender: ¡Mis ojos saben hablarte suficientemente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos ocultos de mi corazón! ¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues mis ojos te decían lo necesario! ¡Los párpados saben expresar también los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos! ¡Nuestras cejas pueden suplir a las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!

           La joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfanje. Lo recogió el efrit, que me lo entrego y dijo señalando a la joven: "Córtale la cabeza, y quedarás en libertad; te prometo no causarte ningún daño". Yo contesté "Así sea". Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levantado. Pero ella me imploraba, haciéndome señas con los ojos, como diciendo: "¿Qué daño te hice?". Entonces se me llenaron los ojos de lágrimas, y arrojando el alfanje, dije al efrit: "oh poderoso efrit, oh héroe robusto e invencible. Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse a costa de mi vida. Y en cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco a esta joven? Así me dieses a beber la copa de la mala muerte, no había de prestarme a esa villanía". El efrit contestó a estas palabras: "¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo". Y entonces, oh señora mía, cogió el alfanje y cortó una mano a la joven y después la otra mano, y luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes tajó sus cuatro extremidades. Y yo, al ver aquello con mis propios ojos, creí que me moría.

           En ese momento la joven, guiñándose un ojo, me hizo disimuladamente una seña. Pero, ay de mí, el efrit la sorprendió, y dijo: "oh hija de puta, acabas de cometer adulterio con tu ojo". Y de un tajo, le cortó la cabeza. Después, volviéndose hacia mí, exclamó: "Sabe tú, oh ser humano, que nuestra ley permite a los efrits matar a las esposas adúlteras, como algo lícito y recomendable. Sabe que yo robé a esta joven la noche de su boda, cuando aun no tenía doce años y antes de que nadie se acostara con ella. Y la traje aquí, y cada diez días venía a verla, y pasábamos juntos la noche, y copulaba con ella bajo el aspecto de un persa. Pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Sólo me ha engañado con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto a ti, como no he podido comprobar si fornicaste con ella, no te mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías a mis espaldas y para humillar tu vanidad. Te permito elegir el mal que quieras que te cause".

           Entonces, oh señora mía, al verme libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo. Y confiando obtener toda su gracia, le dije: "Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; pero no prefiero ninguno". El efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie el suelo, y exclamó: "¡Te mando que elijas! A ver, ¿bajo qué forma quieres que te encante? ¿Bajo la de borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono?". Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando de su buena disposición, le respondí: "oh mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis. Si me perdonas, Alah te perdonará también, pues tendrá en cuenta tu clemencia con un buen musulmán que nunca te hizo daño". Y seguí suplicando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus manos, mientras le decía: "No me condenes injustamente". Pero él replicó: "No hables más si no quieres morir. Es inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesariamente".

           Dicho esto me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló conmigo a tal altura, que el mundo me parecía una escudilla de agua. Descendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un puñado de tierra, refunfuñó como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome la tierra, dijo: "¡Sal de tu forma y toma la de un mono!". Y al momento, oh señora mía, quedé convertido en mono. ¡Pero qué mono! Viejo, de más de cien años y de una fealdad excesiva. Cuando me vi tan horrible, me desesperé y me puse a brincar, y brincaba realmente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí a llorar a causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.

           Medité entonces sobre las injusticias de la suerte, habiendo aprendido a costa mía que la suerte no depende de la criatura. Después descendí al pie de la montaña, hasta llegar a lo más bajo de todo. Y empecé a viajar, y por las noches me subía para dormir a la copa de los árboles.

           Así fui caminando durante un mes, hasta encontrarme a orillas del mar. Allí me detuve como una hora, hasta que acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron a desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente a la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: "¡Echad de aquí pronto a ese bicho de mal agüero!". Otro dijo: "¡Mejor sería matarlo!". Y un tercero repuso: "Sí; matémoslo con este sable". Entonces me eché a llorar, y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abundantes.

           Y en seguida el capitán, compadeciéndose de mí, exclamó: "oh mercaderes, este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protección. Os prohíbo echarle, pegarle u hostigarle". Luego me dirigió benévolas palabras, que yo podía entender, y acabó por tomarme en calidad de criado. Empecé así a hacer todas sus cosas, y a servirle en la nave.

           Al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fue el viento propicio, arribamos a una ciudad enorme y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su número. Cuando llegamos, acercáronse a nuestra nave los mamalik enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron para saludarnos y dar la bienvenida a los mercaderes, diciéndoles: "El rey nos manda que os felicitemos por vuestra feliz llegada, y nos ha entregado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en él una línea con su mejor letra".

           Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese o lo tirase al mar, me llamaron a gritos y me amenazaron; pero les hice seña de que sabía y quería escribir; y el capitán repuso: "Dejadle. Si vemos que lo emborrona, le impediremos que continúe; pero si escribe bien de veras, le adoptaré por hijo, pues en mi vida he visto un mono más inteligente". Cogí entonces el cálamo, lo mojé, extendiendo bien la tinta por sus dos caras, y comencé a escribir. Y escribí cuatro estrofas, cada una con una letra diferente, e improvisadas en distinto estilo: la primera al modo Rikaa, la segunda al modo Rihani, la tercera al modo Sulci y la cuarta al modo Muchik: 1ª ¡El tiempo ha descrito ya los beneficios y los dones de los hombres generosos, pero desespera de poder enumerar jamás los tuyos! ¡Después de Alah, el género humano no puede recurrir más que a ti, porque eres realmente el padre de todos los beneficios! 2ª Os hablaré de su pluma: ¡Es la primera, y el origen mismo de las plumas! ¡Su poderío es sorprendente! ¡Y ella es la que le ha colocado entre los sabios más notables! ¡De esa pluma, cogida con las yemas de sus cinco dedos, han brotado y corren por el mundo cinco ríos de elocuencia y poesía! 3ª Os hablaré de su inmortalidad: ¡No hay escritor que no muera; pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos! ¡Así, pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de que puedas enorgullecerte el día de la Resurrección! 4ª ¡Si abres el tintero, utilízalo solamente para trazar renglones que beneficien a toda criatura generosa! ¡Pero si no has de usarlo para hacer donaciones, procura, al menos, producir belleza! ¡Y serás así uno de aquellos a quienes se cuenta entre los escritores más grandes!

           Cuando acabé de escribir les entregué el rollo de pergamino. Y todos los que lo vieron se quedaron muy admirados. Después cada cual escribió una línea con su mejor letra. Luego de esto se fueron los esclavos para llevar el rollo al rey. Y cuando el rey hubo examinado lo escrito por cada uno de nosotros, no quedó satisfecho más que de lo mío, que estaba hecho de cuatro maneras diferentes, pues mi letra me había dado reputación universal cuando yo era todavía príncipe. Y el rey dijo a sus amigos que estaban presentes y a los esclavos: "Id en seguida a ver al que ha hecho esta hermosa letra, dadle este traje de honor para que se lo vista, y traedle en triunfo sobre mi mejor mula al son de los instrumentos".

           Al oírlo, todos empezaron a sonreír. Y el rey, al notarlo, se enojó mucho, y dijo: "¡Cómo! ¿Os doy una orden y os reís de mí?". Le contestaron: "oh rey del siglo, en verdad que nos guardaríamos de reírnos de tus palabras; pero has de saber que el que ha hecho esa letra tan hermosa no es hijo de Adán, sino un mono, que pertenece al capitán de la nave". Estas palabras sorprendieron mucho al rey, y luego, convulso de alegría y estallando de risa, dijo: "Deseo comprar ese mono". Y ordenó inmediatamente a las personas de su corte que cogiesen la mula y el traje de honor y se fuesen a la nave a buscar al mono, y les dijo: "De todas maneras, le vestiréis con ese traje de honor y le traeréis montado en la mula".

           Llegados a la nave me compraron a un precio elevado, aunque al principio el capitán se resistía a venderme, comprendiendo, por las señas que le hice, que me era muy doloroso separarme de él. Después los otros me vistieron con el traje de honor, montáronme en la mula y salimos al son de los instrumentos más armoniosos que se tocaban en la ciudad. Y todos los habitantes y las criaturas humanas de la población se quedaron asombrados, mirando con interés enorme un espectáculo tan extraordinario y prodigioso.

           Cuando me llevaron ante el rey lo vi, besé la tierra entre sus manos tres veces, permaneciendo luego inmóvil. Entonces el monarca me invitó a sentarme, y yo me postré de hinojos. Y todos los concurrentes se quedaron maravillados de mi buena crianza y mi admirable cortesía; pero el más profundamente maravillado fue el rey. Y cuando me postré de hinojos, el rey dispuso que todo el mundo se fuese, y todo el mundo se marchó. No quedamos más que el rey, el jefe de los eunucos, un joven esclavo favorito y yo, señora mía.

           Ordenó el rey que trajesen algunas vituallas. Y colocaron sobre un mantel cuantos manjares puede el alma anhelar, y cuantas excelencias son la delicia de los ojos. Y el rey me invitó luego a servirme, y levantándome y besando la tierra entre sus manos siete veces, me senté sobre mi trasero de mono y me puse a comer muy pulcramente, recordando en todo mi educación pasada.

           Cuando levantaron el mantel, me levanté yo también para lavarme las manos. Volví después de lavármelas, cogí el tintero, la pluma y una hoja de pergamino, y escribí lentamente estas dos estrofas ensalzando las excelencias de la pastelería árabe: ¡Oh pasteles! ¡dulces, finos y sublimes pasteles, enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el antídoto de cualquier veneno! Nada me gusta tanto, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión! ¡El corazón se me estremece al ver un mantel bien extendido, en cuyo centro se aromatiza una kenafa[24] nadando sobre la manteca y la miel en una gran bandeja! ¡Oh kenafa! ¡kenafa fina y sedosa como cabellera! ¡Mi deseo por saborearte ¡oh kenafa! llega a la exageración! ¡Y me pondría en peligro de muerte el pasar un día sin que estuvieses en mi mesa! ¡Oh kenafa! ¡Y tú, jarabe! ¡adorable y delicioso jarabe! ¡Aunque lo estuviera comiendo y bebiendo día y noche, volvería a desearlo en la vida futura!

[24] Kenafa: pastelillo hecho con fideos muy finos.

           Después de esto dejé la pluma y el tintero, y me senté respetuosamente a alguna distancia. Y no bien leyó el rey lo que yo había escrito, se maravilló asombrosamente, y exclamó: "¿Es posible que un mono posea tanta elocuencia, y sobre todo una letra tan magnífica? ¡Por Alah, que es el prodigio de los prodigios!".

           En aquel instante trajeron un juego de ajedrez, y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, contestándole yo que sí con la cabeza. Y me acerqué, coloqué las piezas, y me puse a jugar con el rey. Y le di mate dos veces. Y el rey no supo entonces qué pensar, quedándose perplejo, y dijo: "¡Si éste fuera un hijo de Adán, habría superado a todos los vivientes de su siglo!". Y ordenó luego al eunuco: "Ve a las habitaciones de tu dueña, mi hija, y dile: oh mi señora, venid inmediatamente junto al rey, pues quiero que disfrute de este espectáculo y vea un mono tan maravilloso".

           Entonces fue el eunuco, y no tardó en volver con su dueña, la hija del rey, que en cuanto me divisó se cubrió la cara con el velo, y dijo: "¡Padre mío! ¿Cómo me mandas llamar ante hombres extraños?". El rey dijo: "Hija mía, ¿por quién te tapas la cara, si no hay aquí nadie más que nosotros?". Entonces contestó la joven: "Sabe, oh padre mío, que ese mono es hijo de un rey llamado Amarus, y dueño de un lejano país. Este mono está encantado por el efrit Georgirus, descendiente de Eblis, después de haber matado a su esposa, hija del rey Aknamus, señor de las Islas de Ebano. Este mono, al cual crees mono de veras, es un hombre, pero un hombre sabio, instruido y prudente".

           Sorprendido al oír estas palabras, me preguntó el rey: "¿Es verdad lo que dice de ti mi hija?". Yo le indiqué, con la cabeza, que sí era cierto, y rompí a llorar. Entonces el rey le preguntó a su hija: "¿Por qué sabes que está encantado?". La princesa contestó: "oh padre mío, siendo yo pequeña, la vieja que había en casa de mi madre era una bruja muy versada en la magia y me enseñó este arte. Más tarde me perfeccioné en él, y aprendí más de ciento setenta artículos mágicos, de los cuales el más insignificante me permitiría transportar tu palacio con todas sus piedras y la ciudad entera detrás del Caucaso, y convertir en mar esta comarca y en peces a cuantos la habitan".

           Y el padre exclamó: "Por el verdadero nombre de Alah sobre ti, oh hija mía, desencanta a ese hombre, para que yo le nombre mi visir. Pero, ¿es posible que tú poseas ese talento tan enorme y que yo lo ignorase? Desencanta inmediatamente a ese mono, pues debe ser un joven muy inteligente y agradable". Y la princesa respondió: "De buena gana y como homenaje debido". En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 14

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el segundo saaluk dijo a la dueña de la casa: oh, mi señora, al oír la princesa el ruego de su padre, cogió un cuchillo que tenía unas inscripciones en lengua hebrea, trazó con él un círculo en el suelo, escribió allí varios renglones talismánicos, y después se colocó en medio del círculo, murmuró algunas palabras mágicas, leyó en un libro antiquísimo unas cosas que nadie entendía, y así permaneció breves instantes. Y he aquí que de pronto nos cubrieron unas tinieblas tan espesas, que nos creíamos enterrados bajo las ruinas del mundo. Y súbitamente apareció el efrit Georgirus bajo el aspecto más horrible, las manos como rastrillos, las piernas como mástiles y los ojos como tizones encendidos.

           Entonces nos aterrorizamos todos, pero la hija del rey le dijo: "oh efrit, no puedo darte la bienvenida ni acogerte con cordialidad". Y contestó el efrit: "¿Por qué no cumples tus promesas? ¿No juraste respetar nuestro acuerdo de no combatirnos ni mezclarte en nuestros asuntos? Mereces el castigo que voy a imponerte. ¡Ahora verás, traidora!". E inmediatamente el efrit se convirtió en un león espantoso, el cual, abriendo la boca en toda su extensión, se abalanzó sobre la joven. Pero ella, rápidamente, se arrancó un cabello, se lo acercó a los labios, murmuró algunas palabras mágicas, y en seguida el cabello se convirtió en un sable afiladísimo. Y dio con él tal tajo al león, que lo abrió en dos mitades. Pero inmediatamente la cabeza del león se transformó en un escorpión horrible, que se arrastraba hacia el talón de la joven para morderla, y la princesa se convirtió en seguida en una serpiente enorme, que se precipitó sobre el maldito escorpión, imagen del efrit, y ambos trabaron descomunal batalla.

           De pronto, el escorpión se convirtió en un buitre y la serpiente en un águila, que se cernió sobre el buitre, y ya iba a alcanzarlo, después de una hora de persecución, cuando el buitre se transformó en un enorme gato negro, y la princesa en lobo. Gato y lobo se batieron a través del palacio, hasta que el gato, al verse vencido, se convirtió en una inmensa granada roja y se dejó caer en un estanque que había en el patio. El lobo se echó entonces al agua, y la granada, cuando iba a cogerla, se elevó por los aires, pero como era tan enorme cayó pesadamente sobre el mármol y se reventó. Los granos, desprendiéndose uno a uno, cubrieron todo el suelo. El lobo se transformó entonces en gallo, empezó a devorarlos, y ya no quedaba más que uno, pero al ir a tragárselo se le cayó del pico, pues así lo había dispuesto la fatalidad, y fue a esconderse en un intersticio de las losas, cerca del estanque.

           El gallo empezó a chillar, a sacudir las alas y a hacernos señas con el pico, pero no entendíamos su lenguaje, y como no podíamos comprenderle, lanzó un grito tan terrible, que nos pareció que el palacio se nos venía encima. Después empezó a dar vueltas por el patio, hasta que vio el grano y se precipitó a cogerlo, pero el grano cayó en el agua y se convirtió en un pez. El gallo se transformó entonces en una ballena enorme, que se hundió en el agua persiguiendo al pez, y desapareció de nuestra vista durante una hora. Después oímos unos gritos tremendos y nos estremecimos de terror. Y en seguida apareció el efrit en su propia y horrible figura, pero ardiendo como un ascua, pues de su boca, de sus ojos y de su nariz salían llamas y humo; y detrás de él surgió la princesa en su propia forma, pero ardiendo también como metal en fusión, y persiguiendo al efrit, que ya nos iba a alcanzar. Entonces, temiendo que nos abrasase, quisimos echarnos al agua, pero el efrit nos detuvo dando un grito espantoso, y empezó a resollar fuego contra todos. La princesa lanzaba fuego contra él, y fue el caso que nos alcanzó el fuego de los dos, y el de ella no nos hizo daño, pero el del efrit sí que nos lo produjo, pues una chispa me dio en este ojo y me lo saltó; otra dio al rey en la cara, y le abrasó la barbilla y la boca, arrancándole parte de la dentadura y otra chispa prendió en el pecho del eunuco y le hizo perecer abrasado.

           Mientras tanto, la princesa perseguía al efrit, lanzándole fuego encima, hasta que oímos decir: "Alah es el único grande, Alah es el único poderoso, y aplasta al que reniega de la fe". Esta voz era de la princesa, que nos mostraba al efrit enteramente convertido en un montón de cenizas. Después llegó hasta nosotros y dijo: "Aprisa, dadme una taza con agua". Se la trajeron, pronunció la princesa unas palabras incomprensibles, me roció con el agua, y dijo: "¡Queda desencantado en nombre del único Verdadero! Por el poderoso nombre de Alah, ¡vuelve a tu primitiva forma!".

           Entonces volví a ser hombre, pero me quedé tuerto. La princesa, queriendo consolarme, me dijo: "El fuego siempre es fuego, hijo mío". Y lo mismo dijo a su padre por sus barbas chamuscadas y sus dientes rotos. Después exclamó: "oh padre mío, necesariamente he de morir, pues está escrita mi muerte. Si este efrit hubiese sido una simple criatura humana, lo habría aniquilado en seguida. Pero lo que más me hizo sufrir fue que, al dispersarse los granos de la granada, no acerté a devorar el grano principal, el único que contenía el alma del efrit; pues si hubiera podido tragármelo, habría perecido inmediatamente. Pero, ¡ay de mí!, tardé mucho en verlo. Así lo quiso la fatalidad del destino. Por eso he tenido que combatir tan terriblemente contra el efrit debajo de tierra, en el aire y en el agua. Y cada vez que él abría una puerta de salvación, le abría yo otra de perdición, y yo tuve que hacer lo mismo. Y después de abierta la puerta del fuego, hay que morir necesariamente. Sin embargo, el destino me permitió quemar al efrit antes de perecer yo abrasada. Y antes de matarle, quise que abrazara nuestra fe, que es la santa religión del Islam, pero se negó, y entonces lo quemé. Alah ocupará mi lugar cerca de vosotros, y esto podrá serviros de consuelo".

           Después de estas palabras empezó a implorar al fuego, hasta que al fin brotaron unas chispas negras que subieron hacia su pecho. Y cuando el fuego le llegó a la cara, lloró y luego dijo: "¡Afirmo que no hay más Dios que Alah!". No bien había pronunciado estas palabras, la vimos convertirse en un montón de ceniza, próximo al otro montón que formaba el efrit. Entonces nos afligimos profundamente. Gustoso habría yo ocupado su lugar, antes de ver bajo tan mísero aspecto a aquella joven de radiante hermosura que tanto quiso favorecerme; porque los designios de Alah son inapelables.

           Al advertir el rey la transformación sufrida por su hija, lloró por ella, mesándose las barbas que le quedaban, abofeteándose y desgarrándose las ropas. Lo propio hice yo, y los dos lloramos sobre ella. En seguida llegaron los chambelanes, y los jefes del gobierno hallaron al sultán llorando aniquilado ante los dos montones de ceniza. Se asombraron muchísimo, y comenzaron a dar vueltas a su alrededor, sin atreverse a hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y todos gritaron: "¡Alah, Alah, qué gran desdicha, qué tremenda desventura!".

           En seguida llegaron todas las damas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas las ceremonias del duelo y de pésame. Luego dispuso el rey la construcción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se encendiesen velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto a las cenizas del efrit, fueron aventadas bajo la maldición de Alah.

           La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo a la muerte. Esta enfermedad le duró un mes entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó a su presencia y me dijo: "oh, joven, antes de que vinieses vivíamos aquí nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha sido necesario que tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nosotros todas las aflicciones. ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca a ti, ni a tu cara de mal agüero, ni a tu maldita escritura! Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Después, por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fue ayo de mi hija. Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido a nosotros y a ti por voluntad de Alah. ¡Alabado sea por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el destino! Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha pasado. ¡Alah es quien todo lo decreta! ¡Sal, pues, y vete en paz!".

           Entonces, oh mi señora, abandoné el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía adónde ir. Y recordé entonces todo cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, cómo me habían dejado sano y salvo los árabes del desierto, mi viaje y mis fatigas de un mes, mi entrada en la ciudad como extranjero, el encuentro con el sastre, la entrevista e intimidad tan deliciosa con la joven del subterráneo, el modo de escaparme de las manos del efrit que me quería matar, todo, en fin, sin olvidar mi transformación en mono al servicio después del capitán mercante, mi compra a elevado precio por el rey a consecuencia de mi hermosa letra, mi desencanto, ¡en fin, todo! Pero más que nada, ¡ay de mí!, el último incidente, que me hizo perder un ojo. Pero di gracias a Alah, y dije: "Más vale perder un ojo que la vida". Después de esto, fui al hammam a tomar un baño antes de salir de la ciudad. Entonces, oh señora mía, me afeité la barba para poder viajar seguro en calidad de saaluk.

           Desde aquella fecha no he dejado ni un día de llorar pensando en las desgracias que sobre mí han caído, y sobre todo en la pérdida de mi ojo izquierdo. Y cada vez que esto me viene a la memoria, el ojo derecho se me llena de lágrimas, que no me dejan ver, aunque nunca me impedirán pensar en estos versos del poeta: ¿Conoce Alah misericordioso mi aflicción? ¡Las desdichas pesan e mí, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde! ¡Pero haré acopio de paciencia frente a mis grandes desventuras, para que el mundo no ignore que he tomado con paciencia algo que es más amargo que la misma paciencia! ¡Porque la paciencia tiene su belleza, sobre todo cuando es el hombre piadoso quien la practica! ¡De todos modos, ha de ocurrir lo que haya decidido Alah respecto a cada criatura! ¡Mi misteriosa amada conoce los secretos de mi lecho, y ninguno, aunque sea el secreto de los secretos puede ocultársele! ¡Al que diga que hay delicias en este mundo, contestadle que pronto conocerá días más amargos que el jugo de la mirra!

           Entonces salí de la ciudad aquella, viajé por varios países, atravesé sus capitales, y luego me dirigí a Bagdad, la Morada de Paz, donde espero llegar a ver al emir de los creyentes para contarle cuanto me ha ocurrido. Después de muchos días de viaje, he llegado esta misma noche a Bagdad, y encontré muy perplejo al hermano que está ahí, al primer saaluk, y le dije: "La paz sea contigo". Y él me contestó: "Y contigo la paz, y la misericordia de Alah, y todas sus bendiciones".

           Empecé a charlar con él, y se nos acercó el otro hermano, el tercer saaluk, quien, después de desearnos la paz, nos dijo que era extranjero. Y nosotros le dijimos: "También somos extranjeros, y hemos llegado hoy a esta ciudad bendita". Y echamos a andar juntos, sin que ninguno supiera la historia de sus compañeros. Y la suerte y el Destino nos guiaron hasta esta puerta, y entramos en vuestra casa. He aquí, oh mi señora, los motivos de que me veas tuerto y con la barba afeitada". Entonces la dueña de casa dijo al segundo saaluk: "Tu historia es realmente extraordinaria. Ahora alísate un poco el pelo sobre la cabeza y ve a buscar tu destino por la ruta de Alah". Pero él respondió: "En verdad que no saldré de aquí sin haber oído el relato de mi tercer compañero". Entonces el tercer saaluk dio un paso y dijo:

DEVENIR DEL TERCER SAALUK

           Oh gloriosa señora, no crea que mi historia encierra menos maravillas que las de mis compañeros. Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún. Si sobre estos compañeros míos pesaron las desgracias, motivadas por el Destino y la fatalidad, otra cosa fue respecto a mí. Si estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y llené mi corazón de penas y zozobras. ¡Helo aquí! Soy rey, hijo de rey. Mi padre se llamaba Kassib y yo era su único hijo. Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mucho bien entre mis súbditos.

           Pero tenía gran afición a los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba junto al mar, y en una gran extensión marítima pertenecíanme numerosas islas fortificadas. Una vez quise ir a visitarlas todas, y mandé preparar diez naves grandes y llenarlas de provisiones para un mes, dándome a la vela. Esta visita duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra nosotros un viento contrario, que se prolongó hasta la aurora. Entonces, calmado un poco el viento y suavizado el mar, al salir el sol vimos una isla, en la que podíamos detenernos. Fuimos a tierra, hicimos algo de comer, y descansamos dos días en espera de que la tempestad terminara, y luego zarpamos. El viaje duró otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos el derrotero, pues las aguas en que navegábamos eran tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar. Entonces le dijimos al vigía: "Mira con atención el mar". Y el vigía subió al palo, descendió después y nos dijo al capitán y a mí: "A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra".

           Al oír estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable de color, tiró el turbante al suelo, se mesó la barba, y nos dijo: "Os anuncio nuestra total pérdida. ¡No ha de salvarse ni uno!". Luego se echó a llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté entonces: "oh capitán, ¿quieres explicarnos las palabras del vigía?". Él contestó: "oh mi señor, sabe que desde el día que sopló el aire contrario perdimos el derrotero y hace de ello once días, sin que haya un viento favorable que nos permita volver al buen camino. Sabe, pues, el significado de esa cosa negra y blanca y de esos peces que sobrenadan cerca de nosotros: mañana llegaremos a una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de llevarnos a la fuerza las aguas. Y nuestra nave se despedazará, porque volarán todos sus clavos, atraídos por la montaña y adhiriéndose a sus laderas, pues Alah el Altísimo dotó a la Montaña del Imán de una secreta virtud que le permite atraer todos los objetos de hierro. Y no puedes imaginarte la enorme cantidad de cosas de hierro que se ha acumulado y colgado de dicha montaña desde que atrae a los navíos. ¡Sólo Alah sabe su número! Desde el mar se ve relucir en la cima de esa montaña una cúpula de cobre amarillo sostenida por diez columnas, y encima hay un jinete en un caballo de bronce, y el jinete tiene en la mano una lanza de cobre, y le pende del pecho una chapa de plomo grabada con palabras talismánicas desconocidas. Sabe, oh rey, que mientras el jinete permanezca sobre su caballo, quedarán destrozados todos los barcos que naveguen en torno suyo, y todos los pasajeros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán a pegar a la montaña. ¡No habrá salvación posible mientras no se precipite el jinete al mar!".

           Dicho esto, oh señora mía, el capitán continuó derramando abundantes lágrimas, y juzgamos segura e irremediable nuestra pérdida, despidiéndose cada cual de sus amigos. Y así fue; porque apenas amaneció, nos vimos próximos a la montaña de rocas negras imantadas, y las aguas nos empujaban violentamente hacia ella. Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los clavos se desprendieron de pronto y comenzaron a volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y todos fueron a adherirse a la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al mar todos nosotros.

           Pasamos el día entero a merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que no perecimos pudiéramos volver a encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios nos dispersaron por todas partes. Y Alah el Altísimo, oh señora mía, me quiso salvar para reservarme nuevas penas, grandes padecimientos y enormes desventuras. Pude agarrarme a uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el viento me arrojaron a la costa, al pie de la Montaña del Imán. Allí encontré un camino que subía hasta la cumbre, y estaba hecho de escalones tallados en la roca. En seguida invoqué el nombre de Alah el Altísimo, y... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 15

           Invoqué, pues, el nombre de Alah, le imploré, y me absorbí en el éxtasis de la plegaria. Y cuando el viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir a lo más alto de la montaña, agarrándome como pude a las rocas y excavaciones. Y mi alegría por hallarme en salvo llegó hasta el límite de la alegría. Ya sólo me faltaba llegar a la cúpula; lo conseguí al fin, y pude penetrar en ella. Entonces me puse de rodillas y di gracias a Alah por haberme salvado. Pero estaba tan rendido, que me eché en el suelo y me dormí.

           Durante mi sueño oí que una voz me decía: "oh hijo de Kassib, cuando te despiertes cava a tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres flechas de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco y dispara contra el jinete que está en la cúpula, y así podrás devolver la tranquilidad a los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando hieras al jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterrarás en el mismo sitio en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará a hervir, creciendo hasta llegar a la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una barca, y en la barca a una persona distinta del jinete arrojado al abismo. Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar sin temor en la barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre de Alah, y no olvides esto por nada del mundo. Una vez en la barca, te guiará ese hombre, haciéndote navegar por espacio de diez días, hasta que llegues al Mar de Salvación. Y cuando llegues a este mar encontrarás a alguien que ha de llevarte a tu tierra. Pero no olvides que para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alah".

           Entonces, oh señora mía, desperté y me dispuse animoso a ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el arco y las flechas encontradas disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se me escapó de la mano, y lo enterré en el mismo sitio en que había caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se desbordó, llegando hasta la cumbre en que yo me hallaba. A los pocos instantes vi en medio del mar una barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias a Alah el Altísimo. Al aproximarse la barca advertí en ella a un hombre de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nombres y talismanes grabados. Cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo durante un día, durante dos, durante tres, y así sucesivamente, hasta diez días. Entonces vi unas islas a lo lejos, y ¡aquello era la salvación! Me alegré hasta el límite de la alegría, pero tanta era la plenitud de mi emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alah y lo glorifiqué, exclamando: "¡Alahu akbar, alahu akbar!"[25]. Pero apenas dije tan sagradas palabras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hundiéndose a lo lejos, desapareció.

[25] "Alahu akbar": fórmula usada para glorificar a Dios, que significa "Dios es todopoderoso".

           Estuve nadando hasta el anochecer, en que mis brazos quedaron extenuados y rendido todo mi cuerpo. Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi profesión de fe, y me dispuse a morir. Pero en aquel momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca, y me despidió con tal empuje, que me encontré junto a unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso Alah!

           Entonces trepé a la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché a dormir, sin despertar hasta por la mañana. Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando dónde ir, y me interné en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones, y así di una vuelta entera al lugar en que me encontraba, viendo que me rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: "¡Qué fatalidad la mía! ¡Siempre que me libro de una desgracia caigo en otra peor!".

           Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Entonces, temeroso de que me ocurriera algo desagradable, me levanté y me encaramé a un árbol para esperar los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos con una pala cada uno. Anduvieron hasta llegar al centro de la isla, y allí empezaron a cavar la tierra, dejando al descubierto una trampa. La levantaron, y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, volvieron a la barca, descargando de su interior y echándose a hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, carneros, sacos llenos y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear quien vive en una casa. Los esclavos siguieron yendo y viniendo del subterráneo a la barca y de la barca a la trampa, hasta vaciar completamente aquélla, sacando luego trajes suntuosos y magníficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en medio de los esclavos, a un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que apenas tenía apariencia humana. Este jeique llevaba de la mano a un joven hermosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón y conmover la pulpa de mi carne.

           Llegaron hasta la puerta, la franquearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron todos, menos el joven; entraron otra vez en la barca y se alejaron por el mar. Cuando los hube perdido de vista salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían cubierto otra vez de tierra, y la quité de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera; y del tamaño de una piedra de molino, la levanté, con ayuda de Alah, y vi que arrancaba de ella una escalera abovedada. Descendí poseído de asombro sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón revestido de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendidas, jarrones con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba haciéndose aire con un abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: "¡La paz sea contigo!". Él contestó, tranquilizándose: "¡Y contigo sea la paz, la misericordia de Alah y sus bendiciones!". Yo le dije: "oh mi señor, que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey e hijo de un rey. Alah me ha guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murieses. Pero yo te libertaré. Y serás mi amigo, pues me bastó verte para estar predispuesto a tu favor".

           El joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó a que me sentase junto a él en el diván, y me dijo: "Sabe, oh señor mío, que no me trajeron a este lugar para que muriese, sino para librarme de la muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la cuantía de sus tesoros. Las caravanas que van por cuenta suya a lejanos países para vender su pedrería a los reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por todas partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad madura, le anunciaron los maestros de la adivinación que su hijo había de morir antes que su padre y su madre; y mi padre este día, a pesar del regocijo que le había causado mi nacimiento y la felicidad de mi madre, que me dio al mundo después del término de nueve meses, por voluntad de Alah, experimentó un dolor muy grande, sobre todo cuando los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: Matará a tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arrojado al mar al jinete de bronce de la montaña magnética". Y mi padre el joyero quedó afligidísimo.

           Y cuidó de mí, educándome con mucho esmero, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto, que en poco tiempo palideció su cara, enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrépito, rendido por los años y las desventuras. Entonces me trajo a esta morada subterránea, la cual mandó construir para substraerme a la busca del rey que había de matarme cuando cumpliera yo los quince años, y yo y mi padre estamos seguros de que el hijo de Kassib no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de mi estancia en este sitio". Entonces pensé yo: "¿Cómo podrán equivocarse así los sabios que leen en los astros? Porque, por Alah, este joven es la llama de mi corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme". Y luego le dije: "oh hijo mío, Alah Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto a defenderte y a seguir aquí contigo toda la vida". Él me contestó: "Pasados cuarenta días vendrá a buscarme mi padre, pues ya no habrá peligro". Y yo le dije: "Por Alah, que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y después le diré a tu padre que te deje ir a mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono".

           El mancebo me dio las gracias con palabras cariñosas, y comprendí que era en extremo cortés y correspondía a la inclinación que a él me arrastraba. Y empezamos a conversar amistosamente , regalándonos con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían bastar para un año a cien comensales. Después de haber comido, pude comprobar nuevamente cuán subyugado estaba mi corazón por sus encantos, y después nos tendimos y dormimos juntos toda la noche.

           Al acercarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palangana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relleno de almendras, pasas, nuez moscada, clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y pastelillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y como la noche anterior, nos acostamos, y pude darme cuenta de cuán grande era nuestra amistad. Y así dejamos transcurrir, tranquilos y felices, hasta el día cuadragésimo. Este último día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse a calentar agua en el caldero, vertiéndole agua fría para hacerla más agradable. El joven entró en el baño, y lo lavé, y lo froté, y le di masaje, perfumándole y transportándole a la cama, donde le cubrí con la colcha, y le envolví la cabeza en un pedazo de seda bordada de plata, obsequiándole con un sorbete delicioso, y se durmió.

           Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja en un tapiz, me subí a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produciéndome tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.

           Al ver aquello, oh señora mía, empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las ropas, arrojándome desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el destino para que no mintieran las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: "oh señor del universo, si he cometido un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia". En este momento sentíame animoso ante la muerte. Pero, oh señora mía, nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal. Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer, subí la escalera y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.

           Cuando me vi fuera, me dije: "Voy a observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque sino, los esclavos me matarían con la peor muerte". Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca de la trampa, y allí quedé en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desembarcaron todos, llegaron apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida, atemorizáronse, quedando abatidísimo el viejo. Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Este empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respondiera, y le buscaron por todas partes, hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.

           Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después subieron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto en un sudario, transportaron al padre dentro de la barca, con todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.

           Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche. De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje maldito, y empecé a caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospechando que estarían cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado por hoguera era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.

           Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura, y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once. Al verlos exclamé: "Por Alah, que es extraña coincidencia. ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?". Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me dijeron: "¡La paz sea contigo!". Yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, oh señora mía.

           Al oírla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: "oh señor, entra en esta morada, donde serás bien acogido". Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás. Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: "oh señor, siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas".

           A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos. Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: "¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?". El anciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un frol, que fue colocando delante de cada joven. Y a mí no me dio nada, lo cual hubo de contrariarme.

           Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a lamentarse y a llorar, mientras decían: "Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra desobediencia". Y aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palanganas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.

           Por más que aquello, oh señora mía, me asombrase con el más considerable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: "oh mis señores, os ruego que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, por Alah, prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido". Entonces ellos replicaron: "¿Sabes que lo que pides es tu perdición?". Yo contesté: "Venga mi perdición antes que la duda". Ellos me dijeron: "¡Cuidado con tu ojo izquierdo!". Yo respondí: "No necesito el ojo izquierdo, si he de seguir en esta perplejidad". Hasta que todos ellos exclamaron: "¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo".

           Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: "Vamos a coserte dentro de esa piel, y te colocaremos en la azotea del palacio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido, y expiamos nuestra culpa haciendo todas las noches lo que viste. Esa es, en resumen, nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!".

           Como yo persistía en mi resolución, diéronme el cuchillo, me cosieron dentro de la piel del carnero, me colocaron en la azotea y se marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh, remontando el vuelo, y en cuanto comprendí que me había depositado en la cumbre de la montaña, rasgué con el cuchillo la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rokh. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.

           Eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la impaciencia por llegar al palacio. Al verlo, a pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta principal, toda de oro, por la cual entré, tenía a los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de las salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jardines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar. No bien llegué a la primera habitación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, Y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.

           Todas se lamentaron al verme, y con voz armoniosa me dijeron: "¡Que nuestra casa sea la tuya, oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!". Me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: "oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas". Luego todas se pusieron a servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromada con olores. Y ésta me miraba, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquella otra hacía ondular su talle sobre sus muslos. La una suspiraba "¡ay!", la otra "¡huy!", ésta me decía "¡ojos míos!", la de más allá "¡oh alma mía!", la otra "¡entraña de mi vida!", y la otra "¡oh llama de mi corazón!".

           Se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y me dijeron: "oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa". Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó a anochecer. Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó iluminada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles, sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosos, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.

           Después de estas diversiones, me dijeron: "oh querido de nuestros ojos, llegó la hora de la cama y del placer positivo. Escoge entre nosotras la que quieras, y no temas ofendernos, pues a cada una le tocará a la vez una noche. Somos cuarenta hermanas, y cada una volverá después a jugar contigo todas las noches en el lecho". Yo, señora mía, no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos, y cogí a una, pero al abrir los ojos, ¡los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven me asió de la mano y me llevó a la cama. Y pasé con ella toda la noche. Le di cuarenta asaltos de verdadero asaltador y correspondió a ellos, y cada vez me decía: "¡ay, ojos míos, ay, alma mía!". Y me acariciaba, y la mordía yo, y ella me pellizcaba, y así durante toda la noche. Las siguientes, oh señora mía, se deslizaron de la misma manera, cada noche con una de las hermanas, y no se pasó ninguna noche sin que no hubiese numerosos asaltos por parte de los dos. Un año completo duró esta felicidad. Y cada mañana se me acercaba la joven de la noche próxima, y llevándome al hammam, me lavaba todo, me daba un enérgico masaje y perfumaba mi cuerpo con cuantos perfumes otorgó Alah a sus servidores.

           Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóvenes al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me dijeron: "Sabe, oh luz de nuestros ojos, que hemos de abandonarte, como abandonamos a otros antes que a ti, pues te consta que no eres el primero, y que anteriormente otros muchos nos cabalgaron y nos hicieron lo que tú. Pero tú eres verdaderamente el cabalgador más rico en corvetas y en medida de largo y grueso. Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti". Yo les dije: "¿Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en vosotras". Ellas me contestaron: "Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nuestra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestro camino un cabalgador que nos satisface, como nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta días para visitar a nuestros padres y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha". Entonces dije: "Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando a Alah hasta vuestro regreso". Ellas contestaron: "Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. El ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías a vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!".

           Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: "Alah sea contigo". Y partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas. Entonces, oh señora mía, salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados en el lecho entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.

           Me vi entonces en un gran huerto, rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos como los dedos de un árabe noble, granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magnanimidad a Alah, y abrí la segunda puerta con la segunda llave. Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, ranúnculos y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias a Alah el Altísimo por sus bondades.

           Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de todos los colores y de todas las especies de la tierra. Estaban en una pajarera construida con varillas de áloe y sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar, y cuando anocheció me retiré.

           Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, oh señora mía, vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían hasta cuarenta puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos espaciosos, cada uno de los cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza a la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes azules y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima, monedas de plata de todas las naciones. Las demás salas estaban llenas de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, cornalinas de los más variados colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires. Y yo, oh señora mía, levanté las manos y los ojos, y di gracias a Alah el Altísimo por sus beneficios.

           Así, seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadragésimo creciendo diariamente mi asombro, y ya no me quedaba más que la llave de la puerta de bronce. Pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor felicidad pensando en ellas, en la dulzura de sus ademanes, en la frescura de sus carnes, en la dureza de sus muslos, en la estrechez de sus vulvas, en la redondez y volumen de sus nalgas, y en sus gritos cuando me decían: "ay, ojos míos, ah, llama mía". Y exclamé: "Por Alah, que nuestra noche va ser una noche blanca y bendita".

           Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mi olfato notó un olor muy fuerte y hostil a los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Cuando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví a abrir, aguardando a que el olor fuese menos penetrante.

           Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris e incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas y candelabros vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca, perfumada con rosas. Entonces, oh señora mía, como mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, oh señora mía, abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dio tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.

           En seguida, oh señora mía, empezó todo a dar vueltas a mi alrededor; pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació, sin que pudiera yo impedirlo. Y emprendió el vuelo otra vez desapareciendo en los aires. Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos por la azotea, lamentándome a impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí a los diez mancebos, que decían: "No quisiste atendernos, ¡ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! No puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, cuya fama ha llegado a nuestros oídos, y tu destino quedará entre sus manos".

           Partí, después de haberme afeitado y puesto este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgracias, y viajé día y noche, no parando hasta llegar a Bagdad, morada de paz, donde encontré a estos dos tuertos y saludándoles, les dije: "Soy extranjero", y ellos me contestaron: "También lo somos nosotros". Así llegamos los tres a esta bendita casa, oh señora mía, y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas.

           Después de oír tan extraordinaria historia, la mayor de las tres doncellas dijo al tercer saaluk: "Te perdono. Acaríciate un poco la cabeza y vete". Pero el tercer saaluk le contestó: "Por Alah, que no he de irme sin oír las historias de los otros".

           La joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el porta-alfanje, les dijo: "Contad vuestra historia". Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado a la joven portera al entrar en la casa. Después de haber oído a Giafar, la dueña de la morada les dijo: "Os perdono a todos, a los unos y a los otros, ¡pero marchaos en seguida!". Todos salieron a la calle. Entonces el califa dijo a los saalik: "Compañeros, ¿adónde vais?". Éstos contestaron: "No sabemos dónde ir". El califa les dijo: "Venid a pasar la noche con nosotros", y ordenó a Giafar: "Llévalos a tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace". Giafar ejecutó estas órdenes.

           Entró en su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en el trono, mandó entrar a los jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron marchado, volvióse hacia Giafar, y le dijo: "Tráeme las tres jóvenes, las dos perras y los tres saalik". Giafar salió en seguida, y los puso a todos entre las manos del califa. Las jóvenes se presentaron ante él cubiertas con sus velos. Y Giafar les dijo: "No se os castigará, porque sin conocernos nos habéis perdonado y favorecido. Pero ahora estáis en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa Harún Al-Raschid. De modo que tenéis que contarle la verdad".

           Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba en nombre del príncipe de los creyentes, dio un paso la mayor, y dijo: "oh emir de los creyentes, mi historia es tan prodigiosa que, si se escribiese con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 16

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que la mayor de las jóvenes se puso entre las manos del emir de los creyentes, y contó su historia del siguiente modo:

DEVENIR DE ZOBEIDA, LA PRIMERA DONCELLA

           Oh príncipe de los creyentes, sabe que me llamo Zobeida. Mi hermana, la que abrió la puerta, se llama Amina, y la más joven de todas Fahima. Las tres somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre. Estas dos perras son otras dos hermanas mías, de padre y madre. Al morir nuestro padre nos dejó cinco mil dinares, que se repartieron por igual entre nosotras. Entonces mis hermanas Amina y Fahima se separaron de mí para irse con su madre, y yo y las otras dos hermanas, estas dos perras que aquí ves, nos quedamos juntas. Soy la más joven de las tres, pero mayor que Amina y Fahima, que están entre tus manos.

           Al poco tiempo de morir nuestro padre, mis dos hermanas mayores se casaron y estuvieron algún tiempo conmigo en la misma casa. Pero sus maridos no tardaron en prepararse a un viaje comercial; cogieron los mil dinares de sus mujeres para comprar mercaderías, y se marcharon todos juntos, dejándome completamente sola. Estuvieron ausentes cuatro años, durante los cuales se arruinaron mis cuñados, y después de perder sus mercancías, desaparecieron, abandonando en país extranjero a sus mujeres. Y mis hermanas pasaron toda clase de miserias y acabaron por llegar a mi casa como unas mendigas. Al ver aquellas dos mendigas, no pude pensar que fuesen mis hermanas, y me alejé de ellas; pero entonces me hablaron, y reconociéndolas, les dije: "¿Qué os ha ocurrido? ¿Cómo os veo en tal estado?". Y respondieron: "oh hermana, las palabras ya nada remediarían, pues el cálamo corrió[26] por lo que había mandado Alah".

[26] "El cálamo corrió": equivalente de "estaba escrito".

           Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam (al baño), poniendo a cada una un traje nuevo, y les dije: "Hermanas mías, sois mayores que yo, y creo justo que ocupéis el lugar de mis padres. Y como la herencia que me tocó, igual que a vosotras, ha sido bendecida por Alah y se ha acrecentado considerablemente, comeréis sus frutos conmigo, nuestra vida será respetable y honrosa, y ya no nos separaremos". Las retuve en mi casa y en mi corazón. Y he aquí que las colmé de beneficios, y estuvieron en mi casa durante un año completo, y mis bienes eran sus bienes. Pero un día me dijeron: "Realmente, preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas". Yo les contesté: "oh hermanas, nada bueno podréis encontrar en el matrimonio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probasteis el matrimonio ya? ¿Olvidáis lo que os ha proporcionado?".

           Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consentimiento. Entonces les di el dinero para las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos a probar fortuna.

           No haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándoles cuanto yo les di y abandonándolas. De nuevo regresaron ambas desnudas en mi casa, y me pidieron mil perdones, diciéndome: "No nos regañes, hermana. Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas a todas en razón. Te prometemos no volver a pronunciar nunca la palabra casamiento". Entonces les dije: "oh hermanas mías, que la acogida en mi casa os sea hospitalaria. A nadie quiero como a vosotras". Y les di muchos besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.

           Así transcurrió otro año entero, y al terminar éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y marcharme a comerciar a Bassra (Basora). Y efectivamente, dispuse un barco y lo cargué de mercancías y géneros y de cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije a mis hermanas: "oh hermanas, ¿preferís quedaros en mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, o viajar conmigo?". Me contestaron: "Viajaremos contigo, pues no podríamos soportar tu ausencia". Entonces las llevé conmigo y partimos todas juntas.

           Pero antes de zarpar había cuidado yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad; y la otra la escondí, diciéndome: "Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil". Viajamos día y noche, pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta una mar distinta por completo a la que nos dirigíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte, que duró días. Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capitán: "¿Cuál es el nombre de esa ciudad adonde vamos?". Él contestó: "Por Alah, que no lo sé. Nunca la he visto, pues en mi vida había entrado en este mar. Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro. Ahora sólo os queda bajar a la ciudad y exponer vuestras mercancías. Y si podéis venderlas, os aconsejo que las vendáis". Una hora después volvió a acercársenos, y nos dijo: "¡Apresuraos a desembarcar, para ver en esa población las maravillas del Altísimo!".

           Entonces desembarcamos. Apenas hubimos entrado en la ciudad, nos quedamos asombradas. Todos los habitantes estaban convertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petrificación, pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las cosas de oro y de plata. Al ver aquello llegamos al límite de la admiración, y nos dijimos: "En verdad que la causa de todo esto debe ser rarísima". Y nos separamos, para recorrer cada cual a su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuanto oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.

           Yo subí a la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de oro macizo, levanté un gran cortinaje de terciopelo, y advertí que tolos los muebles y objetos eran de plata y oro. En el patio y en los aposentos, los guardias y chambelanes estaban de pie o sentados pero petrificados en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono, con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y aparecía rodeado de cincuenta mamalik con trajes de seda y en la mano los alfanjes desnudos. El trono estaba incrustado de perlas y pedrería, y cada perla brillaba como una estrella. Os aseguro que me faltó poco para volverme loca.

           Seguí andando, no obstante, y llegué a la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa todavía, pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda. En las puertas y en las ventanas pendían cortinajes de raso y terciopelo. Y vi por fin, en medio de las esclavas petrificadas, a la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por toda clase de piedras finas, ostentando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados. Y se hallaba también convertida en una estatua de piedra negra.

           Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco, cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes candelabros de oro, una tarima también de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cubierto con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que era un brillante enorme, como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que bastaba su luz para alumbrar todo el aposento. Los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé: "Cuando estos candelabros arden, alguien los ha encendido".

           Continué andando, y hube de penetrar asombrada en otros aposentos, sin hallar a ningún ser viviente. Y tanto me absorbía esto, que me olvidé de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir del palacio; pero no di con la salida, y acabé por llegar a la sala donde estaba el magnífico lecho y el brillante y los candelabros encendidos. Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de raso azul bordada de plata y de perlas, y cogí el Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, e iluminado con delicadas tintas, y me puse a leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias a Alah, y reprenderme; y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (Alah le bendiga) me tendí para conciliar el sueño, pero no pude lograrlo, porque el insomnio me tuvo despierta hasta medianoche.

           A medianoche oí una voz dulce y simpática que recitaba el Corán. Entonces me levanté y me dirigí hacia el sitio de donde provenía aquella voz. Y acabé por llegar a un aposento cuya puerta aparecía abierta. Entré con mucho cuidado, poniendo a la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino, y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lámparas de cristal que colgaban del techo, y en el centro había un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente, y allí estaba sentado un hermoso joven que leía el Corán en alta voz, acompasadamente. Me sorprendió mucho, y no acertaba a comprender cómo había podido librarse de la suerte de todos los otros. Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y él, volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, correspondió a mi saludo. Luego le dije: "Por la santa verdad de los versículos del Corán que recitas, ¡te conjuro a que contestes a mi pregunta!".

           Tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: "Cuando expliques quién eres, responderé a tus preguntas". Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias circunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: "Espera un momento". Cerró el Libro Noble, lo guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar a su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era hermoso como la luna llena; sus mejillas parecían de cristal; su cara tenía el color de los dátiles frescos, y estaba adornado de perfecciones, cual si fuese aquel de quien habla el poeta en sus estrofas: ¡El que lee en los astros contemplaba la noche! ¡Y de pronto surgió ante su mirada la esbeltez del apuesto mancebo! Y pensó: ¡Es el mismo Zohal (Saturno) que dio a este astro la negra cabellera destrenzada, semejante a un cometa! ¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh (Marte) fue el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas! ¡Hutared (Mercurio) le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha (Venus) su valor de oro! ¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Entonces, inclinándose hacia él, sonrió el astro!

           Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido antes, y en mi corazón se encendían como ascuas. Y le dije: "oh dueño y soberano mío, atiende a mi pregunta". Él me contestó: "Escucho y obedezco". Y me contó lo siguiente: "Sabe, oh mi honorable señora, que esta ciudad era de mi padre, y la habitaban todos sus parientes y súbditos. Mi padre es el rey que habrás visto en su trono, transformado en estatua de piedra. Y la reina, que también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la religión de los magos adoradores del terrible Nardún. Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.

           Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací a fines de su vida, cuando transpuso ya el umbral de la vejez. Y fui criado por él con mucho esmero, y cuando fui creciendo se me eligió para la verdadera felicidad. Había en nuestro palacio una anciana musulmana, que creía en Alah y en su Enviado; pero ocultaba sus creencias y aparentaba estar conforme con las de mis padres. Mi padre tenía en ella gran confianza, y muy generoso con ella la colmaba de su generosidad, creyendo que compartía su fe y su religión. Me confió a ella, y le dijo: "Encárgate de su cuidado; enséñale las leyes de nuestra religión del Fuego y dale una educación excelente atendiéndole en todo".

           La vieja se encargó de mí, y me enseñó la religión del Islam, desde los deberes de la purificación y de las abluciones, hasta las santas fórmulas de la plegaria. Y me enseñó y explicó el Corán en la lengua del Profeta. Cuando hubo terminado de instruirme, me dijo: "oh hijo mío, tienes que ocultar estas creencias a tu padre, profesándolas en secreto, porque si no, te mataría". Callé, en efecto; y no hacia mucho que había terminado mi instrucción, cuando falleció la santa anciana, repitiéndome su recomendación por última vez. Y seguí en secreto siendo un creyente de Alah y de su Profeta. Pero los habitantes de esta ciudad, obcecados por su rebelión y su ceguera, persistían en la incredulidad. Y un día la voz de un muezín invisible retumbó como el trueno, llegando a los oídos más distantes: "oh vosotros, los que habitáis esta ciudad, ¡renunciad a la adoración del fuego y de Nardún, y adorad al Rey Unico y Poderoso!".

           Al oír aquello se sobrecogieron todos y acudieron al palacio del rey, exclamando: "¿Qué voz aterradora es esa que hemos oído? ¡Su amenaza nos asusta!". Pero el rey les dijo: "¡No os aterréis, y seguid firmemente vuestras antiguas creencias!". Entonces sus corazones se inclinaron a las palabras de mi padre, y no dejaron de profesar la adoración del fuego. Y siguieron en su error, hasta que llegó el aniversario del día en que habían oído la voz por primera vez. La voz se hizo oír por segunda vez, y luego por tercera vez, durante tres años seguidos. Pero a pesar de ello, no cesaron en su extravío. Y una mañana, cuando apuntaba el día, la desdicha y la maldición cayeron del cielo y los convirtió en estatuas de piedra negra, corriendo la misma suerte sus caballos y sus mulos, sus camellos y sus ganados. Y de todos los habitantes fui el único que se salvó de esta desgracia. Porque era el único creyente.

           "Desde aquel día (continúo diciendo el hermoso joven) me consagro a la oración, al ayuno y a la lectura del Corán. Pero he de confesarte, oh mi honorable dama llena de perfecciones, que ya estoy cansado de esta soledad en que me encuentro, y quisiera tener junto a mí a alguien que me acompañase". Entonces le dije yo: "oh joven, dotado de cualidades, ¿por qué no vienes conmigo a la ciudad de Bagdad? Allí encontrarás sabios y venerables jeiques versados en las leyes y en la religión. En su compañía aumentarás tu ciencia y tus conocimientos de derecho divino, y yo, a pesar de mi rango, seré tu esclava y tu cosa. Poseo numerosa servidumbre, y mía es la nave que hay ahora en el puerto abarrotada de mercancías. El destino nos arrojó a estas costas para que conociésemos la población y ocasionarnos la presente aventura. La suerte, pues, quiso reunirnos". No dejé de instarle a marchar conmigo, hasta que aceptó mi ruego... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 17

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que la joven Zobeida no dejó de instar al mancebo, y de inspirarle el deseo de seguirla, hasta que éste consintió. Y ambos no cesaron de conversar, hasta que el sueño cayó sobre ellos. Y que la joven Zobeida se acostó entonces y durmió a los pies del príncipe, llena de alegría y una felicidad inmensas.

           En efecto, Zobeida prosiguió su relato ante el califa Harún Al-Raschid, Gaifar y los tres saalik: Cuando brilló la mañana nos levantamos, y fuimos a revisar los tesoros, cogiendo los de menos peso, que podían llevarse más fácilmente y tenían más valor. Salimos de la ciudadela y descendimos hacia la ciudad, donde encontramos al capitán y a mis esclavos, que me buscaban desde el día antes. Y se regocijaron mucho al verme, preguntándome el motivo de mi ausencia. Entonces les conté lo que había visto, la historia del joven, y la causa de la metamorfosis de los habitantes de la ciudad, con todos sus detalles. Y mi relato los sorprendió mucho. En cuanto a mis hermanas, apenas me vieron en compañía de aquel joven tan hermoso, envidiaron mi suerte, y llenas de celos, maquinaron secretamente la perfidia contra mí.

           Regresamos al barco, y yo era muy feliz, pues mi dicha la aumentaba el cariño del príncipe. Esperamos a que nos fuera propicio el viento, desplegamos las velas y partimos. Y mis hermanas me dijeron un día: "oh hermana, ¿qué te propones con tu amor por ese joven tan hermoso?". Yo les contesté: "Mi propósito es que nos casemos". Y acercándome a él le declaré: "oh dueño mío, mi deseo es convertirme en cosa tuya. Te ruego que no me rechaces". Él me respondió: "Escucho y obedezco". Al oírlo, me volví hacia mis hermanas y les dije: "No quiero más bienes que a este hombre. Desde ahora todas mis riquezas pasan a ser de vuestra propiedad". Y me contestaron: "Tu voluntad es nuestro gusto". Pero se reservaban la traición y el daño.

           Continuamos bogando con viento favorable, y salimos del mar del Terror, entrando en el de la Seguridad. Aun navegamos por él algunos días, hasta llegar cerca de la ciudad de Bassra (Basora), cuyos edificios se divisaban a lo lejos. Pero nos sorprendió la noche, hubimos de parar la nave y no tardamos en dormirnos.

           Durante nuestro sueño se levantaron mis hermanas, y cogiéndonos a mí y al joven, nos echaron al agua. Y el mancebo, como no sabía nadar, se ahogó, pues estaba escrito por Alah que figuraría en el número de los mártires. En cuanto a mí, estaba escrito que me salvaría, pues en cuanto caí al agua, Alah me benefició con un madero, en el cual cabalgué, y con el cual me arrastró el oleaje hasta la playa de una isla próxima. Puse a secar mis vestiduras, pasé allí la noche, y no bien amaneció, eché a andar en busca de un camino. Y encontré un camino en el cual había huellas de pasos de seres humanos, hijos de Adán. Este camino comenzaba en la playa y se internaba en la isla. Entonces, después de ponerme los vestidos ya secos, lo seguí hasta llegar a la orilla opuesta, desde la que se veía en lontananza la ciudad de Bassra. Y de pronto advertí una culebra que corría hacia mí, y en pos de ella otra serpiente gorda y grande que quería matarla. Estaba la culebra tan rendida, que la lengua le colgaba fuera de la boca. Compadecida de ella, tiré una piedra enorme a la cabeza de la serpiente, y la dejé sin vida. Mas de improviso, la culebra desplegó dos alas, y volando, desapareció por los aires. Y yo llegué al límite del asombro.

           Pero como estaba muy cansada, me tendí en aquel mismo sitio, y dormí aproximadamente una hora. Y he aquí que al despertar vi sentada a mis plantas a una negra joven y hermosa, que me estaba acariciando los pies. Entonces, llena de vergüenza, hube de apartarlos en seguida, pues ignoraba lo que la negra pretendía de mí. Yo le pregunté: "¿Quién eres y qué quieres?". Y la negra me contestó: "Me he apresurado a venir a tu lado, porque me has hecho un gran favor matando a mi enemigo. Soy la culebra a quien libraste de la serpiente. Yo soy una efrita. Aquella serpiente era un efrit enemigo mío, que deseaba violarme y matarme. Y tú me has librado de sus manos. Por eso, en cuanto estuve libre, volé con el viento y me dirigí hacia la nave de la cual te arrojaron tus hermanas. Las he encantado en forma de perras negras, y te las he traído".

           Entonces vi las dos perras atadas a un árbol detrás de mí. Luego, la efrita prosiguió: "En seguida llevé a tu casa de Bagdad todas las riquezas que había en la nave, y después que las hube dejado, eché la nave a pique. En cuanto al joven que se ahogó, nada puedo hacer contra la muerte, porque Alah es el único Resucitador".

           Dicho esto, me cogió en brazos, desató a mis hermanas, las cogió también, y volando nos transportó a las tres, sanas y salvas, a la azotea de mi casa de Bagdad, o sea aquí mismo. Encontré perfectamente instaladas todas las riquezas y todas las cosas que había en la nave. Y nada se había perdido ni estropeado. Después me dijo la efrita: "Por la inscripción santa del sello de Soleimán, te conjuro a que todos los días pegues a cada perra trescientos latigazos. Y si un solo día se te olvida cumplir esta orden, te convertiré también en perra". Yo tuve que contestarle: "Escucho y obedezco". Y desde entonces, oh príncipe de los creyentes, las empecé a azotar, para besarlas después llena de dolor por tener que castigarlas. ¡Y tal es mi historia! Pero he aquí, oh príncipe de los creyentes, que mi hermana Amina te va a contar la suya, que es aún más sorprendente que la mía.

           Ante este relato, el califa Harún Al-Raschid llegó hasta el límite más extremo del asombro. Pero quiso satisfacer del todo su curiosidad, y por eso se volvió hacia Amina, que era quien le había abierto la puerta la noche anterior, y le dijo: "Sepamos, oh lindísima joven, cuál es la causa de esos golpes con que lastimaron tu cuerpo".

DEVENIR DE AMINA, LA SEGUNDA DONCELLA

           Al oír estas palabras del califa, la joven Amina avanzó un paso, y llena de timidez ante las miradas impacientes, dijo así: oh emir de los creyentes, no te repetiré las palabras de Zobeida acerca de nuestros padres. Sabe, pues, que cuando nuestro padre murió, yo y Fahima, la hermana más pequeña de las cinco, nos fuimos a vivir solas con nuestra madre, mientras mi hermana Zobeida y las otras dos marcharon con la suya. Poco después mi madre me casó con un anciano, que era el más rico de la ciudad y de su tiempo. Al año siguiente murió en la paz de Alah mi viejo esposo, dejándome como parte legal de herencia, según ordena nuestro código oficial, ochenta mil dinares en oro.

           Me apresuré a comprarme con ellos diez magníficos vestidos, cada uno de mil dinares. Y no hube de carecer absolutamente de nada. Un día entre los días, hallándome cómodamente sentada, vino a visitarme una vieja. Nunca la había visto. Esta vieja era horrible: su cara era más fea que el trasero de un viejo; tenía la nariz aplastada, peladas las cejas, los dientes rotos, el pescuezo torcido, y le goteaba la nariz. Bien la describió el poeta: ¡Vieja de mal agüero! ¡Si la viese Eblis le enseñaría todos los fraudes sin tener que hablar, pues bastaría con el silencio únicamente! ¡Podría desenredar a mil mulos que se hubieran enredado en una telaraña, y no rompería la tela! ¡Sabe echar sortilegios y cometer todos los horrores: le ha hecho cosquillas en el ano a una niña; cohabitó con una adolescente; ha fornicado con una mujer madura, y excitó hasta lo increíble a una anciana!

           La vieja me saludó y me dijo: "oh señora llena de gracias y cualidades, tengo en mi casa a una joven huérfana que se casa esta noche. Y vengo a rogarte (Alah otorgará la recompensa a tu bondad) que te dignes honrarnos asistiendo a la boda de esta pobre doncella tan afligida y tan humilde, que no conoce a nadie en esta ciudad y sólo cuenta con la protección del Altísimo". Después la vieja se echó a llorar, y comenzó a besarme los pies. Yo, que no conocía su perfidia, sentí lástima de ella, y le dije: "Escucho y obedezco". Entonces dijo él: "Ahora me ausento, con tu venia, y entretanto vístete, pues al anochecer volveré a buscarte". Y besándome la mano, se marchó.

           Fui entonces al hammam (al baño) y me perfumé; después elegí el más hermoso de mis diez trajes nuevos, me adorné con mi hermoso collar de perlas, mis brazaletes, mis ajorcas y todas mis joyas, y me puse un gran velo azul de seda y oro, el cinturón de brocado y el velillo para la cara, luego de prolongarme los ojos con kohl. Y he aquí que volvió la vieja y me dijo: "oh señora mía, ya está la casa llena de damas, parientes del esposo, que son las más linajudas de la ciudad. Les avisé de tu segura llegada, se alegraron mucho, y te esperan con impaciencia".

           Llevé conmigo algunas de mis esclavas, y salimos todas, andando hasta llegar a una calle ancha y bien regada, en la que soplaba fresca brisa. Vimos un gran pórtico de mármol con una cúpula monumental de mármol y sostenida por arcadas. Y desde aquel pórtico vimos el interior de un palacio tan alto, que parecía tocar las nubes. Penetramos, y llegados a la puerta, la vieja llamó y nos abrieron. A la entrada encontramos un corredor revestido de tapices y colgantes. Colgaban del artesonado lámparas de colores encendidas, y en las paredes había candelabros encendidos también y objetos de oro y plata, joyas y armas de metales preciosos. Atravesamos este corredor, y llegamos a una sala tan maravillosa, que sería inútil describirla.

           En medio de la sala, que estaba tapizada con sedas, aparecía un lecho de mármol incrustado de perlas y cubierto con un mosquitero de raso. Entonces vimos salir del lecho una joven, tan bella como la luna. Y me dijo: "¡Marhaba, ahlan, ua sahlan! Oh hermana mía, nos haces el mayor honor humano, ¡anastina![27] ¡Eres nuestro dulce consuelo, nuestro orgullo!". Y para honrarme, recitó estos versos del poeta: ¡Si las piedras de la casa hubiesen sabido la visita del huésped tan encantador, se habrían alegrado en extremo, inclinándose ante la huella de tus pasos para anunciarse la buena nueva! ¡Y exclamarían en su lengua: "¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Honor a las personas adornadas de grandeza y de generosidad!".

[27] Marhaba, ahlan, ua sahlan y anastina: saludos de bienvenida, que podrían venir a significar "que nuestra acogida te sea cordial y amistosa".

           Luego se sentó, y me dijo: "oh hermana mía, he de anunciarte que tengo un hermano que te vio cierto día en una boda. Este joven es muy gentil y mucho más hermoso que yo. Y desde aquella noche te ama con todos los impulsos de un corazón enamorado y ardiente. Él es quien ha dado dinero a la vieja para que fuese a tu casa y te trajese aquí con el pretexto que ha inventado. Y ha hecho todo esto para encontrarte en mi casa, pues mi hermano no tiene otro deseo que casarse contigo este año bendecido por Alah y por su Enviado. No debe avergonzarse de estas cosas, porque son lícitas".

           Cuando oí tales palabras, y me vi conocida y estimada en aquella mansión, le dije a la joven: "Escucho y obedezco". Entonces, mostrando una gran alegría, dio varias palmadas. Y a esta señal, se abrió una puerta y entró un joven como la luna, según dijo el poeta: ¡Ha llegado a tal grado de hermosura, que se ha convertido en obra verdaderamente digna del Creador! ¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla! ¡Ha llegado a la misma perfección de la belleza! ¡No te asombres si enloquece de amor a todos los humanos! ¡Su hermosura resplandece a la vista, por estar inscripta en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más bello que él!

           Al verle, se predispuso mi corazón en favor suyo. Entonces el joven avanzó y fue a sentarse junto a su hermana, y en seguida entró el kadí con cuatro testigos, que saludaron y se sentaron. Después el kadí escribió mi contrato de matrimonio con aquel joven, los testigos estamparon sus sellos y se fueron todos. Entonces el joven se me acercó, y me dijo: "¡Sea nuestra noche bendita!". Y luego añadió: "oh señora mía, quisiera imponerte una condición". Yo le contesté: "Habla, dueño mío. ¿Qué condición es esa?". Entonces se incorporó, trajo el Libro Sagrado y me dijo: "Vas a jurar por el Corán que nunca elegirás a otro más que a mí, ni sentirás inclinación hacia otro". Yo juré observar la condición aquella. Al oírme mostróse muy contento, me echó al cuello los brazos, y sentí que su amor me penetraba en las entrañas y hasta el fondo de mi corazón. En seguida los esclavos pusieron la mesa, y comimos y bebimos hasta la saciedad. Y llegada la noche, me cogió y se tendió conmigo en el lecho. Pasamos entrelazados la noche, uno en brazos de otro, hasta que fue de día.

           Vivimos juntos durante un mes, en la alegría y en la felicidad. Al concluir este mes, pedí permiso a mi marido para ir al zoco y comprar algunas telas. Me concedió este permiso. Entonces me vestí y llevé conmigo a la vieja, que se había quedado en la casa, y nos fuimos al zoco. Me paré a la puerta de un joven mercader de sedas que la vieja me recomendó mucho por la buena calidad de sus géneros y a quien conocía de muy antiguo. Y añadió: "Es un muchacho que heredó mucho dinero y riquezas al morir su padre". Después, volviéndose hacia el mercader, le dijo: "Saca lo mejor y más caro que tengas en tejidos, que son para esta hermosa dama". Y dijo él: "Escucho y obedezco". Y la vieja, mientras el mercader desplegaba las telas seguía elogiándolo y haciéndome observar sus cualidades. Yo le dije: "Nada me importan sus cualidades ni los elogios que le diriges, pues no hemos venido más que a comprar lo que necesito, para volvernos luego a casa".

           Cuando hubimos escogido la tela, ofrecimos al mercader el dinero de su importe. Pero éste se negó a coger el dinero y nos dijo: "Hoy no os cobraré dinero alguno; eso es un regalo por el placer y por el honor que recibo al veros en mi tienda". Entonces le dije a la vieja: "Si no quiere aceptar el dinero, devuélvele la tela". Y él exclamó: "Por Alah, que no quiero tomar nada de vosotras. Todo eso os lo regalo. En cambio, oh hermosa joven, concédeme un beso, sólo un beso. Porque yo doy más valor a ese beso que a todas las mercancías de mi tienda". La vieja le dijo, riéndose: "oh guapo mozo, locura es considerar un beso como cosa tan inestimable". Y a mí me dijo: "oh hija mía, ¿has oído lo que dice este joven mercader? No tengas cuidado, que nada malo ha de pasar porque te dé un beso únicamente, y en cambio, podrás escoger y tomar lo que más te plazca de todas estas telas preciosas". Entonces contesté: "¿No sabes que estoy ligada por un juramento?". La vieja replicó: "Déjale que te bese, que con que tú no hables ni te muevas, nada tendrás que echarte en cara. Y además, recogerás el dinero, que es tuyo, y la tela también". Y tanto siguió encareciéndolo la vieja, que tuve de consentir. Para ello, me tapé los ojos y extendí el velo, a fin de que no vieran nada los transeúntes. Entonces el mercader ocultó la cabeza debajo de mi velo, acercó sus labios a mi mejilla y me besó. Pero a la vez me mordió tan bárbaramente, que me rasgó la carne. Y me desmayé de dolor y de emoción.

           Cuando volví en mí, me encontré echada en las rodillas de la vieja, que parecía muy afligida. En cuanto a la tienda, estaba cerrada y el joven mercader había desaparecido. Entonces la vieja me dijo: "Alah sea loado, por librarnos de mayor desdicha". Y añadió: "Ahora tenemos que volver a casa. Tú fingirás estar indispuesta, y yo te traeré un remedio que te curará la mordedura inmediatamente". Entonces me levanté, y sin poder dominar mis pensamientos y mi terror por las consecuencias, eché a andar hacia mi casa y mi espanto iba creciendo según nos acercábamos. Al llegar entré en mi aposento, y me fingí enferma.

           A poco entró mi marido y me preguntó muy preocupado: "oh dueña mía, ¿qué desgracia te ocurrió cuando saliste?". Yo le contesté: "Nada. Estoy bien". Él me miró con atención, y dijo: "¿Pero qué herida es esa que tienes en la mejilla, precisamente en el sitio más fino y suave?". Yo le dije entonces: "Cuando salí hoy con tu permiso a comprar esas telas, un camello, cargado de leña, ha tropezado conmigo en una calle llena de gente, me ha roto el velo y me ha desgarrado la mejilla, según ves. ¡Oh, qué calles tan estrechas las de Bagdad!". Entonces mi marido se llenó de ira, y dijo: "¡Mañana mismo iré a ver al gobernador, para reclamar contra los camelleros y leñadores, y el gobernador los mandará ahorcar a todos!". Al oírle, repliqué compasiva: "Por Alah sobre ti, que no te cargues con pecados ajenos. Además, yo he tenido la culpa, por haber montado en un borrico que empezó a galopar y cocear. Caí al suelo, y por desgracia había allí un pedazo de madera que me ha desollado la cara haciéndome esta herida en la mejilla".

           Entonces exclamó él: "¡Mañana iré a ver a Giafar Al-Barmaki, y le contaré esta historia, para que maten a todos los arrieros de la ciudad". Yo le repuse: "¿Pero vas a matar a todo el mundo por causa mía? Sabes que esto ha ocurrido sencillamente por voluntad de Alah, y por el destino, a quien gobierna". Al oírme, mi esposo no pudo contener su furia y gritó: "oh pérfida, ¡basta de mentiras! ¡Vas a sufrir el castigo de tu crimen!". Y me trató con las palabras más duras, y a una llamada suya se abrió la puerta y entraron siete negros terribles, que me sacaron de la cama y me tendieron en el centro del patio. Entonces mi esposo mandó a uno de estos negros que me sujetara por los hombros y se sentara sobre mí, y a otro negro que se apoyase en mis rodillas para sujetarme las piernas. En seguida avanzó un tercer negro con una espada en la mano, que dijo: "oh mi señor, la asestaré un golpe que la partirá en dos mitades". A lo que otro negro añadió: "Y cada uno de nosotros cortará un buen pedazo de carne y se lo echará a los peces del Dejla (del Tigris), pues así debe castigarse a quien hace traición al juramento y al cariño". Y en apoyo de lo que decía, recitó estos versos: ¡Si supiese que otro participa del cariño de la que amo, mi alma se rebelaría hasta arrancar de ella tal amor de perdición! Y le diría a mi alma: ¡Mejor será que sucumbamos nobles! ¡Porque no alcanzará la dicha el que ponga su amor en un pecho enemigo!

           Entonces mi esposo dijo al negro que empuñaba la espada: "oh valiente Saad, ¡hiere a esa pérfida!". Saad levantó el acero, y mi esposo me dijo: "Ahora di en alta voz tu acto de fe, y recuerda las cosas y trajes que te pertenecen, para que hagas testamento. Porque ha llegado el fin de tu vida". Yo le dije: "oh servidor de Alah, dame más tiempo que el necesario para hacer mi acto de fe y mi testamento". Después levanté al cielo la mirada, la volví a bajar y reflexioné acerca del estado mísero e ignominioso en que me veía, arrasándome en lágrimas los ojos, y recitando llorando estas estrofas: ¡Encendiste en mis entrañas la pasión para enfriarte después! ¡Hiciste que mis ojos velaran largas noches para dormirte luego! ¡Pero yo te reservé un sitio entre mi corazón y mis ojos! ¿Cómo te ha de olvidar mi corazón, ni han de cesar de llorarte mis ojos? ¡Me habías jurado una constancia sin límite, y apenas tuviste mi corazón, me dejaste! ¡Y ahora no quieres tener piedad de ese corazón ni compadecerte de mi tristeza! ¿Es que no naciste más que para ser causa de mi desdicha y de la de toda mi juventud? ¡Oh amigos míos! os conjuro por Alah para que cuando yo muera escribáis en la losa de mi tumba: "¡Aquí yace un gran culpable! ¡Uno que amó!". ¡Y el afligido caminante que conozca los sufrimientos del amor dirigirá a mi tumba una mirada compasiva!

           Terminados los versos, seguía llorando, y al oírme y ver mis lágrimas, mi esposo se excitó y enfureció más todavía, y dijo estas estrofas: ¡Si así dejé a la que mi corazón amaba, no ha sido por hastío ni cansancio! ¡Ha cometido una falta que merece el abandono! ¡Ha querido asociar a otro a nuestra ventura, cuando ni mi corazón, ni mi razón, ni mis sentidos pueden tolerar sociedad semejante! Cuando acabó sus versos yo lloraba aún, con la intención de conmoverle, y dije para mí: "Me tornaré sumisa y humilde, y acaso me indulte de la muerte, aunque se apodere de todas mis riquezas". Con esta esperanza le dirigí mis súplicas, recitando con gentileza estas estrofas: ¡En verdad te juro que si quisieres ser justo, no mandarías que me matasen! ¡Pero es sabido que el que ha juzgado inevitable la separación nunca supo ser justo! ¡Me cargaste con todo el peso de las consecuencias del amor, cuando mis hombros apenas podían soportar el peso de la túnica más fina o algún otro todavía más ligero! ¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura, siga deseándote!

           Terminados los versos, mis sollozos continuaban. Entonces él me miró, me rechazó con ademán violento, me llenó de injurias y me recitó estos otros: ¡Atendiste a un cariño que no era el mío, y me has hecho sentir todo tu abandono! ¡Pero yo te abandonaré, como tú me has abandonado, desdeñando mi deseo! ¡Y tendré contigo la misma consideración que conmigo tuviste! ¡Y me apasionaré por otra, ya que a otro te inclinaste! ¡Y de la ruptura eterna entre nosotros, no tendré yo la culpa, sino tú solamente! Y al concluir estos versos, dijo al negro: "¡Córtala en dos mitades! ¡Ya no es nada mío!".

           Cuando el negro dio un paso hacia mí, desesperé de salvarme, y viendo segura ya mi muerte, me confié a Alah Todopoderoso. En aquel momento vi entrar a la vieja, que se arrojó a los pies del joven, se puso a besarlos, y le dijo: "oh hijo mío, como nodriza tuya te conjuro, por los cuidados que tuve contigo, a que perdones a esa criatura, pues no cometió falta que merezca tal castigo. Además, eres joven todavía, y temo que sus maldiciones caigan sobre ti". Y luego rompió a llorar, y continuó en sus súplicas para convencerle, hasta que él dijo: "¡Basta! Gracias a ti no la mato; pero la he de señalar de tal modo, que conserve las huellas todo el resto de su vida".

           Entonces ordenó algo a los negros, e inmediatamente me quitaron la ropa, dejándome toda desnuda. Y él con una rama de membrillo me fustigó toda entera, con preferencia por el pecho, la espalda y las caderas. Me fustigó tan recia y furiosamente, que hube de desmayarme, perdida ya toda esperanza de sobrevivir a tales golpes. Entonces cesó de pegarme y se fue, dejándome tendida en el suelo y mandando a los esclavos que me abandonasen en aquel estado hasta la noche, para transportarme después a mi antigua casa, a favor de la oscuridad. Los esclavos lo hicieron así, llevándome a mi antigua casa, como les había ordenado su amo. Al volver en mí, estuve mucho tiempo sin poder moverme; a causa de la paliza; luego me aplicaron varios medicamentos, y poco a poco acabé por curar. Pero las cicatrices de los golpes no se borraron de mis miembros ni de mis carnes, como azotadas por correas y látigos. ¡Todos habéis visto sus huellas!

           Cuando hube curado, después de cuatro meses de tratamiento, quise ver el palacio en que fui víctima de tanta violencia; pero se hallaba completamente derruído, lo mismo que la calle donde estuvo, desde uno hasta el otro extremo. Y en lugar de todas aquellas maravillas no había más que montones de basura acumulados por las barreduras de la ciudad. Y a pesar de todas mis tentativas, no conseguí noticias de mi esposo.

           Regresé al lado de Fahima, que seguía soltera, y ambas fuimos a visitar a Zobeida, nuestra hermanastra, que te ha contado su historia y la de sus hermanas convertidas en perras. Y ella me contó su historia y yo le conté la mía, después de los acostumbrados saludos. Y mi hermana Zobeida me dijo: "oh hermana mía, nadie está libre de las desgracias de la suerte. Pero gracias a Alah, ambas vivimos aún. ¡Permanezcamos juntas desde ahora! Y sobre todo, ¡que no se pronuncie siquiera la palabra matrimonio! Nuestra hermana Fahima vive con nosotras. Ella tiene el cargo de proveedora, y baja al zoco todos los días para comprar cuanto necesitamos; yo tengo la misión de abrir la puerta a los que llaman y de recibir a nuestros convidados, y Zobeida, nuestra hermana mayor, corre con el peso de la casa. Y así hemos vivido muy a gusto, sin hombres, hasta que Fahima nos trajo el mandadero cargado con una gran cantidad de cosas, y le invitamos a descansar en casa un momento.

           Entonces entraron los tres saalik, que nos contaron sus historias, y en seguida vosotros, vestidos de mercaderes. Ya sabes, pues, lo que ocurrió y cómo nos han traído a tu poder, oh príncipe de los creyentes. ¡Esta es mi historia! Entonces el califa quedó profundamente maravillado y... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 18

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el califa Harún Al-Raschid quedó maravilladísimo al oír las historias de las dos jóvenes Zobeida y Amina, que estaban ante él con su hermana Fahima, las dos perras y los tres saalik, y dispuso que ambas historias, así como las de los tres saalik, fuesen escritas por los escribas de palacio con buena y esmerada letra, para conservar los manuscritos en sus archivos.

           Tras lo cual, dijo a la joven Zobeida: "Y después, oh mi noble señora, ¿no has vuelto a saber nada de la efrita que encantó a tus hermanas bajo la forma de estas dos perras?". Zobeida repuso: "Podría saberlo, oh emir de los creyentes, pues me entregó un mechón de sus cabellos, y me dijo: Cuando me necesites, quema un cabello de éstos y me presentaré, por muy lejos que me halle, aunque estuviese detrás del Caucaso". Entonces el califa le dijo: "¡Dame uno de esos cabellos!". Y Zobeida le entregó el mechón, que el califa cogió y quemó.

           Apenas hubo de notarse el olor a pelo chamuscado, se estremeció todo el palacio con una violenta sacudida, y la efrita surgió de pronto en forma de mujer ricamente vestida. Y como era musulmana, no dejó de decir al califa: "La paz sea contigo, oh Vicario de Alah". Y el califa contestó: "Y desciendan sobre ti la paz, la misericordia de Alah y sus bendiciones".

           Ella le dijo: "Sabe, oh príncipe de los creyentes, que esta joven, que me ha llamado por deseo tuyo, me hizo un gran favor, y la semilla que en mí sembró siempre germinará, porque jamás he de agradecerle bastante los beneficios que le debo. A sus hermanas las convertí en perras, y no las maté para no ocasionarle a ella mayor sentimiento. Ahora, si tú, oh príncipe de los creyentes, deseas que las desencante, lo haré por consideración a ambos, pues no has de olvidar que soy musulmana". Entonces el califa le dijo: "En verdad que deseo las liberes, y luego estudiaremos el caso de la joven azotada, y si compruebo la certeza de su narración, tomaré su defensa y la vengaré de quien la ha castigado con tanta injusticia". A lo que la efrita dijo: "oh emir de los creyentes, dentro de un instante te indicaré quién trató así a la joven Amina, quedándose con sus riquezas. Pero sabe que es el más cercano a ti entre los humanos".Y la efrita cogió una vasija de agua, e hizo sobre ella sus conjuros, rociando después a las dos perras y diciéndoles: "¡Recobrad inmediatamente vuestra primitiva forma humana!". Al momento se transformaron las dos perras en dos jóvenes tan hermosas, que honraban a quien las creó.

           La efrita, volviéndose hacia el califa, le dijo: "El autor de los malos tratos contra la joven Amina es tu propio hijo El-Amín". Y le refirió la historia, en cuya veracidad creyó el califa por venir de labios de una segunda persona, no humana, sino efrita. Y el califa se quedó muy asombrado, pero dijo: "¡Loor a Alah. porque intervine en el desencanto de las dos perras!". Después mandó llamar a su hijo El-Amín, le pidió explicaciones, y El-Amín respondió con la verdad. Y entonces el califa ordenó que se reuniesen los kadíes y testigos en la misma sala en donde estaban los tres saalik, hijos de reyes, y las tres jóvenes, con sus dos hermanas desencantadas recientemente.

           Y con auxilio de kadíes y testigos, casó de nuevo a su hijo El-Amín con la joven Amina; a Zobeida con el primer saalik, hijo de rey; a las otras dos jóvenes con los otros dos saalik, hijos de reyes; y por último mandó extender su propio contrato con la más joven de las cinco hermanas, la virgen Fahima, la proveedora agradable y dulce. Y mandó edificar un palacio para cada pareja, enriqueciéndoles para que pudiesen vivir felices. Y en cuanto anocheció fue a tenderse entre los brazos de la joven Fahima, con la cual hubo de pasar una noche de las más gratas. "Pero (dijo Schehrazada dirigiéndose al rey Schahriar), no creas, oh rey afortunado, que esta historia sea más prodigiosa que la que ahora sigue":

CUENTO DE LAS TRES MANZANAS Y EL NEGRO RIHAN

           Schehrazada dijo: Una noche entre las noches, el califa Harún Al-Raschid dijo a Giafar Al-Barmaki: "Quiero que recorramos la ciudad para enterarnos de lo que hacen los gobernadores y walíes. Estoy resuelto a destituir a aquellos de quienes me den quejas". Y Giafar respondió: "Escucho y obedezco". Y el califa, y Giafar, y Massrur el porta-alfanje salieron disfrazados por las calles de Bagdad; y he aquí que en una calleja vieron a un anciano decrépito que en la cabeza llevaba una canasta y una red de pescar, y en la mano un palo; y andaba pausadamente.

           Me dijeron: "Por tu ciencia, oh sabio, que eres entre los humanos como la luna en la noche". Yo les contesté: "Os ruego que no habléis de ese modo, pues no hay más ciencia que la del destino. Porque yo, con toda mi ciencia, mis manuscritos, mis libros y mi tintero, no puedo desviar la fuerza del destino ni un solo día. Y los que apostasen por mí, perderían su apuesta. Nada, en efecto, hay más desolador que el pobre, el estado del pobre y el pan y la vida del pobre. ¡En verano se le agotan las fuerzas, y en invierno no dispone de abrigo! Si se para, le acosarán los perros para que se aleje. ¡Cuán mísero es! Ved cómo para él son todas las ofensas y todas las burlas. ¿Quién es más desdichado? Y si no clama ante los hombres, si no pregona su miseria, ¿quién lo compadecerá? ¡Oh! Si tal es la vida del pobre, ¿no ha de preferir la tumba?".

           Al oír estos versos tan tristes, el califa dijo a Giafar: "Los versos y el aspecto de este pobre hombre indican una gran miseria". Después, se aproximó al viejo y le dijo: "oh jeique, ¿cuál es tu oficio?". Él respondió: "oh señor mío, soy pescador ¡y muy pobre! Desde el mediodía estoy fuera de casa trabajando, y Alah no me concedió aún el pan que ha de alimentar a mis hijos. Estoy, pues, cansado de mi persona y de la vida, y no anhelo más que morir". Entonces el califa le dijo: "¿Quieres venir con nosotros hasta el río, y echar la red en mi nombre, para ver qué tal suerte tengo? Lo que saques del agua te lo compraré y te daré por ello cien dinares". Y el viejo se regocijó al oírle, y contestó: "Acepto cuanto acabas de ofrecerme y lo pongo sobre mi cabeza".

           El pescador volvió con ellos hacia el Tigris, y arrojando la red, quedó en acecho; después tiró de la cuerda de la red, y la red salió. El viejo pescador encontró en la red un cajón que estaba cerrado y que pesaba mucho. Intentó levantarlo el califa y lo encontró muy pesado. Pero se apresuró a entregar los cien dinares al pescador, que se alejó muy contento.

           Entre Giafar y Massrur cargaron con el cajón y lo llevaron al palacio. Y el califa dispuso que se encendiesen las antorchas, y Giafar y Massrur se abalanzaron sobre el cajón y lo rompieron. Y dentro de él hallaron una enorme banasta de hojas de palmera cosida con lana roja. Cortaron el cosido, y en la banasta había un tapiz; apartaron el tapiz y encontraron debajo un gran velo blanco de mujer; levantaron el velo y apareció, blanca como la plata virgen, una joven muerta y despedazada.

           Ante aquel espectáculo, las lágrimas corrieron por las mejillas del califa, y después, muy enfurecido, encarándose con Giafar, exclamó: "oh perro visir, ya ves cómo, durante mi reinado, se asesina a las gentes y se arroja a las víctimas al agua. ¡Su sangre caerá sobre mí el día del juicio, y pesará eternamente en mi conciencia! Por Alah, que he de usar de represalias con el asesino, y no descansaré hasta que lo mate. En cuanto a ti, juro por la verdad de mi descendencia directa de los califas Bani-Abbas, que si no me presentas al matador de esta mujer, a la que quiero vengar, mandaré que te crucifiquen a la puerta de mi palacio, en compañía de cuarenta de tus primos los Baramka" (los Barmecidas, noble familia árabe). En cuanto vio al califa lleno de cólera, Giafar dijo: "Concédeme para ello no más que un plazo de tres días". Y el califa le respondió: "Te lo otorgo".

           Giafar salió del palacio muy afligido y anduvo por la ciudad, pensando: "¿Cómo voy a saber quién ha matado a esa joven, ni dónde he de buscarlo para presentárselo al califa? Si le llevase a otro que pereciese en vez del asesino, esta mala acción pesaría sobre mi conciencia. Por lo tanto no sé qué hacer". Llegó a su casa, y allí estuvo desesperado los tres días del plazo. Al cuarto día el califa le mandó llamar, y cuando se presentó entre sus manos, el califa le dijo: "¿Dónde está el asesino de la joven?". Giafar respondió: "No poseo la ciencia de adivinar lo invisible y lo oculto, para que pueda conocer en medio de una gran ciudad al asesino".

           El califa se enfureció mucho, y ordenó que crucificasen a Giafar a la puerta de palacio, encargando a los pregoneros que lo anunciasen por la ciudad y sus alrededores de esta manera: "Quién desee asistir a la crucifixión de Giafar Al-Barmaki, visir del califato, y a la, crucifixión de cuarenta Baramka, parientes suyos, vengan a la puerta de palacio para presenciarlo". Y todos los habitantes de Bagdad afluían por las calles para presenciar la crucifixión de Giafar y sus primos, sin que nadie supiese la causa; y todo el mundo se condolía y se lamentaba de aquel castigo, pues el visir y los Baramka eran muy apreciados por su generosidad y sus buenas obras.

           Cuando se hubo levantado el patíbulo, llevaron al pie de él a los sentenciados y se aguardó la venia del califa para la ejecución. De pronto, mientras lloraba la gente, un apuesto y bien portado joven hendió con rapidez la muchedumbre, y llegando entre las manos de Giafar, le dijo: "¡Que te liberten, oh dueño y señor de los señores más altos, y asilo de los menesterosos! Yo fui quien asesinó a la joven despedazada y la metí en la caja que pescasteis en el Tigris. ¡Mátame, pues, a mí, y usa las represalias conmigo!".

           Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadecióse del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y al joven, les saludó, y les dijo: "oh visir, no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mi sólo tienes que vengarla". Pero el joven repuso: "oh visir, este viejo jeique no sabe lo que dice. Te repito que soy yo quien la mató, debiendo ser, por lo tanto, el único a quien se castigue".

           Entonces el jeique exclamó: "oh hijo mío, todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo. Y conmigo se debe usar de represalias". Entonces Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: "oh emir de los creyentes, aquí tienes al asesino de la joven". El califa preguntó: "¿Dónde está?". Giafar dijo: "Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él". Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: "¿Cuál de vosotros dos ha matado a la joven?". El mancebo respondió: "¡Fui yo!". Y el jeique dijo: "¡No, fui yo solo!".

           El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: "Llévate a los dos, y crucifícalos". Pero Giafar hubo de replicarle: "Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia". Y entonces el joven exclamó: "¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesinó a la joven! Oid las pruebas". Y describió el hallazgo, conocido sólo por el califa, Giafar y Massrur. Con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite del asombro, le dijo: "¿Por qué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?".

           Entonces dijo el mancebo: Sabe, oh príncipe de los creyentes, que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarle nada reprensible. Pero a principios de este mes cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos más sabios, que no tardaron en curarla con ayuda de Alah. Y como desde el comienzo de su enfermedad no me había acostado con ella, y lo deseaba en aquel instante, quise que primero se diera un baño. Pero ella dijo: "Antes de entrar en el hammam (el baño), desearía satisfacer un antojo". Le pregunté qué antojo era ese, y ella me contestó: "Tengo ganas de una manzana, para olerla y darle un bocado".

           Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mi mujer y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Él me dijo: "oh hijo mío, es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte como no sea en Bassra (Basora), en el huerto del comendador de los creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas, pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa".

           Entonces volví junto a mi esposa contándoselo todo. Por el amor que le profesaba me moví a preparar el viaje. Empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra y regresar, favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares. Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dio muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente, y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento. Pero gracias a Alah, recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender. Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la puerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana. Y le dije: "eh, buen amigo, ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?". El negro se echó a reír, y me contestó: "Me la ha regalado mi amante. Porque fui a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la encontré enferma, con tres manzanas a su lado. Al interrogarla, me dijo: Figúrate, oh querido mío, que el pobre cornudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro. Y en seguida me dio esta que llevo en la mano".

           Al oír tales palabras del negro, oh príncipe de los creyentes, mis ojos vieron que el mundo se oscurecía. Cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y, efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Entonces pregunté a mi esposa: "¿Dónde está la otra manzana?", a lo cual ella me contestó: "No sé qué ha sido de ella", corroborando así las palabras del negro.

           Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, y lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón que clavé yo mismo. Cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos. Por eso, oh emir de los creyentes, te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de la Resurrección. La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vio, pude volver a casa.

           Al llegar a casa, encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: "¿Por qué lloras?". Él me contestó: "Porque cogí una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, pasó un negro que me la quitó, preguntándome que de dónde había sacado la manzana. Yo le contesté que era de mi padre, que había ido a buscar manzanas para mi madre a Bassra, comprando allí tres por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma. A pesar de ello, el negro no me devolvió la manzana, sino que me dio un golpe y se fue con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que me pegues, por lo de la manzana!".

           Al oír estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi suegro. Y que, por lo tanto, ¡yo había matado a mi esposa injustamente! Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, hasta que entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Yo le conté la triste historia, y él se sentó a mi lado, y se puso a llorar conmigo. No cesamos de llorar juntos hasta medianoche, e hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Aun hoy seguimos lamentando esa muerte. Así que, oh emir de los creyentes, te suplico que, por la memoria sagrada de tus antepasados, apresures mi suplicio y vengues en mi persona aquella muerte.

           El califa, profundamente maravillado por la historia, exclamó: "Por Alah, que no he de matar más que a ese negro pérfido... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 19

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el califa juró que no mataría más que al negro, puesto que el joven tenía una disculpa. Después, volviéndose hacia Giafar, le dijo: "Trae a mi presencia al pérfido negro que ha sido la causa de esta muerte. Y si no puedes dar con él, perecerás en su lugar". Giafar salió llorando, y diciéndose: "¿Dónde lo podré hallar para traerlo a su presencia? Si es extraordinario que no se rompa un cántaro al caer, no lo ha sido menos el que yo haya podido escapar de la muerte. Pero ¿y ahora? Indudablemente él, que me ha salvado la primera vez, me salvará, si quiere, la segunda. Así, pues, me encerraré en mi casa los tres días de plazo. Porque, ¿para qué voy a emprender pesquisas inútiles? Confío en la voluntad del Altísimo".

           En efecto, Giafar no se movió de su casa en los tres días del plazo. Y al cuarto día mandó llamar al kadí, e hizo testamento ante él, y se despidió de sus hijos llorando. Después llegó el enviado del califa, para decirle que el sultán seguía dispuesto a matarle si no aparecía el negro. Y Giafar lloró más todavía, y sus hijos con él. Después quiso besar por última vez a la más pequeña de sus hijas, que era la preferida entre todas, y la apretó contra su pecho, derramando muchas lágrimas por tener que separarse de ella. Pero al estrecharla contra él, notó algo redondo en el bolsillo de la niña, y le preguntó: "¿Qué llevas ahí?". La niña contestó: "oh, padre, una manzana. Me la ha dado el negro Rihán[28]. Hace cuatro días que la tengo. Pero para que me la diese tuve que pagar a Rihán dos dinares".

[28] Rihán: apestoso, y también toda planta olorosa.

           Al oír las palabras negro y manzana, Giafar sintió un gran júbilo, y exclamó: "¡oh Libertador!". Y en seguida mandó llamar al negro Rihán. Cuando Rihán llegó a su presencia, Giafar le dijo: "¿De dónde has sacado esta manzana?". El negro contestó: "oh mi señor, hace cinco días que, andando por la ciudad, entré en una calleja, y vi jugar a unos niños, uno de los cuales tenía esa manzana en la mano. Se la quité y le di un golpe, mientras el niño me decía llorando: Es dé mi madre, que está enferma y tuvo el antojó de una manzana, la cual fue a buscarla mi padre a Bassra (Basora). Esa y otras dos le han costado tres dinares de oro, y yo he cogido esa para jugar. Poniéndose a llorar, yo, sin hacer caso de sus lágrimas, le quité la manzana y me la traje a casa, hasta que se la he dado por dos dinares a mi ama más pequeña".

           Giafar se asombró del relato, viendo sobrevenir tantas peripecias y la muerte de una mujer por culpa del negro Rihán. Por tanto, dispuso que lo encerrasen en seguida en un calabozo. Y, muy contento por haberse librado de la muerte, recitó estas estrofas: Si tu esclavo tiene la culpa de tus desdichas, ¿por qué no piensas en deshacerte de él? ¿Ignoras que abundan los esclavos, y que sólo tienes un alma, sin que puedas sustituírla? Pero luego pensó otra cosa, y cogió al negro y lo llevó ante el califa, a quien contó la historia. El califa Harún Al-Raschid se maravilló tanto, que dispuso se escribiese tal historia en los anales para que sirviera de lección a los humanos. Entonces Giafar le dijo: "No tienes para qué maravillarte tanto de esa historia, oh comendador de los creyentes, pues no puede igualarse a la del visir Nureddin y su hermano Chamseddin". Y el califa exclamó: "¿Y qué historia es esa, más asombrosa que la que acabamos de oír?". Giafar dijo: "oh príncipe de los creyentes, no te la contaré sino a cambio de que perdones su irreflexión al negro Rihán". Y el califa respondió: "¡Así sea! Te hago gracia de su sangre".

HISTORIA DE NUREDDIN Y CHAMSEDDIN, HERMANOS VISIRES DEL CAIRO

           Entonces, Giafar Al-Barmaki, dijo: Sabe, oh comendador de los creyentes, que había en el país de Mesr[29] un sultán justo y benéfico. Este sultán tenía un visir sabio y prudente, versado en las ciencias y las letras. Y este visir, que era muy viejo, tenía dos hijos, que parecían dos lunas. El mayor se llamaba Chamseddin[30] y el menor Nureddin[31]; pero Nureddin, el más pequeño, era ciertamente más guapo y mejor formado que Chamseddin, el cual, por otra parte, era perfecto. Pero nadie igualaba en todo el mundo a Nureddin. Era tan admirable, que en ninguna comarca se ignoraba su hermosura, y muchos viajeros iban a Egipto, desde los países más remotos, sólo por el gusto de contemplar su perfección y las facciones de su rostro.

[29] Mesr o Massr: nombre con que los árabes designan indistintamente a Egipto y al Cairo (Al Kahirat).
[
30] Chamseddin: "Sol de la Religión". [31]
Nureddin: "Luz de la Religión".

           Pero quiso el destino que falleciera su padre el visir. Y el sultán se condolió mucho. En seguida mandó llamar a los dos jóvenes, hizo que se aproximaran a él, y les regaló trajes de honor, y les dijo: "Desde ahora desempeñaréis junto a mí el cargo de vuestro padre". Entonces ellos se alegraron, y besaron la tierra entre las manos del sultán. Después hicieron que duraran todo un mes las exequias fúnebres de su padre, y en seguida empezaron a desempeñar su nuevo cargo de visires, y cada uno ejercía durante una semana las funciones del visirato. Y cuando el sultán salía de viaje, sólo llevaba consigo a uno de los dos hermanos.

           Una noche entre las noches, ocurrió que el sultán tenía que salir a la mañana siguiente, y habiéndole tocado el cargo de visir aquella semana a Chamseddin, el mayor, los dos hermanos departían sobre asuntos diversos para entretener la velada. En el transcurso de la conversación, el mayor dijo al menor: "oh hermano mío, creo que debemos pensar en casarnos, y mi intención es que nos casemos la misma noche". Y Nureddin contestó: "Hágase según tu voluntad, oh hermano mío, pues estoy de acuerdo contigo en ésta y en todas las cosas".

           Convenido ya entre los dos este primer punto, Chamseddin dijo a Nureddin: "Cuando, gracias a Alah, nos hayamos unido con dos jóvenes, y la misma noche nos acostemos con ellas, y hayan parido el mismo día y, si Alah lo quiere, tu esposa dé a luz un niño y la mía una niña, tendremos que casar uno con otro a los dos primos". Nureddin repuso: "oh hermano mío, y ¿qué piensas pedir entonces como dote a mi hijo para darle a tu hija?". Chamseddin dijo: "Pediré a tu hijo, como precio de mi hija, tres mil dinares de oro, tres huertos y tres de los mejores pueblos de Egipto. Y realmente esto será bien poca cosa, comparado con mi hija. Y si tu hijo no quiere aceptar ese contrato, no habrá nada de lo dicho".

           Al oírlo respondió Nureddin: "Pero, ¿estás soñando? ¿Qué dote quieres pedirle a mi hijo? ¿Has olvidado que somos dos hermanos, y hasta dos visires en uno solo? En vez de esas exigencias deberías ofrecer como presente tu hija a mi hijo, sin pensar en pedirle ninguna dote. Además, ¿no sabes que el varón vale siempre más que la hembra? Y he aquí que el varón es mi hijo, y ¿aun aspiras a que lleve la dote cuando es tu hija quien debiera traerla? Obras como aquel comerciante que no quiere vender su mercancía, y para asustar al parroquiano empieza por pedirle cuatro veces su precio". Entonces dijo Chamseddin: "Sin duda te figuras que tu hijo es más noble que mi hija, lo cual demuestra que careces en absoluto de razón y sentido común y sobre todo de agradecimiento. Porque al hablar del visirato, olvidas que tan altas funciones me las debes a mí solo, y si te asocié conmigo, fue por lástima únicamente, para que pudieses ayudarme en mi labor. ¡Pero, en fin, ya está dicho! Puedes creer lo que gustes; porque yo, desde el momento en que piensas así, ¡ya no quiero casar a mi hija con tu hijo ni aun a peso de oro!".

           Mucho le dolieron estas palabras a Nureddin, que contestó: "¡Tampoco yo quiero casar a mi hijo con tu hija!". Chamseddin replicó entonces: "Pues no hay para qué hablar más del asunto. Y como mañana tengo que marchar con el sultán, no dispongo de tiempo para que comprendas lo inconveniente de tus palabras. Pero después, ¡ya verás! ¡Cuando regrese, si Alah lo permite, sucederá lo que ha de suceder!".

           Entonces Nureddin se alejó, muy apenado por esta escena, y se fue a dormir solo, con sus tristes pensamientos. A la mañana siguiente salió de viaje el sultán, acompañado del visir Chamseddin, y se dirigió hacia la ribera del Nilo, lo atravesó en barca para llegar a Guesirah, y desde allí hasta las Pirámides.

DEVENIR DEL VISIR NUREDDIN

           En cuanto a Nureddin, después de haber pasado aquella noche contrariadísimo por el modo de proceder de su hermano, se levantó casi al amanecer, hizo sus abluciones, dijo la primera oración matinal, y después se dirigió a su armario, del cual sacó una alforja, y la llenó de oro, pensando siempre en las palabras despectivas de Chamseddin y en la humillación sufrida. Y entonces recitó estas estrofas: ¡Marcha, amigo mío! ¡Abandónalo todo, y marcha! ¡Otros amigos encontrarás en vez de los que dejas! ¡Marcha! ¡Deja la ciudad y arma tu tienda de campaña! ¡Y vive en ella! ¡Allí, y nada más que allí, encontrarás las delicias de la vida! ¡En las moradas civilizadas y estables, no hay fervor ni hay amistad! ¡Créeme! ¡Huye de tu patria! ¡Arráncate del suelo de tu patria! ¡Intérnate en países extranjeros! ¡Escucha! ¡He comprobado que el agua que se estanca se corrompe; podría librarse de su podredumbre corriendo nuevamente! ¡Pero de otro modo es incurable! ¡He observado también la luna llena, y pude averiguar el número de sus ojos, de sus ojos de luz! ¡Pero si no hubiese seguido sus revoluciones en el espacio, no habría podido conocer los ojos de cada cuarto de luna, los ojos que me miraban! ¿Y el león? ¿Sería posible cazar al león si no hubiera salido del espeso bosque?¿Y la flecha?; ¿Mataría la flecha si no escapara violentamente del arco tenso? ¿Y el oro y la plata? ¿No serían polvo vil si no hubiesen salido de sus yacimientos? ¿Y el armonioso laúd? ¡Ya sabes! ¡Sólo sería un pedazo de leño si el obrero no lo arrancase de la tierra para darle, forma!

           Cuando acabó de recitar estos versos, mandó a uno de sus esclavos que le ensillase una mula torda, poderosa y rápida para la marcha. Y el esclavo preparó la mejor de todas las mulas, le puso una silla guarnecida de brocado y de oro, con estribos indios y una gualdrapa de terciopelo de Hispahan (Isfahán). Y lo hizo tan bien, que la mula parecía una recién casada con su traje nuevo y brillante. Después, todavía dispuso Nureddin que le echasen encima de todo un tapiz grande de seda y otro más pequeño de raso, terminado lo cual, colocó entre los dos tapices la alforja llena de oro y de alhajas. En seguida dijo a este esclavo y a todos los demás: "Me voy a dar una vuelta por fuera de la ciudad, hacia la parte de Kaliubia, donde pienso pasar tres noches. Siento una opresión en el pecho, y voy a dilatar mis pulmones respirando el aire libre. Pero prohíbo a todo el mundo que me siga". Y provisto de víveres para el camino, montó en la mula y se alejó rápidamente. No bien salió de El Cairo, anduvo tan ligero, que al mediodía llegó a Belbeis, donde se detuvo. Bajó de la mula para descansar y dejarla descansar, comió algo, compró en Belbeis cuanto podía necesitar para él y para la mula, y reanudó el viaje. Dos días después, precisamente al mediodía, merced al paso de su mula, entró en Jerusalén, la ciudad santa. Allí se apeó de la mula, descansó y la dejó reposar, extrajo del saco algo de comida, y después de alimentarse colocó el saco en el suelo para que le sirviese de almohada, luego de haber extendido el tapiz grande de seda, y se durmió, pensando siempre con indignación en la conducta de su hermano.

           Al otro día, al amanecer, montó de nuevo y no dejó de caminar a buen paso, hasta llegar a la ciudad de Alepo. Allí se hospedó en uno de los khanes de la ciudad y dejó transcurrir tranquilamente tres días, descansando y dejando descansar a la mula, y cuando hubo respirado bien el aire puro de Alepo, pensó en continuar el viaje. Y al efecto, montó otra vez en la mula, después de haber comprado los maravillosos dulces que se hacen en Alepo, rellenos de piñones y almendras, cubiertos de azúcar, y que le gustaban mucho desde la niñez. Y dejó que la mula se encaminase por donde quisiese, pues al salir de Alepo ya no sabía adónde dirigirse. Y cabalgó día y noche, hasta que una tarde, después de puesto el sol, se encontró en la ciudad de Bassra, pero no sabía que aquella ciudad fuese Bassra. Y no supo su nombre hasta después de llegado al khan, donde se lo dijeron. Se apeó entonces de la mula, la descargó de los dos tapices, de las provisiones y de la alforja, y encargó al portero del khan que la paseara un poco para que no se enfriase por descansar en seguida. Y en cuanto a Nureddin, él mismo tendió su tapiz, y se sentó en el khan para reposar.

           El portero del khan cogió la mula de la brida, y se fue con ella. Pero ocurrió la coincidencia de que precisamente entonces el visir de Bassra hallábase sentado a la ventana de su palacio, contemplando la calle. Y al divisar una mula tan hermosa, con sus magníficos jaeces de gran valor, sospechó que esta mula pertenecía indudablemente a algún visir entre los visires extranjeros o acaso a algún rey entre los reyes. Y se puso a mirarla, sintiendo una gran perplejidad. Y después ordenó a uno de sus esclavos que le trajesen en seguida al portero que paseaba a la mula. Y el esclavo corrió en busca del portero y lo llevó ante el visir. Entonces el portero avanzó un paso, y besó la tierra entre las manos del visir, que era un anciano de mucha edad y muy respetable. Y el visir dijo al portero: "¿Quién es el. amo de esta mula, y qué posición tiene?". El portero contestó: "oh mi señor, el amo de esta mula es un joven muy hermoso, lleno de seducciones, ricamente vestido, como hijo de algún gran mercader, y todo su aspecto impone el respeto y la admiración".

           Al oírle, el visir se puso de pie, montó a caballo y marchando apresuradamente al khan, entró en el patio. Cuando lo vio Nureddin, corrió a su encuentro y le ayudó a apearse del caballo. Entonces el visir le dirigió el saludo acostumbrado, y Nureddin se lo devolvió y lo recibió muy cordialmente. Y el visir se sentó a su lado, y le dijo: "oh hijo mío, ¿de dónde vienes, y por qué estás en Bassra?". Nureddin contestó: "oh mi señor, vengo de El Cairo, mi ciudad natal. Mi padre era visir del sultán de Egipto, pero murió al ser llamado a la misericordia de Alah". Después contó toda su historia, desde el principio hasta el fin. Y luego añadió: "No he de volver a Egipto hasta después de haber recorrido el mundo, visitando todas las ciudades y todas las comarcas".

           Y el visir contestó a Nureddin: "Hijo mío, prescinde de esas ideas de continuo viaje, porque causarán tu perdición. Sabe que el viajar por países extranjeros es la ruina y lo último de lo último. Atiende esta advertencia, pues temo que te perjudiquen los percances de la vida y del tiempo". Después el visir ordenó a sus esclavos que desensillaran la mula y le quitasen los tapices y las sedas y se llevó consigo a Nureddin, alojándole en su casa, y lo dejó descansar, después de haberle proporcionado todo lo que necesitaba.

           Nureddin permaneció algún tiempo en casa del visir, y el visir le veía diariamente y le colmaba de consideraciones y favores. Y acabó por estimarle enormemente, hasta el punto de que un día le dijo: "Hijo mío, ya soy muy viejo, y no tengo ningún hijo varón. Pero Alah me ha concedido una hija que te iguala en belleza y perfecciones. Y hasta ahora se la he negado a cuantos me la pidieron en matrimonio. Pero a ti, a quien quiero con todo el cariño de mi corazón, he de preguntarte si consientes en aceptarla como esclava tuya. Porque yo deseo fervientemente que seas el esposo de mi hija. Y si quieres aceptar, marcharé en busca del sultán y le diré que eres un sobrino mío, recién llegado de Egipto, y que has venido a Bassra expresamente vara pretender a mi hija en matrimonio. Y el sultán, por cariño a mí, te dará el visirato, porque yo ya estoy muy viejo y necesito descansar. Y así podré encerrarme muy a gusto en mi casa para no salir de ella". Al oír esta proposición, bajó los ojos Nureddin, y después dijo: "Escucho y obedezco".

           El visir llegó al colmo de la alegría, e inmediatamente ordenó a sus esclavos que preparasen el festín, y adornasen e iluminasen la sala de recepción, la más espaciosa de todas, reservada especialmente al más grande entre los emires. Después reunió a todos sus amigos, e invitó a todos los nobles del reino y a todos los mercaderes de Bassra, y todos acudieron a presentarse entre sus manos. Entonces el visir, para explicarles el haber elegido a Nureddin con preferencia a todos los demás, les dijo: "Yo tenía un hermano que era visir en Egipto, y Alah le había favorecido con dos hijos, como a mí me favoreció con una hija, según sabéis. Mi hermano, poco antes de morir, me encargó que casara a mi hija con uno de sus hijos, y yo se lo prometí. Y precisamente este joven a quien veis es uno de los dos hijos de mi hermano, el visir de Egipto. Ha venido a Bassra con tal objeto. ¡Y mi mayor anhelo es que se escriba su contrato con mi hija, y que viva con ella en mi casa!".

           Entonces contestaron todos: "Sea como dices, ¡ponemos sobre nuestra cabeza cuanto hagas!". Y todos tomaron parte en el gran festín, bebieron toda clase de vinos, y comieron una cantidad prodigiosa de pasteles y confituras. Y después, rociada la sala con agua de rosas, según costumbre, se despidieron del visir y de Nureddin.

           El visir mandó a sus esclavos que llevasen a Nureddin al hammam y le diesen un baño. Y el visir le regaló uno de sus mejores trajes entre sus trajes, y después le envió toallas, palanganas de cobre, pebeteros y todas las demás cosas necesarias para el baño. Y Nureddin se bañó y salió del hammam con su traje nuevo y estaba más hermoso que la luna llena en la más bella de las noches. Después Nureddin cabalgó en su mula torda, encaminándose hacia el palacio del visir, y al pasar por las calles le admiraban todos, elogiando su hermosura y la obra de Alah. Y descendió de la mula, entró en casa del visir y le besó la mano. Entonces el visir… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 20

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que entonces el visir se levantó, acogiendo con júbilo al hermoso Nureddin y diciéndole: "Entra, oh hijo mío, en la cámara de tu esposa, y sé dichoso. Mañana te llevaré a ver al sultán. Y ahora sólo me resta implorar de Alah que te conceda todos sus favores y todos sus bienes". Entonces Nureddin besó otra vez la mano del visir, su suegro, y entró en el aposento de la doncella. ¡Y sucedió lo que había de suceder! Esto fue referente a Nureddin. En cuanto a Chamseddin, su hermano, he aquí lo que ocurrió:

DEVENIR DEL VISIR CHAMSEDDIN

           Terminada la expedición que hizo con el sultán de Egipto, hacia el lado de las Pirámides, regresó inmediatamente a su casa. Y se inquietó mucho al no encontrar a su hermano Nureddin. Entonces preguntó por él a sus esclavos, que le respondieron: "Nuestro amo Nureddin, el mismo día que te fuiste con el sultán, montó en una mula enjaezada con gran lujo, como en los días solemnes, y nos dijo: Me voy hacia la parte de Kaliubia, estaré fuera unos días, pues noto opresión en el pecho y necesito aire libre; pero que no me siga nadie. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas".

           Entonces Chamseddin deploró mucho la ausencia de su hermano y fue aumentando su dolor de día en día, hasta que acabó por convertirse en una aflicción inmensa. Y pensaba: "Seguramente, el motivo de que se haya marchado no es otro que aquellas palabras tan duras que le dije la víspera de mi viaje con el sultán. Y esto y no otra cosa le ha obligado a huir. Pero es preciso que repare la falta cometida contra él y que disponga que lo busquen". Chamseddin fue inmediatamente a ver al sultán, y le refirió lo que ocurría. El sultán mandó escribir mensajes autorizados con su sello y los envió con emisarios de a caballo en todas direcciones a todos sus lugartenientes de todas las comarcas, y les decía en estos pliegos que Nureddin había desaparecido y que precisaba buscarle fuese donde fuese. Pero transcurrido algún tiempo, todos los correos regresaron sin ninguna noticia, porque ni uno solo había ido a Bassra, donde estaba Nureddin. Entonces Chamseddin, lamentándose hasta el límite de las lamentaciones, exclamó: "¡Mía es toda la culpa! Todo esto me ocurre por mi poco tacto y mi falta de discreción".

           Pero como todo tiene su término, Chamseddin acabó por consolarse, y un día pidió en matrimonio a la hija de un gran comerciante de El Cairo, hizo su contrato con ella y con ella se casó. ¡Y sucedió lo que había de suceder! Se dio la coincidencia de que la misma noche que penetró Chamseddin en la cámara nupcial, fue justamente la misma en que Nureddin penetró en el aposento de la hija del visir de Bassra (Basora). Y permitió Alah esta coincidencia del matrimonio de los dos hermanos en la misma noche, para demostrar que manda en el destino de las criaturas. Y todo se verificó, además, según lo habían combinado los dos hermanos antes de su querella, pues las dos esposas quedaron preñadas la misma noche: parieron el mismo día y a la misma hora, y la de Chamseddin, visir de Egipto, parió una niña cuya hermosura no tuvo igual en todo el país, y la de Nureddin, de Bassra, dio a luz un niño tan hermoso que no había otro como él en todo el mundo. Ya lo dijo el poeta: ¡El niño, cuán delicado es! ¡Y qué gentil! ¡Y qué gracioso! ¡Beber su boca! ¡Beber esta boca hace olvidar las copas llenas y los vasos desbordantes! ¡Beber en sus labios, apagar la sed en la frescura de sus mejillas y mirarse en el manantial de sus ojos, es olvidar la púrpura de los vinos, sus aromas, su sabor y toda su embriaguez! ¡Si viniese la misma Belleza a compararse con este niño, bajaría humillada la cabeza! Y si le preguntáseis: "oh belleza, ¿qué te parece?, ¿viste jamás nada semejante?", ella contestaría: "¡Como él, verdaderamente, ninguno!".

           Al hijo de Nureddin se le llamó Hassan[32] Badreddin[33], a causa de su hermosura. Su nacimiento motivó grandes regocijos públicos. Y el séptimo día se dieron fiestas y banquetes dignos de príncipes. Terminados los festejos, el visir de Bassra fue con Nureddin a ver al sultán. Entonces Nureddin besó la tierra entre las manos del sultán, y como estaba dotado de una gran elocuencia y era muy versado en las bellezas literarias, le recitó estos versos del poeta: ¡Ante él se inclina y se eclipsa el mayor de los bienechores; pues ha conquistado el corazón de todos los seres elegidos! ¡Canto sus obras, aunque no son sus obras, sino cosas tan bellas que debería formarse con ellas un collar que adornara su cuello! ¡Y si beso la plata de tus dedos, es porque no son dedos, sino la llave de todos los beneficios!

[32] Hassan: "hermano". [33] Badreddin: "Luna de la Religión".

           Tanto gustaron al sultán estos versos, que obsequió espléndidamente a Nureddin y a su suegro el visir, ignorando aún lo del matrimonio y cuanto se relacionaba con su existencia, por lo cual preguntó al visir, después de haber felicitado a Nureddin: "¿Quién es este joven tan hermoso y tan elocuente?".

           Entonces el visir contó al sultán toda la historia, desde el principio al fin, y le dijo: "Este joven es sobrino mío". El sultán exclamó: "¿Y cómo no había yo oído hablar de él?". El visir dijo: "oh mi soberano y señor, sabe que un hermano mío era visir de Egipto. Al morir dejó dos hijos, el mayor de los cuales heredó el cargo, y el otro, que es éste, ha venido a buscarme, pues prometí y juré a mi hermano que casaría a mi hija con uno de mis sobrinos. Así es que apenas llegó lo casé con mi hija. Este sobrino mío es joven, como ves, y yo ya soy demasiado viejo y estoy sordo y no puedo atender a los negocios del reino. Por eso vengo a pedir a mi soberano el sultán que se digne nombrar a mi sobrino, que es también mi yerno, para el cargo de visir. Y puedo asegurarte que merece este cargo, pues es hombre de buen consejo, pródigo en ideas excelentes y muy ducho en el modo de despachar los asuntos".

           Entonces el sultán miró con más detenimiento a Nureddin, y quedó encantado de este examen, aceptó el consejo de su anciano visir y nombró para el cargo a Nureddin en lugar de su suegro, y le regaló un magnífico traje de honor, el mejor de todos los que pudo encontrar, y una mula de sus propias caballerizas y le señaló sus guardias y sus chambelanes. Nureddin besó entonces la mano del sultán, y salió con su suegro. y ambos regresaron a su casa en el colmo de la alegría y besaron al recién nacido Hassan Badreddin y dijeron: "El nacimiento de esta criatura nos trajo buena suerte".

           Al día siguiente, Nureddin fue a palacio a desempeñar sus nuevas funciones, y al llegar besó la tierra entre las manos del sultán, y recitó estas dos estrofas: ¡Para ti sean nuevas las felicidades todos los días, las prosperidades también! ¡Y que el envidioso se consuma de despecho! ¡Ojalá sean blancos para ti todos los días, y negros los días de todos los envidiosos!

           El sultán le permitió que se sentara en el diwán del visirato, y Nureddin se sentó en el diwán del visirato. Y empezó a desempeñar su cargo, despachando los asuntos pendientes y administrando justicia como si llevara muchos años de visir. Y lo hizo tan a conciencia ante el sultán, que se maravilló de su inteligencia, de su comprensión para aquellos asuntos y de su admirable manera de administrar justicia, y le distinguió más aún, entrando en gran intimidad con él. Nureddin siguió desempeñando a maravilla sus elevadas funciones, pero no por eso olvidó la educación de su hijo Hassan Badreddin, a pesar de todos los asuntos del reino. Porque Nureddin era cada día más poderoso y más favorecido del sultán, que aumentó el número de sus chambelanes, servidores, guardias y correos. Y llegó a ser tan rico, que pudo dedicarse al comercio en gran escala, fletando naves mercantes que recorrían todo el mundo; construyendo molinos y ruedas elevadoras de agua y plantando magníficos huertos y jardines. Y todo esto antes de que su hijo cumpliera los cuatro años.

HISTORIA DE BADREDDIN, HIJO DEL VISIR NUREDDIN

           Falleció entonces el anciano visir, suegro de Nureddin, y éste le hizo un entierro solemne, al cual asistieron él y todos los grandes del reino. Y desde entonces Nureddin se consagró exclusivamente a la educación de su hijo, confiándolo al sabio más versado en leves religiosas y civiles. Este sabio venerable iba todos los días a dar lecciones de lectura al niño Hassan Badreddin, y poco a poco, con método, le inició en la interpretación del Corán, que acabó por aprenderse de memoria, y después el sabio siguió años y años enseñando a su discípulo todos los conocimientos útiles. Y Hassan no dejaba de crecer en hermosura, gracia y perfección, como dice el poeta: ¡Este joven! ¡Es la luna y, como ella, resplandece de hermosura, aunque el sol tome el esplendor de sus rayos de las anémonas de sus mejillas! ¡Es el rey de la hermosura por su distinción sin igual! ¡Y habrá que suponer que prestó su lozanía a las flores y las praderas!

           Durante todo aquel tiempo, el joven Hassan Badreddin no abandonó un instante el palacio de su padre Nureddin, pues el sabio le exigía una gran atención a sus lecciones. Pero cuando Hassan cumplió los quince años y ya no tuvo que aprender nada más del viejo maestro, su padre le llamó, le puso el traje más lujoso que encontró entre los suyos, le hizo que montara en la mejor de sus mulas y se dirigió con él al palacio del sultán, atravesando con numeroso séquito las calles de Bassra. Y todos los habitantes, al ver al joven Hassan Badreddin, prorrumpían en gritos de admiración, por su hermosura, la esbeltez de su talle, su gracia y sus modales encantadores. Y exclamaban: ¡Por Alah, que es hermoso como la luna. ¡Que Alah lo libre del mal de ojo!". Y aquello duró hasta la llegada de Badreddin y su padre al palacio.

           Cuando el sultán vio la hermosura del joven Hassan Badreddin, quedó tan sorprendido, que perdió la respiración y se olvidó de respirar durante un buen rato. Y le mandó acercarse, y le estimó mucho, le hizo su favorito, colmándole de regalos, y dijo a su padre Nureddin: "Visir, es absolutamente indispensable que me lo envíes todos los días, pues comprendo que no podría pasarme sin él". Y el visir Nureddin tuvo que contestar: "Escucho y obedezco".

           Cuando Hassan Badreddin hubo llegado a ser amigo y favorito del sultán, su padre Nureddin cayó gravemente enfermo, y sospechando que no tardaría Alah en llamarle a Su misericordia, mandó a buscar a su hijo y le dirigió las últimas advertencias, diciéndole: "Sabe, oh hijo mío, que este mundo es para nosotros una morada pasajera, porque el mundo futuro es eterno. Por eso antes de morir quiero darte algunas instrucciones; óyelas bien y ábreles tu corazón". Nureddin explicó a su hijo Hassan las mejores normas para conducirse como es debido con sus semejantes y guiarse en la vida.

           Luego se acordó Nureddin de su hermano Chamseddin, el visir de Egipto, y de su país y de sus parientes y de todos sus amigos de El Cairo, y al recordarlos no pudo dejar de llorar por no haberlos vuelto a ver. Pero en seguida se acordó de que tenía que aconsejarle algo más a Hassan, y le dijo: "Hijo mío, conserva en tu memoria las palabras que voy a decirte, porque son muy importantes. Sabe que tengo en El Cairo un hermano llamado Chamseddin, que es tío tuyo, y además visir de Egipto. Hace tiempo que nos separamos algo disgustados, y yo estoy aquí, en Bassra, sin licencia suya. Voy, pues, a dictarte mis últimas disposiciones sobre esto. Toma un papel y un cálamo y escribe lo que dicte".

           Hassan Badreddin cogió una hoja de papel, extrajo el tintero del cinturón, sacó del estuche el mejor cálamo, que era el que estaba mejor cortado, lo mojó en la estopa empapada en tinta sobre la mano izquierda, y cogiendo el cálamo con la derecha, le dijo a Nureddín: "oh padre mío, escucho tus palabras". Y Nureddín empezó a dictar: "En nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso". Y continuó dictando en seguida a su hijo toda su historia, desde el principio hasta el fin, y además le dictó la fecha de su llegada a Bassra, y de su casamiento con la hija del viejo visir, y le dictó su genealogía completa, sus ascendientes directos e indirectos, con sus nombres; el nombre de su padre y de su abuelo, su origen, su grado de nobleza personal adquirida, y en fin, todo su linaje paterno y materno.

           Después le dijo: "Conserva cuidadosamente ese pliego de papel. Y si por mandato del Destino te ocurriese alguna desgracia en tu vida, regresa al país de origen de tu padre, en donde nací yo, o sea El Cairo, la ciudad próspera; pregunta allí por tu tío el visir, que vive en nuestra casa, y salúdale de mi parte deseándole la paz, y dile que he muerto afligido por morir en el extranjero, lejos de él, y que antes de morir no tenía más deseo que verle. He aquí, oh mi hijo Hassan, los consejos que quería darte. ¡Te conjuro a que no los olvides!".

           Hassan Badreddin dobló cuidadosamente el papel, después de echarle arenilla, secarlo y sellarlo con el sello de su padre el visir, y luego lo colocó en el forro de su turbante, y lo cosió allí, habiéndolo envuelto en un pedazo de hule para preservarlo de la humedad. Hecho esto, no pensó más que en llorar, besando la mano de su padre Nureddin y afligiéndose al comprender que se quedaba solo, siendo tan joven, y privado de la compañía de su padre. Y Nureddin no dejó de dar consejos a su hijo Hassan Badreddin hasta que entregó el alma. Entonces Hassan Badreddin sintió un pesar grandísimo, así como el sultán y todos los emires, y los grandes y los humildes. Y enterraron a Nureddin según su rango. Hassan Badreddin hizo durar dos meses las ceremonias del luto, y durante todo este tiempo no salió un instante de su casa y hasta olvidó la visita a palacio para saludar al sultán según costumbre.

           El sultán no comprendió que era la aflicción la que retenía al hermoso Hassan Badreddin lejos de él, sino que pensó que Hassan lo abandonaba y lo menospreciaba. Y entonces se indignó mucho, y en vez de nombrar a Hassan sucesor de su padre el visir Nureddin, nombró a otro para este cargo haciendo privado suyo a un joven chambelán. No contento con esto, hizo más el sultán contra Hassan Badreddin. Mandó sellar y confiscar todos sus bienes, todas sus casas y todas sus propiedades, y después dispuso que prendiesen a Hassan Badreddiny se lo llevasen encadenado. En seguida, el nuevo visir, en compañía de varios chambelanes, se dirigió a la casa del joven Hassan, que no podía sospechar la desgracia que le amenazaba. Pero afortunadamente, había entre los esclavos de su palacio un joven mameluk (mameluco) que quería mucho a Hassan Badreddin. En cuanto supo lo que pasaba, echó a correr, y llegó a casa del joven Hassan, al cual halló muy triste, con la cabeza baja y el corazón dolorido, sin dejar de pensar en la muerte de su padre. Y el esclavo le enteró entonces lo que ocurría. Hassan le preguntó: "¿Pero no tendré tiempo para coger algo con qué subsistir durante mi huída al extranjero?", a lo que el mameluk le dijo: "El tiempo urge. No pienses más que en salvar tu persona".

           Al oírle, el joven Hassan, vestido tal como estaba, y sin llevar nada consigo, salió apresuradamente, después de echarse la orla de su túnica por encima de la cabeza para que no lo conociesen. Y siguió caminando hasta que se vio fuera de la ciudad.

           Al saber los habitantes de Bassra (Basora) que se había intentado prender a Hassan Badreddin, hijo del difunto visir Nureddin, y la confiscación de sus bienes y su probable sentencia de muerte, se afligieron en extremo y exclamaron: "¡Qué lástima de hermosura y de joven tan agradable!". Y Hassan, al recorrer las calles sin que le conociesen, oía estos lamentos y exclamaciones. Pero aun se apresuró más, y siguió andando, hasta que la suerte y el destino hicieron que precisamente pasase por el cementerio donde estaba la turbeh (la tumba) de su padre. Entonces entró en el cementerio, y caminando por entre las tumbas llegó a la turbeh de su padre. Y se quitó la ropa que le cubría la cabeza, entró bajo la cúpula de la turbeh, y resolvió pasar allí la noche.

           Pero mientras permanecía sentado y sumido en sus pensamientos, vio que se le acercaba un judío de Bassra, mercader conocidísimo en la ciudad. Este mercader judío regresaba de un pueblo cercano, encaminándose a Bassra. Y al pasar cerca de la turbeh de Nureddin, miró hacia el interior, y vio al joven Hassan Badreddin, a quien conoció en seguida. Entonces entró, se acercó a él respetuosamente y le dijo: "oh mi señor, ¡qué mal semblante tienes y qué desmejorado estás, siendo tan hermoso! ¿Te ha ocurrido alguna nueva desgracia además del fallecimiento de tu padre el visir Nureddin, a quien respeté, y que tanto me quería y estimaba? ¡Téngale Alah en su misericordia!".

           Pero Hassan Badreddin no quiso revelarle el verdadero motivo de su trastorno, y le contestó: "Esta tarde, mientras estaba durmiendo, se me presentó mi difunto padre, y me ha reconvenido porque no visitaba su turbeh. De pronto me desperté, lleno de terror y remordimiento, y me vine aquí en seguida. Y aun estoy bajo aquella impresión tan penosa".

           Entonces el judío le dijo: "oh mi señor, hace tiempo que pensaba ir en tu busca para hablarte de un asunto, y ahora me favorece la casualidad, puesto que te encuentro. Sabes, pues, oh mi joven señor, que tu padre el visir, con quien estaba yo en relaciones mercantiles, había fletado naves que ahora vuelven cargadas de mercancías. Estas naves vienen consignadas a él. Si quisieras cederme su carga, te ofrecería mil dinares por cada una, y te pagaría al contado". Y el judío sacó de su bolsillo un monedero lleno de oro, contó mil dinares, y se los ofreció en seguida a Hassan, que no dejó de aceptar este ofrecimiento ordenado por Alah para sacarlo del apuro en que se hallaba. El judío añadió: "Ahora, oh mi señor, ponme el recibo, provisto de tu sello". Y Hassan Badreddin cogió el papel que le alargaba el judío, así como el cálamo, mojó éste en el tintero de cobre, y escribió en el papel: "Declaro que quien ha escrito este papel es Hassan Badreddin, hijo del difunto visir Nureddin (Alah lo haya acogido en su misericordia), y que ha vendido al judío N, hijo de N, mercader de Bassra, el cargamento de la primera nave que llegue a la ciudad de Bassra y forme parte de las pertenecientes a mi padre Nureddin. Y vendo esto por mil dinares, y nada más". Luego puso su sello en la parte inferior de la hoja, y se la entregó al judío, que lo saludó respetuosamente, y se fue.

           Entonces Hassan rompió a llorar, pensando en su padre, en su posición pasada y en su suerte presente; pero como ya se había hecho de noche, le venció el sueño y se quedó dormido en la turbeh. Y así siguió hasta que salió la luna, y como en aquel momento se le había escurrido la cabeza encima de la piedra de la turbeh, hubo de dar una vuelta completa, echándose de espaldas, y la luna iluminó por completo su rostro, que resplandecía con toda su belleza.

           Aquel cementerio era frecuentado por efrits de la buena especie, efrits musulmanes y creyentes. Y por casualidad, aquella noche, una encantadora efrita volaba por allí, tomando el fresco, y vio a la luz de la luna al joven Hassan que estaba durmiendo, y observó su belleza y sus hermosas proporciones, y quedándose maravillada, dijo: "Gloria a Alah, oh, qué hermoso joven. ¡Cómo me enamoran sus hermosos ojos, que me figuro muy negros y de tal blancura!". Pero después pensó: "Mientras se despierta, voy a seguir mi paseo por los aires". Y echó a volar, subió muy arriba buscando el fresco, y se encontró en lo más alto con uno de sus compañeros, un efrit también musulmán. Le saludó muy gentilmente y él le devolvió el saludo con mucha deferencia. Entonces ella le preguntó: "¿De dónde vienes, compañero?". Él le contestó: "De El Cairo". Y la efrita volvió a preguntar: "¿Les va bien a los buenos creyentes de El Cairo?". Y el efrit contestó: "Gracias a Alah, les va bien". Entonces la efrita le dijo: "Compañero, ¿quieres venir conmigo para admirar la hermosura de un joven que está durmiendo en el cementerio de Basrra?", a lo que el efrit contestó: "Estoy a tus órdenes".

           Entonces se cogieron de la mano, descendieron juntos al cementerio, y se pararon delante de Hassan, dormido. Y la efrita dijo al efrit, guiñándole el ojo: "¿Eh?, ¿tenía yo razón?". El efrit, asombrado por la maravillosa hermosura de Hassan Badreddin, exclamó: "Por Alah, que no he visto cosa parecida. ¡Ha sido creado para poner en combustión todas las vulvas!". Después reflexionó un momento, y dijo: "Sin embargo, hermana mía, he de decirte que he visto a otra persona que puede compararse con este joven tan hermoso". Y la efrita exclamó: "¡No es posible!". El efrit insistió: "Por Alah, que la he visto. Ha sido bajo el clima de Egipto, en El Cairo, y es ¡la hija del visir Chamseddin!". La efrita dijo: "Pues no la conozco".

HISTORIA DE SETT EL HOSN, HIJA DEL VISIR CHAMSEDDIN

           El efrit le replicó: Escucha. He aquí la historia de esa joven, por cuya causa su padre, el visir Chamseddin, cayó en desgracia. Porque habiendo oído el sultán de Egipto hablar a sus mujeres de la belleza extraordinaria de la hija del visir, se la pidió en matrimonio a su padre. Pero el visir Chamseddin, que había pensado otra cosa para su hija, se vio en una gran confusión, y dijo al sultán: "oh, mi señor y soberano, ten la bondad de permitirme excusarme, y perdóname por ello. Ya sabes la historia de mi pobre hermano Nureddin, que era visir conmigo. Ya sabes que desapareció un día, sin que hayamos vuelto a saber de él. Y el motivo de su marcha no pudo ser más leve". Y contó al sultán detalladamente este motivo. Tras lo cual, añadió: "He jurado ante Alah, el día que nació mi hija, que ocurriera lo que ocurriera, no la casaría más que con el hijo de mi hermano Nureddin. Y han transcurrido desde entonces dieciocho años. Pero afortunadamente, he sabido hace pocos días que mi hermano Nureddin se había casado con la hija del visir de Bassra, y que había tenido un hijo. Por lo tanto, mi hija, nacida de mis obras con su madre, está destinada y escriturada a su primo, el hijo de mi hermano Nureddin. En cuanto a ti, oh mi señor y soberano, puedes elegir otra joven. El Egipto está lleno de ellas, ¡y muchas son bocado de rey!".

           Pero el sultán, al oírle, se enfureció mucho, y gritó: "¡Qué has dicho, miserable visir! ¡Te quise honrar descendiendo hasta ti para casarme con tu hija, y aun te atreves a negármela, alegando ese pretexto tan estúpido! ¡Está bien! Pero juro por mi cabeza que te obligaré a casarla, a despecho de tu nariz, con el último de mis servidores".

           El sultán tenía un palafrenero contrahecho y jorobado, con una joroba delante y otra joroba detrás, y le mandó llamar en seguida y dispuso que se escribiese su contrato de matrimonio con la hija del visir Chamseddin, a pesar de las súplicas del padre. Y ordenó al jorobado que se acostara aquella misma noche con la joven. Además, mandó que la boda se celebrase lujosamente y con música.

           Así he dejado la narración, oh hermana mía, en el momento en que los esclavos de palacio rodeaban al jorobado y le dirigían bromas egipcias muy graciosas, llevando cada uno en la mano las velas de la boda para acompañar al novio. En el momento en que éste tomaba el baño en el hammam, entre las risas y las burlas de los esclavos, que decían: "¡Mejor quisiéramos tener la herramienta pelada de un borrico, que el asqueroso zib de este jorobeta!". Y efectivamente, hermana mía, el jorobado es muy feo y repulsivo.

           El efrit escupió en el suelo con gesto de repugnancia. Después dijo: "En cuanto a la joven, es la criatura más bella que he visto en mi vida. Puedo asegurarte que es todavía más hermosa que este mancebo. La llaman Sett El-Hosn, (soberana de la belleza) y se merece ese nombre. Ha quedado llorando amargamente y de por vida, alejada de un padre al cual se le prohibió hasta asistir a la ceremonia. Ella quedó así, sola y en medio de los festejos, entre los músicos, danzarinas y cantadoras. Y esperando a que el repugnante palafrenero saliera del hammam (del baño) para empezar la fiesta... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 21

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que el efrit terminó su relato con estas palabras: "Y no esperan otra cosa sino que el jorobado salga del hammam". Y la efrita repuso: "Se me figura, oh compañero, que te equivocas al afirmar que Sett El-Hosn es más hermosa que este joven. No es posible. Es, indudablemente, el más hermoso de su tiempo". Pero el efrit respondió: "Por Alah, hermana mía, te aseguro que aquella joven es más bella todavía. No tienes más que venir conmigo para que a su vista te convenzas. Bien fácil te ha de ser esto. Además, podríamos aprovechar la ocasión para birlar al maldito jorobado aquella maravilla hecha carne. Porque los dos jóvenes son dignos el uno del otro, y tanto se parecen, que diríase que son hermanos, o primos por lo menos. Y sería una lástima que el jorobado copulase a Sett El-Hosn".

           Entonces contestó la efrita: "Razón tienes, hermano mío. Llevemos en brazos a ese mancebo dormido, y juntémoslo con la joven de quien hablas. Así haremos una buena obra, y veremos además cuál es más hermoso de los dos". Y el efrit dijo: "Escucho y obedezco. Tus palabras están llenas de rectitud y justicia. ¡Vamos, pues!".

ENCUENTRO DE BADREDDIN Y SETT EL HOSN, PRIMOS SIN SABERLO

           Entonces el efrit se echó a cuestas al joven, y comenzó a volar, seguido de cerca por la efrita, que le ayudaba para llegar antes, y ambos, de este modo, llegaron cargados a El Cairo con toda rapidez. Allí soltaron al hermoso Hassan, dejándole dormido sobre el banco de una calle próxima al palacio, que rebosaba de gente. Y entonces le despertaron.

           Hassan se despertó, y quedó en la más extrema perplejidad al no verse en Bassra (en Basora), en la turbeh de su padre. Y miró a la derecha. Y miró a la izquierda. Y no conocía nada de aquello. Pues aquello era una ciudad, pero una ciudad muy distinta a la de Bassra (Basora). Tan sorprendido quedó, que abrió la boca para gritar; pero en seguida vio delante de sí a un hombre gigantesco y barbudo, que le guiñó el ojo para indicarle que no gritase. Hassan se contuvo. Y aquel hombre, que era el efrit, le presentó una vela encendida, y le mandó que se uniera a las muchas personas que llevaban velas encendidas para acompañar a la boda, y le dijo: "Sabe que soy un efrit, pero creyente. Te transporté aquí durante tu sueño. Esta ciudad es El Cairo. Te he traído porque te quiero y deseo favorecerte sin ningún interés, sólo por amor a Alah y por tu hermosura. Toma esta vela encendida, intérnate entre la muchedumbre y marcha con ella hasta ese hammam (ese baño) que allí ves. De él ha de salir una especie de jorobado a quien llevarán triunfalmente. ¡Síguele! Ve siempre a su lado, pues es el novio. Entrarás en el palacio con él, y al llegar a la gran sala de recepciones te colocarás a su derecha, como si fueses de la casa. Y cada vez que veas llegar ante vosotros un músico, una cantora o una danzarina, métete la mano en el bolsillo, que ya cuidaré yo que siempre esté lleno de oro, y cógelo a puñados sin vacilación alguna y arrójaselo a todos. No temas que se te acabe, que eso es cuenta mía. Obsequia, pues, con puñados de oro a cuantos se te acerquen. Aventúrate y no te detengas ante nada. Confía en Alah que te creó tan hermoso, y en mí que te estimo. Además, todo lo que te suceda, te sucederá por la voluntad y el poder del Altísimo". Y dichas estas palabras, el efrit desapareció.

           Entonces Hassan Badreddin de Bassra dijo para sí: "¿Qué querrá decir todo esto? ¿De que favores me ha hablado este asombroso efrit?". Sin perder más tiempo en estas preguntas, echó a andar, encendió la vela en la de un invitado, y llegó al hammam cuando el jorobado había acabado de bañarse y salía a caballo con un traje magnífico. Hassan Badreddin se internó entonces entre la muchedumbre, dándose tanta maña, que llegó a la cabeza de la comitiva, junto al jorobado. Entonces brilló en todo su esplendor la maravillosa hermosura de Hassan. Iba vestido con el más suntuoso de sus trajes de Bassra, llevaba un manto de seda tejido con hilo de oro, y en la cabeza un birrete rodeado de un magnífico turbante bordado en oro y plata, puesto a la usanza de Bassra. Y todo ello realzaba su apuesto continente y su hermosura.

           Durante la marcha del cortejo, cada vez que una cantora o una danzarina se separaba del grupo de los músicos y se acercaba a él para llegar frente al jorobado, Hassan Badreddin se echaba mano al bolsillo, y sacándola llena de oro, lo derramaba a puñados a su alrededor, y echaba más en la pandereta de la danzarina o de la cantora, llenándola de oro, con ademanes de sin igual donosura. Y por eso todas estas mujeres, lo mismo que la muchedumbre, quedaron asombradas de aquella esplendidez, admirando la belleza y los encantos de Hassan.

           La comitiva acabó por llegar al palacio. Entonces los chambelanes detuvieron la multitud, y sólo dejaron entrar detrás del jorobado a los músicos, las danzarinas y las cantoras. Pero las cantoras y las danzarinas interpelaron unánimemente a los chambelanes, y les dijeron: "Por Alah, que hacéis bien en impedir a esos hombres que entren con nosotras en el harén para presenciar cómo se viste la novia. Pero por nuestra parte, nos negaremos a entrar si no nos acompaña este joven que nos ha colmado de beneficios. Y no hemos de festejar a la novia como no sea en presencia de este joven, amigo nuestro".

           Entonces las mujeres se apoderaron a la fuerza del joven Hassan y lo llevaron con ellas al harén, en medio de la gran sala de fiestas. Y fue el único hombre que estuvo en el harén a despecho de la nariz del jorobado, que no pudo impedirlo. Allí se halaban reunidas todas las damas de palacio, las esposas de los emires, visires y chambelanes. Y se alineaban en dos filas, sosteniendo cada una en la mano un gran cirio; y todas tenían la cara cubierta con el velillo de seda blanca, a causa de la presencia de aquellos dos hombres. Hassan y el jorobado pasaron por entre las dos hileras y fueron a sentarse en una tarima alta, teniendo que atravesar las dos filas de mujeres, que se prolongaban desde la sala de festejos hasta la cámara nupcial, de donde había de salir la novia para la boda.

           Al ver a Hassan Badreddin y advertir su hermosura, sus encantos y su rostro luminoso cual la luna creciente, las mujeres se emocionaron hasta casi quedarse sin aliento y perder la razón. Y ardía cada cual en deseos de abrazar a aquel joven maravilloso, y traerle a su regazo, permaneciendo unidos un año, o un mes, o siquiera una hora, solamente el tiempo preciso para que la asaltase una vez y sentirlo dentro de ella. En un momento dado, todas estas mujeres, no pudiendo resistir por más tiempo, se descubrieron el rostro, levantando su velo. Y se mostraron sin pudor, olvidando la presencia del jorobado. Todas se acercaron a Hassan Badreddin para admirarle más de cerca y decirle palabras de amor, o siquiera guiñarle un ojo para que pudiese comprender cuánto le deseaban.

           También las danzarinas y las cantoras ponderaban la generosidad de Hassan, alentando a las damas a que le sirviesen lo mejor posible. Y las damas decían: "Por Alah, he aquí un hermoso joven. ¡Este sí que puede dormir con Sett El-Hosn! ¡Nacieron el uno para el otro! ¡Confunda, pues, Alah a ese maldito jorobado! Y mientras las damas seguían alabando a Hassan y lanzando imprecaciones contra el jorobado, las tañedoras de instrumentos rompieron a tocar, se abrió la puerta de la cámara nupcial, y la novia Sett El-Hosn entró en la sala de festejos rodeada de eunucos y doncellas.

           Sett El-Hosn, hija del visir Chamseddin, apareció en medio de su servidumbre, y brillaba como una hurí. Las otras, comparadas con ella, no eran más que unos astros que formaron su cortejo, como estrellas que rodean a la luna al salir de una nube. Se había perfumado con ámbar, almizcle y rosa, y su peinada cabellera brillaba bajo la seda que la cubría. Sus hombros admirables marcábanse a través de su traje suntuoso. Iba de un modo regio. Entre otras galas, llevaba un vestido bordado de oro rojo, con dibujos de pájaros y flores. Y esto era el traje exterior, pues los interiores sólo Alah sería capaz de conocerlos y estimarlos en su verdadero mérito. En la garganta lucía un collar que suponía incalculables millares de dinares. Y cada una de sus piedras era de tal valor, que ningún mortal, ni el rey en persona, las había visto iguales. En una palabra, Sett El-Hosn aparecía tan hermosa como la luna llena en su decimocuarta noche.

           Hassan Badreddin seguía sentado entre el grupo de damas, causando la admiración de todas. Y la novia avanzó con un gracioso movimiento, dirigiéndose hacia el estrado. Entonces el jorobado se levantó y quiso besarla. Pero ella, horrorizada, lo rechazó y fue a colocarse rápidamente al lado del hermoso Hassan. ¡Y pensar que era su primo, y ella no lo sabía, lo mismo que él! Todas las damas se echaron, a reír, principalmente cuando la novia se detuvo ante el hermoso Hassan, por el cual se sintió al instante abrasada en deseos, y exclamó, levantando al cielo las manos: "¡Alahuma, haz que este hermoso joven sea mi marido, y líbrame de ese palafrenero jorobado!".

           Entonces Hassan Badreddin, siguiendo las instrucciones del efrit, metió la mano en su bolsillo y la sacó llena de oro, echándoselo a puñados a las servidoras de Sett El-Hosn y a las cantoras y danzarinas, que exclamaron: "¡Ojalá poseas a la novia!". Badreddin correspondió con una gentil sonrisa a este deseo y a estas felicitaciones. Y el jorobado se veía, durante esta escena, abandonado de todos, y hallábase solo, más feo que un mico. Todas las personas que por casualidad se le acercaban, al pasar junto a él apagaban la vela en señal de burla. Y así permaneció algún tiempo, aburriéndose y poniéndose cada vez de peor humor. Y todas las damas se reían al mirarle, y le dirigían bromas escandalosas. Una le decía: "¡Mico, ya podrás quedarte seco y copular en el aire!". Otra le increpaba: "¡Mico, apenas abultas lo que el zib de nuestro buen amo, y tus dos jorobas son la medida exacta de sus compañones!". Y le decía una tercera: "Si te diese un golpe con su zib, irías a caer de trasero en la cuadra". Así, todo el mundo se reía del jorobado.

           La novia dio entonces la vuelta al salón siete veces consecutivas, vestida cada una de diferente modo, y seguida por todas las damas, parándose a cada vuelta delante de Hassan Badreddin El-Bassrauí. Y cada traje nuevo era mucho más hermoso que el anterior, y cada aderezo infinitamente superior a los otros aderezos. Mientras avanzaba lentamente la novia, las tañedoras hacían maravillas, y las cantoras decían las canciones más apasionadamente amorosas y excitantes, y las danzarinas, acompañándose con las panderetas, saltaban como pájaros. Y Hassan Badreddin El-Bassrauí no dejaba de lanzar puñados de oro, esparciéndolo por todo el salón, precipitándose las mujeres a recogerlo para tocar algo que hubiera pasado por la mano del joven. Y hasta hubo algunas que, aprovechándose de la hilaridad y la excitación generales, del sonar de los instrumentos y de la embriaguez de las canciones, se tumbaron en tierra, una encima de otra, para simular que estaban con Hassan.

           El jorobado presenciaba todo esto muy desolado. Y su desolación aumentaba cada vez que veía a alguna de las mujeres volverse hacia Hassan, y con la mano tendida y bajada bruscamente, ofrecerle, por señas, la vulva; o a otra agitar el dedo del corazón, guiñando el ojo; o a otra menear las caderas retorciéndose, y dando con la mano derecha abierta en la izquierda cerrada; o a otra, con ademán más lúbrico, golpearse las nalgas, y decirle al jorobado: "¡Lo catarás en tiempo de los albaricoques!". Y todo el mundo se reía del jorobado.

           Terminada la séptima vuelta, se acabó la boda, que había durado gran parte de la noche. Las tañedoras dejaron de pulsar los instrumentos, las danzarinas y las cantoras se detuvieron, pasando con todas las damas por delante de Hassan, besándole la mano y tocándole la orla del traje. Todo el mundo le miraba al salir, haciéndole entender que no se moviera de aquel sitio. Y en efecto, sólo quedaron en el salón el joven Hassan, el jorobado y la novia con su servidumbre. Entonces las doncellas se llevaron a Sett El-Hosn a la estancia destinada a desnudarse, quitándole uno por uno los vestidos, diciendo al caer cada prenda "en nombre de Alah", para librarla del mal de ojo. Después se fueron, dejándola sola con su vieja nodriza, que antes de conducirla a la cámara nupcial tenía que aguardar a que entrase primero el novio jorobado.

           El jorobado se levantó entonces de la tarima, y advirtiendo que Hassan no se movía de su asiento, le dijo secamente: "En verdad, señor, que nos honraste mucho con tu presencia, colmándonos de beneficios esta noche. Pero ahora, para salir, no esperarás que te echen". Entonces el joven, que ignoraba lo que tenía que hacer, contestó: "¡En nombre de Alah!", y levantándose salió. Pero apenas había franqueado los umbrales de la sala, se le apareció el efrit, y le dijo: "¿Adónde vas, Badreddin? Detente, y oye mis instrucciones. El jorobado acaba de marchar al baño, y allí se las entenderá conmigo. Tú encamínate a la cámara nupcial, y cuando veas entrar a la novia, le dices: "Tu verdadero marido soy yo, pues el sultán, de acuerdo con tu padre, ha empleado esta estratagema por temor al mal de ojo. Y en cuanto al palafrenero, para indemnizarle le están preparando en la caballeriza un buen jarro de leche cuajada, para que refresque a tu salud". Luego te acercarás a ella, y quitándole el velo, harás con su persona lo que debas hacer". Dicho esto, desapareció el efrit.

           El jorobado, efectivamente, había ido al baño para lavarse, antes de entrar en la cámara dé la novia. Y poniéndose de cuclillas sobre el retrete, comenzó su obra. Entonces el efrit, tomando súbitamente la forma de una rata, salió del agujero del retrete dando gritos de rata: "¡Sik, sik!". El jorobado dio una palmada para que huyese, y le chilló: "¡Hesch, hesch!". Pero la rata empezó a crecer y se convirtió en un enorme gato de ojos feroces y brillantes, que rompió a maullar muy enfurecido. Después, como el jorobado prosiguiese en su operación, el gato fue creciendo, y se convirtió en un perro enorme, que se puso a ladrar: "¡Guau, guau!". Entonces el jorobado comenzó a asustarse, y le dijo: "¡Marcha de aquí, monstruo!". Pero el perro, creciendo siempre, se convirtió en un borrico, que se puso a rebuznar en la misma cara del jorobado, y a ventosear con un estrépito terrible. Y el jorobado, lleno de terror, sintió que todo su vientre se deshacía en diarrea, y apenas si pudo gritar: "¡Socorro, socorro!". En seguida, el borrico creció aún más y se transformó en un búfalo monstruoso, que obstruyó por completo la puerta del retrete para que no se le escapase; y el búfalo, esta vez con voz de hombre, le dijo: "¡Caiga la desgracia sobre ti, jorobeta, eres el palafrenero más inmundo!".

           Al oír estas palabras, sintió el jorobado que le invadía el frío de la muerte, y resbaló a medio vestir hasta el pavimento, y las mandíbulas se le entrechocaron, acabando el espanto por soldárselas. Entonces el búfalo gritó: "Jorobado de betún, ¿no has podido buscar otra mujer más que a mi querida para atacarla con tu innoble herramienta?". Y el palafrenero, lleno de terror, no pudo articular palabra. El efrit le dijo: "¡Responde, o te haré morder tus excrementos!". Entonces el jorobado, todo tembloroso por esta terrible amenaza, pudo decir: "Por Alah, que yo no tengo la culpa, pues sabe que me han obligado. Y además, oh poderoso soberano de los búfalos, yo no iba a adivinar que la joven tuviese un búfalo por amante. Pero juro que me arrepiento y que pido perdón a Alah y a ti".

           Entonces el efrit le dijo: "Vas a jurar por Alah que obedecerás mis órdenes". El jorobado se apresuró a jurar, y el efrit le dijo: "Pasarás aquí la noche, hasta que salga el sol, y no te marcharás hasta esa hora. Pero sobre todo, no digas una palabra de esto, si no quieres que te rompa la cabeza en mil pedazos. Y no vuelvas a poner los pies en esta parte del palacio, ni a acercarte al harén, porque te repito que he de aplastarte la cabeza y hundirte en el pozo negro". Y le añadió: "Ahora voy a ponerte en una postura, y no te moverás hasta el amanecer". Entonces el búfalo agarró con los dientes al palafrenero y lo metió de cabeza en el agujero del retrete, sin dejarle fuera más que los pies. Y le repitió: "¡Mucho cuidado con hacer ni un movimiento!". Y desapareció en seguida.

           Esto es todo lo que le acaeció al jorobado.

           Por su parte, Hassan Badreddin El-Bassrauí, dejando que se las entendiesen el efrit y el jorobado, atravesó los aposentos particulares y entró en la cámara nupcial, yendo a sentarse en el testero. Apenas hubo llegado, apareció la recién casada apoyada en su nodriza, que se detuvo a la puerta, dejando entrar sólo a Sett El-Hosn. Y sin ver bien al que estaba en el testero, y creyendo hablar con el jorobado, le dijo: "¡Levántate, héroe valiente, coge a tu esposa y pórtate de una manera brillante! ¡Alah sea con nosotros!".

           Entró Sett El-Hosn en sus aposentos muy desesperada, y diciéndose: "¡Es preferible la muerte, antes que este jorobado inmundo!". Pero apenas hubo reconocido al maravilloso Badreddin, dio un grito de felicidad, y dijo: "oh querido mío, qué amable fuiste aguardándome tanto tiempo. Pero, ¿estás solo? ¡Oh, qué dicha tan grande! Te confieso que al verte en la sala junto a ese odioso jorobado, creí que os habíais asociado los dos para poseerme". Badreddin contestó: "oh mi señora, ¿qué pensaste? ¿Cómo iba a tocarte ese maldito jorobado? Y ¿cómo íbamos a asociarnos para tal cosa?". Entonces Sett El-Hosn preguntó: "Pero, ¿quién de los dos es mi marido: él o tú?". Badreddin repuso: "¡Soy yo, querida mía! Se ha inventado esta farsa del jorobado para hacernos reír, y también para librarnos del mal de ojo; pues todas las damas han oído hablar de tu hermosura sin igual, y tu padre alquiló a ese palafrenero para que conjurase el mal de ojo, gratificándole con diez dinares. Él ahora está en la caballeriza, a punto de tragarse a nuestra salud un jarro de leche fresca bien cuajada".

           Al oír a Badreddin, Sett El-Hosn llegó al colmo de la alegría, y sonrió gentilmente, y rompió a reír más gentilmente aún. Luego, sin poder contenerse más, exclamó: "Por Alah, querido mío, ¡poséeme!, ¡apriétame bien!". Y despojada de las ropas interiores le dijo: "¡Ven a mi regazo!". Él la levantó rápidamente, y abrazó a Sett El-Hosn, que le ofreció todo su cuerpo. Badreddin pudo comprobar cómo la perla de Sett El-Hosn no estaba perforada, y aquel trasero bendito nunca había resistido el peso de un cabalgador. Tras lo cual le arrebató la virginidad, y desde aquel instante quedó preñada Sett El-Hosn, no sin antes dormirse en la suma felicidad, bajo las estrofas del poeta: ¡No temas nada! ¡Penetra tu lanza en el objeto de tu amor! ¡Y no hagas caso de los consejos del envidioso, pues no será el envidioso quien sirva a tus amores! ¡Piensa que el Clemente no creó más hermoso espectáculo que el de dos amantes entrelazados en la cama! ¡Míralos! ¡Ahí están, pegados uno a otro, cubiertos de bendiciones! ¡Sus manos y sus brazos les sirven de almohadas! ¡Cuando el mundo ve a dos corazones unidos por ardiente pasión, trata de herirlos con el acero frío! ¡Pero tú no hagas caso! ¡Cuando el Destino pone una beldad a tu paso, es para que la ames y para que con ella únicamente vivas!

           Esto es todo lo que acaeció a Hassan Badreddin y a Sett El-Hosn, la hija de su tío.

DESGRACIAS DE BADREDDIN

           El efrit, por su parte, se apresuró a ir en busca de su compañera la efrita, y uno y otra admiraron a los dos jóvenes dormidos, asistiendo antes a sus juegos y contando los ataques del ariete. Luego el efrit dijo a la efrita: "Habrás visto, hermana, que tenía yo razón. Ahora debes cargar con el joven y llevarlo al mismo sitio de donde lo cogí, al cementerio de Bassra, en la turbeh de su padre Nureddin. Y hazlo pronto, que yo te ayudaré, pues ya apunta el día y no es posible que dejemos así las cosas".

           Entonces la efrita levantó al joven Hassan dormido, se lo echó a cuestas, sin más ropa que la camisa, y voló lejos con él, seguida de cerca por el efrit. De improviso, durante esta carrera por el aire, al efrit le asaltaron ideas lúbricas respecto a la efrita, y quiso violarla yendo cargada con el hermoso Hassan. Pero intervino afortunadamente Alah, enviando contra el efrit a sus ángeles, que le echaron encima una columna de fuego y lo abrasaron. La efrita y Hassan se vieron libres del terrible efrit, que acaso los hubiese desplomado desde aquella altura. Entonces la efrita descendió al suelo, hacia el mismo sitio donde había caído el efrit, y un lugar muy próximo a la ciudad de Damasco, en el país de Scham (de Siria). La efrita llevó a Hassan muy cerca de una de las puertas de la ciudad, lo dejó suavemente en tierra, y echó a volar otra vez.

           Cuando llegó la aurora abriéronse las puertas de la ciudad, y los que salieron de ella se asombraron ante aquel maravilloso joven dormido, sin más ropa que la camisa y con un gorro de dormir en la cabeza, en vez de turbante. Y se decían unos a otros: "¡Es asombroso! ¡Mucho habrá tenido que velar para estar ahora dormido tan profundamente!". Otros decían: "Por Alah, ¡qué hermoso joven! ¡Dichosa y afortunada la mujer que con él se ha acostado! Pero, ¿por qué estará completamente desnudo?". Otros contestaban: "Este pobre joven habrá pasado en la taberna más tiempo del preciso, y habrá bebido más de lo que pueda resistir. Y al regresar de noche, habrá encontrado cerradas las puertas, decidiéndose a dormir en el suelo". Pero mientras conversaban de este modo, se levantó la brisa matinal y, acariciando al hermoso joven, le alzó la camisa. Entonces se vio aparecer un vientre, un ombligo y unas piernas ¡como de cristal! Y este espectáculo maravilló a las gentes, que admiraban todo aquello.

           Despertó entonces Badreddin, y hallándose tumbado cerca de aquella puerta desconocida y rodeado por tantas personas, se sorprendió mucho, y exclamó: "¿Dónde estoy, buena gente? Os ruego que lo digáis. Y, ¿por qué me rodeáis así? ¿Qué es lo que ocurre?". Le contestaron: "Nos hemos detenido por el gusto de verte. Pero, ¿no sabes que te hallas a las puertas de Damasco? ¿Dónde has pasado la noche, para estar completamente en cueros?". Hassan replicó: "Por Alah, buena gente, ¿qué me decís? He pasado la noche en El Cairo, ¿y me decís que esto es Damasco?". Entonces se echaron a reír todos, y uno de ellos dijo: "Ah, gran tragador de haschich". Otros dijeron: "Está loco, sin remedio. ¡Lástima que este demente sea un joven tan hermoso!". Y otros añadieron: "Pero, ¿qué historia es esa con que has querido engañarnos?". Hassan Badreddin les contestó: "Por Alah, buena gente, que yo no miento nunca. Os repito que esta noche la he pasado en El Cairo, y la anterior en mi pueblo, que es Bassra (Basora)". Al oírle, uno gritó: "¡Qué cosa más sorprendente!". Otro dijo: "¡Está loco!". Y es resto se desternillaba de risa, dando palmadas. Otros decían: "¿No es una verdadera lástima que un joven tan admirable haya perdido la razón? ¡Qué loco tan singular!". Y otro, más prudente, le dijo: "Hijo mío, vuelve en ti y no digas semejantes extravagancias". Entonces Hassan contestó: "Sé muy bien lo que digo. Además, habéis de saber que anoche, en El Cairo, pasé una noche muy agradable como recién casado".

           Todos se convencieron de su locura, y uno de ellos exclamó riéndose: "Ya veis que este pobre joven se ha casado en sueños. ¿Y qué tal fue ese matrimonio? ¿Era una hurí o una ramera?". Badreddin empezó a enfadarse, y les dijo: "Pues sí que era una hurí, y no he copulado en sueños, sino quince veces entre sus muslos, y he ocupado el lugar de un asqueroso jorobado, y me he puesto su gorro de dormir, que es éste". Luego recapacitó un momento, y dijo: "Pero, por Alah, ¿donde está mi turbante, y mis calzoncillos, y mi ropón, y mis calzones? Y sobre todo, ¿dónde está mi bolsillo?". Hassan se levantó, y buscó su traje a su alrededor. Entonces empezaron a guiñarse el ojo, y hacerse señas de que el joven estaba loco de remate.

           Entonces el pobre Hassan se decidió a entrar en la ciudad tal como estaba, teniendo que atravesar las calles y los zocos en medio de un gran cortejo de niños y de mayores, que gritaban: "¡Es un loco! ¡Un loco!". El pobre Hassan ya no sabía qué hacer, cuando Alah, temiendo que al hermoso joven le ocurriese algo, le hizo pasar junto a una pastelería que acababa de abrirse. Hassan se refugió en la tienda y, como el pastelero era un hombre de puños, cuyas hazañas eran muy conocidas en la ciudad, la gente tuvo miedo y se retiró, dejando en paz al joven.

           Cuando el pastelero, que se llamaba El-Hadj Abdalá, vio al joven Hassan Badreddin y pudo examinarle a su gusto, quedó maravillado de su hermosura, encantos y dones naturales, y rebosante de cariño el corazón, le dijo: "oh, gentil mancebo, dime de dónde vienes. Nada temas, pero refiéreme tu historia, pues ya te quiero más que a mi misma vida". Hassan contó entonces toda su historia al pastelero Hadj Abdalá, desde el principio hasta el fin. Y el pastelero, profundamente maravillado, dijo a Hassan: "oh mi joven Badreddin, en verdad que esa historia es muy sorprendente y muy extraordinario tu relato. Pero te aconsejo, hijo mío, que a nadie se lo cuentes, pues es peligroso hacer confidencias. Te ofrezco mi tienda, y vivirás conmigo hasta que Alah se digne dar término a las desgracias que te afligen. Además, yo no tengo hijos, y me darás mucho gusto si quieres aceptarme por padre. Yo te adoptaría como hijo". A lo que Hassan respondió: "¡Aceptado! ¡Sea según tu deseo!".

           En seguida fue al zoco el pastelero, y compró trajes magníficos con que vestir al joven, y lo llevó a casa del kadí, y ante testigos adoptó a Hassan Badreddin. Hassan permaneció en la pastelería de Damasco como hijo del amo, cobrando el dinero de los parroquianos y vendiendo pasteles, tarros de dulce, fuentes llenas de crema y toda la confitería famosa de Damasco. Aprendió en seguida el oficio de pastelero, por las lecciones que había recibido de su madre, la mujer del visir Nureddin, cuando era niño. Toda la ciudad de Damasco elogió la hermosura de Hassan, el gallardo joven de Bassra, hijo adoptivo del pastelero, y la tienda de Hadj Abdalá llegó a ser la más frecuentada de todas las pastelerías de Damasco.

           Y esto fue todo lo de Hassan Badreddin.

DESGRACIAS DE SETT EL HOSN

           En cuanto a la recién casada Sett El-Hosn, hija del visir Chamseddin, he aquí lo que hubo de ocurrirle: Cuando se despertó Sett El-Hosn, la mañana siguiente a la noche de sus bodas, no encontró a su lado al hermoso Hassan, pero le aguardó muy tranquila al figurarse que había ido al baño. En aquel momento se presentó a saber de ella su padre, el visir Chamseddin, que llegaba muy inquieto. Llegaba poseído de indignación por la injusticia del sultán, que había obligado a casar a su hermosa Sett El-Hosn con el palafrenero jorobado. Y al entrar en las habitaciones de su hija, se dijo: "Como sepa que se ha entregado a ese inmundo jorobado, la mato".

           Golpeó en la puerta de la cámara nupcial, y llamó: "¡Sett El-Hosn!". Desde dentro, ella contestó: "¡Ya voy a abrir, padre mío!". Y levantándose en seguida, abrió la puerta. Parecía más hermosa que de costumbre, y mostraba resplandeciente el rostro y el alma, satisfecha por haber sentido las briosas caricias de aquel hermoso ciervo. E inclinándose ante su padre con coquetería, le besó las manos. Su padre, al verla tan contenta y no afligida por su unión con el jorobado, le dijo: "ah desvergonzada, ¿cómo te atreves a mostrarte con esa cara de alegría, después de haber dormido con ese horrendo jorobado?". Sett El-Hosn, al oirlo, se echó a reír, y exclamó: "Por Alah, padre mío, dejémonos de bromas. Bastante tengo con haber sido la irrisión de todos los invitados, a causa de mi supuesto marido, ese jorobado que no vale ni la cortadura de una uña de mi verdadero esposo de esta noche. ¡Oh, qué noche, cuán llena de delicias junto a mi amado! Basta, pues, de bromas padre mío. No me hables más del jorobado".

           El visir temblaba de coraje escuchando a su hija, y sus ojos estaban azules de furor cuando le dijo: "¿Qué dices, desdichada? ¿No pasaste aquí la noche con el jorobado?". Ella contestó: "Por Alah sobre ti, oh padre mío, que no me hables más del jorobado. ¡Confúndalo Alah, a él, a su padre, a su madre y a toda su familia! Sabe de una vez que estoy enterada de la superchería que te inventaste, para defenderme del mal de ojo". Y dio a su padre todos los pormenores de la boda y de cuanto le había ocurrido aquella noche, añadiendo: "¡Qué bien lo pasé sintiendo en mi regazo a mi adorado esposo, el hermoso joven de exquisitas maneras y espléndidos ojos!".

           Oído esto, gritó el visir: "Pero hija, ¿estás loca?, ¿sabes lo que dices? ¿Dónde se halla el joven a quien llamas tu esposo?". Sett El-Hosn respondió: "Ha ido al baño". Entonces el visir, muy alarmado, se precipitó fuera de la habitación y, corriendo hacia el baño, se encontró al jorobado que seguía inmóvil en el retrete, con los pies hacia arriba y la cabeza dentro del agujero. Estupefacto hasta más no poder, exclamó el visir: "¿Qué veo? ¿Eres tú, jorobeta?". Y como no le contestase, repitió esta pregunta en voz más alta. Pero el jorobado tampoco quiso contestar, porque seguía aterrado, creyendo que quien le hablaba era el efrit... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 22

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que Giafar prosiguió así la historia al califa Harún Al-Raschid:

           El cobarde jorobeta, creyendo que le hablaba el efrit, tenía un miedo horrible, y no se atrevía a contestar. Entonces el visir, muy enfurecido, le increpó: ¡Respóndeme, jorobado maldito, o te atravieso con este alfanje! Entonces el jorobado, sin sacar del agujero la cabeza, contestó desde dentro: "Por Alah, oh jefe de los efrits, tenme compasión. Te juro que te he obedecido sin moverme de aquí en toda la noche". Al oírle, el visir ya no supo qué pensar, y exclamó: "Pero, ¿qué está diciendo? No soy ningún efrit, sino el padre de la novia". Y el jorobado, dando un gran suspiro, contestó: "Pues márchate de aquí, que nada tengo que ver contigo. Y vete antes de que aparezca el terrible efrit, arrebatador de almas. Además, te odio, porque tú tienes la culpa de todas mis desdichas, al casarme con la querida de los búfalos, los asnos y los efrits. ¡Malditos seáis tú, tu hija y todos los que obran tan mal como vosotros!".

           El visir le dijo: "Pero, ¿estás loco? Sal de ahí, para que escuche bien eso que acabas de contar". El jorobado replicó: "Acaso esté loco; pero no lo estaré hasta el punto de moverme de este sitio sin permiso del terrible efrit. Porque me ha prohibido salir del agujero antes de que amanezca. Así, pues, vete y déjame en paz. Pero antes dime: ¿falta mucho para que salga el sol?". El visir, cada vez más perplejo, contestó: "Pero, ¿qué efrit es ese del cual hablas?". Entonces el jorobado contó su historia, su ida al retrete para hacer sus necesidades antes de entrar en el cuarto de la desposada, la aparición del efrit bajo las diversas formas de rata, gato, perro, asno y búfalo, y por fin la prohibición hecha y el trato sufrido. Y terminado el relato rompió a llorar.

           El visir se acercó al jorobado y, tirándole de los pies, le sacó del agujero. Y el jorobado, con la faz lastimosamente embadurnada de amarillo, gritó al visir: "¡Maldito seas tú y tu maldita hija, la amante de los búfalos!". Y por temor de que se le apareciese de nuevo el efrit, echó a correr con todas sus fuerzas, dando alaridos y sin atreverse a volver la cara. Y llegó al palacio, y fue a ver al sultán, y le explicó su aventura con el efrit.

           En cuanto al visir Chamseddin, regresó como loco al aposento de su hija Sett El-Hosn y le dijo: "Hija mía, noto que pierdo la razón. Aclárame lo sucedido". Entonces, Sett El-Hosn le dijo: "Sabe, oh padre mío, que el joven encantador que logró los honores de la boda durmió toda la noche conmigo, gozando mis primicias; y tendré seguramente un hijo de él. Y en prueba de lo que hablo, ahí en la silla tienes su turbante, y sus calzones en el diván. Además, en sus calzones encontrarás algo que ha escondido, y que yo no pude adivinar".

           A estas palabras, se dirigió el visir hacia la silla, sacó el turbante, y le dio vueltas en todos sentidos para examinarlo bien. Luego exclamó: "¡Es un turbante como el de los visires de Bassra y de Mussul!". Después, desenrolló la tela, y encontró un pliego que allí estaba cosido, el cual se apresuró a guardar. Examinó luego los calzones, encontrando en su bolsillo los mil dinares que el judío había dado a Hassan Badreddin. Y en el bolsillo había un papel, donde el judío había escrito lo siguiente: "Yo, comerciante, de Bassra (de Basora), declaro haber entregado la cantidad de mil dinares al joven Hassan Badreddin, hijo del visir Nureddin (a quien Alah haya recibido en Su misericordia), por el cargamento de la primera nave que arribé a Bassra". Al leer el papel, el visir Chamseddin lanzó un grito y quedó desmayado.

           Cuando volvió en sí, se apresuró a abrir el pliego que había encontrado en el turbante, e inmediatamente conoció la letra de su hermano Nureddin. Y empezó a llorar y a lamentarse, diciendo: "¡Pobre hermano mío, pobre hermano mío!". Cuando se hubo calmado, un poco después exclamó: "¡Alah es Todopoderoso!", y luego a su hija: "oh hija mía, ¿sabes el nombre de aquel a quien te has entregado esta noche? Pues es Hassan Badreddin, mi sobrino, el hijo de tu tío Nureddin. Y esos mil dinares son tu dote, ¡sea loado Alah!". Después recitó estas dos estrofas: Vuelvo a encontrar sus huellas, y al instante me domina el deseo! ¡Y al recordar la mansión de la dicha, derramo todas las lágrimas de mis ojos! Y pregunto, y grito, sin lograr respuesta: ¿Quién me ha arrancado lejos de él? ¡Oh! ¡tenga piedad de mí el autor de mis desventuras, y permítame que vuelva!

           En seguida leyó cuidadosamente la Memoria de su hermano, y encontró relatada toda la vida de Nureddin, y el nacimiento de su hijo Badreddin. Y quedó muy maravillado, sobre todo cuando contrastó las fechas anotadas por su hermano con las de su propio casamiento en El Cairo, y del nacimiento de Sett El-Hosn. Y vio que estas fechas concordaban perfectamente. Y tanto hubo de asombrarse, que se apresuró a ir en busca del sultán para contarle la historia y mostrarle aquellos papeles. El sultán también quedó asombrado, de tal modo que mandó a los escribas de palacio redactasen tan admirable historia para conservarla escrupulosamente en el archivo.

           En cuanto al visir Chamseddin, éste marchó a su casa y esperó en compañía de su hija el regreso de su sobrino Hassan Badreddin. Pero acabó por darse cuenta de que Hassan había desaparecido. Y no pudiendo explicarse la causa, se dijo: "Por Alah, qué aventura tan extraordinaria es esta aventura. No he conocido otra semejante"… Al llegar a este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y discreta interrumpió su relato, para no cansar al sultán Schahriar, rey de las islas de la India y de la China.

NOCHE 23

           Ella dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que Giafar al-Barmakí, visir del rey Harún Al-Raschid, prosiguió de este modo la historia que contaba al califa:

           Cuando el visir Chamseddin se convenció de que su sobrino Hassan Badreddin había desaparecido, se dijo: "Puesto que el mundo está hecho de vida y de muerte, nada tan oportuno como que procure que mi sobrino Hassan encuentre a su regreso esta vivienda igual que la ha dejado". Y el visir Chamseddin cogió un tintero, un cálamo y un pliego de papel, y anotó uno por uno todos los muebles y enseres de la casa, en esta forma: Tal armario está en tal sitio; tal cortina en tal otro, y así sucesivamente. Cuando terminó, selló el papel después de leérselo a su hija Sett El-Hosn, y lo guardó con mucho cuidado en la caja de los papeles. Después recogió el turbante, el gorro, los calzones, el ropón y el bolsillo, e hizo con todo ello un paquete, que guardó con el mismo esmero.

HISTORIA DE AGIB, HIJO DE BADREDDIN Y SETT EL HOSN

           Sett El-Hosn, la hija del visir, había quedado preñada, efectivamente, la primera noche de bodas. A los nueve meses cumplidos dio a luz un hijo tan hermoso como la luna, que se parecía a su padre en todo, en lo bello, lo gentil y lo perfecto. En seguida que nació lo lavaron las mujeres y le ennegrecieron los ojos con kohl. Después le cortaron el cordón umbilical, y lo confiaron a las criadas y a la nodriza. Y por su hermosura sorprendente se le llamó Agib, el Maravilloso.

           Cuando el admirable Agib llegó a cumplir los siete años de su edad, su abuelo Chamseddin le mandó a la escuela de un maestro muy famoso. Agib iba a la escuela acompañado diariamente del esclavo negro Said, eunuco de su padre, para regresar a su casa al mediodía y al anochecer. Y así fue a la escuela durante cinco años, hasta cumplir los doce. A todo esto, los demás niños de la escuela no podían soportar a Agib, que les pegaba y les insultaba y les decía: "¿Cuál de vosotros puede compararse conmigo? Mi padre es el visir de Egipto". Al fin se reunieron los niños y fueron a quejarse al maestro contra la conducta de Agib. Y el maestro, al ver que sus exhortaciones al hijo del visir no daban resultado, sin atreverse a despedirle, por ser quien era, dijo a los otros niños: "Os voy a indicar una cosa que en cuanto se la digáis le impedirá volver a la escuela. Mañana a la hora del recreo os reuniréis todos en torno a Agib y os diréis los unos a los otros: "Por Alah, que vamos a jugar a un juego maravilloso. Pero para jugarlo es preciso que diga en alta voz cada uno su nombre, y el nombre de su padre y de su madre. Pues el que no pueda decir el nombre de su padre y de su madre, será considerado como hijo adulterino y no jugará con nosotros".

           Aquella mañana, cuando Agib llegó a la escuela, todos los niños se reunieron a su alrededor y le dijeron: "¡Vamos a jugar a un juego maravilloso! Pero nadie podrá jugar sino con la condición de decir su nombre y los de sus padres. ¡Empecemos, uno a uno!". Y le guiñaron el ojo. Avanzó uno de los niños y dijo: "Me llamo Nahib, mi madre se llama Nahiba y mi padre Izeddin". Otro dijo: "Me llamo Naguib, mi madre se llama Gamila y mi padre Mustafá". Y el tercero y el cuarto y los otros se expresaron en la misma forma. Cuando le tocó el turno a Agib, dijo orgullosamente: "Yo soy Agib, mi madre se llama Sett El-Hosn y mi padre se llama Chamseddin, visir de Egipto". Todos los niños replicaron: "¡No, por Alah, el visir no es tu padre!". Agib gritó enfurecido: "Alah os confunda, el visir es mi padre!" Pero los niños comenzaron a reírse y a palmotear, y le volvieron la espalda, gritando: "Vete, vete, ¡no sabes cómo se llama tu padre! ¡Chamseddin no es tu padre sino tu abuelo, el padre de tu madre! ¡No jugarás con nosotros!". Y los niños se desbandaron, riendo a carcajadas.

           Entonces Agib sintió que se le oprimía el pecho y le ahogaban los sollozos. Y en seguida se le acercó el maestro, y le dijo: "Pero Agib, ¿no sabías que el visir no es tu padre, sino tu abuelo? A tu padre, ni tú, ni nosotros, ni nadie le conoce. De modo que, oh mi querido Agib, nadie sabe el nombre de tu padre. Sé, pues, humilde ante Alah y con tus compañeros, que te miran como a hijo adulterino. Considera que te hallas en la misma situación que un niño vendido en el mercado y que ignora quién es su padre. Sabe pues, que el visir Chamseddin no es más que tu abuelo, y que a tu padre nadie lo conoce. Y en adelante procura ser modesto".

           Después de oír al maestro de escuela, Agib salió corriendo a casa de su madre Sett El-Hosn, llorando tanto que no pudo al principio articular palabra. Entonces su madre empezó a consolarle, y viéndole tan conmovido, se le llenó el corazón de lástima y le dijo: "¡Hijo mío, cuéntale a tu madre la causa de tu pena!" Y le besó y le acarició. Entonces el pequeño le dijo: "Dime, madre, ¿quién es mi padre?". Y Sett El-Hosn, muy asombrada, le dijo: "¡Pues el visir!". Agib le contestó, ahogado por el llanto: "¡No, ese no es mi padre, no me ocultes la verdad! ¡El visir es tu padre, pero no el mío! Si no me dices la verdad, con este puñal me mataré ahora mismo". Y Agib le repitió a su madre las palabras del maestro de escuela.

           Entonces, la hermosa Set El-Hosn recordó su noche de bodas y la belleza y encantos del maravilloso Hassan Badreddin El-Bassrauí, y lloró muy emocionada, suspirando estas estrofas: ¡Encendió el deseo en mi corazón, y se ausentó muy lejos! ¡Y se ausentó hacia lo más distante de nuestra morada! ¡Mi pobre razón no he de recobrarla hasta que él vuelva! ¡Y aguardándole, he perdido asimismo el sueño reparador y toda la paciencia! ¡Me abandonó, y con él me abandonó la dicha, arrebatándome la tranquilidad! ¡Y desde entonces perdí todo reposo! ¡Me dejó, y las lágrimas de mis ojos lloran su ausencia, y al correr, sus arroyos llenan los mares; ¡Que no pasa un día que mi deseo me empuje hacia él y palpite mi corazón con el dolor de su ausencia! ¡Por eso su imagen se alza frente a mí, y al mirarla, aumentan mi cariño, mi anhelo y mis recuerdos! ¡Oh! ¡su imagen amada es siempre lo primero que se presenta a mis ojos en la primera hora de la mañana! ¡Y así ha de ser siempre, pues no tengo otro pensamiento ni otros amores!

           Después prosiguió en sus sollozos. Y Agib, viendo llorar a su madre, se echó a llorar también. Y mientras los dos estaban llorando, entró en la habitación el visir Chamseddin, que había oído los llantos y las voces. Y al ver cómo lloraban, se le oprimió el corazón, y dijo muy alarmado: "Hijos míos, ¿por qué lloráis así?". Entonces Sett El-Hosn le refirió la aventura de Agib con los chicos de la escuela. Y el visir, al oírla, se acordó de todas las desventuras pasadas, las que le habían ocurrido a él, a su hermano Nureddin, a su sobrino Hassan Badreddin, y por último a su nieto Agib. Y al reunir todos estos recuerdos no pudo menos de llorar también. Tras lo cual fue muy desesperado en busca del emir para contarlo lo que pasaba, diciéndole que aquella situación no podía durar, ni por su buen nombre ni por el de sus hijos; y le pidió su venia para partir hacia los países de Levante, y llegar a la ciudad de Bassra (Basora), en donde pensaba encontrar a su sobrino Hassan Badreddin.

           Rogó asimismo que el sultán le escribiera unos decretos que le permitiesen realizar por los países las gestiones necesarias para encontrar y traerse a su sobrino. Y como no cesaba en su amargo llanto, se enterneció el sultán y le concedió los decretos. Después de darle gracias mil y hacer votos por su engrandecimiento, prosternándose ante él y besando la tierra entre sus manos, el visir se despidió. Inmediatamente hizo los preparativos para la marcha y partió con su hija Sett El-Hosn y con Agib.

           Anduvieron el primer día y el segundo y el tercero, y así sucesivamente, en dirección a Damasco, y por fin llegaron sin dificultades a Damasco. Y se detuvieron cerca de las puertas, en el Meidán de Asba, donde armaron sus tiendas para descansar dos días antes de seguir el camino. Damasco les pareció una ciudad admirable, llena de árboles y aguas corrientes, siendo en realidad como la cantó el poeta: ¡He pasado un día y una noche en Damasco! ¡Damasco! ¡Su creador juró no hacer en adelante nada parecido! ¡La noche cubre amorosamente a Damasco con sus alas! ¡Y cuando llega el día, tiende por encima la sombra de sus árboles frondosos! ¡El rocío en las ramas de. estos árboles no es rocío, sino perlas, perlas que caen como copos de nieve a merced de la brisa que las empuja! ¡En sus bosques luce la Naturaleza todas sus galas: el ave da su lectura matutina; el agua es como una página blanca abierta; la brisa responde y escribe lo que dicta el ave, y las blancas nubes derraman gotas para la escritura!

           La servidumbre del visir fue a visitar los zocos de la ciudad para comprar lo que necesitaban, y vender las cosas traídas de Egipto. Tampoco dejaron de bañarse en los hammams (los baños) famosos, ni de visitar la mezquita de los Bani-Ommiah (dinastia de califas de Damasco), situada en el centro de la población, y que no tiene igual en todo el mundo.

           Agib marchó también a la ciudad para distraerse, acompañado de su fiel eunuco Said. El eunuco le seguía muy próximo, y llevaba en la mano un látigo capaz de matar a un camello, pues sabía la fama que tienen los habitantes de Damasco, y con aquel látigo quería impedirles acercarse a su amo y al hermoso Agib. Y efectivamente, no se engañaba, pues apenas hubieron visto al hermoso Agib, los habitantes de Damasco se percataron de lo encantador y gracioso que era, hallándole más suave que la brisa del Norte, más delicioso que el agua fresca para el paladar del sediento y más grato que la salud para el convaleciente. Y en seguida la gente de la calle, de las casas y de las tiendas siguieron a Agib, sin dejarle, a pesar del látigo del eunuco. Y otros corrían para adelantarse y se sentaban en el suelo, a su paso, para contemplarle más tiempo y mejor. Al fin, por voluntad del destino, Agib y el eunuco llegaron a una pastelería, donde se detuvieron para escapar de tan indiscreta muchedumbre.

           Precisamente aquella pastelería era la de Hassan Badreddin, padre de Agib. Había muerto el anciano pastelero que adoptó a Hassan, y éste había heredado la tienda. Aquel día Hassan estaba ocupado en preparar un plato delicioso con granos de granada y otras cosas azucaradas y sabrosas. Y cuando vio pararse a Agib y al eunuco, quedó encantado con la hermosura de Agib, y no solamente encantado sino conmovido con una emoción cordial y extraordinaria, que le hizo exclamar lleno de cariño: "oh mi joven señor, acabas de conquistar mi corazón y reinas para siempre en lo íntimo de mi ser, sintiéndome atraído hacia ti desde el fondo de mis entrañas. ¿Quieres honrarme entrando en mi tienda? ¿Quieres hacerme la merced de probar mis dulces, sencillamente por piedad?". Hassan, al decir esto, sentía que, sin poder remediarlo, sus ojos se arrasaban en lágrimas, y lloró mucho al recordar entonces su pasado y su situación presente.

           Cuando Agib oyó las palabras de su padre, se le enterneció también el corazón, y volviéndose hacia el esclavo, le dijo: "Said, este pastelero me ha enternecido. Se me figura que ha de tener algún hijo ausente y que yo le recuerdo este hijo. Entremos, pues, en su tienda para complacerte, y probemos lo que nos ofrece. Y si aliviamos con esto su pena, es probable que Alah se apiade a su vez de nosotros y haga que logren buen éxito las pesquisas para encontrar a mi padre". Pero Said, al oír a Agib, exclamó: "oh mi señor, no hagamos eso. Por Alah, de ningún modo. No es propio del hijo de un visir entrar en una pastelería del zoco, y menos todavía comer públicamente en ella. ¡Oh, no puede ser! Si lo haces por temor a estas gentes que te siguen, y por eso quieres entrar en esa tienda, ya sabré yo espantarlas y defenderte con mi látigo. ¡Pero lo que es entrar en la pastelería, en modo alguno!".

           Hassan Badreddin se afectó muchísimo al oír al eunuco. Y volviéndose hacia él, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: "oh eunuco, ¿por qué no quieres apiadarte y darme el gusto de entrar en mi tienda? ¿Por que eres negro por fuera y blanco por dentro? Yo te elogiaré como bien supieron hacerlo nuestros poetas". Entonces el eunuco se echó a reír a carcajadas, y exclamó: "¿Es eso verdad? ¿Podrás hacerlo? Por Alah, apresúrate a decírmelo". En seguida, Hassan le recitó estos versos admirables en loor de los eunucos: ¡Su cortesía exquisita, la dulzura de sus modales y su noble apostura han hecho de él el guardián respetado de las casas de los reyes! ¡Y para el harén, qué servidor tan incomparable! ¡Tal es su gentileza que los ángeles del cielo bajan a su vez para servirle! En efecto, estos versos eran tan maravillosos y tan oportunos, y fueron tan admirablemente recitados por Hassan, que el eunuco se conmovió y se sintió halagadísimo, hasta el punto de que, cogiendo de la mano a Agib, entró con él en la tienda.

           Hassan Badreddin se conmovió de alegría, y se apresuró a hacer cuanto pudo para honrarlos. Cogió un tazón de porcelana de los más ricos, lo llenó de granos de granada preparados con azúcar y almendras mondadas perfumado todo deliciosamente, y muy en su punto, y lo presentó sobre la más suntuosa de sus bandejas de cobre repujado. Y al verlos comer con manifiesta satisfacción, se sintió muy halagado y muy complacido, y exclamó: "oh, qué honor para mí, ¡qué fortuna la mía! Que os sea tan agradable como provechoso".

           Agib, después de probar los primeros bocados, invitó a sentarse al pastelero, y le dijo: "Puedes quedarte con nosotros y comer con nosotros. Porque Alah lo tendrá en cuenta, haciendo que encontremos lo que buscamos". Hassan Badreddin se apresuró a replicar: "oh, joven criatura, ¿acaso lamentas ya, siendo tan joven, la pérdida de un ser querido? ". Agib contestó: "oh buen hombre, la ausencia de un ser querido ha destrozado mi corazón, ¡y ese ser por quien lloro es nada menos que mi padre! Mi abuelo y yo hemos abandonado nuestro país para recorrer todas las comarcas en su busca". Y Agib, al recordar su desgracia, rompió a llorar, mientras que Badreddin, emocionado por aquel dolor, lloraba también. Y hasta el eunuco inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Sin embargo, hicieron los honores al magnífico tazón de granada perfumada, dispuesta con tanto arte. Y comieron hasta la saciedad, pues tan exquisita estaba.

           Como apremiaba el tiempo, Hassan no pudo saber más, porque el eunuco hizo que Agib partiese con él hacia las tiendas del visir. Apenas se hubo marchado Agib, Hassan sintió que su alma se iba con él, y no pudo sustraerse al deseo de seguirle. Cerró en seguida su tienda, y sin sospechar que Agib era su hijo, marchó a buen paso, para alcanzarles antes de que hubiesen traspuesto la puerta principal de la ciudad.

           Entonces el eunuco se apercibió de que el pastelero les seguía, y volviéndose hacia él, le dijo: "Pastelero, ¿por qué nos sigues?". Badreddin respondió: "Tengo que despachar un asunto fuera de la ciudad, y he querido alcanzaros para que vayamos juntos y regresar después en seguida. Además, vuestra partida me ha arrancado el alma del cuerpo". Estas palabras indignaron profundamente al eunuco, que pensó para sí: "Parece que va a salirnos muy caro el dichoso dulce. ¡Qué maldito tazón, este hombre nos lo va a amargar!, y he aquí que ahora nos seguirá a todas partes" Entonces Agib, al volverse y ver al pastelero, se puso muy colorado y balbuceó: "¡Déjalo, Said, que el camino de Alah es libre para todos los musulmanes!". Y le añadió: "Si viene hasta las tiendas, ya no habrá duda de que nos persigue, y entonces lo echaremos". Dicho esto, Agib bajó la cabeza y continuó andando, y el eunuco marchaba a pocos pasos detrás de él.

           En cuanto a Hassan, no dejó de seguirles hasta el Meidán de Hasba, donde estaban las tiendas. Y entonces Agib y el eunuco se volvieron, viéndole a pocos pasos detrás de ambos. Esta vez acabó por enfadarse Agib, temiendo que el eunuco contase a su abuelo que habían entrado en una pastelería y que el pastelero les había seguido. Y asustado de que esto ocurriese, cogió una piedra y volvió a mirar a Hassan, que seguía inmóvil, contemplándole siempre con una extraña luz en los ojos.

           Agib, sospechando que esta llama de los ojos del pastelero era una llama equívoca, se puso aún más furioso, y lanzó con toda su fuerza la piedra contra él, hiriéndole de gravedad en la frente. Tras lo cual, Agib y el eunuco huyeron hacia las tiendas. Hassan Badreddin cayó al suelo desmayado, y con la cara cubierta de sangre. Cuando volvió en sí, se restañó la sangre, y con un trozo de su turbante se vendó la herida. Después comenzó a reconvenirse de este modo: "Verdaderamente, toda la culpa la tengo yo. He procedido muy mal al cerrar la tienda y seguir a ese hermoso muchacho, haciéndole creer que le acosaba con fines sospechosos". Y suspiró: "¡Alah karim!" (Dios es generoso). Luego regresó a la ciudad, abrió la tienda y siguió preparando sus pasteles y vendiéndolos como antes hacía, pensando siempre, lleno de dolor, en su pobre madre, que en la ciudad de Basara le había enseñado desde muy niño las primeras lecciones del arte de la pastelería. Y se puso a llorar, recitando para consolarse esta estrofa: ¡No pidas justicia al infortunio! ¡Sólo hallarás el desengaño! ¡Porque el infortunio jamás te hará justicia!

           En cuanto al visir Chamseddin, tío del pastelero Hassan Badreddin, transcurridos los tres días de descanso en Damasco, dispuso que levantasen el campamento del Meidán, y continuando su viaje a Bassra, siguió el camino de Homs, luego el de Hama y por fin el de Alepo, haciendo investigaciones en todas partes. De Alepo marchó a Mardin, después a Mossul y luego a Diyarbakir. Y llegó por último a la ciudad de Bassra (Basora). Entonces, apenas hubo descansado, se apresuró a presentarse al sultán de Bassra, que le recibió con mucha amabilidad, preguntándole el motivo de su viaje. Chamseddin le relató toda la historia, y le dijo que era hermano de su antiguo visir Nureddin. Al oír el nombre de Nureddin exclamó el sultán: "Alah lo tenga en su gracia". Y añadió: "Efectivamente, Nureddin fue mi visir, y lo quise mucho, y murió hace quince años. Dejó un hijo llamado Hassan Badreddin, que era mi favorito predilecto; mas un día desapareció, y no hemos vuelto a saber de él. Pero en Bassra está todavía su madre, la esposa de tu hermano, e hijos de mi antiguo visir, el antecesor de Nureddin".

           Esta noticia colmó de alegría a Chamseddin, que dijo: "oh rey, quisiera ver a mi cuñada". Y el rey lo consintió. Chamseddin corrió a casa de su difunto hermano, inmediatamente después de haber averiguado las señas. No tardó en llegar, pensando todo el camino en Nureddin, muerto lejos de él, con la tristeza de no poder abrazarle y recitando estas estrofas: ¡Oh! ¡Vuelva yo a la morada de mis antiguas noches! ¡Logre yo besar sus paredes! ¡Pero no es el amor a estos muros de la casa querida el que me ha herido en mitad del corazón, sino el amor al que en ella vivía!

           Atravesó Chamseddin la puerta principal, llegando a un gran patio, en cuyo fondo se alzaba la morada. La puerta era una maravilla de arcadas de granito, embellecida con mármoles de todos los colores. En el umbral, sobre una magnífica losa de mármol, vio el nombre de su hermano Nureddin grabado con letras de oro. Se inclinó para besar aquel nombre, y se afectó mucho, recitando estas estrofas: ¡Todas las mañanas pido noticias suyas al sol que sale! ¡Y todas las noches se las pido al relámpago que brilla! ¡Cuando duermo, hasta cuando duermo, el deseo, el aguijón del deseo, el peso del deseo, la sierra afilada del deseo trabaja en mí!! ¡Y nunca calma estos dolores! ¡Oh dulce amigo! ¡No prolongues más la dura ausencia! ¡Mi corazón está destrozado, cortado en pedazos, por el dolor de este ausencia! ¡Oh! ¡Qué día. bendito, qué día tan incomparable sería aquel en que al fin pudiéramos reunirnos! ¡Pero no temas que por tu ausencia se haya llenado mi corazón con el amor de otro! ¡Mi corazón no es bastante grande para encerrar otro amor!

           Después entró Chamseddin en la casa y atravesó varios aposentos, hasta llegar a aquel en que estaba generalmente su cuñada, la madre de Hassan Badreddin El Bassrauí. Desde la desaparición de su hijo, se había encerrado en aquella estancia, y allí pasaba días y noches en continuo llanto. Y había mandado construir en medio de la habitación un pequeño edificio con su cúpula, para que figurase la tumba de su pobre hijo, al cual creía muerto desde mucho tiempo atrás. Allí dejaba transcurrir entre lágrimas su vida, y allí, extenuada por el dolor, abatía la cabeza aguardando la muerte.

           Al llegar junto a la puerta, Chamseddin oyó a su cuñada, que con voz doliente recitaba estos versos: ¡Oh tumba! ¡Dime, por Alah, si han desaparecido la hermosura y los encantos de mi amigo! ¿Se desvaneció para siempre el magnífico espectáculo de su belleza? ¡Oh tumba! No eres seguramente el jardín de las delicias ni el elevado cielo; pero dime, ¿cómo veo resplandecer dentro de ti la luna y florecer el ramo?

           Entonces entró el visir Chamseddin, saludó a su cuñada con el mayor respeto, y la enteró de que era el hermano de su esposo Nureddin. Después le refirió toda la historia, haciéndole saber que Hassan, su hijo, se había acostado una noche con su hija Sett El-Hosn y había desaparecido por la mañana, y Sett El-Hosn quedó preñada y parió a Agib. Después añadió: "Agib ha venido conmigo. Es tu hijo, por ser el hijo de tu hijo y mi hija".

           La viuda, que hasta aquel momento había estado sentada, como una mujer de riguroso luto que renuncia a los usos sociales, al saber que vivía su hijo y que su nieto estaba allí y tenía delante a su cuñado el visir de Egipto, se levantó apresuradamente y se echó a los pies de Chamseddin, besándole y recitando en su honor estas estrofas: ¡Por Alah! ¡Colma de beneficios a aquel que acaba de anunciarme esta nueva feliz, pues para mí es la noticia más dichosa y mejor de cuantas pueden oírse! ¡Y si le agradan los regalos, puedo hacerle el de un corazón desgarrado por las ausencias!

           El visir ordenó que buscasen en seguida a Agib, y cuando éste se presentó, su abuela se abrazó a él llorando. Y Chamseddin le dijo: "oh señora, no es el momento de llorar, sino de que prepares tu viaje a Egipto en compañía de nosotros. ¡Y quiera Alah reunirnos con tu hijo y sobrino mío Hassan!". La abuela de Agib respondió: "Escucho y obedezco". Y en el mismo instante fue a disponer todas las cosas necesarias, los víveres y toda su servidumbre, no tardando en hallarse dispuesta.

           El visir Chamseddin fue a despedirse del sultán de Bassra, y el sultán le entregó muchos regalos para él y para el sultán de Egipto. Después Chamseddin, las dos damas y Agib emprendieron la marcha acompañados de todo su séquito. Y no se detuvieron hasta llegar nuevamente a Damasco. Hicieron alto en la plaza de Kanun, armaron las tiendas y dijo el visir: "Ahora nos detendremos en Damasco, para tener tiempo de comprar regalos como se los merece el sultán de Egipto". Y mientras el visir recibía a los ricos mercaderes que habían acudido para ofrecerles sus géneros, Agib dijo al eunuco: "Baba Said, tengo ganas de distraerme un rato. Vámonos al zoco para saber qué novedades hay y qué le ocurrió a aquel pastelero cuyos dulces nos comimos, teniendo que agradecerle su hospitalidad con una pedrada en la cabeza. Realmente, le devolvimos mal por bien". Y el eunuco respondió: "Escucho y obedezco".

           Agib obraba por un ciego impulso, como movido por un cariño filial inconsciente. Llegados a la ciudad, anduvieron por todos los zocos hasta que encontraron la pastelería. Era la hora en que los creyentes marchaban a la mezquita de los Baní-Ommiah para la oración del asr. Y precisamente en dicho momento estaba Hassan Badreddin en su tienda, ocupado en confeccionar el mismo plato delicioso de la otra vez: granos de granada con almendras, azúcar y perfumes en su punto. Entonces Agib pudo observar al pastelero, y ver en su frente la cicatriz de la pedrada con que le había herido. Y se le enterneció más el corazón, hasta que desde la puerta le dijo: "oh pastelero, la paz sea contigo. El interés que me inspiras hace venir a saber de ti. ¿No me recuerdas?". Apenas lo vio Hassan, se le conmovieron las entrañas, le palpitó el corazón desordenadamente, abatió la cabeza hacia el suelo, y su lengua, pegada al paladar, le impidió decir palabra. Por fin hubo de levantar la vista hacia el muchacho, y sumisa y humildemente recitó estas estrofas: ¡Pensé reconvenir a mi amante, pero en cuanto lo vi lo olvidé todo, pude dominar mi lengua ni mis ojos! ¡He callado y bajé los ojos ante su apostura imponente y altiva, y quise disimular lo que sentía pero no lo pude conseguir! ¡He aquí cómo después de haber escrito pliegos y pliegos de reconvenciones, al hallarle ante mi me fue imposible leer ni una palabra!

           Luego añadió: "oh mis señores, ¿queréis entrar por condescendencia, y probar este plato? Porque, por Alah, apenas te he visto, oh lindo muchacho, mi corazón se ha inclinado hacia ti, como la otra vez. Me arrepiento de haber cometido la locura de seguirte". Agib contestó: "Por Alah, que eres un amigo peligroso. Por unos dulces que nos diste, estuvo en poco que nos comprometieras. Pero ahora no entraré, ni comeré nada en tu casa, como no jures que no saldrás detrás de nosotros como la otra vez. Y sabe que de otra manera nunca volveremos aquí, porque vamos a pasar toda la semana en Damasco, a fin de que mi abuelo pueda comprar regalos para el sultán". Entonces Badreddin exclamó: "¡Lo juro ante vosotros!". En seguida, Agib y el eunuco entraron en la tienda, y Badreddin les ofreció una tarrina de granos de granada, su deliciosa especialidad. Agib le dijo: "Ven, y come con nosotros. Y así puede que Alah conceda el éxito a nuestras pesquisas".

           Hassan se sintió muy feliz al sentarse frente a ellos, pero no dejaba ni un instante de contemplar a Agib. Lo miraba de un modo tan extraño y persistente que Agib, cohibido, le dijo: "Por Alah, ¡qué enamorado tan pesado y tan molesto eres! Ya te lo dije la otra vez. No me mires de esa manera, pues parece que quisieras devorar mi cara con tus ojos". Y a sus frases respondió Badreddin con estas estrofas: ¡En lo más profundo de mi corazón hay para ti un secreto que no puedo revelar, un pensamiento íntimo y oculto que nunca traduciré en palabras! ¡Oh tú, que humillas a la brillante luna, orgullosa de su belleza, ¡oh tú, rostro radiante, que avergüenzas a la mañana y a la resplandeciente aurora! ¡Te he consagrado un culto mudo; te dediqué, ¡oh vaso selecto! un signo mortal y unos votos que de continuo se acrecientan y embellecen! ¡Y ahora ardo y me derrito por completo! ¡Tu rostro es mi paraíso! ¡Estoy seguro de morir de esta sed abrasadora! ¡Y sin embargo, tus labios podrían apagarla y refrescarme con su miel!

           Terminadas estas estrofas, recitó otras no menos admirables, en otro sentido y dirigidas al eunuco. Y así estuvo diciendo versos durante una hora, tan pronto dedicados a Agib como al esclavo. Cuando sus huéspedes se hubieron saciado, Hassan se levantó a fin de traerles lo indispensable para que se lavasen. Y al efecto les presentó un hermoso jarro de cobre muy limpio; les echó agua perfumada en las manos y se las limpió después con una hermosa toalla de seda que le pendía de la cintura. Y en seguida les roció con agua de rosas, sirviéndose de un aspersorio de plata que guardaba cuidadosamente en el estante más alto de su tienda, sacándolo nada más que en las ocasiones solemnes.

           No contento aún, salió un instante para volver en seguida, trayendo en la mano dos alcarrazas llenas de sorbete de agua de rosas, y les ofreció una a cada uno, diciendo: "Aceptadlo y coronad así vuestra condescendencia". Entonces Agib cogió una alcarraza y bebió, y luego se la entregó al eunuco, que bebió y se la entregó otra vez a Agib, que bebió y se la volvió a entregar al esclavo, y así sucesivamente, hasta que llenaron bien el vientre y se vieron hartos como nunca lo habían estado en su vida. Y por último, dieron las gracias al pastelero, y se retiraron muy de prisa para llegar al campamento antes de que se pusiese el sol.

           Llegados a las tiendas, Agib se apresuró a besar la mano de su abuela y a su madre Sett El-Hosn. Y la abuela le dio otro beso, acordándose de su hijo Badreddin, y hubo de suspirar y llorar mucho. Y después recitó estas dos estrofas: ¡Si no tuviese la esperanza de que los objetos separados han de reunirse algún día, nada habría aguardado yo desde que te fuiste! ¡Pero hice el juramento de que no entraría en mi corazón más amor que el tuyo! ¡Y Alah, mi señor, que conoce todos los secretos puede atestiguar que lo he cumplido!

           Después le dijo a Agib: "Hijo mío, ¿por dónde estuviste?". Él le contestó: "Por los zocos de Damasco". Ella le replicó: "Ya debes temer mucho apetito". Y se levantó y le trajo una terrina llena del famoso dulce de granada, deliciosa especialidad en que era muy diestra, y cuyas primeras nociones había dado a su hijo Badreddin siendo él muy niño. Y ordenó al eunuco: "Puedes comer con tu amo Agib". El eunuco, haciendo muecas, se decía: "Por Alah, que no podré comer ni un bocado". Pero fue a sentarse junto a su señor.

           Agib, que se había sentado también, se encontraba con el estómago lleno de cuanto había comido y bebido en la pastelería. Sin embargo, tomó un poco de aquel dulce, aunque no pudo tragarlo por lo harto que estaba. Además, le pareció muy poco azucarado. Así que, haciendo un gesto de repugnancia, dijo a su abuela: "oh abuela, este dulce no está bien hecho". La abuela, despechada, exclamó: "¿Cómo te atreves a decir que no están bien hechos mis dulces? ¿Ignoras que no hay en el mundo quien me iguale en el arte de la repostería y la confitería, como no sea tu padre Hassan Badreddin, y eso que yo le enseñé?". Agib repuso: "Por Alah, abuela, que a este plato le falta algo de azúcar. No se lo digas a mi madre ni a mi abuelo, pero sabe que acabamos de comer en el zoco, donde un pastelero nos ha obsequiado con este mismo plato. ¡Ah!, ¡sólo su perfume ensanchaba el corazón! Y su sabor delicioso habría despertado el apetito de un enfermo. Realmente, este plato preparado por ti no se le puede comparar ni con mucho, abuela mía". Y la abuela, enfurecida al oír estas palabras, lanzó una terrible mirada al eunuco Said y le dijo...

           En este momento de su narración, Schehrazada se calló discretamente.

           Entonces su hermana, la joven Doniazada, le dijo: "oh hermana mía, cuán dulces y agradables son tus palabras, y cuán delicioso y encantador ese cuento". Schehrazada sonrió y dijo: "Sí, hermana mía, pero nada vale comparado con lo que os contaré la próxima noche, si vivo aún, por merced de Alah y gusto del rey". Y el rey dijo para sí: "Por Alah, que no la mataré antes de oír la continuación de su historia, pues realmente es una historia en extremo asombrosa y extraordinaria". Después, el rey Schahriar y Schehrazada pasaron enlazados el resto de la noche, hasta que salió el sol.

NOCHE 24

           Al sol siguiente, el rey Schahriar fue a la sala de sus justicias, y se llenó el diwán con la multitud de visires, chambelanes, guardias y gente de palacio. Y el rey juzgó y dispuso nombramientos y destituciones, y gobernó y despachó los asuntos pendientes, hasta que hubo acabado el día. Luego se levantó del diwán, regresó al palacio, y cuando llegó la noche fue a buscar a Schehrazada, no dejando de hacer con ella su cosa acostumbrada.

           La joven Doniazada, en cuanto se hubo terminado la cosa, se apresuró a levantarse del tapiz y dijo a Schehrazada: "oh hermana mía, te suplico que termines ese cuento tan sabroso de la historia del bello Hassan Badreddin y de su mujer, la hija de su tío Chamseddin. Estabas precisamente en estas palabras: "La abuela lanzó una terrible mirada al eunuco Said, y le dijo...". ¿Qué le dijo?

           Y Schehrazada, sonriendo a su hermana, repuso: "La proseguiré de todo corazón y buena voluntad, pero no sin que este rey tan bien educado me lo permita". Entonces el rey, que aguardaba impaciente el final del relato, dijo a Schehrazada: "Puedes hablar".

REENCUENTRO DE BADREDDIN Y SETT EL HOSN

           Y Schehrazada dijo: He llegado a saber, oh rey afortunado, que la abuela de Agib se encolerizó mucho, miró al esclavo eunuco de una manera terrible, y le dijo: "¡Desdichado! ¡Así has pervertido a este niño! ¿Cómo te atreviste a hacerle entrar en tiendas de cocineros o pasteleros?". A estas palabras de la abuela de Agib, el eunuco, muy asustado, se apresuró a negar, y dijo: "No hemos entrado en ninguna pastelería; no hicimos más que pasar por delante". Pero Agib insistió tenazmente: "Por Alah, que hemos entrado y hemos comido muy bien". Y maliciosamente añadió: "Y te repito, abuela, que aquel dulce estaba mucho mejor que este que nos ofreces".

           Entonces la abuela se marchó indignada en busca del visir, para enterarle de aquel terrible delito del eunuco de alquitrán. Y de tal modo excitó al visir contra el esclavo, que Chamseddin, hombre de mal genio, y que solía desahogarse a gritos contra la servidumbre, se apresuró a marchar con su cuñada en busca de Agib y del eunuco. Y exclamó: "¡Said! ¿Es cierto que entraste con Agib en una pastelería?". El eunuco, aterrado, dijo: "No es cierto, no hemos entrado". Pero Agib, maliciosamente, repuso: "¡Sí que hemos entrado! Y además, ¡hemos comido sin parar! ¡Ay, abuela! Tan rico estaba, que nos hartamos hasta la nariz. Y luego hemos tomado un sorbete delicioso, con nieve y de lo más exquisito. Y el complaciente pastelero no economizó en nada el azúcar, como la abuela". Entonces aumentó la ira del visir, y volvió a preguntar al eunuco, que seguía negando. En seguida, el visir le dijo: "¡Said! Eres un embustero. Has tenido la audacia de desmentir a este niño, que dice la verdad, y sólo podría creerte si te comieras toda esta tarrina preparada por mi cuñada. Así me demostrarías que te hallas en ayunas".

           Entonces Said, aunque ahíto por la comilona en casa de Badreddin, quiso someterse a la prueba. Y se sentó frente a la tarrina dispuesto a empezar. Pero hubo de dejarlo al primer bocado, pues estaba hasta la garganta. Y tuvo que arrojar el bocado que tomó, apresurándose a decir que la víspera había comido tanto en el pabellón con los demás esclavos, que había cogido una indigestión. El visir comprendió en seguida que el eunuco había entrado realmente aquel día en la tienda del pastelero. Y ordenó que los otros esclavos lo tendiesen en tierra, y él mismo, con toda su fuerza, le propinó una gran paliza. El eunuco, lleno de golpes, pedía piedad, pero seguía gritando: "oh mi señor, es cierto que cogí una indigestión". Y como el visir ya se cansaba de pegarle, se detuvo y le dijo: "¡Vamos, confiesa la verdad!" Entonces el eunuco se decidió y dijo: "Sí, mi señor, es verdad. Hemos entrado en una pastelería en el zoco. Y lo que se nos dio allí de comer era tan rico, que en mi vida probé una cosa semejante. ¡No como este plato horrible y detestable, que qué malo está, por Alah!".

           El visir se echó a reír de muy buena gana; pero la abuela no pudo dominar su despecho, y dijo: "¡Calla, embustero! ¡A que no traes un plato como éste! Todo eso que has dicho no es más que una invención tuya. Vé, si no, a buscar una tarrina de ese mismo dulce. Y si la traes, podremos comparar mi trabajo y el de ese pastelero. Mi cuñado será quien juzgue". El eunuco contestó: "No hay inconvenientes".

           Entonces la abuela le dio medio dinar y una terrina de porcelana, vacía. Y el eunuco salió marchando a la pastelería, donde dijo al pastelero: "He aquí que acabamos de apostar en favor de ese plato de granada que sabes hacer, contra otro que han preparado los criados. Aquí tienes medio dinar, pero preséntalo con toda tu pericia, pues si no, me apalearán de nuevo. Todavía me duelen las costillas". Entonces Hassan se echó a reír y le dijo: "No tengas cuidado; sólo hay en el mundo una persona que sepa hacer este dulce, y es mi madre. Pero está en un país muy lejano".

           Badreddin llenó muy cuidadosamente la tarrina, y aun hubo de mejorarla añadiéndole un poco de almizcle y de agua de rosas. Y el eunuco regresó a toda prisa al campamento. Entonces la abuela de Agib tomó la tarrina y se apresuró a probar el dulce, para darse cuenta de su calidad y su sabor. Y apenas lo llevó a sus labios, exhaló un grito y cayó de espaldas. El visir y todos los demás no salían de su asombro, y se apresuraron a rociar con agua de rosas la cara de la abuela, que al cabo de una hora pudo volver en sí. Y dijo: "¡Por Alah, que el autor de este plato de granada no puede ser más que mi hijo Hassan Badreddin, y no ningún otro! Estoy segura de ello, pues ¡soy la única que sabe prepararlo de esta manera, y sólo se lo enseñé a mi hijo Hassan!".

           Al oírla, el visir llegó al límite de la alegría y de la impaciencia, y exclamó: "¡Alah va a permitir el milagro!". En seguida llamó a sus servidores y, después de meditar unos momentos, concibió un plan, diciéndoles: "Id veinte de vosotros inmediatamente a la pastelería de ese Hassan, conocido en el zoco por Hassan El-Bassrauí, y haced pedazos cuanto haya en la tienda. Amarrad al pastelero con la tela de su turbante y traédmelo aquí, pero sin hacerle daño alguno". Tras lo cual montó a caballo y, provisto de las cartas oficiales, se fue a la casa del gobierno para ver al lugarteniente que representaba en Damasco a su señor el sultán de Egipto. Allí mostró las cartas del sultán al lugarteniente-gobernador, que se inclinó al leerlas, besándolas respetuosamente y poniéndoselas sobre la cabeza con veneración. Después, volviéndose al visir, le dijo: "Estoy a tus órdenes, ¿de quién quieres apoderarte?". El visir le contestó: "Solamente de un pastelero del zoco". El gobernador dijo: "Pues es muy fácil". Y mandó a sus guardias que fuesen a prestar auxilio a los servidores del visir. Tras lo cual, acabadas las despedidas del gobernador, volvió el visir a sus tiendas.

           Por su parte, Hassan Badreddin vio llegar gente armada con palos, piquetas y hachas, que invadieron súbitamente la pastelería, haciéndolo pedazos todo, tirando por los suelos los dulces y pasteles, y destruyendo, en fin, la tienda entera. Después, apoderándose del espantadísimo pastelero, le ataron con la tela de su turbante, sin decir palabra. Y Hassan pensaba: "Por Alah, que la causa de todo esto debe haber sido esa maldita tarrina. ¿Qué habrán encontrado en ella?". Y acabaron por llevarle al campamento, a presencia del visir. Hassan Badreddin, muy asustado, exclamó: "Señor, ¿qué crimen he cometido?". Y el visir le dijo: "¿Eres tú quien ha preparado ese dulce de granada?". Hassan repuso: "oh señor, ¿has encontrado en él algo por lo cual deban cortarme la cabeza?". A lo cual replicó el visir: "¿Cortarte la cabeza? Eso sería un castigo demasiado suave. Algo peor te ha de pasar, como irás viendo". Porque el visir había encargado a las dos damas que le dejasen a su gusto, y no quería darles cuenta de sus investigaciones hasta su llegada a El Cairo.

           Llamó, pues, a sus esclavos, y les dijo: "Que se me presente uno de nuestros camelleros. Y traed un cajón grande de madera". Los esclavos obedecieron en seguida. Después, por orden del visir, se apoderaron del atemorizado Hassan y le hicieron entrar en el cajón, que cerraron cuidadosamente. En seguida lo cargaron en el camello, levantaron las tiendas, y la comitiva se puso en marcha. Y así caminaron hasta la noche. Entonces se detuvieron para comer, y a fin de que Hassan también comiese, le dejaron salir unos instantes, encerrándole después de nuevo. Y de este modo prosiguieron el viaje. De cuando en cuando se detenían, y se hacía salir a Hassan para ser sometido a un interrogatorio del visir, que le preguntaba cada vez: "¿Eres tú el que preparó el dulce de granada?". A lo cual Hassan contestaba siempre: "oh mi señor, así es, en verdad". Y el visir exclamaba: "Atad a ese hombre y encerradle en el cajón".

           De este modo llegaron a El Cairo. Pero antes de entrar en la ciudad, el visir hizo que sacaran a Hassan del cajón y se lo presentasen. Entonces dispuso: "¡Que venga en seguida un carpintero!". Y el carpintero compareció. El visir le dijo: "Toma las medidas de alto y de ancho para construir una picota que le vaya bien a este hombre, y adáptala a un carretón, que arrastrará una pareja de búfalos". Y Hassan, espantado, exclamó: "Señor, ¿qué vas a hacer conmigo". El visir dijo: "Clavarte en la picota y llevarte por la ciudad para que todos te vean". Hassan repuso: "Pero, ¿cuál es mi crimen, para que me castigues de este modo?". El visir Chamseddin le dijo: "¡La negligencia con que preparaste el plato de granada! Le faltaban condimento y aroma". Al oírlo Hassan se aporreó con las manos la cabeza, y dijo: "Por Alah, que todo eso es mi crimen. ¿Y no es otra la causa de este suplicio del viaje, y de que sólo me hayas dado de comer una vez al día, y piensas, por añadidura, clavarme en la picota?". El visir respondió: "Ciertamente, esa es la causa: por la falta de condimento".

           Hassan llegó al límite del asombro, y levantando los brazos al cielo se puso a reflexionar profundamente. El visir le dijo: "¿En qué piensas?". A lo que respondió Hassan: "Por Alah, que pienso en que hay muchos locos en este mundo. Porque si tú no fueses el más loco de todos los locos, no me hubieras tratado así porque falte un poco de aroma en un plato de granada". El visir le dijo: "He de enseñarte a que no reincidas, y no veo otro medio". Pero Hassan exclamó: "Pues tu manera de proceder es un crimen muchísimo mayor que el mío, y ¡deberías empezar a castigarte!". Entonces el visir contestó: "No te preocupes, ¡la picota es lo que más te conviene!".

           Y mientras tanto, el carpintero seguía preparando allí mismo el poste del suplicio, dirigiendo de cuando en cuando miradas a Hassan, como queriéndole decir: "Por Alah, que has de estar muy a tu gusto". Pero a todo esto se hizo de noche, y nuevamente encerraron a Hassan en el cajón, con la advertencia de su tío, que le dijo: "¡Mañana te crucificaremos!". Aguardó después el visir a que Hassan se hubiese dormido dentro de su cárcel. Entonces dispuso que cargasen la caja en un camello y, tras la orden de partir, no se detuvo el carruaje hasta llegar al palacio.

           Fue entonces cuando quiso revelárselo todo a su hija. A ella le dijo: "oh querida Sett El-Hosn, loado sea Alah que nos ha permitido encontrar a tu marido y primo Hassan Badreddin. ¡Ahí lo tienes! ¡Marcha, hija mía, y sé feliz! Y procura colocar los muebles, los tapices y todo lo de la casa y de la cámara nupcial, exactamente lo mismo que estaban la noche de tus bodas". Sett El-Hosn, casi en el límite de la emoción, dio al momento las órdenes necesarias, y sus siervas se levantaron en seguida, y se pusieron manos a la obra, encendiendo los candelabros. El visir les dijo: "Voy a auxiliar vuestra memoria". Y abrió un armario, y sacó el papel con la lista de los muebles y de todos los objetos, con la indicación de los sitios que ocupaban. Y fue leyendo muy detenidamente esta lista, cuidando que cada cosa se pusiera en su lugar. Y tan a maravilla se hizo todo, que el observador más inteligente se habría creído aún en la noche de boda de Sett El-Hosn con Hassan El-Bassrauí.

           En seguida el visir colocó con sus propias manos las ropas de Hassan donde éste las dejó: el turbante en la silla, el calzoncillo en el lecho, los calzones y el ropón en el diván, con la bolsa de los mil dinares y el contrato del judío, volviendo a coser en el turbante el pedazo de hule con los papeles que contenía. Después recomendó a Sett el-Hosn que se vistiese como la primera noche, disponiéndose a recibir a su primo y esposo Hassan Badreddin, y que cuando éste entrase, le dijera: "Oh, cuánto tiempo has estado en el baño. Por Alah, si estás indispuesto, ¿por qué no lo dices? ¿No soy yo tu esclava? Y le recomendó que le hiciese pasar la noche lo más agradablemente posible.

           El visir apuntó la fecha de este día bendito. Y fue al aposento donde estaba Hassan encerrado en el cajón. Lo mandó sacar mientras dormía, le desató las piernas, lo desnudó y no le dejó más que una camisa fina y un gorro en la cabeza, lo mismo que la noche de la boda. Después se escabulló, abriendo las puertas que conducían a la cámara nupcial para que Hassan se despertase solo. Hassan no tardó en despertarse y, atónito al verse casi desnudo en aquel corredor tan maravillosamente alumbrado, y que no se le hacía desconocido, dijo: "Por Alah, ¿estaré despierto o soñando?".

           Pasados los primeros instantes de sorpresa, se arriesgó a levantarse y a mirar a través de una de las puertas que se abrían en el pasillo. Y en el acto perdió la respiración. Acababa de reconocer la sala donde se había celebrado la fiesta en honor suyo y con tal detrimento para el jorobado. Y al mirar por la puerta que conducía a la cámara nupcial, vio su turbante encima de una silla y en el diván su ropón y sus calzones. Entonces, llena de sudor la frente, se dijo: "¿Estaré despierto? ¿Estaré soñando? ¿Estaré loco?". Y quiso avanzar, pero adelantaba un paso y retrocedía otro, limpiándose a cada momento la frente, bañada en un sudor frío. Y al fin exclamó: "Por Alah, que no es posible dudarlo, ¡esto es un sueño! Pero, ¿no estaba yo amarrado y metido en un cajón? No, esto es un sueño". Y así llegó hasta la entrada de la cámara nupcial, y cautelosamente avanzó la cabeza. Y he aquí que Set el-Hosn, tendida en el lecho, en toda su hermosura, levantó gentilmente una de las puntas del mosquitero de seda azul y dijo: "¡oh mi amor, mi dueño querido!, ¡cuánto tiempo has estado en el baño! ¡Ven en seguida!".

           El pobre Hassan se echó a reír a carcajadas, como un tragador de haschich o un fumador de opio. Y gritaba: "oh, qué sueño tan asombroso, ¡qué sueño tan embrollado!". Y avanzó con infinitas precauciones, como si pisara serpientes, agarrando con una mano el faldón de la camisa y tentando en el aire con la otra, como un ciego o como un borracho. Después, sin poder resistir la emoción, se sentó en la alfombra y empezó a reflexionar profundamente. Y es el caso que veía allí mismo, delante de él, sus calzones tal como eran, abombados y con sus pliegues bien hechos, su turbante de Bassra, su ropón, y colgando, los cordones de la bolsa. Nuevamente le habló Sett El-Hosn desde el interior del lecho, y le dijo: "¿Qué haces, mi querido? ¡Te veo perplejo y tembloroso! ¡Ah!, ¡no estabas así al principio!".

           Entonces Badreddin, sin levantarse y apretándose la frente con las manos, empezó a abrir y a cerrar la boca, con una risa de loco, y al fin pudo decir: "¿Qué principio? ¿Y de qué noche? Por Alah, ¡si hace años y años que me ausenté!". Entonces Sett El-Hosn le dijo: "¡oh querido mío, tranquilízate! Por el nombre de Alah sobre ti y en torno de ti, ¡tranquilízate! Hablo de esta noche que acabas de pasar en mis brazos, ¡la noche del poderoso ariete! Saliste un instante y has tardado cerca de una hora. Pero ya veo que no te encuentras bien. ¡Ven, ojos míos, a que te dé calor; ven, alma mía!".

           Badreddin siguió riendo como un loco, y dijo: "Puede que digas la verdad, ¡es posible que me haya dormido en el baño y que haya soñado!". Después añadió: "¡Pero qué sueño tan desagradable! Figúrate que he soñado que era algo así como cocinero o pastelero de la ciudad de Damasco, en Siria, muy lejos de aquí, y que vivía diez años en ese oficio. He soñado también con un muchacho, seguramente hijo de noble, al que acompañaba un eunuco. Y me ocurrió con él tal aventura...". El pobre Hassan, notando que el sudor le bañaba la frente, fue a enjugarla, pero entonces tentó la huella de la piedra que le había herido, y dando un salto y dijo: "Por Alah, que esta es la cicatriz de la pedrada que me tiró aquel muchacho!". Después reflexionó un instante, y se dijo a sí mismo: "Es efectivamente un sueño", tras lo cual continuó: "Sigo contándote mi sueño. Llegué a Damasco, pero no sé cómo. Era una mañana, y yo iba como ahora me ves, en camisa y con un gorro blanco: el gorro del jorobado. Y los habitantes no sé qué querían hacer conmigo. Heredé la tienda de un pastelero, un viejecillo muy amable. Pero claro, ¡esto no ha sido un sueño! Porque he preparado un plato de granada que no tenía bastante aroma... y".

           Entonces Sett El-Hosn exclamó: "oh querido mío, realmente has soñado cosas muy extrañas. Por favor, ¡prosigue hasta el final!". Y Hassan Badreddin, interrumpiéndose de cuando de cuando para lanzar exclamaciones, refirió a Sett El-Hosn toda la historia, real o soñada, desde el principio hasta el fin. Tras lo cual añadió: "Cuando pienso que por poco me crucifican… ¡y me hubiesen crucificado si no se disipa oportunamente el sueño! Por Alah, que todavía sudo al acordarme del cajón". Set el-Hosn le preguntó: "¿Y por qué te querían crucificar?". Él contestó: "Por haber aromatizado poco el dulce de una granada. ¡Oh! Me esperaba la terrible picota con un carretón arrastrado por dos búfalos del Nilo. Pero gracias a Alah, todo ha sido un sueño... aunque la pérdida de mi pastelería, destruida por completo, me dio mucha pena".

           Entonces Sett El-Hosn, que ya no podía más, saltó de la cama, se echó en brazos de Hassan Badreddin, y estrechándole contra su pecho desnudo empezó a besarle por entero. Pero él no se movía, y de pronto le dijo: "¡No, no!, ¡esto es un sueño! Por Alah, ¿dónde estoy?, ¿dónde está la verdad?". Y el pobre Hassan, llevado suavemente al lecho en brazos de Sett El-Hosn, se tendió extenuado y cayó en un sueño profundo, velado por su esposa, que de cuando en cuando le oía murmurar: "¿Es la realidad, o es un sueño?".

           Con la mañana volvió la calma al espíritu de Hassan Badreddin, que al despertarse se encontró en brazos de Sett El-Hosn, viendo al pie del lecho a su tío el visir Chamseddin, que en seguida le deseó la paz. Badreddin le dijo: "Por Alah, ¿no has sido tú quien mandó que me atasen los brazos, y has dispuesto la destrucción de mi tienda? ¡Y todo ello por estar poco aromatizado el dulce de una granada!".

           Entonces el visir Chamseddin, como ya no había razón para callar, le dijo: "oh hijo mío, sabe que eres Hassan Badreddin, hijo de mi difunto hermano Nureddin, visir de Bassra. Y si te he hecho sufrir tales tratos ha sido para tener una nueva prueba con qué identificarte y saber que eras tú, y no otro, el que entró en la casa de mi hija la noche de la boda. Y esa prueba la he tenido al ver que conocías la casa y los muebles, y después tu turbante, tus calzones y tu bolsillo, y sobre todo, la etiqueta de esta bolsa y el pliego sellado del turbante, que contiene las instrucciones de tu padre Nureddin. Dispénsame, pues, hijo mío. Yo no tenía otro medio de conocerte, ya que no te hube visto nunca, pues naciste en Bassra (Basora), oh hijo mío. Todo esto se debe a una divergencia que surgió hace muchos años entre tu padre Nureddin y yo, que soy tu tío". Y el visir le contó toda la historia, y después le dijo: "oh hijo avío, en cuanto a tu madre, la he traído de Bassra, y la vas a ver, lo mismo que a tu hijo Agib, fruto de tu primera noche de bodas con tu prima". Y el visir corrió a llamarlos.

           El primero en llegar fue Agib, que esta vez se echó en brazos de su padre, y Badreddin, lleno de alegría, recitó estos versos: ¡Cuando te fuiste me puse a llorar, y las lágrimas se desbordaban de mis párpados! ¡Y juré que si Alah reunía alguna vez a los amantes, afligidos por su separación, mis labios no volverían a hablar de la pasada ausencia!¡La felicidad ha cumplido lo que ofreció y ha pagado su deuda ¡Y mi amigo ha vuelto! ¡Levántate hacia aquel que trajo la dicha, y recógete los faldones de tu ropón para servirle! Apenas concluyó de recitar, cuando llegó sollozando la abuela de Agib, madre de Badreddin, y se precipitó en los brazos de su hijo, casi desmayada de júbilo. Y a la vuelta de grandes expansiones y lágrimas de alegría, se contaron mutuamente sus historias y sus penas y todos sus padecimientos.

           "Esta es, oh rey afortunado (dijo Schehrazada al rey Schahriar), la historia maravillosa que el visir Giafar Al-Barmakí refirió al califa Harún Al-Raschid, emir de los creyentes de la ciudad de Bagdad. Y son estas también las aventuras del visir Chamseddin, de su hermano el visir Nureddin y de Hassan Badreddin, hijo de Nureddin".

           A lo que el rey Schahriar contestó: "Por Alah, que todo esto es verdaderamente asombroso". Y admirado hasta el límite de la admiración, sonrió agradecido a su visir Giafar, y ordenó a los escribas de palacio que escribiesen con oro y con su más bella letra esta maravillosa historia y que la conservasen cuidadosamente en el armario de los papeles, para que sirviese de lección a los hijos de sus hijos.

NOCHE 290

           Cuando Schehrazada acabó de contar la aventura del poeta Abu-Nowas, la pequeña Doniazada, presa de un ataque de risa que en vano pretendía sofocar contra la alfombra en que se hallaba sentada, corrió a su hermana, y le dijo: "Por Alah, hermana Schehrazada, cuán divertida fue la historia, y qué gracioso debía estar Abu-Nowas vestido de borrico. Si nos contases alguna otra aventura de ese individuo serías muy amable".

           Pero exclamó el rey Schahriar: "Me resulta muy antipático el tal Abu-Nowas, y si no deseas que te corte inmediatamente la cabeza, no tienes que continuar más con su relato. En todo caso, puedes contarme alguna historia de viajes para amenizarme el resto de la noche; porque me he aficionado a todo lo referente a los viajes instructivos, desde el día en que emprendí una excursión a lejanos países con mi hermano Schahzamán, después de haber cortado la cabeza a mi maldita mujer. Así, pues, si conoces algún cuento verdaderamente delicioso, no dejes de contarlo, ya que en esta noche tengo más tenaz que nunca mi insomnio".

           Al oír del rey Schahriar tales palabras, se apresuró a decir la discreta Schehrazada: "Justamente, las más asombrosas y gratas entre todas las que conozco son las historias de viajes. En seguida vas a juzgar, oh rey afortunado, porqué no hay entre los libros una aventura comparable a la de Sindbad el Marino. Y con esta historia voy precisamente a continuar, oh rey afortunado, si tienes a bien permitírmelo y no me cortas la cabeza". Y acto seguido, comenzó a narrar Schehrazada:

HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO

           He llegado a saber que, en tiempo del califa Harún Al-Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba transportar bultos en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel día precisamente sentíase un calor tan excesivo, que sudaba el cargador, abrumado por el peso que llevaba encima. Intolerable se había hecho ya la temperatura, cuando el cargador pasó por delante de la puerta de una casa que debía pertenecer a algún mercader rico, a juzgar por el suelo bien barrido y regado alrededor con agua de rosas. Soplaba allí una brisa gratísima, y cerca de la puerta aparecía un ancho banco para sentarse. Al verlo, el cargador Sindbad soltó su carga sobre el banco en cuestión, con objeto de descansar y respirar aquel aire agradable, sintiendo a poco que desde la puerta llegaba a él un aura pura y mezclada con delicioso aroma; y tanto le deleitó, que fue a sentarse en un extremo del banco. Entonces advirtió un concierto de laúdes e instrumentos diversos, acompañados por magníficas voces que cantaban canciones en un lenguaje escogido; y advirtió también píos de aves canoras que glorificaban de modo encantador a Alah el Altísimo; distinguió, entre otros, acentos de tórtolas, de ruiseñores, de mirlos, de bulbuls, de palomas de collar y de perdices domésticas. Maravillóse mucho, e impulsado por el placer enorme que todo aquello le causaba, asomó la cabeza por la rendija abierta de la puerta y vio en el fondo un jardín inmenso, donde se apiñaban servidores jóvenes, y esclavos, y criados, y gente de todas calidades, y había allí cosas que no se encontraría más que en alcázares de reyes y sultanes.

           Tras esto llegó hasta él una tufarada de manjares realmente admirables y deliciosos, a la cual se mezclaba todo género de fragancias exquisitas procedentes de diversas vituallas y bebidas de buena calidad. Entonces no pudo por menos de suspirar, y alzó al cielo los ojos y exclamó: "Gloria a ti, Señor Creador, ¡oh Donador! Porque repartes cuantos dones te placen, oh Dios mío. Pero no creas que clamo a ti para pedirte cuentas de tus actos o para preguntarte acerca de tu justicia y de tu voluntad, porque a la criatura le está vedado interrogar a su dueño omnipotente. Me limito a observar, gloria a ti, que enriqueces o empobreces, elevas o humillas, conforme a tus deseos, y siempre obras con lógica, aunque a veces no podamos comprenderla. He ahí al amo de esta casa, dichoso hasta los límites de la felicidad; que disfruta las delicias de los aromas encantadores, de las fragancias agradables, de los manjares sabrosos, de las bebidas superiormente deliciosas; que vive feliz, tranquilo y contentísimo, mientras otros, como yo, nos hallamos en el último confín de la fatiga y la miseria".

           Luego apoyó el cargador su mano en la mejilla, y a toda voz cantó los siguientes versos que iba improvisando: ¡Suele ocurrir que un desgraciado sin albergue se despierte de pronto a la sombra de un palacio creado por su destino! ¡Pero ay, yo cada mañana me despierto más miserable que la víspera! ¡Por instantes aumenta mi infortunio, como la carga que a mi espalda pesa fatigosa, en tanto que otros viven dichosos y contentos en el seno de los bienes que la suerte les prodiga! ¿Cargó nunca el destino la espalda de un hombre con carga parecida a la aguantada por mi espalda? ¡Sin embargo, no dejan de ser mis semejantes otros que están ahítos de honores y reposo! ¡Y aunque no dejan de ser mis semejantes, entre ellos y yo, puso la suerte alguna diferencia, pareciéndome yo a ellos como el vinagre amargo y rancio se parece al vino! ¡Pero no pienses que te acuso en lo más mínimo, oh mi Señor, porque nunca haya gozado yo de tu largueza! ¡Eres grande, magnánimo y justo, y bien sé que juzgas con sabiduría!

           Al concluir de cantar tales versos, Sindbad el Cargador se levantó y quiso poner de nuevo la carga en su cabeza, continuando su camino, cuando se destacó en la puerta del palacio y avanzó hacia él un esclavito de semblante gentil, de formas delicadas y vestiduras muy hermosas, que, cogiéndole de la mano, le dijo: "Entra a hablar con mi amo, que desea verte".

           Muy intimidado, el cargador intentó encontrar cualquier excusa que le dispensase de seguir al joven esclavo, mas en vano. Dejó, pues, su cargamento en el vestíbulo, y penetró con el niño en el interior de la morada.

           Vio una casa espléndida, llena de personas graves y respetuosas, y en el centro de la cual se abría una gran sala, donde le introdujeron. Se encontró allí ante una asamblea numerosa compuesta de personajes que parecían honorables, y debían ser convidados de importancia. También encontró allí flores de toda especie, perfumes de todas clases, confituras secas de todas calidades, golosinas, pastas de almendras, frutas maravillosas y una cantidad prodigiosa de bandejas cargadas con corderos asados y manjares suntuosos, y más bandejas cargadas con bebidas extraídas del zumo de las uvas. Encontró asimismo instrumentos armónicos que sostenían en sus rodillas unas esclavas muy hermosas, sentadas ordenadamente en el sitio asignado a cada una.

           En medio de la sala, entre los demás convidados, vislumbró el cargador a un hombre de rostro imponente y digno, cuya barba blanqueaba a causa de los años, cuyas facciones eran correctas y agradables a la vista, y cuya fisonomía toda denotaba gravedad, bondad, nobleza y grandeza. Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 291

           Llegada la noche 291, Schehrazada continuó su relato: Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad quedó sobrecogido, y se dijo: "Por Alah, que esta morada debe ser un palacio del país de los genios poderosos, o la residencia de un rey muy ilustre o de un sultán". Luego se apresuró a tomar la actitud que requerían la cortesía y la mundanidad, deseó la paz a todos los asistentes, hizo votos por ellos, besó la tierra entre sus manos, y acabó manteniéndose de pie, con la cabeza baja, demostrando respeto y modestia.

           Entonces el dueño de la casa le dijo que se aproximara, y le invitó a sentarse a su lado después de desearle la bienvenida con acento muy amable; le sirvió de comer, ofreciéndole lo más delicado, y lo más delicioso, y lo más hábilmente condimentado entre todos los manjares que cubrían las bandejas. Y no dejó Sindbad el Cargador de hacer honor a la invitación luego de pronunciar la fórmula invocadora. Así es que comió hasta hartarse; después dio las gracias a Alah, diciendo: "Loores a él siempre". Tras lo cual, se lavó las manos y agradeció a todos los convidados su amabilidad.

           Solamente entonces dijo el dueño de la casa al cargador, siguiendo la costumbre que no permite hacer preguntas al huésped más que cuando se le ha servido de comer y beber: "Sé bienvenido, y obra con toda libertad. Bendiga Alah tus días, pero ¿puedes decirme tu nombre y profesión, oh huésped mío?". El otro contestó: "oh señor, me llamo Sindbad el Cargador, y mi profesión consiste en transportar bultos sobre mi cabeza mediante un salario". Sonrió el dueño de la casa, y le dijo: "Sabe, oh cargador, que tu nombre es igual que mi nombre, pues me llamo Sindbad el Marino". Tras lo cual, añadió: "Sabe también, oh cargador, que si te rogué que vinieras aquí fue para oírte repetir las hermosas estrofas que cantabas cuando estabas sentado en el banco ahí fuera".

           A estas palabras, sonrojóse el cargador y dijo: "Por Alah sobre ti, que no me guardes rencor a causa de tan desconsiderada acción, ya que las penas, las fatigas y las miserias, que nada dejan en la mano, hacen descortés, necio e insolente al hombre". Pero Sindbad el Marino dijo a Sindbad el Cargador: "No te avergüences de lo que cantaste, ni te turbes, porque en adelante serás mi hermano. Sólo te ruego que te des prisa a cantar esas estrofas que escuché y me maravillaron mucho". Entonces cantó el cargador las estrofas en cuestión, que gustaron en extremo a Sindbad el Marino.

           Concluidas que fueron las estrofas, Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador, y le dijo: "oh cargador, sabe que yo también tengo una historia asombrosa, y que me reservo el derecho de contarte a mi vez. Te explicaré, pues, todas las aventuras que me sucedieron y todas las pruebas que sufrí antes de llegar a esta felicidad y de habitar este palacio. Y verás entonces a costa de cuán terribles y extraños trabajos, a costa de cuántas calamidades, de cuántos males y de cuántas desgracias iniciales adquirí estas riquezas en medio de las que me ves vivir en mi vejez. Sin duda ignoras los siete viajes extraordinarios que he realizado, y cómo cada cual de estos viajes constituye por sí sólo una cosa tan prodigiosa, que únicamente con pensar en ella queda uno sobrecogido y en el límite de todos los estupores. Pero cuanto voy a contarte a ti y a todos mis honorables invitados no me sucedió, en suma, más que porque el destino lo había dispuesto de antemano y porque toda cosa escrita debe acaecer, sin que sea posible rehuirla o evitarla".

1º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Sabed todos vosotros (continuó diciendo Sindbad el Marino), que mi padre era un mercader de rango entre los mercaderes. Había en su casa numerosas riquezas, de las cuales hacía uso sin cesar para distribuir dádivas a los pobres con largueza, si bien con prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros, siendo yo muy pequeño todavía. Cuando llegué a la edad de hombre, tomé posesión de todo aquello, y me dediqué a comer manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias, alternando con la gente joven, y presumiendo de trajes excesivamente caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas.

           Estaba convencido de que aquello había de durar siempre, para mayor ventaja mía. Continué viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de, mis errores y vuelto a mi razón, hube de notar que mis riquezas habíanse disipado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huido. Entonces desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseído por el temor y el espanto de llegar a la vejez un día sin tener qué ponerme. También entonces me vinieron a la memoria estas palabras que mi difunto padre se complacía en repetir, palabras de nuestro señor Soleimán ben-Daud: Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tumba es mejor que la pobreza.

           Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de muebles y vestidos, y sin pérdida de momento lo vendí en la moneda pública con los residuos de mis bienes, propiedades y tierras. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 292

           Llegada la noche 292, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Cuando me hice con la suma de tres mil dracmas, y enseguida se me antojó viajar por las comarcas y países de los hombres, porque me acordé de las palabras del poeta, que ha dicho: ¡Las penas hacen más hermosa aún la gloria que se adquiere! ¡La gloria de los humanos es la hija inmortal de muchas noches pasadas sin dormir! ¡Quien desea encontrar el tesoro sin igual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas, tiene que hacerse buzo antes de conseguirlas! ¡A la muerte llegaría en su esperanza vana, quien quisiera alcanzar la gloria sin esfuerzo!

           Sin tardanza ninguna corrí al zoco, compré mercancías diversas y pacotillas de todas clases, lo transporté todo a bordo de un navío, y me dispuse a partir con otros mercaderes, y con el alma deseosa de marinas andanzas. Una vez zarpados, vi cómo se alejaba de Bagdad nuestro navío, y descendía por el río hasta Bassra (Basora), e iba a parar al mar.

           En Bassra el navío dirigió la vela hacia alta mar, y entonces navegamos durante días y noches, tocando en islas y en islas, entrando en un mar después de otro mar, y llegando a una tierra después de otra. En cada sitio en que desembarcábamos vendíamos unas mercancías para comprar otras, y hacíamos trueques y cambios muy ventajosos.

           Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén. Al advertirla, el capitán del navío quiso tomar allí tierra, dejándonos desembarcar una vez que anclamos. Descendimos todos los comerciantes, llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina nos eran necesarios. Encargáronse algunos de encender lumbre, preparar la comida y lavar la ropa, en tanto que otros se contentaron con pasearse, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron pasearse y gozar las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme de comer y beber.

           Pero mientras reposábamos de tal manera, sentimos de repente que temblaba la isla toda con tan ruda sacudida, que fuimos despedidos a algunos pies de altura sobre el suelo. En aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba con una voz terrible y gestos alarmantes: "¡Salvaos pronto, pasajeros! ¡Subid enseguida a bordo y dejadlo todo! ¡Abandonad en tierra vuestros efectos y salvad vuestras almas! ¡Huid del abismo que os espera! Porque la isla donde os encontráis no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio desde antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo. La habéis despertado de su sueño, habéis turbado su reposo, habéis excitado sus sensaciones encendiendo fuego sobre su lomo, y hela aquí que se despereza. Salvaos ya mismo, que si no nos sumergirá en el mar y nos tragará sin remedio. ¡Salvaos y dejadlo todo, que he de partir!".

           Al oír estas palabras del capitán, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus vestidos, utensilios y hornillas, y echaron a correr hacia el navío, que a la sazón elevaba el ancla. Pudieron alcanzarlo a tiempo algunos, pero otros no pudieron. Porque la ballena se había ya puesto en movimiento y, tras unos cuantos saltos espantosos, se había sumergido en el mar con cuanto tenía sobre el lomo, cerrando las olas que antes se entrechocaban, y ahora se tragaban a los últimos marinos.

           Yo fui de los que se quedaron abandonados encima de la ballena, y estaban destinados a ahogarse. Pero Alah el Altísimo veló por mí y me libró del ahogamiento, poniéndome al alcance de la mano una especie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa. Me había podido aferrar a aquel objeto, y luego ponerme a horcajadas sobre él, gracias a unos esfuerzos extraordinarios que había podido hacer gracias al cariño que tenía yo a mi alma, que me era preciosísima. Entonces me puse a batir el agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas jugueteaban conmigo haciéndome zozobrar a derecha e izquierda.

           En cuanto al capitán, se dio prisa a alejarse a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse de los que sobrenadaban todavía. No tardaron en perecer éstos, mientras yo ponía a contribución todas mis fuerzas para servirme de mis pies a fin de alcanzar al navío, al cual hube de seguir con los ojos hasta que desapareció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar, dándome la certeza de mi perdición y mi abandono.

           Durante una noche y un día enteros estuve en lucha contra el abismo. El viento y las corrientes me arrastraron a las orillas de una isla escarpada, cubierta de plantas trepadoras que descendían a lo largo de los acantilados hundiéndose en el mar. Me así a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos conseguí trepar hasta lo alto del acantilado. Habiéndome escapado de tal modo de una perdición segura, pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones, y tenía los pies hinchados y huellas de mordeduras de peces, que habíanse llenado el vientre a costa de mis extremidades. Sin embargo, no sentía dolor ninguno, de tan insensibilizado como estaba por la fatiga y el peligro que corrí. Me eché de bruces, como un cadáver, en el suelo de la isla, y me desvanecí, sumergido en un aniquilamiento total.

           Permanecí dos días en aquel estado, y me desperté cuando caía sobre mí a plomo el sol. Quise levantarme, pero mis pies hinchados y doloridos se negaron a socorrerme, y volví a caer en tierra. Muy apesadumbrado entonces por el estado a que me hallaba reducido, hube de arrastrarme, a gatas unas veces y de rodillas otras, en busca de algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles frutales, regada por manantiales de agua pura y excelente. Y allí reposé durante varios días, comiendo frutas y bebiendo en las fuentes.

           Así que no tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido; que logró ya moverse con facilidad y recobrar el uso de sus miembros, aunque no del todo, porque vime todavía precisado a confeccionarme, para andar, un par de muletas que me sostuvieran. De esta suerte pude pasearme lentamente entre los árboles, comiendo frutas, y pasaba largos ratos admirando aquel país y extasiándome ante la obra del Todopoderoso.

           Un día que me paseaba por la ribera, vi aparecer en lontananza una cosa que me pareció un animal salvaje o algún monstruo entre los monstruos del mar. Tanto hubo de intrigarme aquella cosa, que, a pesar de los sentimientos diversos que en mí se agitaban, me acerqué a ella, ora avanzando, ora retrocediendo. Y acabé por ver que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella, era, que intenté aproximarme más, para verla todo lo cerca posible, cuando de pronto me aterró un grito espantoso, que me dejó clavado en el suelo por más que mi deseo fuera huir cuanto antes. Y en el mismo instante surgió de debajo de la tierra un hombre, que avanzó a grandes pasos hacia donde yo estaba, y exclamó: "¿Quién eres, y de dónde vienes? ¿Qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?". Yo contesté: "oh señor, sabe que soy un extranjero que iba a bordo de un navío y naufragué con otros varios pasajeros. Pero Alah me facilitó una cubeta de madera, a la que me así, y que me sostuvo hasta que fui despedido a esta costa por las olas".

           Cuando oyó mis palabras, aquel hombre me cogió de la mano y me dijo: "Sígueme". Yo le seguí. Entonces me hizo bajar a una caverna subterránea y me obligó a entrar en un salón, en cuyo sitio de honor me invitó a sentarme, y me llevó algo de comer, porque yo tenía hambre. Comí hasta hartarme y apaciguar mi ánimo. Me interrogó acerca de mi aventura, y se la conté desde el principio al fin. Él se asombró prodigiosamente, y yo le añadí: "Por Alah sobre ti, oh dueño mío, que no te enfades demasiado por lo que voy a preguntarte. Acabo de contarte la verdad de mi aventura, y ahora anhelaría saber el motivo de tu estancia en esta sala subterránea y la causa por la que atas sola a esa yegua en la orilla del mar". El me dijo: "Sabe que somos varios los que estamos en esta isla"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 293

           Llegada la noche 293, Schehrazada continuó su relato, de Sindbad el Marino escuchando al yeguador:

           Él me dijo: "Sabe que somos varios los que estamos en esta isla, situados en diferentes lugares, para guardar los caballos del rey Mihraján. Todos los meses, al salir la luna nueva, cada uno de nosotros trae aquí una yegua de pura raza, virgen todavía, la ata en la ribera y enseguida se oculta en la gruta subterránea. Atraído entonces por el olor a hembra, sale del agua un caballo entre los caballos marinos, que mira a derecha y a izquierda, y al no ver a nadie salta sobre la yegua y la cubre. Cuando ha acabado su cosa con ella, desciende sus ancas e intenta llevarla consigo. Pero ella no puede seguirle, porque está atada al poste; entonces relincha muy fuerte él y le da cabezazos y coces, y relincha cada vez más fuerte. Le oímos nosotros y comprendemos que ha acabado de cubrirla; inmediatamente salimos por todos lados, y corremos hacia él lanzando grandes gritos, que le asustan y le obligan a entrar en el mar de nuevo. En cuanto a la yegua, queda preñada y pare un potro o una potra que vale un tesoro, y que no puede tener igual en toda la faz de la tierra. Y precisamente hoy ha de venir el caballo marino. Yo te prometo que, una vez terminada la cosa, te llevaré conmigo para presentarte a nuestro rey Mihraján y darte a conocer nuestro país. ¡Bendice, pues, a Alah, que te hizo encontrarme!, porque sin mí morirías de tristeza en esta soledad, sin volver a ver nunca a los tuyos y a tu país y sin que nunca supiese de ti nadie".

           Al oír tales palabras, di muchas gracias al guardián de la yegua, y continué departiendo con él, en tanto que el caballo marino salía del agua, saltando sobre la yegua y la cubría. Y cuando hubo terminado lo que tenía que terminar, descendió de sobre ella y quiso llevársela; mas ella no podía desatarse del poste, y se encabritaba y relinchaba. Pero el guardián de la yegua se precipitó de la caverna, llamó con grandes voces a sus compañeros, y provistos todos de hachas, lanzas y escudos, se abalanzaron al caballo marino, que lleno de terror soltó su presa, y como un búfalo, fue a tirarse al mar y desapareció bajo las aguas.

           Entonces, todos los guardianes, cada uno con su yegua, se agruparon a mi alrededor y me prodigaron mil amabilidades, y después de facilitarme aún más comida y de comer conmigo, me ofrecieron una buena montura, y en vista de la invitación que me hizo el primer guardián, me propusieron que les acompañara a ver al rey su señor. Acepté, desde luego, y partimos todos juntos.

           Cuando llegamos a la ciudad, se adelantaron mis compañeros para poner a su señor al corriente de lo que me había acaecido. Tras de lo cual volvieron a buscarme y me llevaron al palacio; y en uso del permiso que se me concedió, entré en la sala del trono y fui a ponerme entre las manos del rey Mihraján, al cual le deseé la paz. Correspondiendo a mis deseos de paz, el rey me dio la bienvenida, y quiso oír de mi boca el relato de mi aventura. Obedecí enseguida, y le conté cuanto me había sucedido, sin omitir un detalle.

           Al escuchar semejante historia, el rey Mihraján se maravilló, y me dijo: "Por Alah, hijo mío, que si tu suerte no fuera tener una vida larga, sin duda a estas horas habrías sucumbido a tantas pruebas y sinsabores. Pero da gracias a Alah por tu liberación". Todavía me prodigó muchas más frases benévolas, quiso admitirme en su intimidad para lo sucesivo, y a fin de darme un testimonio de sus buenos propósitos con respecto a mí, y de lo mucho que estimaba mis conocimientos marítimos, me nombró desde entonces director de los puertos y radas de su isla, e interventor de las llegadas y salidas de todos los navíos.

           No me impidieron mis nuevas funciones personarme en palacio todos los días para cumplimentar al rey, quien de tal modo se habituó a mí, que me prefirió a todos sus íntimos, probándomelo diariamente con grandes obsequios. Con lo cual tuve tanta influencia sobre él, que todas las peticiones y todos los asuntos del reino eran intervenidos por mí, para bien general de los habitantes.

           Pero estos cuidados no me hacían olvidar mi país ni perder la esperanza de volver a él. Así que jamás dejaba yo de interrogar a cuantos viajeros y a cuantos marinos llegaban a la isla, diciéndoles si conocían Bagdad, y hacia qué lado estaba situada. Pero ninguno podía responderme, y todos me aseguraban que jamás oyeron hablar de tal ciudad, ni tenían noticia del paraje en que se encontrase. Y aumentaba mi pena paulatinamente al verme condenado a vivir en tierra extranjera, y llegaba a sus límites mi perplejidad ante estas gentes que, no sólo ignoraban en absoluto el camino que conducía a mi ciudad, sino que ni siquiera sabían de su existencia.

           Durante mi estancia en aquella isla, tuve ocasión de ver cosas asombrosas, y he aquí algunas de ellas entre mil.

           Un día que fui a visitar al rey Mihraján, como era mi costumbre, trabé conocimiento con unos personajes indios que, tras mutuas zalemas, se prestaron gustosos a satisfacer mi curiosidad, y me enseñaron que en la India hay gran número de castas, entre las cuales son las dos principales la casta de los kchatryas, compuesta de hombres nobles y justos que nunca cometen exacciones o actos reprensibles, y la casta de los bracmanes, hombres puros que jamás beben vino y son amigos de la alegría, de la dulzura en los modales, de los caballos, del fasto y de la belleza. Aquellos sabios indios me enseñaron también que las castas principales se dividen en otras setenta y dos castas que no tienen entre sí relación ninguna. Lo cual hubo de asombrarme hasta el límite del asombro.

           En aquella isla tuve, así mismo, ocasión de visitar una tierra perteneciente al rey Mihraján, que se llamaba Cabil. Todas las noches se oían en ella resonar timbales y tambores. Y pude observar que sus habitantes estaban muy fuertes en materia de silogismos, y eran fértiles en hermosos pensamientos. De ahí que se hallasen muy reputados entre viajeros y mercaderes.

           En aquellos mares lejanos vi cierto día un pez de cien codos de longitud, y otros peces cuyo rostro se parecía al rostro de los búhos. En verdad, oh amigos, que aun vi cosas más extraordinarias y prodigiosas, cuyo relato me apartaría demasiado de la cuestión. Me limitaré a añadir que viví todavía en aquella isla el tiempo necesario para aprender muchas cosas, y enriquecerme con diversos cambios, ventas y compras.

           Un día, según mi costumbre, estaba yo de pie a la orilla del mar, en el ejercicio de mis funciones, y permanecía apoyado en mi muleta, como siempre, cuando vi entrar en la rada un navío enorme lleno de mercaderes. Esperé a que el navío hubiese anclado sólidamente y soltado su escala, para subir a bordo y buscar al capitán a fin de inscribir su cargamento. Los marineros iban desembarcando todas las mercancías, que al propio tiempo yo anotaba. Cuando terminaron su trabajo, pregunté al capitán: "¿Queda aún alguna cosa en tu navío?".

           El capitán me contestó: "Aun quedan, oh mi señor, algunas mercancías en el fondo del navío; pero están en depósito únicamente, porque se ahogó hace mucho tiempo su propietario, que viajaba con nosotros. Y quisiéramos vender esas mercancías para entregar su importe a los parientes del difunto en Bagdad, morada de paz". Emocionado entonces, hasta el último límite de la emoción, exclamé: "¿Y cómo se llamaba ese mercader, oh capitán?". A lo que él me contestó: "Sindbad el Marino".

           A estas palabras miré con más detenimiento al capitán, y reconocí en él al dueño del navío que se vio precisado a abandonarnos encima de la ballena. Y grité con toda mi voz: "¡Yo soy Sindbad el Marino!". A lo que añadí: "Cuando se puso en movimiento la ballena a causa del fuego que encendieron en su lomo, yo fui de los que no pudieron ganar tu navío y cayeron al agua. Pero me salvé gracias a la cubeta de madera que habían transportado los mercaderes para lavar allí su ropa. Efectivamente, me puse a horcajadas sobre aquella cubeta y agité los pies a manera de remos. Y sucedió lo que sucedió con la venia del Ordenador".

           Conté al capitán cómo pude salvarme, y a través de cuántas vicisitudes había llegado a ejercer las altas funciones de escriba marítimo al lado del rey Mihraján. Al escucharme, el capitán exclamó: "No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente"… En ese momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 294

           Llegada la noche 294, Schehrazada continuó su relato, de Sindbad el Marino escuchando al capitán:

           El capitán exclamó: "No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente. Ya no queda conciencia ni honradez en ninguna criatura de este mundo. ¿Cómo osas afirmar que eres tú Sindbad el Marino, oh escriba astuto? Porque todos nosotros le vimos por nuestros propios ojos ahogarse con los demás mercaderes. ¡Vergüenza sobre ti por mentir con impudicia tanta!".

           Entonces le contesté: "Cierto, oh capitán, que la mentira es la renta de los bellacos. Pero escúchame, porque voy a probarte que soy Sindbad el ahogado". Y conté al capitán diversos incidentes que sólo conocíamos él y yo, y que sobrevinieron durante aquella maldita travesía. El capitán entonces no dudó ya de mi identidad, y llamó a los que iban en el barco. Todos me felicitaron por mi salvamento y me dijeron: "Por Alah, que no podemos creer que lograras librarte de perecer ahogado. ¡Alah te concedió una segunda vida!".

           Tras lo cual, apresuróse el capitán a devolverme mis mercancías, que yo hice transportar al zoco (al mercado) en el mismo momento, después de asegurarme de que no faltaba nada y de que todavía aparecían en los fardos mi nombre y mi sello. Una vez en el zoco, abrí mis fardos y vendí mis mercancías con un beneficio de ciento por uno; pero tuve cuidado de reservarme algunos objetos de valor, que me apresuré a ofrecer como presente al rey Mihraján.

           Cuando fui a ofrecerle el presente al rey Mihraján, le relaté la llegada del capitán del navío, y el rey asombróse en extremo de este acontecimiento inesperado. Como me quería mucho, no quiso ser menos amable que yo, y a su vez me hizo regalos inestimables que contribuyeron no poco a enriquecerme completamente. Porque yo me di prisa a vender todo aquello, realizando así una fortuna considerable que transporté a bordo del navío, el mismo en que había emprendido antes mi viaje.

           Efectuado esto, fui a palacio para despedirme del rey Mihraján y darle gracias por todas sus generosidades y por su protección. Me despidió con frases muy conmovedoras, y no me dejó partir sin haberme ofrecido antes más presentes suntuosos y objetos de valor, que ya no me decidí a vender, y que, por cierto, estáis viendo ahora en esta sala, oh mis honorables invitados. Tuve igualmente cuidado de llevar conmigo por todo equipaje los perfumes que estáis aspirando aquí: madera de áloe, alcanfor, incienso y sándalo, todos ellos productos de aquella isla lejana.

           Subí en seguida a bordo y a poco dióse a la vela el navío con la autorización de Alah. Porque nos favoreció la fortuna y nos ayudó el destino en aquella travesía, que duró días y noches, y por último, una mañana llegamos con salud a la vista de Bassra (Basora), donde no nos detuvimos más que muy escaso tiempo, para ascender por el río y entrar al fin, con el alma regocijada, en la ciudad de paz, Bagdad, mi tierra.

           Cargado de riquezas y con la mano pronta para las dádivas, llegué a mi calle de Bagdad así. Entré en mi casa y allí volví a ver con buena salud a mi familia y a mis amigos. Y al punto compré gran cantidad de esclavos de uno y otro sexo, así como mamalik, mujeres hermosas, negros, tierras, casas y propiedades, en una cantidad que nunca había tenido, ni aun cuando hubo muerto mi padre. Con esta nueva vida olvidé las vicisitudes pasadas, las penas y los peligros sufridos, la tristeza del destierro, los sinsabores y las fatigas del viaje. Tuve amigos numerosos y deliciosos, y durante largo tiempo viví una vida llena de agrado y de placeres, exenta de preocupaciones y molestias. Disfruté con toda mi alma de cuanto me gustaba y de los manjares más admirables, adornados con las bebidas más deliciosas.

           "¡Y tal es el primero de mis viajes!", continuó Sindbad, que añadió a sus oyentes: "Mañana os contaré el segundo de mis viajes, si Alah así lo permite".

           Y Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador, rogándole que cenase con él con mucho miramiento y afabilidad, e invitándole tras la cena a que volviese al día siguiente, diciéndole: "Para mí, tu urbanidad será siempre un placer, y tus buenos modales una delicia". A lo que contestó Sindbad el Cargador: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos. Obedezco con respeto, y sea continua en tu casa la alegría, oh señor mío".

           Salió entonces de allí el Cargador, después de dar al Marino las gracias y llevarse los regalos que le había dispensado. Retornó a su hogar maravillándose hasta el límite de la maravilla, y pensando toda la noche en lo que acababa de escuchar y experimentar... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 295

           Llegada la noche 295, Schehrazada continuó su relato: En cuanto amaneció, apresuróse Sindbad el Cargador a volver a casa de Sindbad el Marino, que le recibió con aire afable diciéndole: "Séate cosa fácil la amistad aquí, y la confianza sea contigo". A lo que el Cargador quiso besarle la mano, y el Marino no consintió sino que le dijo: "Dilate Alah tus días, y consolide sobre ti sus beneficios".

           En cuanto llegaron los demás invitados, se sentaron todos en torno al mantel extendido, del que vertía la grasa de los corderos asados y de los pollos rellenos de pastas de alfónsigos, de nueces y de uvas. Comieron y bebieron, se divirtieron y se regalaron al espíritu y al oído, escuchando el cantar de los instrumentos bajo los dedos de sus tañedores. Cuando acabó la música, comenzó Sindbad el relato de sus aventuras, en medio del silencio de los convidados:

2º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Verdaderamente, disfrutaba yo de la más sabrosa vida, cuando un día entre los días me asaltó la idea de viajar por las comarcas de los hombres; y de nuevo sintió mi alma con ímpetu el anhelo de correr y gozar con la vista el espectáculo de tierras e islas, y mirar con curiosidad cosas desconocidas, sin descuidar jamás la compra y venta por diversos países.

           Hice hincapié en este proyecto, y me dispuse a ejecutarlo en seguida. Fui al zoco (al mercado) y, mediante una importante suma de dinero, compré mercancías apropiadas al tráfico que pretendía explotar; las acondicioné en fardos sólidos y las transporté a la orilla del agua, no tardando en descubrir un navío hermoso y nuevo, provisto de velas de buena calidad y lleno de marineros, y de un conjunto imponente de maquinarias de todas formas. Su aspecto me inspiró confianza, y transporté a él mis fardos inmediatamente, siguiendo el ejemplo de otros varios mercaderes conocidos míos, y con los que no me disgustaba hacer el viaje.

           Partimos aquel mismo día, y tuvimos una navegación excelente. Viajamos de isla en isla y de mar en mar durante días y noches, y en cada escala íbamos en busca de los mercaderes de la localidad, y de los notables, vendedores y compradores. Allí vendíamos y comprábamos, y verificábamos cambios ventajosos. De tal suerte continuábamos navegando, cuando nuestro destino nos guió a una isla muy hermosa, cubierta de frondosos árboles, abundante en frutas, rica en flores, habitada por el canto de los pájaros y regada por aguas puras, pero absolutamente virgen de vivienda y seres humanos.

           El capitán accedió a nuestro deseo de detenernos unas horas allí, y echó el ancla junto a tierra. Desembarcamos y fuimos a respirar el aire grato de las praderas, sombreadas por árboles donde holgábanse las aves. Llevando algunas provisiones de boca fui a sentarme a orillas de un arroyo de agua límpida, resguardado del sol por ramajes frondosos, y tuve un placer extremado en comer un bocado y beber de aquella agua deliciosa. Por si eso fuera poco, una brisa suave modulaba dulces acordes e invitaba al reposo absoluto. Así es que me tendí en el césped, y dejé que se apoderara de mí el sueño en medio de la frescura y los aromas del ambiente.

           Cuando desperté no vi ya a ninguno de los pasajeros, y el navío había partido sin que nadie se enterase de mi ausencia. En vano hube de mirar a derecha e izquierda, adelante y atrás, pues no distinguí en toda la isla a otra persona que a mí mismo. A lo lejos se alejaba por el mar una vela, que muy pronto perdí de vista.

           Entonces quedé sumido en un estupor sin igual e insuperable, y sentí que mi vejiga biliar estaba a punto de estallar de tanto dolor y tanta pena. Porque ¿qué podía ser de mí en aquella isla, habiendo dejado en el navío todos mis efectos y todos mis bienes? ¿Qué desastre iba a ocurrirme en esta soledad desconocida? Ante tan desconsoladores pensamientos, exclamé: "¡Pierde toda esperanza, Sindbad el Marino! Si la primera vez saliste del apuro merced a circunstancias suscitadas por el destino propicio, no creas que ocurrirá la mismo siempre, pues, como dice el proverbio, se rompe el jarro cuando se cae dos veces".

           En tal punto me eché a llorar, gimiendo y lanzando gritos espantosos, hasta que la desesperación se apoderó por completo de mi corazón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos manos, y exclamé para mí mismo: "¿Qué necesidad tenías de viajar, oh miserable, cuando en Bagdad vivías entre delicias? ¿No poseías manjares excelentes, líquidos excelentes y trajes excelentes? ¿Qué te faltaba para ser dichoso? ¿No fue próspero tu primer viaje?". Entonces me arrojé al suelo de bruces, llorando ya la propia muerte, y diciendo: "¡Pertenecemos a Alah, y hemos de tornar a él!". Y aquel día creí volverme loco.

           Cuando comprendí que mis lamentos eran inútiles, y mi arrepentimiento demasiado tardío, hube de conformarme con mi destino. Me erguí sobre mis piernas y, tras haber andado durante algún tiempo sin rumbo, tuve miedo del encuentro con algún desagradable animal o con algún enemigo desconocido. Trepé entonces a la copa de un árbol, y desde allí me puse a observar con más atención a derecha e izquierda; pero no puede distinguir otra cosa que el cielo, la tierra, el mar, los árboles, los pájaros, la arena y las rocas. Sin embargo, al fijarme más atentamente en un punto del horizonte, me pareció distinguir un fantasma blanco y gigantesco.

           Entonces bajé del árbol atraído por la curiosidad, y paralizado por el miedo fui avanzando lentamente, y con mucha cautela, hacia aquel sitio. Cuando me encontré más cerca de la masa blanca, advertí que era una inmensa cúpula, de blancura resplandeciente, ancha base y altísima. Me aproximé a ella más aún y la di por completo la vuelta; pero no descubrí la puerta de entrada que buscaba. Entonces quise encaramarme a lo alto, pero era tan lisa y tan escurridiza, que no tuve destreza, ni agilidad, ni posibilidad de ascender. Hube de contentarme, pues, con medirla; puse una señal sobre la huella de mi primer paso en la arena y de nuevo la di vuelta contando mis pasos. Por este procedimiento, supe que su circunferencia era de cincuenta pasos exactos, más bien más que menos.

           Mientras reflexionaba sobre el medio de que me valdría para dar con alguna puerta de entrada o salida de la tal cúpula, advertí que de pronto desaparecía el sol y que el día se tornaba en una noche negra. Primero lo creí debido a cualquier nube inmensa que pasase por delante del sol, aunque la cosa fuera imposible en pleno verano. Alcé, pues, la cabeza para mirar la nube que tanto me asombraba, y vi un pájaro enorme, de alas formidables, que volaba por delante de los ojos del sol, esparciendo la oscuridad sobre la isla.

           Mi asombro llegó entonces a sus límites extremos, y me acordé de lo que en mi juventud me habían contado viajeros y marinos acerca de un pájaro de tamaño extraordinario, llamado rokh, que se encontraba en una isla muy remota, y que podía levantar un elefante. Saqué entonces como conclusión que el pájaro que yo veía debía ser el rokh, y la cúpula blanca a cuyo pie me hallaba debía ser un huevo entre los huevos de aquel rokh. Pero no bien me asaltó esta idea, el pájaro descendió sobre el huevo y se posó encima como para empollarlo. En efecto, extendió sobre el huevo sus alas inmensas, dejó descansando a ambos lados en tierra sus dos patas, y se durmió encima.

           Entonces yo, que me había echado de bruces en el suelo, y precisamente me encontraba debajo de una de sus patas, la cual me pareció más gruesa que el tronco de un árbol añoso, me levanté con viveza y, desenrollando la tela de mi turbante... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 296

           Llegada la noche 296, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Me levanté enseguida, desenrollé la tela de mi turbante y después de doblarla, la retorcí para servirme de ella como de soga. La até sólidamente a mi cintura y sujeté ambos cabos con un nudo resistente a un dedo del pájaro. Porque me dije para mí: "Este pájaro enorme acabará por remontar el vuelo, con lo que me sacará de esta soledad y me transportará a cualquier punto donde pueda ver seres humanos. De cualquier modo, el lugar en que caiga será preferible a esta isla desierta, de la que soy único habitante". A pesar de mis movimientos, el pájaro no se cuidó de mi presencia más que si se tratara de alguna mosca sin importancia o alguna humilde hormiga, que por allí se estuviera paseando.

           Así permanecí toda la noche, sin poder pegar los ojos por temor de que el pájaro echase a volar y me llevase durante mi sueño. Pero no se movió hasta que fue de día. Sólo entonces se quitó de encima de su huevo, lanzó un grito espantoso y remontó el vuelo, llevándome consigo. Subió y subió tan alto, que creí tocar la bóveda del cielo; pero de pronto descendió con tanta rapidez, que ya no sentía yo mi propio peso, y abatióse conmigo en tierra firme. Se posó en un sitio escarpado. Cuando se posó, enseguida me desaté el turbante y, bajo el terror de ser izado otra vez antes que tuviese tiempo a librarme de sus ligaduras, conseguí desasirme sin dificultad. Tras eso, estiré mis miembros y me arreglé el traje, alejándome apresuradamente hasta hallarme fuera del alcance del pájaro, a quien de nuevo vi elevarse por los aires. Llevaba entonces en sus garras un enorme objeto negro, que no era otra cosa que una serpiente de inmensa longitud y forma detestable. No tardó en desaparecer, dirigiendo hacia el mar su vuelo.

           Conmovido en extremo por cuanto acababa de ocurrirme, lancé una mirada en torno de mí y quedé inmóvil de espanto. Porque me encontraba en un valle ancho y profundo, rodeado por todas partes de montañas tan altas, que para medirlas con la vista tuve que alzar de tal modo la cabeza, que rodó por mi espalda mi turbante al suelo. Además, eran tan escarpadas aquellas montañas, que se hacía imposible subir por ellas, y juzgué inútil toda tentativa en tal sentido.

           Al darme cuenta de ello no tuvieron límite mi desolación y mi desesperación, y me dije: "Ah, cuánto más hubiérame valido no abandonar la isla desierta en que me hallaba, y que era mil veces preferible a esta soledad desolada y árida, donde no hay nada que comer ni beber. Allí, al menos, había frutas que llenaban los árboles, y arroyos de agua deliciosa. Pero aquí sólo hay rocas hostiles y desnudas, para morir de hambre y de sed. ¡Qué calamidad! No hay recurso y poder más que Alah el Omnipotente, pues cada vez que escapo de una catástrofe, es para caer en otra peor y definitiva".

           Enseguida me levanté del sitio en que me encontraba y recorrí aquel valle para explorarle un poco, observando que estaba enteramente creado con rocas de diamante. Por todas partes a mi alrededor aparecía sembrado el suelo de diamantitos desprendidos de la montaña y que en ciertos sitios formaban montones de la altura de un hombre. Comenzaba yo a mirarlos ya con algún interés, cuando me inmovilizó de terror un espectáculo más espantoso que todos los horrores experimentados hasta entonces. Entre las rocas de diamantes vi circular a sus guardianes, que eran innumerables serpientes negras, más gruesas y largas que las palmeras, y cada una de las cuales muy bien podía devorar a un elefante.

           En aquel momento comenzaban a meterse en sus antros, porque durante el día se ocultaban para que no las cogiese su enemigo el pájaro rokh, y únicamente salían de noche. Entonces intenté precavidamente alejarme de allí, mirando bien dónde ponía los pies y pensando desde el fondo de mi alma: "He aquí lo que has sacado del trueque, al haber querido abusar de la clemencia del destino, oh Sindbad, hombre de ojos insaciables y siempre vacíos". Y presa de un cúmulo de terrores, continué en mi caminar sin rumbo por aquel Valle de Diamantes, descansando de vez en cuando en los parajes que me parecían más resguardados, hasta que llegó la noche.

           Durante todo aquel tiempo se me había olvidado por completo comer y beber, no pensando más que en cómo salir del mal paso y salvar mi alma de las serpientes. Hasta que descubrí, junto al lugar en que me dejé caer, una gruta cuya entrada era muy angosta, pero suficiente para que yo pudiese franquearla. Avancé, pues, y penetré en la gruta, cuidando de obstruir la entrada con un peñasco que conseguí arrastrar hasta allí. Seguro ya, me aventuré por su interior, en busca del lugar más cómodo para dormir, esperando el día y pensando: "Al amanecer saldré y me pondré al corriente, de lo que me tiene reservado el destino".

           Iba ya a acostarme, cuando advertí que lo que a primera vista tomé por una enorme roca negra era una espantosa serpiente enroscada sobre sus huevos para incubarlos. Sintió entonces mi carne todo el horror de semejante espectáculo, y la piel se me encogió como una hoja seca, temblando en toda su superficie; y caí al suelo sin conocimiento, permaneciendo en tal estado hasta la mañana.

           Al amanecer, y darme cuenta de que no había sido devorado todavía por la enorme serpiente negra, cogí aliento y me deslicé hasta la entrada, separando la roca que puse y saliendo fuera por fin, totalmente ebrio y sin que mis piernas pudieran sostenerme, de tan agotado como me encontraba por la falta de sueño y comida, y por aquel terror sin igual. Miré a mi alrededor, y de repente vi caer a algunos pasos de mi nariz un gran trozo de carne, que chocó contra el suelo con gran estrépito. Aturdido al pronto, alcé los ojos luego para ver quién querría aporrearme con aquella carne, pero no vi a nadie.

           Entonces me acordé de cierta historia oída antaño en boca de los mercaderes, viajeros y exploradores de la Montaña de Diamantes, de la que se contaba que, como los buscadores de diamantes no podían bajar a este valle inaccesible, recurrían a un medio curioso para procurarse esas piedras preciosas. Mataban unos carneros, los partían en cuartos y los arrojaban al fondo del valle, donde iban a caer sobre las puntas de diamantes, que se incrustaban en ellos profundamente. Entonces se abalanzaban sobre aquella presa los rokh y las águilas gigantescas, sacándola del valle para llevársela a sus nidos en lo alto de las rocas, y que así sirviera de sustento a sus crías. Los buscadores de diamantes se precipitaban entonces sobre el ave, haciendo muchos gestos y lanzando grandes gritos para obligarla a soltar su presa, y emprender de nuevo el vuelo. Registraban entonces el trozo de carne, y cogían los diamantes que tenía adheridos.

           Asaltóme a la sazón la idea de que podía tratar aún de salvar mi vida, y salir de aquel valle que se me antojó había de ser mi tumba. Me incorporé, pues, y comencé a amontonar una gran cantidad de diamantes, escogiendo los más gordos y hermosos. Me los guardé en todas partes, abarroté con ellos mis bolsillos, me los introduje entre el traje y la camisa, llené mi turbante y mi calzón, y hasta metí algunos entre los pliegues de mi ropa. Tras lo cual, desenrollé la tela de mi turbante... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 297

           Llegada la noche 297, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Tras lo cual, desenrollé la tela de mi turbante y me la rodeé a la cintura, yendo a situarme debajo del cuarto de carne, que até sólidamente a mi pecho con las dos puntas del turbante.

           Permanecí algún tiempo en esa posición, cuando súbitamente me sentí llevado por los aires, como una pluma y entre las garras formidables de un rokh, en compañía del cuarto de carne. En un abrir y cerrar los ojos me encontré fuera del valle, sobre la cúspide de una montaña y en un nido del rokh, que se disponía a despedazar aquella carne y mi propia carne, para sustentar a sus rokhecillos. Pero de pronto se alzó hacia nosotros un estrépito de gritos que asustaron al ave y la obligaron a emprender de nuevo el vuelo, abandonándome. Entonces desaté mis ligaduras y me erguí sobre ambos pies, lleno de huellas de sangre en mis vestidos y en mi rostro.

           Vi a la sazón aproximarse al sitio en que me encontraba a un mercader, que se mostraba muy contrariado y asombrado al percibirme. Pero advirtiendo que yo no le quería mal, y que no era capaz siquiera de moverme, se inclinó sobre el cuarto de carne y lo escudriñó, sin encontrar en él los diamantes que buscaba. Entonces alzó al cielo sus largos brazos y se lamentó, diciendo: "¡Qué desilusión, estoy perdido! ¡No hay recurso más que en Alah! ¡Me refugio en Alah, en contra del Maldito y Malhechor!". Y se golpeó una con otra las palmas de las manos, como señal de una desesperación inmensa.

           Al advertir aquello, me acerqué a él y le deseé la paz. Pero él, sin corresponder a mi zalema, me arañó furioso y exclamó: "¿Quién eres, y de dónde has venido para robarme mi fortuna?". Le respondí: "No temas nada, oh digno mercader, porque no soy ningún ladrón, y tu fortuna en nada ha disminuido. Soy un ser humano y no un genio malhechor. Soy un hombre honrado que, anteriormente a estas extraña aventura, tenía el oficio de mercader. En cuanto al motivo de mi venida a este paraje, se trata de una historia asombrosa, que te contaré al punto. Pero de antemano, quiero probarte mis buenas intenciones gratificándote con algunos diamantes recogidos por mí mismo en el fondo de esa cima, que jamás fue sondeada por la vista humana".

           Saqué enseguida de mi cinturón algunos hermosos ejemplares de diamantes, y se los entregué diciéndole: "He aquí una ganancia que no habrías osado esperar en tu vida". Entonces el propietario del cuarto de carnero manifestó una alegría inconcebible y me dio muchas gracias, y tras más de mil zalemas, me dijo: "La bendición esté contigo, oh mi señor. Uno solo de estos diamantes bastaría para enriquecerme hasta la más dilatada vejez". Y me dio las gracias otra vez, hasta que llamó a otros mercaderes y los hizo agrupar en torno mío, deseándome la paz y la bienvenida. Yo les conté mi rara aventura de principio hasta el fin, y que no sería útil repetirla.

           Entonces, vueltos de su asombro los mercaderes, me felicitaron mucho por mi liberación, diciéndome: "Por Alah, que tu destino te ha sacado de un abismo del que nadie regresó nunca". Después, al verme extenuado por la fatiga, el hambre y la sed, se apresuraron a darme de comer y beber con abundancia. Y me condujeron a una tienda, donde velaron mi sueño, que duró un día entero y una noche entera.

           A la mañana, los mercaderes me llevaron con ellos, en tanto que comenzaba yo a regocijarme de modo intenso por haber escapado a aquellos peligros sin precedentes. Al cabo de un viaje bastante corto, llegamos a una isla muy agradable, donde crecían magníficos árboles de copa tan espesa y amplia, que con facilidad podrían dar sombra a cien hombres. De estos árboles es precisamente de los que se extrae la sustancia blanca, de olor cálido y grato, que se llama alcanfor, haciendo una incisión en lo alto del árbol, recogiendo en una cubeta que se pone al pie el jugo que destila, que al principio parece como gotas de goma, pero que no es otra cosa que la miel del árbol.

           También en aquella isla vi al espantable animal que se llama karkadann (rinoceronte) y pace exactamente como pacen las vacas y los búfalos de nuestras praderas. El cuerpo de esa fiera es mayor que el cuerpo del camello, en el extremo de su morro tiene un cuerno de diez codos, y en medio suyo se halla labrada una cara humana. Es tan sólido este cuerno del karkadann, que le sirve para pelear y vencer al elefante, enganchándole y teniéndole en vilo hasta que muere. Tras lo cual la grasa del elefante muerto va a parar a los ojos del karkadann, cegándole y haciéndole caer. Es entonces cundo desde lo alto de los aires se abate sobre ellos el terrible rokh, que los transporta a su nido para alimentar a sus crías.

           Viví algún tiempo allí, respirando el aire embalsamado y teniendo ocasión de cambiar mis diamantes por más oro y plata de lo que podría contener la cola de un navío. Después marché con los mercantes de isla en isla y de ciudad en ciudad, admirando a cada paso la obra del Creador y haciendo ventas acá y allá. Hasta que un día decidimos bordear Bassra (Basora), mi país de bendición, y allí me despedí yo de mis compañeros, para ascender hasta Bagdad, mi morada de paz.

           Me faltó el tiempo para correr a mi calle y entrar en mi casa querida, lleno de dinares de oro y hermosos diamantes que no había tenido alma para vender. Y me emocioné del retorno entre mis parientes y amigos, a los que saludé con efusión y a los que repartí las dádivas conseguidas, sin olvidar a nadie.

           Luego disfruté alegremente de la vida, comiendo manjares exquisitos, bebiendo licores delicados, vistiéndome con ricos trajes y sin privarme de la sociedad de las personas deliciosas. Todos los días tenía también numerosos y notables visitantes, que al oír hablar de mis aventuras, me pedían que les pusiera al corriente de lo que sucedía en tierras lejanas. Yo experimentaba una verdadera satisfacción instruyéndoles acerca de tantas cosas, así como haber escapado de tan terribles peligros, y ellos se maravillaban de mis relatos hasta el límite de la maravilla. Y así es como acaba mi segundo viaje.

           "Así es como acaba mi segundo viaje (añadió Sindbad), pero mañana, oh, mis amigos"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 298

           Llegada la noche 298, Schehrazada continuó su relato: Tras decirles Sindbad el Marino que por la mañana les contaría las peripecias de su tercer viaje, mucho más estupefaciente todavía que los primeros, los esclavos sirvieron de comer y de beber a todos los invitados, que se hallaban prodigiosamente asombrados de cuanto acababan de oír. Después, Sindbad el Marino hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, que las admitió, dio las gracias y se marchó invocando las bendiciones de Alah, maravillándose de cuanto acababa de ver y de escuchar.

           Por la mañana, se levantó el cargador Sindbad, hizo la plegaria matinal y volvió a casa de su amigo marino Sindbad, como éste le indicó. Y fui recibido cordialmente, y tratado con muchos miramientos, e invitado a tomar parte en el festín del día y de los placeres, que duraron toda la jornada. Tras lo cual, y en medio de sus convidados, Sindbad el Marino empezó su relato de la manera siguiente:

3º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Sabed, oh mis amigos, que con la deliciosa vida de que yo disfrutaba desde el regreso de mi segundo viaje, acabé por perder completamente, entre las riquezas y el descanso, el recuerdo de los sinsabores sufridos y de los peligros que corrí, aburriéndome a la postre de la inacción monótona de mi existencia en Bagdad. Así es que mi alma deseó con ardor la mudanza y el espectáculo de las cosas de viaje. Y la misma afición al comercio, con su ganancia y su provecho, me tentó otra vez. En el fondo, siempre es la ambición la causa de nuestras desdichas, y en breve debía yo comprobarlo del modo más espantoso.

           Como decía, puse en ejecución mi proyecto de forma inmediata, y tras proveerme de ricas mercancías del país, partí de Bagdad para Bassra (Basora). Allí me esperaba un gran navío lleno de pasajeros y mercaderes, todos gente de bien y con buen corazón, hombres de conciencia y capaces de servir, por lo que se podría vivir con ellos en buenas relaciones. Así que no dudé en embarcarme en su compañía en aquel navío; y no bien me encontré a bordo, nos hicimos a la vela con la bendición de Alah, para nosotros y para nuestra travesía.

           Bajo felices auspicios comenzó nuestra navegación. En todos los lugares que abordábamos hacíamos negocios excelentes, a la vez que nos paseábamos e instruíamos con todas las cosas nuevas que veíamos sin cesar. Nada faltaba, verdaderamente, a nuestra dicha, y nos hallábamos en el límite del desahogo y la opulencia.

           Pero un día entre los días, en que estábamos en alta mar y muy lejos de los países musulmanes, el capitán del navío se golpeó con fuerza el rostro, empezó a gemir y lanzar gritos de desesperación, se mesó los pelos de la barba y desgarró sus vestiduras, así como tiró al suelo su turbante.

           Al verlo, rodeamos todos al capitán, y le dijimos: "¿Qué te pasa, oh capitán?". A lo que él contestó: "Sabed, oh pasajeros de paz, que estamos a merced del viento contrario, y habiéndonos desviado de nuestra ruta, nos hemos lanzado a este mar siniestro. Y para colmar nuestra mala suerte, el destino ha hecho que toquemos esa isla que veis delante de vosotros, y de la cual jamás pudo salir con vida nadie que arribara a ella. ¡Es la Isla de los Monos! ¡Estamos perdidos sin remedio!".

           Todavía no había acabado de explicarse el capitán, cuando vimos que rodeaba al navío una multitud de seres velludos cual monos, más innumerable que una nube de langostas. Al tiempo que a la playa de la isla seguían llegando más monos todavía, en cantidad incalculable y lanzando chillidos que nos helaban de estupor. No osamos atacar, y ni siquiera espantar a ninguno de ellos, por miedo a que se abalanzasen todos sobre nosotros y nos matasen hasta el último, vista su superioridad numérica y la certidumbre de esta superioridad aumenta el valor de quienes la poseen. No quisimos, pues, hacer ningún movimiento, aunque por todos lados nos invadían aquellos monos, que empezaban a apoderarse de todo cuanto nos pertenecía.

           Eran muy feos. Eran incluso más feos que lo más feo que hubiera visto yo en mi vida: peludos y velludos, con ojos amarillos en sus caras negras, de estatura apenas cuatro palmos, y con muecas y gritos que resultaban repugnantes más horribles. Por lo que afecta a su lenguaje, en vano nos hablaban y nos insultaban chocando las mandíbulas, ya que no lográbamos comprenderles, a pesar de la atención que a tal fin poníamos. No tardamos, por desgracia, en verles ejecutar el más funesto de los proyectos. Treparon por los palos, desplegaron las velas, cortaron con los dientes todas las amarras y acabaron por apoderarse del timón. Entonces, impulsado por el viento, marchó el navío contra la costa, donde encalló. Y los monos se apoderaron de todos nosotros, haciéndonos desembarcar ordenadamente y dejándonos encallados en la playa. Tras lo cual, y sin ocuparse más de nosotros, se embarcaron los monos en el navío y pusieron el barco a flote, desaparecieron todos ellos a lo lejos del mar.

           En este límite de la perplejidad, juzgamos inútil permanecer en la playa contemplando el mar, y avanzamos hacia el interior de la isla, donde descubrimos árboles frutales y agua corriente, que nos permitió reponer un tanto las fuerzas y retardar lo más posible la muerte, que todos dábamos por segura. Mientras seguíamos en aquel estado, nos pareció ver entre los árboles un edificio grande y aparentemente abandonado, y sentimos la tentación de acercarnos a él. Cuando lo alcanzamos, advertimos que era un palacio... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana; v se calló discretamente.

NOCHE 299

           Llegada la noche 299, Schehrazada continuó el relato de Sindbad y los suyos: Advertimos que era un palacio de gran altura, cuadrado y rodeado por sólidas murallas, que tenían una gran puerta de ébano de dos hojas. Como la puerta estaba abierta y ningún portero la guardaba, la franqueamos y penetramos enseguida en una inmensa sala, tan grande como un patio. Tenía la sala enormes utensilios de cocina y asadores de una longitud desmesurada, y su suelo tenía por alfombra una montonera de huesos esparcidos, unos ya calcinados y otros todavía sin quemar. Dentro reinaba un olor que perturbó en extremo nuestro olfato. Pero como estábamos extenuados de fatiga y de miedo, nos dejamos caer cuan largos éramos, y nos dormimos profundamente.

           Ya se había puesto el sol cuando nos sobresaltó un ruido estruendoso, despertándonos de repente. Y vimos descender ante nosotros, desde el techo, a un ser negro con rostro humano, tan alto como una palmera y con aspecto más horrible todavía que el de los monos. Tenía los ojos rojos como tizones inflamados, los dientes salientes como los colmillos de un cerdo, una boca tan grande como el brocal de un pozo, labios que le colgaban sobre el pecho, orejas movibles como de elefante  y una uñas ganchudas que parecían garras de león.

           A su vista, nos llenamos de terror, rígidos y como muertos. El ser negro se sentó en una hornacina adosada a la pared, y desde allí comenzó a examinarnos con toda atención, uno a uno. Tras de lo cual se adelantó hacia nosotros, fue derecho a mí, tendió la mano y me cogió la nuca, cual podía cogerse un lío de trapos. Me dio vueltas y vueltas en todas direcciones, palpándome como palparía un carnicero cualquier cabeza de carnero. Pero sin duda no debió encontrarme de su gusto, liquidado por el terror como yo estaba y con la grasa de mi piel disuelta por las fatigas del viaje y de la pena. Entonces me echó a rodar por el suelo, y se apoderó de mi vecino más próximo, al cual manoseó como me había manoseado a mí, para rechazarle y apoderarse luego del siguiente. De este modo fue cogiendo uno tras otro a todos los mercaderes, hasta que por último cogió al capitán.

           Aconteció que el capitán era un hombre gordo y lleno de carne, y naturalmente, el más robusto y sólido de todos los demás. Así que el espantoso gigante no dudó en elegirlo a él; le cogió entre sus manos cual un carnicero cogería un cordero, le derribó en tierra con un pie en el cuello, y le desnucó con un solo golpe. Empuñó entonces uno de los inmensos asadores en cuestión, y se lo introdujo por la boca, haciéndolo salir por el ano. Entonces encendió mucha leña en el hogar que había en la sala, puso entre las llamas al capitán ensartado, y comenzó a darle vueltas lentamente hasta que estuvo en sazón. Le retiró del fuego entonces y empezó a trincharle en pedazos, como si se tratara de un pollo, sirviéndose para el caso de sus uñas. Hecho aquello, le devoró en un abrir y cerrar de ojos. Tras lo cual chupó los huesos, vaciándolos de la medula y arrojándolos en medio del montón que se alzaba en la sala.

           Concluida esta comida, el espantoso gigante fue a tenderse en un banco para digerir, no tardando en dormirse y en roncar exactamente igual que un búfalo. Y así permaneció dormido hasta la mañana siguiente. Le vimos entonces levantarse y alejarse como había llegado, mientras permanecíamos inmóviles de espanto.

           Cuando tuvimos la certeza de que el monstruo había desaparecido, salimos del silencio que guardamos toda la noche, y nos comunicamos mutuamente nuestras reflexiones, empezando a sollozar y a gemir por la suerte que nos esperaba. Y con tristeza nos decíamos: "Mejor hubiera sido perecer en el mar, ahogados o comidos por los monos, que ser asados en las brasas. Por Alah, que se trata de una muerte detestable. Pero, ¿qué hacer? Ha de ocurrir lo que Alah disponga, no hay recurso más que en Alah el Todopoderoso".

           Abandonamos entonces aquella casa y vagamos por toda la isla en busca de algún escondrijo donde resguardarnos; pero fue en vano, porque la isla era llana y no había en ella cavernas ni nada que nos permitiese sustraernos a la persecución. Así que, como caía la tarde, nos pareció más prudente volver al palacio. Pero apenas llegamos, hizo su aparición en medio del ruido atronador el horrible monstruo negro, que después del palpamiento y manoseo se apoderó de uno de mis compañeros mercaderes, ensartándole enseguida, asándole y haciéndole pasar a su vientre, para tenderse luego en el banco y roncar hasta la mañana siguiente, como un bruto degollado. Cuando partió el monstruo a la mañana siguiente, como habíamos tenido tiempo de reflexionar sobre nuestra triste situación, exclamamos todos a la vez: "Vamos a tirarnos al mar para morir ahogados, que mejor es eso que perecer asados y devorados. Porque morir devorados debe ser terrible".

           Al ir a ejecutar lo proyectado, se levantó uno de nosotros y dijo: "Escuchadme, compañeros. ¿No creéis que vale más matar al monstruo negro, antes que nos extermine?". Entonces levanté a mi vez el dedo y dije: "Escuchadme, compañeros. En caso de que hayáis resuelto matar al monstruo negro, sería preciso utilizar los trozos de madera de que está cubierta la playa, con objeto de construirnos una balsa en la cual huir, después de librar a la creación de tan bárbaro comedor de musulmanes. ¡Bordeemos entonces la isla, esperando la clemencia del destino, que nos enviará algún navío para regresar a nuestro país! De todos modos, aunque naufrague la balsa y nos ahoguemos, habremos evitado que nos asen y no habremos cometido la mala acción de matarnos voluntariamente. Nuestra muerte será un martirio, que se tendrá en cuenta el día de la Retribución... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 300

           Llegada la noche 300, Schehrazada continuó el relato de Sindbad y los suyos: Entonces exclamaron los mercaderes: "Por Alah, que es una idea excelente y una acción razonable".

           Al momento nos dirigimos a la playa y construimos la balsa en cuestión, en la cual tuvimos cuidado de poner algunas provisiones, tales como frutas y hierbas comestibles; luego volvimos al palacio para esperar, temblando, la llegada del hombre negro. Llegó precedido de un ruido atronador, y creímos ver entrar a un enorme perro rabioso. Todavía tuvimos necesidad de presenciar sin un murmullo cómo ensartaba y asaba a uno de nuestros compañeros, a quien escogió por su grasa y buen aspecto, tras del palpamiento y manoseo. Pero cuando el espantoso bruto se durmió y comenzó a roncar de un modo estrepitoso, pensamos en aprovecharnos de su sueño con objeto de hacerle inofensivo para siempre.

           Cogimos a tal fin dos de los inmensos asadores de hierro, y los calentamos al fuego hasta que estuvieron al rojo blanco; luego los empuñamos fuertemente por el extremo frío, y como eran muy pesados, llevamos entre varios cada uno. Nos acercamos a él quedamente, y entre todos hundimos a la vez ambos asadores en ambos ojos del horrible hombre negro que dormía, y apretamos con todas nuestras fuerzas para que cegase en absoluto. Debió sentir seguramente un dolor extremado, porque el grito que lanzó fue tan espantoso, que al oírlo rodamos por el suelo a una distancia respetable. Y saltó él a ciegas, y aullando y corriendo en todos sentidos, intentó coger a alguno de nosotros. Pero habíamos tenido tiempo de evitarlo y echarnos al suelo de bruces a su derecha y a su izquierda, de manera que a cada vez sólo se encontraba con el vacío. Así es que, viendo que no podía realizar su propósito acabó por dirigirse a tientas a la puerta y salió dando gritos espantosos.

           Entonces, convencidos de que el gigante ciego moriría por fin en su suplicio, comenzamos a tranquilizarnos, y nos dirigimos al mar con paso lento. Arreglamos un poco mejor la balsa, nos embarcamos en ella, la desamarramos de la orilla, y ya íbamos a remar para alejarnos, cuando vimos al horrible gigante ciego que llegaba corriendo, guiado por una hembra gigante, todavía más horrible y antipática que él. Llegados que fueron a la playa, lanzaron gritos amedrentadores al ver que nos alejábamos; después cada uno de ellos comenzó a apedrearnos, arrojando a la balsa trozos de peñasco. Por aquel procedimiento consiguieron alcanzarnos con sus proyectiles y ahogar a todos mis compañeros, excepto dos. En cuanto a los tres que salimos con vida, pudimos al fin alejarnos y ponernos fuera del alcance de los peñascos que lanzaban.

           Pronto llegamos a alta mar, donde nos vimos a merced del viento y empujados hacia una isla que distaba dos días de aquella en que creímos perecer ensartados y asados. Pudimos encontrar allí frutas, con lo que nos libramos de morir de hambre; luego, como la noche era ya avanzada, trepamos a un gran árbol para dormir en él.

           Por la mañana, cuando nos despertamos, lo primero que se presentó ante nuestros ojos asustados fue una terrible serpiente tan gruesa como el árbol en que nos hallábamos, y que clavaba en nosotros sus ojos llameantes y abría una boca tan ancha como un horno. Y de pronto se irguió, y su cabeza nos alcanzó en la copa del árbol. Cogió con sus fauces a uno de mis dos compañeros y lo engulló hasta los hombros, para devorarle por completo casi inmediatamente. Y al punto oímos los huesos del infortunado crujir en el vientre de la serpiente, que bajó del árbol y nos dejó aniquilados de espanto y de dolor. Y pensamos: "Por Alah, que este nuevo género de muerte es más detestable que el anterior. La alegría de haber escapado del asador del hombre negro, se convierte en un presentimiento peor aún que cuanto hubiéramos de experimentar. No hay recurso más que en Alah".

           Tuvimos enseguida alientos para bajar del árbol y recoger algunas frutas, que comimos, satisfaciendo nuestra sed con el agua de los arroyos. Tras de lo cual, vagamos por la isla en busca de cualquier abrigo más seguro que el de la precedente noche, y acabamos por encontrar un árbol de una altura prodigiosa. Trepamos a él al hacerse de noche, y ya instalados lo mejor posible, empezábamos a dormirnos, cuando nos despertó un silbido seguido de un rumor de ramas tronchadas, y antes de que tuviésemos tiempo de hacer un movimiento para escapar, la serpiente cogió a mi compañero, que se había encaramado por debajo de mí, y de un solo golpe le devoró hasta las tres cuartas partes. La vi luego enroscarse al árbol, haciendo rechinar los huesos de mi último compañero hasta que terminó de devorarle. Después se retiró, dejándome muerto de miedo.

           Continué en el árbol sin moverme hasta por la mañana, y únicamente entonces me decidí a bajar. Mi primer movimiento fue para tirarme al mar con objeto de concluir una vida miserable y llena de alarmas cada vez más terribles; en el camino me paré, porque mi alma, don precioso, no se avenía a tal resolución; y me sugirió una idea a la cual debo el haberme salvado. Empecé a buscar leña, y encontrándola en seguida, me tendí en tierra y cogí una tabla grande que sujeté a las plantas de mis pies en toda su extensión; cogí luego una segunda tabla que até a mi costado izquierdo, otra a mi costado derecho, la cuarta me la puse en el vientre, y la quinta, más ancha y más larga que las anteriores, la sujeté a mi cabeza. De este modo me encontraba rodeado por una muralla de tablas que oponían en todos sentidos un obstáculo a las fauces de la serpiente. Realizado aquello, permanecí tendido en el suelo, y esperé lo que me reservaba el destino.

           Al hacerse de noche, no dejó de ir la serpiente. En cuanto me vio, arrojóse sobre mí dispuesta a sepultarme en su vientre; pero se lo impidieron las tablas. Se puso entonces a dar vueltas a mi alrededor, intentando cogerme por algún lado más accesible; pero no pudo lograr su propósito, a pesar de todos sus esfuerzos, y aunque tiraba de mí en todas direcciones. Así pasó toda la noche haciéndome sufrir, y yo me creía ya muerto y sentía en mi rostro su aliento nauseabundo. Al amanecer me dejó por fin, y se alejó muy furiosa, en el límite de la cólera y de la rabia. Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 301

           Llegada la noche 301, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo, saqué la mano y me desembaracé de las ligaduras que me ataban a las tablas. Pero había estado en una postura tan incómoda, que en un principio no logré moverme, y durante varias horas creí no poder recobrar el uso de mis miembros. Pero al fin conseguí ponerme en pie, y poco a poco pude andar y pasearme por la isla.

           Me encaminé hacia el mar, y apenas llegué descubrí en lontananza un navío que bordeaba la isla velozmente a toda vela. Al verlo me puse a agitar los brazos y gritar como un loco; luego desplegué la tela de mi turbante, y atándola a una rama de árbol, la levanté por encima de mi cabeza y me esforcé en hacer señales para que me advirtiesen desde el navío. El destino quiso que mis esfuerzos no resultasen inútiles. No tardé, efectivamente, en ver que el navío viraba y se dirigía a tierra; y poco después fui recogido por el capitán y sus hombres.

           Una vez a bordo del navío, empezaron por proporcionarme vestidos y ocultar mi desnudez, ya que desde hacía tiempo había yo destrozado mi ropa; luego me ofrecieron manjares para que comiera, lo cual hice con mucho apetito, a causa de mis pasadas privaciones; pero lo que me llegó especialmente al alma fue cierta agua fresca en su punto y deliciosa en verdad, de la que bebí hasta saciarme. Entonces se calmó mi corazón y se tranquilizó mi espíritu, y sentí que el reposo y el bienestar descendían por fin a mi cuerpo extenuado.

           Comencé, pues, a vivir de nuevo, tras haber visto a dos pasos de mí a la muerte, y bendije a Alah por su misericordia, y le di gracias por haber interrumpido mis tribulaciones. Así que no tardé en reponerme completamente de mis emociones y fatigas, hasta el punto de casi llegar a creer que todas aquellas calamidades habían sido un sueño. Nuestra navegación resultó excelente, y con la venia de Alah el viento nos fue favorable todo el tiempo, y nos hizo tocar felizmente en una isla llamada Salahata, donde debíamos hacer escala, y en cuya rada ordenó anclar el capitán, para permitir a los mercaderes desembarcar y despachar sus asuntos.

           Cuando estuvieron en tierra los pasajeros, como era el único a bordo que carecía de mercancías para vender o cambiar, el capitán se acercó a mí y me dijo: "Escucha lo que voy a decirte. Eres un hombre pobre y extranjero, y por ti sabemos cuántas pruebas has sufrido en tu vida. Así, pues, quiero serte de alguna utilidad ahora y ayudarte a regresar a tu país, con el fin de que cuando pienses en mí lo hagas gustoso e invoques para mi persona todas las bendiciones". Yo le contesté: "Ciertamente, oh capitán, que no dejaré de hacer votos en tu favor". Él me dijo: "Sabe que hace algunos años vino con nosotros un viajero que se perdió en una isla en que hicimos escala. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas, ni sabemos si ha muerto o si vive todavía. Como están en el navío depositadas las mercancías que dejó aquel viajero, abrigo la idea de confiártelas para que, mediante un corretaje provisional sobre la ganancia, las vendas en esta isla y me des su importe, a fin de que a mi regreso a Bagdad pueda yo entregarlo a sus parientes o dárselo a él mismo, si consiguió volver a su ciudad". A lo que contesté yo: "Te soy deudor del bienestar y la obediencia, oh señor. Verdaderamente eres acreedor a mi mucha gratitud, ya que quieres proporcionarme una honrada ganancia".

           Entonces el capitán ordenó a los marineros que sacasen de la cala las mercancías y las llevaran a la orilla, para que yo me hiciera cargo de ellas. Después llamó al escriba del navío y le dijo que las contase y las anotase fardo por fardo. El escriba contestó: "¿A quién pertenecen estos fardos, y a nombre de quién debo inscribirlos?". El capitán respondió: "El propietario de estos fardos se llamaba Sindbad el Marino. Ahora inscríbelos a nombre de ese pobre pasajero y pregúntale cómo se llama". Al oír aquellas palabras del capitán, me asombré prodigiosamente, y exclamé: "¡Pero si Sindbad el Marino soy yo!". Y mirando atentamente al capitán, reconocí en él al que al comienzo de mi segundo viaje me abandonó en la isla donde me quedé dormido.

           Ante descubrimiento tan inesperado, mi emoción llegó a sus últimos límites, y añadí: "oh capitán, ¿no me reconoces? ¡Soy el pobre Sindbad el Marino, oriundo de Bagdad! Escucha mi historia, y acuérdate, oh capitán, que fui yo quien desembarcó en la isla hace tantos años sin que hubiera vuelto. En efecto, me dormí a la orilla de un arroyo delicioso, después de haber comido, y cuando desperté ya había zarpado el barco. Por cierto que me vieron muchos mercaderes de la montaña de diamantes, y podrían atestiguar que soy yo el propio Sindbad el Marino".

           Aun no había acabado de explicarme, cuando uno de los mercaderes que habían subido por mercaderías a bordo se acercó a mí, me miró atentamente, y en cuanto terminé de hablar, palmoteó sorprendido, y exclamó: "Por Alah, que ninguno me creyó cuando hace tiempo relaté la extraña aventura que me acaeció un día en la montaña de diamantes, donde, según dije, vi a un hombre atado a un cuarto de carnero y transportado desde el valle a la montaña por un pájaro llamado rokh. Pues bien, ¡he aquí aquel hombre, Sindbad el Marino, el hombre generoso que me regaló tan hermosos diamantes!". Y tras de hablar así, el mercader corrió a abrazarme como un hermano ausente que se encuentra de pronto a su hermano.

           Entonces me contempló un instante el capitán del navío y en seguida me reconoció también por Sindbad el Marino. Me tomó en sus brazos como lo hubiera hecho con su hijo, me felicitó por estar con vida todavía, y me dijo: "Por Alah, oh señor, que es asombrosa tu historia y prodigiosa tu aventura. Pero bendito sea Alah, que permitió nos reuniéramos, e hizo que encontraras tus mercancías y tu fortuna". Luego dio orden de que llevaran mis mercancías a tierra para que yo las vendiese, aprovechándome de ellas por completo aquella vez. Y, efectivamente, fue enorme la ganancia que me proporcionaron, indemnizándome con mucho de todo el tiempo que había perdido hasta entonces. Después de lo cual, dejamos la isla Salahata y llegamos al país de Sind, donde vendimos y compramos igualmente.

           En aquellos mares lejanos vi cosas asombrosas y prodigios innumerables, cuyo relato no puedo detallar. Pero, entre otras cosas, vi un pez que tenía el aspecto de una vaca y otro que parecía un asno. Vi también un pájaro que nacía del nácar marino y cuyas crías vivían en la superficie de las aguas, sin volar nunca sobre tierra. Más tarde continuamos nuestra navegación, con la venia de Alah, y a la postre llegamos a Bassra, donde nos detuvimos pocos días, para entrar por último en Bagdad.

           Entonces me dirigí a mi calle, penetré en mi casa, saludé a mis parientes, a mis amigos y a mis antiguos compañeros, e hice muchas dádivas a viudas y a huérfanos. Porque había regresado más rico que nunca, a causa de los últimos negocios hechos al vender mis mercancías. "Pero mañana, si Alah quiere (continuó diciendo Sindbad el Marino), os contaré la historia de mi cuarto viaje, que supera en interés a las tres que acabáis de oír".

           Posteriormente, Sindbad el Marino, como los anteriores días, hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, invitándole a volver al día siguiente. No dejó de obedecer el cargador, y volvió al otro día para escuchar lo que había de contar Sindbad el Marino cuando terminase la comida... En este momento de su narración, Scherazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 302

           Llegada la noche 302, Schehrazada continuó su relato: Escuchad lo que había de contar Sindbad el Marino, cuando terminó de comer.

4º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Una vez terminada la comida, dijo Sindbad el Marino: Ni las delicias ni los placeres de la vida de Bagdad, oh amigos míos, me hicieron olvidar los viajes. Al contrario, casi no me acordaba de las fatigas sufridas y los peligros corridos. Y el alma pérfida que vivía en mí no dejó de mostrarme lo ventajoso que sería recorrer de nuevo las comarcas de los hombres. Así es que no pude resistirme a sus tentaciones, y abandonando un día la casa y las riquezas, llevé conmigo una gran cantidad de mercaderías de precio, bastante más que las que había llevado en mis últimos viajes, y de Bagdad partí para Bassra (Basora), donde me embarqué en un gran navío en compañía de varios notables mercaderes prestigiosamente conocidos.

           Al principio fue excelente nuestro viaje por el mar, gracias a la bendición. Fuimos de isla en isla y de tierra en tierra, vendiendo y comprando y realizando beneficios muy apreciables, hasta que un día, en alta mar, hizo anclar el capitán, diciéndonos: "¡Estamos perdidos sin remedio!". De improviso, un golpe de viento terrible hinchó todo el mar, que se precipitó sobre el navío; haciéndole crujir por todas partes y arrebató a los pasajeros, incluso al capitán, los marineros y yo mismo. Y se hundió todo el mundo, y yo igual que los demás.

           Merced a la misericordia del Altísimo, pude encontrar sobre el abismo una tabla del navío, a la que me agarré con manos y pies, y encima de la cual navegamos durante medio día yo y algunos otros mercaderes que lograron asirse conmigo a ella. Entonces, a fuerza de bregar con pies y manos, ayudados por el viento y la corriente, caímos en la costa de una isla, cual si fuésemos un montón de algas, medio muertos ya de frío y de miedo.

           Toda una noche permanecimos sin movernos, aniquilados, en la costa de aquella isla. Pero al día siguiente pudimos levantarnos e internarnos por ella, vislumbrando una casa, hacia la cual nos encaminamos. Cuando llegamos a ella, vimos que por la puerta de la vivienda salía un grupo de individuos completamente desnudos y negros, quienes se apoderaron de nosotros sin decirnos palabra y nos hicieron penetrar en una vasta sala, donde aparecía un rey sentado en alto trono.

           El rey nos ordenó que nos sentáramos, y nos sentamos. Entonces pusieron a nuestro alcance platos llenos de manjares como no los habíamos visto en toda nuestra vida. Sin embargo, su aspecto no excitó mi apetito, al revés de lo que ocurría a mis compañeros, que comieron glotonamente para aplacar el hambre que les torturaba desde que naufragamos. En cuanto a mí, por abstenerme conservo la existencia hasta hoy.

           Efectivamente, desde que tomaron los primeros bocados, apoderóse de mis compañeros una gula enorme, y estuvieron durante horas y horas devorando cuanto les presentaban, mientras hacían gestos de locos y lanzaban extraordinarios gruñidos de satisfacción. En tanto que caían en aquel estado mis amigos, los hombres desnudos llevaron un tazón lleno de cierta pomada con la que untaron todo el cuerpo a mis compañeros, resultando asombroso el efecto que hubo de producirles en el vientre. Porque vi que se les dilataba poco a poco en todos sentidos hasta quedar más gordos que un pellejo inflado. Y su apetito aumentó proporcionalmente, y continuaron comiendo sin tregua, mientras yo les miraba asustado al ver que no se llenaba su vientre nunca.

           Por lo que a mí respecta, persistí en no tocar aquellos manjares, y me negué a que me untaran con la pomada al ver el efecto que produjo en mis compañeros. Y en verdad que mi sobriedad fue provechosa, porque averigüé que aquellos hombres desnudos comían carne humana, y empleaban diversos medios para cebar a los hombres que caían entre sus manos y hacer de tal suerte más tierna y más jugosa su carne. En cuanto al rey de estos antropófagos, descubrí que era ogro. Todos los días le servían asado un hombre cebado por aquel método; a los demás no les gustaba el asado y comían la carne humana al natural, sin ningún aderezo.

           Ante tan triste descubrimiento, mi ansiedad sobre mi suerte y la de mis compañeros no conoció límites cuando advertí enseguida una disminución notable de la inteligencia de mis camaradas, a medida que se hinchaba su vientre y engordaba su individuo. Acabaron por embrutecerse del todo a fuerza de comer, y cuando tuvieron el aspecto de unas bestias buenas para el matadero, se les confió a la vigilancia de un pastor, que a diario les llevaba a pacer en el prado.

           En cuanto a mí, por una parte el hambre, y el miedo por otra, hicieron de mi persona la sombra de mí mismo y la carne se me secó encinta del hueso. Así es que, cuando los indígenas de la isla me vieron tan delgado y seco, no se ocuparon ya de mí y me olvidaron enteramente, juzgándome sin duda indigno de servirme asado ni siquiera a la parrilla ante su rey. Tal falta de vigilancia por parte de aquellos insulares negros y desnudos me permitió un día alejarme de su vivienda y marchar en dirección opuesta a ella. En el camino me encontré al pastor que llevaba a pacer a mis desgraciados compañeros, embrutecidos por culpa de su vientre. Me di prisa a esconderme entre las hierbas altas, andando y corriendo para perderlos de vista, pues su aspecto me producía torturas y tristeza.

           Ya se había puesto el sol, y yo no dejaba de andar. Continué camino adelante toda la noche, sin sentir necesidad de dormir, porque me despabilaba el miedo de caer en manos de los negros comedores de carne humana. Y anduve aún durante todo el otro día, y también los seis siguientes, sin perder más que el tiempo necesario para hacer una comida diaria que me permitiese seguir mi carrera en pos de lo desconocido. Y por todo alimento cogía hierbas y me comía las indispensables para no sucumbir de hambre. Al amanecer el octavo día... En este momento de su narración. Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 303

           Llegada la noche 303, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Al amanecer del octavo día, llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuando me advirtieron, se agruparon en torno mío y me hablaron en mi lengua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacía tiempo.

           Me preguntaron quién era y de dónde venía. Yo les contesté: "oh buenas gentes, soy un pobre extranjero". Y les enumeré cuantas desgracias y peligros había experimentado. Mi relato les asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los devoradores de carne humana; me ofrecieron de comer y de beber, me dejaron reposar una hora, y después me llevaron a su barca para presentarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.

           La isla en que reinaba este rey tenía por capital una ciudad muy poblada, abundante en todas las cosas de la vida, rica en zocos y en mercaderes cuyas tiendas aparecían provistas de objetos preciosos, cruzadas por calles en que circulaban numerosos jinetes en caballos espléndidos, aunque sin sillas ni estribos. Así que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas, hube de participarle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Yo le dije: "¿Por qué motivo, oh mi señor y soberano, no se usa aquí la silla de montar? Es un objeto muy cómodo para ir a caballo, y además, aumenta el dominio del jinete".

           Sorprendióse mucho de mis palabras el rey, y me preguntó: "¿Pero en qué consiste una silla de montar? Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida hemos visto". Yo le dije: "¿Quieres, entonces, que te confeccione una silla, para que puedas comprobar su comodidad y experimentar sus ventajas?". Me contestó: "Sin duda".

           Dije que pusiera a mis órdenes un carpintero hábil, y le hice trabajar a mi vista la madera de una silla conforme exactamente a mis indicaciones. Y permanecí junto a él hasta que la terminó. Entonces yo mismo forré la madera de la silla con lana y cuero y acabé guarneciéndola con bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un herrero, al cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas, porque no le perdí de vista un instante.

           Cuando estuvo todo en condiciones, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamente, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, penacho y collera azul. Y fui en seguida a presentárselo al rey, que lo esperaba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.

           Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades. Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dignatarios quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron, que en poco tiempo hube de convertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.

           Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró conmigo, y me dijo: "Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho. En mi palacio llegaste a ser como de mi familia, y no puedo pasarme sin ti ni soportar la idea de que venga un día en que nos dejes. Deseo, pues, pedirte una cosa sin que me la rehúses". Yo le contesté: "Ordena, oh rey. Tu poder sobre mí lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que te debo por todo el bien que de ti recibí desde mi llagada a este reino". A lo que él me repuso: "Deseo casarte entre nosotros con una mujer bella, bonita, perfecta, rica en oro y en cualidades, con el fin de que ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. Espero de ti, pues, que no rechaces mi ofrecimiento y mis palabras".

           Al oír aquel discurso quedé confundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez como me embargaba. De manera que el rey me preguntó: "¿Por qué no me contestas, hijo mío?". Yo repliqué: "oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo". Al punto envió él a buscar al kadí y a los testigos, y acto seguido dióme por esposa a una mujer noble, de alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un palacio completamente amueblado, con sus esclavos de ambos sexos y un tren de casa verdaderamente regio.

           Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el bienestar. Y de antemano me regocijaba la ida de poder un día escaparme de aquella ciudad y volver a Bagdad con mi esposa; porque la amaba mucho, y ella también me amaba, y nos llevábamos muy bien. Pero cuando el destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aun había yo de comprobar una vez más, ¡ay!, que todos nuestros proyectos son juegos infantiles ante los designios del destino.

           Un día, por orden de Alah, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui a verle y traté de consolarle, diciéndole: "¡No te aflijas más de lo permitido, oh vecino! Pronto te indemnizará Alah dándote una esposa más bendita todavía. ¡Prolongue Alah tus días!". Pero mi vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: "¿Cómo puedes desearme larga vida, cuando bien sabes que sólo me queda ya una hora de vivir?".

           Me asombré sobremanera de estas palabras, y le dije: "¿Por qué hablas así, vecino, y a qué vienen semejantes presentimientos? Gracias a Alah, eres robusto y nada te amenaza. ¿Pretendes, pues, matarte por tu propia mano?". A lo que él me contestó: "ah, bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su mujer cuando ella muera, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él. ¡Es cosa inviolable! Y enseguida debo ser enterrado vivo yo con mi mujer muerta. Aquí ha de cumplir tal ley, establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey". Al escuchar aquellas palabras, exclamé: "Por Alah, qué costumbre tan detestable. Jamás podré conformarme con ella".

           Mientras hablábamos en estos términos, entraron los parientes y amigos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de revestirla con los trajes más hermosos, y adornarla con las más preciosas joyas. Luego se formó el acompañamiento; el marido iba a la cabeza, detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro.

           Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron enseguida. Bajaron por allí el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndole de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual taparon el brocal del pozo con las piedras grandes que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

           Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: "La cosa es aún peor que todas cuantas he visto". Y no bien regresé a palacio, corrí en busca del rey y le dije: "oh señor mío, muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan bárbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta. Por lo tanto, desearía saber, oh rey del tiempo, si el extranjero ha de cumplir también esta ley al morir su esposa". El rey contestó: "Sin duda que se le enterrará con ella".

           Cuando hube oído aquellas palabras, sentí que en el hígado me estallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa durante mi ausencia y que se me obligase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciéndome: "¡Tranquilízate, Sindbad! Seguramente morirás tú primero. Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo". Tal consuelo de nada había de servirme, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó cama algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

           Entonces mi dolor no tuvo límites; porque si realmente resultaba deplorable el hecho de ser devorado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo. Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd en que yacía muerta mi esposa, cubierta con sus joyas y adornada con todos sus atavíos.

           Cuando estuvimos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndose. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensaran de aquella prueba, y exclamé llorando: "Soy extranjero, y no parece justo que me someta a vuestra ley. Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos que necesitan de mí".

           Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin escucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo, me dijeron: "¡Desátate, para que nos llevemos las cuerdas!". Pero no quise desligarme y continué con ellas, por si se decidían a subirme de nuevo. Entonces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino, sin escuchar mis gritos que movían a piedad... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 304

           Llegada la noche 304, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Sin escuchar mis gritos que movían a piedad, me obligaron a taparme las narices por la hediondez de aquel subterráneo. Pero esto no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espaciosa, y se dilataba hasta una distancia que mis ojos no podían sondear.

           Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamando: "¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insaciable! ¿Qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? Ah, ¿por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devoraron los comedores de hombres? Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufragios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte". Al punto comencé a golpearme con fuerza en la cabeza, en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí aunque con prudencia, en previsión de los siguientes días.

           De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de limpiar de los huesos que en él aparecían. Pero no podía retrasar más el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más absoluta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrirse por encima de mi cabeza, el agujero del pozo y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras de él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.

           Entonces esperé a que los hombres de arriba tapasen de nuevo el brocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hueso de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cerciorarme de su muerte todavía la propiné un segundo y un tercer golpe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días. Al cabo de ese tiempo, abrióse de nuevo el orificio, y esta vez descendieron una mujer muerta y un hombre. Con el objeto de seguir viviendo no dejé de rematar al hombre, robándole sus panes y su agua. Y así continué viviendo durante algún tiempo, matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándole sus provisiones.

           Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello humano y un rumor de pasos. Me levanté y cogí el hueso que me servía para rematar a los individuos enterrados vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Después de dar unos pasos, creí entrever algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiempo a aquella especie de sombra fugitiva, y continué corriendo en la oscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto creí ver en el fondo de la gruta como una estrella luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avanzando en la misma dirección, y conforme avanzaba veía aumentar y ensancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese escaparme, y me dije: "Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo, por el que bajan ahora algún cadáver".

           Así que, cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fugitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo. Al darme cuenta de la realidad caí de rodillas, y con todo mi corazón di gracias al Altísimo por haberme libertado, y calmé y tranquilicé mi alma. Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una montaña junto al mar; y observé que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad, por lo escarpada e impracticable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entonces, para no morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a alimentarme bajo el cielo, verificándolo con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia entre los muertos.

           Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que se enterraba vivos. Luego tuve la idea de recoger todas las joyas de los muertos, diamantes, brazaletes, collares, perlas, rubíes, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y plata había por allí. Y poco a poco iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que llegara día en que pudiese salvarme con tales riquezas. Y para que todo estuviese preparado, hice fardos bien envueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.

           Estaba yo sentado un día a la orilla del mar, pensando en mis aventuras y en mi actual estado, cuando vi que pasaba un navío por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desarrollé la tela de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ademanes y dando muchos gritos mientras corría por la costa. Gracias a Alah, la gente del navío advirtió mis señales, y destacaron una barca para que fuese a recogerme y transportarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron gustosos de mis fardos.

           Cuando estuvimos a bordo, el capitán se acercó a mí y me dijo: "¿Qué eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de rapiña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes?". Le contesté: "oh, señor mío, soy un pobre mercader extranjero en estas comarcas. Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo solo entre mis compañeros pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navío vióse a merced de las olas. El destino y mi suerte me arrojaron a esta orilla, y Alah ha querido que no muriese yo de hambre y de sed". Esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espantosa costumbre de que estuve a punto de ser víctima.

           Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente, para que me tuviese consideración durante el viaje. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro desinterés, sin querer aceptar mi obsequio, y me dijo con acento benévolo: "No acostumbro hacerme pagar las buenas acciones. No eres el primero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándoles a su país por Alah, y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que, como carecían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre hubimos de proporcionarle lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. Porque, por Alah, el hombre se debe a sus semejantes". Al escuchar tales palabras, di gracias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tanto que él ordenaba desplegar las velas y ponía en marcha al navío.

           Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en isla y de mar en mar, mientras yo me pasaba deliciosamente tendido durante las horas muertas, pensando en mis extrañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimentado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar algunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto. Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra (Basora), donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.

           Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encontré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo, entonces, guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conocimientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversiones y a todos los placeres en compañía de personas agradables.

           "Pero cuanto os he contado hasta aquí no es nada (continuó diciendo Sindbad), en comparación de lo que me reservo para contároslo mañana, si Alah quiere".

           Así habló aquel día Sindbad, y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al cargador, invitándole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se hallaban presentes. Y todo el mundo maravillóse de aquello. En cuanto a Sindbad el Cargador... En este momento de su narración, Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 305

           Llegada la noche 305, Schehrazada continuó su relato: En cuanto a Sindbad el Cargador, éste llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.

5º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Dijo Sindbad: Sabed, oh amigos míos, que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de alegría, de placeres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados sufrimientos, y sólo me acordé de las ganancias admirables que me proporcionaron mis aventuras extraordinarias. Así es que no os asombraréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos viajes por los países de los hombres.

           Me apresté, pues, a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia parecieron de más fácil salida y de ganancia segura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí con ellas para Bassra (Basora).

           Allí fui a pasearme por el puerto, y vi un navío grande, nuevo completamente, que me gustó mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán experimentado y a los necesarios marineros. Después mandé que cargaran las mercaderías mis esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. También acepté en calidad de pasajeros a algunos mercaderes de buen aspecto, que me pagaron honradamente el precio del pasaje. De esta manera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos.

           Abandonamos Bassra con el corazón confiado y alegre, deseándonos mutuamente todo género de bendiciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento propicio y un mar clemente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de vender y comprar, arribamos un día a una isla completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía como única vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aquella cúpula blanca, adiviné que se trataba de un huevo de rokh. Me olvidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse nada mejor que tirar gruesas piedras a la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el rokhecillo.

           Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes. Luego mataron a la cría del rokh, cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura. Entonces llegué al límite del terror, y exclamé: "¡Estamos perdidos! Enseguida vendrán el padre y la madre del rokh para atacarnos y hacernos perecer. ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla lo más de prisa posible!". Y al punto desplegamos las velas y nos pusimos en marcha, ayudados por el viento.

           En tanto, los mercaderes ocupábanse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado a saborearlos, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapaban completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, advertimos no eran otra cosa que dos gigantescos rokhs, el padre y la madre del muerto. Y les oímos batir las alas y lanzar graznidos más terribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima de nuestras cabezas, aunque a una gran altura, sosteniendo cada cual en sus garras una roca enorme, mayor que nuestro navío.

           Al verlo no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los rokhs dejó caer desde lo alto la roca en dirección al navío. Pero el capitán tenía mucha experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vimos su fondo, y el navío se alzó y bajó y volvió a alzarse espantablemente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo instante soltase el segundo rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa, rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron.

           Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío. Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla, y remando con los pies y ayudado por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón. Me levanté entonces y me interné en la isla, con objeto de reconocerla.

           No tuve necesidad de caminar mucho para advertir que aquella vez el destino me había transportado a un jardín tan hermoso, que podría compararse con los jardines del paraíso. Ante mis ojos extáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros de mil plumajes diferentes y flores arrebatadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de aquellas frutas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente posible... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 306

           Llegada la noche 306, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Cuando llegó la noche y me vi en aquella isla, solo entre los árboles, no pude por menos de tener un miedo atroz, a pesar de la belleza y la paz que me rodeaban; no logré dormirme más que a medias, y durante el sueño me asaltaron pesadillas terribles en medio de aquel silencio y aquella soledad.

           Al amanecer me levanté más tranquilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque hallábase sentado, inmóvil, un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de árbol. Y pensé para mí: "También este anciano debe de ser algún náufrago que se refugiara antes que yo en esta isla". Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y sin pronunciar palabra. Yo le pregunté: "oh venerable jeique, ¿a qué se debe tu estancia en este sitio?". Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas que significaban: "Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque quisiera coger frutas en la otra orilla".

           Entonces pensé: "Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este anciano". Me incliné, pues, y me lo cargué sobre los hombros, atrayendo a mi pecho sus piernas, y con sus muslos él me rodeaba el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté a la otra orilla del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: "Baja con cuidado, oh venerable jeique". Pero no se movió, sino que, por el contrario, cada vez apretaba más sus muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas.

           Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con atención sus piernas. Me parecieron negras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron miedo. Así es que, haciendo un esfuerzo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarlo en tierra; pero entonces me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me estranguló y ante mí se oscureció el mundo. Todavía hice un último esfuerzo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo desvanecido.

           Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el anciano se mantenía siempre agarrado a mis hombros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente para permitir que el aire penetrara en mi garganta. Cuando me vio respirar, dióme dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los árboles y se puso a coger frutas y a comerlas. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o andaba demasiado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle.

           Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y llegada la noche, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cuello. Y a la mañana me despertó de un puntapié en el vientre; obrando como la víspera. Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. Encima de mí hacía todas sus necesidades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y puñetazos. Jamás había yo sufrido en mi alma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al servicio forzoso de este anciano, más robusto que joven y más despiadado que un arriero. Ya no sabía yo de qué medio valerme para desembarazarme de él, y deploraba el caritativo impulso que me hizo compadecerle y subirle a mis hombros. Y desde aquel momento me deseé la muerte desde lo más profundo de mi corazón.

           Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable estado, cuando un día aquel hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calabazas, y se me ocurrió la idea de aprovechar aquellas frutas secas para hacer con ellas recipientes. Recogí una gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a una vid para cortar racimos de uvas, que exprimí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé luego cuidadosamente y la puse al sol, dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas convirtióse en vino puro. Entonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente para reponer fuerzas y ayudarme a soportar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para embriagarme. Al momento me sentí reanimado y alegre hasta tal punto, que por primera vez me puse a hacer piruetas en todos sentidos con mi carga, sin notarla ya, y a bailar cantando por entre los árboles. Incluso hube de dar palmadas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas.

           Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición, pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus labios, saboreó primero el líquido, para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí. Enseguida se hizo sentir en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un principio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha e izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.

           Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces, y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme, le sacudí con ella en la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el cráneo y mezclé su sangre a su carne. Murió, y ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 307

           Llegada la noche 307, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío.

           En aquel momento se encontraban allí unos marineros que habían desembarcado de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al límite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Yo les conté lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar.

           Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron: "Es prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre de Anciano del Mar. Tú eres el primero a quien no estranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!". Después de lo cual, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, y me dio vestidos con qué cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvación, y nos hicimos a la vela.

           Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a causa de la cantidad prodigiosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones. Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con el objeto de visitar la ciudad y procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón, y me dijo: "Toma este saco, llénale de guijarros y agrégate a los habitantes de la ciudad que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás muy bien tu vida".

           Hice lo que me aconsejaba el mercader. Llené de guijarros mi saco y, cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargada cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: "Es un hombre pobre y extranjero. Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida. Si le hacéis tal servicio, seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor". Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.

           Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un valle cubierto de árboles tan altos, que resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias. Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra los sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos, los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando resguardarnos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros sacos con ellos.

           Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco, pagándome en dinero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navío que salía para el Mar de las Perlas.

           Como tuve cuidado de llevar conmigo una cantidad prodigiosa de cocos, no dejé de cambiarlos por mostaza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde contraté buzos por mi cuenta. Fue muy grande mi suerte en la pesca de perlas, pues me permitió realizar en poco tiempo una gran fortuna. Así es que no quise retrasar más el regreso, y después de comprar, para mi uso personal, madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me embarqué en un buque que se hacía a la vela para Bassra (Basora), adonde arribé felizmente después de una excelente navegación. Desde allí salí enseguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa, donde me recibieron con grandes manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos.

           "Como volvía más rico que jamás lo había estado (continuó diciendo Sindbad), no dejé de repartir en torno mío el bienestar, haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la alegría y los placeres".

           Tras concluir esta historia, y según su costumbre, Sindbad el Marino hizo que entregaran las cien monedas de oro al cargador, que con los demás comensales retiróse maravillado, después de cenar. Y al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sindbad el Marino habló en los siguientes términos ante la misma asistencia:

6º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Sabed, oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis queridos huéspedes, que al regreso de mi quinto viaje estaba yo un día sentado delante de mi puerta tomando el fresco, y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experimentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, la alegría, mayor aún, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio.

           Resolví, pues, viajar. Compré ricas y valiosas mercaderías para el comercio marino, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra (Basora). Allí encontré una gran nave llena de mercaderías y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis fardos con los suyos a bordo de aquel navío, y abandonamos en paz la ciudad de Bassra... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.

NOCHE 308

           Llegada la noche 308, Schehrazada continuó el relato de Sindbad y los suyos: Tras abandonar la ciudad de Bassra (Basora), navegamos de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, así como viéndonos favorecidos constantemente por una feliz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida.

           Pero un día entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era nuestro capitán quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el turbante, golpearse el rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar inconcebible. Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le preguntamos: "oh, capitán, ¿qué sucede?". El capitán respondió: "Sabed, buena gente aquí reunida, que nos hemos extraviado con nuestro navío, y hemos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos aniquilados cuantos estamos aquí. Por lo tanto, hay que suplicar a Alah el Altísimo que nos saque de este trance".

           Dicho esto, el capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arreglar las velas; pero de pronto sopló con violencia el viento y echó al navío hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el timón cuando estábamos cerca de una alta montaña. Entonces el capitán bajó del palo, y exclamó: "No hay fuerza ni recurso más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso. Nadie puede detener el destino, por Alah. ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de salvarnos!".

           Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron a llorar por propio impulso, y despidiéndose unos de otros antes de que se acabase la existencia y se perdiera toda esperanza. De pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas partes. Cuantos estaban dentro se sumergieron; los mercaderes cayeron al mar, ahogándose algunos de ellos y otros agarrándose a la montaña consabida, pudiendo salvarse. Yo fui de los que pudieron agarrarse a la montaña.

           Estaba la tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas aparecían cubiertas por restos de buques naufragados y de toda clase de residuos. En el sitio en que tomamos tierra, vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos y mercaderías, y objetos valiosos de todas clases arrojados por el mar. Yo empecé a andar por en medio de aquellas cosas dispersas y a los pocos pasos llegué a un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos, que van a desaguar en el mar, salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie de aquella montaña y desaparecer por ella.

           Pero había más. Observé que las orillas de aquel río estaban sembradas de piedras, de rubíes, de gemas de todos los colores, de pedrería de todas formas y de metales preciosos. Y todas aquellas piedras preciosas abundaban tanto como los guijarros en el cauce de un río. Así es que todo aquel terreno brillaba y centelleaba con mil reflejos y luces, de manera que los ojos no podían soportar su resplandor. Noté también que aquella isla contenía la mejor calidad de madera de áloe chino y de áloe comarí. También había en aquella isla una fuente de ámbar bruto líquido, del color del betún, que manaba como cera derretida por el suelo bajo la acción del sol y salían del mar grandes peces para devorarlo. Se lo calentaban dentro y lo vomitaban al poco tiempo en la superficie del agua, y entonces se endurecía y cambiaba de naturaleza y de color. Y las olas lo llevaban a la orilla, embalsamándola. En cuanto al ámbar que no tragaban los peces, se derretía bajo la acción de los rayos del sol, y esparcía por toda la isla un olor semejante al del almizcle.

           He de deciros, así mismo, que todas aquellas riquezas no le servían a nadie, puesto que nadie pudo llegar a aquella isla y salir de ella vivo ni muerto. En efecto, todo navío que se acercaba a sus costas estrellábase contra la montaña; y nadie podía subir a la montaña, porque era inaccesible. De modo que los pasajeros que lograron salvarse del naufragio de nuestra nave, y yo entre ellos, quedamos muy perplejos, y estuvimos en la orilla, asombrados con todas las riquezas que teníamos a la vista, y con la mísera suerte que nos aguardaba en medio de tanta suntuosidad.

           Así estuvimos durante bastante rato en la orilla, sin saber qué hacer, y después, como habíamos encontrado algunas provisiones, nos las repartimos con toda equidad. Y mis compañeros, que no estaban acostumbrados a las aventuras, se comieron su parte de una vez o en dos; y no tardaron al cabo de cierto tiempo, variable según la resistencia de cada cual, en sucumbir uno tras otro por falta de alimento. Pero yo supe economizar con prudencia mis víveres y no comí más que una vez al día, aparte de que había encontrado otras provisiones, de las cuales no dije palabra a mis compañeros.

           Los primeros que murieron fueron enterrados por los demás después de lavarles y meterles en sudarios confeccionados con las telas recogidas en la orilla. Con las privaciones vino a complicarse una epidemia de dolores de vientre, originada por el clima húmedo del mar. Así es que mis compañeros no tardaron en morir hasta el último, y yo abrí con mis manos la huesa del postrer camarada.

           En aquel momento ya me quedaban muy pocas provisiones, a pesar de mi economía y prudencia, y como veía acercarse el momento de la muerte, empecé a llorar por mí, pensando: "¿Por qué no sucumbí antes que mis compañeros, que me hubieran rendido el último tributo, lavándome y sepultándome? No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Omnipotente". Y enseguida empecé a morderme las manos de desesperación... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 309

           Llegada la noche 309, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí: "Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta aquí y me meteré en la fosa, donde moriré. El viento se encargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza y llenará el hoyo". Y mientras verificaba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de mi país, después de todo lo que me había ocurrido en mis diferentes viajes, y de lo que había experimentado la primera y todas las veces, en que cada prueba era peor que la anterior.

           Yo pensaba para mí: "Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar. ¿Qué necesidad tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gastar sin cuenta y sin temor a que se te acabaran nunca los fondos suficientes para dos existencias como la tuya?". A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión, sugerida por la vista del río. En efecto, pensé: "Por Alah, que ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la montaña, sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para escaparme de aquí es construir una embarcación cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por la corriente del agua que entra en la gruta. Si es mi destino, ya encontraré de ese modo el medio de salvarme; si no, moriré ahí dentro, y será menos espantoso que perecer de hambre en esta playa".

           Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y enseguida me puse a ejecutar mi proyecto. Junté grandes haces de madera de áloe comarí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué encima grandes tablones recogidos de la orilla y procedentes de los barcos náufragos, y con todo confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho algo menos ancha, pero poco.

           Terminado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos llenos de rubíes, perlas y toda clase de pedrerías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impurezas; y no dejé tampoco de llevarme las provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad de Alah y recordando estos versos del poeta: ¡Amigo, apártate de los lugares en que reine la opresión, y deja que resuene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron! ¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra! ¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término! ¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra! ¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún consejero es mejor que el alma propia!

           La balsa fue, pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a rozar con aspereza contra las paredes, y también mi cabeza recibió varios choques, mientras que yo, espantado por la oscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la playa. Pero no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro y el cauce del río tan pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban haciéndose más densas las tinieblas a mi alrededor, cansándome muchísimo. Entonces, soltando los remos, que por cierto no me servían para gran cosa, me tumbé boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo contra la bóveda, y no sé cómo, fui insensibilizándome en un profundo sueño.

           Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí los ojos y me encontré tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios.

           Cuando me vieron ya despierto aquellos indios, se pusieron a hablarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Cuando ya empezaba a creer que todo aquello era un sueño, advertí que avanzaba hacia mí un hombre, que me decía en árabe: "La paz contigo, oh hermano nuestro. ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a la orilla. Después nos aguardamos a que despertaras tú solo, para no asustarte. Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar". Yo contesté: "Por Alah sobre ti, oh señor, que me des primeramente de comer, porque tengo hambre; y luego pregúntame cuanto desees".

           Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento, y comí hasta que me encontré harto y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conté a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.

           Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asombrados, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían, como también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que oyera mis aventuras. Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería.

           El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras. Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. Enseguida quise demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y mis fardos. Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asimismo perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo. Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio.

           Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían. Así, supe que la isla de Serendib tenía 80 parasangas de longitud y 80 de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 310

           Llegada la noche 310, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Un día, el rey de Serendib me interrogó acerca de los asuntos públicos de Bagdad y del modo que tenía de gobernar el califa Harún Al-Raschid. Yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el califa y le hablé extensamente de sus méritos y buenas cualidades. Ante lo cual, el rey de Serendib se maravilló y me dijo: "Por Alah, que veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de gobernar su Imperio, y acabas de hacer que le tome gran afecto. De modo que desearía prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo". Yo contesté enseguida: "Escucho y obedezco, oh señor. Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al límite del encanto. Y al mismo tiempo le diré cuán excelente amigo suyo eres y que puede contar con tu alianza".

           Oídas estas palabras, el rey de Serendib dio algunas órdenes a sus chambelanes que se apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el califa Harún Al-Raschid. Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había una alfombra hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas grandes como un dinar de oro, que tenía la virtud de curar todas las enfermedades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había doscientos granos de un alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno y dos de ancho en la base. Y por último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías.

           Al mismo tiempo, el rey me entregó una carta para el emir de los creyentes, diciéndome: "Discúlpame con el califa de lo poco que vale mi regalo. Y has de decirle lo mucho que le quiero". Yo le contesté: "Escucho y obedezco". Y le besé la mano. Entonces me dijo: "De todos modos, Sindbad, si prefieres quedarte en mi reino, te tendré sobre mi cabeza y mis ojos; y en ese caso enviaré a otro en tu lugar junto al califa de Bagdad". A lo que yo exclamé: "Por Alah, que tu esplendidez es espléndida, y me has colmado de beneficios. Pero precisamente hay un barco que va a salir para Bassra (Basora), y mucho desearía embarcarme en él para volver a ver a mis parientes, a mis hijos y mi tierra".

           Oído esto, el rey no quiso insistir en que me quedase, y mandó llamar inmediatamente al capitán del barco, así como a los mercaderes que iban a ir conmigo, y me recomendó mucho a ellos, encargándoles que me guardaran toda clase de consideraciones. Pagó el precio de mi pasaje y me regaló muchas preciosidades que conservo todavía, pues no pude decidirme a vender lo que me recuerda al excelente rey de Serendib.

           Después de despedirme del rey y de todos los amigos que me hice durante mi estancia en aquella isla tan encantadora, me embarqué en la nave, que en seguida se dio a la vela. Partimos con viento favorable y navegamos de isla en isla y de mar en mar, hasta que, gracias a Alah, llegamos con toda seguridad a Bassra (Basora), desde donde me dirigí a Bagdad con mis riquezas y el presente destinado al califa. De modo que lo primero que hice fue encaminarme al palacio del emir de los creyentes; me introdujeron en el salón de recepciones, y besé la tierra entre las manos del califa, entregándole la carta y los presentes, y contándole mi aventura con todos sus detalles.

           Cuando el califa acabó de leer la carta del rey de Serendib y examinó los presentes, me preguntó si aquel rey era tan rico y poderoso como lo indicaban su carta y sus regalos. Yo contesté: "oh emir de los creyentes, puedo asegurar que el rey de Serendib no exagera. Además, a su poderío y su riqueza añade un gran sentimiento de justicia, y gobierna sabiamente a su pueblo. Es el único kadí de su reino cuyos habitantes son, por cierto, tan pacíficos que nunca suelen tener litigios. ¡Verdaderamente, el rey es digno de tu amistad, oh emir de los creyentes".

           El califa quedó satisfecho de mis palabras, y me dijo: "La carta que acabo de leer y tu discurso me demuestran que el rey de Serendib es un hombre excelente que no ignora los preceptos de la sabiduría y sabe vivir. ¡Dichoso el pueblo gobernado por él!". Después, el califa me regaló un ropón de honor y ricos presentes, y me colmó de preeminencias y prerrogativas, y quiso que escribieran mi historia los escribas más hábiles para conservarla en los archivos del reino. Yo me retiré entonces, y corrí a mi calle y a mi casa, y viví en el seno de las riquezas y los honores, entre mis parientes y amigos, olvidando las pasadas tribulaciones y sin pensar más que en extraer de la existencia cuantos bienes pudiera proporcionarme.

           "Tal es mi historia durante el sexto viaje (continuó diciendo Sindbad). Pero mañana os contaré, oh queridos huéspedes, la historia de mi séptimo viaje, que es más maravilloso y más admirable, y más abundante en prodigios que los otros seis juntos".

           Y Sindbad el Marino mandó poner el mantel para el festín y dio de comer a sus huéspedes, incluso a Sindbad el Cargador, a quien mandó entregaran, antes de que se fuera, cien monedas de oro, como los demás días. Y el cargador se retiró a su casa, maravillado de cuanto acababa de oír.

           Al día siguiente hizo su oración de la mañana y volvió al palacio de Sindbad el Marino. Cuando estuvieron reunidos todos los invitados y comieron, y bebieron, y conversaron, y rieron y oyeron los cantos y la música, se colocaron en corro, graves y silenciosos. Y habló así Sindbad el Marino:

7º VIAJE DE SINDBAD EL MARINO

           Sabed, oh amigos míos, que al regresar del sexto viaje di resueltamente de lado a toda idea de emprender en lo sucesivo otros, pues aparte de que mi edad me impedía hacer excursiones lejanas, ya no tenía yo deseos de acometer nuevas aventuras, tras de tanto peligro corrido y tanto mal experimentado. Además, había llegado a ser el hombre más rico de Bagdad, y el califa me mandaba llamar con frecuencia para oír de mis labios el relato de las cosas extraordinarias que en mis viajes vi.

           Un día que el califa ordenó que me llamaran, según costumbre, me disponía a contarle una, o dos, o tres de mis aventuras, cuando me dijo: "Sindbad, hay que ir a ver al rey de Serendib para llevarle mi contestación y los regalos que le destino. Nadie conoce como tú el camino de esa tierra, cuyo rey se alegrará mucho de volver a verte. Prepárate, pues, a salir hoy mismo, porque no me estaría bien quedar en deuda con el rey de aquella isla, ni sería digno retrasar más la respuesta y el envío".

           Ante mi vista se ennegreció el mundo, y llegué al límite de la perplejidad y la sorpresa al oír estas palabras del califa. Pero logré dominarme, para no caer en su desagrado. Y aunque había hecho voto de no volver a salir de Bagdad, besé la tierra entre las manos del califa y contesté oyendo y obedeciendo. Entonces ordenó que me dieran mil dinares de oro para mis gastos de viaje, y me entregó una carta de su puño y letra y los regalos destinados al rey de Serendib.

           Y he aquí en qué consistían los regalos: en primer lugar una magnífica cama, completa, de terciopelo carmesí, que valía una cantidad enorme de dinares de oro; además había otra cama de otro color, y otra de otro; había también cien trajes de tela fina y bordada de Kufa y Alejandría, y cincuenta de Bagdad. Había una vasija de cornalina blanca, procedente de tiempos muy remotos, en cuyo fondo figuraba un guerrero armado con su arco tirante contra un león. Y había otras muchas cosas que sería prolijo enumerar, y un tronco de caballos de la más pura raza árabe... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 311

           Llegada la noche 311, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Entonces me vi obligado a partir, contra mi gusto, y me embarqué en una nave que salía de Bassra (Basora). Y tanto nos favoreció el destino, que a los dos meses, día tras día, llegamos a Serendib con toda seguridad.

           Me apresuré a llevar al rey la carta y los obsequios del emir de los creyentes. Al verme, se alegró y satisfizo el rey, quedando muy complacido de la cortesía del califa. Quiso entonces retenerme a su lado una larga temporada, pero yo no accedí a quedarme más que el tiempo preciso para descansar. Después de lo cual me despedí de él, y colmado de consideraciones y regalos, me apresuré a embarcarme de nuevo para tomar el camino de Bassra, por donde había ido.

           El viento nos fue favorable, lo que nos permitió sentirnos realmente contentos, y hablar durante toda la travesía unos con otros, conversando tranquila y agradablemente acerca de mil cosas. De esa manera arribamos en la isla llamada de Sin, y allí permanecimos unos días.

           Pero un día, a la semana después de haber dejado la isla, en la cual los mercaderes habían hecho varios cambios y compras, mientras estábamos tendidos tranquilos, como de costumbre, estalló de pronto sobre nuestras cabezas una tormenta terrible y nos inundó una lluvia torrencial. Entonces nos apresuramos a tender tela de cáñamo encima de nuestros fardos y mercancías, para evitar que el agua los estropease, y empezamos a suplicar a Alah que alejase el peligro de nuestro camino.

           En aquella situación, el capitán del buque se levantó, apretóse el cinturón a la cintura, se remangó las mangas y la ropa, y después subió al palo mayor, desde el cual estuvo mirando bastante tiempo a derecha e izquierda. Luego bajó con la cara muy amarilla, nos miró con aspecto completamente desesperado, y en silencio empezó a golpearse el rostro y a mesarse las barbas. Entonces corrimos hacia él muy asustados, y le preguntamos: "¿Qué ocurre?", a lo que él contestó: "Pedidle a Alah que nos saque del abismo en que hemos caído. O más bien, llorad por todos y despedíos unos de otros. Sabed que la corriente nos ha desviado de nuestro camino, arrojándonos a los confines de los mares del mundo".

           Después de haber hablado así, el capitán abrió un cajón y sacó de él un saco de algodón, del cual extrajo polvo que parecía ceniza. Mojó el polvo con un poco de agua, esperó algunos momentos, y se puso luego a aspirar aquel producto. Después sacó del cajón un libro pequeño, leyó entre dientes algunas páginas, y acabó por decirnos: "Sabed, oh pasajeros, que el libro prodigioso acaba de confirmar mis suposiciones. La tierra que se dibuja ante nosotros en lontananza es la tierra conocida con el nombre de Clima de los Reyes. Ahí se encuentra la tumba de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (Salomón, hijo de David). ¡Con ambos la plegaria y la paz! Ahí se crían monstruos y serpientes de espantable catadura. Además, el mar en que nos encontramos está habitado por monstruos marinos que se pueden tragar de un bocado los navíos mayores con cargamento y pasajeros. ¡Ya estáis avisados! ¡Adiós!".

           Cuando oímos estas palabras del capitán, quedamos de todo punto estupefactos, y nos preguntábamos qué espantosa catástrofe iría a pasar, cuando de pronto nos sentimos levantados con barco y todo, y después hundidos bruscamente, mientras se alzaba del mar un grito más terrible que el trueno. Tan espantados quedamos, que dijimos nuestra última oración, y permanecimos inertes como muertos.

           De improviso, sobre el agua revuelta vimos que avanzaba hacia el barco un monstruo tan alto y tan grande como una montaña, y detrás de él otro monstruo mayor, y detrás de ambos otro tan enorme como los dos juntos. Este último brincó de pronto por el mar, que se abría como una sima, mostró una boca más profunda que un abismo, y se tragó las tres cuartas partes del barco con cuanto contenía.

           Yo tuve el tiempo justo para retroceder hacia lo alto del buque y saltar al mar, mientras el monstruo acababa de tragarse la otra cuarta parte, y desaparecía en las profundidades con sus dos compañeros. Logré agarrarme a uno de los tablones que habían saltado del barco al darle la dentellada el monstruo marino, y después de mil dificultades pude llegar a una isla que, afortunadamente, estaba cubierta de árboles frutales y regada por un río de agua excelente. Pero noté que la corriente del río era rápida hasta el punto de que el ruido que hacía oíase muy a lo lejos.

           Entonces, al recordar cómo me salvé de la muerte en la isla de las pedrerías, concebí la idea de construir una balsa igual a la anterior y dejarme llevar por la corriente. En efecto, a pesar de lo agradable de aquella isla nueva, yo pretendía volver a mi país, y pensaba: "Si logro salvarme, todo irá bien, y haré voto de no pronunciar siquiera la palabra viaje, y de pensar en tal cosa durante el resto de mi vida. En cambio, si perezco en la tentativa, todo irá bien así mismo, porque acabaré definitivamente con peligros y tribulaciones".

           Me levanté, pues, inmediatamente, y después de haber comido alguna fruta, recogí muchas ramas grandes, cuya especie ignoraba entonces, aunque luego supe eran de sándalo, de la calidad más estimada por los mercaderes, a causa de su rareza. Después empecé a buscar cuerdas y cordeles, y al principio no los encontré; pero vi en los árboles unas plantas trepadoras y flexibles, muy fuertes, que podían servirme. Corté las que me hicieron falta, y las utilicé para atar entre sí las ramas grandes de sándalo. Preparé de este modo una enorme balsa, en la cual coloqué fruta en abundancia, y me embarqué, diciéndome a mí mismo: "Si me salvo, lo habrá querido Alah".

           Apenas subí a la balsa y me hube separado de la orilla, me vi arrastrado con una rapidez espantosa por la corriente, y sentí vértigos, y caí desmayado encima del montón de fruta, exactamente igual que un pollo borracho. Al recobrar el conocimiento, miré a mi alrededor, y quedé más inmóvil de espanto que nunca, y ensordecido por un ruido como el del trueno. El río no era más que un torrente de espuma hirviente, y más veloz que el viento, que, chocando con estrépito contra las rocas, se lanzaba hacia un precipicio que adivinaba yo más que veía. Indudablemente iba a hacerme pedazos en él, despeñándome sabe quién desde qué altura.

           Ante esta idea aterradora, me agarré con todas mis fuerzas a las ramas de la balsa, y cerré los ojos instintivamente para no verme aplastado y destrozado, e invoqué el nombre de Alah antes de morir. Y de pronto, en vez de rodar hasta el abismo, comprendí que la balsa se paraba bruscamente encima del agua, y abrí los ojos un minuto para saber a qué distancia estaba de la muerte, y no fue para verme estrellado contra los peñascos, sino cogido con mi balsa en una inmensa red que unos hombres echaron sobre mí desde la ribera.

           De esta suerte me hallé cogido y llevado a tierra, y allí me sacaron medio vivo y medio muerto de entre las mallas de la red, en tanto transportaban a la orilla mi balsa. Mientras yo permanecía tendido, inerte y tiritando, se adelantó hacia mí un venerable jeique de barbas blancas, que empezó por desearme la bienvenida y por cubrirme con ropa caliente, que me sentó muy bien... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 312

           Llegada la noche 312, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Reanimado por el masaje que tuvo a bien darme el anciano, pude sentarme, pero sin recobrar todavía el uso de la palabra. Entonces el anciano me cogió del brazo y me llevó suavemente al hammam (al baño), en el que me hizo tomar un baño excelente, que acabó de resistirme el alma; después me hizo aspirar perfumes exquisitos y me los echó por todo el cuerpo, y me llevó a su casa.

           Cuando entré en la morada de aquel anciano, toda su familia se alegró mucho de mi llegada, y me recibió con gran cordialidad y demostraciones amistosas. El mismo anciano me hizo sentar en medio del diván de la sala de recepción, y me dio a comer cosas de primer orden, y a beber un agua agradable perfumada con flores. Después quemaron incienso a mi alrededor, y los esclavos me trajeron agua caliente y aromatizada para lavarme las manos, y me presentaron servilletas ribeteadas de seda, para secarme los dedos, las barbas y la boca. Tras de lo cual, el anciano me llevó a una habitación muy bien amueblada, en donde quedé solo, porque se retiró con mucha discreción. Pero dejó a mis órdenes varios esclavos, que de cuando en cuando iban a verme por si necesitaba sus servicios.

           Del propio modo me trataron durante tres días, sin que nadie me interrogase ni me dirigiera ninguna pregunta, y no dejaban que careciese de nada, cuidándome con mucho esmero, hasta que recobré completamente las fuerzas, y mi alma y mi corazón se calmaron v refrescaron. A la mañana del cuarto día, el anciano se sentó a mi lado y, después de las zalemas, me dijo: "oh huésped, cuánto placer y satisfacción hubo de proporcionarnos tu presencia. Bendito sea Alah, que nos puso en tu camino para salvarte del abismo. ¿Quién eres y de dónde vienes?".

           Di muchas gracias al anciano por el favor enorme que me había hecho salvándome la vida y luego dándome de comer excelentemente, y de beber excelentemente, y perfumándome excelentemente, y le dije: "Me llamo Sindbad el Marino, y tengo este sobrenombre a consecuencia de mis grandes viajes por mar y de las cosas extraordinarias que me ocurrieron, y que si se escribieran con agujas en el ángulo de un ojo, servirían de lección a los lectores atentos". Y le conté al anciano mi historia desde el principio hasta el fin, sin omitir detalle.

           El anciano quedó prodigiosamente asombrado de mi historia, y estuvo una hora sin poder hablar, conmovido por lo que acababa de oír. Luego levantó la cabeza, me reiteró la expresión de su alegría por haberme socorrido, y me dijo: "Ahora, oh huésped mío, si quisieras oír mi consejo, venderías aquí tus mercancías, que valen mucho dinero por su rareza y calidad". Al oír las palabras del viejo, llegué al límite del asombro, y no sabiendo lo que quería decir ni de qué mercancías hablaba, pues yo estaba desprovisto de todo, empecé por callarme un rato, y como de ninguna manera quería dejar escapar una ocasión extraordinaria que se presentaba inesperadamente, me hice el enterado, y contesté: "Puede que sí".

           El anciano me dijo: "No te preocupes, hijo mío, respecto a tus mercaderías. No tienes más que levantarte y acompañarme al zoco. Yo me encargo de todo lo demás. Si la mercancía, subastada, produce un precio que nos convenga, lo aceptaremos, si no, te haré el favor de conservarla en mi almacén hasta que suba en el mercado. Y en tiempo oportuno podremos sacar un precio más ventajoso". Me quedé interiormente perplejo; pero no lo di a entender, sino que pensé: "Ten paciencia, Sindbad, y ya sabrás de qué se trata". Y dije al anciano: "oh mi venerable tío, escucho y obedezco. Todo lo que tú dispongas me parecerá lleno de bendición. Por mi parte, después de cuanto por mí hiciste, me conformaré con tu voluntad". Inmediatamente me levanté, y le acompañé al zoco.

           Cuando llegamos al centro del zoco, en que se hacía la subasta pública, cuál no sería mi asombro al ver mi balsa transportada allí y rodeada de una multitud de corredores y mercaderes que la miraban con respeto y moviendo la cabeza. Y por todas partes oía exclamaciones de admiración: "¡Sándalo de calidad!, ¡la mejor del mundo!...". Entonces comprendí cuál era la mercancía consabida, y creí conveniente para la venta tomar un aspecto digno y reservado.

           En seguida, el anciano se aproximó al jefe de los corredores y le dijo: "¡Empiece la subasta!". Y se empezó la subasta con el precio de mil dinares por la balsa. El jefe corredor exclamó: "¡A mil dinares la balsa de sándalo, oh compradores!". Entonces gritó el anciano: "¡La compro en dos mil!", a lo que otro gritó: "¡Y yo en tres mil!". Los mercaderes siguieron subiendo el precio hasta diez mil dinares. Entonces se encaró conmigo el jefe de los corredores y me dijo: "Son diez mil, y ya no puja nadie más". Yo le dije: "¡No la vendo a ese precio!".

           Entonces mi protector anciano se me acercó y me dijo: "Hijo mío, el zoco no anda muy próspero en estos tiempos, y la mercancía ha perdido algo de su valor. Vale más que aceptes el precio que te ofrecen. Si te parece, yo voy a pujar otros cien dinares más. ¿Quieres dejármelo en diez mil cien dinares?". Yo contesté: "Por Alah, mi buen tío, que sólo por ti lo hago, para agradecer tus beneficios. ¡Consiento en dejártelo por esa cantidad!".

           Oídas estas palabras, el anciano mandó a sus esclavos que transportaran todo el sándalo a sus almacenes de reserva, y me llevó a su casa, en la cual me contó inmediatamente los diez mil cien dinares, y los encerró en una caja sólida cuya llave me entregó, dándome encima las gracias por lo que había hecho en su favor. Mandó enseguida poner el mantel, y comimos, y bebimos, y charlamos alegremente. Después nos lavamos las manos y la boca, y por fin me dijo: "Hijo mío, quiero dirigirte una petición, que deseo mucho aceptes". Yo le contesté: "Mi buen tío, todo te lo concederé a gusto". El me dijo: "Ya ves, hijo mío, que he llegado a una edad muy avanzada sin tener hijo varón que pueda heredar un día mis bienes. Pero he de decirte que tengo una hija, muy joven aún, llena de encanto y belleza, que será muy rica cuando yo me muera. Deseo dártela en matrimonio, siempre que consientas en habitar en nuestro país y vivir nuestra vida. Así serás el amo de cuanto poseo y de cuanto dirige mi mano. Y me sustituirás en mi autoridad, y en la posesión de mis bienes".

           Cuando oí estas palabras del anciano, bajé la cabeza en silencio y permanecí sin decir palabra. Entonces, él añadió: "Créeme, oh hijo mío, que si me otorgas lo que te pido te atraerá la bendición. Añadiré, para tranquilizar tu alma, que después de mi muerte podrás regresar a tu tierra, llevándote a tu esposa e hija mía. No te exijo sino que permanezcas aquí el tiempo que me quede de vida". Yo le contesté: "Por Alah, mi tío el jeique, que eres como un padre para mí, y ante ti no puedo tener opinión ni tomar otra resolución que la que te convenga. Por cada vez que en mi vida quise ejecutar un proyecto, no hube de sacar más que desgracias y decepciones. ¡Estoy, pues, dispuesto a conformarme con tu voluntad!".

           En seguida el anciano, extremadamente contento con mi respuesta, mandó a sus esclavos que fueran a buscar al kadí y a los testigos, que no tardaron en llegar... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 313

           Llegada la noche 313, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Al llegar el kadí y los testigos, el anciano me casó con su hija, y nos dio un festín enorme, y celebró una boda espléndida. Después me llamó y me llevó junto a su hija, a la cual aún no había visto. La encontré perfecta en hermosura y gentileza, en esbeltez de cintura y en proporciones. Además, la vi adornada con suntuosas alhajas, sedas y brocados, joyas y pedrerías, y lo que llevaba encima valía millares y millares de monedas de oro, cuyo importe exacto nadie habría podido calcular. Cuando la tuve cerca, me gustó; nos enamoramos uno de otro y vivimos juntos mucho tiempo, en el colmo de las caricias y la felicidad.

           Poco tiempo después, el anciano y padre de mi esposa falleció, en la paz y misericordia del Altísimo. Le hicimos unos grandes funerales y lo enterramos. Yo tomé posesión de todos sus bienes, y sus esclavos y hervidores fueron mis esclavos y servidores, bajo mi única autoridad. Además, los mercaderes de la ciudad me nombraron su jefe, en lugar del difunto, y pude estudiar las costumbres de los habitantes de aquella población y su manera de vivir.

           En efecto, un día noté con estupefacción que la gente de aquella ciudad experimentaba un cambio anual en primavera; de un día a otro mudaban de forma y aspecto: les brotaban alas de los hombros, y se convertían en volátiles. Podían volar entonces hasta lo más alto de la bóveda aérea, y se aprovechaban de su nuevo estado para volar todos fuera de la ciudad, dejando en ésta a los niños y mujeres, a quienes nunca brotaban alas.

           Este descubrimiento me asombró al principio, pero acabé por acostumbrarme a tales cambios periódicos. Sin embargo, llegó un día en que empecé a avergonzarme de ser el único hombre sin alas, viéndome obligado a guardar yo solo la ciudad con las mujeres y niños. Y por mucho que pregunté a los habitantes sobre el medio de que habría de valerme para que me saliesen alas en los hombros, nadie pudo ni quiso contestarme. Y me mortificó bastante no ser más que Sindbad el Marino y no poder añadir a mi sobrenombre la condición de aéreo.

           Un día, desesperando de conseguir nunca que me revelaran el secreto del crecimiento de las alas, me dirigí a uno de aquellos habitantes, a quien había hecho muchos favores, y cogiéndolo del brazo le dije: "Por Alah sobre ti, que me hagas el favor, por los que te he hecho yo a ti, de dejarme que me cuelgue de tu persona, y vuele contigo a través del aire. ¡Es un viaje que me tienta mucho, y quiero añadir a los que realicé por mar!". Al principio no quiso prestarme atención; pero a fuerza de súplicas acabé por moverle a que accediera. Tanto me encantó aquello, que ni siquiera me cuidé de avisar a mi mujer ni a mi servidumbre; me colgué de él abrazándole por la cintura, y me llevó por el aire, volando con las alas muy desplegadas.

           Nuestra carrera por el aire empezó ascendiendo en línea recta durante un tiempo considerable. Y acabamos por llegar tan arriba en la bóveda celeste, que pude oír distintamente cantar a los ángeles y sus melodías debajo de la cúpula del cielo. Al oír cantos tan maravillosos, llegué al límite de la emoción religiosa, y exclamé: "¡Loor a Alah en lo profundo del cielo!, ¡bendito y glorificado sea por todas las criaturas!".

           Apenas formulé estas palabras, mi portador lanzó un juramento tremendo y, entre el estrépito de un trueno precedido de terrible relámpago, bajó con tal rapidez que me faltaba el aire, y por poco me desmayo, soltándome de él con peligro de caer al abismo insondable. En un instante llegamos a la cima de una montaña, en la cual me abandonó mi portador dirigiéndome una mirada infernal, y desapareció, tendiendo el vuelo por lo invisible.

           Yo quedé completamente solo en aquella montaña desierta, y no sabía dónde estaba, ni por dónde ir para reunirme con mi mujer, y exclamé en el colmo de la perplejidad: "No hay recurso ni fuerza más que Alah el Altísimo y Omnipotente. Siempre que me libro de una calamidad caigo en otra peor. En realidad, merezco todo lo que me sucede".

           Me senté entonces en un peñasco para reflexionar sobre el medio de librarme del mal presente, cuando de pronto vi adelantar hacia mí a dos muchachos de una belleza maravillosa, que parecían dos lunas. Cada uno llevaba en la mano un bastón de oro rojo, en el cual se apoyaba al andar. Entonces me levanté rápidamente, fui a su encuentro y les deseé la paz. Correspondieron con gentileza a mi saludo, lo cual me alentó a dirigirles la palabra, y les dije: "Por Alah sobre vosotros, oh maravillosos jóvenes, que me digáis quiénes sois y qué hacéis". Ellos me contestaron: "Somos adoradores del Dios verdadero". Y uno de ellos, sin decir más, me hizo seña con la mano en cierta dirección, como invitándome a dirigir mis pasos por aquella parte, me entregó el bastón de oro, y cogiendo de la mano a su hermoso compañero, desapareció de mi vista.

           Empuñé entonces el bastón de oro, y no vacilé en seguir el camino que se me había indicado, maravillándome al recordar a aquellos muchachos tan hermosos. Llevaba algún tiempo andando, cuando vi salir súbitamente de detrás de un peñasco una serpiente gigantesca que llevaba en la boca a un hombre, cuyas tres cuartas partes se había ya tragado, y del cual no se veían más que la cabeza y los brazos. Estos se agitaban desesperadamente y la cabeza gritaba: "oh caminante, sálvame del furor de esta serpiente, y no te arrepentirás de tal acción". Corrí entonces detrás de la serpiente, y le di con el bastón de oro rojo un golpe tan afortunado, que quedó exánime en aquel momento. Y alargué la mano al hombre trabado y le ayudé a salir del vientre de la serpiente.

           Cuando miré mejor la cara del hombre, llegué al límite de la sorpresa al conocer que era el volátil que me había llevado en su viaje aéreo y había acabado por precipitarse conmigo, a riesgo de matarme, desde lo alto de la bóveda del cielo hasta la cumbre de la montaña en la cual me había abandonado, exponiéndome a morir de hambre y sed. Pero ni siquiera quise demostrar rencor por su mala acción, y me conformé con decirle dulcemente: "¿Es así como obran los amigos con los amigos?". Él me contestó: "En primer lugar he de darte las gracias por lo que acabas de hacer en mi favor. Pero ignoras que fuiste tú, con tus invocaciones inoportunas pronunciando el Nombre, quien me precipitó de lo alto contra mi voluntad. El Nombre produce ese efecto en todos nosotros. Por eso no lo pronunciamos jamás". Entonces, yo, para que me sacara de aquella montaña, le dije: "Perdona y no me riñas; pues, en verdad, yo no podía adivinar las consecuencias funestas de mi homenaje al Nombre. Te prometo no volverlo a pronunciar durante el trayecto, si quieres transportarme ahora a mi casa".

           El volátil me cogió entonces a cuestas y, en un abrir y cerrar de ojos, me dejó en la azotea de mi casa, y él se fue a la suya. Cuando mi mujer me vio bajar de la azotea y entrar en la casa después de tan larga ausencia, comprendió cuanto acababa de ocurrir, y bendijo a Alah que me había salvado una vez más de la perdición. Y tras las efusiones del regreso, me dijo: "Ya no debemos tratarnos con la gente de esta ciudad. ¡Son hermanos de los demonios!".

           Yo le contesté: "¿Y cómo es que vivía tu padre entre ellos?". Ella me dijo: "Mi padre no pertenecía a su casta, ni hacía nada como ellos, ni vivía su vida. De todos modos, si quieres seguir mi consejo, lo mejor que podemos hacer ahora que mi padre ha muerto es abandonar esta ciudad impía, no sin haber vendido nuestros bienes, casa y posesiones. Realiza eso lo mejor que puedas, compra buenas mercancías con parte de la cantidad que cobres, y vámonos juntos a Bagdad, tu patria, a ver a tus parientes y amigos, viviendo en paz y seguros, con el respeto debido a Alah el Altísimo"… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 314

           Llegada la noche 314, Schehrazada continuó el relato de Sindbad: Entonces empecé a vender lo mejor que pude, pieza por pieza y cada cosa en su tiempo, todos los bienes de mi tío el jeique, padre de mi esposa y difunto a quien Alah haya recibido en su paz. Convertí en monedas de oro todas nuestras pertenencias de muebles y propiedades, y gané un ciento por uno.

           Después, me llevé a mi esposa y las nuevas mercancías que había comprado, fleté por mi cuenta un barco, tuvimos una navegación feliz y fructuosa, y logramos llegar de isla en isla a la ciudad de Bassra (Basora), en la que hicimos una breve escala. Tras la cual cogimos el río (Tigris) y entramos en Bagdad, ciudad de paz.

           Me dirigí entonces con mi esposa y mis riquezas hacia mi calle y mi casa, en la que mis parientes nos recibieron con grandes transportes de alegría, y quisieron en adelante mucho a mi esposa. Yo me apresuré a poner en orden definitivo mis asuntos, almacené mis magníficas mercaderías, encerré mis riquezas, y pude por fin recibir en paz las felicitaciones de mis parientes y amigos, que calculando el tiempo que estuve ausente, vieron que este séptimo y último viaje mío había durado exactamente 27 años desde el principio hasta el fin.

           Les conté con pormenores mis aventuras durante esta larga ausencia, e hice el voto (que cumplo escrupulosamente, como veis) de no emprender en toda mi vida ningún otro viaje ni por mar ni por tierra. "Y no dejé de dar gracias al Altísimo, que tantas veces y a pesar de mis reincidencias, me libró de tantos peligros y me devolvió a mi familia y amigos", terminó apostillando Sindbad.

           Cuando Sindbad el Marino terminó de esta suerte su relato entre los convidados silenciosos y maravillados, se volvió hacia Sindbad el Cargador y le dijo: "Ahora, Sindbad terrestre, considera los trabajos que pasé y las dificultades que vencí, gracias a Alah, y dime si tu suerte de cargador no ha sido mucho más favorable para una vida tranquila que la que me impuso el destino. Verdad es que sigues pobre y yo adquirí riquezas incalculables; pero, ¿no es verdad también que a cada uno de nosotros se le retribuyó según su esfuerzo?".

           Al oír estas palabras, Sindbad el Cargador fue a besar la mano de Sindbad el Marino, y le dijo: "Por Alah sobre ti, oh mi amo, que perdones lo inconveniente de mi canción".

           Entonces Sindbad el Marino mandó poner el mantel para sus convidados, y les dio un festín que duró 30 noches. Después, quiso tener a su lado, como mayordomo de su casa, a Sindbad el Cargador. Y ambos vivieron en amistad perfecta y en el límite de la satisfacción, hasta que fue a visitarlos aquella que hace desvanecerse las delicias, rompe las amistades, destruye los palacios y levanta las tumbas, la amarga muerte. ¡Gloria al Eterno, que no muere jamás!

           Cuando Schehrazada, la hija del visir, acabó de contar la historia de Sindbad el Marino, sintióse un tanto fatigada, y como veía acercarse la mañana y no quería, por su discreción habitual, abusar del permiso concedido, se calló sonriendo.

           Entonces la pequeña Doniazada, que maravillada y con los ojos muy abiertos había oído la historia pasmosa, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada, y corrió a abrazar a su hermana, diciéndole: "oh Schehrazada, hermana mía, cuán suaves, puras y gratas, y deliciosas para el paladar, y sabrosas en su frescura, son tus palabras. Y qué prodigioso y temerario aquel Sindbad el Marino". A lo que Schehrazada sonrió y dijo: "Sí, hermana mía, pero eso no es nada comparado con lo que os contaré a ti y al rey la próxima noche, si vivo todavía por la gracia de Alah y la voluntad del rey".

           A lo que el rey Schahriar se volvió hacia Schehrazada y le dijo: "Verdaderamente, Schehrazada, no sé qué más historias podrás ya contar. De todos modos, quiero una que esté repleta de poemas. Ya me la habías prometido, y parece que olvidas que, si difieres más el cumplimiento de tu promesa, tu cabeza irá a juntarse con las cabezas de tus antecesoras".

           Tras lo cual Schehrazada contestó: "¡Sobre mis ojos! Precisamente la que te reservo, oh rey afortunado, te satisfará por completo, y en verdad que es mucho más agradable que las que hayas oído jamás. Entonces el rey Schahriar dijo para sí: "¡No la mataré hasta después!". Y cogió a Schehrazada en brazos, y pasó con ella el resto de la noche.

NOCHE 978

           Una vez que se hizo de noche, tras la cena acostumbrada y en presencia de su hermana Doniazada, Schehrazada dijo al rey Schahriar: "Ahora que hemos llegado a los benditos tiempos del Islam, oh mi rey amado, escuchad algunos rasgos de la vida del califa Omar ibn Al-Khatabb, al que Alah colme con sus favores, ya que fue el hombre más puro y más rígido de aquellos tiempos puros y rígidos, y el emir más justo entre todos los emires de los creyentes". Y continuó:

HISTORIA DEL CALIFA OMAR

           Cuentan que Omar ibn Al-Khattab fue el califa más justo y más desinteresado del Islam, y que por eso se le apodó el Separador, porque tenía la costumbre de separar en dos, de un sablazo, a todo hombre que se negara a obedecer una sentencia pronunciada contra él.

           Eran tales su sencillez y su desinterés que un día, tras de adueñarse de los tesoros de los reyes del Yemen, mandó distribuir todo el botín entre los musulmanes, sin distinción. Y entre otras cosas, le tocó a cada uno una tela rayada del Yemen. Omar tuvo una parte exactamente igual a la del menor de sus soldados. Y mandó que le hicieran un vestido nuevo con aquella pieza de tela rayada del Yemen que le había tocado en el reparto. Vestido así, subió al púlpito de Medina y arengó a los musulmanes para emprender una nueva expedición contra los infieles. Pero he aquí que un hombre de la asamblea se levantó y le interrumpió en su arenga, diciéndole: "No te obedeceremos".

           Omar le preguntó: "¿Por qué?". A lo que aquel hombre contestó: "Porque, cuando has hecho el reparto de las telas rayadas del Yemen, a cada musulmán le ha tocado una pieza, y a ti mismo también te ha tocado una sola pieza. Pero esa pieza no ha podido bastar para hacerte el traje completo con que te estamos viendo vestido hoy. Por tanto, de no haber tomado, a escondidas nuestras, una parte más considerable que la que nos has dado, no podrías tener el traje que llevas, sobre todo con la mucha estatura que tienes".

           Omar se encaró con su hijo Abdalah, y le dijo: "oh Abdalah, contesta a ese hombre. Porque su observación es justa". Y Abdalah, levantándose, dijo: "oh musulmanes, sabed que, cuando el emir de los creyentes Omar quiso hacerse coser un traje con su pieza de tela, resultó ésta escasa. Por consiguiente, como no tenía traje a propósito para vestirse hoy, le he dado parte de mi pieza de tela para completar su traje". Luego se sentó. Entonces, el hombre que había interpelado a Omar, dijo: "¡Loores a Alah! Ahora ya te obedeceremos, oh Omar".

           En otra ocasión, después de conquistar Siria, Mesopotamia, Egipto, Persia y todos los países de los rums, y después de caer sobre Bassra y Kufa, en el Irak, había entrado Omar en Medina, donde, vestido con un traje tan usado que tenía hasta doce pedazos, se pasaba el día en las gradas que conducen a la mezquita, escuchando las querellas de los últimos de sus súbditos, y haciendo justicia a todos por igual, al emir lo mismo que al camellero.

           En otra ocasión, el rey Heraclio, que gobernaba a los rums de Constantinia, le envió un embajador, con encargo de juzgar por sus propios ojos los medios, fuerzas y acciones del emir de los árabes. Así que, cuando aquel embajador entró en Medina, preguntó a los habitantes: "¿Dónde está vuestro rey?". Ellos contestaron: "¡Nosotros no tenemos rey, sino que tenemos un emir! Es el emir de los creyentes y el califa de Alah, Omar ibn Al-Khattab". El embajador preguntó: "¿Dónde está? ¡Llevadme a él!". Ellos contestaron: "Estará haciendo justicia, o acaso descansando". Y le indicaron el camino de la mezquita. El embajador de Heraclio llegó a la mezquita, y vio a Omar dormido al sol de la siesta en las gradas ardientes de la mezquita, descansando la cabeza en la misma piedra y con el sudor corriendo por su frente, formando un amplio charco en torno a su cabeza. Al ver aquello, descendió el temor al corazón del embajador de Heraclio, que no pudo por menos de exclamar: "He ahí, como un mendigo, al hombre ante quien inclinan su cabeza todos los reyes de la tierra, y que es dueño del más vasto Imperio de este tiempo". Y allí quedó en pie, presa del espanto, pues habíase dicho: "Cuando un pueblo está gobernado por un hombre como éste, los demás pueblos deben vestirse trajes de luto".

           En la conquista de Persia, entre otros objetos maravillosos cogidos en el palacio del rey Jezdejerd, en Istakhar, se apoderó de una alfombra de 60 codos en cuadro, que representaba un parterre, del que cada flor, formada con piedras preciosas, se erguía sobre un tallo de oro. Y el jefe del ejército musulmán, Saad ben Abu-Waccas, aunque no estaba muy versado en la tasación mercantil de objetos preciosos, comprendió cuánto valía una maravilla semejante, y la rescató del del pillaje del palacio de los Khosroes para hacer un presente con ella a Omar. Pero el rígido califa, que ya en la conquista del Yemen no había querido tomar, en el despojo de los países conquistados, más tela rayada que la que necesitaba para hacerse un traje, no quiso, aceptando semejante don, dar pábulo a un lujo cuyos efectos temía por su pueblo. Acto seguido, hizo cortar la pesada alfombra en tantos pedazos como jefes musulmanes había entonces en Medina, y no se quedó con ningún pedazo para él. Era tanto el valor de aquella rica alfombra, aun destrozada, que Alí vendió por 20.000 dracmas, a unos mercaderes sirios, el retazo que le había tocado en el reparto.

           También en la invasión de Persia, el sátrapa Harmozán, que había resistido con más valor que nadie a los guerreros musulmanes, consintió en rendirse, pero remitiéndose a la propia persona del califa para que decidiera en su suerte. Como Omar se encontraba en Medina, Harmozán fue conducido a aquella ciudad bajo la custodia de una escolta comandada por dos emires de los más valerosos entre los creyentes. Y llegados que fueron a Medina, aquellos dos emires, queriendo hacer valer a los ojos del califa la importancia y el rango de su prisionero persa, le hicieron poner el manto bordado de oro y la alta tiara resplandeciente que llevaban los sátrapas en la corte de los Khosroes. Revestido con aquellas insignias de su dignidad, el jefe persa fue llevado ante las gradas de la mezquita, donde estaba sentado el califa, sobre una estera vieja, a la sombra de un pórtico. Y advertido, por los rumores del pueblo, de la llegada de aquel personaje, Omar alzó los ojos, y vio delante de él al sátrapa vestido con toda la pompa usada en el palacio de los reyes persas.

           Por su parte, Harmozán vio a Omar; pero se negó a reconocer al califa, al dueño del nuevo Imperio, en aquel árabe vestido con trajes remendados, y sentado sólo sobre una estera vieja, en el patio de la mezquita. Pero Omar, reconociendo en aquel prisionero a uno de aquellos orgullosos sátrapas que durante tanto tiempo habían hecho temblar a las tribus más fieras de Arabia, exclamó en seguida: "¡Loores a Alah, que te ha traído al Islam bendito para humillaros a ti y a tus semejantes!". Y mandó despojar de sus trajes dorados al persa, e hizo que le cubriesen con una grosera tela del desierto, tras lo cual le dijo: "Ahora que estás vestido con arreglo a tus méritos, ¿reconocerás la mano del Señor, a quien sólo pertenecen todas las grandezas?".

           Harmozán contestó: "Claro que la reconozco sin esfuerzo. Porque, mientras la divinidad ha sido neutral, os hemos vencido, como atestiguo con todos nuestros triunfos pasados y toda nuestra gloria. Preciso es, pues, que el Señor de que hablas haya combatido en favor vuestro, ya que acabáis de vencernos a vuestra vez". Al oír estas palabras, en que la aquiescencia se confundía con la ironía, Omar frunció las cejas de tal manera, que el persa temió que su diálogo terminase con una sentencia de muerte. Así que, fingiendo una sed violenta, pidió agua, y cogiendo el vaso de barro que le presentaban, fijó sus miradas en el califa, pareciendo vacilar en llevárselo a los labios. Omar le preguntó: "¿Qué temes?". Y el jefe persa le contestó: "Temo… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 979

           Llegada la noche 979, Schehrazada continuó su relato del califa Omar: El jefe persa contestó al gran Omar: "Temo que se aprovechen del momento en que esté bebiendo para darme muerte". Pero Omar le dijo: "¡Alah nos libre de merecer tales sospechas! Estás en seguridad hasta que esa agua haya refrescado tus labios y extinguido tu sed". A estas palabras del califa, el listo persa tiró el vaso al suelo y lo rompió. Y Omar, ligado por su propia palabra, renunció generosamente a molestarle. Conmovido ante aquella grandeza de alma, Harmozán se ennobleció con el Islam, y Omar le señaló una pensión de dos mil dracmas.

           Durante la toma de Jerusalén, que es la ciudad santa de Issa (Jesús), hijo de Mariam, y en torno a cuyo templo daban vueltas los creyentes para hacer oración, el patriarca Sofronio había consentido en capitular, pero con la condición de que fuera el califa en persona a tomar posesión de la ciudad santa. Informado del tratado y de las condiciones, Omar se puso en marcha, abandonando Medina sin guardia ni séquito, y montado en un camello que llevaba dos sacos, uno con cebada para el bruto, y otro lleno de dátiles. Delante llevaba un plato de madera y detrás un odre lleno de agua. Y caminando día y noche, sin detenerse más que para rezar la plegaria o para hacer justicia en el seno de alguna tribu encontrada al paso, llegó así a Jerusalén y firmó la capitulación. Se abrieron las puertas de la ciudad de par en par, y llegado que fue a la iglesia de los cristianos, advirtió Omar que estaba próxima la hora de la plegaria. Preguntó al patriarca Sofronio dónde podría cumplir con aquel deber de los creyentes. Y el cristiano le propuso la propia iglesia.

           Pero Omar se escandalizó diciendo: "No entraré a orar en vuestra iglesia, y lo hago en interés vuestro, cristianos. Porque si el califa orara en este lugar, los musulmanes se apoderarían de este sitio al punto, y os lo arrebatarían sin remedio". Y tras de recitar la plegaria, volviéndose hacia la Kaaba santa, dijo al patriarca: "Ahora, indícame un paraje para alzar una mezquita en que los musulmanes puedan, en lo sucesivo, reunirse para rezar la plegaria, sin turbar a los vuestros en el ejercicio de su culto".

           Sofronio le condujo al emplazamiento del templo de Soleimán ben Daúd (del rey David), al mismo paraje en donde se había dormido Yacub (Isaac), hijo de Ibraim (Abraham). Y le señaló una piedra de aquel sitio, que servía de receptáculo a las inmundicias de la ciudad. Como la piedra de Yacub se hallaba cubierta con aquellas inmundicias, Omar llenó de estiércol el halda de su traje y fue a transportarlo lejos de allí, dando así ejemplo a los obreros. Y así hizo desescombrar el emplazamiento de la mezquita, que todavía lleva su nombre, y que es la mezquita más hermosa de la tierra.

           Omar tenía la costumbre de llevar un báculo en la mano, y un vestido con un traje agujereado y remendado en distintos sitios. Gustaba recorrer los zocos y las calles de la Meca y de Medina, amonestando con severidad y con rigor, y aun castigando a palos en el acto a los mercaderes que engañaban a los compradores o encarecían la mercancía.

           Un día, pasando por el zoco de leche fresca y cuajada, vio una mujer vieja que tenía ante sí a la venta varios cuencos de leche. Se acercó a ella y, tras observar su oficio durante cierto tiempo, le dijo: "oh mujer, guárdate de engañar en adelante a los musulmanes, como acabo de verte hacer, y ten cuidado de no echar agua a la leche". La mujer contestó: "Escucho y obedezco, oh emir de los creyentes", a lo que Omar pasó sin más ni más. Pero al día siguiente dio otra vuelta por el zoco de la leche, y acercándose a la vieja lechera, le dijo: "oh mujer de mal agüero, ¿no te advertí que no echaras agua a la leche?". La vieja contestó: "oh emir de los creyentes, te aseguro que no lo he vuelto a hacer". Pero aún no había pronunciado estas palabras, cuando se hizo oír desde dentro una voz de joven, que decía: "¿Cómo, madre mía? ¿Te atreves a mentir en la cara al emir de los creyentes, añadiendo al fraude una mentira, y a la mentira la falta de veneración? ¡Alah te perdone!".

           Omar oyó estas palabras y se detuvo conmovido, y no hizo el menor reproche a la vieja. Y encarándose con sus dos hijos, Abdalah y Acim, que le acompañaban en su paseo, les dijo: "¿Cuál de vosotros quiere casarse con esa virtuosa joven? Todo hace esperar que Alah, con el soplo perfumado de sus gracias, dé a esa niña una descendencia tan virtuosa como ella". Contestó Acim, el hijo menor de Omar: "oh padre mío, yo me casaré con ella". Y se efectuó el matrimonio de la hija de la lechera con el hijo del emir de los creyentes. Fue un matrimonio bendito, del que nació una niña que se casaría más tarde con Abd El-Aziz ben Merwán. Y de este último matrimonio nacería más tarde Omar ben Abd El-Aziz, que subiría al trono de los Ommiadas como el octavo en el orden dinástico, y uno de los cinco grandes califas del Islam. Loores al que eleva a quien le place.

           Omar acostumbraba a decir: "No dejaré nunca sin venganza la muerte de un musulmán". Y he aquí que un día, mientras presidía la sesión de justicia en las gradas de la mezquita, llevaron a su presencia el cadáver de un adolescente imberbe todavía, con las mejillas suaves y pulidas como las de una muchacha. Le dijeron que aquel adolescente había sido asesinado por una mano desconocida, y que habían encontrado su cuerpo tirado en un camino.

           Omar pidió informes y se esforzó en recoger detalles de la muerte; pero no pudo llegar a saber nada, ni a descubrir el rastro del matador. Se apenó su alma de justiciero al ver la esterilidad de sus pesquisas, e invocó al Altísimo, diciendo: "oh Alah, oh Señor, permite que logre descubrir al matador". Y a menudo se le oía repetir este ruego. Y he aquí que, a principios del año siguiente, le llevaron un niño recién nacido, vivo todavía, que habían encontrado abandonado en el mismo paraje donde había sido tirado el cadáver del adolescente. Entonces, Omar exclamó al punto: "Loores a Alah, que ahora ya soy dueño de la sangre de la víctima. Y se descubrirá el crimen, si Alah lo permite".

           Se levantó Omar y fue en busca de una mujer de confianza, a quien entregó al recién nacido, diciéndole: "Encárgate de este pobre huérfano, y no te preocupes por lo que necesite. Pero dedícate a escuchar cuanto se diga a tu alrededor con respecto a este niño, y ten cuidado de no dejar que nadie le coja ni le aleje de tus oídos. Si encontraras una mujer que le besase y le estrechase contra su pecho, infórmate con sigilo de su morada y avísame en seguida".

           La nodriza guardó en su memoria las palabras del emir de los creyentes… Pero en este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 980

           Llegada la noche 980, Schehrazada continuó su relato sobre el califa Omar: La nodriza guardó en su memoria las palabras de Omar, emir de los creyentes, y el niño creció y se desarrolló.

           Cuando el niño cumplió dos años de edad, una joven esclava se acercó un día a la nodriza, y le dijo: "Mi señora me envía a rogarte que me dejes llevar a su casa tu niño. Porque está encinta, y en vista de la hermosura de este niño, desea pasar algunos instantes mirándole, para que el niño que lleva ella en su seno se forme a semejanza de él". La nodriza contestó: "Está bien, llévate al niño; pero he de acompañarte yo".

           Así se hizo. La joven esclava entró con el niño en casa de su señora. Y en cuanto la dama vio al niño, se arrojó sobre él llorando, y le tomó en sus brazos, cubriéndole de besos y apretándole contra ella, en el límite de la emoción. En cuanto a la nodriza, se apresuró a ir a presentarse al califa, y le contó lo que acababa de pasar, diciendo: "Esa dama no es otra que la purísima Saleha, la hija del venerable ansariano jeique Saleh, que ha visto y seguido como discípulo abnegado a nuestro Profeta bendito".

           Omar reflexionó. Luego se levantó, cogió su sable, que escondió debajo del vestido, y fue a la casa indicada. Allí encontró al ansariano sentado a la puerta de su morada, al que después de las zalemas dijo: "oh venerable jeique, ¿qué ha hecho tu hija Saleha?". El jeique le contestó: "oh emir de los creyentes, ¿mi hija Saleha? Alah la recompense por sus buenas obras. Ella es de todos conocida por su piedad y conducta ejemplar, por su conciencia en cumplir sus deberes para con Alah y para con su padre, por su celo en las plegarias y por las demás obligaciones impuestas por nuestra religión, por la pureza de su fe". Omar le dijo: "Está bien. Pero yo desearía tener una entrevista con ella para aumentar su amor al bien, y animarla aún más a practicar las obras meritorias". El jeique le dijo: "Alah te colme con sus favores, oh emir de los creyentes, por la buena voluntad que tienes a mi hija. Espera aquí un momento a que yo vuelva, pues voy a anunciar tus propósitos a mi hija". Y entró en su casa, pidiendo a Saleha que salirse a recibir al califa.

           Al llegar la joven a presencia de Omar, éste ordenó a las personas presentes que se retiraran. Y quedando el califa y a Saleha absolutamente solos, el califa le incitó: "Quiero que me des datos precisos respecto de la muerte de un joven, encontrado hace tiempo en un camino. Tú tienes esos datos, y si tratas de ocultarme la verdad, entre tú y ella se interpondrá este sable, oh Saleha!".

           Ella contestó, sin turbarse lo más mínimo: "oh emir de los creyentes, has encontrado lo que buscas. Y por la grandeza del Altísimo juro que voy a decirte la verdad". Y bajó la voz, diciendo: "Sabes, oh emir de los creyentes, que yo tenía a mi servicio una mujer vieja que siempre estaba en casa y que me acompañaba a todas partes cuando yo salía. Yo la consideraba y la quería como quiere una hija a su madre, y durante mucho tiempo la estimé y escuché con respeto y veneración. Pero un día me dijo: hija mía, necesito hacer un viaje a casa de mis allegados. Pero temo llevar allí a mi hija, porque el sitio donde voy está expuesto a cualquier desgracia. Te suplico, pues, que me permitas traértela y dejarla contigo hasta mi regreso. Al punto le di mi consentimiento, y ella se marchó. Al día siguiente vino a mi casa su hija, una joven de aspecto delicioso, alta y bien formada, y por la que sentí un afecto grande. La hice acostarse en la habitación donde yo dormía. Y una siesta, mientras dormía, me sentí de pronto asaltada en mi sueño por un hombre que me inmovilizaba y sujetaba ambos brazos, deshonrándome y mancillándome al completo, hasta que pude por fin soltarme de su abrazo. Cuando me deshice de él, descubrí que él no era otro que mi joven compañera, que con aquel disfraz de aquel joven imberbe me había engañado, haciéndose pasar por una muchacha. Después de haberlo matado, hice sacar su cadáver y mandé que lo dejaran en un paraje, para que allí lo encontraran. Cuando eché al mundo al niño, fruto de aquellos manejos ilícitos, hice que dejaran también en el camino al niño, en el mismo sitio donde se abandonó a su padre, pues me negaba a criar a un hijo que me había nacido contra mi consentimiento. Y ésta es, oh emir de los creyentes, la historia exacta de esos dos seres. Te he dicho la verdad, y Alah responderá por mí".

           Al acabar de escuchar su historia, Omar exclamó: "Cierto que me has dicho la verdad. Alah extienda ahora sobre ti sus gracias". Y admiró la virtud y el valor de aquella muchacha, recomendándole que perseverara en las buenas obras. Luego la dejó, y antes de partir dijo a su padre: "Alah colme de bendiciones tu casa. Virtuosa hija es tu hija. Bendita sea. Ya le he hecho las exhortaciones y recomendaciones". A lo que el venerable jeique ansariano contestó: "Alah te conduzca a la dicha, oh emir de los creyentes, y te dispense los favores y beneficios que desee tu alma".

           Tras esta historia, Schehrazada se tomó un tiempo de reposo, y continuó: "Ahora, oh rey amado, voy a cambiar de asunto, y a contaros la historia de la cantarina Salamah, la Azul, contada por boca del hermoso músico Mohammad el Kúfico, que nos dice:

HISTORIA DE LA BAILARINA AZUL

           Jamás tuve, entre las jóvenes y las esclavas a quienes daba lecciones de música y de canto, una discípula más bella, más viva, más seductora, más espiritual y mejor dotada que Salamah la Azul. Llamábamos la Azul a esta joven morena, porque en su labio había una encantadora sombra de bozo azulado, semejante a un pequeño trazo de almizcle que hubiera paseado por allí graciosamente una pluma de escriba experto o la mano ligera de un iluminador. Cuando yo le daba lección, era ella muy jovencita, una jovenzuela recientemente desarrollada, con dos pechitos incipientes que alzaban y separaban un poco su ligero vestido, alejándole del seno. Y al mirarla arrebataba; era para trastornar el espíritu, deslumbrar los ojos, quitar la razón. Cuando iba ella a una reunión, aunque la compusiesen las más renombradas bellezas de Kufah, no había miradas más que para Salamah; y bastaba que apareciese ella para que se exclamase: "ah, ahí está la Azul". Y se la amó apasionadamente, hasta la locura, pero sin objeto, por todos los que la conocían y por mí mismo. Aunque era mi discípula, yo era para ella un humilde súbdito, un servidor obediente, un esclavo a sus órdenes. Y si me hubiera pedido orchilla humana habría ido yo a buscarla en todos los cráneos de ahorcados, en todos los huesos mohosos del mundo... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 981

           Llegada la noche 981, Schehrazada continuó su relato sobre la bailarina azul, en boca del músico Mohammad el Kúfico: En recuerdo de Salamah, había compuesto yo la música y palabras de este canto, cuando su amo Ibn Ghamín partió para la peregrinación, llevándola consigo, así como a sus demás esclavas: ¡Oh Ibn Ghamín! ¡Qué penoso estado el de un amante desdichado a quien has dejado muerto, aunque viva todavía! ¡Les has dado en su brebaje las dos amarguras más terribles coloquíntida y ajenjo! ¡Oh camellero del Yemen que conduces la caravana! ¡Me has herido, hombre siniestro! ¡Has separado corazones como jamás se han visto y los has consternado con tu aspecto de búfalo salvaje!

           Pero mi suerte, aun con toda mi pena de amor, no fue comparable en negrura a la de otro enamorado de la Azul, Yezid ben Auf, el Cambista.

           Un día, en efecto, el amo de Salamah le dijo: "oh Azul. Entre todos los que te amaron sin resultado, ¿hay alguno que haya obtenido de ti una cita secreta o un beso? Dímelo, sin ocultarme la verdad". A esta pregunta inesperada, temerosa de que su amo se hubiese informado hacía poco de alguna pequeña licencia que ella se permitiera en presencia de testigos indiscretos, Salamah contestó: "No, indudablemente nadie ha obtenido de mí nada, excepto Yezid ben Auf, el Cambista. Y aun ése no ha hecho más que besarme una sola vez. Pero accedí a darle ese beso porque me deslizó en la boca, a cambio del beso, dos perlas magníficas, que vendí en ochenta mil dracmas".

           Al oír aquello, el amo de Salamah dijo sencillamente: "Está bien". Y sin añadir una palabra más, de tanto como sentía penetrarle en el alma la cólera celosa, se dedicó a la busca de Yezid ben Auf, hasta que lo tuvo al alcance de su mano y lo hizo morir a latigazos.

           Por lo que respecta a las circunstancias en que había sido dado a Yezid aquel beso único y funesto de la Azul, helas aquí.

           Iba yo un día, como de costumbre, a casa de Ibn Ghamín, para dar a Azul una lección de canto, cuando me encontré en el camino a Yezid ben Auf. Al verle, tras las zalemas acostumbradas, le dije: "¿Adónde vas, oh Yezid, tan bien vestido?". Él me contestó: "Adonde vas tú". A lo que yo repuse: "Perfecto, vamos".

           Cuando llegamos y entramos en la morada de Ibn Ghamín, nos sentamos en la sala de reunión. En seguida apareció Azul, vestida con una manteleta anaranjada y un soberbio caftán rosa. Creímos ver el sol ígneo alzándose entre la cabeza y los pies de la deslumbradora cantarina, a la que seguía su joven esclava llevando la tiorba.

           La Azul cantó, bajo mi dirección, por un método nuevo que yo le había enseñado. Su voz era rica, grave, profunda y conmovedora. Y en un momento dado, su amo se excusó con nosotros, y nos dejó solos, a fin de ir a dar órdenes para la comida. Entonces Yezid, arrebatado de amor por la cantarina, se acercó a ella y la imploró con la mirada. Ella pareció animarse y, sin dejar de cantar, le dio la respuesta en una mirada. Enervado con aquella mirada, Yezid sacó de su vestido dos perlas magníficas que no tenían hermanas, diciendo a una Salamah que había dejado de cantar por un momento: "Mira, oh Azul. Estas dos perlas han sido pagadas por mí hoy mismo en sesenta mil dracmas. Si tú quisieras, te pertenecerían". Ella contestó: "¿Y qué quieres que haga para complacerte?". Él contestó: "Que cantes para mí".

           Entonces Salamah, tras llevarse la mano a la frente en señal de aquiescencia, templó el instrumento y cantó los siguientes versos, con un ritmo graveligero que tiene por tónica el tono simple, de la cuerda del dedo anular: ¡Salamah la Azul ha herido mi corazón con una herida tan duradera como la duración de los tiempos! ¡La ciencia más hábil del mundo no podría cerrarla! Porque no se cierra en el fondo del corazón una herida de amor. ¡Salamah la Azul ha herido mi corazón! ¡Oh musulmanes, venid en mi socorro!

           Tras cantar esta melodía, y mirando a Yezid, añadió: "Está bien; dame ahora lo que tienes que darme". Él le dijo: "Ciertamente, quiero lo que tú quieras. Pero escucha, oh Azul. He jurado que no daré estas dos perlas más que pasándolas de mis labios a tus labios". Al oír las palabras de Yezid, la esclava de Salamah, enfadada, se levantó con viveza, y con la mano alzada amonestó al enamorado. Yo la detuve por el brazo, y para disuadirla le dije: "Estate quieta, oh joven, y déjalos. Están regateando, y cada cual quiere sacar provecho con las menos pérdidas posibles. No los molestes".

           En cuanto a Salamah, ésta se echó a reír al oír a Yezid manifestar aquel deseo. Y al punto le dijo: "Bien sea, pues. Dame esas perlas del modo que quieras". Yezid empezó a avanzar hacia ella, llevando entre los labios las dos magníficas perlas. Salamah, lanzando ligeros gritos de susto, empezó a retroceder por su parte, recogiéndose las ropas y evitando el contacto con Yezid. Se alejaba a derecha y a izquierda, sofocada y provocando con ello más numerosas intentonas por parte de Yezid, y sus numerosas coqueterías. Aquel juego duró bastante tiempo. Hasta que Salamah hizo una seña a su esclava, que se arrojó sobre Yezid de improviso, le cogió por los hombros, y le retuvo en su sitio. Tras probar con aquel manejo que estaba victoriosa y no vencida, Salamah fue por sí misma, confusa y con sudor en la frente, a tomar con sus lindos labios las perlas magníficas, aprisionadas entre los labios de Yezid, y que trocó por un beso. En cuanto las tuvo en su poder, recobró en seguida su aplomo y dijo riendo a Yezid: "Por Alah que te he vencido, con el sable sepultado en los riñones". Yezid contestó: "Por tu vida, oh Azul, que no me preocupa mi vencimiento. El perfume de tus labios me quedará en el corazón, mientras viva, y como un aroma eterno. Moriré mártir del amor".

           Tras lo cual, añadió Schehrazada: "Esto le ocurrió a Yezid con la Azul, por ser mártir de la vergüenza y no del amor. Ahora, oh rey, escucha una historia similar, con rasgos de tofailismo. Ya sabéis que esta palabra tiene su origen en Tofail el Tragón, y en la costumbre que tienen ciertas personas de invitarse por sí mismas a los festines, y tragar comidas y bebidas sin que se les ruegue que lo hagan. Por tanto, escuchad". Y dijo:

HISTORIA DEL TRAGÓN APAÑADO

           Cuentan que el emir de los creyentes, El-Walid, hijo de Yezid, el Ommiada, se complacía extremadamente en la compañía de un tragón famoso, amigo de los buenos platos y de todo tufillo apetitoso, que se llamaba Tofail el de los Festines, y cuyo nombre ha servido desde entonces para caracterizar a los parásitos que se invitan por sí mismos a las bodas y a los festines. Por otra parte, aquel Tofail, gastrónomo en grande, era hombre ingenioso, ilustrado, maligno, burlón; y era vivo en la respuesta y en el chiste. Además, su madre estaba convicta de adulterio, y a él se debe la doctrina de los parásitos en algunas reglas cortas, al mismo tiempo que prácticas, que se resumen en: 1º Quien se invite a una buena comida de bodas, evite con cuidado mirar acá y allá con aire inseguro; 2º Entre con pie firme y escoja el mejor sitio, sin fijarse en nada, a fin de que los convidados crean que es un personaje importante; 3º Si el portero de la casa se muestra reacio, humíllesele para que no pueda permitirse la menor observación; 4º Una vez sentado ante el mantel, arrójese sobre la comida y la bebida, y esté más cerca del asado que el propio asador; 5º Trabaje en los pollos rellenos y en la carne, con dedos más que con aceros.

           Tal era el código del perfecto devorador, establecido por Tofail en la ciudad de Kufa. Y en verdad que Tofail fue el padre de los devoradores, y la corona de los parásitos... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 982

           Llegada la noche 982, Schehrazada continuó su relato sobre el tragón apañado: Tal era el código del perfecto devorador, establecido por Tofail en la ciudad de Kufa. Respecto a su manera de proceder, he aquí un hecho entre mil.

           Un notable de la ciudad había invitado a algunos amigos y se regalaba en compañía de ellos con un plato de pescado maravillosamente condimentado. Y he aquí que a la puerta se oyó la bien conocida voz de Tofail, que hablaba al esclavo portero. Uno de los convidados exclamó: "¡Alah nos preserve del tragaldabas! Ya conocéis todos la inusitada capacidad de Tofail. Apresurémonos, pues, a preservar de sus dientes estos hermosos pescados, y a ponerlos en seguridad en un rincón de la estancia, sin dejar en el mantel más que estos pececillos. Y cuando haya devorado los pequeños, como no le quedará ya nada que tragar, se marchará y nos regalaremos con los grandes peces". Y se apresuraron a apartar los peces grandes.

           Entonces entró Tofail, sonriente y lleno de soltura, dirigiendo la zalema a todo el mundo. Después del bismilah, tendió la mano al plato, hasta que se dio cuenta que no contenía más que pescado menudo de mal aspecto. Hasta que le informaron los convidados: "eh, maese Tofail, ¿qué tal los peces? ¿No encuentras el plato a tu gusto?". El aludido contestó: "Hace tiempo que no me hallo en buenas relaciones con los peces. Porque mi pobre padre murió ahogado en el mar, y se lo comieron". Los convidados le dijeron: "Pues aquí tienes una excelente ocasión, para aplicar la pena del talión por lo de tu padre, y comerte a tu vez los pescaditos". Tofail contestó: "Tenéis razón, pero esperad". Entonces cogió un pececillo y se lo acercó al oído. Porque su vista de parásito había divisado ya el plato escondido en el rincón, repleto con los peces grandes. Y tras haber simulado escuchar atentamente al pececillo frito, exclamó de pronto: "oh, oh, ¿sabéis lo que acaba de decirme este desperdicio de pez?". Los convidados contestaron: "No, por Alah. ¿Cómo vamos a saberlo?".

           Tofail continuó: "Pues bien; habéis de saber que me ha dicho: Yo no he asistido a la muerte de tu padre, y Alah le tenga en su misericordia. Tampoco he podido verle siquiera, ya que soy demasiado joven. Pero mejor será que cojas esos hermosos peces grandes que hay junto al rincón, y así te vengues con ello. Porque ellos son los que se precipitaron antaño sobre tu difunto padre, y se lo comieron".

           Al oír este discurso de Tofail, los invitados y el dueño de la casa comprendieron que el parásito había olfateado su estratagema. Por eso, se apresuraron a decir al glotón: "¡Cómetelos, a ver si te matan de una indigestión!".

           Al acabar el cuento del glotón apañado, Schehrazada dijo a sus oyentes: "Escuchad ahora la historia fúnebre de la bella esclava del destino". Y dijo:

HISTORIA DE LA ESCLAVA DEL DESTINO

           Cuentan los cronistas que el tercero de los califas abbasidas, llamado El-Mahdi, había dejado al morir el trono a su hijo mayor, Al-Hadi, a quien no quería y por el cual incluso experimentaba gran aversión. Sin embargo, había especificado que, a la muerte de Al-Hadi, el sucesor inmediato debía ser su hijo menor, Harún Al-Raschid, su preferido, y no el hijo mayor de Al-Hadi.

           Cuando Al-Hadi fue proclamado emir de los creyentes, vigiló con envidia y suspicacia crecientes a su hermano Harún Al-Raschid, e hizo cuanto pudo por privar a Harún del derecho de sucesión. Pero la madre de Harún, la sagaz y abnegada Khaizarán, no cesó de descubrir todas las intrigas dirigidas contra su hijo. Así que Al-Hadi acabó por odiarla tanto como a su hermano, y sólo esperaba una ocasión propicia para hacerles desaparecer.

           Un día, estaba Al-Hadi en sus jardines, sentado bajo una rica cúpula sostenida por ocho columnas, que tenía cuatro entradas, cada una de las cuales miraba a un punto del cielo. A sus pies estaba sentada su esclava favorita Ghader, a la que sólo poseía hacía cuarenta días, y también el músico Ishak ben Ibrahim, de Mossul, que en aquel momento cantaba una canción acompañada en el laúd. El califa se agitaba de placer, y se le estremecían los pies en el límite del transporte y del entusiasmo. Caía la noche, la luna se alzaba entre los árboles, y el agua corría a través de las sombras entrecortadas, mientras la brisa le respondía dulcemente.

           De pronto, el califa cambió ensombreció su cara y frunció las cejas. Desvaneció toda su alegría, y sus pensamientos tornáronse negros como la estopa en el fondo del tintero. Tras de un largo silencio, dijo con voz sorda: "A cada cual le está marcado su porvenir, y no perdurará nadie más que el Eterno Viviente". De nuevo se sumió en un silencio de mal augurio, que interrumpió de repente, exclamando: "¡Que llamen a Massrur, el porta-alfanjel!". Aquel Massrur era al presente el ejecutor de las venganzas y cóleras califales, aunque anteriormente había sido el niñero de los dos hermanos califales, y les había llevado en sus brazos y hombros. Llegó al punto a presencia de Al-Hadi, que le dijo: "Ve en seguida al cuarto de mi hermano Al-Raschid, y tráeme su cabeza"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 983

           Llegada la noche 983, Schehrazada continuó su relato sobre la esclava del destino, en el pasaje de Al-Hadi: Al punto llegó Massrur a presencia de Al-Hadi, que le dijo: "Ve en seguida al cuarto de mi hermano Al-Raschid, y tráeme su cabeza".

           Al oír estas palabras, que eran la sentencia de muerte de aquel a quien había criado, Massrur quedó estupefacto, aturdido y como herido por el rayo. Y murmuró: "De Alah somos y a él retornaremos". Y acabó por salir, semejante a un hombre ebrio. En el límite de la emoción, fue en busca de la princesa Khaizarán, madre de Al-Hadi y de Al-Raschid. Ella le vio llegar azorado y trastornado, y le preguntó: "¿Qué hay, oh Massrur? ¿Qué sucede para que vengas aquí a hora tardía de la noche? Dime qué te pasa". Massrur le contestó: "oh mi señora, no hay recurso ni fuerza más que en Alah el Todopoderoso. He aquí que nuestro amo Al-Hadi, tu hijo, acaba de darme esta orden: Ve en seguida al cuarto de mi hermano Al-Raschid, y tráeme su cabeza".

           Al oír estas palabras del porta-alfanje, Khaizarán se sintió llena de terror, y la emoción le apretó el corazón hasta romperle. Bajó la cabeza y se recogió en sí misma un instante, y uego dijo a Massrur: "Ve inmediatamente al cuarto de mi hijo Al-Raschid, y tráele aquí contigo". Massrur contestó con el oído y la obediencia, y partió.

           Entró Massrur en el aposento de Al-Raschid, que en aquel momento estaba ya desnudo sobre su lecho, con las piernas debajo de la manta. Massrur le dijo atropelladamente: "Levántate, oh mi señor, y ven conmigo al cuarto de tu madre, mi señora, que te llama". Al-Raschid se levantó y, vistiéndose de prisa, pasó con Massrur al aposento de Sett Khaizarán.

           En cuanto ella vio a su hijo preferido, se levantó y corrió a besarlo, y sin mediar una palabra le empujó a una pequeña habitación disimulada, cerrando la puerta tras él, que ni siquiera protestó ni pidió la menor explicación. Hecho esto, Khaizarán envió a buscar en sus casas, donde estarían durmiendo, a los emires y a los principales personajes del palacio califal. Cuando estuvieron todos reunidos en torno a ella, desde detrás de la cortina del harén les dirigió estas sencillas palabras: "En nombre de Alah el Todopoderoso, os pregunto si oísteis decir alguna vez que mi hijo Al-Raschid haya estado en connivencia o trato con los enemigos de la autoridad califal, o con los heréticos Zanadik, o con cualquier tentativa de insubordinación o rebeldía". Todos contestaron con unanimidad: "No, jamás".

           Entonces, Khaizarán repuso al punto: "Pues bien; sabed que al presente, mi hijo Al-Hadi pide la cabeza de su hermano Al-Raschid. ¿Podéis explicarme el motivo?". Los presentes quedaron tan espantados que ninguno de ellos osó articular palabra. Pero el visir Rabiah se levantó y dijo al porta-alfanje Massrur: "Vuelve a presentarte al califa, y cuando te pregunte ¿has acabado?, le responderás: Nuestra señora Khaizarán, tu madre, esposa de tu difunto padre Al-Mahdi, y madre de tu hermano, me ha sorprendido cuando yo me precipitaba sobre Al-Raschid; y me ha detenido y me ha rechazado. Y veme aquí ante ti, sin haber podido ejecutar tu orden".

           Massrur salió y al punto se presentó al califa. En cuanto le vio Al-Hadi, le preguntó: "¿Has hecho lo que te he pedí?". A lo que Massrur contestó: "oh mi señor, mi señora la princesa Khaizarán me ha sorprendido abalanzándome sobre tu hermano Al-Raschid; y me ha detenido y me ha rechazado, impidiéndome cumplir mi misión". El califa, en el límite de la indignación, se levantó y dijo a Ishak y a la cantarina Ghader: "Seguid en el sitio en donde estáis, y esperad a que vuelva yo".

           Llegó Al-Hadi a las habitaciones de su madre Khaizarán, y vio a todos los dignatarios y emires congregados allí. Al verle, la princesa se puso en pie, y los personajes que estaban con ella también se levantaron. El califa se encaró con su madre, gritándole con una voz sofocada por la cólera: "¿Por qué, cuando yo ordeno una cosa, tú te opones a mi voluntad?". Khaizarán exclamó "Alah me preserve, oh emir de los creyentes, de oponerme a ninguna de tus voluntades. Sin embargo, deseo que me indiques el motivo por el que exiges la muerte de mi hijo Al-Raschid. Es tu hermano y tu sangre; es alma y vida de tu padre".

           Al-Hadi contestó: "Puesto que quieres saberlo, sabe que deseo desembarazarme de Al-Raschid a causa de un sueño que he tenido, que me ha penetrado de espanto. Porque en ese sueño he visto a Al-Raschid sentado en el trono, ocupando mi lugar. Y junto a él estaba mi esclava favorita Ghader; y él bebía y jugueteaba con ella. Y como amo mi soberanía, mi trono y mi favorita, no quiero ver por más tiempo vivir con tan peligroso rival, aunque hermano mío sea".

           Khaizarán le contestó: "oh emir de los creyentes, ésas son ilusiones y falsedades del sueño, malas visiones ocasionadas por los manjares ardientes. Oh hijo mío, casi nunca resulta verídico un sueño". Y continuó hablándole de tal suerte, aprobada por las miradas de los presentes. Consiguió Khaizarán calmar a Al-Hadi y desvanecer sus temores. Y entonces hizo aparecer a Al-Raschid, al que hizo prestar juramento de no albergar el menor proyecto de rebeldía o ambición, y de que jamás intentaría nada contra la autoridad califal. Después de las explicaciones, desapareció la cólera de Al-Hadi, y todos celebraron la reconciliación con un sorbete de tamarindo.

           Al-Hadi se volvió a la cúpula, donde había dejado a su favorita con Ishak. Despidió al músico y se quedó a solas con la bella Ghader, regocijándose por las delicias del amor. Pero en el transcurso de la noche sintió un fuerte dolor en la planta de un pie. Al punto se llevó la mano al sitio que le desazonaba, y se rascó. En ese instante formóse allí un pequeño tumor, que aumentó hasta tener el volumen de una avellana. Y se le irritó, produciéndole desazones intolerables. Él se lo rascó de nuevo; y aumentó de nuevo hasta tener el volumen de una nuez. Hasta que acabó por reventársele, cayendo al punto Al-Hadi de espaldas, muerto y de cruces, por aquel sorbete que había absorbido, con la sentencia de su destino.

           El primero que se enteró de la muerte de Al-Hadi fue el eunuco Massrur. Inmediatamente fue a decírselo a la princesa Khaizarán, a lo que ésta le contestó: "Está bien, oh Massrur, pero guarda secreto sobre esta noticia, y no divulgues este acontecimiento súbito. Ahora ve cuanto antes en busca de mi hijo Al-Raschid, y tráemelo".

           Massrur fue en busca de Al-Raschid, que estaba ya acostado. Tras despertarlo, le dijo: "oh mi señor, mi señora te llama al instante". Al-Raschid exclamó, trastornado: "Por Alah, que mi hermano Al-Hadi le habrá vuelto a hablar en contra mía, y le habrá revelado algún complot tramado por mí, del que jamás haya tenido yo idea". Pero Massrur le interrumpió, diciéndole: "oh Harún, levántate en seguida y sígueme. Calma tu corazón y refresca tus ojos, porque todo va por buen camino, y no encontrarás más que éxitos y alegría".

           Acto seguido, Harún Al-Raschid se levantó y se vistió. Y al punto Massrur se prosternó ante él y, besando la tierra entre sus manos, exclamó: "La zalema contigo, oh emir de los creyentes, imán de los servidores de la fe, califa de Alah en la tierra, defensor de la ley santa y de lo impuesto por ella". Al-Raschid, lleno de asombro y de incertidumbre, le preguntó: "¿Qué significan esas palabras, oh Massrur? Hace un momento me llamabas por mi nombre de pila; y al presente me das el título de emir de los creyentes. ¿A qué debo atribuir esas palabras contradictorias, y ese cambio de lenguaje tan imprevisto?". A lo que Massrur contestó: "oh mi señor, toda vida tiene su destino y toda existencia su término. Alah prolongue tus días, pues tu hermano acaba de expirar... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 984

           Llegada la noche 984, Schehrazada continuó su relato sobre la esclava del destino: Al-Raschid contestó a su eunuco Massrur: "Alah le tenga en su piedad". Y apresurándose a ponerse en marcha, ya sin temor ni preocupación, entró en el cuarto de su madre, que exclamó al verle: "¡Alegría y dicha, para el emir de los creyentes!". Y se puso de pie, le echó el manto califal y le entregó el cetro, el sello supremo y las insignias del poderío. En ese mismo momento entró el jefe de los eunucos del harén, que dijo a Al-Raschid: "oh señor nuestro, recibe una noticia dichosa, pues acaba de nacerte un hijo de tu esclava Marahil". Harún entonces dejó exteriorizar su júbilo, y dio a su hijo el nombre de Abdalah, con el sobrenombre de Al-Mamún.

           Antes del nuevo día fue conocida por la población de Bagdad la muerte de Al-Hadi y el advenimiento de Al-Raschid. Y Harún, en medio del aparato de la soberanía, recibió el juramento de obediencia de los emires, de los notables y del pueblo reunido. Aquel mismo día elevó al visirato a El-Fadl y a Giafar, ambos hijos de Yahia el Barmakida. Y todas las provincias y comarcas del Imperio, y todos los pueblos islámicos, árabes y no árabes, turcos y deylamidas, reconocieron la autoridad del nuevo califa, y le juraron obediencia. Comenzó un nuevo reinado de prosperidad y magnificencia, y Al-Raschid se asentó, brillante, en su reciente gloria y poderío.

           En cuanto a la favorita de su hermano, Ghader, he aquí lo que le aconteció.

           La misma tarde de su elevación al trono, Al-Raschid quiso conocer la belleza de Ghader, y posar en ella sus primeras miradas. Y le dijo: "Deseo, oh Ghader, que visitemos juntos tú y yo el jardín, y la cúpula donde a mi hermano Al-Hadi le gustaba de alegrarse y descansar". Ghader, vestida ya con trajes de luto, bajó la cabeza y contestó: "Soy la esclava sumisa del emir de los creyentes". Y se retiró un instante para quitarse los vestidos de luto, y reemplazarlos por los atavíos convenientes. Cuando entraron en la cúpula, Harún la hizo sentar a su lado. Sus ojos permanecían fijos en aquella magnífica joven, y su pecho respiraba ampliamente con alegría. Pero cuando sirvieron los vinos, Ghader se negó a beber la copa que le brindaba el califa. A lo que éste le preguntó asombrado: "¿Por qué lo rehúsas?". Ella contestó: "El vino sin la música pierde la mitad de su generosidad. Tendría gusto, por tanto, en ver junto a nosotros, haciéndonos armoniosa compañía, al admirable Ishak, hijo de Ibrahim". Al-Raschid contestó: "No hay inconveniente", y al punto envió a Massrur en busca del músico, que no tardó en llegar y besar la tierra entre las manos del califa, rindiéndole homenaje. Y a una seña de Al-Raschid se sentó enfrente de la favorita.

           Al-Raschid fue pasando la copa de mano en mano, hasta que fue noche cerrada. Hasta que de repente, cuando el vino hubo fermentado en las razones, exclamó Ishak: "oh, eterna alabanza para el que cambia a su antojo los acontecimientos, y dirige su curso y vicisitudes". Contrariado, Al-Raschid le preguntó: "¿En qué piensas, oh hijo de Ibrahim, para prorrumpir en esas exclamaciones?". Ishak contestó: "oh mi señor, ayer a esta hora tu hermano se asomaba a la ventana de esta cúpula, y a la luz de la luna miraba cómo huían las aguas murmuradoras, suspirando con dulces y ligeras voces de cantarinas nocturnas. Y ante el espectáculo de la felicidad aparente, se espantó de su destino, y quiso brindarte el brebaje de la humillación". A lo que Al-Raschid añadió: "oh hijo de Ibrahim, la vida de las criaturas está escrita en el libro del destino. ¿Acaso habría podido arrebatarme la vida, si no estuviera decretado el término de ésta?". Y se encaró con la bella Ghader: "Y tú, oh joven, ¿qué dices?".

           Ghader tomó su laúd, y preludió con voz profundamente conmovida estos versos: ¡La vida del hombre tiene dos vidas: una límpida y otra turbia! ¡El tiempo tiene dos clases de días: días de seguridad y días de peligro! ¡No te fíes ni del tiempo ni de la vida, porque a los días más límpidos suceden días turbios y sombríos!

           Al acabar estos versos, la favorita de Al-Hadi desfalleció al momento, y cayó sin conocimiento ni movimiento, dando con la cabeza en el suelo. La socorrieron y la movieron, pero ya no existía y se había refugiado en el seno del Altísimo. Entonces dijo Ishak: "oh mi señor, ella amaba al difunto. Y a lo menos a que aspira el amor es a esperar que el enterrador cave la tumba. Alah extienda sus misericordias sobre Al-Hadi, sobre su favorita y sobre todos los musulmanes". De los ojos de Al-Raschid cayó una lágrima, e inmediatamente ordenó lavar el cuerpo de la muerta y depositarlo en la propia tumba de su hermano Al-Hadi. Y dijo: "Sí, Alah extienda sus misericordias sobre Al-Hadi, sobre su favorita y sobre todos los musulmanes".

           Tras terminar así esta historia de la infortunada adolescente, Schehrazada continuó diciendo al conmovido rey: "Escucha ahora, oh mi amo, otra manifestación de los decretos inexorables del destino, la historia del collar fúnebre". Y dijo:

LEYENDA DEL COLLAR FÚNEBRE

           Un día en que el califa Harún Al-Raschid había oído encomiar el talento del músico Hachem ben Soleimán, envió a buscarle. Cuando introdujeron al cantor al palacio de Harún, éste le hizo sentarse delante de él, y le rogó que le dejase oír alguna de sus composiciones. Hachem cantó una cantinela de tres versos con tanto arte y tan hermosa voz, que el califa exclamó, en el límite del entusiasmo y del arrebato: "Has estado admirable, oh hijo de Soleimán. Alah bendiga el alma de tu padre". Y lleno de gratitud, se quitó del cuello un magnífico collar enriquecido de esmeraldas y colgantes, y lo puso en el cuello del cantor.

           Al contemplar aquella joya, Hachem, lejos de mostrarse satisfecho y alegre, nubló sus ojos con lágrimas. La tristeza anidó en su corazón, e hizo amarillear su rostro… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 985

           Llegada la noche 985, Schehrazada continuó su relato sobre el collar fúnebre: Al contemplar aquella joya, Hachem nubló sus ojos con lágrimas, y la tristeza anidó en su corazón.

           El califa Harún, que ni por asomo esperaba tal manifestación, se mostró muy sorprendido, y creyó que la joya no era del gusto del músico. Y le preguntó: "¿A qué vienen esas lágrimas y esa tristeza, oh Hachem? Si no te agrada ese collar, ¿por qué guardas un silencio molesto para mí y para ti?". El músico contestó: "Alah aumente sus favores sobre el más generoso de los reyes. Pero el motivo que hace correr lágrimas y abruma de tristeza mi corazón no es lo que tú crees, oh mi señor. Si me lo permites, te contaré la historia de este collar, y el porqué de que su vista me haya sumido en el estado en que me ves". Harún contestó: "Claro que te lo permito. Porque debe ser asombrosa en extremo la historia de ese collar, que poseo como herencia de mis padres. Tengo mucha curiosidad por saber lo que acerca de ello conoces tú y yo ignoro".

           Entonces Hachem comenzó su relato: Sabe, oh emir de los creyentes, que el incidente relativo a este collar data del tiempo de mi primera juventud. En aquella época vivía yo en el país de Scham, que es la patria de mi cabeza, el sitio donde nací.

           Una tarde, a la hora del crepúsculo, me paseaba a orillas de un lago, e iba vestido con el traje de los árabes del desierto de Scham, y con el rostro cubierto hasta cerca de los ojos por el litham. Y he aquí que me encontré con un hombre magníficamente vestido, acompañado por dos jóvenes soberbias, de una elegancia rara y que, a juzgar por los instrumentos musicales que llevaban, sin duda alguna eran cantarinas. Hasta que reconocí en aquel paseante al califa El-Walid, que había dejado su capital Damasco para ir a cazar gacelas en nuestros parajes, por el lado del lago de Tabariah.

           El califa, al verme, se encaró con sus acompañantes, y les dijo, sin querer que le oyesen más que ellas: "He ahí un árabe que llega del desierto, tan lleno de grosería y salvajismo. Por Alah que voy a llamarle, para que nos haga compañía y nos divirtamos un poco a costa suya". Y me hizo señas con la mano.

           Cuando me acerqué, me mandó sentarme en la hierba, a su lado y enfrente de las dos cantarinas. Una de las jóvenes acordó entonces su laúd, y con voz emocionante cantó una melopea compuesta por mí. A pesar de su habilidad cometió algunos errores la cantarina, y hasta truncó el aire en varios pasajes. Hasta que yo, a pesar de la actitud reservada que me había impuesto, para no atraer sobre mí las chanzas a que el califa estaba dispuesto, no pude por menos de exclamar, dirigiéndome a la cantarina: "Te has equivocado, oh mi señora, te has equivocado!".

           Al oír mis observaciones, la joven se echó a reír con una risa burlona, y dijo encarándose con el califa: "Ya has oído, oh emir de los creyentes, lo que acaba de decirnos este árabe beduino, conductor de camellos. ¡No teme acusarnos de error, el insolente!". El-Walid me miró con un aire burlón y disconforme, y me dijo: "¿Es en tu tribu, oh beduino, donde te han enseñado el canto y el tañer delicado de los instrumentos musicales?". Yo me incliné respetuosamente y contesté: "No, por tu vida, oh emir de los creyentes. Pero, si no te opones, voy a probar a esta admirable cantarina que, a pesar de todo su arte, ha cometido algunos errores de ejecución". Y habiéndomelo permitido El-Walid, para ver qué hacía, dije a la joven: "Aprieta un cuarto la segunda cuerda, afloja otro tanto la cuarta y empieza el tono grave de la melodía. Verás entonces cómo se resienten la expresión y el colorido de tu canto, y cómo algunos pasajes que has truncado ligeramente se resuelven por sí mismos".

           Sorprendida al ver a un beduino hablar de esta manera, la joven cantarina acordó su laúd en el tono que le indiqué, y recomenzó su canto. Salió tan hermoso y tan perfecto, que ella misma quedó profundamente conmovida y asombrada a la vez. Y levantándose de pronto, se arrojó a mis pies, exclamando: "Por el Señor de la Kaaba, juro que eres Hachem ben Soleimán". Como no estaba yo menos conmovido que la joven, ni contestaba, el califa me preguntó: "¿Eres verdaderamente quien dice ella?". A lo que yo contesté, descubriendo entonces mi cara: "Sí, oh emir de los creyentes, soy tu esclavo Hachem el Tabariano".

           El califa quedó extremadamente satisfecho de conocerme, y me dijo: "Loado sea Alah, que te ha puesto en mi camino, oh hijo de Soleimán. Esta joven te admira más que a todos los músicos de este tiempo, y jamás me canta otra cosa que cantos y composiciones tuyas". Y añadió: "Por tanto, quiero que en adelante seas amigo y compañero mío". Yo le di las gracias y le besé la mano.

           Luego la joven que había cantado se encaró con el califa, y le dijo: "oh emir de los creyentes, después de este momento dichoso, tengo que hacerte una petición". A lo que el califa accedió: "¡Puedes hacerla!". Ella le dijo: "Te suplico que me permitas rendir homenaje a mi maestro, ofreciéndole una prueba de mi gratitud".

           El califa dijo: "Desde luego; así debe ser". Entonces la encantadora cantarina desató el magnífico collar que llevaba, y que le había regalado el califa, y me lo puso al cuello, diciéndome: "Acéptalo como don de mi reconocimiento, y dispénsame que sea tan poca cosa". Y precisamente aquel collar era el que de nuevo recibo hoy, como presente de tu generosidad, oh emir de los creyentes.

           "He aquí ahora cómo salió de mi mano aquel collar (continuó el músico Hachem) para volver a mí hoy"… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 986

           Llegada la noche 986, Schehrazada continuó su relato sobre el collar fúnebre, relatado por el músico Hachem: En efecto, después de haber pasado cierto tiempo cantando bajo la brisa del lago, el califa El-Walid se levantó, y nos dijo: "Embarquémonos para pasear por el agua".

           Al punto acudieron unos servidores que estaban distanciados, y trajeron una barca. El califa pasó a la barca el primero, y luego yo. Y cuando le tocó el turno a la joven que me había hecho don del collar, adelantó una pierna para pasar a la barca. Pero como se había envuelto en su velo grande para que no la observaran los remeros, aquello la entorpeció y, faltándole pie, cayó al lago, y antes de que hubiese tiempo de socorrerla se fue al fondo del agua. A pesar de cuantas pesquisas hicimos, no logramos encontrarla. ¡Alah la tenga en su compasión!

           Fueron muy profundas la pena y la aflicción de El-Walid, y bañó su rostro el llanto. Yo también derramé lágrimas amargas por la suerte de aquella infortunada joven. Y el califa, que había permanecido silencioso largo rato después de aquella catástrofe, me dijo: "oh Hachem, para mi dolor sería un ligero consuelo entre mis manos el collar de esa pobre joven, como recuerdo de lo que para mí fue durante su corta vida. Pero Alah me libre de recogerte lo que te hemos dado. Te ruego, pues, que consientas en venderme ese collar".

           Yo al punto entregué el collar al califa, quien, a nuestra llegada a la ciudad, hizo que me contaran 30.000 dracmas de plata, y me colmó de regalos preciosos.

           "Y tal es, oh emir de los creyentes, la causa que me hace llorar hoy (continuó diciendo Hachem). Alah el Altísimo, que desposeyó a los califas ommiadas del poder soberano en favor de los Beni-Abbas, de los que eres gloriosa descendencia, ha permitido que este collar llegase a tus manos con la herencia de tus nobles antepasados, para volver a mí por este camino apartado".

           Al-Raschid se emocionó mucho con este relato de Hachem ben Soleimán, y dijo: "Alah tenga en su compasión a los que merecen compasión". Y con esta fórmula general evitó pronunciar el nombre de la dinastía rival abatida.

           Luego, dijo Schehrazada al rey Schahriar: "Puesto que hablamos de músicos y cantarinas, voy a contaros un rasgo, entre mil, de la vida del más célebre entre los músicos de todos los tiempos, Ishak ben Ibrahim, de Mossul". Y dijo:

HISTORIAL DEL MÚSICO DE MOSUL

           Entre los diversos escritos de mano del músico-cantor Ishak ben Ibrahitn, de Mossul, que han llegado a nosotros, se halla éste. Dice Ishak: Un día, según mi costumbre, entré en el aposento del emir de los creyentes Al-Raschid, y le encontré sentado en compañía de su visir El-Fadl y de un jeique del Hedjaz, el cual tenía una fisonomía hermosísima y un continente impregnado de nobleza y gravedad.

           Después de las zalemas por una y otra parte, me incliné discretamente hacia el visir El-Fadl y le pregunté el nombre de aquel jeique hedjaziense que me gustaba, y a quien no había visto nunca. Me contestó el visir: "Es el nieto del viejo poeta músico y cantor del Hedjaz, Maabad, cuya fama conoces". Como yo me mostrara satisfecho de conocer al nieto de aquel viejo Maabad a quien tanto hube de admirar en mi juventud, El-Fadl me dijo al oído: "oh Ishak, el jeique del Hedjaz que aquí ves, si te muestras amable con él te dará a conocer y aun te cantará todas las composiciones de su abuelo. Es complaciente, y está dotado de hermosa voz".

           Entonces yo, queriendo experimentar su método y aprenderme de memoria los cantos antiguos que habían encantado mis años jóvenes, me mostré lleno de consideraciones para el hedjaziense; y tras de una amigable charla sobre diferentes cosas, le dije: "oh nobilísimo jeique, ¿puedes recordarme cuántos cantos ha compuesto tu abuelo, el ilustre Maabad, honor del Hedjaz?". Él me contestó: "Sesenta, ni uno más ni uno menos". Yo le pregunté: "¿Sería pesar demasiado sobre tu paciencia rogarte que me dijeras cuál de esos sesenta cantos es el que más te gusta, por su compás o por otros motivos?". A lo que me contestó: "Sin duda, y en todos sentidos, el canto cuadragésimo tercero, que empieza con este verso: ¡oh hermosura del cuello de mi Molaikah, mi Molaikah la de hermoso pecho!".

           Como si el simple recitado de aquel verso tuviera la virtud de excitar en él la inspiración, tomó de pronto el laúd de mi mano y, después de un ligerísimo preludio de acordes, cantó la cantinela consabida con una voz maravillosa, haciéndonos sentir aquella música con un arte y una gracia inexpresable. Oyéndola, yo me estremecía de placer, deslumbrado, fuera de mí y en el límite del entusiasmo. Y como estaba seguro de mi facilidad para retener los aires nuevos, por muy complicados que fuesen, no quise repetir inmediatamente delante del jeique hedjaziense la cantinela deliciosa y tan nueva para mí, que acababa él de hacerme oír. Me limité a darle las gracias, tras lo cual se volvió él a Medina, su país, mientras yo salía del palacio embriagado con aquella melodía… En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 987

           Llegada la noche 987, Schehrazada continuó su relato sobre el músico de Mossul: El jeique hedjaziense se volvió su país, mientras yo salía del palacio embriagado con aquella melodía.

           Al regresar a mi casa cogí mi laúd, que estaba colgado en la pared, y lo templé y armonicé las cuerdas y tonos en los más pequeños detalles. Pero, por Alah, cuando quise repetir la música de aquel aire hedjaziense que me había emocionado tanto, no pude recordar la menor nota, ni siquiera el tono en que fue cantado, yo, que de ordinario retenía cantilenas de cien coplas oídas casi sin atención. A la razón que había caído en mi memoria aquella música con un velo de algodón impenetrable, y a pesar de todos mis esfuerzos de memoria, no pude repetir lo que tanto me preocupaba.

           Desde entonces, me esforcé día y noche en llamar a mi memoria aquella música, pero sin ningún resultado. Me dediqué a recorrer Bagdad, Mossul, Bassra y todo el Irak, preguntando por aquella música y por aquel canto a todos los cantores más viejos y a todas las cantarinas más ancianas; pero no conseguí encontrar nadie que conociera aquel aire o que me informara respecto al modo de dar con él.

           Entonces, al ver que todas mis pesquisas eran inútiles, resolví hacer un viaje al Hedjaz, a través del desierto, para ir a Medina en busca del jeique hedjaziense, y rogarle que me cantara otra vez la cantinela de su abuelo. Cuando tomé esta resolución, me encontraba en Bassra (Basora) paseándome a orillas del río. Y he aquí que se me acercaron dos mujeres jóvenes vestidas con trajes discretos y ricos, aparentando ser mujeres de alto rango. Cogieron la brida de mi asno y le pararon, saludándome.

           Muy fastidiado y sin pensar más que en mi cantinela hedjaziense, les dije en tono perentorio: "Dejadme, dejadme". Y recogí la brida de mi asno. Pero he aquí que una de ellas, sin levantarse el velo del rostro, me sonrió tras él y me dijo: "Está bien, oh Ishak. Pero ¿cómo va tu ardor por la cantinela de Maabad el Hedjaziense, Oh hermosura de mi Molaikah? ¿Has cesado ya de recorrer el mundo en busca suya?". Antes que yo tuviese tiempo de reaccionar ante la sorpres, ella continuó: "oh Ishak, desde detrás de la celosía del harén te vi, cuando el jeique hedjaziense cantaba en presencia del califa y de El-Fadl, y el encanto de su melodía hacíate saltar y danzar a las cosas inanimadas. ¡Qué entusiasmado estabas, oh Ishak! Llevabas el compás con tus manos, meneando la cabeza y balanceándote dulcemente. Parecías ebrio. Estabas como loco".

           Al oír estas palabras, le exclamé: "Por la memoria de mi padre Ibrahim, te juro que estoy más loco ahora que nunca, por culpa de ese canto rico y hermoso. Oh Alah, ¿qué no daría yo por oírlo, incluso falseado, incluso truncado? ¡Una nota de ese canto por diez años de mi vida! Mira por dónde, hablándome de ello, acabas de atizar cruelmente el fuego de mis penas, y soplar en la brasa de mi desesperación". Y añadí: "Por favor, dejad que me vaya. Tengo prisa por preparar y organizar mi marcha inmediata al Hedjaz".

           Al oír estas palabras, y sin soltar la brida de mi asno, la joven se echó a reír con risa ruidosa, y me dijo: "¿Y si yo misma te cantara la cantinela hedjaziense, Oh hermosura de mi Molaikah? ¿Persistirías en partir para el Hedjaz?". Yo le contesté: "Por tu padre y por tu madre, oh hija de bien, ¡no tortures más a quien acecha la locura!".

           Acto seguido, y sujetando siempre la brida de mi asno, la joven entonó de pronto la cantinela que me tenía loco, con una voz y con un método mil veces más hermoso que cuando en otro tiempo la oí de boca del hedjaziense. ¡Y eso que estaba cantado a media voz! En el límite del transporte y de la dicha, sentí que una gran dulzura calmaba mi alma torturada. Me apeé precipitadamente de mi asno, me eché a los pies de la joven y le besé las iranos y la orla del traje. Y le dije: "oh mi señora, soy tu esclavo, comprado por tu generosidad. ¿Quieres aceptar mi hospitalidad? Tú me cantarás la cantinela de Molaikah, y yo te cantaré todo el día y toda la noche. ¡Todo el día y toda la noche!".

           Pero ella me contestó: "oh Ishak, conocemos tu carácter poco agradable, y tu avaricia por tus composiciones. Sí, sabemos que ninguna de tus discípulas ha recibido y aprendido de ti ni un solo canto. Lo que saben se lo has comunicado y enseñado por mediación de extraños, como Alawiah, El-Karah y Mukhrik. Pero de ti directamente, oh Ishak, celoso con exceso, nadie aprendió nunca nada". A lo que luego añadió: "Por tanto, como sé que no eres lo bastante amable para tratarnos debidamente, es inútil ir a tu casa. Y puesto que deseas aprender el aire de Molaikah, ¿para qué ir tan lejos? Te lo cantaré gustosa hasta que te lo sepas". Yo exclamé: "oh hija del cielo, yo verteré por ti mi sangre. Pero, ¿quién eres tú?, ¿cuál es tu nombre?"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 988

           Llegada la noche 988, Schehrazada continuó su relato sobre el músico de Mossul: Cuando le dije que yo vertería mi sangre por ella, ella me contestó: "Soy una simple cantarina entre las cantarinas, que comprende lo que dice el follaje al pájaro y la brisa al follaje. Me llamo Wahba, aquella de quien habla el poeta en la cantinela que lleva mi nombre". Y cantó: ¡Oh Wahba! ¡sólo a tu lado habitan las delicias y la alegría! ¡Oh Wahba! ¡cuán embalsamada estaba tu saliva, que nadie más que yo ha probado! ¡Rara como son raras las fuentes del desierto, no has venido más que una vez a ofrecerme la copa de tus labios! ¡Oh Wahba! ¡no incites al gallo que sólo pone un huevo en su vida! ¡Ven a perfumar la morada! ¡Tráeme la delicia más dulce que el azúcar, ese néctar transparente como la luz y más ligero que el karkafa y el khandaris!

           Aquella encantadora cantinela, cuyas palabras eran del poeta Farruge, tenía un aire delicado que había compuesto la propia Wahba. Y con aquel canto acabó de transportar mi razón. Tanto la supliqué, que hubo de aceptar el ir a mi casa con su hermana. Allí nos pasamos todo el día y toda la noche en el éxtasis del canto y de la música. "Fue para mí la cantarina más admirable que nunca había oído (continuó diciendo el músico de Mossul), y su amor me penetró hasta el alma. Acabó por darme ella también el don de su carne, como había hecho con el don de su voz. ¡Y adornó mi vida en el resto de mis años, que dichosamente me concedió el Retribuidor!".

           Terminado este relato del músico de Mossul, dijo Schehrazada al rey Schahriar: "He aquí ahora otra anécdota referente a las danzarinas de los califas". Y dijo:

HISTORIA DE LAS DOS DANZARINAS

           Había en Damasco, bajo el reinado del califa Abd El-Malek ben Merwán, un poeta-músico llamado Ibn Abu-Atik, que gastaba con locas prodigalidades cuanto le producían su arte y la generosidad de los emires, y de la gente rica de Damasco. Así que, no obstante las sumas considerables que ganaba, estaba en la inopia y a duras penas atendía a la subsistencia de su numerosa familia. Porque el oro en manos de un poeta, y la paciencia en el alma de un amante, son como el agua en una criba.

           El poeta tenía por amigo a un íntimo del califa, Abdalah el Chambelán. Y Abdalah, que ya se había interesado cien veces en favor del poeta a los notables de la ciudad, resolvió atraer sobre él incluso el favor del califa.

           Un día que el emir de los creyentes estaba en disposición propicia a ello, Abdalah abordó la cuestión, y le describió la pobreza y la indigencia de aquel a quien Damasco y todo el país de Scham consideraban como el poeta-músico más admirable de la época. A lo que el califa Abd El-Malek le contestó: "Puedes enviármelo".

           Abdalah se apresuró a ir a anunciar la buena nueva a su amigo, repitiéndole la conversación que acababa de tener con el califa. El poeta dio las gracias a su amigo, y fue a presentarse en palacio. Cuando lo introdujo, encontró al califa sentado entre dos soberbias danzarinas de pie, que se balanceaban dulcemente sobre su talle flexible, como dos ramas de ban, agitando cada una un abanico de hojas de palmera, con el cual refrescaban a su señor. En el abanico de la primera danzarinas estaban escritos, con letras de oro y azul, los versos siguientes: ¡El soplo que traigo es fresco y ligero, y juego con el pudor rosado de las que acaricio! ¡Soy un velo cándido que oculta el beso de las bocas enamoradas! ¡Soy un recurso precioso para la cantarina que abre la boca y para el poeta que recita versos! Y en el abanico de la segunda danzarina había escritos, también en letras de oro y azul, los versos siguientes: ¡Soy verdaderamente encantador en mano de las bellas, por lo que mi sitio predilecto es el palacio del Califa! ¡Renuncien a tenerme por amigo las que estén en desacuerdo con la gracia y la elegancia! ¡Pero también concedo con gusto mis caricias al jovenzuelo flexible y desenvuelto como una esclava hermosa!

           Cuando el poeta hubo contemplado a aquellas dos maravillosas muchachas, sintió un deslumbramiento y un estremecimiento profundo. De repente olvidó su miseria, sus tristezas, las privaciones de su familia y la cruel realidad. Y se creyó transportado en medio de las delicias del paraíso, entre dos huríes selectas. Su belleza le hizo olvidar a todas las mujeres pasadas, de las que le quedaba el recuerdo de ser feas y necias.

           Tras los homenajes y las zalemas, el califa dijo al poeta: "oh Ibn Abu-Atik, me ha impresionado la descripción que me ha hecho Abdalah de tu estado precario y de la miseria en que se encuentran sumidos los tuyos. Pídeme cuanto quieras, y te será concedido en esta hora y en este instante". El poeta, dominado por la emoción que le embargaba la vista de las dos danzarinas, no comprendió el sentido de las palabras del califa, ni de puso a pensar en dinero o riquezas. Porque en aquel momento dominaba su espíritu una sola idea: la belleza de las dos danzarinas, y el deseo de poseerlas para él solo, y de embriagarse con sus ojos y su influencia.

           Así que el poeta respondió a la proposición del califa: "Alah prolongue tus días, oh emir de los creyentes. Pero tu esclavo ya está colmado de los beneficios del Retribuidor. Es rico, no carece de nada y vive como un emir. Sus ojos están satisfechos, su espíritu está satisfecho, su corazón está satisfecho. Y por otra parte, hallándome, como me hallo aquí, en presencia del sol y entre estas dos lunas, aunque estuviera en la más negra de las miserias y en la inopia absoluta, me consideraría el hombre más rico del Imperio".

           El califa Abd El-Malek quedó extremadamente complacido de la respuesta, y al ver que los ojos del poeta expresaban vehementemente lo que no decía su lengua, se levantó y le dijo: "oh Ibn Abu-Atik, estas dos jóvenes que ves aquí, y que hoy mismo me ha regalado el rey de los rums, son propiedad legal tuya, y campo tuyo en adelante. Y puedes entrar en tu campo a tu antojo". Y se fue.

           El poeta asió rápidamente a las danzarinas y se las llevó a su casa.

           Algunos días después, cuando Abdalah estuvo de vuelta en palacio, el califa lo vio y le dijo: "oh Abdalah, la descripción que me hiciste respecto a la indigencia de ese poeta amigo tuyo adolecía de manifiesta exageración. Porque él me ha afirmado que era perfectamente dichoso y que no carecía de nada". Abdalah sintió que su rostro se cubría de confusión, y no supo qué pensar de aquellas palabras. Pero el califa repuso: "Sí, Abdalah. Por mi vida que ese hombre se hallaba en un estado de dicha como jamás lo vi en ninguna criatura". Y le repitió las hipérboles que le había endilgado el poeta-músico. Abdalah, medio enfadado, medio risueño, contestó: "Por tu cabeza, oh emir de los creyentes, que ha mentido impúdicamente. ¡En buena posición él! ¡Pero si es el hombre más miserable y más falto de todo! La contemplación de su mujer y de sus hijos haría temblar las lágrimas al borde de vuestros párpados. Créeme oh emir de los creyentes, que no hay en tu Imperio nadie que tenga más necesidad que él del más ínfimo de tus beneficios".

           Al oír estas palabras, el califa no supo qué pensar del poeta-músico. Y Abdalah, en cuanto terminó de ver al califa, se apresuró a ir a casa de Ibn Abu-Atik. Allí lo encontró probando el sabor de las dos danzarinas, una en su rodilla derecha y la otra en su rodilla izquierda, frente a una bandeja cubierta de bebidas... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 989

           Llegada la noche 989, Schehrazada continuó su relato sobre las dos danzarinas: Cuando Abdalah encontró a Ibn Abu-Atik con las dos hermosas danzarinas, le interpeló con acento de mal humor: "¿En qué estabas pensando, oh loco, para desmentir ante el califa mis palabras con respecto a ti? Me has ennegrecido el rostro hasta darle el color más sombrío". El poeta, en el límite del regocijo, le constestó: "Ah amigo mío, ¿quién podría pregonar pobreza o cantar miseria en la situación en que me encontré? Si lo hubiera hecho habría sido una indecencia suprema, tanto por estas dos huríes como por mi propio interés".

           Diciendo esto, tendió a su amigo una copa llena de líquido perfumado con almizcle y alcanfor, y le dijo: "Bebe, oh amigo mío, ante los ojos negros, los ojos negros de mi locura". Y, señalando a las dos magníficas danzarinas, añadió: "Estas dos bienaventuradas son mi propiedad y mi riqueza. ¿Qué más podré desear, a riesgo de ofender la generosidad del Retribuidor?".

           Abdalah se vio obligado a sonreír ante tanta ingenuidad, acercando la copa a sus labios y mientras el poeta-músico requirió su tiorba y, mediante unos repiqueteos, se puso a cantar: ¡Vivarachas, esbeltas y graciosas son las jovenzuelas! ¡Gacelas admirables, yeguas de flancos en tensión! ¡Sus hermosos senos redondos, hinchándose en su pecho, son dos copas de jade en un cielo luminoso! ¿Cómo no he de cantar? ¡Si a las montañas peladas se las hiciera beber lo que hacen beber estas gacelas, cantarían!

           En adelante, el poeta-músico continuó viviendo sin preocuparse del día siguiente, fiándose sólo del destino y del Dueño de las criaturas. Las dos danzarinas fueron su dicha el resto de su vida, y le sirvieron de consuelo en cuanto asomo a su vida algún día negro u oscuro.

           Terminado este relato de las dos danzarinas, Schehrazada dijo al rey Schahriar: "Ahora os contaré, oh mi señor, la historia que ocurrió con la crema de aceite de alfónsigos". Y dijo:

CUENTO DE LA CREMA DE ALFONSIGOS

           Bajo el reinado del califa Harún Al-Raschid, el kadí supremo de Bagdad era Yacub Abu-Yussef, el hombre más sabio y el jurisconsulto más profundo y más listo de su tiempo. Había sido el discípulo y el compañero más querido del imán Abu-Hanifah. Y dotado de la erudición más esclarecida, fue el primero que escribió, arregló y coordinó en un conjunto metódico y razonado la admirable doctrina instaurada por su maestro el imán. Una doctrina que, extractada así, fue la que en adelante sirvió de guía y de base al rito ortodoxo hanefita.

           Por sí mismo nos cuenta él la historia de su humilde origen, así como lo concerniente a una crema de alfónsigos y a una grave dificultad jurídica resuelta. Dice él:

           Cuando murió mi padre, que Alah tenga en su misericordia, yo no era más que un niño pequeño en el regazo de mi madre. Como éramos pobres y en mí estaba el único sostén de la casa, en cuanto crecí mi madre se apresuró a colocarme de aprendiz en la casa de un tintorero del barrio. Y así empecé a ganar pronto dinero, para alimentar a mi madre.

           Pero como Alah el Altísimo no había escrito en mi destino el oficio de tintorero, no podía yo decidirme a pasarme todos los días junto a las tinas de tinte. A menudo me escapaba de la tienda para ir a mezclarme con los oyentes que escuchaban la enseñanza religiosa del imán Abu-Hanifah, que Alah colme con sus dones más escogidos. Mi madre vigilaba mi conducta y me seguía frecuentemente, reprobando con violencia aquellas salidas, y muchas veces sacándome de la asamblea que escuchaba al venerable maestro. Me arrastraba de la mano, riñéndome y pegándome, y haciéndome volver por la fuerza a la tienda del tintorero.

           A pesar de aquellas persecuciones asiduas, y de aquellas regañinas por parte de mi madre, yo siempre encontraba medio para seguir con regularidad las lecciones del maestro venerado, que ya me conocía y me citaba por mi celo y ardor en la búsqueda de instrucción. De modo que un día, furiosa por mis escapatorias de la tienda del tintorero, mi madre se puso a gritar en medio del auditorio, escandalizado y dirigiéndose violentamente a Abu-Hanifah, al que insultó diciéndole: "Tú eres, oh jeique, el causante de la perdición de este niño, y de la segura caída en el vagabundaje de este huérfano sin recurso alguno. Porque yo no tengo más que el producto insuficiente de mi huso; y si este huérfano no gana algo por su parte, pronto nos moriremos de hambre. La responsabilidad de nuestra muerte recaerá sobre ti el día del Juicio".

           Mi venerado maestro no perdió nada de su tranquilidad ante tan violenta salida, y contestó a mi madre con voz conciliadora: "oh pobre mujer, Alah te colme con sus gracias. Pero nada temas. Este huérfano aprende aquí a comer en el futuro una crema de fina flor, preparada con aceite de alfónsigos". Al oír esta respuesta, mi madre quedó persuadida de que vacilaba la razón del venerable imán, y se marchó tras arrojarle una última injuria: "Abrevie Alah tus días, viejo chocho y sin razón". Y yo guardé en mi memoria aquellas palabras, de mi madre y del imán.

           Como Alah había puesto en mi corazón la pasión del estudio, esta pasión resistió a todo y acabó por triunfar en los obstáculos. El Donador me otorgó la ciencia y las ventajas que ésta proporciona, de modo que poco a poco fui ascendiendo en categoría, y acabé por alcanzar las funciones de kadí supremo de Bagdad. Y se me admitía en la intimidad del emir de los creyentes, Harún Al-Raschid, que con frecuencia me invitaba a compartir sus comidas.

           Un día, que estaba yo comiendo con el califa, he aquí que al final de la comida los esclavos trajeron una fuente grande donde temblaba una maravillosa crema blanca salpimentada de polvo de alfónsigos, y cuyo aroma, por sí solo, era el sumo gusto. El califa se encaró entonces conmigo, y me dijo: "oh Yacub, prueba esto. No sale tan bien a diario este manjar. Hoy está excelente". Yo pregunté: "¿Cómo se llama este manjar, oh emir de los creyentes? ¿Y con qué está preparado, para tener tan buena vista y un olor tan agradable?". Él me contestó: "Es una baluza preparada con crema, miel, flor fina de harina y aceite de alfónsigos... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 990

           Llegada la noche 990, Schehrazada continuó su relato sobre la crema de alfonsigos: Al oír que era una baluza preparada con crema de alfónsigos, recordé las palabras de mi venerado maestro, que así había predicho lo que debía acontecerme. Y a este recuerdo, no pude por menos que sonreír.

           El califa, entonces, me dijo: "¿Qué te incita a sonreír, oh Yacub?". Yo contesté: "Nada malo, oh emir de los creyentes. Es un simple recuerdo de mi infancia que se cruza por mi espíritu, y le sonrío a su paso". Él me dijo: "Date prisa en contármelo. Persuadido estoy de que será provechoso escucharlo".

           Para satisfacer el deseo del califa, le conté mi iniciación en el estudio de la ciencia, mi asiduidad en seguir la enseñanza de Abu-Hanifah, la desesperación de mi pobre madre al verme desertar de la tintorería, y la predicción del imán con respecto a la baluza con crema y aceite de alfónsigos. Harún quedó encantado de mi relato, y concluyó: "Sí, ciertamente, el estudio y la ciencia dan siempre sus frutos, y son numerosas sus ventajas en el dominio humano y en el dominio de la religión. En verdad que el venerable Abu-Hanifah predecía con precisión y veía con los ojos de su espíritu lo que los demás hombres no podían ver con los ojos de su cabeza. ¡Alah le colme con sus misericordias!".

           Esto es lo referente a la baluza de crema y aceite de alfónsigos, pero he aquí ahora lo referente a la dificultad jurídica resuelta:

           Encontrándome un día fatigado, me metí temprano en la cama. Ya me había dormido profundamente, cuando llamaron a golpazos en mi puerta. A toda prisa me levanté al oír el ruido, me abrigué los riñones con mi izar de lana, y fui a abrir yo mismo. Reconocí entonces a Harthamah, el eunuco de confianza del emir de los creyentes. Y le saludé. Pero él, sin perder tiempo en devolverme la zalema, lo cual me sumió en una gran turbación y me hizo presagiar sombríos acontecimientos por lo que a mí afectaba, me dijo con acento perentorio: "Ven en seguida a ver a nuestro amo el califa, que desea hablarte".

           Tratando dominar mi turbación, y procurando descifrar algo del asunto, le contesté: "oh querido Harthamah, me hubiera gustado ver que tenías más consideraciones con un anciano enfermo como yo. La noche está ya muy avanzada, y no creo que realmente se trate de un asunto tan grave como para necesitar que vaya yo ahora al palacio del califa. Te ruego, pues, que esperes hasta mañana. Y desde ahora hasta entonces ya se habrá olvidado el asunto o cambiado de opinión el emir de los creyentes". A lo que él me contestó: "Por Alah, que no puedo diferir hasta mañana la ejecución de la orden que se me ha dado". Yo pregunté: "¿Puedes decirme, al menos, oh Harthamah, para qué me llama?". El contestó: "Ha venido su servidor Massrur a buscarme, corriendo y sin aliento, y me ha ordenado sin ninguna explicación que te llevara en seguida a las manos del califa".

           En el límite de la perplejidad, dije entonces al eunuco: "oh Harthamah, ¿permitirás, por lo menos, que me lave rápidamente y me perfume un poco? Porque si se trata de un asunto grave, así estaré arreglado como es debido".

           Cuando el eunuco accedió a mi deseo, subí a lavarme y a ponerme ropa adecuada, y a perfumarme lo mejor que pude. Luego bajé a reunirme con el eunuco, y salimos a buen paso. Al llegar a palacio vi que Massrur nos esperaba a la puerta. Y Harthamah le dijo, designándome: "He aquí al kadí". Massrur me dijo: "¡Ven!". Y le seguí. Mientras le seguía, le dije: "oh Massrur, tú, que ya sabes cómo sirvo a nuestro amo el califa, y a los miramientos que se deben a un hombre de mi edad y de mi cargo, y que no ignoras la amistad que siempre te he profesado, supongo que querrás decirme por qué me hace venir el califa a hora tan tardía de la noche". Massrur me contestó: "Ni yo mismo lo sé". Y le pregunté, más azorado que nunca: "¿Podrás decirme, al menos, quién hay con él?". Massrur me contestó: "No hay más que una persona: Issa, el Chambelán, y en la habitación contigua la esposa del chambelán".

           Entonces, renunciando a comprender más, dije: "Confío en Alah, pues no hay recurso ni fuerza más que Alah el Todopoderoso y el Omnisciente". Llegado que hube al cuarto que precedía a la habitación en que por lo general estaba el califa, hice oír el movimiento de mi andar y el ruido de mis pasos. Y el califa preguntó desde dentro: "¿Quién hay en la puerta?". Yo contesté al punto: "Tu servidor Yacub, oh emir de los creyentes". La voz del califa me dijo: "¡Entra!".

           Y entré. Encontré a Harún sentado, con el chambelán Issa a su derecha. Y avancé con la zalema. Con gran satisfacción para mí, el califa me devolvió la zalema, y luego me dijo sonriendo: "¿Te hemos inquietado, molestado, o acaso asustado?". Yo contesté: "Solamente, oh emir de los creyentes, nos habéis asustado a mí y a los que he dejado en casa. ¡Por la vida de tu cabeza, que todos estábamos azorados!". El califa me dijo con bondad: "Siéntate, oh padre de la ley". Y me senté, libre de mis aprensiones y del miedo. Al cabo de algunos instantes, el califa me dijo: "oh Yacub, ¿sabes por qué te hemos llamado aquí a esta hora de la noche?". Yo contesté: "No lo sé, oh emir de los creyentes!". Él me dijo: "Escucha, pues". Y mostrándome a su chambelán Issa, me dijo: "Te he hecho venir oh Abu-Yussef, para ponerte por testigo del juramento que voy a prestar. Has de saber que Issa, a quien ves aquí, tiene una esclava. Yo he pedido a Issa que me la ceda, pero él se ha excusado. Le he pedido entonces que me la venda, pero él se ha negado. Pues bien; ante ti, oh Yacub y kadí supremo, juro por el nombre de Alah el Exaltado que, si Issa persiste en no cederme a su esclava, de una manera o de otra, le haré matar sin remisión al instante".

           Entonces yo, seguro del todo por lo que a mí afectaba, me encaré en actitud severa con Issa, y le dije: "¿Qué cualidades ha dado Alah a esa muchacha, esclava tuya, para que no quieras cedérsela al emir de los creyentes? ¿No ves que con tu negativa te pones en la situación más humillante, y te degradas y te rebajas?". Sin mostrarse conmovido por mis exhortaciones, Issa me dijo: "oh nuestro señor kadí, odiosa es la precipitación de los juicios. Antes de hacerme observaciones deberías inquirir el motivo que ha dictado mi conducta". Yo le dije: "Sea, pues. Pero, ¿puede haber un motivo justificado para semejante negativa?".

           Él me contestó: "Sí. Un juramento no puede en ningún caso declararse nulo si se ha prestado con plena conformidad y en plena lucidez de espíritu. Y yo tengo como impedimento la fuerza de un juramento solemne. Porque he jurado, por el triple divorcio y la promesa de libertar cuantos esclavos de ambos sexos tengo en mi mano, y distribuir todos mis bienes y riquezas a los pobres y a las mezquitas, que a la joven en cuestión no vendería ni daría nunca"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 991

           Llegada la noche 991, Schehrazada continuó su relato sobre la crema de alfonsigos: Al oír el juramento y promesas de Issa, el califa se encaró conmigo, y me dijo: "oh Yacub, ¿hay medio de resolver esta dificultad?". Yo contesté sin vacilar: "Claro que sí, oh emir de los creyentes". Él me preguntó: "¿Y cómo?". Yo dije: "La cosa es muy sencilla. Para no faltar a su juramento, Issa te dará de regalo la mitad de la joven esclava que deseas, y te venderá la otra mitad. Y de esa manera quedará en paz con su conciencia, pues no te habrá dado ni te habrá vendido a la joven".

           Al oír estas palabras, Issa se encaró conmigo, y muy dubitativo me dijo: "¿Y es lícito ese proceder, oh padre de la ley? ¿Es aceptable por la ley?". Yo contesté: "¡Sin duda alguna!". Entonces alzó la mano incontinente, y me dijo: "Pues bien; te pongo por testigo, oh kadí Yacub, de que, pudiendo así descargar mi conciencia, doy al emir de los creyentes la mitad de mi esclava, y le vendo la otra mitad por la suma de cien mil dracmas de plata que me ha costado entera". A lo que Harún exclamó al punto: "Acepto el regalo, pero compro la segunda mitad por cien mil dinares de oro". Y añadió: "Que me traigan ahora mismo a la joven".

           En seguida fue Issa a la sala de espera en busca de su esclava, al mismo tiempo que traían los sacos con los cien mil dinares de oro. Y al punto introdujo a la joven su amo, que dijo: "Tómala, oh emir de los creyentes, y que Alah te cubra con sus bendiciones junto a ella. Es cosa tuya y propiedad tuya". Y tras recibir los cien mil dinares, salió del palacio.

           Entonces el califa se volvió hacia donde yo estaba, y me dijo con aire preocupado: "oh Yacub, todavía queda por resolver otra dificultad. Y me parece ardua la cosa". Yo pregunté: "¿Qué dificultad es ésa, oh emir de los creyentes?". El dijo: "Como ha sido esclava de otro, esta joven debe esperar un número previsto de días antes de pertenecerme, a fin de que tenga la certeza de no ser madre por influencia de su primer amo. Pero si no estoy con ella esta misma noche, tengo la seguridad de que me estallará de impaciencia el hígado, y moriré indudablemente".

           Entonces, tras reflexionar un instante, le contesté: "La solución de la dificultad es muy sencilla, oh emir de los creyentes. Esa ley no reza más que con la mujer esclava, pero no previene días de espera para la mujer libre. Liberta, pues, a esta esclava, y cásate con ella cuando sea mujer libre". Con el rostro transfigurado de alegría, exclamó Al-Raschid: "¡Liberto a mi esclava!". Y luego me preguntó: "Pero, ¿quién va a casarnos legalmente, a hora tan tardía? Porque quiero estar con ella ahora, en seguida". Yo contesté "Yo mismo, oh emir de los creyentes. Yo mismo os casaré legalmente ahora".

           Llamé para testigos a los dos servidores del califa, Massrur y Hossein. Y cuando estuvieron presentes, recité las plegarias y las fórmulas de invocación, dije la alocución ritual y, después de dar gracias al Altísimo, pronuncié las palabras de unión. Y estipulé que el califa pagara a la novia su dote nupcial, que fijé en la suma de veinte mil dinares.

           Cuando trajeron aquella suma y se la entregaron a la desposada, me dispuse a retirarme. Pero el califa alzó la cabeza hacia su servidor Massrur, quien dijo al punto: "A tus órdenes, oh emir de los creyentes". Y Harún le dijo: "Lleva en seguida a casa del kadí Yacub, por las molestias que le hemos causado, la suma de doscientos mil dracmas y veinte ropones de honor". Yo salí después de dar las gracias, dejando a Harún en el límite del júbilo. Y se me acompañó a mi casa con el dinero y los ropones.

           Y he aquí que, en cuanto llegué a mi casa, vi entrar a una dama anciana, que me dijo: "oh Abu-Yussef, seas bienaventurado por quien acabas de libertar, y unir en alianza con el califa, dándole por ello el título de esposa del emir de los creyentes. Porque ella hija tuya es, y me envía a prestarte sus zalemas y sus votos. Y ruega que aceptes la mitad de la dote nupcial que le ha entregado el califa. Se excusa por no poder corresponder de mejor manera por el momento, en vista de lo que has hecho por ella. Pero, ¡inschalah!, algún día podrá mostrarte mejor aún su gratitud". Diciendo esto, la anciana dama puso ante mí diez mil dinares de oro, que eran la mitad de la dote pagada a la joven, me besó la mano y se fue por su camino.

           "Yo di gracias al Retribuidor por sus beneficios (continuó diciendo el kadí Abu-Yussef), y por haber tornado aquella noche la perplejidad de mi espíritu en alegría y en contento. Y bendije en mi corazón la memoria venerada de mi maestro Abu-Hanifah, cuya enseñanza me inició en todas las sutilezas del código canónico y del código civil".

           Terminado este relato de la crema de alfonsigos, Schehrazada dijo al rey Schahriar: "Ahora os contaré, oh mi señor, la historia de la joven de la fuente". Y dijo:

HISTORIA DE LA JOVEN DE LA FUENTE

           Cuando recayó el poder califal en Al-Mamún, hijo de Harún Al-Raschid, aquello fue una bendición para el Imperio. Porque Al-Mamún, que sin disputa fue el califa más brillante y más ilustrado entre todos los abbassidas, fecundó las comarcas musulmanas con la paz y la justicia, protegió eficazmente a los sabios y a los poetas, y lanzó a nuestros padres árabes al meidán de las ciencias.

           A pesar de sus inmensas ocupaciones y de sus jornadas invertidas en el trabajo y el estudio, Al-Mamún sabía también disponer de horas para los regocijos, las alegrías y los festines, beneficiando en mucho a los músicos y las cantarinas. De entre todas las mujeres, sabía escoger para sí mismo a las más inteligentes, más ilustradas y más bellas de su tiempo, para que fuesen sus esposas y las madres de sus hijos.

           He aquí un ejemplo, uno entre veinte, de la manera como se conducía Al-Mamún para fijar su predilección en una mujer y escogerla para esposa:

           Un día, en efecto, volviendo el califa de una montería con la escolta de jinetes, llegó a una fuente. Había allí una joven árabe que disponíase a cargar en sus hombros un odre que acababa de llenar en la fuente. Aquella joven estaba dotada por su Creador de una talla encantadora de cinco palmos, y de un pecho moldeado en el molde de la perfección; y en cuanto a lo demás, era semejante a una luna llena en una noche de luna llena... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 992

           Llegada la noche 992, Schehrazada continuó su relato sobre la joven de la fuente: Aquella joven estaba dotada por su Creador de una talla encantadora, semejante a una luna llena en una noche de luna llena.

           Cuando la joven vio llegar a aquella tropa de jinetes, se apresuró a cargarse el odre al hombro y a retirarse. Pero en su precipitación no tuvo tiempo de atar bien la boca del cuello del odre, con lo que ésta se le desató a los pocos pasos, y se salió el agua del odre con estrépito. La joven, entonces, se puso a gritar hacia donde se alzaba su vivienda: "¡Padre mío, padre mío, ven a tapar la boca del odre! ¡Me ha fallado la boca, ya no puedo dominar la boca!".

           Fueron dichas estas tres indicaciones por la joven con una selección de palabras tan elegantes, y una entonación tan encantadora, que el califa, maravillado, se paró en seco. Y mientras la joven, sin ver llegar a su padre, tapaba el odre para no mojarse, el califa avanzó hacia ella y le dijo: "oh niña, ¿de qué tribu eres?". Su voz deliciosa contestó: "Soy de la tribu de los Bani-Kilab". Al-Mamún, que sabía muy bien que aquella tribu de los Bani-Kilab era una de las más nobles entre los árabes, quiso hacer un juego de palabras para poner a prueba el carácter de la joven: "¿Y cómo se te ha ocurrido, oh hermosa niña, pertenecer a una tribu de hijos de perra?".

           La joven miró al califa con aire burlón, y contestó: "¿Y no conoces tú el significado de esas palabras, oh extranjero? Pues que sepas que la tribu de los Bani-Kilab, de la que soy hija, es la tribu de los que saben ser generosos y sin reproche, de los que saben ser magníficos con los extranjeros, y de los que saben dar buenos sablazos si hay necesidad". A lo que luego añadió: "¿Y cuáles son tu linaje y tu genealogía, oh caballero que no eres de aquí?".

           El califa, cada vez más maravillado del giro de lenguaje de la joven, le dijo, sonriendo: "¿Acaso tienes tú, además de tus encantos, conocimientos de genealogía, oh hermosa niña?". Ella le incitó: "¡Contesta a mi pregunta y lo verás!". Y Al-Mamún, enardecido por el juego, se dijo: "Voy a ver si, en efecto, esta árabe conoce nuestro origen". Y dijo: "Pues bien: has de saber que soy del linaje de los Mudharidas".

           La joven árabe, que sabía que el origen del apelativo mudharidas venía del color rojo de la tienda de cuero que en los tiempos antiguos poseía Mudlar, padre de todas las tribus mudharidas, no se mostró sorprendida de las palabras del califa, y le dijo: "Está bien; pero dime de qué tribu de los mudharidas eres". Él contestó: "De la más ilustre, la más excelente en paternidad y maternidad, la más grande en antepasados gloriosos, y la más respetada entre los mudharidas". Ella dijo: "Entonces, ¿eres de la tribu de los kinanidas?". A lo que Al-Mamún, sorprendido, contestó: "Es verdad, soy de la tribu de los Bani-Kinanah". Ella sonrió, y le preguntó: "Pero, ¿a qué rama de los kinamidas perteneces?". El califa contestó: "A aquella cuyos hijos son los más nobles de sangre, los más puros de origen, los de manos más generosas, los más temidos y reverenciados entre sus hermanos".

           Ella replicó, sin cortarse para nada: "Por esas señas, más bien me parece a mí que tú eres de los Koreischidas". Y Al-Mamún, cada vez más maravillado, contestó: "Tú lo has dicho: soy de los Bani-Koreich". A lo que ella repuso: "Pero los koreischidas son numerosos. ¿De qué rama eres tú?". El califa contestó: "De aquella sobre la que ha descendido la bendición". A lo que la joven exclamó: "Por Alah, ¿eres tú eres de los descendientes de Haschem el Koreischida, bisabuelo del Profeta, con quien esté la plegaria y la paz?".

           Al-Mamún le contestó que sí, que era haschemida, de la familia más venerada por cuantos creyentes hay sobre la tierra, a lo que la joven se postró de pronto en tierra y besó la tierra entre las manos de Al-Mamún, exclamando: "¡Homenaje y veneración al emir de los creyentes, al vicario del Señor del Universo, al glorioso Al-Mamún el Abbassida!".

           El califa quedó asombrado, profundamente conmovido, y exclamó en medio de una alegría indecible: "Por el Señor de la Kaaba y por los méritos de mis gloriosos antepasados, que te quiero por esposa, oh admirable niña. Tú eres el bien más precioso que estaba escrito en mi destino, y"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 993

           Llegada la noche 993, Schehrazada continuó su relato sobre la joven de la fuente: Al punto hizo llamar el califa al padre de la joven, el cual era precisamente el jeique de la tribu. Y le pidió en matrimonio a la admirable niña.

           Cuando obtuvo su consentimiento, le ofreció cien mil dinares de oro como dote nupcial de su hija, y le inscribió a su nombre la renta de los impuestos de cinco años de todo el Hedjaz.

           El matrimonio de Al-Mamún con la noble joven se celebró con una pompa que no había tenido igual ni siquiera bajo el reinado de Al-Raschid. Y la noche de bodas, Al-Mamún hizo que la madre derramase en la cabeza de la hermosa niña mil perlas contenidas en una bandeja de oro. Además, hizo quemar en la cámara nupcial una inmensa antorcha de ámbar gris que pesaba cuarenta minas, y se había comprado con la suma que produjeron los impuestos de Persia de un año. Y Al-Mamún fue todo corazón y todo apego para su esposa árabe. Ella le dio un hijo, que llevó el nombre de Abbas. Y se la contó en el número de las mujeres más asombrosas, más instruidas y más elocuentes del Islam.

           Tras contar la historia de la esposa de Al-Mamún, Schehrazada dijo al rey Schahriar: "Voy a deciros ahora, oh mi rey amado, otro rasgo de la vida del califa Al-Mamún, pero muy distinto al anterior". Y dijo:

HISTORIA DE UNA INSISTENCIA

           Cuando Al-Mamún derrotó a su hermano y califa Mohammad El-Amín, éste hijo de Al-Raschid y Zobeida, y áquel hijo de Al-Raschid y la esclava Marahil, cuantas provincias habían acatado a El-Amín se apresuraron a someterse a Al-Mamún, y el general supremo de Al-Mamún se apresuró a dar muerte a El-Amín.

           Al-Mamún inauguró su reinado con amplias medidas de clemencia para sus antiguos enemigos, y tenía la costumbre de decir: "Si mis enemigos conocieran la bondad de mi corazón, vendrían todos a entregarse a mí, declarando sus crímenes".

           Pero he aquí que la mano directora de todos los sinsabores que se habían hecho sufrir a Al-Mamún, en vida de su padre Al-Raschid y de su hermano El-Amín, no era otra que la de la propia Sett Zobeida, esposa de Al-Raschid. Así que cuando Zobeida se enteró del fin lamentable de su hijo, pensó refugiarse en el territorio sagrado de la Meca, para rehuir la venganza de Al-Mamún y tomarse tiempo suficiente para ver qué partido tomar. Tras mucho tiempo de deliberación, decidió Zobeida entregar su suerte a las manos de aquel a quien había hecho desheredar, y gustar durante largo tiempo la amargura de la mirra. Y le escribió la carta siguiente: "Toda culpa mía, oh emir de los creyentes, resulta poca cosa comparada con tu clemencia, y todo crimen mío se torna en simple error ante tu magnanimidad. La que te envía esta súplica te ruega que recuerdes cara mi memoria, te apiades de mi desamparo y seas misericordioso con quien no merece misericordia, de acuerdo con tu espíritu. Oh hijo de tu padre, acuérdate de tu padre, y no cierres tu corazón a la plegaria de la viuda abandonada".

           Cuando el califa Al-Mamún tuvo conocimiento de la carta de Zobeida, se apiadó en su corazón y quedó profundamente conmovido; y lloró por la fúnebre suerte de su hermano El-Amín, y por el estado lamentable de la madre de El-Amín. Luego se levantó, y contestó a Zobeida lo que sigue: "Tu carta, oh madre mía, ha llegado adonde tenía que llegar, y ha encontrado mi corazón desmenuzado de pena por tus desdichas. Alah es testigo de que mis sentimientos son, respecto a la viuda de aquel cuya memoria nos es sagrada, los sentimientos de un hijo para con su madre. Nada puede la criatura contra los designios del destino, pero yo he hecho lo que pude por atenuar tus dolores. Acabo, en efecto, de dar orden para que se te restituyan tus dominios confiscados, tus propiedades, tus bienes y cuanto te arrebató la suerte contraria, oh madre mía. Y si quieres volver en medio de nosotros, encontrarás de nuevo tu antiguo estad,o y el respeto y la veneración de todos tus súbditos. Sabe, oh madre mía, que no has perdido más que el rostro del que se halla en la misericordia de Alah. Porque en mí te queda un hijo más afectuoso de lo que nunca desearas. Sean contigo la paz y la seguridad"... En este momento de su narración, Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 994

           Llegada la noche 994, Schehrazada continuó su relato del general insistente: Cuando Zobeida leyó la carta de su ahijado, fue con los ojos llenos de lágrimas a arrojarse a sus pies. Al verla llegar, Al-Mamún se levantó en su honor y le besó la mano, llorando en su seno. Luego le devolvió todas sus antiguas prerrogativas de esposa de Al-Raschid y de princesa de sangre abbassida, y la trató hasta el fin de su vida como si hubiese sido él el hijo de sus entrañas.

           Pero Zobeida no olvidaba lo que había sido de su hijo y califa del Islam, y las torturas de su corazón al tener noticia de su muerte. Y hasta el fondo de su pecho guardó un rencor que, por muy cuidadosamente oculto que mantuviera, no escapaba a la perspicacia de Al-Mamún.

           Un día, en efecto, habiendo entrado Al-Mamún en el aposento de Zobeida, la vio de pronto mover los labios y murmurar algo, mirándole fijamente a los ojos. Como el califa no alcanzaba a entender lo que pronunciaba entre sus dientes, le dijo: "oh madre mía, me parece que te dedicas a maldecirme, pensando en tu hijo asesinado por los herejes persas, y en mi advenimiento al trono que ocupaba él. Y sin embargo, sólo Alah ha dictado nuestros destinos".

           A lo que Zobeida repondió, algo escandalizada: "Por la memoria de tu padre, oh emir de los creyentes, que lejos de mí tales tendencias". Al-Mamún le preguntó: "Entonces, ¿puedes decirme qué murmurabas entre dientes, mirándome fijamente cuando entré?".

           Ella bajó la cabeza, como no queriendo hablar. Pero por respeto a su interlocutor, contestó: "Excúseme el emir de los creyentes, y dispénseme de decirle el motivo de lo que me pregunta". A lo que Al-Mamún siguió insistiendo una y otra vez, hasta que su madrastra Zobeida contestó: "Maldigo la insistencia de los inoportunos, y murmuro pidiendo a Alah que confunda a los afligidos del vicio de la insistencia".

           Al oír esa respuesta, Al-Mamún le preguntó: "¿Y con qué motivo lanzabas esa reprobación?". A lo que Zobeida contestó: "Ya que quieres saberlo, helo aquí: Has de saber, oh emir de los creyentes, que cuando éramos todavía jóvenes, un día jugué una partida al ajedrez con tu padre Al-Raschid, y perdí. Tu padre me impuso la penitencia de dar la vuelta al palacio y a los jardines, completamente desnuda y a media noche. A pesar de mis ruegos y súplicas, él insistió singularmente en hacerme pagar aquella apuesta, sin querer aceptar otra sentencia. Yo me vi obligada a ponerme desnuda y a cumplir mi penitencia. Y cuando acabé, estaba loca de rabia y medio muerta de cansancio y frío. Pero al día siguiente le gané al ajedrez, y a la sazón me tocó a mí imponer las condiciones. Después de reflexionar un instante, y buscar en mi espíritu lo que pudiese ser para él más desagradable, le condené a que pasara la noche en brazos de la esclava más fea y sucia entre las esclavas de la cocina. Y como la que reunía aquellas condiciones era la esclava llamada Marahil, se la indiqué como expiación de su derrota. Para cerciorarme de que las cosas ocurrirían sin trampas por su parte, yo misma le conduje al cuarto fétido de la esclava Marahil, y le obligué a echarse a su lado y hacer con ella durante toda la noche lo que tanto le gustaba hacer con las hermosas concubinas que yo le regalaba tan a menudo. Pasada la noche, por la mañana encontré a tu padre en un estado lamentable, y con un olor espantoso. Y ahora debo decirte, oh emir de los creyentes, que tú naciste de esa cohabitación de tu padre con aquella esclava horrible, y de sus volteretas con ella en el cuarto contiguo a la cocina. Así fue tu venida al mundo, para perdición de mi hijo El-Amín y para todas las desdichas que se abatieron sobre nuestra raza desde ese día. Pero nada de eso hubiera sucedido si no hubiese obligado yo tanto a tu padre a revolcarse con aquella sucia esclava. Este es, oh emir de los creyentes, el motivo que me hacía murmurar maldiciones contra la insistencia y contra los inoportunos".

           Cuando hubo oído todo aquello, Al-Mamún se apresuró a despedirse de Zobeida para ocultar su confusión. Y se retiró, diciéndose: "Por Alah, que merezco la lección que acaba de darme. Porque si no fuese por mi insistencia, no conocería aquel incidente desagradable".

           Cuando Schehrazada terminó de contar la historial del califa Al-Mamún, dijo al rey Schahriar: "oh, mi rey amado, que haya podido yo servir de intermediaria entre la ciencia y vuestros oídos. Ahí tenéis parte de las riquezas que, sin gastos ni peligros, se pueden acumular dedicándose a los libros y al cultivo del estudio. No os diré más por hoy. Pero en otra ocasión, ¡inschalah!, os mostraré otra fase de las maravillas que nos han sido transmitidas, como la herencia más preciosa de nuestros padres".

           Tras de hablar así, Schehrazada dio a cada uno de los presentes cien monedas de oro y una pieza de tela de valor, para recompensarles por su atención y corresponder a su celo por instruirse. Y luego los regaló con una espléndida cena, añadiendo a todos los presentes que "hay que estimular las buenas disposiciones, y facilitar el camino a las gentes bien intencionadas".

           Tras lo cual, el rey Schahriar quedó impresionado y le dijo: "oh Schehrazada, cuánto me has instruido. Pero para terminar quiero que me hables del visir Giafar. Porque hace ya mucho tiempo que anhelo oírte contar cuanto sepas respecto a él. Porque en verdad que ese visir se parece extraordinariamente a mi gran visir y padre tuyo. Por eso quiero con tanto ahínco saber por ti la verdad de su historia, con todos sus detalles, y ya que debe ser admirable".

           A lo que Schehrazada bajó la cabeza y contestó: "Alah aleje de nosotros la desgracia y la calamidad, oh rey del tiempo, y tenga en su compasión a Giafar el Barmakida, y a toda su familia. Por favor, dispénsame de contarte su historia, porque está llena de lágrimas. ¡Ay, quién no llorará el relato del fin de Giafar, de su padre Yahía, de su hermano El-Fadl y de todos los Barmakidas! En verdad, que su fin es lamentable, y al mismo tiempo te enternecería". A lo que el rey Schahriar contestó: "¡Cuéntamelo todo, oh Schehrazada! Y aleje Alah de nosotros al Maligno y la desgracia".

           Entonces, comenzó a decir Schehrazada: "He aquí, oh rey afortunado, una historia llena de lágrimas, que señala al reinado del califa Harún Al-Raschid con una mancha de sangre que no podrían lavar ni los cuatro ríos...".

           Cuando Schehrazada terminó el relato sobre el visir Giafar (su padre), se percató que el rey Schahriar estaba profundamente entristecido con el relato, y se apresuró a contar entonces una tierna historia, sobre el príncipe Jazmín y la princesa Almendra. Dijo:

HISTORIA DEL PRÍNCIPE JAZMÍN Y LA PRINCESA ALMENDRA

           Cuentan que, en un país entre los países musulmanes, había un viejo rey cuyo corazón era como el Océano, cuya inteligencia era igual a la de Aflatún, cuyo natural era el de los Cuerdos, cuya gloria superaba a la de Faridún, cuya estrella era la propia estrella de Iskandar, y cuya dicha era la de Khosroes Anuchirwán. Y tenía siete hijos brillantes, parecidos a los siete fuegos de las Pléyades. Pero el más pequeño era el más brillante y el más hermoso. Era rosado y blanco, y se llamaba príncipe Jazmín.

           En verdad que se desvanecerían en su presencia el lirio y la rosa. Porque tenía un talle de ciprés, un rostro de tulipán fresco, cabellos de violeta, bucles almizclados que hacían pensar en mil noches oscuras, una tez de ámbar rubio, dardos curvos por pestañas, rasgados ojos de narciso; y sus labios encantadores eran dos alfónsigos. En cuanto a su frente, con su brillo daba vergüenza a la luna llena, cuyo rostro embadurnaba de azul; y de su boca con dientes de pedrería, con lengua de rosa, fluía un lenguaje dulce que hacía olvidar la caña de azúcar. Así formado, y vivaracho e intrépido, resultaba un ídolo de seducción para los ojos de los amantes. De los siete hermanos, el príncipe Jazmín era el encargado de guardar el innumerable rebaño de búfalos del rey Nujum-Schah. Y su morada eran las vastas soledades y los prados.

           Un día, estaba el príncipe Jazmín sentado y tañendo la flauta mientras cuidaba de sus animales, cuando vio avanzar hacia él a un venerable derviche, que, después de las zalemas, le rogó ordeñara un poco de leche para dársela. Le contestó, entonces, el príncipe Jazmín: "oh santo derviche, soy presa de una pena punzante por no poder satisfacerte. Porque he ordeñado a mis búfalos esta mañana, y claro es que no puedo aplacar tu sed en este momento". El derviche le dijo: "A pesar de todo, invoca sin tardanza el nombre de Alah, y ve a ordeñar de nuevo a tus búfalos. Y descenderá la bendición".

           El príncipe contestó con el oído y la obediencia, y estrujó la teta del animal más hermoso, pronunciando la fórmula de la invocación. Y descendió la bendición, y el vaso se llenó de leche azulada y espumosa. El hermoso Jazmín se la llevó presto al derviche, y éste bebió para aplacar su sed, y se sació.

           Entonces se encaró el derviche con el joven príncipe: "oh niño delicado, no has alimentado una tierra infecunda, y nada más ventajoso para ti que lo que acaba de ocurrir. Has de saber, en efecto, que vengo a ti en calidad de mensajero del amor. Y ya veo que verdaderamente mereces el don del amor, que es el primero de los dones y el último, según el proverbio: ¡Cuando no existía nada, el amor existía; y cuando nada quede, quedará el amor! ¡Es el primero y el último! ¡Este es el punto de la verdad; es lo que por encima de todo se puede decir! ¡Lo que acompaña el ángel de la tumba! ¡Es la hiedra que se une al árbol y bebe su verde vida en el corazón que devora!

           Tras recitar y cantar el redrán, continuó diciendo el viejo derviche: "Sí, hijo mío, vengo a tu corazón en calidad de mensajero del amor; pero no me ha enviado nadie más que yo mismo. Atravesé llanuras y desiertos en busca del ser perfecto que mereciera acercarse a la férica joven que me fue dada, al pasar esta mañana por un jardín. Has de saber, oh muchacho ligero como el céfiro, que en el reino limítrofe de tu padre, Nujum-Schah, vive en espera del jovenzuelo de sus sueños, y en espera tuya, oh Jazmín. Ella es una hurí de raza real, de rostro de hada, vergüenza de la luna, una perla única en el joyel de la excelencia, una primavera de lozanía, un nicho de belleza. Su cuerpo delicado color de plata está moldeado como el boj; un talle tan fino como un cabello; un porte de sol; unos andares de perdiz. Su cabellera es de jacintos; sus ojos hechiceros son cual los sables de Ispahán; sus mejillas son como, en el Korán, el versículo de la Belleza; sus cejas arqueadas, como la surata del cálamo; su boca, tallada en un rubí, es asombrosa; una manzanita con un hoyuelo en su mentón, y el grano de belleza que lo adorna es un remedio contra el mal de ojo. Sus orejas pequeñísimas no son orejas, sino minas de gentileza, y llevan, a manera de pendientes, corazones enamorados; y el anillo de su nariz -una avellana- obliga a la luna llena a ponerse al cuello el gancho de la esclavitud. En cuanto a la planta de sus dos piececitos, es de lo más encantadora. Su corazón es un pomo de esencia sellado, y su espíritu está dotado del don supremo de la inteligencia. Si ella avanza, se promueve el tumulto de la Resurrección. Ella es la hija del rey Akbar, y se llama princesa Almendra; ¡benditos sean los hombres que designan a criaturas semejantes!".

           Tras terminar de hablar el viejo derviche, respiró prolongadamente y añadió: "Pero he he decirte, oh jovenzuelo, que esa joven"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 999

           Llegada la noche 999, Schehrazada continuó su relato sobre el príncipe Jazmín: Tras respirar profundamente, el viejo derviche añadió: "Pero debo decirte, oh jovenzuelo, que esa joven, asilo del amor, tiene el hígado henchido de tristeza, y sobre su corazón gravita una montaña de pena. Por un sueño que ha tenido y que la ha dejado desolada, como el sumbul. A ti te dirijo mis palabras, y la semilla del amor. Alah te guarde y te conduzca hacia la que está en tu destino. ¡Uassalam!".

           Tras haber terminado de hablar, el derviche se levantó y se fue por su camino.

           El corazón del joven Jazmín quedó ensangrentado, y penetrado por la flecha del amor. Igual que Majnún cuando estuvo enamorado de Leila, Jazmín desgarró sus vestidos desde el cuello hasta la cintura, y prendido por los cabellos de la encantadora Almendra, lanzó gritos y suspiros. Abandonó al punto su rebaño, echó a correr errabundo, ebrio, agitado y silencioso, y aniquilado en el torbellino del amor. Porque si bien el broquel de la cordura resguarda de todas las heridas, no tiene eficacia contra el arco del amor. Y la medicina de opiniones y consejos no obraría en lo sucesivo sobre el espíritu del afligido.

           En cuanto a la princesa Almendra, aconteció que una noche dormía en la terraza del palacio de su padre, cuando vio en sueños que se aparecía ante ella un joven más hermoso que el amante de Suleika, con los rasgos de un príncipe lejano. Y a medida que su alma de virgen paladeaba aquella visión, su corazón se iba haciendo reo de aquel bello joven. Cuando despertó del sueño en plena noche, agitada y lanzando gritos como el ruiseñor, lavó su rostro con sus lágrimas. Y acudieron sus servidoras, muy emocionadas, y exclamando al verla: "Por Alah, qué desdicha ver derramar lágrimas a nuestra señora. ¿Qué ha pasado por su corazón durante el sueño? ¡Ay, que parece que ha emprendido el vuelo de la inteligencia!".

           Y hubo gemidos y suspiros hasta la mañana.

           Al despuntar la aurora, se informó al rey su padre, y a su madre la reina, de lo que pasaba. Y con el corazón abrasado, fueron a observar por sí mismos lo que pasaba, encontrando a su encantadora hija con un aspecto radiante pero en un estado singular. Estaba sentada, con los cabellos y las ropas desordenados, el rostro descompuesto, sin reparar en su cuerpo y sin atención para su corazón. Y a todas las preguntas que le hacían respondía sólo con el silencio, sembrando así en el alma de su padre y de su madre la turbación y la desolación.

           Quedó decidido por el rey llamar a los médicos y a los sabios exorcistas, que lo pusieron todo a contribución para sacarla de su estado. Pero no obtuvieron ningún resultado; antes bien, ocurría todo lo contrario. Al ver aquello, creyéronse obligados a recurrir a la sangría. Y vendándole un brazo, aplicaron la lanceta. Pero no salió de la vena encantadora ni una gota de sangre. Entonces desistieron de su tratamiento, y renunciaron a la esperanza de curarla, marchándose todos confusos y cariacontecidos.

           Transcurrieron unos días de aquella penosa situación, sin que nadie pudiese comprender o explicar el motivo de semejante cambio. Un día que la bella Almendra estaba más melancólica que nunca, las mujeres del séquito la llevaron, para distraerla, al jardín. Pero allí por donde paseaba los ojos, ella no veía más que la faz de su bienamado: las rosas le ofrecían su color, y el jazmín el olor de sus vestidos; el ciprés oscilante le figuraba su talla y porte, y el narciso sus ojos. Y viendo las pestañas de él en las espinas, se las clavaba ella sobre el corazón.

           Pocos días después, el verdor de aquel jardín reverdeció su corazón mustio, y el agua que le hacían beber disminuyó la sequedad de su cerebro. Las jóvenes de su séquito, que tenían su misma edad, sentáronse en corro alrededor de ella, y empezaron a cantarle dulcemente un ghazal ligero, en la clave musical menor y con el compás ramel lento.

           Tras lo cual, y al verla un poco más propicia, su doncella más querida le dijo: "oh señora nuestra, has de saber que, desde hace unos días, se encuentra en nuestras tierras un joven tañedor de flauta,s venido del país de los nobles Hazara, y cuya melodiosa voz atrae al pájaro escapado de la razón, detiene el agua que corre y frena a la golondrina que vuela. Ese joven real es blanco y rosado, y se llama Jazmín. Y en verdad que el lirio y la rosa se desvanecerían en su presencia. Porque su talla es un balanceo de ciprés, su rostro un tulipán fresco, sus cabellos hacen pensar en mil noches oscuras, su tez es ámbar rubio, sus pestañas dardos curvos, sus rasgados ojos dos narcisos, y dos alfónsigos sus labios encantadores. En cuanto a su frente, con su brillo avergüenza a la luna llena y le embadurna de azul el rostro. De su boquita con dientes de pedrería, con lengua de rosa, fluye un lenguaje tan dulce, que hace olvidar la caña de azúcar. Y tal como es, vivaracho e intrépido, resulta un ídolo de seducción para los ojos de los amantes".

           Esto dijo la doncella, mientras la princesa Almendra saltaba al estupor de la alegría: "Y ese príncipe tañedor de flautas, ¿ha venido de su país al nuestro, franqueando montañas y llanuras, y surcando las aguas espantosas de los ríos desbordados? Y si ha sorteado tantas dificultades para llegar hasta aquí, ¿es porque le ha determinado a ello un motivo oculto? Porque ningún motivo que no sea el amor puede decidir a un príncipe joven a intentar semejante empresa".

           Cuando la princesa Almendra habló así, la doncella favorita se calló, observando el efecto de su discurso en su señora. Y he aquí que la doliente hija del rey Akbar se irguió de pronto sobre ambos pies, dichosa y retozona. Su rostro estaba iluminado por el fuego interior, y desprendía por los ojos toda su alma embriagada. Ni rastro quedaba ya de todo aquel mal misterioso que ningún médico había comprendido, y tan sólo las sencillas palabras de una jovenzuela, hablando de amor, lo habían desvanecido todo como el humo.

           Rápida y cual la gacela, Almendra entró ella en su habitación, seguida por su favorita. Cogió el cálamo de la alegría y el papel de la unión, y escribió al príncipe Jazmín, al joven raptor de su razón, al bienaventurado que ella había visto en sueños con los ojos de su alma, esta hermosa carta de alas blancas: "Después de la alabanza al que, sin cálamo, ha trazado la existencia de las criaturas en el jardín de la belleza. Salud a la rosa de quien está quejoso el ruiseñor enamorado. Cuando he oído mencionar tu hermosura, mi corazón se me ha escurrido de la mano. Cuando en sueños me has mostrado tu faz feérica, tanta impresión ha producido en mi corazón, que he olvidado a mi padre y a mi madre, y me he tornado en una extraña para mis hermanos. ¿Qué hemos de ser para nuestra familia cuando somos extraños para nosotros mismos? Ante ti, las bellezas son barridas como por un torrente, y las flechas de tus pestañas han punzado mi corazón de parte a parte. Oh, ven a mostrarme tu figura encantadora en sueños, a fin de que la vea yo con los ojos de mi cara, ¡oh tú, que estás instruido en las señales del amor y que debes saber que el verdadero camino del corazón es el corazón. Y sabe, por último, que eres el agua y la arcilla de mi esencia, que las rosas de mi lecho se han convertido en espinas, que el sello del silencio está en mis labios, y que he renunciado a pasearme indolentemente"... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

NOCHE 1000

           Llegada la noche 1000, Schehrazada continuó su relato sobre el príncipe Jazmín: La princesa Almendra plegó las dos alas de la carta, deslizó en ella un grano de almizcle puro, y la entregó a su favorita. La joven la tomó, se la llevó a los labios y a la frente, se la puso sobre el corazón, y semejante a la paloma, fue al bosque donde tañía la flauta el príncipe Jazmín.

           Allí encontró la doncella al príncipe Jazmín, sentado bajo un ciprés, con la flauta a su lado y cantando este corto ghazal: ¿Qué diré al ver mi corazón? ¡Es la nube, el relámpago, el mercurio y el Océano ensangrentado! ¡Cuando termine la noche de la ausencia, nos reuniremos como el cisne y el río!

           La preferida de Almendra, tras de besar la mano al príncipe Jazmín, le entregó la carta de su señora. Jazmín la leyó, y creyó volverse loco de alegría. No sabía ya si dormía o velaba, y se le revolucionó el espíritu, y se le puso el corazón como una hornaza. Cuando se calmó un poco, la joven le indicó el medio de llegar hasta su señora, le dio las últimas instrucciones y volvió sobre sus pasos.

           A la hora indicada y en el momento favorable, el príncipe Jazmín emprendió el camino que llevaba al jardín de Almendra, conducido por el ángel de la unión. Consiguió penetrar en aquel lugar, trozo arrancado del paraíso, en el mismo momento que desaparecía el sol de Occidente, y la luna mostraba su rostro tras los velos del Oriente. Hasta que el joven de andares de cervatillo divisó el árbol que le había indicado la joven, y subió a ocultarse entre sus ramas.

           La princesa de andares de perdiz llegó al jardín con la noche. Iba vestida de azul y tenía en la mano una rosa azul. Y alzó su encantadora cabeza para mirar el árbol, temblando cual el follaje del sauce. En su emoción, aquella gacela no supo si el rostro aparecido entre las ramas era el de la luna llena o la faz brillante del príncipe jazmín. Pero he aquí que, como una flor madurada por el deseo, o como un fruto caído por su propio peso precioso, el jovenzuelo de cabellos de violeta saltó de entre las ramas y cayó a los pies de la pálida Almendra.

           Ella reconoció al que amaba con esperanza, y le encontró igual de hermoso que la imagen de su sueño. Por su parte, el príncipe Jazmín vio que el derviche no le había engañado, y que aquella luna era la corona de las lunas. Ambos sintiéronse unidos en su corazón, entretejidos por los lazos del más puro y tierno amor. Encontraron ambos una dicha tan profunda como la de Majnún y Leila, o tan pura como la de los antiguos amigos.

           Después de unos besos dulcísimos, y de las expansiones de sus almas encantadoras, invocaron ambos al Señor del perfecto amor, para que jamás el firmamento tiránico hiciese llover sobre su ternura las piedras del disgusto, ni descosiera la costura de su unión. Más tarde, y para resguardarse del veneno de la separación, los dos amantes reflexionaron a solas, y pensaron que era preciso dirigirse sin tardanza al propio rey Akbar, quien, como amaba a su hija Almendra, no rehusaría esto en nada.

           Dejando a su bienamado entre los árboles, la suplicante Almendra fue en busca de su padre el rey, y con las manos juntas, le dijo: "oh meridiano de ambos mundos, tu servidora viene a hacerte una petición". Su padre, extremadamente asombrado, a la vez que encantado, la levantó con sus manos y la estrechó contra su pecho, diciéndole: "En verdad, oh Almendra de mi corazón, que debe ser tu petición de urgencia extrema, ya que no vacilas en abandonar tu lecho en medio de la noche, para venir a rogarme que te la conceda. Sea lo que sea, oh luz de los ojos, explícate sin temor, confiando en tu padre".

           Tras vacilar unos instantes, la gentil Almendra levantó la cabeza y pronunció ante su padre su hábil discurso, diciendo: "oh padre mío, dispensa a tu hija que venga a esta hora de la noche a turbar el sueño de tus ojos. Pero he aquí que he recobrado las fuerzas de la salud, después de un paseo nocturno, con mis doncellas y por la pradera. Vengo a decirte que he notado que nuestros rebaños de bueyes y de ovejas están mal cuidados y mantenidos de mala manera. Y he pensado que si yo encontrara un servidor digno de tu confianza, te lo presentaría, y tú le encargarías guardar nuestros rebaños. Pues bien; por una feliz casualidad, al instante he encontrado a ese hombre activo y diligente. Es joven, bien intencionado, dispuesto a todo, y no teme fatigas ni penas; porque la pereza y la indolencia están a varias parasangas de él. Encárgale, pues, oh padre mío, de nuestros bueyes y de nuestras ovejas".

           Cuando el rey Akbar hubo oído el discurso de su hija, se asombró hasta el límite del asombro, y permaneció un momento con los ojos muy abiertos. Luego contestó: "Por mi vida que nunca he oído decir que se contratara a media noche a los pastores de rebaños. Es la primera vez que nos sucede semejante cosa. Sin embargo, oh hija mía, en vista del placer que proporcionas a mi corazón con tu súbita curación, accedo gustoso a tu demanda, y acepto para pastor de nuestros rebaños al joven consabido. No obstante, quisiera verle con los ojos de mi cara, antes de confiarle esas funciones".

           En cuanto oyó estas palabras de su padre, la princesa Almendra voló en alas de alegría hacia su bienaventurado Jazmín, cogiéndole de la mano y conduciéndolo a palacio. Y dijo al rey: "Aquí tienes, oh padre mío, a este pastor excelente. Su báculo es sólido y su corazón firme". El rey Akbar, que estaba dotado de sagacidad, fácilmente advirtió que el joven que le presentaba su hija Almendra no era de la especie de los que guardan rebaños. Y en lo profundo de su alma quedó lleno de perplejidad. Sin embargo, para no apenar a su hija Almendra, no quiso ponerse pesado ni insistir sobre los detalles, que tenían su importancia. Y la amable Almendra, que adivinaba lo que pasaba por el espíritu de su padre, le dijo con voz pronta ya a conmoverse: "Lo externo, oh padre mío, no es siempre indicio de lo interno. Te aseguro que este joven es un pastor de leones". De buen o mal grado, y por contentar a aquella amable y encantadora criatura, el rey Akbar puso en los ojos de su hija la señal del consentimiento, y a media noche nombró al príncipe Jazmín pastor de sus rebaños... En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente, como de costumbre.

           Su hermana Doniazada, que se había convertido en una adolescente deseable en todos sentidos y que, de día en día y de noche en noche, se volvía más encantadora y más bella, y más comprensiva y más atenta, se incorporó a medias en la alfombra en que estaba acurrucada, y le dijo: "oh Schehrazada, hermana mía, cuán dulces y sabrosas, y regocijantes y deliciosas, son tus palabras". A lo que Schehrazada le sonrió y la besó, diciéndole: "Sí, querida mía; pero ¿qué es eso comparado con lo que sigue y voy a contar la próxima noche, si es que no está cansado de oírme nuestro señor, este rey bien educado y dotado de buenos modales?". Entonces, el sultán Schahriar exclamó: "oh Schehrazada, ¿qué estás diciendo? ¿Cansado yo de oírte? ¡Si tú instruyes mi espíritu y calmas mi corazón! Puedes, pues, decirnos mañana la continuación de esta historia deliciosa, e incluso proseguirla, si no estás fatigada, esta misma soche. Porque, en verdad, que deseo saber lo que les va a ocurrir al príncipe Jazmín y a la princesa Almendra".

           Schehrazada, con su habitual discreción, no quiso abusar del permiso del rey, y sonrió y dio las gracias, sin decir nada más aquella noche.

           El rey Schahriar la estrechó contra su corazón, y se durmió a su lado hasta el día siguiente. Al amanecer se levantó y salió a presidir su sesión de justicia. Allí vio llegar a su visir y padre de Schehrazada, llevando en su brazo el sudario destinado a su hija, a quien cada mañana esperaba ver condenada a muerte, en vista del juramento del rey concerniente a las mujeres. Pero Schahriar, sin decirle nada a este respecto, presidió el diwán de la justicia. Y entraron los oficiales y los dignatarios y los querellantes. Allí despachó Schahriar los nombramientos de nuevos empleos, y ultimó los asuntos pendientes hasta el fin de la jornada. Y su visir, y padre de Schehrazada y Doniazada, se acercaba cada vez más al límite de la perplejidad, al ver el cambio que estaba sufriendo el rey.

           En cuanto levantó la sesión el rey Schahriar, y terminó el diwán, se apresuró a volver a sus habitaciones de palacio, donde le esperaba la joven Schehrazada.

NOCHE 1001

           Cuando el rey Schahriar terminó de cenar y lo acostumbrado con Schehrazada, la joven Doniazada dijo a su hermana: "Por Alah sobre ti, oh hermana mía, que si no tienes sueño te apresures a contarnos la continuación de la tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra". Schehrazada acarició los cabellos de su hermana, y dijo: "De todo corazón amistoso, y como homenaje debido a este rey magnánimo, y señor nuestro". Y prosiguió la historia en estos términos:

           Desde entonces, el príncipe Jazmín ejerció el oficio de pastor del rey Akbar, mientras interiormente se ocupaba de la princesa Almendra. Por el día llevaba a pastar a los bueyes y ovejas hasta una distancia de 3 ó 4 parasangas, y al oscurecer los llamaba con los sones de su flauta y los volvía a los establos del rey. Y por la noche habitaba el jardín en compañía de su bienamada Almendra, y rosa de la excelencia.

           Esta era su ocupación constante. Pero ¿quién puede afirmar que la dicha más oculta permanecerá siempre al abrigo de los envidiosos?

           En efecto, la atenta Almendra tenía costumbre de hacer llegar a manos de su amigo, en el bosque, la bebida y la comida necesarias. Y un día, aquella imprudente del amor fue, a escondidas, a llevarle por sí misma una bandeja de golosinas tan deliciosas como el azúcar, frutas, nueces y alfónsigos, todo cuidadosamente colocado en hojas de plata. Y le dijo, ofreciéndole aquellas cosas: "Que sea para ti dulce y de fácil digestión, este alimento que conviene a tu boca delicada, oh papagayo de lengua dulce, y que no debieras comer más que azúcar". Dijo esto, y desapareció como el alcanfor.

           Cuando aquella almendra sin corteza desapareció como el alcanfor, el pastor Jazmín se dispuso a probar aquellas golosinas preparadas por los dedos de la hija del rey. Entonces vio acercarse a él al tío de su bienamada, un anciano hostil y malintencionado, que se pasaba los días abominando de todo el mundo e impidiendo a los músicos y a los cantores cantar. Cuando llegó junto al joven, le miró con los ojos torvos de la desconfianza, y le preguntó qué era lo que tenía allí, delante de sí y en la bandeja del rey. Jazmín, que no era desconfiado, creyó que el anciano tenía ganas de comer. Abrió su corazón generoso, como la rosa de otoño, y regaló al abominable personaje toda la bandeja de golosinas.

           El calamitoso anciano se retiró al punto, para ir a enseñar aquellas golosinas y aquella bandeja al padre de Almendra, que era su propio hermano. Y de tal suerte dio prueba de las relaciones entre Almendra y Jazmín.

           El rey Akbar, al enterarse de aquello, llegó al límite de su cólera, y llamando a su hija, le dijo: "oh vergüenza de tus padres, ¡has arrojado el oprobio sobre nuestra raza! Hasta este día nuestra morada estuvo libre de malas hierbas y de las espinas de la vergüenza. Pero tú me has lanzado el nudo corredizo de la trapisonda, y me has cogido en él. Con tus modales mimosos me tendiste la trampa, y velaste la lámpara de mi inteligencia. ¡Ah!, ¿qué hombre podrá decir que está a salvo de las estratagemas de las mujeres? Ya el profeta bendito había dicho que tendríamos enemigos en nuestras esposas, y mucho más en las hijas. Porque sois defectuosas en cuanto afecta a la razón y religión, y por eso hemos de reprenderos hasta que obedezcáis. ¿Cómo voy a tratarte, pues, ahora que tan inconvenientemente has obrado con un extranjero, con un guardián de rebaños, y cuya unión no conviene a hijas de reyes? Dime si debo hacer volar de un tajo tu cabeza y la suya, o abrasar vuestra inicua existencia en el fuego de la muerte".

           Almendra se echó a llorar, a lo que el rey su padre añadió: "Retírate de mi presencia, y entiérrate detrás de la cortina del harén. Y no vuelvas a salir de allí sin mi permiso".

           Tras castigar de tal suerte a su hija Almendra, el rey Akbar dio orden de hacer desaparecer al guardián de los rebaños.

           Había en las cercanías de la ciudad un bosque, terrible refugio de animales espantosos y que paralizaba y ponía los pelos de punta a los hombres más bravos, con sólo oír el nombre de aquella selva. En ella, la mañana parecía noche, y la noche era semejante a la llegada de lo siniestro, pues los animales espantosos que en ella vivían acudían a la ciudad para sembrar su devastación, sobre todo dos cerdos-gamos que eran el horror de los mismos cuadrúpedos y aves de la zona.

           Los hermanos de la princesa Almendra, por orden del rey, enviaron al infortunado Jazmín a aquel lugar de desgracia, con la intención de hacerle perecer. Y el joven, sin sospechar lo que le esperaba, condujo allá sus bueyes y sus ovejas. Entró en aquella selva a la hora en que aparecía en el horizonte el astro de dos cuernos, y cuando el etíope de la noche volvía el rostro para ponerse en fuga. Y dejando pacer a los animales a su antojo, se sentó en una piedra blanca que había tirada en tierra, cogiendo su flauta y empezando a embriagarse con ella.

           Y he aquí que, guiados por el olfato, los dos terribles cerdos-gamos llegaron de repente al claro donde estaba Jazmín, rugiendo a imitación de la nube cargada de truenos. El príncipe de mirada dulce los acogió con los sones de su flauta, y los inmovilizó con el encanto de su ejecución. Luego, lentamente, se levantó y salió de la selva, acompañado por los dos espantosos animales y seguido por todo el rebaño. De suerte que pasó bajo las ventanas del rey Akbar, para asombro de todo el mundo.

           El príncipe Jazmín hizo entrar en una jaula de hierro a los dos cerdos-gamos, y se los ofreció al padre de Almendra en calidad de homenaje. Ante aquella hazaña, el rey llegó al límite de la perplejidad, y retiró su mano de la condenación de aquel león de héroes.

           Pero los hermanos de la enamorada Almendra no quisieron deponer su rencor, y para impedir que su hermana se uniera con aquel joven, idearon casarla de inmediato con su primo, el hijo del tío calamitoso. Porque decían: "Hay que atar el pie a esa loca, con la cuerda resistente del matrimonio y hasta que así olvide su insensatez y amor". Y sin más ni más, organizaron la procesión nupcial, y contrataron a músicos y cantarinas, a clarinetes y tamborileros.

           Mientras aquellos tiranos vigilaban las ceremonias de aquel matrimonio opresor, la desolada Almendra, vestida contra su gusto y con espléndidas ropas de perlas y oro, que pregonaban en ella a la recién casada, estaba sentada en un elegante lecho de gala, recubierto de paños brocados de oro. Su porte era semejante a la flor en el arbusto, pero con la tristeza y el abatimiento a su lado, silenciosa como el lirio, inmóvil como el ídolo y con el sello del mutismo en sus labios. Bajo la apariencia de una muerta a manos de vivos, la joven Almendra palpitaba como el gallo a quien degüellan, con su seno desgarrado por la uña del dolor, y su espíritu clavado en aquellos ojos negros que no le pertenecían, e iban a ser sus compañeros de lecho.

           Se hallaba Almendra en la cúspide de las penas, cuando el príncipe Jazmín, invitado con los demás servidores a las bodas de su señora, se le cruzó por delante de los ojos, como una repentina esperanza, libertadora de sus ataduras. Porque ¿quién sabe si con una simple mirada los amantes pueden decirse veinte cosas, de las que nadie tiene la menor idea?

           Así que, cuando llegó la noche y se introdujo a la princesa Almendra en la cámara nupcial, solamente entonces el destino mostró su verdadera faz, y vivificó todos los corazones. Porque la bella Almendra, aprovechando la soledad en que la habían dejado en aquella habitación, esperando en breve la penetración de su primo e hijo de su tío, se rindió por completo a su alma enamorada, lanzándose sin ruido y a hurtadillas por la ventana de aquellos aposentos, vestida de oro y emprendiendo el sueño hacia su amado.

           Los dos amantes no tardaron en encontrarse, cogiéndose ambos la mano y corriendo más ligeros que el céfiro rosado, hasta desaparecer y desvanecerse de aquel palacio como un alcanfor.

           Desde entonces nadie pudo encontrar sus huellas, ni oír hablar de ellos ni saber del lugar de su escondrijo. Porque solamente algunos son dignos de la dicha, y a éstos los protege y los guía el escondite de la vida. Gloria y loores múltiples al Retribuidor y Dueño de la alegría, de la inteligencia y de la dicha. ¡Amín!

AMANECER Y DÍA 1001

           Tras contar así esta historia, añadió Schehrazada: "Ésta es, oh rey afortunado, la tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra. La he contado como llegó a mí, pero Alah es más sabio". Tras lo cual, Schehrazada cerró la boca y se calló.

           Entonces, el rey Schahriar exclamó: "oh Schehrazada, ¡cuán espléndida es esa historia!, ¡oh, qué admirable es! Me has instruido, oh docta y discreta, y me has hecho ver los acontecimientos que les sucedieron a otros que yo. Me has hecho considerar atentamente las palabras de los reyes y pueblos pasados, y las cosas maravillosas y dignas de reflexión que les ocurrieron. He aquí que, después de haberte escuchado durante estos mil días y una noche, salgo con un alma profundamente cambiada y alegre, embebido del gozo de vivir. Así, pues, gloria a quien te ha concedido tantos dones selectos, ¡oh bendita hija de mi visir! Alah ha perfumado tu boca y ha puesto la elocuencia en tu lengua, y la inteligencia en el interior de tu frente".

           La pequeña Doniazada se levantó de la alfombra en la que estaba acurrucada, y corrió a arrojarse en los brazos de su hermana, exclamando: "oh Schehrazada, hermana mía, ¡cuán dulces y encantadoras tus palabras! ¡Oh, qué hermosas son tus palabras, hermana mía!".

           Schehrazada se inclinó hacia su hermana y, tras besarla, le deslizó al oído algunas palabras que sólo ella oyó. Y al punto la chiquilla desapareció, como el alcanfor.

           Schehrazada se quedó a solas con el rey Schahriar. Y cuando se disponía él a recibir en sus brazos a su joven esposa, he aquí que se abrieron las cortinas y reapareció Doniazada, seguida de una nodriza que llevaba a dos gemelos colgados de sus senos, en tanto que un tercer niño marchaba a cuatro pies detrás de ella.

           Schehrazada, sonriendo, se arrojó sobre el rey Schahriar, poniéndole delante a los tres pequeñuelos después de estrecharlos contra su pecho. Y con los ojos húmedos por las lágrimas, le dijo: "oh rey del tiempo, he aquí a los tres hijos que en estos tres años te ha deparado el Retribuidor, por mediación mía".

           Mientras el rey Schahriar besaba a sus hijos, penetrado de una alegría indecible y conmovido hasta el fondo de sus entrañas, Schehrazada continuó: "Tu hijo mayor tiene ahora dos años cumplidos, y los dos gemelos no tardarán en tener un año de edad. ¡Alah aleje de los tres los males del mundo!". Y añadió: 'Sin duda te acordarás, oh rey del tiempo, que estuve indispuesta 20 días, entre las 680 y 700 noches. Fue precisamente entonces cuando di a luz a los gemelos, cuyo alumbramiento me ha fatigado mucho más que el de su hermano mayor, el año anterior. Porque tan poco molesta estuve en mi primer parto, que pude continuarte sin interrupción la historia, empezada a la sazón, de la Docta Simpatía".

           Tras hablar así, Schehrazada se calló. Y el rey Schahriar, que estaba en el límite de la emoción, paseaba sus miradas de la madre a los hijos y de los hijos a la madre, sin poder pronunciar ni una sola palabra.

           Entonces, después de besar a los niños por vigésima vez, la tierna Doniazada se encaró con el rey Schahriar y le dijo: "Y ahora, oh rey del tiempo, ¿vas a cortar la cabeza a mi hermana Schehrazada, madre de tus hijos, dejando huérfanos a estos tres reyezuelos?".

           El rey Schahriar, sollozando, contestó a Doniazada: "¡Calla, oh niña, y estate tranquila!". Luego, logrando dominar su emoción, se encaró con Schehrazada, y le dijo: "oh Schehrazada, por el Señor de la piedad y la misericordia, que ya estabas en mi corazón antes del advenimiento de nuestros hijos. Porque supiste conquistarme con las cualidades con que te adornó el Creador, y te he amado en mi espíritu desde que te encontré pura, piadosa y dulce, intacta en todos los sentidos, discreta, sutil sonriente. ¡Alah te bendiga, Schehrazada, y bendiga a tu padre y a tu madre, a tu raza y tu origen!". Y añadió: "oh Schehrazada, este día, que es el miliunésimo desde el momento en que te conocí, es para nosotros más blanco que el rostro del día". Y diciendo esto, se levantó y la besó en la cabeza.

           Schehrazada cogió entonces la mano de su esposo el rey, se la llevó a los labios, al corazón y a la frente, y dijo: "oh rey del tiempo, te suplico que llames a tu viejo visir, a fin de que su razón se quede tranquila por lo que a mí respecta, y se regocije en este momento bendito".

           El rey Schahriar mandó al punto llamar a su visir. Y Giafar acudió presto, persuadido de que sería para escribir el destino fúnebre de su hija, y llevando en su brazo el sudario destinado para su hija. El rey Schahriar se levantó en cuanto llegó Giafar, le besó entre ambos ojos, y le dijo: "oh padre de Schehrazada, oh visir de posteridad bendita. He aquí que Alah ha elegido a tu hija para salvación de mi pueblo, y por su mediación ha echo entrar en mi corazón el arrepentimiento". Tan trastornado quedó el padre de Schehrazada, al ver y oír aquello, que cayó desmayado. Acudieron a auxiliarle Schehrazada y Doniazada, besándole la mano y dándole agua de rosas. Y él las bendijo, y pasaron aquel día en los transportes de la alegría y la expansión.

           El rey Schahriar se apresuró a enviar correos rápidos en busca de su hermano Schahzamán, rey de Samarkanda. A lo que el rey Schahzamán contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a ir al lado de su hermano mayor lo antes posible. Schahriar salió a su encuentro con un magnífico cortejo, a la puerta de una ciudad que estaba enteramente adornada y empavesada, con todos sus zocos y calles llenos de incienso quemado, alcanfor sublimado, áloe y almizcle indio, nadd y ámbar gris, y con todos sus habitantes teñidos con henné y azafrán, tocando los tambores, flautas, clarinetes, pífanos, platillos y tímpanos, que hacían resonar el aire como en los días de fiestas antiguas.

           Tras las expansiones de aquel encuentro, y mientras se daban regocijos y festines enteramente a costa del tesoro, el rey Schahriar llamó aparte a su hermano Schahzamán, y le contó lo que en aquellos tres años le había sucedido con Schehrazada, la hija del visir. Le contó todo lo que de ella había aprendido y oído en máximas, historias, proverbios, aventuras, crónicas, encantos, poesías y moralejas. Y le habló de su belleza, de su cordura, elocuencia y sagacidad, así como de su inteligencia, pureza, dulzura y piedad. Y añadió: "¡Ésta sí es mi esposa legítima, y la madre de mis hijos!".

           El rey Schahzamán se asombró prodigiosamente, hasta el límite de la maravilla. Tras lo cual, dijo al rey Schahriar: "oh hermano mío, siendo así, yo también deseo casarme. Tomaré a la hermana de Schehrazada, a esa pequeñuela cuyo nombre no conozco. Y así seremos dos hermanos carnales casados con dos hermanas carnales". Y añadió: "De ese modo, con dos esposas seguras y honradas, olvidaremos nuestra desgracia anterior. Pues, por lo que respecta a la antigua calamidad consabida, empezó por alcanzarme a mí el primero; después te alcanzó a ti; y si no se hubiese descubierto mi desgracia, tampoco te hubieras enterado tú. ¡Ay, hermano mío! En estos tres últimos años lo he pasado muy mal. Jamás he podido gustar el amor. Porque cada noche tomaba una muchacha virgen, y a la mañana siguiente mandaba ejecutarla, para hacer expiar a la raza de las mujeres por la calamidad que nos había alcanzado. Pero ahora quiero seguir tu ejemplo, y casarme con la hija menor de tu visir".

           Cuando el rey Schahriar oyó las palabras de su hermano, se tambaleó de alegría, se levantó al momento y fue en busca de su esposa Schehrazada, poniéndola al corriente de lo que acababan de oír de su hermano. Schehrazada contestó: "oh rey del tiempo, damos nuestro consentimiento, pero con la condición de que tu hermano y rey Schahzamán habite en adelante con nosotros. Porque ni por una hora podría yo separarme de mi pequeña hermana. Yo soy quien la ha educado, y ella no puede dejarme, ni yo puedo dejarla. Por tanto, si tu hermano acepta la condición, desde este instante mi hermana será su esclava. Y si no, nos quedamos con ella.

           El rey Schahriar fue en busca de su hermano, y le notificó la respuesta de Schehrazada. Y el rey de Samarkanda exclamó: "Por Alah, oh hermano mío, que ésa era precisamente mi intención. Porque tampoco podría yo separarme ya de ti. En cuanto al trono de Samarkanda, Alah lo escogerá y enviará a quien quiera. Pues, por mi parte, no pienso reinar más allí, ni moverme más de aquí". Al oír estas palabras, el rey Schahriar no tuvo límites para su alegría y contestó: "¡Eso es lo que yo anhelaba! Loado sea Alah, oh hermano mío, que por fin nos ha reunido después de la larga separación".

           Acto seguido, se mandó traer al kadí y a los testigos, y se extendió el contrato de matrimonio entre el rey Schahzamán y Doniazada. Y fue así como se casaron los dos hermanos con las dos hermanas. Durante cuarenta días y cuarenta noches toda la ciudad comió y bebió, y se divirtió a costa del tesoro.

           En cuanto a los dos hermanos y las dos hermanas, entraron en el hammam (el baño) y se bañaron todos con agua de rosas y sauce aromático, y se quemó a sus pies madera de aigle y de áloe.

           Schehrazada peinó y trenzó los cabellos de su hermana, y los roció de perlas. Luego le puso un traje de tela antigua del tiempo de los khosroes, brochada de oro rojo y adornada con bordados en sus colores naturales, de animales ebrios y aves desfallecidas. Le puso al cuello un collar feérico, y dejó así a su hermana más hermosa que la esposa de Iskandar, el de los Dos Cuernos.

           Cuando los dos reyes salieron del hammam y se sentaron en sus respectivos tronos, el cortejo de la recién casada, compuesto por esposas de emires y dignatarios, se formó en dos filas inmóviles, una a la derecha y otra a la izquierda de ambos tronos. Las dos hermanas hicieron su entrada, sosteniéndose una a otra y semejantes a dos lunas en una noche de luna llena.

           Entonces avanzaron hacia ellas las más nobles entre las damas presentes. Cogieron de la mano a Doniazada y, después de quitarle los trajes que llevaba, la pusieron un traje de raso azul, de tinte ultra marino y que arrebataba la razón, y dejando a la doncella Doniazada como bien describiera el poeta: ¡Se adelanta vestida con un traje azul ultramarino, y creeríasela un fragmento arrancado del azul de los cielos! ¡Sus ojos son sables famosos, y bajo sus párpados tiene miradas llenas de hechicería! ¡Sus labios son una colmena de miel, sus mejillas un parterre de rosas y su cuerpo una corola de jazmín! ¡Al ver la finura de su talle y su encantadora grupa redondeada en la tranquilidad, se la confundiría con el tallo del bambú clavado en un montículo de movible arena!

           El rey Schahzamán se levantó de su trono y descendió para mirarla. Cuando la hubo admirado así vestida, volvió a subir a su trono. Y Schehrazada, ayudada por las damas del cortejo, puso a su hermana un traje de seda color de albaricoque. Luego la besó, y la hizo pasar por delante del trono de su esposo, como bien hubiera descrito el poeta: ¡La luna de verano en medio de una noche de invierno no es más hermosa que tu llegada, joh joven! Las trenzas sombrías de tus cabellos, que te entorpecen los talones, y las bandas de tinieblas que te ciñen la frente, me hacen decirte: ¡Ensombreces la aurora con el ala de la noche!" Pero me contestas: ¡No, no! Es una simple nube que oculta la luna.

           El rey Schahzamán descendió para coger del brazo a Doniazada, su recién casada, y la admiró por todos lados. Tras disfrutar así de su belleza, volvió a sentarse al lado de su hermano Schahriar. Y Schehrazada, después de besar a su hermana pequeña, le quitó su traje color de albaricoque y la vistió con una túnica de terciopelo granate, según hubiera podido cantar el poeta: ¡Te contoneas ¡oh llena de gracia! en tu túnica granate, ligera como la gacela; y a cada uno de tus movimientos tus párpados nos lanzan flechas mortales! ¡Astro de belleza, tu aparición llena de gloria los cielos y las tierras, y tu desaparición extendería tinieblas sobre la faz del Universo!

           Entonces dio la desposada una vuelta a la sala, lentamente y saludando a los presentes. Tras lo cual, su hermana mayor la vistió con un traje de seda amarillo limón, rayado con dibujos a lo largo, estrechándola contra su pecho y como hubiera podido decir el poeta: ¡Aparece como la luna llena en la serenidad de las noches, y sus miradas hechiceras alumbran nuestro camino! ¡Pero si me acerco, para calentarme al fuego de sus ojos, me rechazan dos centinelas: sus dos senos erectos y duros como la piedra!

           Schehrazada la paseó, a pasos lentos, por delante de los dos reyes. Y el recién casado se aproximó para besar a su recién esposa. Tras lo cual, Schehrazada la besó largamente, le cambió sus vestidos y le puso un traje de raso verde brochado de oro y sembrado de perlas. Tras lo cual le arregló simétricamente los pliegues, le ciñó a la frente la ligera diadema de esmeraldas, y la subió al trono real, según hubiera podido recitar el poeta: ¡Las hojas verdes ¡oh joven! no velan de manera más encantadora lo, flor roja de la granada, que te vela a ti tu verde túnica! Yo le dije: "¿Cuál es el nombre de ese vestido, ¡oh joven!?", y ella me dijo: "No tiene nombre: es mi camisa". Y exclamé: "¡Qué maravillosa es tu camisa, que nos traspasa el hígado! ¡En adelante la llamaré la camisa punzadora del corazón!.

           Tras la coronación real, Schehrazada cogió a su hermana por el talle, y se encaminó lentamente con ella, entre las dos filas de invitadas, a los aposentos interiores. Allí la desnudó, la preparó y la acostó, y le recomendó lo que tenía que recomendarle. Después la besó llorando, porque era la primera vez que se separaba de ella una noche. Y Doniazada lloró también, besando mucho a su hermana.

           Aquella noche fue para los dos hermanos y para las dos hermanas la continuación de las mil y una noches, por la alegría, la felicidad y la blancura. Y se convirtió en efemérides de una era nueva, para los súbditos del rey Schahriar.

           Cuando llegó la mañana posterior a aquella noche bendita y, tras salir del hammam, los dos hermanos se reunieron con las dos hermanas para desayuar. Entonces llegó a palacio el visir Giafar, padre de Schehrazada y de Doniazada, pidiendo permiso para entrar. Los dos reyes se levantaron en honor suyo, y sus dos hijas fueron a besarle la mano. Él deseó larga vida a sus yernos, y les pidió las órdenes para el día.

           Pero ambos reyes le dijeron: "oh padre nuestro, queremos que seas tú en adelante quien dé las órdenes, y nunca más quien las reciba. Por eso, de común acuerdo, te nombramos rey de Samarkanda". Y añadió Schahzamán: "Sí, hermano nuestro Giafar, he renunciado a la realeza". A lo que añadió Schahriar: "Pero a condición, oh hermano mío, de que me ayudes en los asuntos de mi reino, gobernando ambos por turno, yo un día y tú al otro día". Schahzamán dio a su hermano la respuesta que convenía, diciendo: "Escucho y obedezco".

           Entonces Giafar se despidió de todos los presentes, disponiéndose para partir hacia Samarkanda. Las dos hermanas se arrojaron al cuello de su padre, que las besó y se despidió de los tres hijos de Schehrazada. Luego partió para su reino, a la cabeza de una escolta magnífica. Y Alah le escribió la seguridad, y le hizo llegar sin contratiempo a Samarkanda. Allí se regocijaron todos con su llegada, y reinó sobre ellos la justicia, siendo él un gran rey entre los reyes.

           En cuanto al rey Schahriar, reunió a todos los escribas más hábiles de entre los países musulmanes, y a los analistas más renombrados, y les dio orden de escribir cuanto le había sucedido con su esposa Schehrazada, desde el principio hasta el fin y sin omitir un solo detalle. Ellos se pusieron manos a la obra, y de tal suerte escribieron 30 volúmenes con letras de oro, ni uno más ni uno menos. Y llamaron a esta serie de maravillas y de asombros: el libro de las Mil y Una Noches. Respecto a este manuscrito original, lo depositaron en un armario de oro, y lo pusieron bajo la custodia del nuevo visir del tesoro.

           El rey Schahriar y su esposa Schehrazada, así como el rey Schahzamán y su esposa Doniazada, vivieron entre delicias y felicidad durante años y años, con días más admirables que los anteriores y noches más blancas que el rostro de los días, hasta la llegada de la separadora de amigos y destructora de palacios, ¡la Inexorable y la Inevitable!

           Tales son las espléndidas historias llamadas Mil y Una Noches, con lo que hay en ellas de cosas extraordinarias, enseñanzas, maravillas, prodigios, asombros y belleza. Pero Alah es más sabio, y sólo Él puede discernir todo cuanto hay en ellas. ¡Loores y gloria hasta el fin de los tiempos al que permanece intangible en su eternidad, cambia a su antojo los acontecimientos, y no experimenta ningún cambio, al Dueño de lo visible y de lo invisible y Único Viviente. Amín!

Madrid, 1 abril 2020
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