4 de Octubre
Sábado XXVI Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 4 octubre 2025
Bar 4, 5-29
En estos versículos, que constituyen el 1º discurso profético del libro de Baruc, explican el sentido del castigo que implica el exilio, pero a la vez abre las esperanzas de su pueblo afectuosamente llamado "pueblo mío", con la promesa de un retorno definitivo.
De manera figurada, el exilio está descrito como una transacción comercial con la que Dios vendió a su pueblo, que en virtud de la alianza era suyo como esclavo a Babilonia. La finalidad de esta venta no era su destrucción total, sino abrirle los ojos del arrepentimiento para retornar al Señor.
El pecado está descrito en términos de desnaturalización idolátrica: "Porque irritasteis a vuestro Creador, sacrificando a demonios y no a Dios. Y os olvidasteis del Señor eterno que os había creado" (v.7). Como se ve, Dios es descrito como una nodriza que alimenta a su pueblo a lo largo de la historia. Y Jerusalén está personificada en una mujer que ha perdido marido e hijos, por el trágico destino que les ha tocado: "Yo los crié con alegría, y los despedí con lágrimas de pena" (v.11).
Desde el v. 19 al 29 se extiende la bella plegaria de la Jerusalén madre que pide como un nuevo nacimiento para los hijos, el nacimiento del regreso. Nuevamente se manifestará el Señor con el poder de su gloria, es decir, como salvador. La revelación de Dios con su gloria solamente se da en momentos importantes de la historia de salvación. La "gloria de Dios" es Dios mismo, que se manifiesta como salvador.
El autor nos habla de Dios no en la distancia de la relación objeto-sujeto, sino en el sentido de que la palabra y la realidad de Dios provocan una situación decisoria. De acuerdo con el concepto bíblico de verdad en tanto que fidelidad, la alternativa no es conocer o ignorar, sino aceptar o rehusar, fidelidad o traición, salvación o condenación, vida o muerte.
De aquí el estilo de la cólera de Dios, que forma parte del pathos divino, y que se integra bien en el cuadro de la religión de la alianza, en cuya base se encuentra la afirmación de la soberanía de Dios. La cólera aparece como un aspecto particular de los celos divinos, pero que nunca es la última palabra tal como lo presenta Baruc y como lo expresa bellamente el Salmo 30 de hoy: "Su cólera inspira temor, y su favor da vida" (Sal 30, 6). Los celos significan en el lenguaje bíblico lo absoluto y profundo del amor de Dios y la lógica de la respuesta del hombre.
Los textos más remotos del AT conocen el amor indulgente de Dios y hasta en los castigos descubren el efecto de este amor, ya que por este medio Dios quiere conducir al hombre a la verdadera conversión: "Yahveh es un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no los deja impunes" (Ex 34, 6-7).
Frederic Raurell
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Hacía ayer Baruc consciente al pueblo judío de su propia participación en el pecado del mundo (sobre todo a través de las comunidades judías dispersas en el paganismo), y hoy le envía un mensaje de esperanza: "Animo, pueblo mío". Y explica el por qué: "Habéis sido vendidos a las naciones paganas por haber provocado la ira de Dios, y habéis sido entregados a los enemigos por haber irritado a vuestro Creador".
Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos, así cómo hablar de Dios de otro modo que no sean nuestras palabras y experiencias corrientes. Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para destruirlos, sino para conducirlos a la felicidad verdadera.
Pero sigamos escuchando, porque el profeta sigue diciendo: "Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta, y contristasteis a Jerusalén, la que os crió". En efecto, se trata de la experiencia maternal, un lenguaje que nos anuncia ya lo que el evangelio nos repetirá en términos inolvidables: Dios sufre más que nosotros, por nuestros pecados.
Y eso es así porque, como dice Dios por medio de Baruc, "con gozo los había yo criado, y los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios". Se trata de las lágrimas y el duelo de Dios, como también se verá el padre de la Parábola del Hijo Pródigo de Jesús.
Por supuesto, se trata de un antropomorfismo, pero ¡es tan emocionante!: mis pecados hacen sufrir a Dios, y Jerusalén (personificada como una viuda dolorosa) es la imagen del sufrimiento de Dios. Se trata de imágenes concretas que dicen más y son más elocuentes que todos los tratados de teología.
Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hijos. Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien. ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!
Una infracción a una ley permanece ineluctablemente: el mal está hecho. Y Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dramático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el perdón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor. De ahí que, finalmente, nos diga Baruc: "Animo hijos, y clamad a Dios, que el que os infligió la prueba se acordará de vosotros".
Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apoyarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez veces más a ese Dios que nos ha perdonado. Porque "vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios, pero una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor". Pues "el que trajo sobre vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación".
¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para nosotros, y más aún que nosotros.
Noel Quesson
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Sigue el profeta Baruc hablándonos hoy, esta vez animando al pueblo a volver decididamente a Dios. Y ante todo, repite la idea de que las desgracias que les están abrumando las tienen bien merecidas: "Os entregaron a vuestros enemigos porque os olvidasteis del Señor que os había criado".
Es patética la queja que pone en labios de Jerusalén, la madre que ha perdido a sus hijos y además se siente viuda: "Dios me ha enviado una pena terrible, mandó cautivos a mis hijos e hijas: yo los crié con alegría y los despedí con lágrimas de pena. Que nadie se alegre viendo a esta viuda abandonada de todos".
Pero por encima de todo, prevalece la esperanza: "Ánimo, pueblo, ánimo, hijos, gritad a Dios, que el que os castigó se acordará de vosotros, os mandará el gozo eterno de vuestra salvación". Eso sí, deben convertirse a él: "volveos a buscarlo con redoblado empeño".
El destierro ayudó al pueblo israelita a madurar en su fe. Las pruebas de la vida nos templan, nos van puliendo, nos hacen revisar nuestros caminos y reorientar la dirección de nuestras vidas.
A San Ignacio de Loyola le resultó providencial la herida recibida en Pamplona, para encontrar cuál era la voluntad de Dios sobre su futuro. A nosotros, los diversos acontecimientos de la vida, también las desgracias y hasta nuestros propios fallos y pecados, nos recuerdan que somos frágiles y nos urgen a adoptar una actitud, ante Dios y ante los demás, no de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad.
Además, nuestros fallos, los de cada uno de nosotros, empobrecen a toda la comunidad eclesial. Se pueden poner en labios de la Iglesia los lamentos que Baruc pone en boca de Sión, abandonada y empobrecida por sus hijos.
El remedio es, según el profeta, que volvamos a Dios: "Si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño". Es una consigna para cada uno de nosotros. Con nuestra vuelta al buen camino, no sólo saldremos ganando nosotros, sino que llenaremos de alegría el corazón de la madre Iglesia, y enriqueceremos a los hermanos.
Si hacemos caso del salmo responsorial de hoy ("buscad al Señor y vivirá vuestro corazón"), entonces sucederá además que "el Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá y los que aman su nombre vivirán en ella".
José Aldazábal
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"Yo soy tu Dios y Padre, y no enemigo a la puerta de tu casa", nos recuerda hoy el profeta Baruc. Efectivamente, Dios es compasivo y misericordioso, y siempre fiel para con nosotros, luego ¿quién podrá negar que su amor hacia nosotros no tiene fin?
Es verdad que muchas veces permite que quedemos atrapados en las redes del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad como consecuencia de nuestras rebeldías en contra suya; sin embargo, él siempre tiene puesta en nosotros su mirada amorosa; siempre está dispuesto a perdonarnos y a liberarnos de la mano de nuestros enemigos.
Por eso, no sólo lo hemos de invocar, sino que hemos de hacer volver hacia él nuestro corazón humilde y arrepentido, para pedirle perdón, pues él siempre está dispuesto a recibirnos nuevamente como a hijos suyos en su casa, dándonos así su salvación y llenando de alegría y de paz nuestra vida.
La Iglesia de Cristo ha de salir al encuentro de todos aquellos que se empeñaron en alejarse de Dios, para que, proclamándoles la Buena Nueva del amor que el Señor les sigue teniendo, lo busquen con mayor empeño y vuelvan a él. Entonces el Señor hará realidad su Reino entre nosotros, puesto que reconoceremos a un único Dios y Padre nos amaremos como hermanos unidos por un mismo Espíritu.
Dominicos de Madrid