CICERÓN
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Nuevo León, 1 mayo 2022
Rolando Picos, catedrático de Filosofía

a) Vida y Obra

            Nació el 106 a.C. en Arpino (Lacio), localidad situada al sur de Roma. Al igual que su paisano el general y político Cayo Mario, Cicerón era un homo novus, esto es, no pertenecía a la aristocracia romana, por lo que desde un primer momento sabía que, si quería hacer carrera política, debía destacar por sus propios méritos personales y ofrecer a la oligarquía gobernante ciertas cualidades que hicieran de él alguien imprescindible.

            El padre de Cicerón encomendó la formación jurídica de su hijo al pontífice Escévola, uno de los mejores juristas de la época. Y de esta manera, introdujo al joven en los ambientes políticos de Roma. Junto al estudio del derecho romano, Cicerón recibió clases de retórica de Molón de Rodas y de filosofía del estoico Diódoto y del académico Filón de Larisa. El impacto de este último en la formación del Arpinate fue inmediato y perduró toda su vida, pues sus clases ofrecieron al joven aprendiz la posibilidad de combinar la enseñanza de la oratoria con la de la filosofía.

            Pronto inició su carrera como abogado encargándose de la defensa de Amerino, para quien consiguió la absolución. El discurso Pro Roscio Amerino constituyó su carta pública de presentación como promesa de la oratoria, pero en él Cicerón había realizado alguna crítica implícita al dictador Sila, por lo que por razones de prudencia emprendió viaje a Grecia, para terminar su formación.

            El 77 a.C. regresó Cicerón a Roma convertido en un orador maduro, dispuesto a iniciar el cursus honorum. Entre los años 75 y 74 a.C. fue cuestor en Sicilia. A su regreso, inició una brillante carrera como abogado. Sin embargo, el juicio que lo catapultó a la fama no tuvo lugar hasta el 70 a.C, cuando fue llamado por algunos ciudadanos de Sicilia para sostener la acusación contra Verres, antiguo pretor en Sicilia cuyas prácticas corruptas habían sembrado de descontento una isla próspera y rica.

            Pero fue tal la tromba de acusaciones que el Arpinate lanzó contra él, que Verres huyó hacia el exilio. Desde entonces, avalado por su fama de brillante orador, consiguió ser edil (70 a.C), pretor (66 a.C) y primer cónsul, la más alta magistratura romana (63 a.C).

b) Pensamiento

            Durante su consulado, Cicerón debió atender a graves problemas que acuciaban a la República, como el de la reforma agraria, tantas veces solicitada por los tribunos de la plebe. El Arpinate siempre se mostró en contra del reparto de la tierra, y abogó por la inviolabilidad del derecho de propiedad. A este respecto, son famosos sus discursos pronunciados durante el 1º mes de su consulado, contra el proyecto del tribuno Rulo.

            A esta situación había que sumarle las crecientes reivindicaciones de la plebe en relación con el reparto de riqueza apenas referido. El tribunado de la plebe, que representaba los intereses de esta parte importantísima y mayoritaria del pueblo, se había convertido en una magistratura poderosa que ofrecía enorme visibilidad a quienes la ocupaban.

            Cicerón vio en este hecho una amenaza para los valores republicanos, pues un líder de la oligarquía que tuviera el apoyo del pueblo no tendría muchas dificultades para acabar con las antiguas libertades (que, ciertamente, sólo una parte poseía) e instaurar un gobierno autocrático y personalista.

            Éste había sido el intento de Catilina, y lo fue después de Clodio, quien promovió una ley ad hominem para llevar a Cicerón al exilio y despojarle de algunos de sus bienes. Y ante todo era el caso de César, con quien Cicerón mantuvo siempre una relación ambivalente: por un lado, sentía aprecio y respeto ( por el brillante militar e intelectual), pero por otro lado rechazaba sus pretensiones de concentración de poder (que mostraba y que acabó por detentar en sus últimos años).

            La producción filosófica de Cicerón comienza precisamente tras su consulado, y posterior caída en desgracia. Obligado a un periodo de otium cum dignitate, el Arpinate decidió dedicarse a la reflexión filosófica. Los tratados de Cicerón de esta época se introducen de lleno en los problemas de las principales tendencias del periodo: el estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo académico.

            Se ha dicho muchas veces que en ellos se contienen tan sólo recopilaciones de las principales ideas de estas escuelas, pero es necesario comprender que esta manera de exponer las distintas filosofías se basaba en 2 aspectos fundamentales in utram que partem:

-presentado primero los argumentos de una posición,
-concediendo después la palabra a quien defendía los argumentos contrarios.

            De esta manera se presentaba al lector las posiciones de cada contrincante en el debate. De ahí que la filosofía y la oratoria no pudieran darse por separado, pues todo discurso filosófico debía incorporar a sus argumentos el elemento persuasivo. Carnéades, antiguo escolarca de la Academia, era para Cicerón el máximo ejemplo de esta forma de reflexionar filosóficamente. En su República, nos dice Cicerón que en la embajada de filósofos griegos, que habló ante el Senado romano en 155 a.C, el académico sorprendió a todos defendiendo un día la justicia y otro la injusticia.

            Del pensamiento de Carnéades deriva el 2º aspecto que define la forma ciceroniana de hacer filosofía: la idea de que la verdad es algo muy difícil de alcanzar, y que, a lo sumo podemos determinar que una tesis es más probable que otra debido a que puede defenderse con mejores argumentos. Cicerón encontró en esta idea un poderoso aliado para la defensa de su proyecto político, ya que el probabilismo le permitía:

-la suspensión del juicio de todas aquellas ideas que supusieran una innovación radical, que tratara de acabar con las tradiciones existentes,
-la apertura hacia una progresiva adaptación de las tradiciones a los nuevos tiempos.

            La teoría política ciceroniana se basa en la premisa según la cual los valores de una comunidad se deben a un esfuerzo colectivo. Un esfuerzo colectivo que no se define en una sola generación, sino que se conforma con el paso del tiempo. Por lo tanto, la antigüedad de las tradiciones es un argumento a favor de su verosimilitud, en la medida en que su conservación requiere superar los obstáculos y las razones de aquellos que han tratado de refutarlas.

            Dicho de otra forma, la verosimilitud de una tradición (o de una idea) será más probable cuanto más antigua sea. Su mantenimiento es por ello un síntoma inequívoco de su valor para la comunidad. Sólo las que entran en desuso, o que resultan imposibles de defender en un determinado momento histórico, deben dejar paso a nuevas ideas dotadas de mejores razones o argumentos, lo que permite a las sociedades una progresiva renovación.

            Cicerón cree además que, sobre la base del éxito derivado de su permanencia, sería posible ponerse de acuerdo en torno a una serie de principios y valores supremos, propios del género humano, que conformarían un derecho natural aplicable a todos los pueblos:

“Esta doctrina está confirmada por la prudencia de nuestros antepasados, quienes afirman que todo hombre debía prestar juramento conforme a la convicción del espíritu; que nadie es responsable sino del engaño cometido a sabiendas, porque la ignorancia voluntaria se presenta en la vida con demasiada frecuencia; que al dar testimonio de algo se diga ‘así lo creo’, aun tratándose de cosas que el testigo haya visto por sus propios ojos. Y finalmente, que los jueces dignos de fe deben declarar después de estudiar y conocer la causa”[1].

            Cicerón no fue tan ingenuo como para pensar que la permanencia de estos principios (valores o tradiciones) dependía solamente de una buena defensa argumental, porque existen elementos emocionales que pueden contribuir a su auge o caída. Por ello, resulta conveniente refrenar el carisma de ciertos líderes. Es éste uno de los motivos por los que Cicerón se opone al modelo de sabio estoico. Recordemos que el estoicismo había adquirido en Roma mucha fuerza a partir del s. II a.C, por presentar una propuesta ética que encajaba muy bien con el espíritu romano, profundamente puritano y aferrado a las tradiciones ancestrales.

            Cicerón nada tenía que objetar a la férrea moralidad estoica, salvo quizás un énfasis excesivamente dogmático en la defensa de sus postulados. Sin embargo, para los estoicos, el mundo se dividía entre aquellos que ostentaban la condición de sabio y el resto. El sabio estoico era un personaje de una fortaleza tal que podía ser feliz incluso en el potro de tortura, un prototipo de integridad moral prácticamente imposible de alcanzar. De ahí que la práctica totalidad de los humanos debían conformarse con ser únicamente aprendices, que se mantenían con mayor o menor dignidad dentro de la ignorancia.

            Cicerón combatió este riesgo en sus últimos años, primero contra las pretensiones de César, y más tarde contra las de Marco Antonio, hasta que éste fue asesinado por orden suya (el 7 diciembre 43 a.C). Lo hizo a través de sus discursos políticos y sus tratados de filosofía, en los que se enfrenta contra los epicúreos y estoicos.

            Se trate el tema que se trate, siempre puede hacerse de estos tratados una lectura en clave política. Incluso los que tradicionalmente se han considerado que abordaban otro tipo de cuestiones (teológicas, epistemológicas o éticas), como Naturaleza de los Dioses, el Supremo Bien y del Supremo Mal o Sobre los Deberes, miran hacia los problemas de su tiempo y tratan de enfrentar las posturas griegas (propias de una filosofía de escuela) con las posturas romanas (que atisban en cada tesis filosófica una consecuencia práctica, en términos de utilidad para la comunidad).

            Las obras de Cicerón suelen tener forma de diálogo, en el que se contraponen distintas tesis. En ocasiones, suele haber un representante de cada escuela filosófica; en otras, los personajes son celebridades del pasado político romano a las que admiraba. A través de ellos, el Arpinate va introduciendo sus ideas, casi siempre de manera velada.

            El efecto que se consigue con ello es evidente: lanzar un hilo que vincule las ideas defendidas en sus obras con las que mantuvieron los antepasados del pueblo romano. El objetivo también parece obvio: actualizar y preservar la memoria común del pueblo, que se encontraba desde hacía tiempo gravemente fragmentado.

            La cohesión de la comunidad se convierte así en el objetivo primordial de este conservadurismo abierto a los cambios, que Cicerón defendió filosóficamente y que ha tenido una enorme influencia en otros filósofos posteriores a él, como Locke, Montesquieu, Burke o Strauss.

c) Oratoria y Filosofía

            Durante muchos años, Cicerón compaginó el ejercicio de la política con su actividad como abogado. Su oratoria no era ni de un clasicismo sencillo ni de un barroquismo exagerado. Combinando los estilos de distintos oradores del pasado, concebía sus discursos como instrumentos de comunicación de sus ideas políticas.

            En este proyecto resultó central esa idea que había recibido de su maestro, el académico Filón, de considerar la oratoria y la filosofía como las 2 caras de la misma moneda. De ahí que no resulte extraño que en muchos de ellos encontremos no sólo un alegato en favor del defendido, sino auténticos tratados de antropología política en los que se formula una idea muy nítida del comportamiento virtuoso del ciudadano, y de su papel en la preservación de la República Romana.

            Pero antes de tratar sobre el programa filosófico-político de Cicerón o, lo que es lo mismo, sobre su filosofía política, conviene señalar en pocas palabras cómo se articula en su pensamiento esta conjunción entre oratoria y filosofía. ¿Qué entendía Cicerón por estos términos? A través de una conversación entre 2 oradores romanos cuyo compromiso político había sido muy intenso en la Roma de una generación anterior a la de nuestro autor, Cicerón expuso en su obra Sobre el Orador qué papel debían tener la elocuencia y la filosofía en todo discurso y la imposibilidad de que una y otra pudieran existir por separado.

            Cicerón distingue con claridad la oratoria de la retórica. Mientras que la 1ª se refiere a la habilidad en el decir (a la capacidad de articular y pronunciar discursos), la 2ª se asocia siempre con una preceptiva de escuela griega. Mientras que la retórica es un producto griego, la oratoria (eloquentia) se asocia con la actividad política romana. En consecuencia, es la elocuencia la que debe interesar al orador, en la medida en que su utilidad, frente a los ejercicios retóricos escolares griegos, es eminentemente política.

            En cuanto a la filosofía, Cicerón maneja en esta obra un concepto muy específico: filosofía es dialéctica, o instrumento para el análisis de todos los asuntos de la vida. Aunque su mayor utilidad está en el servicio a la patria, que no se agota con su uso en el ejercicio de las magistraturas. Así, cuando por cualquier circunstancia la acción directa ya no es posible (bien porque nos vemos expulsados del foro, o marginados por el poder de un tirano), la filosofía nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nuestras ideas, y contribuir con ello a la restauración de las libertades perdidas.

            Frente a la reflexión filosófica griega, enredada en cuestiones teóricas que poco tenían que ver con los asuntos que atañían a la convivencia entre los romanos, el concepto ciceroniano de filosofía ensalza su valor político, incluso cuando no es posible intervenir directamente en política. Este es el sentido de la expresión ciceroniana otium cum dignitate, contrapuesta al ocio improductivo de los griegos. Además del método dialéctico, la filosofía nos ofrece un modelo de vida basado en la razón y el equilibrio de las pasiones, en el examen permanente de nuestras acciones y capacidades. En definitiva: la filosofía nos ayuda a conocer nuestras cualidades y nuestros límites, y nos permite valorar a posteriori la experiencia en su conjunto, para obtener de este examen el mayor consuelo.

            Cicerón solía reprochar a los filósofos griegos su incapacidad para atender a los asuntos cotidianos. Según él, la mayor parte de ellos solían esparcir sus semillas en campo yermo. Este hecho podía tener una disculpa cuando se trataba de los filósofos más excelsos (Platón y Aristóteles), cuyas reflexiones sí habían contribuido al establecimiento de marcos de comprensión útiles para la política.

            Sin embargo, su condena era implacable cuando se refería a los epicúreos, que promovían el asentamiento en pequeñas comunidades de vida aisladas de la comunidad, y regidas por la filosofía del maestro: “Si los epicúreos nos convencieran de esto (de que no es de sabios dedicarse a los asuntos públicos) a nosotros y a los mejores, ellos mismos no podrán dedicarse a sus cosas, que es lo que desean en particular”[2].

            Alguien ha de dedicarse a gestionar la convivencia, y a mantener la comunidad cohesionada y en paz. De ahí que la filosofía no deba quedarse en una mera theoria, sino que deba pasar a la praxis política. Un discurso en el Senado puede ser un ejercicio de filosofía, bien porque el orador se vale de la dialéctica para dirigir una argumentación, bien porque emplea su locuacidad para manifestar con un estilo propio las costumbres y tradiciones romanas. Este carácter práctico-político es quizás el aspecto más propiamente romano de la propuesta ciceroniana, y por ello Craso (el insigne personaje de Sobre el Orador) se atreve a decir que Roma ha superado a Grecia en sabiduría.

            Si lo propio de la filosofía es que nos permite dar contenido a nuestros discursos políticos, la elocuencia es la forma, y es tan importante como aquella. Cicerón es claro al respecto: es el cuidado del lenguaje (el modo en que se pronuncian las frases, la manera en la que se mueve el orador cuando habla) el que permite apreciar el estilo en el discurso. No es posible separar contenido (res) y forma (verba), pues (afirma Craso) “al constar todo discurso de contenido y de palabras, ni las palabras pueden tener asiento si eliminas el contenido, ni el contenido brilla si apartas las palabras”[3].

            La importancia de la elocuencia consiste en que, a través de ella, se consigue aunar una forma y una vivencia política, al servicio de la comunidad. Además, la elocuencia, como instrumento de persuasión, se encarga de velar por el mantenimiento de la unidad de las diversas ramificaciones del saber, que encuentran su punto de unión en la figura del orador. Por su parte, la elocuencia sin filosofía no es más que un saber vacío. La filosofía ofrece un contenido para dicha forma, y aunque no es el único posible, resulta el saber más alto y primordial.

            Para Cicerón, filosofía y elocuencia, en tanto que constituyen contenido y forma del discurso, deben caminar siempre de la mano. Y tratarlos como ámbitos separados significaría reducirlos a un mero otium griego, haciendo de ellos un puro ejercicio escolar:

“Y ahora, si alguien quiere llamar orador al filósofo que nos proporciona abundancia de conocimientos y recursos estilísticos, por mí, puede hacerlo; o si prefiere llamar filósofo al orador del que yo digo que tiene la sabiduría unida a la elocuencia, no se lo impediré; con tal que quede claro que ni es loable la incapacidad oratoria de quien conoce un tema, pero es incapaz de exponerlo, ni la falta de preparación de quien, andando escaso de conocimientos, no le faltan palabras, porque en un orador completo está incluida la sabiduría, mientras que en el conocimiento filosófico no está necesariamente incluida la elocuencia”[4].

            Cicerón dedicó otras obras al desarrollo de algunas de estas ideas. Pero la intención última de todas ellas fue la configuración de un modelo de orador, “la imagen perfecta de la elocuencia” (como dice en su Orador) cuyo objetivo era cumplir en Roma la misma función que la figura del guardián-filósofo cumple en la ciudad ideal que Platón expone en su República, y que Cicerón conocía en profundidad. En el Brutus, incluso inventó Cicerón una genealogía para este modelo, asignando cualidades oratorias sorprendentes a personajes del pasado de Roma. Se trataba de diseñar una historia de la elocuencia romana, cuya culminación era él mismo como materialización máxima del modelo.

d) Oratoria y Política

            Con estos dos términos, que resumen a la perfección los aspectos centrales de su pensamiento y de su vida, titula Narducci una de sus obras más conocidas sobre Cicerón. Palabra y política porque Cicerón combinó de manera magistral el arte oratorio y el servicio a Roma. Como orador, resulta imposible exagerar su fama. Quintiliano, el famoso maestro de retórica calagurritano, dijo de él que el de Cicerón “no era el nombre propio de un hombre, sino el de la elocuencia misma”.

            A la labor de hilvanar palabras en discursos, Cicerón sumó algo que pocos habían ensayado hasta entonces: desafiar el potencial creativo de la lengua latina, a la que nutrió con vocablos nuevos que trataban de trasponer conceptos o ideas procedentes de la cultura griega (hasta entonces desconocidos para los romanos). Y dado que en su época Grecia era ante todo un referente filosófico, Cicerón estableció unos cimientos sólidos para la reflexión filosófica romana, allanando el camino para que los filósofos posteriores pudieran expresarse en latín.

            Tampoco es posible exagerar la relevancia en la política romana de Cicerón, en la que alcanzó las más altas magistraturas y donde llegó a ser investido con el título honorífico de pater patriae por su decisiva actuación en el desenmascaramiento y represión de la conjuración de Catilina, un aristócrata con pretensiones tiránicas. Gracias a las Catilinarias, o conjunto de discursos que dirigió en el Senado contra el prócer romano, Cicerón adquirió una enorme popularidad.

            La especificidad de Cicerón, con respecto a otros filósofos anteriores y posteriores a él, se deriva de su singular biografía. No estamos ante un hombre que se aparta de los asuntos mundanos y que se dedica a la enseñanza escolar de la filosofía, o a la mera reflexión privada. Al contrario, su figura se nos muestra como un extraordinario ejemplo de las posibilidades que ofrece el matrimonio entre la reflexión teórica y la práctica política, algo sumamente difícil y que se ha repetido pocas veces en la historia.

            Ni siquiera Platón, cuyo pensamiento poseía una evidente finalidad política, fue capaz de combinar con éxito la reflexión sobre las posibilidades de un gobierno justo, y su materialización en una comunidad concreta, pues su proyecto fracasó estrepitosamente en Sicilia.

            Cicerón tuvo a Platón como máximo referente de la filosofía griega, apreciando en él la inspiración política de su filosofía, pues asentaba las bases para alcanzar un acuerdo entre las distintas facciones de la ciudad en torno a un gobierno razonable y justo (es decir, equilibrado y sensato). Siguiendo esta idea, la filosofía de Cicerón trató de erigirse como la imbatible fortaleza de los valores tradicionales republicanos (las mores maiorum), empleados como criterio último de la estabilidad de un sistema político capaz de preservar las libertades ciudadanas de los romanos.

e) Amistad política

            Las relaciones entre política y amistad siempre fueron complejas en Roma. La política representa el campo de lo público, de lo que debe ser puesto en común (ex-puesto) y participado en la comunidad. La amistad, a su vez, entrevera lo público y lo privado, pues los lazos de la amistad exigen entre amigos la comunión de intereses y su isonomia, y la igualdad esencial que implica el reconocimiento del otro: “Toda amistad es, en efecto, particular: cada individuo tiene su círculo personal de amigos, pero ese círculo forma una comunidad que es como la imagen reducida de la ciudad”[5].

            La comunidad política es algo más que un mero contrato social sustentado en normas utilitarias. No hay comunidad política que no esté basada, en sus cimientos, en la philia común entre los individuos en la búsqueda de lo que Aristóteles denomina “la vida buena”[6].

            La vida buena representa la síntesis armónica del bien individual y colectivo en la que se busca cumplir con el fin último del hombre, que era para Aristóteles la conquista de la felicidad. La vida buena presupone, en su forma más perfecta, el ejercicio, actividad y perfección de las capacidades que se encuentran presentes en la naturaleza del hombre (es decir, del desarrollo de su virtud moral[7]). El estado, recordemos, es esencialmente una comunidad moral.

            La amistad es para Cicerón la más política de las virtudes, y puede decirse que la verdadera amistad (aquella que supera los horizontes de la utilidad o del placer) educa en la virtud y en la verdad, de tal forma que se convierte en instrumento de conocimiento de sí mismo y del otro. De este hecho deriva su utilidad en la construcción de las relaciones humanas.

            En el centro de este proceso, la identidad compartida se revela como algo que hace posible la vida común, de los diferentes e iguales. La enemistad, o enfrentamiento no mediado por la política o por la ley (o dominado por el interés particular), se representa, en contraposición, como el mayor obstáculo a todo proyecto de armonía y de phronesis individual y social (que, en este sentido, representa la posibilidad de realizar el telos humano):

“Si con esto no se entiende cuán grande es la fuerza de la amistad y concordia, por las disensiones y discordias puede percibirse. ¿Qué casa, en efecto, es tan estable, qué ciudad tan firme, que no pueda ser derribada de raíz por los odios y desavenencias? Por lo cual puede juzgarse cuánto bien hay en la amistad”[8].

            El mundo romano presenta características que, si bien marcan ciertas continuidades culturales, lo alejan y distinguen del mundo helénico. Ya no se trata de la polis cerrada y autárquica (cerrada sobre sus propios valores), sino de una forma de ser y vivir totalmente nueva, en un nuevo contexto civilizador, marcado por la expansión y el dominio de Roma, que mezcla la asimilación y la conquista.

            Estos nuevos elementos no pueden dejar de ser considerados a la hora de plantear las características particulares del tipo de relaciones interpersonales que se llevaron a cabo en la vía romana, y de los elementos político-filosóficos inscritos en su ethos. Ellos se reflejan, entre otros elementos, en una mentalidad más práctica, y se inscriben en la vertiente ética de la humanitas como adaptación a las nuevas circunstancias del modelo formativo de la paideia griega[9].

            En el ámbito filosófico, la descomposición de la polis (que precede al imperio alejandrino) y la aparición de las escuelas post-aristotélicas (en el Imperio Romano) obligan a un cambio de acción en la “preocupación de sí”, y a una idea de amistad ligada a una dimensión colectiva. Es decir, ya no se puede ser amigo sólo para hacer y escuchar filosofía, o para compartir intereses y aspiraciones comunes, sino también para protegerse del entorno político y para la autodefensa.

            En el contexto de la intensa vida política de las postrimerías de la República Romana, y de la lucha de intereses que ello representa, muchos se hacen amigos para sobrevivir, y eso genera la clientela de la amistad. La lucha y rivalidad política de facciones propicia la compra de lealtades, favores y acuerdos por conveniencia, de tal forma que este tipo de relación se convierte en la base del sostenimiento de una amistad que se realiza más en el plan de la supervivencia que del afecto gratuito.

            A pesar de todo, en medio de esta matemática de la negociación de las relaciones personales, ello no significa la cancelación de la amistad entendida como una relación personal, auténtica, íntima y complementaria de la vida pública (tesis que, ejemplificada en la obra de Cicerón, subyace al planteamiento de este ensayo). Es decir, para hablar de una dimensión estética de la amistad, se requiere precisamente que haya una crisis de las relaciones interpersonales (enmarcadas en conflictos sociales), como las que contextualizan la decadencia de la República Romana. Veamos en adelante este contexto.

e.1) La amicitia

            Roma fue testigo de una transformación de las relaciones de amistad que se proyectó de la esfera individual al ámbito de la política, jugando un papel fundamental en las luchas de poder de los diferentes bandos en pugna durante la República, aspecto que se extendió a la época imperial.

            El nuevo contexto sociopolítico determinó que en Roma, a diferencia de la teorización de la philia griega, las reflexiones sobre la amicitia no fueran hechas ya exclusivamente por filósofos o literatos, sino por hombres que, como Cicerón, son los representantes de los intereses de las clases dominantes, ligados al ejercicio activo de la política. De ahí pues que al ideal del sabio griego, de una fisonomía teórica tan elevada sobre la amistad que resulta utópica, “se contrapone en Roma un ideal de sabiduría más práctico (diríamos de buen sentido), que coincide en muchos aspectos con las señas de identidad del político”[10].

            En Roma la amistad pasa a ser una virtud ligada a la relación del hombre con el estado, y en su espacio pragmático se traduce en redes de lealtad y solidaridad política. Redes tan necesarias cuando los intereses de grupos antagónicos se enfrentan en la búsqueda del poder. De ahí que sea imposible hablar de la amistad sin hacer referencia también a la enemistad y rivalidad interna, de las diferentes facciones políticas que, más que las conquistas externas, fue el supremo enemigo de la República[11].

            Por otra parte, es posible asociar el uso de la amicitia en el terreno de las relaciones políticas de Roma con sus aliados externos[12], aunque esta relación siempre estuvo supeditada a sus intereses políticos estratégicos. De acuerdo a lo anterior, si bien el ejercicio de la amistad fue reconocida moralmente en el ámbito público y privado, fue también un necesario (y auto-interesado) instrumento para el avance político y social de sus practicantes.

            Desde el terreno filosófico, el marco de la reflexión romana de la amistad en la República fue el llamado estoicismo medio, que se expande por todo el Mediterráneo ligado a la obra de Panecio (185-109 a.C) y Posidonio (135-50 a.C), quienes ejercen una profunda influencia en el político romano, que adaptan los principios generales de la Estoa a las condiciones particulares de la mentalidad romana de la época (más ligada a una concepción activa que pasiva del espíritu humano), y que rechazan (como en el caso de Panecio) la heimarmrne o destino inevitable e independiente de la voluntad humana.

            El éxito del estoicismo radicó en forjar la base moral a partir de la tradición, en el retorno a las virtudes que recordaban el esfuerzo en la construcción del estado romano, y en la sencillez y sobriedad de vida que ofrece (en oposición al lujo y dispendio de las élites aristocráticas romanas). Estas virtudes se expresaban en el ámbito personal y colectivo como:

-la gravitas, que marcaba el sentido de la importancia de un asunto, y la responsabilidad y determinación con que se atiende,
-la nobilitas, que indica el conjunto de acciones nobles dentro de la esfera pública.

            De ahí, pues, la preeminencia que tendrán personajes como Catón (243-149 a.C), o Escipión (236-186 a.C), que representan los arquetipos de la virtud a seguir, ajenos a las ambiciones que habrían de transformar la mentalidad de la política romana ,hasta llegar a un pragmatismo de la acción pública. Ellos son, como nos lo recuerda el propio Cicerón, modelos de conducta y autoridad moral que él mismo toma como referencia literaria, tal y como lo lleva a cabo en su Sueño de Escipión (obra donde, más allá de destacar el valor de la patria y la recompensa que aguarda a sus defensores, establece toda una idea de la virtud y del lugar que corresponde al hombre en el universo[13]).

            La circunstancia de una vida modificable por la voluntad humana, que expresa el estoicismo en este período, permite establecer una base moral mínima para la convivencia ciudadana. Tal es el intento de Cicerón en Sobre los Deberes (De Oficiis), aunque es en el Sobre la Amistad (Lelio) donde la problematización de la amistad aparece más ligada hacia la esfera de las relaciones individuales (privadas).

            Aquí cabe destacar que la concepción de amistad que encontramos en el Lelio hace referencia a un modelo intelectual virtuoso, que es reflejo del sentimiento general de la humanitas, en tanto esta se concibe como una preocupación esencial por el ser humano y su existencia concreta.

            Obra publicada posiblemente después del Cato Maior, y antes del De Officiis, fue el Lelio[14] (44 a.C), en que describe el ideal de la amistad y entrevera el ocaso de las virtudes republicanas romanas, que declinarán ante la apoteosis de la vida imperial. La amistad, virtud cívica por excelencia, y privilegio de unos cuantos, se magnifica como modelo de vida ante la crisis de las relaciones humanas que supone el ocaso de la República.

            En otra obra de Cicerón, el Pro Arquia, defensa forense del poeta griego Arquias y de su condición de ciudadano romano, este cuidado se refleja como reivindicación no sólo de la actividad intelectual (y su expresión, el verbum literario), sino de la defensa de la cultura y de los studia humanitatis, que no apartan al hombre de su comunidad ni lo recluyen en un otium cívicamente improductivo, sino que representan en verdad un arte de vida.

            Recordemos que el llamado Círculo de los Escipiones, a mediados del s. II a.C, desarrolla precisamente las bases para pensar en el homo humanus y el ideal del futuro humanismo, sobre la base del goce y del deleite del espíritu. Algo que sólo se puede fundar a través de la confianza de la amistad virtuosa superior.

            Siguiendo tales antecedentes, en Cicerón la amistad se constituye como una virtud que contribuye a la armonía de la República. Una armonía que, sin embargo, no puede ponerse nunca por encima de la justicia, base de las obligaciones de los ciudadanos[15]. Superpuesta a los vínculos de sangre, la amicitia representa la condición previa de la unión de la sociedad en la cual se reconocen los hombres de bien:

“Mas entre todas las sociedades ninguna es más sólida y estimable que la que componen los hombres de bien parecidos en costumbres con la unión de la amistad. Porque la virtud, aun cuando la vemos en otro, nos mueve y nos hace amar a aquel en quien nos parece que se halla”[16].

            Si la amistad es una especie de correspondencia y conveniencia, una utilidad para la vida en común, lo es también en Cicerón en el ámbito de la existencia personal, ya que contribuye a la formación del carácter y la virtud a través del trato, conversaciones y consejos que se dan los amigos:

“Pero la unión de la vida y el trato frecuente, los consejos, conversaciones, avisos, consuelos, y algunas veces también las reprensiones, donde más cabida y ejercicio tienen es en la amistad, siendo la más dulce y suave la que concilia la semejanza y conformidad de las costumbres”[17].

            Se trata de la utilidad de la amistad política, de la que Cicerón afirma su primacía, aunque en ningún sentido confundiendo con la que le adjudica al epicureísmo, secta que nunca la liga a la honestidad y obligaciones[18].

            Es necesario comprender que la obra ciceroniana se desarrolla en un tenso contexto en que Roma se encuentra sometida al avatar de los sucesos políticos, y a grandes transformaciones sociales (eventos que también repercutirían en la vida privada, cuyos derechos serían arrebatados por Sila[19]). El carácter de Cicerón, en este sentido, es el reflejo de la distancia entre los valores cultivados en las provincias de Italia y las prácticas viciadas de Roma[20], que llevaría al Arpinate a dar un mayor protagonismo a los municipios[21]. La concepción ciceroniana de la amistad se verá así sometida a una doble tensión:

-sostener una visión filosófica clásica de la amistad, cimentada en la virtud,
-reconocer una dimensión política de la misma, más sustentada en razones de orden práctico.

            En todo caso, como expresa en su República, “la virtud no es un arte que se puede poseer sin usarlo, sino que consiste enteramente en su uso”[22].

            Por lo anterior, la conciliación de la amistad personal con los intereses políticos aparece en Cicerón como un campo forzado por los intereses prácticos, en torno a un valor superior (la patria) y a la realización de favores de mutuo provecho y prácticas de reciprocidad, como hizo con su amigo Ático[23] (a diferencia de otras amistades más políticas que tuvo a lo largo de su vida, y que envolvieron más el intercambio de favores[24]).

            Este hecho apoyaría la tesis de la necesaria distinción entre amistad personal y amistad política. Como político, esta última llevaría al propio Cicerón a aceptar y pedir favores en la búsqueda de apoyos para sus propias causas políticas, hecho natural si se considera el contexto en que se manifiesta la vida pública de ocaso, en la República Romana.

f) Amistad personal

            De Amicitia es un diálogo que Cicerón dedica a su amigo Pomponio Ático. Las circunstancias de su composición no podrían ser más dramáticas: la guerra civil entre Pompeyo y César, que ha terminado con el asesinato de César y precipita los enfrentamientos entre las diferentes facciones. Cicerón mantiene la defensa, ya expresada en De Oficiis, del valor superior de la patria sobre cualquier amistad, como se lo hace saber a su amigo Macio[25], a la hora de ligar el horizonte personal de la amistad a una realidad superior.

            En cuanto a su estructura, el motivo central del De Amicticia es la muerte de Escipión, militar y político romano de gran fama por su virtud. Los personajes que discurren en torno a su recuerdo son Cayo Lelio (el más cercano y leal amigo del desaparecido), Cayo Fanio (yerno de Lelio) y Mucio Escévola (augur y jurisconsulto de renombre). Los personajes referidos no son contemporáneos a Cicerón, salvo Escévola, que es la fuente del relato que describe el filósofo.

            Podría afirmarse que este diálogo, que recuerda la amistad memorable entre Lelio y Escipión[26], es una especie de homenaje al desaparecido y a la vez una reflexión sólida sobre la naturaleza de la amistad, tan amenazada por los acontecimientos políticos que Cicerón estaba experimentado en ese momento[27]. Este análisis solamente destacará algunos de los aspectos que dan referencia sobre la naturaleza de la amistad, y su valor como parte del arte de la vida.

            En la introducción del texto, el modelo de amistad de Lelio y Escipión es referido por Cicerón como motivo de una obra que pretende ser útil[28], a la vez que ilustrativa de los valores antiguos: “Por otra parte, este género de conversaciones, fundado en la autoridad de hombres viejos, y sobre todo ilustres, parece, no sé de qué modo, tener más peso”[29]. Se trata, a decir del Arpinate, “de un libro amistoso, para un amigo, acerca de la amistad”[30].

            Fanio y Escévola interrogan el sentir de Lelio, hombre depositario de una sabiduría particular (pues se funda en la virtud, superior a todas las contingencias humanas)[31] sobre la muerte de su amigo Escipión. Lelio responde que si bien personalmente le afecta, su fallecimiento no ha sido un mal, mucho menos cuando en vida éste fue feliz y consiguió prácticamente lo que quiso:

“En efecto, estoy conmovido por estar privado de un amigo tal, cual, según considero, nadie será jamás; según puedo confirmar, nadie ha sido ciertamente. Pero no necesito de medicina; yo mismo me consuelo y especialmente con este solaz: que carezco de este error por el que la mayoría se angustia ante el deceso de los amigos. Pienso que nada malo le acaeció a Escipión; a mí me acaeció, si es que algo malo acaeció. Mas a angustiarse gravemente por sus propias desventuras, es propio del que ama, no al amigo, sino a sí mismo”[32].

            Ya que la muerte no es un mal, y que el hombre no muere del todo porque su alma lo sobrevive en la inmortalidad, no hay motivo para la aflicción. El amigo se goza del recuerdo de la amistad, y la ciudad de los bienes y las obras que le ha legado. La armonía define a esta relación, ya que la amistad perfecta que Cicerón está perfilando concilia (acaso forzosamente) el sentido político (antes descrito) con la vida privada de los amigos[33].

            Escévola y Fanio insisten a Lelio a que les hable acerca de la génesis y naturaleza de la amistad, así como de los límites y las condiciones que atentan contra su existencia. Los tópicos parecen tener como objetivo deslindar la amistad de una consideración meramente utilitaria, y se dedican a establecer un criterio entre la verdadera y falsa amistad, reconociendo la existencia de esas 2 vertientes o niveles (el personal y el político) en que se presenta. El exhorto de Lelio al reconocimiento del valor supremo de la amistad en la vida no deja dudas:

“Yo solamente puedo exhortaros a que antepongáis la amistad a todas las cosas humanas; nada, en efecto, es tan apropiado a la naturaleza, tan conveniente para las situaciones favorables o adversas”[34].

            Ahora bien, siguiendo en parte los preceptos clásicos, para Cicerón la verdadera amistad sólo es posible entre los buenos. No obstante, no identifica Cicerón a los buenos (como sí hacía Aristóteles) con los sabios (los hombres de cualidades excelsas), sino con el hombre común que se esfuerza “en la medida que puede” por ser bueno en los actos de su vida:

“Dicen, en efecto, que nadie es un varón bueno sino el sabio. Sea así enhorabuena; pero entienden por sabiduría la que ningún mortal ha conseguido hasta ahora. Mas nosotros debemos tener en cuenta las cosas que se hallan en la experiencia y en la vida común, no las que son imaginadas o deseadas”[35].

            Cicerón matiza así lo que pretende dejar en claro: el hombre es feliz y bueno si sigue a su naturaleza. Ésta lo religa a la sociedad, y por ello es en este espacio donde la amistad resulta más habitual, y la amistad puede ser entendida como una potenciación de lo humano. La amistad nace entre coetáneos, y la fuerza del parentesco va mucho más allá, pues no hay amistad sin cariño[36] y relación íntima: “De tal manera esta cosa fue contraída y reducida a un círculo tan estrecho, que todo afecto se enlaza entre dos o entre pocos”[37].

            Descritas sus particularidades, Lelio pasa a formular su 1ª definición de la amicitia: “La amistad, en efecto, no es otra cosa que el consenso benevolente y afectuoso, en todas las cosas divinas y humanas. Y no sé si haya sido dado al hombre por los dioses inmortales algo mejor que ella, exceptuada la sabiduría”[38]. Esta definición, sin embargo, no le impide a Cicerón distinguir los niveles en que ésta se manifiesta en su lado práctico y utilitario, habida cuenta de los bienes que la amistad procura:

“La amistad contiene muchísimos bienes: a donde quiera que uno se vuelva, está a la mano, de ningún lugar es excluida, nunca es intempestiva, nunca es molesta. Y así, no del agua, no del fuego, como dicen, usamos en más lugares de la amistad. Y ahora yo no hablo de la vulgar o de la mediocre, la cual sin embargo deleita y es provechosa ella misma, sino de la verdadera y perfecta, como fue la de aquellos que, siendo unos pocos, son mencionados por su nombre. Pues, por una parte, la amistad hace más espléndidas las situaciones favorables, y por otra, más leves las adversas, compartiéndolas y haciéndolas comunes”[39].

            La distinción entre la amistad política y la amistad personal se encuentra perfectamente trazada en la afirmación anterior, pero sólo la amistad superior (la que es de carácter íntimo) es la que permite considerar al amigo “como una copia de sí mismo”, dispuesto a correr peligros en su socorro. En contrapartida, Cicerón destaca que donde reina la enemistad no hay “dudad tan firme, que no pueda ser derribada por los odios y desavenencias”[40].

            Como se observa, la amistad es conveniente para la vida de los hombres, pero, ¿tiene su origen en la utilidad que acompaña a la debilidad del hombre, para asegurar su propia supervivencia? ¿O su fuente es de otra naturaleza? Lelio responde que más bien se trata de un impulso natural cuya fuerza reside en el amor. Sobre todo, es una inclinación del alma[41].

            Se trata además de un “acto desinteresado”, pues en su origen no domina la lógica de los beneficios, sino que éstos son consecuencia de la amistad misma[42]. Ya lo ha expresado el filósofo anteriormente: “Mas en la amistad nada es fingido, nada simulado y, cualquier cosa que haya, es verdadera y voluntaria”[43].

            Con el trasfondo de su lectura de Aristóteles, expone Cicerón en su De Finibus Bonorum et Malorum su crítica a las teorías hedonistas y utilitaristas, en la explicación de la naturaleza de la amistad. La amistad es considerada como la virtud de lo honesto, algo que se contrapone a los criterios del propio interés y la propia utilidad:

“De esto nace que también la común recomendación de los hombres entre los hombres es natural, de manera que es oportuno que un hombre, por el hecho mismo de ser hombre, no parezca ajeno a otro hombre”[44].

            Por este motivo (por naturaleza) señala Cicerón que el hombre está en predisposición para vivir “para los agrupamientos, para las asambleas y para las ciudades”[45]. Al referirse a los fundamentos de la amistad, Cicerón rechaza la utilidad como su fundamento, pues “ni la justicia, ni la amistad podrán existir en absoluto, si no se desean por sí mismas”[46], y en estos elementos se encuentra el fundamento del estado.

            La República requiere de la amistad entre los hombres porque necesita de la igualdad en las relaciones humanas, aquel principio básico que permite la solidez de las relaciones en la comunidad política. Y así como la amistad sólo es posible si median la igualdad y reciprocidad entre los amigos, la República sólo existe si hay igualdad ante la ley y recíproca solidaridad entre todos los ciudadanos. Por otra parte, la amistad es posible sólo si es sostenida por la verdad, en forma parresiástica, pues el bien común exige de los amigos lo honesto de sí y para los otros.

            La naturaleza espiritual con la que caracteriza Cicerón a la amistad no está exenta de riesgos, pues se da en una dimensión humana y no divina. Sujeta a los azares del tiempo y de la vida, se enfrenta además a la ambición y a la competencia, motivo de muchas enemistades[47]. La amistad se opone por definición a lo injusto y deshonesto, sobre todo aquello que atente contra el amigo como “espejo de uno mismo” de Aristóteles.

            Este punto, sin duda el más débil e inestable de la argumentación de Cicerón, perfila su carácter faccioso de la amistad. Porque el amigo, ¿tendría, forzosamente, que estar en sintonía política? Sin espacio para el disenso y la polémica, parece generarse más bien artificialidad, y la tensión a que hemos hecho referencia anteriormente. En todo caso, el punto puede sostenerse que la amistad florece en la autenticidad, no en la coincidencia total de los amigos.

            En la antigüedad clásica, Sócrates irrumpió con la fuerza de la parresia, aun a riesgo del castigo. Cicerón expresa que sin la honestidad toda amistad es imposible, y un amigo no pasaría de ser un simulador y adulador:

“Así pues, como primera ley de la amistad sanciónese ésta: que pidamos a los amigos cosas honestas, sin siquiera esperar a que se nos soliciten; que siempre haya cortesía; que esté ausente la vacilación, pero que siempre osemos dar libremente el consejo; que en la amistad valga muchísimo la autoridad de los amigos que aconsejan bien, y que ella sea empleada para amonestar no sólo abiertamente sino también con dureza si la situación lo exige, y que sea obedecida cuando se le emplee”[48].

            ¿Y qué pasa cuando la verdad de los amigos se enfrenta? ¿Cómo encontrar el punto de mediación que permita mantener la divergencia y la amistad? Cicerón insiste en que la fraternidad se logra por la semejanza de costumbres. Por ello la elección del amigo resulta fundamental.

            Ahora bien, el valor de los amigos no se mide como cualquier posesión material, y su abundancia no es sinónimo de felicidad. Rechaza aquí Cicerón los 3 principios comúnmente asociados a la elección de los amigos[49], pues por ellos se hacen cosas que no haríamos por nosotros mismos. Además, la amistad no es cálculo costo-beneficio ni una operación de mercadotecnia, ni pensamos jamás en el amigo como un posible enemigo.

            No es verdadera la amistad que no se acompaña de lealtad. Cicerón aconseja la prudencia en la elección, pues no se puede llamar a cualquiera “amigo a la ligera”. El poder y los honores, suelen ser motivo que se oponga muchas veces a la verdadera amistad[50]. Por ello, la lealtad es estabilidad de opiniones y de conducta, y un crisol que la edad y la madurez va decantando[51]. La fortuna política, tan presente en el filósofo romano, es también un factor que pone a prueba su autenticidad[52].

            Pasa en este momento Cicerón a citar las precauciones contra los aduladores y simuladores de la amistad, pues no puede ser amigo aquel que no esté dispuesto a aceptar la verdad, y mucho menos quien no sea capaz de enunciarla (parresia): “Es, pues, nula esta amistad, cuando uno no quiere oír la verdad y el otro está dispuesto a mentir”[53]. Sin embargo, advierte Lelio, los simuladores de la amistad siempre están al acecho.

            Si relacionamos la afirmación anterior con la salud moral deseable para la República, la amistad se revela en la consideración ciceroniana como un dispositivo productor de verdad, cuya función es convertirse:

-en la base fundamental del cuidado de sí (cura sui), por medio del cual elevamos nuestra propia conciencia moral,
-en una condición necesaria para la moral pública, que no puede establecerse artificialmente, sin la solidez de la autenticidad.

            De este modo, el ideal de la República de Cicerón implica que los ciudadanos compartan ese ánimo de verdad, que los identifica y que permite sostener la adhesión colectiva a sus ideales. Una sociedad hipócrita, de falsas amistades y adulaciones, es lo más dañino a la vida de perfeccionamiento moral que expresa el ideal republicano. Frente a esta posibilidad de deterioro moral de la amistad, Cicerón reivindica el espacio íntimo de la amicitia, como defensa de la virtuosidad.

            Pero lo importante (y aquí recalca Cicerón que su esfuerzo es acercar la sabiduría al hombre común) es destacar el papel de la virtud en la amistad, como medio de perfección moral y expresión de un amor que no busca la utilidad como fin primario, pero que sin embargo procura la concordia:

“La virtud, Cayo Fanio y tú, Quinto Mucio, la virtud, lo afirmo, concilia las amistades y las conserva. En ella, en efecto, se halla la armonía total, en ella la estabilidad, en ella la constancia. Cuando ella se levanta y manifiesta su luz y también la mira y la reconoce en otro, se acerca a ésta y a su vez recibe la que está en el otro, con lo cual se enciende, sea el amor, sea la amistad; ambas palabras, en efecto, se derivan de amar; y "amar" no es otra cosa que brindar afecto a aquel mismo a quien se ama, sin que haya ninguna necesidad y sin procurar utilidad alguna; la cual, sin embargo, brota ella misma de la amistad, aunque no se le haya buscado”[54].

            Esta última reflexión, dirigida por Cicerón como argumento contra la afirmación epicúrea del sentido utilitario de la amistad, es una tesis que Séneca retoma en su discusión sobre su naturaleza en las Cartas a Lucilio, aunque hay que comprender que el ambiente político, y el contexto en que cabe entender la amicitia, se ha transformado.

f.1) La humanitas

            Motivado por una serie de inevitables circunstancias políticas, y casi al final de su vida, Cicerón se ve forzado a admitir el predominio de lo íntimo frente a lo político, aspecto que, sin embargo, no implica para él la renuncia a la defensa de los valores superiores de la República, ligados a la defensa de la verdad.

            La consideración de la humanitas se despoja de todo matiz político, para refugiarse en el ámbito de la interioridad, en la que la verdadera fortaleza de ánimo no proviene de los otros, sino de sí mismo. Un elemento que en cierto modo prefigura uno de los valores esenciales de la doctrina estoica, que dominará poco después el pensamiento pre-cristiano.

            Ahora bien, es necesario comprender que el mundo de Cicerón es el del humanismo entendido como modo de vida republicano, que se sostiene por una idea de libertad que sólo es posible en la medida en que ésta esté preparada para su ejercicio.

            Siguiendo los dictados de la naturaleza, a la cual debe obedecer, el hombre tiene ante sí el reto de la comprensión de su propio tiempo, y de asumir una cultura animi. Es decir, una actitud para cuidar, conservar y admirar las cosas del mundo, lo que implica el ejercicio activo de la voluntad. El humanista no se encuentra lejos de la naturaleza, sino precisamente compartiendo su esencia, la cual no marca un destino preestablecido para la humanidad.

            La humanitas puede ser pensada entonces dentro del intento ciceroniano por equilibrar los deberes de la vida pública y el otium de la vida privada, ligado a la vida espiritual y al disfrute de la compañía de los verdaderos amigos[55], a todo ese sentido de goce que presupone la autenticidad de las relaciones humanas plenas.

            Esta defensa del ámbito privado implica que, más allá del juego de intereses y de relaciones en las que un sujeto pueda vivir sus interacciones sociales, siempre se encuentra un espacio particular donde, desde la fides y la aequitas, se construye la humanitas entre los hombres: “¿Qué cosa más dulce que tener a alguien con quien te atrevas a hablar como contigo mismo?”[56], Una esfera que, al mismo tiempo, evocando el sueño de Epicuro, tiene el potencial para constituirse como fuente de felicidad y realización humana.

            Cicerón no deja de ser, por su reflexión y por las circunstancias que rodearon su propia vida, un pensador con plena vigencia, para abordar los problemas de las relaciones humanas en una Roma en que las relaciones humanas, sometidas al infortunio de la relatividad y el descentramiento ético, parecían no dejar un espacio fecundo a la humanidad cívica y personal.

            En medio de la fragmentación de la política romana, y del sujeto ético que ésta debería configurar, el pensamiento ciceroniano se revela como fundamental para la defensa del sentido de verdad, que debiera acompañar la autenticidad de la dimensión ética del hombre, en uno de sus ámbitos de realización fundamentales (la humanidad), y en un medio que posibilitara trascender la artificialidad y los límites morales del poder político, representados por el estado romano.

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  Act: 01/05/22       @fichas de filosofía            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A  

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[1] cf. CICERON, Lucullus, 146.

[2] cf. CICERON, De Oratore, III, 63-64.

[3] cf. CICERON, op.cit, III, 19.

[4] cf. Ibid, III, 142.

[5] cf. VERNANT, J. P; Entre mito y política: fragmentos de un itinerario, ed. Fondo de Cultura Económica, México 2002, p. 17.

[6] cf. ARISTOTELES, Etica a Nicómaco, I, 4, 1095a.

[7] cf. ARISTOTELES, op.cit, I, 13, 1102a.

[8] cf. CICERON, Laelius, VII, 23.

[9] El término humanitas liga e implica un ideal de educación, formación y cultura e incluye una orientación pragmática del saber, tanto en su vertiente ética, traducida en la estima a una conducta virtuosa y honesta, como en su vertiente técnica, expresada al mismo tiempo en la utilidad personal y colectiva. El ideal de la humanitas traduce la idea de la construcción de un hombre íntegro y útil a sí mismo, a su familia y a la sociedad (estado) que se expresa en el modelo ideal del ciudadano, verdadero sostén de los valores patrióticos.

[10] cf. PIZZOLATO, L; La idea de la amistad en la Antigüedad clásica y cristiana, ed. Océano, México 1996, p. 108.

[11] Cultivada en el ámbito privado con la misma intensidad que los lazos familiares, la amistad representó en Roma una fuerza estratégica de cohesión social, y una baza política tan decisiva que provocaba adhesiones y alianzas admitidas por todos. Huelga decir que su negación violenta, la enemistad rencorosa, provocó los mayores conflictos civiles como las guerras de CESAR y POMPEYO, AUGUSTO y MARCO ANTONIO, o las de MARIO y SILA (cf. MERINO, I; Elogio de la Amistad, ed. Plaza & Janés, Barcelona 2006, p. 111).

[12] cf. PIZZOLATO, L; op.cit, p. 109.

[13] cf. MACROBIO, Comentarios al Sueño de Escipión (trad. de Jordi Raventós), ed. Siruela, Madrid 2005.

[14] cf. CICERON, Cato Maior (de Senectute).

[15] Nunca deben anteponerse a la amistad las utilidades aparentes, como son los honores, riquezas, deleites y otras cosas semejantes. Tampoco el hombre de bien por respeto de su amigo obrará en contra de la República, del juramento y de la fidelidad, ni aun en caso de hallarse juez de su mismo amigo, porque se desnuda de la persona de amigo cuando representa la de juez (cf. CICERÓN, De Oficiis, X, 108).

[16] cf. CICERON, De Oficiis, I, 17.

[17] cf. CICERON, op.cit, I, 17.

[18] cf. Ibid, I, 2.

[19] cf. BOISSIER, G; Cicerón y sus amigos. La sociedad romana del tiempo de César, ed. Albatros, Buenos Aires 1944, pp. 43-44.

[20] cf. BOISSIER, G; op.cit, pp. 32-33.

[21] cf. GRIMAL, P; La vida en la Roma antigua, ed. Schumieri, Barcelona 1993, pp. 12-13.

[22] cf. CICERON, De Republica, 4.

[23] cf. PIZZOLATO, L; op.cit, pp. 128-129.

[24] ATICO no se atenía a estos servicios, por decirlo así, exteriores; penetraba en la casa, conocía sus secretos. Cicerón no tenía nada oculto para él, y le confiaba, sin reservas, todos sus sinsabores domésticos. Le refería las violencias de su hermano y las locuras de su sobrino; le consultaba sobre los disgustos que le causaban su mujer y su hijo también prestaba otros más delicados, más estimados aún. CICERON le confiaba lo que más quería en el mundo, su gloria literaria. Le daba cuenta de sus obras en cuanto las escribía, las corregía siguiendo sus consejos, aguardaba su decisión para publicarlas. Era natural que Cicerón le agradeciera infinitamente todos estos servicios; pero sería juzgarle mal suponer que no le trataba con tanta intimidad sino por las ventajas que sacaba de esto. Le quería verdaderamente, y todas sus cartas están llenas de testimonios del cariño más sincero (cf. BOISSIER, G; op.cit, pp. 143-147.

[25] cf. PIZZOLATO, L; op.cit, p.127.

[26] Esta amistad implicaba también el compartir el otium, el espacio privado dedicado al gozo del estudio y la compañía del amigo (cf. GRIMAL, P; op.cit, p. 61).

[27] En Laelius I, 2 el diálogo hace la referencia directa a la ruptura de la amistad entre SULPICIO y POMPEYO.

[28] Esta utilidad parece darse en congruencia con el sentido práctico, político, que CICERON encuentra en su propia obra, tal cual lo refiere a ATICO: En efecto, como a menudo me insistías en que escribiera algo acerca de la amistad, el asunto me pareció digno tanto del conocimiento de todos como de nuestra familiaridad; y así, por un ruego tuyo, no de mala gana lo hice a fin de ser útil a muchos (cf. CICERON, Laelius de Amicitia, I, 4).

[29] cf. CICERON, Laelius, I, 4.

[30] cf. CICERON, op.cit, I, 4.

[31] cf. Ibid, II, 7.

[32] cf. Ibid, III, 10. Un razonamiento semejante es el que expresa SAN AGUSTIN en sus Confesiones (IV, 6) respecto al sentimiento de la pérdida del amigo.

[33] Como lo expresa LELIO: Pero, sin embargo, de tal manera disfruto con el recuerdo de nuestra amistad, que me parece haber vivido dichosamente porque viví con Escipión, con el cual me ocupé, en perfecta unión, de los asuntos públicos y de nuestros asuntos privados; con el cual tanto la paz como la milicia me fue común, y sumo el consenso de voluntades, de aficiones, de pareceres (cf. CICERON, Laelius de Amicitia, IV, 15).

[34] cf. CICERON, Laelius, V, 17.

[35] cf. CICERON, op.cit, V, 18.

[36] cf. Ibid, V, 19.

[37] cf. Ibid, V, 20.

[38] cf. Ibid, VI, 20.

[39] cf. Ibid, VI, 22.

[40] cf. Ibid, VII, 23.

[41] CICERON abona la tesis de que el origen de la amistad no es conveniencia, sino benevolencia: Por ello, la amistad me parece nacida más bien de la naturaleza que de la necesidad; de la inclinación del alma acompañada de un cierto sentido de amar, más bien que del pensamiento de cuánta utilidad habría de tener esta cosa (cf. CICERON, Laelius de Amicitia, VII, 28).

[42] cf. CICERON, Laelius, IX, 30.

[43] cf. CICERON, op.cit, VII, 26.

[44] cf. CICERON, De Finibus Bonorum et Malorum, III, XIX, 63.

[45] cf. CICERON, op.cit, III, XIX, 63.

[46] cf. Ibid, III, XIX, 70.

[47] cf. CICERON, Laelius, X, 34.

[48] cf. CICERON, op.cit, XIII, 44.

[49] Por otra parte, deben establecerse cuáles son en la amistad los límites y como confines del afecto. Sobre los cuales veo que se presentan tres sentencias, ninguna de las cuales apruebo: una, que tengamos hacia los amigos los mismos sentimientos que hacia nosotros mismos; la segunda, que nuestro cariño hacia los amigos responda en la misma medida y en la misma forma a su cariño hacia nosotros; la tercera, que cada uno sea estimado por sus amigos tanto cuanto se estima a sí mismo (cf. CICERON, Laelius de Amicitia, XVI, 56).

[50] cf. CICERON, Laelius, XVI, 54 y 63.

[51] cf. CICERON, op.cit, XX, 74.

[52] Y así, muy difícilmente se encuentran amistades en aquellos que se consagran a los cargos y a los asuntos públicos. ¿Dónde, en efecto, se encontraría a alguien que anteponga el suyo al cargo del amigo? (cf. CICERON, Laelius de Amicitia, XVII, 64).

[53] cf. CICERON, Laelius, XXVI, 98.

[54] cf. CICERON, op.cit, XXVII, 100.

[55] cf. GRIMAL, P; op.cit, p. 63.

[56] cf. CICERON, Laelius, I, 22.