ORÍGENES
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París, 1 enero 2020
Henri Crouzel, catedrático de Filología

            Hablar de filosofía fundamental a propósito de Orígenes puede parecer anacrónico, ya que su filosofía ignora estas distinciones de ramas diversas y es siempre a la vez exegética, especulativa y espiritual. Sin embargo, ha sido él el que ha escrito la obra apologética más considerable de la época antenicena, el Contra Celso, refutación del Discurso Verídico de Celso, filósofo del platonismo medio, del que su crítico cita largos extractos. Y sí hay varios temas que tienen que ver con la filosofía fundamental, que son objeto de discusiones en su Tratado de los Principios (o perí arjón), y hasta en sus comentarios y homilías.

a) Naturaleza

            La noción de ley natural, contenida en el orden mismo de la creación, se deriva en Orígenes de las koinai ennóiai, de las concepciones comunes o nociones morales que se encuentran en todos los hombres. Se trata de una herencia estoica que había usado ya Pablo[1]. Orígenes, que menciona con bastante frecuencia estas concepciones comunes, remite a la ley natural en el Contra Celso y en el Comentario a los Romanos.

            En el primero de estos escritos no discute la afirmación de Celso según la cual los preceptos de la moral cristiana no tienen nada de originales, sino que son los de todas las otras filosofías; explica esto por la existencia de una moral natural escrita en el corazón de cada ser humano[2]. Por otra parte, se opone al relativismo de Celso, según el cual hay que guardar escrupulosamente y con toda exactitud las leyes y costumbres del propio país, aun cuando las que observan otros países diferentes sean contradictorias entre sí[3].

            Según la respuesta de Orígenes, hay que distinguir la ley de la naturaleza, que tiene a Dios por autor, de la ley escrita de la ciudad, juzgando a la segunda a la luz de la primera[4]. Un estudio reciente sobre los diversos sentidos de la palabra ley en su Comentario a los Romanos[5] profundiza cuidadosamente cada uno de los textos de este escrito, en donde se habla de la ley, recapitulando al final los diferentes empleos.

b) Animales y hombres

            El primero de los interrogantes que se plantea Orígenes es el de la relación existente entre el alma del hombre y la del animal. El problema se planteaba en aquella época por causa de los partidarios de la metempsícosis, que seguía siendo un tema de discusión entre los filósofos. A pesar de lo que Jerónimo y Justiniano pretenden haber leído en el Tratado de los Principios, en oposición con otros varios textos de Orígenes conservados en griego e indiscutibles, se encuentra ya en el Tratado de los Principios[6] que el alma racional del hombre, análoga por su origen al ángel, es un ser principal, mientras que los animales mudos (álogoi, sin palabra ni razón) son seres secundarios que Dios ha puesto a disposición del hombre.

            También se desarrolla esta idea ampliamente en Contra Celso[7]. Celso ataca a los cristianos, que pretenden que Dios creó el mundo sensible para el hombre; él sostiene que la providencia no se ocupa más de los hombres que del resto del universo y muestra que los animales tienen ciertas ventajas sobre el hombre. Orígenes responde que la razón del hombre le permite dominar al animal y lo sitúa en un nivel muy diferente[8].

c) Razón y fe

            El problema de las relaciones entre la razón y la fe no se plantea en Orígenes de la misma forma que en muchos modernos. Porque si el Verbo en cuanto Palabra o revelación es el origen de la fe, es también la razón, en virtud del doble sentido de la palabra griega que lo designa, logos, que significa a la vez palabra y razón. La razón no es extraña a Dios y a su Hijo, que es la razón eterna del Padre. Por eso Orígenes destaca vivamente las acusaciones de Celso, que reprocha a los cristianos que se abandonen a una fe no razonada, y demuestra que en el cristianismo se advierte un examen atento de las fuentes y del contenido de la fe con la ayuda de la razón, y que en el cristianismo se deriva una verdadera sabiduría, aunque esta sabiduría sea opuesta a la pagana o atea, concretamente cuando predica la cruz[9].

            Un capítulo del Tratado de los Principios[10] lleva por título De la triple Sabiduría; en él se explica que la sabiduría del mundo corresponde a las diferentes artes o ciencias: no da por sí misma ninguna idea de Dios. Sin embargo, el Agradecimiento a Orígenes de Gregorio el Taumaturgo[11] muestra a su maestro enseñando esas ciencias con un espíritu completamente religioso, y según el Comentario a los Romanos en un fragmento griego[12], donde se explica el libro bíblico del Éxodo, los artistas que construyeron y adornaron el tabernáculo actuaban bajo la inspiración del Espíritu de Dios, porque la sabiduría de Dios ayuda al que tiene la sabiduría humana y se prepara a recibir la sabiduría divina.

            De aquí hay que concluir que si la sabiduría de este mundo, por la que se concibe y comprende lo que es de este mundo[13], no habla por sí misma de Dios, tampoco es incompatible con una visión religiosa. La “sabiduría de los príncipes de este mundo, es decir, la de los ángeles o la de los demonios, que gobiernan las naciones, corresponde a las ciencias propias de cada nación, “eso que se llama la filosofía misteriosa y oculta de los egipcios, la astrología de los caldeos, la sabiduría de los indios, que prometen el conocimiento de las realidades superiores y también las opiniones múltiples y variadas de los griegos sobre la divinidad.

            Sobre la sabiduría griega o filosofía, que es la última que menciona, Orígenes expresó varias veces una opinión muy matizada, que varía según las escuelas, menos optimista que la de su maestro Clemente. Su carta a Gregorio el Taumaturgo acepta que sea utilizada por los cristianos para construir la “divina filosofía del cristianismo, tal como lo hizo ampliamente él mismo en su investigación teológica[14]; pero no oculta el hecho de que esta operación es delicada y de que una utilización sin precauciones de la filosofía griega conduciría a la herejía[15].

            Como regla general se puede decir que para él no existe ninguna distancia entre la revelación y la razón, ya que la una y la otra son el logos, Hijo de Dios. Esto da corrientemente a la razón según Orígenes (para utilizar una distinción que no le es familiar) un sentido más sobrenatural que natural; lo mismo puede decirse de la palabra logikós, razonable: El Hijo de Dios fue el agente de la creación bajo el doble título de Sabiduría y de logos. En cuanto Sabiduría, llevaba en él las ideas en el sentido platónico (es decir, los planes) y las razones en sentido estoico (esto es, los gérmenes de la creación futura), mientras que en cuanto logos los expresó en seres reales.

            Pero el libre albedrío de los hombres, como se verá, tendrá un papel en este asunto, y por eso mismo existe en la filosofía lo verdadero y lo falso. Su utilización exige un discernimiento constante a la luz de la fe. Pero el ejercicio de la razón es indispensable al cristiano, como lo demuestra el prólogo del Tratado de los Principios, ya que si los apóstoles entregaron a los cristianos todo lo que creyeron necesario, les dejaron a los creyentes inspirados por el Espíritu Santo la tarea de buscar la manera de ser y el origen de las realidades que les habían revelado y la misión de unir todo eso en un cuerpo doctrinal... con la ayuda de afirmaciones claras y necesarias, estableciendo la verdad de cada punto... por medio de comparaciones y afirmaciones, que se encontrarían en las santas Escrituras o que descubrirían buscando la consecuencia lógica y siguiendo un razonamiento recto[16].

            Celso acusa a los cristianos de huir del espíritu crítico y de querer una fe ciega. Orígenes responde, como hemos visto, que todos los cristianos que puedan están invitados a utilizar su razón para estudiar e interpretar las Escrituras, aunque haya pocos capaces de ello. Para la mayor parte, la mejor actitud es la de la simple fe; la eficacia moral de la doctrina cristiana es la prueba del carácter racional del acto de fe[17]. Orígenes pasa entonces al ataque: también los filósofos exigen fe a sus discípulos; realmente, por un acto de fe un joven asiste a tal escuela con preferencia sobre los demás, ya que no ha pasado previamente por todas ellas para probarlas antes de escoger la que va a seguir[18]. Por otra parte, la fe es esencial a toda vida humana. Sin ella no es posible hacer nada: ni navegar, ni casarse, ni tener hijos, ni sembrar. Se cree que las cosas irán lo mejor posible, aunque el resultado sea dudoso y el fracaso frecuente. Pero sin esta confianza nadie tiene el coraje suficiente para emprender una acción[19].

            La fe del cristiano puede ser fruto del azar propicio, que el cristiano llama providencia, o producto de un examen riguroso de la verdad. En el primer caso se encuentra la masa de los fieles; en el segundo, un pequeño número de ellos[20]. Pero la actitud de fe es necesaria a todos los cristianos, y no solamente a los más simples; el conocimiento y la sabiduría de lo espiritual tienen siempre la fe por fundamento.

d) Dios

            Puede resultar extraño no encontrar en la obra de Orígenes ningún intento de prueba de la existencia de Dios. Los ateos son raros en aquella época, y Celso está lejos de serlo. Por el contrario, Orígenes habla con frecuencia de la incorporeidad de Dios, así como de la incorporeidad del alma, que son puntos desconocidos por muchos cristianos: los antropomorfitas, que toman al pie de la letra los antropomorfismos de las Escrituras, atribuyendo así a Dios miembros corporales y pasiones humanas; los milenaristas o quiliastas, que hacen una lectura demasiado literal del Apocalipsis de Juan[21] y creen en un reinado de mil años de Cristo y de los mártires en la Jerusalén terrena, precediendo la primera resurrección a la resurrección definitiva.

            El mismo Orígenes no menciona la incorporeidad de Dios al exponer la regla de fe en el prólogo del Tratado de los Principios, aunque el capítulo que sigue[22] está dedicado a este tema. Pero es imposible al hombre conocer aquí abajo a Dios y hablar de él sin representárselo como hombre; ésta es para Orígenes una de las razones, entre otras, de la encarnación del Hijo, que se hizo hombre para manifestarnos la divinidad a través de su humanidad. Que Dios haya creado al mundo a partir de la nada se afirma a la vez en el Tratado de los Principios en varias ocasiones[23] y en el Comentario sobre san Juan[24], apoyándose en Macabeos[25] y en el Pastor de Hermas[26], que Orígenes trata a menudo como Escritura.

            Si la noción de providencia se encuentra en los platónicos y en los estoicos, es concebida por el alejandrino y por su discípulo Gregorio el Taumaturgo en el Agradecimiento a Orígenes de una forma mucho más personalista. El uno de Plotino, condiscípulo de Orígenes, sólo, se vuelve hacia sí mismo; y la providencia (una providencia que no conoce a la persona) le corresponde a la segunda y a la tercera hipóstasis, mientras que el Padre origeniano está asociado continuamente a la obra de su Hijo en la providencia y en la creación.

e) Jesucristo

            La discusión sobre Jesús ocupa una gran parte de los primeros libros del Contra Celso. Celso escudriña su vida, encontrando en todo momento ocasiones para acusarle o para mostrarse incrédulo; y la muerte en la cruz ocupa en él un lugar elegido. Orígenes no se queda sin respuesta. Su defensa presenta varias clases de argumentación que se harán clásicas. Jesús fue profetizado por el AT y realizó plenamente esas profecías: este mismo razonamiento aparece en el Tratado de los Principios[27], donde se habla de la inspiración de las Escrituras por el hecho de que las profecías fueron cumplidas por Cristo. Los milagros de Jesús no son obra de magia, como pretende Celso, que les opone los hechos maravillosos del paganismo[28].

            Pero el argumento fundamental que valoriza los milagros de Jesús, y toda su misión en este mundo, procede de la extensión, del número y de la profundidad de las conversiones morales que suscitó. Sus milagros tuvieron como objetivo el bien moral de la humanidad, mientras que los hechos maravillosos invocados por el pagano Celso son puros prodigios, espiritual y moralmente indiferentes. Orígenes habla de experiencias: él ha constatado el número y la calidad de esas conversiones provocadas por la predicación cristiana, que arrancó a los hombres de una vida desenfrenada y egoísta y los condujo a la virtud. Mientras que los legisladores antiguos no pudieron nunca hacer adoptar sus leyes por los extranjeros, todas las regiones del mundo conocido por Orígenes están llenas de cristianos, muchos de los cuales aceptan sufrir el tormento y la muerte por seguir fieles a la ley que predicó Jesús.

            La insuficiencia de los medios humanos de esta predicación (el escaso número de apóstoles, que además eran iletrados) subraya con mayor claridad que este éxito no se debió más que a la gracia divina, así como el escaso valor literario de las Escrituras, vasos de barro que contienen la palabra de Dios. Los sufrimientos y los martirios padecidos por los cristianos se invocan como otras tantas pruebas de la veracidad de su testimonio[29].

f) Escritura revelada

            La revelación es, para Orígenes, a la vez el Verbo y la Escritura, que no constituyen dos realidades diferentes. En efecto, el uno y la otra son palabra de Dios; pero Dios no tiene dos palabras, sino una sola. Por tanto, la Escritura es ya una encarnación del Verbo en la letra, análoga a la de la carne; no una encarnación que haya que añadir a la única encarnación, sino relativa a ella, encargada de prepararla (AT) y de narrarla (NT), aguardando la realización definitiva, cuando la humanidad divinizada en Cristo y como interiorizada en él vea al Padre con los mismos ojos que el Hijo. Así pues, la Escritura se identifica en cierta manera con el Verbo encarnado y es, como la encarnación, una obra del Espíritu: no se la puede comprender si no tiene uno en sí mismo el Espíritu que la inspiró. El carisma del hagiógrafo es parecido al carisma del que la lee y la comprende; por tanto, comprender la Escritura es también una revelación.

            Más allá del sentido literal, histórico o corporal, que Orígenes considera como la materia bruta de lo que se dice; antes de cualquier interpretación, si fuera posible (a diferencia de nuestros contemporáneos, para quienes el sentido literal es el que quiso expresar el autor humano), la verdadera comprensión intenta alcanzar el sentido que buscaba el Espíritu; el sentido espiritual. El sentido espiritual, o alegórico, del AT concierne a Cristo y a todas las realidades de la nueva alianza, ya que él es la clave de las antiguas Escrituras.

            Orígenes se apoya para afirmarlo en varios textos del NT, sobre todo paulinos[30], para demostrar que ciertos episodios veterotestamentarios son figura de realidades neotestamentarias y que el AT permanece velado para los que no se han vuelto hacia Cristo. Por otra parte, si la revelación es ante todo Cristo, ¿cómo iba el AT a ser revelación sino hablara todo él de Cristo? Pero también el NT tiene un sentido espiritual, con un doble significado: primeramente aplica al cristiano lo que se dice de Cristo; luego profetiza los bienes de la bienaventuranza, pero por una profecía que es ya realización de lo que profetiza. En efecto, el evangelio, tal como lo vivimos aquí abajo, el evangelio temporal o sensible, difiere del evangelio eterno, inteligible o espiritual, solamente por la epinoia, un concepto humano; esto significa que no se distinguen por la hypóstasis o por el pragma, por la realidad. Por eso no son más que uno[31], y la única diferencia entre ellos es la de la visión a través de un espejo, en enigma; la única posible aquí abajo, y la visión cara a cara, la de la eternidad[32]. En esta distinción se contiene implícitamente todo el sacramentalismo cristiano, empezando por el sacramento supremo, Cristo, un hombre en el que “habita corporalmente la plenitud de la divinidad.

            Contra lo que se dice muchas veces a partir de impresiones demasiado rápidas, Orígenes no desprecia el sentido literal, y muchas de sus homilías se basan principalmente en él. Gramático y filólogo de formación[33], lo explica muchas veces a costa de toda una serie de recursos gramaticales, científicos, históricos, geográficos y de incursiones por las costumbres hebreas y las consultas de diversos manuscritos. No hemos de olvidar el trabajo colosal de exégesis crítica de sus Hexapla para llegar a un texto seguro. Se puede, sin duda, ver en él al principal exegeta crítico y literal de la época antenicena y uno de los más importantes de la antigüedad.

            ¿Cuál es entonces el origen de la reputación que se le atribuye de despreciar el sentido literal? Se debe al hecho de que Orígenes declara a veces que en ciertos textos es inexistente. Pero si se tiene en cuenta su definición del sentido literal anteriormente indicada, lo cierto es que esta significación falta cuando la Escritura habla un lenguaje figurado. Por otra parte, los preceptos del AT que son de orden jurídico o ceremonial han sido abolidos. por Cristo: por tanto, no tienen para nosotros un sentido literal válido. Los libros que los recogen, por ejemplo el Levítico, se nos han dado como aviso para nosotros, que vivimos en los tiempos definitivos[34]. Por tanto, tienen un sentido para nosotros que no puede ser más que espiritual. Añadamos a ello algunas contradicciones o extravagancias en el texto bíblico, debidas muchas veces a la versión de los Setenta; que considera Orígenes (a pesar de cierto conocimiento que tenía del hebreo, lo mismo que todos los padres anteriores a Jerónimo) como texto inspirado y canónico, el que los apóstoles dieron a la Iglesia[35]. Por otra parte, ¿de qué sirven los relatos contenidos en la Escritura si no se saca de ellos al menos una lección moral? La finalidad de Orígenes no tiene nada que ver con la del historiador o el arqueólogo; es la del pastor, que desea hacer progresar moral y espiritualmente a sus lectores u oyentes.

            En general, el sentido espiritual se deriva del sentido literal y no es simplemente un sentido acomodaticio más o menos arbitrario; no han de preocuparnos mucho las pocas excepciones que se pueden encontrar. En muchos casos Orígenes parte de una explicación alegórica ya indicada para el NT: la explica, la extiende; la desarrolla. Cuando no ha encontrado nada en el NT, sugiere lo que se le ocurre, con modestia, no como una exégesis obligatoria, sino como un ensayo contingente, declarándose a veces dispuesto a abandonar su explicación si se le indica otra mejor. El contexto del descubrimiento de una exégesis es espiritual en el sentido más preciso del término. Es la oración en la que el Espíritu Santo presente en el alma representa, como hemos dicho, el mismo papel de inspirador, que tuvo en la inspiración del profeta: hay allí una especie de iluminación interior: para comprender auténticamente la Escritura hay que tener el nous, la mentalidad de Cristo; es 1o que se afirma en numerosos textos. Al comienzo del Comentario a san Juan[36], en un pasaje célebre, Orígenes ve en la Iglesia de Juan las primicias del evangelio y dice que sólo puede comprenderlo el que se ha convertido en otro Juan, es decir, en otro Jesús, ya que Juan fue dado como hijo a María, sustituyendo al mismo Jesús[37]. Es aquel en quien vive Cristo y tiene por ello la mentalidad de Cristo[38].

            Así pues, Cristo es el autor real de los dos Testamentos (ya hemos visto que el Verbo y la Escritura son una sola palabra de Dios) y, siguiendo un principio que se remonta al gramático Aristarco de Samotracia, no se interpreta correctamente un texto más que encontrando en uno mismo la mentalidad del autor[39]. Este principio filológico ayuda a comprender la aplicación que de él hace el Alejandrino, y que es de orden teológico.

            De la oración, el sentido espiritual pasma la homilía predicada y al comentario escrito. Conserva, pues, un sentido subjetivo, según la acepción filosófica del término: esta palabra divina va dirigida a una inteligencia individual. Pero esto no quiere decir que no sea comunicable. Por tanto, no se trata necesariamente de una significación que sea válida para todos, y el predicador tiene que señalarlo con prudencia. En efecto, si el oyente o el lector no está a la altura espiritual debida, esto puede hacerle daño, y hasta es posible que lo entienda mal y dañe a sus hermanos. Porque se necesita cierta disposición espiritual; don de la gracia, para expresar o acoger una interpretación de este estilo.

            Así pues, hay entre los dos Testamentos una correspondencia y una vinculación muy estrecha; por eso Orígenes defiende victoriosamente el valor del AT contra los marcionitas y otros gnósticos que lo infravaloran y hasta lo condenan, así como a su Dios creador, separado por ellos del Padre de Jesucristo. El AT contiene la promesa que se realizará a través de un espejo, en enigma, en el NT, y cara a cara en la bienaventuranza[40]. En algunos textos, corregidos por otros, Orígenes exagera incluso la importancia del AT, sosteniendo que algunos patriarcas y profetas tuvieron de las realidades divinas un conocimiento no menor que el de los apóstoles, aunque sin ver la realización del misterio oculto[41]. Pero más adelante, en la misma obra[42], considera a los profetas como sembradores y a los apóstoles como segadores[43]. Según otros pasajes, fue en la transfiguración cuando Moisés y Elías recibieron la revelación plena de Cristo; los demás santos del AT esperaron para ello la bajada de Cristo al hades después de su muerte. Hay que señalar además que la expresión paulina a través de un espejo, en enigma sólo se aplica al tiempo del NT, distinto del evangelio eterno; nunca se le atribuye al AT, que ofrece sólo un presentimiento, un deseo una esperanza, pero no (como el NT) una posesión real, aunque imperfecta, de las verdaderas realidades, los misterios divinos.

            Sin embargo, la Escritura no es la única revelación de Dios. El hombre encuentra primero a Dios en su propia naturaleza, ya que, como el ángel (y como el demonio, aunque este último se negó a participar de Dios), fue creado a imagen de Dios, imagen de Dios que es siempre el Verbo; esta doctrina ocupa un lugar central en el conocimiento que el hombre tiene de Dios; en efecto, sólo el semejante conoce lo semejante, ya que lo encuentra en sí mismo. La meditación de la Escritura (la thefa anágnósis, la lectio divina) supone como telón de fondo este conocimiento que da la imagen de Dios encontrada en sí mismo y que progresa con la gracia y el ejercicio de la vida cristiana. Y no es. eso todo. Si los seres racionales son los únicos que han sido creados, propiamente hablando, a imagen de Dios mismo, a los seres sensibles la Biblia les habla continuamente. Y esos misterios, que corresponden a las ideas platónicas que engloban; están todos ellos contenidos en el Hijo de Dios, mundo inteligible en cuanto que es la Sabiduría. En último análisis, el revelador es siempre el Verbo, bien a través de la naturaleza humana, bien del mundo sensible y de la Escritura.

g) Libre albedrío

            Hay una noción esencial que domina la concepción que tiene Orígenes del hombre: el libre albedrío. Le dedica uno de los capítulos más conocidos de su Tratado de los Principios, uno de los que tuvieron más influencia en la posteridad. Resuelve allí las objeciones de origen bíblico que se plantean contra esta prerrogativa primordial del hombre. Su insistencia se explica por los peligros que corría en su época la existencia misma del libre albedrío en el pensamiento pagano, con ciertas sectas filosóficas, la astrología, la creencia en la magia y en la heimarméné, el destino y en el mundo cristiano con algunos gnósticos como los valentinianos, que no concedían ningún lugar al libre albedrío en la salvación de los pneumáticos o en la condenación de los hylicos, consecuencia de las naturalezas con que habían sido creados.

            Antes de hablar del libre albedrío, digamos unas palabras del contexto antropológico en que se inserta. El hombre está formado de tres elementos (quizá fuera mejor hablar de tendencias, ya que esta antropología es más dinámica que ontológica[44] y guarda poca relación, a pesar de un prejuicio bastante extendido, con la tricotomía platónica). Primero está el espíritu (pneuma, spiritus), participación del Espíritu Santo, impulsor y mentor del alma, don divino que no forma parte propiamente hablando de la esencia del hombre; corresponde, con ciertos matices, a la gracia santificante de la teología posterior.

            Lo esencial del hombre es el alma (psyjé, anima); en varias ocasiones Orígenes define al hombre como un alma que usa de un cuerpo[45]: el alma es la sede de la personalidad, del libre albedrío, y también de la participación del hombre en la imagen de Dios. Pero el alma está dividida en lo más profundo de ella misma, no por causa de la creación, sino como consecuencia del pecado de origen, tal como lo representa Orígenes en la perspectiva de su hipótesis favorita, la preexistencia de las almas.

            Su parte superior (o mejor dicho, su tendencia superior) la atrae hacia el pneuma, del que es discípula. Esta parte se designa con el término platónico de nous, mens, inteligencia (no la llamamos espíritu por no confundirla con el pneuma), o bien con el término de hegemonikón, parte dominante, en latín principale cordis, principale mentis, principale animae, o bien con el término bíblico de kardía, cor, corazón. Pero, después de la caída, va unida a una parte o tendencia inferior, que la atrae hacia el cuerpo carnal y se designa con varios nombres, sobre todo el que procede de San Pablo[46]: phrónema tés sarkós, pensamiento de la carne (en latín, sensus carnis o sensus carnalis); también se encuentra a veces simplemente sarx o caro, carne, término siempre peyorativo, que no designa el cuerpo, sino la parte inferior del alma.

            En cuanto al cuerpo (sóma, corpus), tercer elemento, es una noción no unívoca: muchas veces designa el cuerpo carnal del hombre, pero puede expresar también las diversas clases de cuerpos que distingue Orígenes en su historia de los orígenes humanos: cuerpos etéreos o brillantes (el éter corresponde al grado más sutil de la materia) de los ángeles, de las inteligencias preexistentes, de los justos resucitados, los cuerpos sombríos y oscuros de los demonios y de los impíos resucitados. Porque el cuerpo es el signo de la condición de criatura, ya que sólo la Trinidad es absolutamente incorporal[47]. Un fragmento conservado por Metodio de Olimpo[48] supone incluso que el alma, entre la muerte y la resurrección, queda revestida de un envoltorio corporal, análogo al vehículo (ojéma) del platonismo medio. Pero según una constante de la física griega, que distingue de la materia la cualidad que la reviste, el paso del estado preexistente al estado terreno y luego al estado resucitado no supone un cambio de cuerpo, sino solamente de cualidad.

            En este contexto de tres períodos (preexistencia, vida terrena actual, vida resucitada) es donde se sitúa la aventura del libre albedrío: ha sido dado por Dios al alma racional para que se adhiera a él con un movimiento voluntario, pero haciendo posible entonces el rechazo. Según la hipótesis favorita de Orígenes, todas las criaturas racionales que, después del pecado, se convertirán en ángeles, hombres o demonios, fueron creadas juntas en unta igualdad completa. Entre ellas se distinguía solamente la inteligencia unida al Verbo, a quien esta unión ponía bajo la forma de Dios[49] y la hacía absolutamente impecable, aunque gozando del libre albedrío. Cristo mismo, en su humanidad preexistente, era de este modo el esposo de la Iglesia de la preexistencia, formada de todas las demás inteligencias. Estas últimas vivían en la contemplación de Dios.

            Pero la mayor parte de esas inteligencias, en diversos grados, se negaron a Dios, bien sea por un enfriamiento de su fervor que las convertía en almas psyjé, alma, se relaciona con psyjós, frío (el alma es por tanto un enfriamiento de la inteligencia primitiva), o bien por el hastío de la contemplación, koros ó satietas, análogo a la acidia, que será, según el monaquismo oriental, una de las grandes tentaciones del monje. Esta caída es el efecto negativo del libre albedrío, del que estaban dotadas desde el principio las criaturas racionales. Según su importancia, estas últimas se dividirán en ángeles, hombres y demonios; las condiciones en que nazcan los hombres dependerán también de la profundidad de la caída. El castigo misericordioso de los ángeles consistirá en tener que ayudar a los hombres a conseguir su salvación y gobernar así los reinos diferentes de la naturaleza. Por su parte, los demonios tendrán que dedicarse, según la opción mala de su libre albedrío, a impedir la salvación de los hombres.

            Los hombres pecaron, pero pueden curarse. Dios crea para ello, a manera de prueba, el mundo sensible; para poder vivir en él, sus cuerpos, hasta entonces etéreos, se revisten de una cualidad terrena. ¿En qué consiste esta prueba,-tuna prueba del libre albedrío, que motivará la redención de Cristo? Lo podemos deducir de la concepción que ofrece constantemente Orígenes del pecado bajo su aspecto antropocéntrico. Las realidades de este mundo terreno son, como hemos dicho, imágenes de los misterios divinos. Su finalidad consiste en inspirar deseos de alcanzarlas con su belleza, pero el alma no debe fijarse en ellas: eso sería como si, en el camino hacia una ciudad, uno se detuviera en el cartel indicador, creyendo que ya ha llegado. En otras palabras; el pecado consiste en tomar equivocadamente, pero de forma voluntaria, por absoluto lo que no es más que una imagen deficiente de lo absoluto sin seguir caminando hacia ese absoluto cuya dirección se indica en esa imagen. Cuando, para seguir su itinerario hacia Dios, el hombre se aleja de lo que no es más que imagen suya (una imagen inocente por sí misma desde luego, que sólo es tentadora debido al egoísmo del hombre), ofrece a Dios el amor que lo salva.

            Dios respeta este libre albedrío, así como el Verbo, cuya encarnación no tiene la finalidad de obligar al hombre, sino motivarlo en su camino hacia Dios y darle la fuerza para llegar a él. Así se muestra en una controversia con los montanistas, la secta a la que se había convertido Tertuliano. Según ciertas opiniones existentes entre los griegos, a propósito de la inspiración poética, sostenían que cuando el Espíritu Santo inspira a los profetas expulsa su inteligencia, su conciencia y su libertad para ocupar su sitio, con lo que el profeta es para él un mero instrumento, el plectro que hace resonar la lira[50]. Orígenes se opone decididamente a ello. El Espíritu Santo, para él, pone al profeta en un estado de superconciencia y de superlibertad, si es posible hablar así; el profeta colabora consciente y libremente con Dios. Tan sólo del diablo se dice que posee, que obnubila la inteligencia, que bloquea la libertad. De aquí saca Orígenes su regla más fundamental del discernimiento de espíritus[51]. Sólo considera la posibilidad de que para los demonios -la malicia duradera e inveterada se cambie por hábito de cierto modo en naturaleza, suprimiendo así el libre albedrío[52].

            Pero el libre albedrío no es para Orígenes más que un aspecto de la libertad, de la que su doctrina espiritual presenta sucintamente una concepción totalmente paulina: el que se adhiere a Dios se libera, el que se aleja de Dios se hace esclavo, cayendo bajo el peso de los determinismos animales. Esta libertad se manifiesta de forma soberana en el alma humana de Cristo, alma, como todas las demás, dotada de libre albedrío, pero que es infinita por la caridad con que la colma su unión con el Verbo, que la hace absolutamente impecable, quitándole la accidentalidad de la criatura para hacerle participar de la sustancialidad de la Trinidad. En varias ocasiones Orígenes aplica esto en cierta manera al justo, llegando a hablar, como de un concepto-límite, de su inmutabilidad en el bien, aunque en otros lugares afirma que todo hombre sigue siendo pecador. Lo mismo que en el alma de Cristo la caridad transformó en naturaleza, debido a un largo hábito..., lo que se encontraba en la voluntad[53], así ocurre con el justo, guardada la debida proporción. Vemos aquí la paradoja de la libertad: la malicia de los demonios, convertida en naturaleza debido al hábito, bloqueó el libre albedrío; para Cristo, y también en cierta medida para el justo, la caridad, convertida en naturaleza debido al hábito, exalta la libertad, una libertad que se desarrolla con la adhesión a Dios.

            El problema de la conciliación entre el libre albedrío y la presencia divina fue planteado varias veces por Orígenes[54], a propósito de la traición de Judas. Su respuesta es la siguiente: El que predice no es causa del suceso futuro, porque sólo predice lo que habría de suceder, mientras que el suceso futuro, que ocurre aun sin estar predicho, ofrece al vidente la razón de predecirlo[55]. En cuanto a la famosa cuestión teológica de la conciliación entre el libre albedrío con la gracia divina, a pesar de los textos insuficientes que vienen de lo que Orígenes vivió antes de que la cuestión se propusiera claramente a propósito de Pelagio, él le da en el Comentario a San Juan[56] una respuesta que no habría desaprobado, ciertamente, el concilio de Orange; a pesar de lo que afirma San Jerónimo, Orígenes no es el padre del pelagianismo ni siquiera del semipelagianismo. El capítulo del Tratado de los Principios sobre el libre albedrío[57], con la condición de que se tome, por entero, lleva a las mismas conclusiones.

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[1] cf. SAN PABLO, Carta a los Romanos, II, 14-16.

[2] cf. ORIGENES, Contra Celso, I, 4.

[3] cf. ORIGENES, op.cit, V, 25.

[4] cf. Ibid, V, 37.

[5] cf. ROUKEMA, R; The diversity of laws in Origen's Commentary on Romans, Amsterdam 1988.

[6] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, II, 9.

[7] cf. ORIGENES, Contra Celso, IV, 74-99.

[8] cf. DORIVAL, G; Origine, enseigné la Transmigration des Ames dans les corps d'Animaux?, en Origeniana Secunda, Roma 1980.

[9] cf. ORIGENES, Contra Celso, I, 9-13.

[10] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, III, 1-3.

[11] cf. GREGORIO TAUMATURGO, Agradecimiento a Orígenes, VIII, 109-114.

[12] cf. SCHERER, p. 230 y ss.

[13] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, III, 3.

[14] cf. CROUZEL, H; Origéne et la Philosophie, París 1962.

[15] cf. ORIGENES, Carta a Gregorio Taumaturgo, 148.

[16] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, Pról, 3 y 10.

[17] cf. ORIGENES, Contra Celso I, 9.

[18] cf. ORIGENES, op.cit, I, 10.

[19] cf. Ibid, I, 11.

[20] cf. Ibid, III, 38.

[21] cf. SAN JUAN, Apocalipsis, XX, 1-6.

[22] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, I, 1.

[23] cf. ORIGENES, op.cit, I, 3.

[24] cf. ORIGENES, Comentario sobre San Juan, I, 17-18.

[25] cf. ANTIGUO TESTAMENTO, Libro II de Macabeos, VII, 28.

[26] cf. ANONIMO, Pastor de Hermas, I, 1.

[27] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, IV, 1.

[28] cf. MOSETTO, F; Il miracoli evangelice nel dibattito tra Celso e Origene, Roma 1987.

[29] cf. ORIGENES, Contra Celso, III, 27.

[30] cf. SAN PABLO, Carta I a los Corintios, X, 1-11; Carta a los Gálatas, IV, 21-31; Carta II a los Corintios, III, 7-18.

[31] cf. CROUZEL, H; Origéne el la Connaissance Mystique, Brujas 1961, pp. 352-361.

[32] cf. SAN PABLO, Carta I a los Corintios, XIII, 12.

[33] cf. NEUSCHTIFER, B; Origenes als Philologe, Basilea 1987.

[34] cf. SAN PABLO, Carta I a los Corintios, X, 11.

[35] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, IV, 3.

[36] cf. ORIGENES, Comentario a San Juan, I, 4.

[37] cf. SAN JUAN, Evangelio de Jesucristo, XIX, 26.

[38] cf. SAN PABLO, Carta I a los Corintios, II, 16.

[39] cf. GOGLER, R; Zur Theologie des biblischen Wortes, Düsseldorf 1963, pp. 45-46.

[40] cf. SAN PABLO, Carta I a los Corintios, XIII, 12.

[41] cf. ORIGENES, Comentario a San Juan, VI, 3-5.

[42] cf. ORIGENES, op.cit, XIII, 48.

[43] cf. SAN JUAN, Evangelio de Jesucristo, IV, 36.

[44] cf. SAN PABLO, Carta I a los Tesalonicenses, V, 23.

[45] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, IV, 2.

[46] cf. SAN PABLO, Carta a los Romanos, V, 6-7.

[47] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, I, 6; II, 2 y IV, 3.

[48] cf. METODIO DE OLIMPO, De Resurrectione, III, 17-18.

[49] cf. SAN PABLO, Carta a los Filipenses, II, 6.

[50] cf. EPIFANIO DE SALAMINA, Panarion, XLVIII, 4.

[51] cf. MARTY, F; Le discernement des esprits dans le Peri Archán d'Origéne, en Rey d'Ascétique et Mystique, XXXIV, París 1958, pp. 253-274.

[52] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, I, 6.

[53] cf. ORIGENES, op.cit, II, 6.

[54] cf. ORIGENES, Contra Celso, II, 18-20.

[55] cf. ORIGENES, SC 132, p. 337.

[56] cf. ORIGENES, Comentario a San Juan, IV, 36.

[57] cf. ORIGENES, Tratado de los Principios, III, 1.