BOECIO
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Buenos Aires, 1 marzo 2020
Andrés Motto, catedrático de Filosofía

            Nació el 480 en Roma, en el seno de la ilustre y patricia familia romana de los Anicia. Se trataba de una familia convertida al cristianismo desde los tiempos de Constantino, 150 años atrás. Pasó su infancia en Egipto, desde el 487 y acompañando a su padre Flavio, nombrado cónsul durante el reinado de Odoacro y en esta ocasión prefecto de Alejandría.

            Estudió en Alejandría y Atenas, entrando en contacto con el neoplatonismo y el aristotelismo. Tras la victoria del ostrogodo Teodorico sobre Odoacro, y la sujección de la Italia septentrional bajo el dominio godo, Boecio asume el cargo de cónsul del gobierno ostrogodo de Teodorico, con apenas 30 años de edad y como reconocimiento a su dominio de la cultura y ciencia, pues ese cargo estaba reservado para los ancianos.

            No obstante, mientras Teodorico y toda la corte ostrogoda se mantenía en el arrianismo, Boecio conservó siempre su fe cristiana católica, en comunión con el papa Símaco I. Por su discreción, Boecio fue nombrado por el rey Teodorico magister officiorum de la corte ostrogoda, puesto que hoy se asemejaría al de primer ministro del reino.

            Dentro de sus múltiples tareas de gobierno, Boecio quiso transmitir el cristianismo católico, y la cultura grecolatina a ese nuevo mundo que surgía de mano de los ostrogodos. Fue así mediador entre el pasado y el futuro, entre un mundo que se derrumbaba y otro que surgía, entre la vieja fe católica y la nueva fe de los bárbaros.

            El objetivo principal de Boecio fue salvar lo principal, que a su entender era el platonismo y aristotelismo. Retomando la obra interrumpida de Cicerón, trató de trasladar al latín lo mejor del pensamiento griego, buscando siempre las concordancias entre el pensamiento de Platón y el de Aristóteles[1].

            Ahora bien, esta inmensa obra cultural quedó inconclusa[2], al verse truncada por el drama político del que no pudo salir. De este modo, y al no haber terminado de escribir su pensamiento, puede parecer que a veces Boecio se acerca más a la filosofía de Platón, y otras veces a la de Aristóteles. En su aspecto teológico, Boecio utilizó numerosos conceptos clásicos, dotando sus reflexiones de una gran precisión. Además, consideraba a la teodicea como la parte más elevada de la filosofía.

            La cuestión de su detención y ejecución es compleja[3], y puede que estuviese relacionada con los recelos ostrogodos, que veían cómo los romanos preferían antes un gobierno bizantino que el suyo ostrogodo. Por otro lado, sabemos que Boecio combatió siempre a quienes se presentaran como ambiciosos y sin escrúpulos, ya fuesen godos o romanos. Y de ahí el odio y resentimiento hacia su persona, ya fuese por unos o por otros. El hecho es que un tal Cipriano lo acusó de traición, fue suspendido de su cargo y estuvo recluido en Pavía mientras se le procesaba por:

-un crimen maiestatis, por haber ocultado unos documentos que probaban la culpabilidad del senado,
-un crimen perduellionis, por haber escrito cartas a sus amigos y al emperador de Oriente en las que proclamaba la libertad de Italia contra la tiranía goda,
-un crimen sacrilegii, por haber hecho uso de la magia.

a) Vida

            Se trata de la 1ª y más importante temática reflexionada por Beocio, ampliamente tratada en su obra De Consolatione Philosophiae, o Consolación de la Filosofía. Y lo hace desde la atracción que a todos debe irradiar la temática existencial, a la hora de plantear cuestiones como el sentido de la vida o no sentido de la vida, porqué al justo le va mal y al malo no... Todo ello en un:

-estilo coloquial, emulando los diálogos de Platón,
-discurso espiralado, en continuas aproximaciones al objeto de la discusión.

            Resulta llamativo que analice este tema Boecio desde la filosofía y no desde la teología, o que a la hora de hablar de la muerte no hiciera una referencia explícitamente cristiana[4]. Lo que ha generado las hipótesis de:

-unos, para quienes Boecio pensó escribir una Consolación filosófica, y luego otra Consolación teológica[5],
-otros, para quienes Boecio no quiso entrometer a la teología en el campo de la filosofía[
6].

            Es posible que Boecio pensara que la teología no daba por sí sola suficientes argumentos para explicar las causas y porqués de la vida[7], y que él intentara dar una respuesta honesta sobre la vida, desde lo que él conocía filosóficamente sobre la verdad. De hecho, en su análisis sobre la vida:

-no hay elementos exclusivamente cristianos[8],
-no hay ni un sólo argumento contrario a lo cristiano.

            Además, Boecio buscaba la verdad desde afirmaciones universalmente aceptadas, que pudiesen valer tanto para el neoplatonismo como para el cristianismo.

            Como pilar y cimiento de su obra, Boecio planteará que la única cultura fértil es la que llevamos en nosotros mismos, cuyas enseñanzas recrean nuestras vidas, nos ayudan en los momentos de adversidad y nos llevan a rechazar sabiamente:

-la visión sibarítica de la vida, propia de los epicúreos,
-la visión fatalista y ciega de la vida, propia de los estoicos.

a.1) Su sentido

            En el libro I de su Consolación de la Filosofía Boecio personifica a la filosofía en:

-una mujer, llena de vida aunque tenga muchos años,
-un vestido, desgarrado aunque esté confeccionada por finísimos hilos[
9]
-un médico, capaz de consolar y curar, y convencer del sentido de la vida.

            Boecio señala que la filosofía permite entender el sentido de la vida y de la muerte, ante los casos de confusión y contradicción, de misterios y acertijos. Además, ella se implica tanto en lo teórico como lo práctico, permitiendo así la contemplación de la totalidad de la vida.

            La filosofía sana como un médico, dice Boecio, yendo de las suaves medicinas iniciales a las más agresivas del final fuertes. De hecho, ante las enfermedades de la vida, la filosofía:

-comienza por guardar silencio, ante los sueños enfermizos,
-va luego liberando de los retargos, o aprisionamientos del alma en la materia,
-acaba restableciendo la memoria, o enseñanzas del discípulo en su juventud.

            Y todo ello mediante la medicación del recuerdo, que es el mejor antídoto contra la enfermedad de una sociedad corrupta, que ataca y pone en peligro a la sabiduría (como ya hizo con Anaxágoras, Séneca, Zenón, Canio, Séneca, Sorano...).

            Por otro lado, solamente mediante una actitud impasible, hacia todos los peligros del mundo, se podrá llevar sabiamente el sentido de la vida, y verse liberados de los cambiantes actos de la Fortuna, de la presión de los tiranos y de quienes nada se espera.

            Repecto al desorden que parece imperar en las cosas humanas, pasa Boecio a analizar el tema de la desgracia, planteándose si ese es el destino o no de la honestidad, y de si realmente rige o no en el mundo la ciega Fortuna. Es en este momento donde Boecio entona una oración a Dios, pidiéndola mayor intervención en los asuntos mundanos.

a.2) Sus bienes y fortuna

            En el libro I de su Consolación de la Filosofía ya había planteado Boecio referencias a la fortuna[10], acerca de que si arbitrariamente dirigía la vida de los hombres, o no era así. Ahora, en su libro II, ese va a ser su punto de partida y reflexión[11], realizando para ello el propio Boecio un careo con la fortuna[12].

           Como fruto de ese careo, la fortuna acaba diciendo de sí misma que:

-es constantemente cambiante,
-tiene por esencia la mutabilidad, como una rueda que tan pronto se está patas arriba como patas abajo,
-cambia porque también lo hace el cielo (clima), el año (estaciones) y el mar,
-recibe constantemente de los hombres expresiones de codicia, para que siempre los mantenga patas arriba,
-a unos da más bienes que a otros, y por eso es a ellos a quienes más quita,
-no es ella la que despoja, porque todos vienen ya despojados (desnudos) a este mundo.

           Diálogo con la fortuna que es cerrado por el propio Boecio con su afirmación de que “no hay peor clase de desgracia que haber sido feliz”[13].

            En ese momento, la filosofía instruye a Boecio acerca de que la fortuna, diciéndole que:

-es mala compañera,
-deja a los hombres sufrientes y desesperados,
-da cosas que no hacen feliz, siempre caducas y exteriores (riqueza, poder, fama...).

            La filosofía también alecciona a Boecio acerca del hombre, que suele inventarse mil motivos para señalar que esos bienes son importantes y esenciales, y que acaba degradándose y haciéndose del mismo nivel que las cosas. Además, continúa diciéndole la filosofía que:

-quien posee mucho necesita más, ya que en sus muchas posesiones pierde la seguridad,
-quien vive de acuerdo a la naturaleza necesita poco, ya que tiene poco que perder,
-quien pierde todo puede llegar a la virtud, al perder la vanidad y ponerse frente a la grandeza del universo.

a.3) La felicidad

            En el libro III de su Consolación de la Filosofía indica Boecio que todos los hombres quieren ser felices. Pero la cuestión estriba en que hay fundamentalmente 2 tipos de felicidad: la felicitas (o felicidad afortunada) y la beatitudo (o suma felicidad).

            La felicitas es falsa, caduca, frágil, imperfecta, mudable, terrena y aparente, y se agota en la búsqueda de riquezas, honores, poder, gloria y placeres. Seguir tras la felicidad afortunada es un camino de angustias y tensiones ya que estos bienes fragmentan al hombre; jamás permanecen iguales; nunca se dan como los imaginamos; traen muchos problemas tanto adquirirlos como retenerlos; no hacen bueno al hombre por el solo hecho de poseerlos. Por tanto, hacer de la búsqueda de estos bienes un absoluto es el gran error de la humanidad[14].

            A pesar de lo arriba afirmado, Boecio constata que la mayoría de los hombres se esfuerzan más por alcanzar los bienes sensibles que los espirituales. La tarea del hombre cabal es desechar las imitaciones de la felicidad y buscar la verdadera.

            La suma felicidad, a la que Boecio llama beatitudo, es la felicidad verdadera. La cual consiste en vivir de acuerdo a la naturaleza guiados por la razón. Esta felicidad se alcanza con la ayuda de Dios y está en Dios. Sólo en Dios, el bien perfecto, se colma el ansia de ser felices. Esta verdadera felicidad incluye el vivir de acuerdo a la virtud y tener amigos virtuosos. La fortuna nunca podrá dar esta felicidad, ni arrebatarla. Esta suma felicidad se debe buscar no en lo exterior sino dentro de uno.

            Boecio define a la felicidad como “un estado perfecto que reúne a todos los bienes”[15]. Por tanto, la felicidad unifica e integra al hombre. El bien tiene para el hombre razón de fin, ya que él sólo desea el bien. Ahora bien, el verdadero y perfecto bien es Dios; por tanto, esa es la verdadera búsqueda en la vida.

            Este rastreo no quita que el hombre moderadamente se incline por la adquisición de bienes menores: independencia, respeto, poder, fama y alegría. Éstos no son malos en sí, pero sólo se los puede apetecer si se reconoce que son bienes menores; además se debe tender a ellos subordinándolos al bien supremo. La verdadera inteligencia está en captar la unidad de la verdadera felicidad. Y esa se ha de ser buscada plenamente en el mundo de las ideas, que en definitiva está en la mente divina.

            Por tanto, las cosas de este mundo deben ser un referente para elevarse hacia las ideas. Lo malo es que, por el hecho de tener un cuerpo, o por un amor desordenado al placer, o por confundir fines con causas, el hombre pueda quedarse ensimismado, contemplando un mundo que no es concluyente ni claro. En ese sentido, el ser humano debe huir de la mentalidad de Orfeo, que perdió a su amada Eurídice al volver la vista atrás antes de salir del infierno.

b) Hombre

            Boecio señala que el hombre posee varias formas de conocimiento. En todas ellas, el sujeto tiene una función activa, ya que es él quien elabora los datos percibidos y los organiza hasta llegar al concepto, por medio de:

-los sentidos, que evalúan la forma considerada desde el punto de vista de la materia,
-la imaginación, que estima la forma sola, sin materia,
-la razón, que trasciende la forma y compara con lo universal la apariencia específica de cada ser singular,
-la inteligencia, que contempla la forma misma en su simplicidad.

            La capacidad cognoscitiva superior incluye la que le es inferior, pero no así la inferior, que no alcanza la forma de conocer superior. Estrictamente, para Boecio la forma más exclusiva de conocer del hombre es la proporcionada a través de la razón[16]. Pues la inteligencia como tal no pertenece al género humano, sino al divino, y sólo mediante el ejercicio de la razón puede el hombre elevarse y aproximarse a las razones divinas.

            Boecio señala que el hombre debe buscar la verdad y el bien, y para ello debe mantenerse en una actitud de armonía[17], no dejándose arrastrar por sus pasiones de placer, miedo, esperanza y dolor[18]. Esto implica elevarse hasta el mundo de las ideas, como tarea irrenunciable y mediante la autorreflexión.

           Así, el perfeccionamiento del hombre consiste en encauzar su voluntad hacia el bien, mediante una libertad estará bien ejercida bajo la guía de Dios, de las nobles ideas y del sometimiento a la justicia[19].

            El hombre, que es fundamentalmente su alma, debe vivir de acuerdo con la naturaleza. Lo cual implica un movimiento de regreso a su origen. Como él mismo dice, “todas las cosas tienden a reencontrar sus propios orígenes, y cada una se complace en retornar allí”[20].

            Este movimiento concluye con el encuentro con Dios, el bien perfecto que colma toda ansia de felicidad. Así, la felicidad misma no se encuentra en la posesión de los bienes pasajeros, sino en Dios. De este modo, el hombre que alcanza el sumo bien, y:

-llega a ser feliz, porque la felicidad verdadera se identifica con Dios mismo,
-se diviniza, al participar de las cosas de Dios, aún sin dejar de ser criatura.

            Boecio niega la apriorística existencia del mal, ya que éste es la ausencia de la existencia. Pero se da cuenta de que a posteriori sí existen muchos males en las vidas de los hombres. Entonces, ¿de dónde viene el mal, y por qué hay tantos males?

            A esta cuestión responde Boecio que, vistas las cosas desde la altura de las ideas divinas, no hay hombre más poderoso que el que hace el bien (porque hace cosas que plenifican), y no hay ser más débil que el que hace el mal (porque hace cosas que degradan). Pues el hombre malvado parece tener poder, pero en realidad no lo tiene. A veces, obra el malvado el mal por ignorancia; otras lo hace por la desviación del camino que le han provocado las pasiones veces.

            Pero de una y otra manera acaba el hombre animalizándose y en la miseria, perdiendo su sitio en el orden de la naturaleza. Todo lo contrario que el hombre virtuoso, que vive la vida con plenitud y se convierte en hombre pleno, ya que lo propio del hombre es obrar de acuerdo a la virtud.

            Sin negar que haya un castigo al malvado post mortem, Boecio señala que los malvados ya son castigados:

-en esta misma vida, mediante el autocastigo al que somete a su conciencia,
-por la justicia, sobre todo si la han logrado burlar, ya que ésta no les ha podido ayudar a rectificar y mejorar.

            A ese respecto, y siguiendo el diálogo que mantiene constantemente Boecio con la personificada filosofía, ésta le dirá al romano que:

“Hasta este momento he procurado hacerte reconocer que el poder de los malvados, que te parecía tan escandaloso, es en realidad inexistente, y que te dieses cuenta de que aquellos cuya impunidad recriminabas, no escapan nunca a los castigos apropiados a su maldad, y aprendieras además que su libertad de hacer el mal, para la cual rogabas un rápido fin, no dura mucho tiempo y sería más desgraciada si fuera más duradera, y aún mucho más si fuera eterna; y, finalmente, que los malvados son más desgraciados si escapan con una injusta impunidad que si son castigadas con una justa sanción. De estas consideraciones se deduce que están sometidos a los castigos más severos precisamente cuando piensan que quedan impunes”[21].

            Boecio señala que, aunque la mayoría de los mortales no juzguen así estas cuestiones, es propio del hombre sensato juzgar las cosas desde el ángulo de la virtud, y no unirse a quienes hacen consideraciones superficiales o materiales. Si los malvados se dieran cuenta de esto, ellos mismos buscarían ser castigados.

            Por su parte, lo propio del hombre sabio es ser indulgente, no odiar a nadie, ser tolerantes, amar a los buenos y compadecerse de los demás. Además, el sabio debe alejar de sí los juicios temerarios sobre quién es bueno o malo, porque frecuentemente su inteligencia es limitada.

c) Dios

            Boecio sostiene que Dios fue el creador del universo, y que lo creó para difundir el bien, ya que en quien habita la idea de bien en plenitud se descarta toda maldad. Dios lo creó todo de acuerdo a unas ideas eternas, que estaban en su mente y mediante las cuales creó, unió y dio movimiento al universo:

“Este mundo, compuesto de partes tan diferentes y opuestas, no habría podido en absoluto constituirse en una forma unitaria si no hubiese existido un ser dotado de unidad, capaz de unir elementos tan diversos. Y una vez reunidos, sin duda la misma diversidad de naturalezas en contradicción las unas con las otras lo separarían y dispersarían, si no existiera un principio de unidad capaz de mantener una cohesión entre los elementos que ha unido entre sí. El orden de la naturaleza no procedería de un modo tan estable ni los distintos elementos desplegarían movimientos tan conformes a lugares, tiempos, capacidad, espacios, cualidades, si no existiera un principio único que, permaneciendo inmóvil, regulara la inestable multiplicidad de estos cambios. Sea lo que sea eso en virtud de lo cual subsisten y se mueven los se- res creados, yo, con un nombre usado por todos, lo llamo Dios”[22].

            Boecio resalta que Dios se identifica con el bien más alto[23], y pone de prueba 3 argumentos[24]:

1º el de participación. Pues la realidad muestra que entre el Bien perfecto y el resto de bienes existe una identidad de ser, por participación.

2º el de causas no infinitas. Si los hombres tienen la noción de que algo es imperfecto, será porque tienen una idea previa de perfección. La cual, para no prolongar el argumento hasta el infinito, lleva hasta la plenitud de bien y felicidad. Dios sería ese ser plenamente perfecto y bueno;

3º el de una causa final. Si se pudiese encontrar fuera de Dios mayor perfección y bondad, este Dios ya no sería bueno ni perfecto por sí, sino que recibiría su bondad y perfección de algo mayor que él. Pero hemos dicho que Dios es el ser más grande en perfección y bondad, luego Dios ya no sería este Dios intermedio, sino el Dios original y originante del punto 2º.

            Boecio señala que la potencia, la independencia, el respeto, la celebridad y el placer son bienes en cuanto se convierten en una sola cosa, al adquirir unidad. Análogamente, señala que lo uno y el bien tienen una idéntica esencia, ya que lo que por naturaleza no tiene diferencia, tiene una misma esencia. Boecio puntualiza que se debe captar que el uno y el bien son, en Dios, idénticos.

c.1) Providencia de Dios

            Boecio parte de que el mundo está regido por Dios, y de que él quiere al mundo tal como es, desde siempre y desde su presente absoluto. Por eso, pondrá todo su empeño en averiguar la manera de regir Dios el mundo, señalando de entrada que:

-no puede hacerlo mediante instrumentos externos, pues éstos están dotados de libre voluntad,
-sí puede hacerlo mediante su propia bondad, aunque esto no se vea con claridad.

            Pone Boecio el ejemplo de los planetas del universo (donde sí que se ve una gran armonía), la tierra con sus minerales, plantas y animales (donde sí que se ve una gran armonía) y el mundo de los hombres (donde resulta más difícil percibir la gobernanza de Dios). Lo que no deja de ser extraño, y cuya diferencia debe estar en aquello que distingue a ambos mundos: la racionalidad humana[25].

            Aunque Boecio tiene una visión excesivamente providencialista, nunca negó la acción de la libertad humana. La cuestión se resumiría de la siguiente manera: Dios rige todo desde su absoluta simplicidad; pero la mente humana, debido a su limitación, no puede captar panorámicamente esta acción y necesita hacer distinciones. De este modo, distingue Boecio entre:

-la providencia, para indicar cómo Dios conduce todos los movimientos inmutables,
-el destino, para indicar cómo Dios gobierna los elementos más cambiantes.

            Boecio clarifica más esta acción de la Providencia y del destino, aportando 3 definiciones de providentia (providencia) que a su vez se corresponden con tres definiciones del fatum (destino):

“El origen de todo lo creado, toda la evolución de los seres sujetos a cambio y todo aquello que de alguna manera se mueve, tiene sus causas, su orden y su forma en la inmutabilidad de la inteligencia divina. Ésta, situada en la ciudadela de su propia simplicidad, ha determinado una compleja regla para el gobierno del universo. Esta regla, cuando se la considera en función de la pureza misma de la inteligencia divina, se denomina providencia; cuando se la considera en relación a aquello que ella mueve y ordena, los antiguos la llamaron destino. Se verá claramente que son dos cosas diferentes si se examina mentalmente la naturaleza de cada una de ellas. La providencia es, en efecto, la misma razón divina que, establecida en el principio supremo de todas las cosas, todo lo gobierna; el destino, por el contrario, es la disposición inherente a todo aquello que puede moverse, mediante el cual la providencia mantiene a cada cosa estrechamente ligada a su orden. La providencia, en efecto, abraza a todas las cosas a la vez, aunque sean diferentes, aunque sean infinitas; el destino, en cambio, distribuye el movimiento de las cosas individualmente una vez distribuidas en los lugares, formas y tiempos, de modo que este desarrollo del orden temporal que encuentra su unidad en la perspectiva de la inteligencia divina, es la providencia, mientras que esta misma unidad, una vez distribuida y desarrollada en el tiempo, se llama destino. Aunque se trata de dos entidades diferentes, cada una de ellas depende de la otra pues el orden del destino procede de la simplicidad de la providencia. Lo que resulta absolutamente evidente es que la forma inmutable y simple de aquello que ha de realizarse es la providencia, mientras que el destino es el nexo cambiante y el encadenamiento temporal de aquello que la simplicidad divina ha dispuesto llevar a cabo”[26].

            Aunque nuestra mente los capte como diferentes, destino y providencia son dos aspectos de una misma acción divina. Y conjugando estas dos acciones es como se han de entender todos los movimientos del mundo, que siempre Dios dirige al bien.

            Particular atención le dedicará Boecio a la providencia, porque ella encadena de un modo inmutable la sucesión causal. Así la providencia guía el movimiento del cielo y de los astros, como el ciclo de la naturaleza. Pero su acción no se agota con los seres irracionales, sino que continúa con los hombres libres. Es decir, fija unas condiciones sobre las cuales deberá obrar la libertad humana.

            De este modo, Boecio quiere desterrar la cuestión del azar. Y toma para ello la misma noción de azar que ya los aristotélicos rechazaban, la de “un acontecimiento producido por un movimiento accidental y sin encadenamiento de causas”[27]. Boecio no cree en la existencia del azar, indicando que lo que parece debido a la casualidad, en realidad se puede explicar por la existencia de una serie de causas, que en este momento el hombre desconoce. Estas causas están en relación con el orden que controla todo, por efecto de la providencia divina.

            En esta concepción de providencia sí se encuentran ecos de la reflexión cristiana, así como del neoplatonismo y del estoicismo de Séneca en su De Providentia:

“Algunos reciben de la providencia suertes distintamente combinadas en función de la naturaleza de sus almas: a unos los acosa para que un largo periodo de prosperidad no los ablande; a otros los trata con dureza para que fortifiquen las virtudes de su alma con el uso y práctica de la paciencia. Hay algunos que temen, más de lo justo, aquello que son perfectamente capaces de soportar, mientras que otros toman a la ligera, más de lo apropiado, aquello que no son capaces de soportar; a todos estos la providencia los conduce a través de tristes pruebas al conocimiento de sí mismos. Numerosos son los que han comprado un nombre respetable en este mundo al precio de una muerte gloriosa; algunos, inquebrantables ante la tortura, han dado al resto de los hombres ejemplo de que el mal no puede vencer a la virtud. No hay ninguna duda de que estas pruebas se producen justa y metódicamente, y en beneficio de aquellos a los que les suceden. En realidad, de las mismas premisas se deduce el que los malvados reciban unas veces un tratamiento desagradable, otras uno conforme a sus deseos. De los desagradables, evidentemente, nadie se sorprende, porque todos están convencidos de que se los merecen se trata de castigos que tienen la función tanto de disuadir a otros de hacer el mal como de corregir a aquellos mismos que los sufren, mientras que los sucesos agradables constituyen para los buenos la prueba elocuente de cómo deben valorar este tipo de prosperidad que ven a menudo al servicio de los malvados. En realidad la potencia divina es la única para la cual hasta los males se transforman en bienes, ya que, utilizándolos debidamente, logra obtener algún bien. En efecto, un orden bien preciso envuelve todas las cosas, de modo que si algo se aparta del lugar que le ha sido asignado en este orden, vuelve a caer siempre en un orden, aunque sea diferente, para que nada en el reino de la providencia sea dejado al azar”[28].

            Boecio concilia la presciencia divina con la libertad humana, ya que si no hubiera libertad humana no tendría sentido recompensar a los buenos y castigar a los malos. Incluso aún, habría que responsabilizar a Dios, autor de todos los bienes, del origen de los vicios. Tampoco tendría sentido rezar, ni tener esperanza, ya que todo estaría inmutablemente dispuesto.

            Ahora bien, para salir de este laberinto, Boecio ve necesario que se tenga una recta comprensión de lo que es la presciencia divina. Y de lo que no es, pues la prescencia divina:

-no son conjeturas de Dios, a forma de opinión humana pero mucho más perfecta,
-no es la causa de la necesidad de los acontecimientos en el tiempo, ni impone necesidad a los hechos.

            Señala Boecio que Dios conoce las cosas desde la eternidad, y que al mismo tiempo mantiene la libertad humana perfectamente intacta. Porque hay cosas que, mientras se producen, están exentas de necesidad, como son las realizadas por la libertad humana. Dios ve todo, aún lo contingente, pero lo ve sin imponerle necesidad.

            Esto se termina de comprender si se capta que la esencia de Dios es la eternidad. Desde la eternidad, Dios lo ve todo como presente, en su simple acto de conocimiento. Mientras que para el hombre, que habita en el tiempo, todo es pasado, presente y futuro. De este modo, todas las cosas presentes en la mente de Dios acaban realizándose:

-algunas por la necesidad misma de las cosas,
-otras por medio de un acto libre del que las realiza.

            Como acaba diciendo Boecio, “este conocimiento divino previo no altera la naturaleza de las cosas ni su propiedad y las ve presentes ante sí, tal como se producirán en el tiempo en algún momento futuro. No se confunde en los juicios que hace sobre las cosas y, con una sola mirada de su inteligencia, distingue tanto lo que sucederá de manera necesaria como lo que sucederá de manera no necesaria”[29].

c.2) Tiempo y eternidad

            Boecio afirma que en Dios no hay movimiento, y que por tanto, él está fuera del tiempo. Pues el tiempo es la medida del movimiento, y donde no hay movimiento no hay tiempo. Por tanto, Dios no deviene, pues él es acto puro, es el motor inmóvil, y de él simplemente se puede decir que es. Por tanto, lo que para nosotros es tiempo sucesional, para Dios es presente.

            Boecio define a la eternidad como “la posesión tan completa como perfecta de una vida ilimitada”[30]. Elimina así de su noción toda idea de sucesión. La eternidad es una duración real que trasciende al tiempo en cuanto niega lo esencial del tiempo, que es la subdivisión en instantes. O si se quiere, la eternidad sería un instante permanente. Esta es la noción decisiva de la eternidad. Por otro lado, al referirse a la eternidad mediante el término posesión, Boecio está tratando de excluir de la idea de una eternidad negativa, como mera ausencia de tiempo.

            Con todos esos conceptos, tendríamos que el único ser eterno sería Dios, ya que la eternidad es inseparable de la inmutabilidad, atributo exclusivo de Dios. Como explica el mismo Boecio, Dios es “el que aprehende y posee en una sola vez la completa totalidad de la plenitud de una vida sin límites, aquel a quien no le falta nada del futuro ni se le ha escapado nada del pasado es considerado con razón eterno; y es inevitable que este ser, totalmente dueño de sí mismo, esté siempre presente para sí mismo y tenga como presente el infinito transcurrir del tiempo”[31].

            Para Boecio, aunque hubiera algo infinito, no por ello sería eterno. Porque lo infinito está sometido a la ley del tiempo, y ningún ser situado en el tiempo puede abrazar simultáneamente toda la duración de su existencia. El tiempo es un instante que fluye entre el pasado, el presente y el futuro. Por tanto, la simultaneidad del presente en el hombre es muy limitada, porque está inmersa en el tiempo y necesariamente incluye pasado y futuro.

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  Act: 01/03/20       @fichas de filosofía            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] BOECIO expresó su programa científico en el prólogo a su Commentarii in librum Aristotelis Perihermeneias, en el que expone su enciclopédico programa de traducir al latín, y comentar, toda la obra de lógica, moral y física de Aristóteles, y a continuación la de Platón, demostrando así la sustancial compatibilidad entre platonismo y aristotelismo, en el marco de un proyecto unitario del saber humano.

[2] En esta posición BOECIO es un continuador del neoplatonismo, especialmente de PLOTINO y PORFIRIO.

[3] cf. BOECIO, La Consolación de la Filosofía, Libro I, cap. IV, 4-46.

[4] Por ejemplo, MORO comparó su prisión en la Torre de Londres con la detención de Jesús, como se ven reflejadas en sus Cartas desde la Torre de Londres.

[5] Como TRANKLE, que opina que Boecio se preparaba para escribir una Consolación de la Teología, tras haber escrito su versión filosófica. Pero que la muerte le llegó antes de haber podido llevarlo a cabo.

[6] Como REALE y ANTISERI, que sostienen que Boecio eligió argumentos filosóficos para analizar la temática de la vida porque ese había sido siempre el plan organizativo del mundo clásico, distinguiendo claramente la disciplina filosófica de la disciplina teológica.

[7] Pues BOECIO se dirigía a una auditorio no del todo cristiano, y de ahí que les argumentara con razones paganas. Lo mismo que hará en el futuro ERASMO en su Elogio de la Locura, a la hora de recurrir a la cultura clásica a la hora de abordar la cuestión del apego al dinero, y no recurrir a las temáticas evangélicas. Pues entendía que su recurso al pensamiento clásico potenciaría la reflexión del auditorio.

[8] Salvo las nociones de creación y de providencia, esta última entendida en un sentido aunque no exclusivo, sí claramente.

[9] En este caso, la ropa de la filosofía está desgarrada por su multitud de pequeñas escuelas filosóficas (como la epicúrea, estoica, ecléctica...), que van arrancando a jirones el vestido global de la filosofía.

[10] La diosa Fortuna de la época clásica romana era una reproducción de la tique Se la representaba con el cuerno de la abundancia, con una rueda en movimiento, con la cual dirige el rumbo de la vida humana, y casi siempre ciega, manifestando lo cambiante y el que no se prendaba de nadie.

[11] En el libro II, de manera figurada (prosopopeya), aparece la fortuna y ejerce su descargo. A su vez, en el libro III BOECIO presenta la necedad de la falsa felicidad pero ya con una argumentación más lógica, sin personificar a la fortuna.

[12] En la obra, BOECIO le permite a la fortuna hacer su descargo, cosa que a él no le fue concedida. Quizás con la intención que una vez leída esta obra a él también se le permita hacerlo.

[13] cf. BOECIO, Consolación de la Filosofía, libro II, cap. I, 4.

[14] cf. BOECIO, op.cit, libro III, cap. VIII, 1-6.

[15] cf. Ibid, libro III, cap. II, 3. [16] cf. Ibid, libro I, cap. V, 4-5.

[17] La antropología de BOECIO fluctúa, como todo su pensamiento, entre elementos platónicos y aristotélicos. Señala que el hombre es un ser inteligente y libre. Ya que para él no puede existir una naturaleza.

[18] cf. BOECIO, Consolación de la Filosofía, libro V, cap. II, 3-11.

[19] cf. BOECIO, op.cit, libro I, cap. VII, 20-30.

[20] cf. Ibid, libro V, cap. V, 3-4. [21] cf. Ibid, libro III, cap. II, 34-35. [22] cf. Ibid, libro III, cap. XII, 5-8.

[23] Desde las bases de distinción entre Dios y el mundo, BOECIO sostiene su doctrina de la creación: Dios crea para difundir el bien, ya que la idea de bien está en Él de un modo pleno y acabado.

            Al referirse a Dios en su De Trinitate, BOECIO afirma que la “substancia divina es forma sin materia”, y que, consecuentemente:

-Dios es forma pura, y de ahí que sólo haya un Dios,
-Dios es substancia supersustancial y no creatural, y de ahí que sea el Sumo Bien, origen de los bienes creados.

[24] cf. BOECIO, Consolación de la Filosofía, libro III, cap. X y XI.

[25] Aunque BOECIO está de acuerdo con la ética estoica acerca de la necesidad de las virtudes del valor, la hombría y la serenidad, discrepa con ellos sobre que la vida está regida por el destino y que frente a él lo único que se puede oponer es la libertad.

[26] cf. BOECIO, Consolación de la Filosofía, libro IV, cap. VI, 7-13.

[27] cf. BOECIO, op.cit, libro V, cap. I, 8.

[28] cf. Ibid, libro IV, cap. VI, 40-53. [29] cf. Ibid, libro V, cap. VI, 21-22. [30] cf. Ibid, libro V, cap. VI, 4. [31] cf. Ibid, libro V, cap. VI, 8.