Amor al Prójimo

            La Virgen María vivió pobre y humilde, siempre pobre en dinero pero rica en amor. Ahí tienes la pequeña Nazaret, el pobre pesebre de Belén, la huída a Egipto perseguidos, la vida oculta del carpintero y la vida pública sin techo ni cobijo, la pasión tan dolorosa y la cruz del monte calvario en Jerusalén... en fin, toda la vida de Jesús y de María.

            El tesoro de María era Jesús y el tesoro de Jesús era el amor del Padre Dios. Ya lo dice muy claro el Señor: “no podéis servir a Dios y al dinero”[1].

            Entonces, ante el ejemplo de Cristo y de María y de los santos, ¿cómo no vamos nosotros a querer vivir con más sencillez y austeridad, sin lujos ni caprichos? ¿Cómo no pensar más en tantos hermanos nuestros que no tienen nada para vivir y se mueren de hambre? ¿Cómo no vamos a visitar a los enfermos y socorrer a los necesitados?

            Ya sabes muy bien que el amor a la Virgen hay que demostrarlo amando al prójimo, amando a sus hijos más pobres... Recuerda siempre la fuerte advertencia de María en el Magníficat: “A los ricos Dios los despide vacíos”[2].  

            “Donde hay caridad y amor, allí esta Dios”, porque “Dios es amor”. Y como dice San Juan de la Cruz; “donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”. Donde no ves amor, empieza tú mismo el primero dando amor, repartiendo una sonrisa y una palabra de saludo y amistad.

            Jesús dijo: “el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”[3]. Así, por ejemplo, la madrileña Santa Soledad Torres Acosta, que pasó toda su vida cuidando enfermos, es también espiritualmente madre de Cristo. 

            Nunca podemos olvidar a las miles de hermanas religiosas que en las guerras han atendido y cuidado con esmero y cariño a los soldados heridos de ambos bandos de la contienda.

            Lo que más desean un padre y una madre es ver que sus hijos se quieren y se llevan bien. ¡Qué dolor para los padres es ver lo contrario! Pues lo mismo pasa en el Corazón de María, nuestra Madre. Y es que todos somos hermanos y tenemos que construir entre todos un mundo mejor, la civilización del amor donde reine la paz, preparando un futuro de esperanza para las próximas generaciones.

            Cuánto bien hace a toda la tierra, una persona que se convierte al Dios de la paz. Y cuánta alegría da al cielo, según la frase de Jesucristo: “os aseguro que se llenarán de alegría los ángeles de Dios por un pecador que se convierta”[4]. Por eso, el mensaje de la Virgen en Fátima llamando a la conversión, coincide totalmente con la invitación de Cristo para que nos convirtamos a su Reino de amor y paz. El objetivo de Lourdes y Fátima es hacernos crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad.

            Recuerda que al atardecer de la vida, te examinarán del amor; sí, “al final de tu vida, te examinarán en el amor”[5]. Tu vida debe ser una historia de amor y salvación.

            Toda la historia de la humanidad se divide en: antes de Cristo y después de Cristo; los años y los siglos antes y después de Cristo. Y la razón es porque Jesucristo es la persona central de la historia, el centro de la humanidad y del cosmos. Jesús es el Rey del Universo. Y al final de los tiempos el Hijo de Dios vendrá a juzgar a todas las naciones de la tierra, a todos los habitantes del mundo. Pero para ayudarnos, ha querido decir por adelantado cuáles serán las preguntas del examen final de la vida. Y la Virgen, tu Madre, quiere ayudarte a cumplirlas antes que llegue la hora del Juicio Final. Por eso, graba este evangelio en tu memoria: “venid vosotros benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque…

-tuve hambre y me disteis de comer,
-tuve sed y me disteis de beber,
-fui forastero y me hospedasteis,
-estuve desnudo y me vestisteis,
-estuve enfermo y me visitasteis,
-estuve en la cárcel y vinisteis a verme…

            Os aseguro que “cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis[6].

            Si quieres, hoy mismo puedes empezar a visitar a los encarcelados, rezando por los presos, hombres y mujeres, que hay en las cárceles del mundo entero. Comienza a visitarles con tu oración llena de amor y misericordia, sin juzgarles ni condenarles en tu corazón. Según el santo Evangelio, son “Jesús para ti”. Ya sabes que la Virgen de la Mercedes, es la patrona de los cautivos.

            También visitando a un enfermo en el hospital o en su casa, le llenas de consuelo y de esperanza, al sentirse amado, recordado y valorado.

            ¿Por qué existe el mal y el sufrimiento? Ésta es la gran pregunta de la humanidad. Y la mejor respuesta es el amor de Cristo Crucificado: El dolor asumido por Jesucristo, Dios hecho hombre, que sufre en su Pasión por nuestra salvación. “Tu dolor ofrecido con amor es redentor”. Además, Dios te ha creado a ti para que tú alivies el dolor de tu prójimo, como hizo el “buen samaritano” de la parábola de Jesús[7]. Ante cualquier dolor humano, la Virgen de los Dolores siente en su corazón maternal las penas de sus hijos, los hombres y mujeres de este mundo. “Dios llora en la tierra”. Y María llora cuando sus hijos se odian y se matan en las guerras de esta tierra… Pero también la Virgen se alegra por cada obra buena, por cada gesto de amor y caridad del ser humano…

            San Pablo alaba la caridad como la máxima virtud en su precioso Himno al amor de su carta a los Corintios: “si no tengo amor, no soy nada; si no tengo amor, de nada me sirve”. Y añade después: “el amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia, el amor disculpa sin límites, aguanta sin límites... Lo más grande es el amor”[8].  Al terminar de escuchar este cántico al amor, uno piensa: “así fue María, así es María, la Virgen de la Caridad, la Madre del Amor”. Y después añadimos: “así tenemos que ser también nosotros”.

            En tiempos del apóstol Pablo, los esclavos eran muy maltratados hasta ser a veces torturados según el capricho de sus dueños. Nadie les amparaba en el Imperio Romano. Es entonces cuando San Pablo, lleno de caridad hacia estos esclavos, escribe toda una carta dirigida a Filemón para que trate al esclavo Onésimo, “no como a un esclavo, sino como a un hermano  muy querido”. Y le añade: “si yo le quiero tanto como a un hijo de mis entrañas, ¡cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano!”[9]. Es muy conocido que para los primeros cristianos “ya no hay distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”[10].

            Impulsados por el mensaje social del evangelio, los primeros cristianos distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que era posible una convivencia pacífica y solidaria entre ricos y pobres. Como enseña Juan Pablo II, “la opción preferencial por los pobres nunca es exclusiva ni discriminatoria de otros grupos”[11].

            Al escuchar las palabras de Jesucristo y del Papa, María te da su último consejo: “haced lo que Él os diga”. Lo dijo en las Bodas de Caná[12]. La frase podría parecer limitada a una situación transitoria. Sin embargo, como subraya el Papa Pablo VI[13], su alcance es muy superior: es una exhortación permanente a que nos abramos a la enseñanza de Jesús. Se da así una plena consonancia con la voz de Dios Padre en el monte Tabor: “éste es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle[14].

            Un padre y una madre acompañan a sus hijos con solicitud. Se esfuerzan en una constante acción educativa. Deben ir a una, decir lo mismo a los hijos. Así son las voces concordes del Padre y de María: “escuchad a Jesús”, “haced lo que Jesús os diga”. Es el buen consejo que cada uno de nosotros debe tratar de asimilar. Es la misma recomendación de la madre Iglesia y de los papas de Roma. Recuerda la voz fuerte y segura de Juan Pablo II: “no temáis; abrid de par en par las puertas a Cristo”.

            Pero recuerda que Jesucristo dijo a San Pedro y a los Apóstoles: “quien a vosotros os escucha, a Mí me escucha[15]. Así pues, escuchar a la Iglesia es escuchar a Cristo y obedecer al papa es obedecer a Cristo. Por tanto, también la Virgen María te anima a respetar a la Iglesia de Cristo. Ya sabes que el papa es el Vicario de Cristo en la tierra, es decir, su representante principal, por ello, también María nos dice: “haced lo que Él os diga”, también lo que os diga y enseñe el papa, Vicario de Cristo.  

            La mayoría de los papas de los primeros siglos dieron su vida y su sangre por amor, muriendo mártires de Cristo por la salvación de todo aquel mundo. Así lo hizo el primer papa San Pedro en Roma, el año 64.

            Un día le preguntó Jesús resucitado a Pedro: “¿me quieres?”.

            Y Pedro le respondió: “sí, Señor, Tú sabes que te quiero[16]. Pues bien, después de haber contemplado en las páginas de este libro, el amor de María por ti, también la Virgen te pregunta a ti, como Jesús a Pedro: hijo mío muy querido, “¿me amas más que estos?”.

            -Sí, Madre, tú sabes que te amo.

            -Pues si me amas de verdad, ama tú también a tu hermano, ama a tu prójimo. Es decir, si me amáis, amaos unos a otros como yo os he amado y os amo con todo mi Corazón maternal.

            Éste es el gran deseo de María para todos sus hijos, los hombres y mujeres de este mundo, que nos amemos, que nos queramos todos como hermanos que somos, hijos todos de Dios y de María… “Amaos los unos a los otros”, dice el Señor.

            Y permíteme esta anécdota final. Un día me preguntó un amigo mío: -¿Qué esperas de la Virgen, a cambio de lo que has estudiado y escrito por Ella?

            Y yo le respondí: -Ningún bien material; solamente, si Dios quiere, la gracia del martirio, es decir, dar mi vida por los demás.

            Igual que unos amigos míos, que son sacerdotes y seminaristas, yo también espero de la Virgen María, Reina de los Mártires, la gracia del martirio. Y así, dar la vida por amor a Jesucristo; deseamos vivir amando y morir perdonando, entregar la vida por la salvación del mundo, con todo el amor del Corazón de María.

            Muchas veces en el evangelio, Jesús te invita a no tener miedo. No temas, “no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden nada más”. Recuerda siempre en tu vida lo que afirma con tanta fuerza el apóstol san Pablo: “todo lo puedo en Aquel que me conforta[17]. Por eso, no tengas miedo, herman@, que la Virgen, tu Madre, te dará siempre fuerzas para llevar la cruz de cada día en pos de Jesús.

            Y lo más importante es presentarse con humildad ante Dios, como el publicano de la parábola de Jesús[18]. No podemos rezar con soberbia presumiendo como aquel fariseo que “se tenía por justo y despreciaba a los demás”. Por eso, cuando rezamos a la Virgen, hemos de presentarnos ante María con humildad y sencillez: “Madre de Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador; oh María, Madre mía, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador…” Porque la persona humilde llega al Corazón de Dios… Además, al mirar a la Virgen se aviva en nosotros, sus hijos, la aspiración a la humildad, a la bondad, a la santidad y a la pureza de corazón… Con Jesús y María venceremos todas las tentaciones y dificultades.           

            La victoria final es de Dios, nuestro Señor.

            El apóstol san Juan, después de mostrar en el último libro de la Biblia la gran señal que es la Mujer coronada de estrellas, indica la Victoria final de San Miguel sobre el maligno, simbolizado en el dragón: “ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías[19]. Coincide con la promesa final de la Virgen María en Fátima: “por fin, mi Corazón Inmaculado triunfará”.

            Sí, querido hermano, el Corazón de María triunfará en tu vida, haciéndote santo de verdad. Y triunfarán al final, en un tiempo no muy lejano, Jesucristo y la Virgen, llevando toda la humanidad al amor de Dios Padre.

Gustavo Johansson
sacerdote diocesano
Director espiritual de Mercabá

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[1] cf. Mateo 6, 24. [2] cf. Lucas 1, 53. [3] cf. Mateo 12, 50. [4] cf. Lucas 15, 10.

[5] cf. San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 64.

[6] cf. Mateo 25, 31-46. [7] cf. Lucas 10, 25-37. [8] cf. 1 Corintios 13, 1-13. [9] cf. Filemón 10, 16. [10] cf. Gálatas 3, 28.

[11] cf. Juan Pablo II, Centesimus Annus, n. 57.

            Tres grandes encíclicas sociales dedicó el Papa Juan Pablo II precisamente al tema social, haciendo hincapié en la necesaria solidaridad entre ricos y pobres, entre empresarios y trabajadores: Laborem Excercens en 1981, Sollicitudo Rei Socialis en 1987 y Centesimus Annus en 1991, en la festividad de San José Obrero.

[12] cf. Juan 2, 5.

[13] cf. Pablo VI, Marialis cultus, n. 57.

[14] cf. Mateo 17, 5. [15] cf. Lucas 10, 16. [16] cf. Juan 21, 15-19. [17] cf. Filipenses 4, 13. [18] cf. Lucas 18, 9-14. [19] cf. Apocalipsis 12, 1-12.