31 de Octubre
Viernes XXX Ordinario
Equipo
de Liturgia
Mercabá, 31 octubre 2025
Rm 9, 1-5
Pasamos hoy a un desarrollo completamente nuevo de la gran Carta a los Romanos de San Pablo, tras haber demostrado hasta aquí el gran apóstol que:
-la miseria universal del hombre,
o humanidad separada de
Dios;
-la reconciliación universal, o humanidad animada por Dios.
Ahora bien, Pablo sabe desde lo interior, porque formaba parte de este pueblo, que a esta demostración podría hacerse una objeción mayor: ¡el problema de la incredulidad judía! ¿Cómo explicar que este pueblo, el 1º beneficiario de esa revelación maravillosa, haya podido rehusar a Jesucristo, en su conjunto? Esto es lo que abordará ahora en los cap. 9-11 de su carta.
Nos damos cuenta de que abordar este asunto es algo que a Pablo le desgarra el corazón, y que lo hace por fidelidad a la inspiración interior: "Afirmo la verdad en Cristo. No miento, y mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo".
Lo que Pablo nos ha predicado, él es el 1º en vivirlo. Habla "en Cristo" y "en el Espíritu", y las palabras que salen de su boca, y las verdades que trata de desarrollar, no son suyas, sino "las de Cristo". Ayuda, Señor, a referirme siempre a ti.
Pablo sufre, pero no con un dolor personal, sino por la salvación del mundo: "Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pero desearía incluso ser anatema, y separado de Cristo, por los judíos, mis hermanos de raza". Como se ve, Pablo está obsesionado por la salvación de sus hermanos.
He aquí al verdadero apóstol, que ve que sus hermanos de raza (los judíos) rehúsan la fe, y llega hasta a desear su condena personal si esto puede salvarlos. Dicho de otro modo, está presto a renunciar a su eterna felicidad si esto pudiera asegurar la de ellos. No debemos dejar pasar a la ligera tales declaraciones.
Se ha reprochado a menudo a los cristianos ser interesados (portarse bien en la tierra, para obtener el cielo en recompensa). Pero esto es una caricatura del cristianismo, como se ve en las palabras apasionadas que hemos escuchado, sin obviar que Pablo era perseguido por aquellos de quienes habla (pues la sinagoga judía lo consideraba un renegado y apóstata). Concédeme, Señor, que mi oración sea también por los que no me aman. Dame el ansia de la salvación de mis hermanos. Hazme apóstol a mí también.
Emite a continuación Pablo una letanía de 7 privilegios excepcionales, haciendo hincapié en que la cifra nº 7 era la cifra de la perfección: "Son, en efecto, los hijos de Israel, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la ley, el culto, las promesas y los patriarcas, de los cuales también procede Cristo, según la carne". Resume así Pablo toda una historia, la historia de amor entre el pueblo hebreo y Dios.
Dios y ese pueblo se amaron. Pero ¿fue un amor decepcionado? ¿O un amor fallido? Ninguna de las dos, responderá Pablo, que aludirá a que todavía es posible la conversión, pues Dios continúa amándolos y "de ellos procede Cristo, el cual está por encima de todas las cosas".
Esta profesión de amor por los judíos, sus infieles hermanos de raza, termina en una plegaria, una doxología a Cristo. Es el equivalente de una de nuestras fórmulas finales de oración: "Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Dios y Señor".
Con ello, Pablo atribuye a Cristo, hombre "nacido según la carne" (de la raza judía), un título que los judíos reservaban sólo a Dios, como para que resaltase mejor el "rechazo escandaloso" de los judíos. No quisieron reconocerlo como Dios. Y sin embargo, y verdaderamente, Jesucristo es Dios.
Noel Quesson
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Recordemos hoy aquella afirmación de Jesús hecha a la samaritana: "La salvación viene de los judíos". Pues, efectivamente, de ellos procede Cristo según la carne. ¿Tendrá algún caso el que el Padre Dios, cumpliendo las promesas hechas a los antiguos padres, haya enviado a su Hijo para que, encarnado, nos salvara, si al final nadie de su pueblo judío lo aceptara?
A pesar de su cerrazón, los judíos son los primeros en ser llamados a la salvación en Cristo. Y aun cuando no todos aceptaron a Cristo, hubo un pequeño resto fiel que sí lo hizo. Tenemos la esperanza de que algún día todos reconozcan al Salvador, Cristo Jesús.
Pablo, muchas veces rechazado por ellos, continuaría toda su vida preocupándose por encaminarlos a Cristo. Y hoy nos dice que, incluso, estaría dispuesto a ser considerado un anatema de Cristo (Lit. separado de Cristo) si eso ayudara a la salvación de los de su pueblo y raza.
Nosotros no podemos conformarnos con vivir nuestra fe de un modo personalista, sino que hemos de esforzarnos constantemente en cumplir con la misión que el Señor nos ha confiado: hacer que todos los hombres se salven en Cristo.
Pero ¿estamos realmente dispuestos a ser condenados con tal de salvar a quienes viven rechazando a Cristo? ¿Estamos dispuestos a cargar como nuestros sus pecados, y hacer nuestras sus pobrezas y enfermedades? ¿Estamos dispuestos a padecer por Cristo sabiendo que él está presente en nuestros hermanos? ¿Hasta dónde amamos? ¿Realmente hasta que nos duela? ¿O sólo anunciamos el nombre de Dios y volvemos a nuestras comodidades y a nuestra vida muelle y poltrona? ¿Cuál es nuestro compromiso de fe?
José A. Martínez
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Después del cap. 8 sobre la vida en el Espíritu, Pablo dedica 3 capítulos, del 9 al 11, a manifestar el dolor que siente por la obstinación de su pueblo Israel, y a reflexionar sobre su futuro.
Pablo se siente judío, y desearía que todos sus "hermanos de raza y sangre" hubieran aceptado a Cristo, como él lo ha hecho. Pero no es así, y la mayoría del pueblo elegido se ha quedado fuera de la Iglesia cristiana. De ahí que exclame: "Siento una gran pena y un dolor incesante".
Reconoce Pablo que Israel tiene valores muy ricos que ha dejado en herencia a la Iglesia: "la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas". E incluso de ese pueblo nació el Mesías, Jesús. ¿Cómo puede ser que no le hayan aceptado? Ha sido siempre un interrogante la situación de Israel en relación con la fe.
El mismo Jesús lloró sobre Jerusalén (previendo su ruina) e intentó, como nos decía el evangelio de ayer, "recoger a sus hijos como la gallina protege bajo sus alas a sus polluelos". Pero el pueblo judío se negó, e igualmente fracasó la primitiva comunidad judeocristiana (que fue perseguida y huyó de Israel).
Pablo, allí donde iba, predicaba en las sinagogas a los judíos, los herederos primeros de la promesa, y sólo cuando allí era rechazado pasaba a predicar a los paganos.
Nosotros miramos con respeto este misterio de obstinación. Jesús nació en el pueblo judío, de familia judía, descendiente de la casa de David. Sus primeros seguidores (toda la plana mayor de la primitiva Iglesia) eran judíos. Creyeron en él bastantes, pero la mayoría le rechazó.
Nosotros respetamos la sensibilidad judía, y les estamos agradecidos por la herencia que nos han dejado: los salmos, su capacidad de oración, su veneración por la Palabra, los libros inspirados del AT, sus fiestas, las grandes categorías de la alianza, del memorial o de la asamblea. Pero nos duele, como a Pablo, que el pueblo judío no haya aceptado a Jesús como el Mesías esperado.
También experimentamos dolor por la increencia de muchos, en la sociedad de hoy, por la pérdida de la fe y de los valores cristianos. ¡Cuántos padres, religiosos y educadores, están sufriendo por esta situación de frialdad de la fe en Cristo Jesús!
¿Sentimos con la misma fuerza que Pablo este dolor? ¿No es todavía más triste que los cristianos, que han recibido más bienes y privilegios que los judíos, también se olviden de Dios? ¿No se puede decir, de nosotros más que de ellos, lo del salmo responsorial de hoy: "con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos"?
José Aldazábal
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En la 1ª lectura de hoy escuchamos una reflexión paulina extremadamente bella y generosa, en que es tan grande el amor de Pablo a su pueblo, raza, sangre e historia, que lo pone por encima de muchos otros grandes intereses. Quisiera ser vehículo de felicidad para todos los judíos.
Pero ese buen deseo tiene un precio: reconocer a Cristo, como Mesías, enviado e Hijo de Dios. Y a esto se le resisten sus hermanos de religión e historia. Acompañémosle en su ofrenda, palabra, esperanza y oración.
Al leer este texto, uno contempla las entrañas de Pablo, que se siente destrozado porque la vocación de su pueblo (incomparable con la de cualquier otro pueblo) ha defraudado las esperanzas salvíficas, y ha desperdiciado la inmensa riqueza de dones divinos que se le ofrecieron con amor de predilección.
El verdadero amigo de Dios o verdadero discípulo de Cristo lleva en sus entrañas los pensamientos, amores, proyectos de Dios y de Cristo. Y la traición a los mismos le supone auténtico sufrimiento. Pablo es un ejemplo excelente: judío de pura raza, letrado de Israel, maestro de la ley, aguerrido defensor de las tradiciones, incluso frente a la novedad de la predicación de la Buena Noticia de Jesús.
En su etapa pre-cristiana, Pablo recurrió incluso a la violencia de las cárceles para reprimir las acciones de los discípulos del Señor. Y en la cristiana, previa iluminación del Espíritu que le enseña a releer la historia desde la persona de Jesús, llora con dolor la ceguera de sus compatriotas israelitas que se resisten a ser hijos de la nueva luz y nueva ley.
Todo apóstol verdadero sufre ese mismo dolor paulino: lágrimas, oración y llanto, por cuantos no se convierten a Cristo y al Padre. Así lo hacía Santo Domingo de Guzmán, gimiendo todas las noches en oración: "¿Qué será de los pobres pecadores?".
Señor, Dios nuestro, nos ponemos de rodillas ante tu altar, y acudimos al templo de tu Espíritu. Contemplamos a Jesús que muere de amor, incomprendido por los suyos. Y te pedimos que en cada uno de los corazones, sobre todo de los creyentes en ti, haya un impulso de amor que los lleve a servir a los demás con predilección.
Dominicos de Madrid
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