10 de Enero
Día 10 de Epifanía
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 10 enero 2025
1 Jn 4, 19-5, 4
¿Nos acercamos hoy a la primera lectura? Porque la Carta I de Juan es un buen tratado de discernimiento de espíritus. Probablemente, os habréis preguntado más de una vez: Pero bueno, ¿se puede saber si amo a Dios? Y no sería de extrañar que luego os plantearais la cuestión: ¿Se puede saber en qué consiste eso de amar a Dios?
¿Quieres saber si amas a Dios? ¿Quieres evitar alguna de las muchas trampas que pueden conducirte al autoengaño? Aquí tienes un primer punto de referencia: examina tu grado de obediencia al querer de Dios. Y en un siguiente paso, sopesa qué calidad tiene esa disciplina. Porque seguro que descubrirás que ese amor-obediencia es perfectible en sus realizaciones y en su inspiración. No obstante, si adviertes en ti un impulso a vivir "como hijo de su agrado", da gracias a Dios con toda sencillez y sigue adelante.
En la Carta I de Juan se te ofrece una nueva indicación: ama a tu hermano.
En el 2º tercio del s. XX hubo una corriente filosófica que recibió el nombre de "empirismo lógico". La gran debilidad, incurable, que creía advertir en los sonoros enunciados religiosos era que no había manera de verificar el sentido de tales proposiciones. Si, por ejemplo, digo que "está lloviendo", tengo que saber traducir esta frase a un enunciado de observación que permita verificarla, a forma de "me asomo a la ventana y observo la caída de gotas de agua en esa forma de precipitación que llamamos lluvia".
Siguiendo esta corriente, ¿cuáles serían los enunciados de observación que nos permitieran verificar proposiciones como "Dios nos ama" y "Dios es eterno"? O según nuestro caso, ¿cuál sería el enunciado protocolar que me permitiría decir "pues, sí, con toda la cautela con que hay que afirmar estas cosas, creo que el don del amor a Dios, derramado en mí por su Espíritu (Rm 5, 5), no lo tengo muerto"?
Nos lo dice la misma Carta I de Juan: Puedes decir que amas al Dios invisible si amas a tu hermano al que ves, si al que llama a tu puerta para que le atiendas en una necesidad, no lo despides vacío con un "Dios te ampare, hermano". Éstas son cosas requetesabidas, pero en ocasiones puedes percibirlas con una lucidez especial. Si te pasa eso, ya lo sabes: a mayor conciencia, mayor responsabilidad.
Pablo Largo
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Venimos haciendo esta semana la lectura continuada de la Carta I de Juan. Los versículos de nuestra lectura orante de hoy están enmarcados en la sección sobre las fuentes del amor y de la fe, tras habernos dicho ayer que "todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, porque Dios es amor" (vv.7-8).
El amor con el que Dios nos ama es lo primero. Es lo radical y fundante. Se trata de un amor activo, difusivo, creativo, y constituye el mejor rostro de Dios. Se revela y se realiza en nosotros, y constituye una historia de amor hacia nosotros y con nosotros. Se nos comunica en el Hijo de su amor, entregado y resucitado por nosotros.
La iniciativa de ese amor suscita y espera respuesta por nuestra parte. Pero esa respuesta es auténtica si se da en una doble dirección, que podemos representar en sentido espacial: horizontal y vertical. Acoger y entender el regalo del amor de Dios incluye el amor fraterno. Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Al Dios Amor no se puede acceder sin los hermanos. Sólo con el amor fraterno se corresponde a la iniciativa amorosa de Dios.
Mas también la vertical nos remite a la horizontal. No se puede amar verdaderamente al Dios que es amor sin amar a los hijos de Dios, pues quien ama verdaderamente a Dios ama a los que han nacido de él. La vertical señala la autenticidad de la horizontal: "En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos" (v.2). El amor de Dios consiste en que guardemos sus mandamientos.
En la distancia temporal esto de guardar los mandamientos suele sonarnos a cumplir la ley moral de decálogo. Pero en este contexto inmediato se refiere al mandamiento del amor, que antes de ser tarea es gracia y don. Y aquí estamos tocando simultáneamente el centro de la vida humana, de la vida cristiana y de Dios mismo. Así de simple y de unificante, para embelesar nuestra mente y nuestro espíritu de discípulos.
Bonifacio Fernández
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Hoy recordamos que "quien ama Dios, que ame también a su hermano" (v.21). ¿Cómo podríamos amar a Dios a quien no vemos, sin no amamos a quien vemos, imagen de Dios? Después que Pedro renegara, Jesús le preguntó si le amaba, y aquel respondió: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 17).
Como a Pedro, también a nosotros nos pregunta Jesús: "¿Me amas?". Nosotros queremos responderle: "Tú lo sabes todo, Señor, tú sabes que te amo". Pero también nos vemos impulsados a decirle: Pero ayúdame a demostrártelo, ayúdame a descubrir las necesidades de mis hermanos, a darme de verdad a los otros, a aceptarlos tal como son, a valorarlos».
La vocación del hombre es el amor, es darse, es buscar la felicidad del otro y encontrar así la propia felicidad. Como dice San Juan de la Cruz, "al atardecer seremos juzgados en el amor". Vale la pena que nos preguntemos al final de la jornada, cada día, en un breve examen de conciencia, cómo ha ido este amor, y puntualizar algún aspecto a mejorar para el día siguiente. Como dice el Concilio II Vaticano, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad".
El Espíritu Santo nos transformará como hizo con los apóstoles, para que podamos actuar bajo su moción, otorgándonos sus frutos y, así, llevarlos a todos los corazones: "El fruto del Espíritu es caridad, paz, alegría, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza" (Gál 5, 22-23).
Llucia Pou
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Un hecho en el que no solemos reparar es que el amor cristiano es fundamentalmente amor a los hermanos. El amor cristiano no es una vaga simpatía por la humanidad ni una romántica declaración del bien de la raza humana; tampoco puede traducirse en simple filantropía o en un programa político o de construcción de la sociedad, así se trate de aquella sociedad que nos parece que retrata mejor los valores del Reino.
El amor predicado por el apóstol es aquel que nace ante la obra del amor. Así como en el plano puramente humano amamos lo amable, según los sentidos o según los intereses, así en este nivel de la vida de la gracia que ha llegado por Jesús amamos lo amable, es decir, amamos la obra que Dios ha hecho en alguien, arrancándolo de las tinieblas y acercándolo a la luz.
Este modo hablar puede extrañarnos. Estamos dispuestos a pensar el amor cristiano como una realidad sin fronteras y parece que al decir que amamos a los nacidos de Dios estamos encerrándonos sólo en los que son o piensan como nosotros. La cosa es más compleja. Cada amor se define por su objetivo, el amado, pero también por su motivo, su causa.
El amor cristiano tiene siempre una causa: Dios, y lo que nace de Dios. Esto implica que amamos a los que ya son de Dios y amamos a los que no son para que sean de él, para que nazcan de él. Amamos a todos pero esto no quiere decir que aprobamos a todos ni que estamos de acuerdo con todos ni que nos parecen iguales todos.
Con otras palabras: amamos a los que ya son hermanos, porque sentimos y sabemos que han nacido de Dios, y amamos a los que no lo son para que un día estén en comunión con nosotros, y con el Padre y el Hijo.
Seguramente nos puede extrañar la frase del apóstol Juan ("sus mandamientos no son pesados"; v.3). Pero se trata de una expresión que deberíamos leer en paralelo con aquello que nos dice el Señor en alguna parte del evangelio: "Mi yugo es suave". En contraste con las obligaciones onerosas de los fariseos, Jesús habla de un yugo suave, y su apóstol nos habla de mandamientos que no son pesados.
La clave está en ese concepto que Juan nos ha venido repitiendo: "nacidos de Dios". Por eso dice: "Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo" (v.4). Nacer de Dios es empezar a tener la vida de Dios. Y con la vida que él nos da están también la fuerza y la gracia para realizar lo que a él le agrada. Lo difícil, pues, no es obedecer a Dios, sino obedecerlo sin tener por dentro su vida.
Esta es otra manera de referirnos al tema tan frecuente de la relación entre la ley y la gracia. La ley prescribe cosas buenas (Rm 7, 12) pero que resultan a la larga impracticables (Rm 7, 14-18). De este modo su función es más la de una denuncia que la de una curación de nuestros pecados. Por eso tenía que venir un tiempo de distinto, que San Pablo llama gracia y San Juan "nacer de Dios". En ese nuevo estado sí somos capaces de obedecer como por propio impulso lo que Dios quiere, porque ya no sólo lo quiere afuera de nosotros sino también adentro.
Nelson Medina
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Nos presenta hoy Juan una imagen de oposición entre el cristiano y el mundo. Por justa que sea en la pluma de Juan, que da al mundo un sentido muy particular, corre el riesgo de ser muy equívoca para la mentalidad actual. Esta opinión de Juan, en efecto, podría acreditar la idea de que la Iglesia está separada del mundo, y la intención, llena de buena voluntad, que tiende a establecer un diálogo entre la Iglesia y el mundo.
Esta visión dualista de dos sociedades separadas es falsa, como decir que la Iglesia no tiene que "ir al mundo" para llamarlo a la conversión y para darle la fe y la caridad. La Iglesia está el mundo en vías de hacerse, y tiende a ser la humanidad reunida por el Espíritu de amor. Pero sólo conseguirá esto poniéndose, como Cristo, al servicio de los hombres, con el fin de ser el catalizador de su fraternidad.
En el momento en que una institución eclesiástica, escuelas, partidos, sindicatos, opone a los hombres entre sí no actúa como Iglesia, aun cuando se apoye en una desacertada interpretación de los vv. 1-5. La misión esencial de la Iglesia es la comunión de los hombres y debe cumplirla en nombre de Jesucristo, al cual se refiere explícitamente la asamblea eucarística, única institución eclesial decisiva.
El cristiano es el hombre abierto a la iniciativa de Dios; el mundo es el hombre replegado sobre sí mismo (1Jn 3, 2). Pero Juan aporta aquí una idea nueva (la única de este pasaje): "El cristiano ha vencido al mundo" (vv.4-5). Esta victoria es a la vez pasada (v.4) y presente (v.5). El pasado es el momento de la conversión; el presente es la fe de cada día.
Pero Juan piensa también en la victoria inicial y decisiva de Cristo sobre el mundo (Jn 16, 33). Esta victoria no es de orden externo, como la de un ejército sobre otro. La gana Cristo sobre lo que, en él, hubiera podido ser tentación de salvarse por sí mismo. Y en cada discípulo de Cristo es la victoria sobre la tentación de autodivinización y el abandono de nuestra salvación a la iniciativa de Dios. De ahí que la victoria haya comenzado en el momento de la conversión y se prosiga todo el tiempo que la fe en Dios inspire el comportamiento del discípulo.
Maertens-Frisque
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De nuevo Juan repite hoy los temas que ha ido desarrollando, cada vez con matices nuevos, a lo largo de su carta, sobre el amor que Dios nos tiene y el amor que nosotros debemos tener a Dios y al hermano. Los argumentos se suceden en cadena:
-Dios nos amó primero, por eso debemos amarle nosotros también;
-pero la segunda respuesta a ese amor de Dios es que amemos también al hermano. Aquí la antítesis es muy expresiva: "Si alguien dice que ama a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso: pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve";
-el que dice creer en Jesús debe también aprender y cumplir la doctrina que él nos enseñó: el doble mandamiento del amor, íntimamente unido (amar a Dios y amar al prójimo);
-el que sabe que es hijo, nacido de Dios, debe cumplir sus mandamientos. Mas el mandamiento principal de Dios es el amor al hermano;
-cumplir estos mandamientos, y por tanto amar al hermano, no es una carga pesada, porque ya participamos en la victoria de Cristo contra el mal del mundo.
Hay veces que las lecturas bíblicas no necesitan mucha explicación, porque se entienden muy bien: lo que nos cuesta es llevarlas a la práctica. El examen de conciencia que Juan nos ha propuesto en su carta nos afecta a todos en la vida de cada día: sólo podremos afirmar que amamos a Dios si amamos al hermano, que está a nuestro lado. Si no, somos unos mentirosos.
Al terminar nuestra vivencia de la Navidad, se nos pregunta sobre la coherencia con lo que hemos celebrado. Lo fácil es cantar cantos al niño nacido en Belén, y alabar a Dios por su amor. Quedar satisfechos porque "amamos a Dios". Lo difícil es sacar las consecuencias para nuestra vida: que en el trato con las personas que nos rodean seamos tan comprensivos y generosos como Dios lo ha sido con nosotros.
José Aldazábal
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Una nueva verdad fundamental, contundente, mayor, nos presenta hoy el apóstol Juan, como todos estos día pasados. Cada día una verdad fundamental, mas hoy se trata de la contradicción entre un amor a Dios (invisible) junto a un desamor al prójimo (visible).
En realidad habría que caer en la cuenta de que lo que Juan nos presenta como contradictorio e imposible no lo es (en un 1º sentido, al menos). No sólo no es imposible, sino que es la experiencia nuestra de cada día: estamos hartos de ver y conocer personas que dicen amar mucho a Dios, tanto, que no quieren distraerse con ninguna otra preocupación referente a los humanos, y que por eso mismo no quieren saber del mundo, la política, de la economía, del sistema social que a tantos seres humanos está dificultado la vida. ¿Miente esta gente? No. Lo que pasa es que tienen una idea (imagen) de Dios que no es la de san Juan.
Hay gente que piensa a Dios como un ente separado del mundo y de los seres humanos, un Dios que está por encima de las nubes y que podría ser pensado o amado con independencia de cualquier referencia a los humanos. Los dioses griegos eran así, por ejemplo; eran dioses que vivían en el Olimpo, en otro mundo. Pero el Dios del que Juan habla es el Dios cristiano. Esa es la diferencia.
Si se habla o se piensa en un Dios que no sea sino el concepto universal de las religiones, es posible amarlo y no amar al prójimo, ¿por qué no?, y eso es algo que vemos con demasiada frecuencia. Pero si se habla del Dios de Jesús, del Dios encarnado, que se ha identificado con todos los hombres y especialmente con los más humildes (Mt 25, 31), entonces no es posible amar a Dios y no amar al prójimo. Juan tiene toda la verdad, siempre que entendamos que está hablando del Dios de Jesús. Si se tratara de otro dios, las cosas serían distintas.
Servicio Bíblico Latinoamericano
Act: 09/01/25 @tiempo de navidad E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A