ALEXÍADA
Diario
palaciego de Ana Comneno,
sobre
el día a día del Imperio Bizantino
Corte bizantina, desde la que Comneno vio las
batallas, alianzas e intrigas
Madrid,
1 septiembre 2022
Manuel Arnaldos, historiador de Mercabá
La Alexiada (Άλεξιάς)
es una biografía histórica y apologética escrita hacia el 1120 por la
princesa de Bizancio Ana Comneno, que se dedica a relatar los entresijos
imperiales bizantinos de su padre Alejo I de
Bizancio.
Se
trata de una obra que
pertenece al
período renacentista de la literatura
bizantina, en el que
los autores bizantinos volvieron a la
lengua griega ática, emularon a los autores griegos clásicos con un estilo florido
y oscuro, personalizaron más todavía sus obras y multiplicaron las
digresiones literarias desde el principio hasta el final de sus obras.
Algunos
historiadores se plantean cómo una mujer que vivió casi siempre en palacio
pudo haber
descrito campañas militares con
enorme precisión. Pero no tienen en cuenta un
hecho que ella sí manifiesta en sus escritos, y es la ayuda inestimable
de su marido Nicéforo Brienio, general de su padre Alejo I. Así
como las múltiples relaciones que Comneno tenía con toda la corte
imperial, con los médicos, generales y asesores de su padre, y con toda
la familia Comneno al completo. E incluso con la posibilidad de que la
princesa Ana tuviese acceso privilegiado a los archivos del estado.
Pero
lo más importante es que la mano
de una mujer se puso a escribir, que sabía
hacerlo y que lo hizo muy bien, y que nos ha dejado una de las joyas de
la historia mundial: los entresijos y vericuetos del milenario Imperio
bizantino.
a)
Ana Comneno
Hija
del emperador Alejo I Comneno y de la emperatriz Irene Ducas, Ana Comneno había
tramado
un complot contra su hermano y legítimo
heredero al trono (Juan II Comneno) a la muerte de su padre, y su hermano se
había contentado con relegar a su hermana al monasterio
de Kecharitomene fundado por
su madre Irene (quien también se retiró allí). Mientras
Ana vivía en apartamentos contiguos al convento, y a
petición de su madre Irene, comenzó Ana a escribir la historia de Alejo I[1],
con el objetivo de ilustrar el
surgimiento de la dinastía Comneno. Sin embargo, la obra quedó inconclusa,
pues una enfermedad contraída durante una campaña militar le impidió llevar a cabo
su cometido[2].
Ni ella ni su madre hicieron
votos ni vivieron allí como monjas, e incluso es probable que viviera también allí
su marido Nicéforo Brienio, a quien cuidó hasta su muerte en 1138. Ana
salía de allí cuando quería, en incluso recibía allí a quien quería, incluidos muchos familiares
y consejeros del palacio
imperial de Constantinopla[3]. En
su libro XIV afirma Ana haber recopilado la mayor parte de la información “bajo el tercer poseedor
del cetro imperial, comenzando por mi padre”[4], lo que sitúa el inicio del
escrito después de la ascensión al trono de Manuel I Comneno, en 1143[5].
No obstante, todavía trabajaba allí en 1148[6], a la edad de 65 años.
a.1)
Su propósito
La Alexiada fue
concebida por Ana Comneno como una epopeya de los
Comneno,
de la que Alejo I era el héroe y Ana la víctima[7].
Una Ana que ya en el libro XV
afirma directamente su propósito: haberse “impuesto a sí misma una doble tarea: por un lado, narrar
las grandes hazañas que marcaron la vida del emperador y, por otro lado,
escribir un lamento de los hechos que habían desgarrado su corazón”[8].
La Alexiada es,
por lo tanto, no solo una biografía del emperador Alejo
I, sino también una
obra apologética e incluso hagiográfica, sobre su padre Alejo I, “un hombre de tal
inteligencia que ni Platón ni toda la Academia podrían describir
adecuadamente”[9],
al que Ana llega a calificar de “decimotercer
apóstol”[10].
Por
otra parte, la
obra testimonia la visión
bizantina del mundo[11],
que no era otra que la de asegurar la unidad de la ekumene,
y la de luchar contra aquellos que querían fragmentarla, tanto en el
este (los turcos, los cumanos, los escitas...) como en el oeste (los normandos,
sobre todo). Como
representante de Dios en la tierra, el emperador no sólo debía asegurar la
unidad política del Imperio, sino también su unidad religiosa. De
ahí que veamos constantemente al emperador luchando contra los infieles
(los sarracenos, llamados bárbaros por Ana) y los herejes (Juan Italo[12],
Nilo[13],
los paulicianos, los maniqueos[14] y los bogomilos[15]). Una
lucha contra la heterodoxia que tendrá que obligar a la Iglesia ortodoxa a sacrificar temporalmente
su propia riqueza (oro y plata, cálices...) por el bien del Imperio (par hacer
moneda y pagar
a los soldados), una vez que todos los demás remedios se
habían agotado[16].
En
cuanto al fenómeno de las cruzadas europeas, su mismo concepto era
bastante ajeno al espíritu bizantino. La guerra contra los turcos, que se
habían adueñado de los estados árabes orientales, y habían fundado en
territorio bizantino su Sultanato de Roum[17],
era un hecho con el que era necesario hacer algo a Bizancio. Y la liberación de Jerusalén
era una tarea que pertenecía a Bizancio y no a
Occidente, aunque los bizantinos aceptaron con gusto la ayuda de extranjeros[18]. De
ahí que Ana no sienta más que
desprecio hacia Occidente,
sobre todo por algunos de sus líderes (como Roberto Giscardo[19] y
Bohemundo de Tarento[20])
cuyo objetivo era hacerse con el Imperio
bizantino. Como cristiana, Comneno se solidariza con la gente pequeña e
indisciplinada (Pedro el Ermitaño, por ejemplo), cuyo deseo ardiente
era participar en la liberación
del Santo Sepulcro[21],
y no desvalijar todo el Oriente.
a.2)
Su estilo
Está
nutrido de historiadores (como Tucídides y Polibio) y oradores
(como Isócrates y Demóstenes), y pretende ser una
imitación de la lengua griega ática
a través de la combinación de palabras oscuras y proverbios antiguos. Su estilo, sin embargo, es menos difícil de entender
que el de Psellos, aunque no sea tan correcto. Y al rigor y la corrección
del lenguaje prefiere muchas veces Ana la amplitud de estilo y la demostración de
su erudición.
Esta
afectación lleva, por ejemplo, a pedir disculpas a sus lectores, cuando da
nombres de jefes o pueblos bárbaros, pues según ella éstos “desvirtúan la nobleza y el tema de la historia”[22]. Y si se
permite tal licencia, es sólo porque Homero también se acogió
a ella[23]. Es así como
no llama a los extranjeros por
su nombre, prefiriendo referirse a los
escitas y no a los pechenegos, a los dacios o los sármatas. Los
turcos se convierten en los persas, y los normandos en los celtas. Del
mismo modo, prefiere hablar de babilónico para no utilizar el término
“sultán del Cairo”[24]. Y este mismo encargo le hace abandonar
regularmente el término Constantinopla por el de “reina de las ciudades” o “capital
imperial”, o utilizar el antiguo nombre
Orestias para designar a Dirraquio.
A
diferencia de otros biógrafos de su época, Comneno concede especial
importancia al retrato de sus personajes,
cuya descripción física y psicológica precede o
sigue de cerca a la de su carácter moral[25]. Es
lo que hace con su padre (“de mediana estatura, y de un porte que emanaba
fuerza de persuasión, y se ganaba el apoyo de sus interlocutores”) y Roberto
Guiscardo (“de un físico impresionante, ojos de relámpago y voz
estentórea que asustaba a miles, dando la impresión de una fuerza
indomable al servicio de una ambición sin terminal[26]). Lo mismo ocurre
con las mujeres, de las que Ana nos ha dejado notables retratos de la ex-emperatriz
Maria, la madre de los Comneno (Ana Dalaseno[27])
y su propia madre (la emperatriz Irene Ducas[28]).
A pesar de su estilo anfigúrico, debemos reconocer el talento
narrativo que poseía
Comneno. Y si las múltiples digresiones que
salpican su texto[29] ralentizan considerablemente el relato,
éstas son la alegría
de los historiadores actuales, que encuentran en ellas abundante información sobre
la vida de la época, y que hacen de estas memorias
“una de las más eminentes obras de la historiografía griega medieval”[30] y
“una de las fuentes más importantes de la primera cruzada, que
permite comparar los puntos de vista occidentales y orientales”[31].
Ana
Comneno se convierte así en la historiadora más importante de este período
después de Miguel Psellos, la primera historiadora de una familia imperial (si
excluimos a Constantino VII) y la única mujer historiadora en la historia de
Bizancio[32].
a.3)
Su precisión
En
el prefacio y en el libro XV subraya Ana que, aunque sólo tenga admiración por
su padre, no dudará en criticarlo cuando sea necesario, y que su libro no
esconde ninguna verdad histórica[33].
En
la práctica, sin embargo, evitó cualquier crítica
y trató de justificar algunas acciones de Alejo I duramente juzgadas por la
población, como el saqueo de
Constantinopla en su entrada triunfal de 1081[34],
la nacionalización de bienes eclesiásticos
o el hecho de que no prosiguiera su reconquista de Anatolia en 1116[35].
Del
mismo modo, abunda Ana en elogios
exagerados,
a la hora de decir que Alejo I otorgó
plenos poderes a su madre Ana Dalaseno (al comienzo de su reinado), que ésta
admiraba profundamente a su hijo Alejo I, que la autoridad de éste fue
tan grande en la época, o que su propia partida
para el convento hubiera sido una especie de desgracia, según el historiador de la
época Zonaras[36].
Otro
tipo de afirmaciones, consideradas hoy
erróneas, sí que fueron ampliamente
sostenidas por la opinión general de la
época, como el hecho de que el Concilio
de Calcedonia dio a la Iglesia de Constantinopla primacía sobre la Iglesia
de Roma (en lugar del
“primus
inter pares”),
o que si Alejo I “hubiera exterminado a los escitas durante su campaña
de 1091, no le habrían ofrecido posteriormente ninguna resistencia real”[37].
También
podemos lamentar la vaguedad
cronológica de los hechos. Así,
Ana menciona 4 veces (en los libros V y VI) el regreso de Alejo I a
Constantinopla como si hubieran sido 4 hechos diferentes (dando la fecha sólo
en la 4ª
vez[38]). El juicio de Basilio el
Bogomilo se habría celebrado hacia 1117,
mientras que éste tuvo lugar hacia 1105. Sin embargo, esto puede explicarse por
el deseo de no interrumpir la historia de las guerras de Alejo I, y posponer
todos los demás eventos hasta el final del libro[39].
Finalmente,
algunos errores se deban probablemente a que no tuvo Comneno acceso directo a todas las fuentes deseables, o
a que no verificó
los hechos dudosos. Es
así como presume que el nombre que se usaba para designar a los azules durante
las carreras de carros, y que se pronunciaba veneton, aludía a la
ciudad de Venecia. O que la ciudad de Filipópolis había sido fundada por Felipe
el Romano y no por Filipo
II de Macedonia[40].
a.4)
Sus fuentes
A
lo largo de los libros, Ana menciona 3 tipos de fuentes que utilizó para
escribir la Alexiada.
1º
Los recuerdos
personales. Obviamente, Ana tenía
recuerdos específicos de la vida en la corte y de los diversos miembros de la
familia imperial. Así como también
declara haber viajado muchas veces con su padre y su madre durante las campañas
militares. Su madre acompañó al emperador desde 1094 (por el temor a un
complot), y más sistemáticamente desde 1097, cuando parecía la única capaz de aliviar sus ataques de gota. Probablemente,
sea ésta última también la razón por la que Ana Comneno se decidió
a estudiar medicina[41].
2º
Las entrevistas con
ex-generales de su padre, algunos de los cuales se habían convertido en monjes
cuando se jubilaron. A este respecto cuenta, por ejemplo, cómo algunos de ellos le
describieron el lamentable estado del Imperio antes de que Alejo I llegara al
poder (ca. 1081), o las palabras de un testigo del asedio de Dirraquio, o
los miembros del séquito de Jorge Paleólogo durante la campaña
contra los pechenegos (ca. 1091)[42].
3º
Los archivos
imperiales, que
Comneno cita
indirectamente (anteponiendo su texto con la frase “dijeron algo que se parecía a”[43]) o directamente (como el texto de la crisóbula de 1081,
que otorgaba plenos poderes a su madre, o el tratado con Bohemundo de 1108[44].
Las descripciones de
las campañas militares ha llevado a
algunos a plantear que Ana Comneno las copió directamente de su marido Nicéforo Brienio,
bien porque éste se las dictó o bien porque ya estaban escritas por
él en su Notas para una
Historia (en cuyo texto hoy no aparecen). Desde esta perspectiva,
el papel de Ana Comneno habría sido el de
completar el material
de Nicéforo Brienio,
llenando los vacíos en las principales
narrativas diplomáticas, agregando comentarios propios
y revisando todo el texto para mejorar su calidad literaria[45].
Las fechas
de los hechos coinciden con la realidad, pero no completamente. Pues mientras que la 1ª fecha que aparece en la
obra de
Nicéforo Brienio es la de 1059 (y la última, la de 1080), la obra de Ana comienza en
1071 y se prolonga hasta la muerte de Alejo I (en 1118). Ana no oculta que “se
inspiró en su marido”, e invita a los lectores que deseen más información a consultar
su Notas para una Historia[46]. A
estas fuentes Comneno añade recuerdos personales sin cesar, numerosas anécdotas
contadas a ella por su padre y madre de las campañas militares, y las
numerosas entrevistas que ella mantuvo con todo tipo de testigos oculares de lo
sucedido (como su confidente
Jorge Paléologo[47],
un gran amigo suyo).
a.5)
Sus personajes
Ana Comneno
elige el título Alexiada para su obra para emular a
Homero y su Ilíada, evocando así el papel de Alejo I con el de la Odisea de Ulises. En este sentido, la Alexiada, que nunca relata las
debilidades del emperador sino que exalta sus cualidades y sus hazañas, es en
cierto modo más epopeya que historia[48].
De
ahí que abunden
en la obra las referencias a personajes de la antigüedad[49], así como citas de
autores griegos[50].
Es lo que se ve ya desde el primer párrafo del prefacio, donde el lector se
encuentra confrontado con una cita de Sófocles: “De la oscuridad todo
y envuelve todo lo que nace en la noche”[51].
Un prefacio que, para terminar, recoge otra cita más: “Tendré dos razones para llorar, como una mujer que en la desgracia
recuerda otra desgracia”[52].
La Alexiada resulta
así una especie de epopeya en prosa en la que los héroes se adornan con todas
las virtudes, y los malos con todos los vicios[53].
Alejo
I,
el héroe por excelencia de esta
“nueva Ilíada”, es un general victorioso que
debe enfrentarse a multitud de enemigos (los escitas en el norte, los francos en
el oeste, los ismaelitas en el este y los piratas en el mar[54]). Sin
embargo, logra salir de las situaciones más difíciles[55],
e idear planes
originales para asegurar la victoria[56].
Un Alejo que, no
contento con dar brillantez a su ejército, no dudó en pelear él solo contra el campeón cumano que lo había desafiado, en
una lucha que recuerda al episodio bíblico de David contra Goliat y
que demostró que
“antes de ser un general, era ante todo un soldado”[57].
Aunque Ana pretende ceñirse a los hechos y no ocultar ningún posible error a
su padre[58],
no duda en justificar actos que en su momento fueron
considerados reprobables, como el expolio de los bienes de la Iglesia al que
tuvo que recurrir Alejo I para salvar el Imperio de manos de Roberto Guiscardo
(por un lado) y de los turcos (por el otro). También insiste en que sólo se decidió
por este expolio una vez que los miembros de su propia familia le hubieran
donado todas sus joyas y fortuna personal, y que Alejo devolvió estos bienes a
sus legítimos propietarios tan pronto como le fue posible, recompensándoles con numerosas donaciones[59].
Su
respeto por los personajes
religiosos
lo demuestra Ana a la hora de describir al detalle las luchas que libró
Alejo I contra las herejías y los herejes Juan Italo, los paulicianos[60], los
maniqueos[61], Nilo[62] y los bogomilos[63]. También explica en
detalle las razones que obligaron a Alejo I a no acudir en ayuda de los cruzados
tras la toma de Antioquía[64].
Por
otra parte, también es generosa Ana con sus enemigos
militares
(como se ve en su forma de tratar a Bohemundo[65]
o al
sultán Saisán[66]),
con los soldados
imperiales
(a la hora de describir el trato diferencial que les confería Alejo I)
y con los
más necesitados
del Imperio (para quienes se crea el Orfanato de
Constantinopla[67]).
Al tiempo que no tiene más que desprecio hacia los personajes
hipócritas
(como Bohemundo de Tarento, a la hora de apoderarse de Antioquía[68])
y hacia los herejes
religiosos
(como el monje hereje Basilio, empeñado en confesar su fe
bogomila[69]).
En
cuanto a su marido
Nicéforo Brienio,
de él no duda en afirmar Ana que“él era mi césarr[70].
Lo
mismo ocurre con el patriarca
de Constantinopla
(Nicolás y luego Cosme), que aconsejó al emperador Botaniates que
abdicara por el bien del pueblo y accedió a coronar a Alejo I[71].
Las
mujeres que completan el panteón de Comneno son todas ellas modelos de virtud,
comenzando por la madre de los
Comneno
(Ana Dalaseno), cuya política matrimonial hizo
posible unir a los Comneno con todas las grandes familias del Imperio[72].
De
la emperatriz
Irene
Ducas (su madre), Ana Comneno describe sobre todo su belleza física y
candor interior[73].
Y de
la ex-emperatriz
María
Alania (esposa de Miguel VII antes de casarse con Nicéforo
Botaniates, y que adoptó a Alejo I en 1078 para convertirlo en hermano y
protector de su hijo Constantino), Ana Comneno sólo dibuja un retrato físico[74].
Sorprendentemente,
incluso en el retrato que dibuja Ana de ciertos villanos, reconoce la princesa su belleza física y
su fuerza de carácter, como si (emulando las epopeyas de Homero)
los verdaderos héroes (los bizantinos) necesitaran enemigos dignos de ellos[75]. Eso
sí, junto a su encanto
físico, subraya todavía más Comneno su bajeza de su carácter. Son los casos
del normando Roberto Guiscardo[76]
y de su hijo franco Bohemundo de
Tarento,
que apenas es mejor que su padre[77].
Incluso el
papa de la época (Gregorio VII), que bendijo la cruzada y se alió con
Bohemundo, también estaba entre los villanos[78].
Los
líderes francos de la cruzada son descritos como vanidosos, codiciosos,
inconstantes, e incapaces de obedecer a un solo líder (por el bien de todos) y de
reconocer la buena voluntad y sabiduría de Alejo I (que conocía tanto su Imperio como el
Imperio de los turcos y los peligros geográficos que los cruzados
habrían que afrontar[79]). Sus modales son
para Comneno toscos, y los incapacitan para ser simplemente corteses.
b)
Alexiada de Ana Comneno
Consta
de 15 libros y un prólogo, y registra eventos desde 1069
hasta 1118. En 1º lugar describe el ascenso al poder de la Casa de Comneno
(antes
de la elevación de Alejo I al trono), y en 2º lugar relata en detalle el
reinado de este último hasta su muerte (continuando y completando así la obra
de Nicéforo Brienio, que sólo abarcó el período de 1070 a 1079). En general,
en la obra de la princesa Comneno se
pueden ver 4 grandes partes, junto a un excelente prólogo a nivel
historiográfico:
-prólogo, en el que Ana explica los motivos que la llevaron a escribir este
libro;
-libros I al III,
destinados a reivindicar a la Casa de Comneno por tomar el
poder imperial;
-libros IV a IX,
dedicados a las guerras contra los normandos, los escitas (pechenegos)
y los turcos;
-libros X y XI,
que relatan la historia de la I cruzada y la invasión de Bohemundo de
Tarento, hijo de Roberto
Guiscardo;
-libros XII a XV,
que relatan las últimas campañas militares de Alejo I, así como su lucha contra
las herejías (maniquea, pauliciana, bogomila...) y la fundación del Orfanato de
Constantinopla.
Esencialmente,
Ana dice en su prólogo que teme que el tiempo borre la memoria de su padre y sus
hazañas. Su
marido, el césar Nicéforo Brienio, ya se había dado a la tarea de perpetuar
esta memoria, pero no pudo completar su obra[80]. Al
coger este testigo, Ana
espera que los recuerdos le permitan superar el dolor de haber perdido a sus dos
seres queridos[81].
b.1)
Libro I
Trata
la juventud de Alejo I (ca. 1001) y termina con los últimos meses del
reinado de Nicéforo Botaniates (ca. 1081):
“El
emperador Alejo, mi padre, fue de gran utilidad al imperio de los
romanos cuando tenía 14 años, siendo muy admirable y arrojado
durante el reinado de Romano Diógenes”
(I, 1a).
“Un
dolor muy profundo tenía sobrecogida a la madre de Alejo, que lloraba
la muerte reciente de su hijo primogénito Manuel, varón que había
sido protagonista de grandes hazañas para el imperio de los romanos”
(I, 1a).
Los primeros capítulos
nos muestran a Alejo luchando en
el Oriente,
primero contra los persas y luego contra los
turcos selyúcidas. Tras lo cual es proclamado césar:
“Antes
de haber asumido el Imperio, acompañó al emperador Diógenes, el
cual dirigía una expedición muy importante contra los persas”
(I, 1a).
“Durante el reinado del emperador Miguel Ducas, tras el derrocamiento del
emperador Diógenes, la revuelta que dirigió Urselio dio motivos al
joven Alejo para demostrar de cuánto valor hacía gala” (I, 1a). “Pero
justo
en el instante en que el poderío de los romanos sufría numerosos
reveses y los turcos aplastaban con su suerte favorable la de los
romanos, en ese preciso instante atacó también Alejo”
(I, 1b).
“Mientras mi padre Alejo estuvo a las órdenes de su hermano durante sus
funciones como general en jefe de todas las tropas de oriente y
occidente, lo hizo con el cargo de lugarteniente. Pero ante las
difíciles circunstancias por las que atravesaban los romanos a causa
de las continuas incursiones con las que, como un relámpago, nos
acosaba ese bárbaro, se pensó en el admirado Alejo para la
confrontación bélica con éste, por lo que fue designado por el
emperador Miguel estratego autocrátor. Y necesitó poco tiempo para
encarcelar a Urselio, y restablecer el orden en Oriente” (I, 1c).
“Éste fue para el gran Alejo, como si fuera un Heracles, el tercer trabajo
previo a su ascenso al trono” (I, 9f).
Una
vez proclamado césar, alarga Alejo sus campañas militares hacia
el Occidente,
sofocando los focos de rebeldía de Brienio y Basilacio:
“Todavía se le encomendó a Alejo en occidente otra misión por el
entonces soberano Nicéforo, poseedor ahora del cetro de los romanos,
esta vez contra Nicéforo Brienio, duque de Dirraquio, que estaba
agitando todo el occidente tras ceñirse la diadema y autoproclamarse
emperador de los romanos” (I, 4a).
“Así concluyó, por tanto, el episodio relacionado con Brienio; pero el
bárbaro Borilo salió de su ciudad y aconsejó a Alejo que marchara
contra Basilacio, que ahora se ceñía la diadema del imperio y
sublevaba desde Epidamno al Occidente sin cortapisas, hasta llegar a
Tesalónica” (I, 7a).
Desde
el cap. 10 seguimos el ascenso del normando Roberto Guiscardo, un pequeño
noble normando que conquista Lombardía y
aspira a convertirse en emperador, como muchos habían intentado antes:
“El
débil organismo de los romanos generó en aquella ocasión, y como
una mortal enfermedad, a los Urselios, Basilacios y cuantos componen
la masa humana ansiosa de poder. Pero ninguno de ellos fue como el
famoso déspota Roberto, conocido por sus tiránicas intenciones y
hombre jactancioso al que generaron las tierras de Normandía, y que
parió y crió una perversidad sin límites”
(I, 10a).
“Partió Guiscardo de Normandía y se dedicó a merodear por las colinas,
las cuevas y los montes de Longibardía, al mando de una partida de
bandidos. Iba asaltando a los viandantes, y tan pronto capturaba
caballos como otro botín o armas, teñiéndolo todo de sangre y
provocando numerosos asesinatos” (I, 11a).
“Reparó entonces en él Guillermo Mascabeles, señor de la mayor parte de
la Longibardía, y acabó por comprometerlo con una de sus hijas”
(I, 11b).
“Una vez convertido en dueño de todas las posesiones de su suegro, empezó
a sumar Guiscardo a las ciudades que ya poseía otras nuevas ciudades,
y a sus riquezas otras riquezas. En breve ascendió a la dignidad de
duque y de duque de Longibardía” (I, 12a).
“Entonces Roberto empezó a aspirar a tener el imperio de los romanos, y se
lanzó a la guerra contra los romanos. Habíamos dicho ya que el
soberano Miguel, no sé cómo, prometió a su hijo Constantino con la
hija de ese tirano, que se llamaba Helena” (I, 12b).
b.2)
Libro II
Trata
la revuelta eslovena por la sucesión imperial (ca. 1081), el ascenso de los
hermanos Comneno
(Isaac y Alejo) en la corte, y la adopción de este último por
la emperatriz María Alania, que suscita celos a su alrededor:
“Miguel,
el hermano primogénito de Isaac, de Alejo y de los restantes hijos de
Juan Comneno, mi abuelo paterno, fue estratego autocrátor de toda el
Asia por nombramiento del emperador Romano Diógenes” (II,1a). “Del
mismo modo, cuando el emperador Nicéforo se percató de que Alejo
demostraba gran habilidad en los asuntos de la guerra, comenzó a
estimarlo más que a Isaac, aunque a ambos consideró dignos de
compartir su mesa” (II, 1b).
“Estos
favores del emperador hacia los hermanos Comneno excitaban la envidia
contra ellos, en particular la de dos bárbaros originarlos de Eslovenia:
Borilio y Germano, que propagaban sus murmuraciones y conjuras contra
ellos” (II, 1c).
“El
emperador, temeroso del ineludible golpe de la muerte, estaba preocupado
por su sucesión, ya que no acababa de engendrar hijos a causa de la
vejez” (II, 2a). “La emperatriz María se dio cuenta de todo
ello, y trató de hablar con los hermanos Comneno, por los que tenía
predilección. Ellos le dijeron: Vos sois nuestra señora y nosotros
vuestros obedientes siervos, dispuestos a sufrir todo por vuestra majestad”
(II, 2c).
“Cuando
el emperador fue informado de la toma de la ciudad de Cízico por los
turcos, llamó inmediatamente a Alejo Comneno, y lo llevó a su mesa y
le pidió seguir yendo en adelante” (II, 3a). “Su conducta era
intachable, pero ensombrecía de envidia a los perversos, que pensaron
vengarse de los hermanos Comneno” (II, 3d).
Ante
la conjura
de los envidiosos
contra los Comneno (a los que se sumaron Botaniates y Meliseno), y
cuando el emperador estaba ya para morir, Alejo consigue el
apoyo del césar Juan Ducas y del comandante Jorge Paleólogo, y con ellos el apoyo
del ejército imperial:
“Después
de haber adoptado y abandonado numerosos proyectos contra los Comneno,
el nuevo plan de los insidiosos fue hacerlos venir a palacio una noche,
sin la autorización del emperador. Y allí los privarían de la vista y
los desterrarían con el pretexto de una falsa acusación” (II,
4a).
“Entre
tanto, los rebeldes habían alcanzado la puerta de Blaquernas, habían
roto los cerrojos y se habían encaminado sin obstáculos hacia los
palacios imperiales” (II, 6a).
“El
padre de Jorge Paleólogo era leal al emperador en sumo grado, y tras
saber la rebelión que se cernía sobre el palacio imperial, se puso
inmediatamente de lado de los Comneno, llevando consigo a todos sus
hombres” (II, 6b).
“Los
Comneno juzgaron que era necesario informar de la situación al césar
Juan Ducas, que en ese momento estaba en sus posesiones de Morobundo.
Y le enviaron a un legado para ponerlo al corriente de la rebelión.
Una vez percatado del asunto, enseguida se sobresaltó y dijo: Ay de
mí. E inmediatamente salió a buscar a los Comneno, para ponerse de
su parte” (II, 6d-e).
“Cuando
los Comneno vieron venir de lejos al césar, quedaron asombrados y no
sabían qué hacer de alegría, en especial mi padre Alejo” (II,
6i).
Tras
ser proclamado emperador por el ejército, Alejo hace su entrada
triunfal en Constantinopla
(tras saquear a la guardia imperial), mientras el candidato rebelde (Botaniates)
es retenido por la familia Comneno en su propia casa familiar:
“Dado
que el tiempo se estaba agotando, de inmediato fue reunido el ejército
entero alrededor de la tienda donde se habían instalado los Comneno,
para investir a uno de ellos emperador. Entonces Isaac se levantó,
tomó los borceguíes de color púrpura e intentó calzárselos a su
hermano Alejo. Ante la reiterada negativa de éste, Isaac dijo: Déjame
hacerlo, pues es voluntad de Dios llamar a nuestra familia a través de
ti” (II, 7d).
“Ana
Dalaseno, la madre de los Comneno, trazó entonces un plan muy
inteligente, cuando el enemigo Botaniates dormía en su casa con su
prometida, que era una nieta suya. Ordenó a todos los de casa ir al
culto a la Iglesia de Dios, y en caballo dirigió a las mujeres hacia
Santa Sofía, y después cerró la puerta de la casa y se llevó ella
las llaves” (II, 5a).
“Para
hacer su entrada en Constantinopla, Juan Ducas pidió a los guardianes
de la torre abrir las murallas” (II, 9b-c), “Jorge Paleólogo
subió a la torre con sus hombres (II,10c), los de Alejo clavaron
empalizadas y acamparon ostensiblemente” (II, 10c), “y todo el
ejército reclutado entró a la fuerza por la puerta de Carisio,
saqueando sin freno las casas y hasta los lugares sagrados” (II,
10d).
“Cuando
Botianates vio que estos acontecimientos habían tenido lugar, que la
ciudad y el palacio imperial estaban en manos de los Comneno, y que sus
posibilidades de reinar se hallaban en un estado crítico, renunció
totalmente al trono, fingiendo que no lo deseaba” (II, 11a.g).
b.3)
Libro III
Describe los
primeros
días en el poder
de Alejo I (ca. 1081), y cómo
debe, en
cumplimiento de sus promesas
con quienes lo ayudaron, crear nuevos títulos y
dignidades (como el de sebastocrátor para su hermano Isaac):
“Tan
pronto como los Comneno llegaron al palacio imperial, enviaron a Miguel
en busca de Botaniates, el cual se cortó el pelo sin tardanza y se
vistió el hábito angélico para evitar represalias” (III, 1a).
“En cuanto a la emperatriz María, se le permitió vivir en palacio
junto con su hijo Constantino, que había tenido del antiguo emperador
Miguel Ducas y que era rubio y blanco como la leche, y todavía tenía 7
años” (III, 1b).
“En
cuanto a los Ducas, más bien temían a la madre de los Comneno, y
sumieron su alma en una gran inquietud” (III, 2a). “Por su
parte, Jorge Paleólogo siguió dirigiendo a la flota, junto a todos
los partidarios de los Comneno” (III, 2a).
“El
césar Ducas intentó ganarse al patriarca Cosmas, pidiéndole que no
cediese bajo ningún concepto a las propuestas de la madre de los
Comneno” (III, 2c). “Y se puso al servicio del emperador”
(III, 2f).
Tras
lo cual hace Alejo I penitencia pública
por los desmanes de sus tropas al entrar en Constantinopla, se busca una
esposa (Irene Ducas) y se corona emperador, y va cumplimentando la
reestructuración de la corte imperial:
“Alejo
estaba desgarrado y entristecido por el pillaje a que había sido
sometida Constantinopla a su entrada, y era presa de grandes turbaciones
ante nuestro Señor por esta entrada suya en la ciudad. Y no quiso ser
como el soberbio e ignorante rey Saúl, sino más bien temeroso ante
Dios y estricto a la hora de reconocer las malas acciones” (III,
5a.c).
“Para
curar la herida de su entrada militar a Constantinopla, Alejo llamó
al patriarca Cosmas, a los miembros del sagrado Sínodo y al estamento
monástico, y ante ellos compareció como acusado por sí mismo. Allí
confesó todas sus faltas, y pidió un veredicto riguroso y justo.
Tras lo cual, el tribunal sometió tanto a él como a sus parientes
consanguíneos a las mismas penas: ayunar, dormir en el suelo y pedir
perdón público a los ciudadanos”
(III, 5d-e).
“El
césar Ducas ablandó el ánimo de Alejo, y le aconsejó que no
desposara a la ex-emperatriz Eudocia Dalaseno (viuda de Constantino X
Ducas), ni a Zoé Porfirogeneta ni a la ex-emperatriz María Alania,
sino a una nieta suya que estaba siendo educada por los monjes: Irene
Ducas” (III, 2f-g).
“En
una semana fue coronado tanto Alejo como Irene en Santa Sofía, a
manos del patriarca Cosmas” (III, 2g). “La apariencia
física de ambos emperadores, Alejo e Irene, era indescriptible y sin
igual, un arquetipo de la belleza y la armonía que dejaría sin
comparación al canon de Policleto” (III, 3a).
“En
cuanto a la reestructuración de la corte, Isaac Comneno fue honrado
con un título de mayor categoría incluso que el de césar: la
dignidad de sebastocrator, que era de categoría igual a la de un
segundo emperador e iba coronado con corona imperial” (III, 4a).
“El
emperador Alejo, tras asumir la jefatura del Imperio, se ocupó
enseguida de todos los asuntos pendientes, y gobernó desde el centro
de todo el mundo. Se entregó de lleno a las cuestiones militares, sin
esperar a sacudirse el polvo del combate” (III, 2b).
Esta es
una oportunidad para que Ana Comneno presente a varios miembros de la
familia imperial,
como la emperatriz Irene, el patriarca Cosmas, la ex-emperatriz María y la madre de
los Comneno (Ana Dalaseno), a quien el emperador encomienda a todos los efectos prácticos la
gestión interna del Imperio, mientras él se ocupa de la política exterior:
“Alejo
no levantaba mucho del suelo, pero su conjunto era inalcanzable en
seriedad y majestad, con unos ojos que desprendían un terrorífico
resplandor y una fogosa retórica que arrastraba con sus argumentos”
(III, 3b).
“Mi
madre, la emperatriz Irene, era por aquel entonces una adolescente de 14
años, hija de Andrónico (primogénito del césar Juan Ducas). Su
rostro reflejaba el resplandor de la luna, y era inagotable el placer
que daba su aspecto y sus palabras, como si se tratara de un maravilloso
espectáculo o recital inalcanzable para la misma Atenea” (III,
3c).
“El
patriarca Cosmas, como santo varón, renunció al patriarcado tras
celebrar la sagrada liturgia del apóstol Juan el Teólogo, y se retiró
al monasterio de Cario, dejando en su puesto al eunuco Eustracio”
(III, 4d).
“La
ex-emperatriz María Alania recibió de Alejo un salvoconducto para ella
y para su hijo Constantino, y se retiró al monasterio del gran mártir
Jorge de la mano del sebastocrator Isaac” (III, 4g).
“Alejo
deseaba que su madre fuera el timonel de la nave del estado, y por ello
la fue haciendo partícipe de la tarea de administrar el estado mientras
él estaba ausente, y le fue pidiendo su inteligencia sobre los
intereses del Imperio” (III, 6a).
b.4)
Libro IV
Relata
los años 1081-1082, en que Alejo I toma las primeras medidas militares,
comenzando con una estrategia
defensiva frente a los turcos
que saqueaban la Anatolia:
“El
emperador Alejo se dio cuenta de que el Imperio estaba agonizante,
pues los turcos pillaban salvajemente las posesiones del Oriente, y el
normando Roberto movilizaba todos sus recursos en el Occidente con el
fin de instalar en el palacio a ese falso Miguel que se le había
presentado” (III, 9a).
“Una
vez organizada la defensa de todos los territorios occidentales, Alejo
afrontó el peligro que más próximo amenazaba al Imperio: los
turcos, que no cesaban de pillar Bitinia y Tinia, hasta alcanzar
Damalis del Bósforo” (III, 11a).
“Embarcó
entonces a unos cuantos decargas con arcos y lanzas, y en secreto y de
noche los hizo cruzar el mar y ponerse a la orilla de los infieles,
sin hacer el mínimo ruido. En torno al alba empezaron a disparar en
masa, justo cuando los turcos se dedicaban a forrajear sus enseres.
Cuando éstos empezaron a dispersarse, los destacamentos de Alejo
tomaron las localidades que habían sido tomadas por los turcos, y
pasaron las noches haciéndoles de abrigo” (III, 11b-c).
Así
como narra también los primeros enfrentamientos
con los normandos
de Roberto Guiscardo, por el control de la ciudad de Dirraquio (actual
Durres, en Albania):
“Por
aquel tiempo, Roberto volvía a reagruparse desde sus diferentes
puntos de procedencia, y dirigió su flota y toda clase de navíos a
Dirraquio, a la que cercó por los frentes de tierra y mar” (IV,
1a).
“Consigo llevaba a un monje encapuchado que algunos decían que
era el faso emperador Miguel, a quien quería instalar en el palacio”
(IV, 1d).
Gracias al
apoyo de los venecianos, los bizantinos cobran
cierta ventaja inicial:
“Alejo
recibió los informes de Paleólogo con todo lo sucedido con Roberto”
(IV,2a), y “decidió recurrir a los venecianos con promesas y
obsequios” (IV, 2b).
“Tras
aparejar los venecianos su armada con toda clase de buques,
emprendieron la travesía hacia Dirraquio, y erigieron su campamento
junto al templo de la Inmaculada de Pella, a ocho estadios del
campamento de Roberto” (IV, 2c). “Cuando abrió el día, los
venecianos entraron en violento combate, agujereando y derribando las
naves de los normandos, que se dieron a la fuga” (IV, 2d). “Tras
lo cual, los venecianos acumularon su botín y se volvieron a su
patria” (IV, 2f).
Pero los normandos y los francos
(de Maurice, que también acudieron a la cita) se recuperan,
y, tras elegir a Roberto Guiscardo como líder
supremo,
cobran de nuevo ventaja. Hasta
que
el emperador se ve obligado a huir y escapar, por poco, de los normandos:
“Pero
Roberto, que era muy aguerrido, comprendió que no debía abandonar la
campaña, sino combatir con mayor dureza” (IV, 3a). “Con la
llegada de la primavera, le llegaron refuerzos de Longibardía, y
también llegó Maurice con su escuadra. Se produjo entonces un
violentísimo choque militar, y los hombres de Roberto resultaron
ilesos, e impusieron a los francos el reconocimiento de Roberto como
líder de toda la flota” (IV, 3a).
“Tan
pronto como el soberano tuvo noticias por Paleólogo de todo lo
sucedido, y tras dejar en la capital a Isaac, partió Alejo de
Constantinopla hacia Dirraquio, para intentar mantener el orden”
(IV, 4a).
“Pronto
dio el soberano el orden de batalla a todo su ejército, nombrando
jefes a los más valientes” (IV, 4b). “Mandaba el batallón
de los excúbitos Constantino Opo, el de los macedonios Antíoco, el
de los tesalios Cabasilas, el de los anatolios Taticio, el de los
2.800 maniqueos Jantas y Culeón, y el de las tropas vestiaritas
imperiales Panucomites y Umbertópulo” (IV, 4c).
“Tan
pronto como tuvo así dispuestos los batallones, se arrojó Alejo con
todo su ejército romano contra los celtas, atacando por los dos
flancos a Roberto, que estaba en las murallas de Dirraquio luchando
contra Paleólogo” (IV, 4d). “Esto sucedía el día 18 de
octubre de la 5ª indición, muy cerca de la iglesia del gran mártir
Teodoro que había junto al mar” (IV, 6a). “El soberano iba
con su formación por la pendiente del lado del mar, junto a su nuevo
césar Meliseno y a su doméstico Pacuriano” (IV, 6b).
“Entonces
Gaita, la esposa de Roberto y su acompañante en esta expedición,
dirigió a los suyos que huían un horrísono grito, que sólo oyeron
los de su propio idioma: Deteneos, y sed hombres por esta vez”
(IV, 6e).
“Tras lo cual, sus hombres empezaron a recuperar el dominio en el
parte de batalla, y la falange romana comenzó a ser empujada y hecha
añicos por los celtas, muriendo en ella muchos de los mejores
guerreros de mi padre” (IV, 6g).
b.5)
Libro V
Relata
los años 1082-1083,
y explica por qué, para continuar la guerra contra los normandos, Alejo I se ve
obligado al saqueo
de las propiedades eclesiales,
acuñando moneda con el oro y plata de las iglesias y monasterios:
“Roberto
se había apoderado de todo el botín de la tienda imperial, y deliberó
con sus hombres intentar un asalto a las murallas de Glabinitza y
Yoanina” (V, 1a), “al mismo tiempo que los emigrados de Delfi
abrían las puertas de Dirraquio a Roberto” (V, 1b).
“Por
su parte, el emperador puso todo su esfuerzo e inteligencia para
vengarse de la derrota, captando a los mejores y más expertos hombres
en todas las técnicas bélicas, combates en formación, emboscadas y
asedios, sobre todo en el cuerpo a cuerpo” (V, 1c).
“No
hallando otra forma de suministro, los hermanos Comneno reunieron todas
las riquezas de su propiedad en oro y plata, y las enviaron a la
fundición imperial. Mi madre la emperatriz donó todos sus bienes por
herencia materna y paterna. Y seguidamente hicieron lo mismo los leales
al emperador” (V, 2a).
“Pero
estos fondos no bastaron para las actuales necesidades, porque unos
pedían más gratificaciones para ir a la lucha, y los mercenarios
pedían un salario más alto. Ante el estado de las cosas, Isaac y su
madre dirigieron su atención hacia las antiguas leyes sobre la
enajenación de los bienes sagrados, y encontraron una que la
justificaba: la liberación de los prisioneros. Y empezaron a emplear
como materia prima para acuñar moneda cuantos objetos sagrados estaban
arrumbados y desechados desde tiempo atrás” (V, 2b).
Incita
también Alejo I al emperador del Imperio Germano a atacar Lombardía, lo que
obliga a
Roberto Guiscardo a regresar a Italia. No obstante, cuando esto sucede,
Guiscardo deja en su lugar a su hijo Bohemundo,
nuevo cabecilla normando
en los territorios bizantinos:
“Envió
Alejo embajadores al rey de Alemania al cargo de Metimnes, y con ellos
envió una carta en que le instaba a no retrasar más su ayuda y a
invadir con gran rapidez Longibardía, para distraer a Roberto y poder
expulsarlo del Ilírico” (V, 3a).
“Un
emisario llegó a presencia de Roberto y le comunicó la inminente
invasión de Longibardía, por parte del rey de Alemania. Roberto
decidió presentar en público a su hijo Bohemundo, para ocuparse de sus
asuntos en el Ilírico” (V, 3c). “Y dijo a sus jefes: Sabéis
que parto para defender mis dominios y presentar batalla al rey de
Alemania” (V, 3d). “Y a ti, amadísimo hijo, te recomiendo que
no olvides reemprender la guerra contra el emperador de los romanos”
(V, 3e).
Por lo tanto, la lucha continuó
teniendo lugar, con Alejo I (que sale a buscar refuerzos entre los hunos)
intentando hacer frente a las incursiones
de Bohemundo de Tarento
(que vence en todas sus batallas), hasta que logra que se vuelva a su
tierra y deje el Ilírico bizantino:
“Bohemundo
era un hombre de carácter combativo y arrojado, y acometió con firmeza
la tarea de hacer la guerra al emperador. Seguido de sus tropas y de
todos los oficiales romanos que habían desertado del emperador y se le
habían unido, Bohemundo llegó a Yoanina a través de Bagenecia”
(V, 4a).
“Una
vez llegado a Yoanina, el emperador se percató de que sus fuerzas no
suponían ni una mínima parte de las fuerzas de Bohemundo” (V,
4b).
“Pero Alejo lanzó sus falanges a la batalla, ocupando él mismo el
puesto central. Y Bohemundo, que lo estaba esperando y conocía su
estratagema, se adaptó a la circunstancia y lanzó dos flancos contra
la formación romana, alzándose con la victoria” (V, 4c).
“Bohemundo
llegó en sus correrías a Larisa, y allí se tropezó con una llanura
boscosa limitada por dos colinas que daban acceso a un estrecho paso,
en el que le esperaba mi tío Miguel Ducas con sus hombres, unos en el
desfiladero y otros fuera” (V, 7a). “Cuando Bohemundo los
vio se alegró, como un león que encuentra una gran presa” (V,
7b). “Pero el huno Uzas salió con los romanos del desfiladero
impetuosamente, y acometieron a Bohemundo, que perdió la enseña de
sus manos y se retiró a Tricaia, y de ahí a Licostomio y de ahí a
Castoria” (V, 7c).
El libro termina con
un epígrafe sobre la renovación de la ciencia
que decide llevar a cabo Alejo I, y el
interés mostrado por la pareja imperial respecto del mundo de la cultura, sobre
todo contra los herejes y a favor de la verdadera filosofía:
“Mi
padre Alejo puso a Juan Italo al frente de toda filosofía, y los
jóvenes acudían a él porque les revelaba las opiniones de Procio y
Platón, la de los filósofos Porfirio y Jámblico, y las doctrinas y
obras de Aristóteles, conocimientos todos que daban pie a su vanidad”
(V, 9a). “Contemporáneos de esta época fueron Juan Salomón,
Yasites, Servias y otros, que hicieron grandes esfuerzos por aprender”
(V, 9b).
“Mi
madre la emperatriz llevaba frecuentemente un libro en sus manos, en el
que estudiaba las doctrinas de los santos padres que fijaron el dogma, y
en especial del filósofo y mártir Máximo. Ella dirigía su atención
no tanto a las cuestiones de la naturaleza, sino a la auténtica
sabiduría” (V, 9c).
b.6)
Libro VI
Relata
los años 1085-1086,
y comienza con el asedio de Castoria y la derrota de los
condes franceses ante Alejo I, poniendo así fin
a la guerra normanda
y al apuntalamiento de las fronteras imperiales:
“Brienio
era dueño de Castoria, y Alejo, en su afán por expulsarlo y recuperar
la plaza, mandó llamar de nuevo al ejército, suministrándole armas
para el asedio y helépolis (empalizada y torres de madera, con
catapultas) para hacer brechas y capturar sus murallas” (VI, 1a).
“Los
latinos subieron con gran rapidez al promontorio, pero allí estaba
Paleólogo aguardando, con toda la artillería. Y nada más verlos
llegar, trabaron combate contra los latinos en formación cerrada, y los
vencieron” (VI, 1c).
“Brienio
se negó a reconocer al emperador, pero juró no alzar nunca sus armas
contra él, a cambio de dejarle traspasar las fronteras del Imperio. Y
el emperador accedió, plantando en el templo del mártir Jorge los
estandartes imperiales” (VI, 1c).
“Quedaron
así asentadas las fronteras del poder imperial, tanto en el mar
Adriático por Occidente cuanto por los ríos Eufrates y Tigris en el
Oriente”
(VI,11c).
Alejo I aprovecha este respiro para vengarse de los maniqueos (que
en plena guerra normanda lo habían abandonado) y operar la devolución
de bienes a la Iglesia
(los que en plena guerra normanda le había confiscado):
“Los
paulicianos era una lacra insoportable de desobedientes a Bizancio,
que el emperador no había podido someter por las guerras contra
Occidente. Pero una vez acabadas éstas, el soberano decidió
castigarlos, presentándose de incógnito en Mosinópolis y deteniendo
y encarcelando allí a sus cabecillas, así como sumando los restantes
al contingente de sus tropas y recluyendo a sus mujeres en la
acrópolis” (VI, 2a-d).
“Tras
estos acontecimientos Alejo regresó a la ciudad imperial, que
murmuraba por las calles y esquinas por la penuria del tesoro imperial
y por el despojo insidioso que había hecho de los templos” (VI,
3a). “Por ello convocó una gran asamblea en el palacio de
Blaquernas, con la idea de presentarse a sí mismo como acusado.
Pronto estuvo allí presente todo el Senado, el ejército y los más
notables de la jerarquía eclesiástica, para abrir el proceso.
También estaban los ecónomos de los sagrados conventos, que allí
expusieron los brevia (libros económicos) de sus templos” (VI,
3b).
“Tras
lo cual, el emperador, que estaba sentado en su trono imperial, y que
hacía de acusador, de acusado y de juez, sentenció la devolución a
todos ellos de cada bien confiscado. Y sobre el expolio que se había
hecho de los adornos de oro y plata que recubrían el ataúd de la
famosa emperatriz Zoe, Alejo se condenó a sí mismo, y mandó que le
pidiesen cuanto deseasen” (VI, 3b-c).
Tras
lo cual,
Ana Comneno hace un paréntesis
para hablar de sí misma, explicando su propio nacimiento y los honores que se le otorgaron, así como
con el nacimiento de su hermana y hermano menores, a quienes luego intentaría
derrocar:
“El
emperador había vuelto a la capital el 1 diciembre de la 7ª
indición, y nada más llegar a palacio se encontró a la emperatriz
en la estancia pórfira destinada desde antiguo para dar a luz, y que
daba el título de porfirogeneta a los que allí veían la luz. Al
alba dio a luz una niña que presentaba un total parecido con su
padre, y le hicieron la señal de la cruz. Esa niña era yo”
(VI, 8a).
“Por
mi nacimiento, cuidaron de cumplir todas las aclamaciones y obsequios
las dignidades del Senado y del ejército, y mis padres e consideraron
digna de la corona y de la diadema imperial” (VI, 8c). “Cuando
fui creciendo y tuve uso de razón, manifesté claramente el cariño
que sentía por mi padre y por mi madre, y esa fue la característica
de mi forma de ser, la de trabajar en beneficio de mis padres, y la de
arrostrarme por mi amor hacia ellos” (VI, 8b).
“Posteriormente,
la pareja imperial tuvo una segunda hembra, que mostraba ya la virtud
e inteligencia que luego brillarían en ella. Y empezaron a añorar el
nacimiento de un varón, y en sus oraciones pedían que Dios se lo
concediera. Al fin, durante la 11ª indición, les nació un varón, que
era de piel morena y tenía los ojos negros, dejando traslucir un
carácter todo lo agudo que pueda adivinarse en una pequeña criatura”
(VI, 8d-e). “En suma, esto fue lo que ocurrió entonces, pues lo
que ocurrió después será contado en su momento” (VI, 8e).
Los capítulos
finales tratan de las batallas entre
Alejo I y
el sultán turco
(Suleimán) en Asia Menor, por el control de numerosas plazas
del mar Negro y de la ciudad de Nicea:
“El
soberano Alejo había expulsado a los turcos de las orillas de Bitinia,
del propio Bósforo y de las regiones más al norte, y había hecho un
pacto con Suleimán. Pero al llegar del Ilírico de derrotar
completamente a Roberto y a su hijo Bohemundo, se encontró con que los
turcos de Apelcasem no sólo hacían correrías por Oriente, sino que
habían llegado hasta la misma Propóntide y habían saqueado Sínope y
las plazas costeras” (VI, 9a).
“Cuando
el emperador se enteró que los turcos que ocupaban Nicea se apoderaron
de Nicomedia, la capital de Bitinia, el emperador se enfureció y pensó
cómo arrojarlos de allí, envió una embajada de reclutamiento a
Lacedemonia, mandó a los atenienses a construir una fortaleza
(castillo) en la costa, y dirigió allí una flota al mando del
drungario Eustacio” (VI, 10i).
“Por
medio de intermediarios, a los que Alejo contrató por medio de Puzano,
los sátrapas apresaron a Apelcasem, le rodearon una soga al cuello y lo
ahorcaron” (VI, 12c).
“En
cuanto al sultán Suleimán, éste envió una carta al emperador
solicitando en matrimonio a su hija para su hijo primogénito. Nada más
recibirla, el emperador se echó a reir, pero luego pensó: El demonio
le ha metido eso en la cabeza. Y decidió no contestar y mantener en
vilo el matrimonio” (VI, 12d). “Al poco tiempo, Suleimán fue
asesinado por su propio hermano Tutuses, que desde Arabia llegó para
eso y ocupar su lugar en Nicea” (VI, 12e).
“Tras
lo cual, el archisátrapa Elcanes ocupó las ciudades costeras
Apoloniade y Cízico. A lo que inmediatamente el emperador se embarcó
en sus naves y con los más valientes hombres de Euforbeno, y durante
seis días sitió los lugares y los recuperó” (VI, 13a).
El último capítulo está dedicado a la
irrupción de los escitas
(pechenegos), a la que se unen los maniqueos. Inicialmente
victoriosas, ambas tribus son interceptadas por las tropas bizantinas, y
por el momento han de retirarse:
“Pero
ya está bien de hablar de los turcos, porque quiero contar el ataque
más terrible y más grave que el Imperio de los romanos tuvo entonces
entre sí: una tribu escita, que iba llegando a nuestras fronteras del
Danubio una vez tras otra, como las olas del mar y con sus caudillos
Cales, Sestiabo y Satzas. El primero ocupó Dristra, y los otros Bitzina
y las demás poblaciones del Danubio” (VI, 14a).
“Entonces
Traulo, aquel célebre maniqueo que había ocupado en sus correrías la
plaza de Bellatoba, cuando se enteró que los escitas se ocultaban en el
interior de la frontera imperial, entablaron conversaciones y se unieron
a ellos, y empezaron a saquear los territorios de los romanos. Como los
perros, los maniqueos siempre estaban deseosos de gozar de la sangre
humana” (VI, 14b).
“Cuando
el emperador se enteró de esto, ordenó a Pacuriano dirigir allí el
ejército, y organizar las líneas y desplegar las formaciones contra
los escitas. Pacuriano alcanzó a los escitas en un desfiladero, y su
doméstico Branas avanzó hacia ellos y los derrotó” (VI, 14c).
b.7)
Libro VII
Relata
los años 1087-1090,
y está dedicado a la guerra contra los
escitas. Habiendo
cruzado éstos el Danubio, los bizantinos logran hacerlos retroceder:
“Cuando
la primavera hizo su aparición, Tzelgu organizó un ejército escita
y trapasó el valle superior del Danubio” (VII, 1a).
“Pero
el ejército romano estaba ya avisado y preparado en la zona, de la mano
del nuevo doméstico de Occidente Adriano Comneno, hermano del
emperador. Y rápidamente se lanzó contra ellos en combate, cayendo
heridos muchos escitas y no pocos muriendo, incluido el propio Tzelgu,
que fue herido de muerte. La mayoría de ellos perecieron aplatados unos
a otros al arrojarse en su huida en el torrente que está entre Escotino
y Cules” (VII, 1b).
Sin
embargo, los escitas, aliados con los cumanos,
regresan, y asolan el
campo y las ciudades a lo largo del Danubio. Lo que hace que Alejo I se
precipite, y decida equivocadamente atacarlos en Dristra:
“Los
parientes del escita Tatu, que había hecho una alianza con los cumanos
y había traído refuerzos de los cumanos, ocuparon entonces las dos
acrópolis de Dristra, la célebre capital del Istro, y la asediaron”
(VII, 3c).
“Paleólogo
y Maurocatacalon aconsejaban retrasar el encuentro con los pechenegos
atrincherados en Dristra, y ocupar antes con el ejército la gran
Peristlaba” (VII,3d). “Pero el emperador tenía un temperamento muy
arrojado a las ofensivas, y tras encomendar la custodia de la tienda
imperial a Cutzomites marchó con sus tropas a Dristra, ocupando él
mismo el centro de la formación” (VII, 3f).
“Los
escitas también dispusieron su formación, compactando tácticamente
las líneas a forma de muralla, y dejando tras ellas a sus carros,
mujeres y niños” (VII, 3g). “La batalla duró de la mañana
a la noche, y se produjo una gran cantidad de muertos por uno y otro
bando. Hasta que de pronto aparecieron algunos jefes escitas que
venían seguidos por 36.000 hombres. Entonces los romanos, al no poder
hacer frente a tal multitud, volvieron la espalda” (VII, 3h).
Los
escitas derrotan a Alejo I en Cariópolis, y el emperador debe concluir una
tregua antes de dirigirse a Adrianópolis. Se produce entonces una guerra de
escaramuzas, que hace que Alejo, temiendo que los escitas se dirijan a Constantinopla, se
vea obligado a negociar una tregua
en el Danubio:
“Entre
tanto, Tatu llegó al Istro en compañía de los cumanos que había
traído, y con ellos se alió a cambio de botines, después de un
violento enfrentamiento entre ambos. Tras lo cual, todos se concentraron
en el lago Ozolimne, entre cien colinas y la desembocadura de los ríos
más bellos y caudalosos” (VII, 5a).
“Cuando
llegó la primavera, los pechenegos salieron de allí en dirección a
Cariópolis, saqueando Apron y todo lo que pillaban por el camino. El
emperador, que residía por entonces en Bulgarófigo, sin esperar más
reunió a toda la élite de su ejército y a los jóvenes guerreros
arcontópulos (hijos de los nobles arcontes), y con la barba recién
salida les ordenó atacar a los escitas con los carros” (VII, 7a).
“Pero
los escitas estaban emboscados en las colinas, y al observar el paso de
los bisoños arcontópulos, se lanzaron contra ellos, matando en el
cuerpo a cuerpo al batallón entero de 300 arcontópulos. El emperador
lamentó profundamente su muerte durante mucho tiempo, vertiendo
cálidas lágrimas y llamando a cada uno por su nombre” (VII, 7b).
“A
esto se añadieron las noticias llegadas desde Mitilene, atemorizada por
las amenazas del emir de Esmirna Tzacas. Lo que hizo que el emperador
firmase una paz con los pechenegos, para que no siguiesen ganando
terreno en el futuro, y volviese a la capital” (VII, 8a).
Sobre
todo por
las amenazas
del emir de Esmirna
(Tzacas), que ante la ausencia de Alejo I (enfrascado en el Danubio con
los escitas) intenta hacerse con Quíos, la gran isla que todo
esmirneo podía, a simple vista, divisar:
“También
Tzacas se había cerciorado de las continuas guerras que los pechenegos
mantenían con el emperador. Y por ello quiso aprovechar la oportunidad,
y decidió hacerse con una flota a través de 40 naves que encomendó
construir a un pirata esmirneo. Con dichas naves navegó Tzacas desde
Esmirna hasta Focea (donde profirió terribles amenazas), se apoderó al
primer asalto de Mitilene, y desde allí hizo la travesía a Quíos, la
cual ocupó al primer ataque” (VII, 8a-b).
“Cuando
llegó a conocimiento del emperador lo que había sucedido, equipó su
escuadra y puso a su frente a Constantino Dalaseno, pariente por parte
de su madre y un hombre ya aguerrido. Este, una vez arribado a las
costas de Quíos, se ocupó pronto del asedio de su capital y combatió
resueltamente a Tzacas, hasta hacer que el emir se retirara a Esmirna”
(VII, 8c).
b.8)
Libro VIII
Relata
los años 1090-1091,
y continúa la historia de la guerra contra los escitas, hasta que en
1091 Alejo I logra detener
a los escitas
en Querobacos, muy cerca ya de Constantinopla:
“Al
enterarse el soberano de que los jefes escitas habían seleccionado una
porción de su ejército y la habían destacado contra Querobacos,
adonde se esperaba que llegasen ellos, reunió a la guarnición y a los
500 hombres recién reclutados, los armó durante la noche y partió al
alba, dejando un comunicado: Me marcho a Querobacos, porque los escitas
se mueven con rapidea hacia llí. Vosotros salid detrás de nosotros,
durante la Tirofagia” (VIII, 1a).
“Una
vez en el interior de Querobacos, el emperador cerró las puertas y
recogió él mismo las llaves. Luego distribuyó a todos sus leales por
las almenas de la muralla” (VIII, 1b).
“Al
salir el sol, los 6.000 escitas que estaban esperando a sus jefes se
dispersaron de la muralla de Querobacos, y se pusieron a saquear la zona
y la localidad de Decato, que distaba 10 estadios de las murallas de la
capital imperial” (VIII, 1c).
“Entonces
se le hizo insoportable al emperador la idea de someter a pillaje toda
la región, y que los enemigos avanzasen hasta los mismos muros de la
emperatriz de las ciudades. Y decidió salir a hacerles frente en una
batalla formal” (VIII, 1d). “Los mayoría de aquellos escitas
cayeron en la matanza, y los demás fueron capturados” (VIII, 1e).
Sin
embargo, la capital Constantinopla está casi rodeada, con los turcos
y cumanos, unidos a los escitas, Alejo I decide
entonces jugárselo todo a una carta, en la gran batalla de Lebunion:
“Los
bizantinos, por su parte, quedaron admirados por la rapidez y
determinación con que Alejo había resuelto la situación de los
escitas, y había vuelto victorioso a la ciudad. Pero este jolgorio no
duró mucho, pues una incontable muchedumbre de escitas se agolpó a
las puertas de Bizancio” (VIII, 3a).
“Mientras
estos terribles hechos sucedían, el emperador tuvo noticia que Tzacas
se había hecho una nueva escuadra, que se había aliado con los
escitas para ocupar el Quersoneso, y que no permitía a los tropas
mercenarias llegadas del Oriente unirse al emperador” (VIII,
3b).
“Y se percató que los asuntos tomaban por tierra y mar un cariz
totalmente negativo, junto a un invierno que se presentaba con toda su
crudeza y que había llenado con montones de nieve, como nadie
recordaba anteriormente, todas las calles y casas” (VIII, 3c).
“Mientras
tanto, los ejércitos escita (de innumerables tropas) y cumano (de
40.000 hombres, bajo mando de sus cabecillas Togortac y Manlac)
permanecían acampados en Querenos, junto al arroyo Mauropotamo”
(VIII, 4a-b)
“El
emperador se percató que no podía ya retrasar más el momento de una
gran batalla, y pronto dio aviso a los escitas de que el
enfrentamiento tendría lugar al día siguiente” (VIII, 5a).
Es
el 29 de abril de 1091, y en esa batalla del monte Lebunio los escitas son
aniquilados, y se pone fin
a la guerra escita. La soga que
sujetaba a Constantinopla queda así eliminada:
“El
emperador invocó al Señor como auxilio, cantando durante toda esa
noche los himnos consagrados a Dios, y no dejando que el resto del
campamento fuera ajeno a estas devociones. De forma que el rumor de
las voces del ejército ascendieron hasta la bóveda celesta y
llegaron hasta Dios, y el emperador confió todos sus hombres y
máquinas a la voluntad divina” (VIII, 5c).
“Tras
dormir un poco, se despertaron el emperador y sus soldados, y se
determinó que fuesen todos vestidos con túnicas de seda que imitasen
el color del hierro, porque no había bastantes corazas para todos. Y se
ordenó que sonara el toque del combate” (VIII, 5d).
“A
los pies del Lebunio dividió el emperador su ejército, situó en orden
las falanges y se puso él a la cabeza, mientras que a derecha e
izquierda le comandaban Jorge Paleólogo y Constantino Dalaseno.
Entonces los romanos, tras solicitar la compasión del Señor de todas
las cosas, se lanzaron a la batalla” (VIII, 5e).
“Pudo
verse una matanza como nunca nadie había visto antes. Pues mientras
los escitas eran masacrados, los masacradores se agotaban en su empuje
y embestidas, cabalgando entre las turbas de enemigos y conmocionando
a quienes se enfrentaban a ellos, con sus gritos y espadas”
(VIII, 5g). “En fin, todas estas gestas fueron posibles gracias a
la divina providencia, y gracias a Dios el emperador pudo volver
triunfante a Bizancio, poniendo punto final a los acontecimientos
relacionados con los escitas” (VIII, 6e).
b.9)
Libro IX
Relata
los años 1092-1094,
y está dedicado al interludio dálmata. Durante
una larga estancia de Alejo I en Dalmacia, se entera de que el emir
de Esmirna (Tzacas) se ha proclamado emperador en Mitilene, y reúne una imponente flota
para atacar la isla por tierra y por
mar:
“Cuando
hubo resuelto las cuestiones relacionadas con Juan y Gregorio Gabras,
el soberano levantó el campo de Filipópolis y llegó a pie a los
valles situados entre Dalmacia y nuestros territorios, escarpados y
boscosos, para construir torres de madera y reforzar aquellos lugares
fronterizos” (IX, 1a).
“No
había pasado mucho tiempo cuando llegaron unas informaciones bastante
exactas sobre las actividades de Tzacas, que utilizaba los símbolos
propios de los emperadores y se llamaba así mismo emperador de Bizancio”
(IX, 1b).
“El
soberano mandó llamar de Epidamno a su cuñado Juan Ducas, y lo nombró
gran duque de la flota, y le ordenó que marchara en dirección a Tzacas
por tierra. También nombró talasocrátor a Constantino Dalaseno, y le
ordenó que bordeara la zona costera y llegara simultáneamente a
Mitilene, para presentar batalla a Tzacas por mar” (IX, 1c).
Los
generales bizantinos Dalaseno (mar) y Ducas (tierra) logran poner en fuga al
emir Tzacas, y recuperar
las islas del Egeo
(Creta y Chipre) que también se habían rebelado. El emperador, temiendo
nuevos ataques, anima al sultán a deshacerse definitivamente del emir de
Esmirna:
“Tan
pronto como Ducas llegó a Mitilene, construyó torres de madera y desde
allí comenzó con gran vigor la campaña contra los bárbaros. Y desde
ese mismo instante, y durante tres meses, Ducas no dejó de atacar las
murallas de Mitilene, desde la salida del sol hasta la puesta”
(IX, 1d).
“Ante
la imposibilidad de soportar el asedio durante más tiempo, Tzacas
pidió la paz con una sola condición: que le fuera permitido navegar
sin contratiempos hasta Esmirna, a cambio de dejar en libertad a todos
los mitilenios que tenía retenidos, mujeres y niños incluidos”
(IX, 1g).
“No
habían transcurrido muchos días cuando el soberano se enteró de la
defección de Carices, que había ocupado Creta y Chipre. Ducas
emprendió la navegación hacia Chipre, levantó el campo de Leucusia y
fijó su campamento en el cerro de Cirene” (IX, 2a). “Una vez
puestas las islas enteras de Chipre y Creta bajo nuestra autoridad,
reforzó Ducas el lugar y dio a conocer por carta estos hechos al
soberano” (IX, 2d).
“Solventados
estos acontecimientos, el emperador creyó conveniente instigar al
sultán Clitzlastlán contra el emir Tzacas, y le pidió por carta
expulsarlo del territorio de los romanos por medios pacíficos o
violentos” (IX, 3b). “En cuanto el sultán recibió las
noticias del emperador, se puso en movimiento hacia Tzacas, que al ver
la llegada de su pariente no supo qué hacer. El sultán lo recibió
afectuosamente, y durante la cena obligó a Tzacas a beber vino, hasta
que se percató que estaba ya repleto. Momento en que sacó su espada y
la clavó en su costado” (IX, 3d).
Solucionado
este problema, Alejo I vuelve de nuevo a Dalmacia para frenar
la expansión de los serbios,
que buscan expandirse a costa del Imperio bizantino:
“Liberado
el soberano de Tzacas, acudió de inmediato a sofocar una nueva
contienda, pues Bolcano se había constituido en caudillo de toda
Dalmacia, y había rebasado sus fronteras tras la destrucción de los
escitas, y devastaba las regiones y ciudades fronterizas, llegando
incluso a prender fuego a Lipenio” (IX, 4a).
“El
emperador acudió a Dalmacia para no tolerar más esta situación, y se
llevó consigo una congregación suficiente de fuerzas contra los
serbios” (IX, 4b).
“Cuando
Bolcano se enteró de la marcha del soberano sobre Lipenio, levantó el
campamento y ocupó Esfentzanlo, en la cima del monte Zigo. Pero cuando
el emperador se acercaba ya por Escopia, envió embajadores para pedir
la paz, comprometiéndose a no salir de Serbia” (IX, 4c). “Al
acercarse ya al monte Zigo
el legado imperial Juan, Bolcano cayó de noche sobre él y los suyos, y
muchos soldados murieron en el interior de sus tiendas, y el resto de
ahogaron en su huida a la desbandada, arrastrados por los remolinos del
río”
(IX, 4e).
“A
la llegada del soberano a Lipenio, Bolcano se presentó confiadamente
a él, y en compañía de sus allegados le entregó a los rehenes,
arreglando así su situación con el Imperio” (IX, 10a). “Bolcano
no salió ya más de sus fronteras, pero se dedicó el resto de sus
días a saquear y dejar en ruinas la región de Escopia, Polobos y
Branea, quemando otras partes y consiguiendo abundantes botines”
(IX, 4f).
Durante
el regreso de Alejo I de Dalmacia tiene lugar en las afueras de Constantinopla
(en Dafnucio) la conspiración
de Nicéforo Diógenes,
hijo de Romain Diógenes. Descubierto el complot, el traidor es exiliado a
Cesarópolis, y Alejo I puede volver ya a Constantinopla:
“Cuando
el soberano estaba ya a 40 estadios de Constantinopla, llegó
Nicéforo Diógenes alegando que venía por propia iniciativa junto al
emperador, y no fijó su tienda con una distancia apropiada respecto a
la del emperador. Cuando Manuel Filocales vio donde la había
colocado, quedó petrificado por el miedo, y se presentó enseguida
ante el emperador, el cual no le hizo caso” (IX, 5a-b).
“Cuando
el emperador dormía poco después junto a la emperatriz, Diógenes se
presentó con una espada escondida al umbral de la tienda imperial, sin
guardia alguna que velara el sueño del emperador. Y por providencia
divina no llevó a cabo su plan, pues una muchacha salió en ese momento
de la tienda a ventilar el ambiente y espantar a los mosquitos, y lo
descubrió al instante” (IX, 5c). “La muchacha no tardó en
acercarse al soberano y comunicarle el hecho, y el día siguiente el
soberano siguió su ruta fingiendo ignorarlo, pero precavido de todos
los modos. Hasta que encontró a Diógenes y le pidió confesar”
(IX, 5d).
“Los
detalles de la conspiración fueron descubiertos lentamente a través
de los cómplices de Diógenes, los cuales fueron duramente castigados”
(IX, 8b). “En cuanto a la implicación de la ex-emperatriz María,
el emperador prefirió mantenerla en secreto” (IX, 8b). “Al
marido de su hermana (Miguel Taronites) le confiscó sus bienes, y en
cuanto a qué hacer con Diógenes y Cecaumeno, los principales
colaboradores de la conspiración, el emperador decidió enviarlos a
Cesarópolis, con la única condición de ser encadenados y vigilados
allí” (IX, 8d).
b.10)
Libro X
Relata
los años 1097-1104, comenzando por la lucha
contra las herejías
que Alejo I debe encabezar, empezando por la de los herejes Nilo y
Blaquernites:
“El
conocido Nilo sacudía a la Iglesia con un torrente de calamidades,
produciendo gran turbación en las almas de la gente con su presencia y
hundiendo a muchos en su misma heterodoxia, en una época no muy
posterior al momento en que los dogmas de Italo habían sido condenados”
(X, 1a).
“Los
numerosos armenios que había en la capital sirvieron de acicate al
famoso Nilo, el cual logró convencer para la herejía a Ticranes y
Arsaces” (X, 1d).
“Tampoco
estos hechos eran ignorados por el emperador, y en cuanto se dio cuenta
de lo que estaba haciendo lo hizo llamar y le dirigió numerosas
acusaciones, adjuntando pruebas sobre la unión hipostática de Cristo
que él ignoraba” (X, 1c). “Pero como él se mantenía firme en su
error, convocó a los notables de la Iglesia y al patriarca Nicolás, y
organizó un sínodo público sobre este asunto, el cual lanzó contra
él un anatema que detuvo el avance imparable del mal” (X, 1d).
Continúa
el libro con la historia de nuevas invasiones de los
cumanos, encabezadas por un pretendiente que se hacía pasar por hijo del
emperador romano Diógenes, y cuyos avances llegan hasta Adrianópolis:
“Entonces
fue informado el soberano sobre la marcha de los cumanos sobre
Anquilao y Adrianópolis, al mando de un hombre de bajo linaje y
extracción que aseguraba ser León, el hijo de Diógenes, aunque
éste estuviera muerto de un flechazo desde el asedio turco a
Antioquía” (X, 2b).
“Hizo
venir en pleno el emperador a los notables de Adrianópolis, y con
ellos organizó una minuciosa defensa de la plaza, conviniendo en que
al llegar los cumanos no les librasen combate de forma irreflexiva,
sino que los asaetaran con flechas certeras disparadas a distancia”
(X, 2g).
“Los
cumanos cruzaron los pasos y senderos fácilmente, y llegaron al Zigo.
Los habitantes de Goloe y Diámpolis les entregaron las plazas sin
defenderlas” (X, 3a).
“El
emperador estaba esperando su llegada en el interior de Anquilao, con
sus fuerzas esparcidas y escondidas a lo largo de toda la muralla
interior. Cuando llegaron los cumanos, les abrió las puertas, y en ese
momento lanzó en formación cerrada todas sus falanges romanas contra
ellos. Los cumanos, por su parte, no se atrevieron a atacar, sino que se
entregaron y desistieron de sus objetivos” (X, 3b).
Tan
pronto como los bizantinos atrapan al impostor con engaños, los cumanos se
dispersan por el Asia Menor, y empiezan a dedicarse al pillaje. Pero
más importantes son todavía los saqueos
de los turcos
sobre toda la Bitinia, que provoca que Alejo I tenga que proteger
todo el territorio y la ciudad de Nicomedia, a través de un canal
sobre el río Sangaris trazado siglos atrás por el emperador Anastasio
II:
“Mientras
el soberano permanecía todavía en Anquilao, se enteró que los cumanos
se habían dispersado en un número de 12.000, con la intención de
someter al pillaje las regiones colindantes” (X, 4f).
“Entonces
reagrupó Alejo sus fuerzas y marchó a la pequeña Nicea” (X,
4i),
“pensando desde allí reforzar toda la Bitinia y protegerla de las
incursiones de los turcos y de sus despiadados pillajes, gracias a un
proyecto grandioso que elaboró de la forma más urgente, y que expongo
a continuación” (X, 5a).
“El
río Sangaris corre paralelo a la costa hasta la aldea de Quele. Pues
bien, los hijos de Ismael, que desde siempre hemos tenido como pérfidos
vecinos, no paraban en este momento de hacer incursiones a la zona,
cruzando el río Sangaris y acosando Nicomedia. Hasta que el emperador
se dio cuenta de que había un extenso foso que se encontraba más abajo
del lago Baanes, y cuyo curso había sido excavado por alguien (por
orden de Anastasio Dícuro, según le dijeron)” (X, 5b). Pues
bien, Alejo mandó cavar el foso a su máxima profundidad, y erigió
sobre él una poderosa fortaleza, inexpugnable tanto por la altura del
agua como por el grosor de sus muros, a la que llamó Sidera. Y con ese
férreo baluarte suprimió el empuje de los turcos sobre el río
Sangaris y sobre Bitinia” (X, 5c).
La
mayor parte del capítulo, sin embargo, está dedicada a la llegada de los cruzados
europeos,
la cual analiza Comneno desde el punto de vista social y psicológico,
así como aporta la verdadera causa del fenómeno:
“Aún
no había tenido tiempo de descansar el soberano cuando oyó rumores
acerca de la llegada de innumerables ejércitos francos a la capital
imperial. Como es natural, temía Alejo esta aparición, porque conocía
su incontenible ímpetu y el temperamento inestable de los celtas,
argumentando el primer motivo que les viniera en gana” (X, 5d).
“En
efecto, todo el Occidente, y la raza de los bárbaros al completo, y las
tierras desde la otra orilla del Adriático hasta las columnas de
Hércules, se movilizaba hacia Asia a través de toda Europa, haciendo
la ruta con todos sus enseres” (X, 5d).
“Todo
esto vino porque un
celta, de nombre Pedro y de apodo Pedro de la Cogulla, tras haber
sufrido en su peregrinación hacia el Santo Sepulcro por culpa de los
turcos y de los sarracenos, a duras penas logró regresar a su casa. Y
como no encajó el hecho de haber fracasado en sus planes, quiso volver
a emprender el mismo camino. Pero no en solitario como antes, sino
animando a hacerlo a todos los países latinos, por los que había ido
dando proclamas para rescatar Jerusalén del poder de los agarenos”
(X, 5e).
En especial,
describe Comneno la cruzada
de Pedro el Ermitaño
(cruzada popular), cuyos seguidores anónimos y soldados normandos son diezmados en su intento de reconquistar
Nicea:
“Tras
su proclama por toda Europa, Pedro se adelantó a todos, atravesó el
estrecho de Longibardía con 80.000 jinetes y llegó a la capital
imperial a través de las tierras de Hungría, con un contingente de
celtas muy ardiente e inquieto” (X, 5j).
“El
emperador aconsejó a Pedro que aguardase la llegada del resto de condes
de Europa, pero no logró convencerlo, y estableció su campamento en
Helenópolis, con 10.000 normandos que se separaron del resto y se
dedicaron a devastar los alrededores de Nicea” (X, 6a).
“Al
percatarse de lo que estaba pasando en Nicea, el sultán envió contra
los normandos a Elcanes, en unión de numerosas fuerzas. Al llegar
Jerigordo tomó la ciudad, y a los normandos los hizo víctimas de la
espada. Y contra los que estaban junto a Pedro de la Cogulla preparó
emboscadas” (X, 6c).
“En
su camino hacia Nicea, los latinos avanzaron sin orden ni formación,
ignorando los conocimientos militares. Y fueron masacrados por los
turcos de Dracón, los cuales los estaban esperando debidamente
emboscados. Tan grande fue la muchedumbre que cayeron bajo la espada de
los ismaelitas, que los despojos no cabían en ningún collado, sino en
una montaña alta y voluminosa” (X, 6d).
Tras
la cruzada de Pedro el Ermitaño, relata
Comneno
la llegada de la cruzada
de los nobles
Godofredo de Bouillon y Bohemundo
de Tarento (cruzada nobiliaria), entre otros tantos condes venidos de
toda Europa:
“Un
tal Hugo, hermano del rey de Francia (Felipe II), anunció su llegada
a la capital imperial al emperador” (X, 7a), “con 24
embajadores que fue enviando por delante” (X, 7c).
“En
cuanto a Bohemundo, hizo la travesía de Europa a Constantinopla con
diversos condes y un ejército que superaba a todos en número, hasta
llegar a la costa de Caballón, acampando en un lugar cercano a Bousa”
(X, 8a).
“Siguiéndolo
de cerca, también llegó a las cosas del estrecho de Longibardía el
conde de Prebentza, donde alquiló naves a los piratas y dirigió su
navegación hacia Aulon, estableciéndose en Quimera” (X, 8b).
“También
el conde Godofredo hizo la travesía en ese momento, con otros condes y
con un ejército de 10.000 caballos y 60.000 jinetes, y una vez en
Constantinopla situó sus tropas por el lado de la Propóntide, desde el
puente del Cosmidio hasta san Focas” (X, 9a).
“Después
de Godofredo, también hizo su aparición el conde llamado Raúl, con
15.000 jinetes y 15.000 infantes, acampando desde el monasterio del
patriarca hasta la costa de Sostenio”
(X, 10a).
Y
apunta a un desastroso desenlace de todo esto
para Constantinopla, tanto para la población bizantina como por lo que
ella veía por sí misma: sacerdotes
y monjes
cruzados con espada en mano:
“En
una palabra, había en el interior de Constantinopla una serie de condes
que habían aceptado ir al Santo Sepulcro, pero que guardaban todavía
su viejo rencor al emperador, y no olvidaban sus sueños de hacerse con
la capital imperial” (X, 9a).
“El
pueblo bizantino, al ver su ciudad llena de falanges latinas por todas
partes, gemían y se daban golpes de pecho sin saber qué hacer”
(X, 9d).
“Además,
entre nosotros tenemos prescritos los cánones, las leyes y el dogma
evangélico, mientras que los sacerdotes latinos lo mismo manejaban los
objetos sagrados en una mano, como en la otra colocaban la sangrienta
lanza, como los seres sanguinarios de los que habla el salmo de David”
(X, 8i).
El emperador
Alejo I acoge con
cortesía a estos extranjeros, pero no se fía de ellos, y por eso les exige un juramento de
vasallaje cruzado,
con la promesa de abastecerlos durante su paso por las tierras del
Imperio bizantino:
“El
emperador había ordenado por cartas a las fuerzas aliadas y a sus jefes
que se situasen escalonadamente desde Atira hasta Fileas, y que
estuviesen sujetos todos a Godofredo” (X, 9b). “Y a los
condes les convenció para que prestasen juramento a su persona”
(X, 9c).
“En
todo momento se mostró el emperador sonriente y firmemente sentado en
el trono imperial, sin coraza ni defensa alguna y ordenando al pueblo
bizantino abastecer a las tropas aliadas, así como aconsejando él en
persona a los jefes del ejército las medias que se debían adoptar”
(X, 9d).
“Y
eso que uno de los latinos, lejos de obedecer las peticiones, sacó su
flecha e hirió en el pecho a uno de los que estaban al lado del
soberano” (X, 9f).
b.11)
Libro XI
Relata
los años 1097-1104,
y continúa la historia de la primera cruzada. La reconquista
de Nicea constituye el primer éxito de
la cruzada, y tras ella Alejo I vuelve a exigir que los cruzados le juren lealtad:
“Bohemundo
y todos los condes aguardaban la llegada del emperador con Isangeles
para emprender el camino de Nicea. Y una vez en Nicea distribuyeron
las torres y los lienzos de muralla, porque habían decidido efectuar
el asalto a los muros en grupos de 200” (XI, 1a). “Los
bárbaros del interior de Nicea, por su parte, mandaban continuos
mensajes al sultán para que los socorriera” (XI, 1b), “y
cuando lo vieron llegar se alegraron” (XI, 1c).
“El
sultán ocupó con todas sus tropas la llanura exterior de Nicea, y al
verlos llegar los celtas se lanzaron contra ellos como leones.
Entonces se produjo un duro y sangriento enfrentamiento, hasta que
cayó la noche y los turcos, viendo que los latinos querían seguir
luchando, se marcharon y huyeron” (XI, 1d). “Tras lo cual,
los cruzados derrumbaron completamente la muralla y por en medio de
ella entraron en Nicea” (XI, 1f).
“Butumites
he hizo al punto con las llaves de la ciudad, porque temía el
abundante número de celtas que allí había y lo que podrían hacer”
(XI, 2g), “y les permitió entrar y visitar los templos sagrados
por grupos de 10” (XI, 2j). “También el emperador encargó
a todos los condes que no emprendieran el camino de Nicea a Anatolia
sin haber antes jurado ante sí mismo, empezando por Bohemundo”
(XI, 3a).
Los
seguidores de Bohemundo,
sedientos de riquezas, instan al resto de cruzados a no obedecer al emperador, y
a
emprender por sí mismos la reconquista
de Anatolia, traicionando así su pacto con
Alejo I:
“El
sobrino de Bohemundo, llamado Tancredo, insistía en deber fidelidad
sólo a Bohemundo, y ante las increpaciones de sus compañeros y de
los propios parientes del emperador, pidió tener primero los botines
al completo, antes que jurar ante el emperador” (XI, 3b).
“Una
vez que todos hubieron jurado ante el emperador, hicieron la travesía
al día siguiente, y los celtas emprendieron el camino que conduce a
Antioquía. Por su parte, el emperador pagó el sueldo de todos aquellos
que se quisiesen quedar para la defensa de Nicea” (XI, 3c).
“A
la llegada de los primeros celtas a Dorilea, los turcos creyeron haberse
topado con el grueso del ejército cruzado, y los 80.000 guerreros de
Tanismán y Asán les trabaron combate” (XI, 3d).
“Entonces
Bohemundo mandó llamar a los batallones celtas y latinos que venían
por detrás, y cuando éstos llegaron entraron sin más en combate, y en
formación cerrada obtuvieron una rotunda victoria contra el mismo
sultán Clitzlastlán, que había acudido también a la contienda. Este
hecho atemorizó a los turcos, y les hizo presentar la espalda a los
celtas por toda Anatolia” (XI, 3e).
Gracias a la traición de un armenio,
guardián de una de las torres de Antioquía, Bohemundo logra entrar y llevar a
cabo la reconquista
de Antioquía,
haciéndose dueño de ella y resistiendo el asedio de las tropas del
moro Curpagán:
“¿Qué
ocurrió a partir de ahí? Que los latinos llegaron con el ejército
romano, a través del conocido como camino rápido, y sin hacer caso de
lo que les circundaba, a Atioquía, atrincherándose rápidamente ante
sus murallas. Los turcos, por su parte, informaron al sultán de
Corosán, y le pidieron suficientes fuerzas para defender a los
antioquenos” (XI, 4a).
“Casulamente,
un armenio observaba desde lo alto de una torre el sector de la
muralla asignado a Bohemundo. Y a ése, que se asomaba con frecuencia,
Bohemundo lo ablandó con promesas, y le convenció para que le
abriese las puertas y entregase la ciudad” (XI,4b). “Una
vez dentro de Antioquía los cruzados, los atemorizados turcos huyeron
sin dilación por la puerta de enfrente, y los celtas se apoderaron
enseguida de la ciudad” (XI, 4e).
“Curpagán,
que había llegado con miles de hombres en auxilio de Antioquía, al
encontrársela ya tomada fijó el campamento, mandó hacer trincheras
y decidió asediar la ciudad. Pero los celtas salían de cuando en
cuando y se enfrentaban a él, no dejándole llevar a cabo sus planes”
(XI, 4f). “Por su parte, Bohemundo erigió frente a la acrópolis
su propia fortaleza, con poderosos muros transversales, e inspeccionó
todas las almenas de la muralla” (XI, 4g).
Sigue un
largo pasaje en el que Ana Comneno trata de explicar por qué el emperador no
acudió en ayuda de los cruzados, prefiriendo dedicarse primero a la destrucción
de la flota turca
de Tzachas:
“El
soberano, por su parte, tenía mucho interés por acudir personalmente
a apoyar a los celtas, pero se lo impidió el pillaje de todas sus
regiones y ciudades costeras, pues Tzacas ocupaba Esmirna como una
propiedad particular, y cada sátrapa suyo ocupaba sus propias
fortalezas marinas, mediante naves piratas con las que llegaban a
Quíos, Rodas y todas las demás” (XI, 5a).
“Mandó
pues, Alejo, buscar a su cuñado Juan Ducas, y le entregó tropas para
el asedio a las ciudades costeras, incluso para la misma Esmirna,
donde se encontraba Tzacas con los sátrapas turcos” (XI, 5b).
“Cuando
los habitantes de Esmirna vieron a la flota de Ducas frente a las
murallas, prefirieron entrar en negociaciones” (XI, 5c). “Pero
Ducas se negó y dio paso al combate, hasta que 10.000 cayeron en un
solo momento, y los turcos le dieron la espalda y huyeron a la
desbandada. Cuando el emperador tuvo noticia de este hecho, ordenó
que los cautivos fuesen dispersados por las islas, y fuese destruida
toda la flota de Tzacas” (XI, 5e).
Tiene
lugar luego el
descubrimiento
de la lanza sagrada, que
da coraje a todos los cruzados sitiados en Antioquía, y les hace romper
el bloqueo y continuar su viaje a Jerusalén:
“Cuando
el emperador hubo liberado Esmirna, acudió en auxilio de los celtas de
Antioquía, y se entrevistó con los condes Guillermo Grandemane y
Esteban de Francia, tras ser descolgados éstos por las almenas de la
muralla. Los celtas le aseguraron que la situación de los cruzados
había llegado en Antioquía a un punto crítico, y que la desolación
era total” (XI, 6a).
“Cuando
el hambre apuraba ya a los latinos, asediados por los turcos de
Curpagán, el obispo Pedro mandó excavar a la derecha del altar de la
iglesia cruzada, y allí encontró la Santa Punta. Al comunicar el
hallazgo a los condes, todos quedaron sobrecogidos por la alegría y el
temor de Dios” (XI, 6g). “A partir de entonces, confiaron los
cruzados en la venerable y divina Punta en todas sus batallas, y se
lanzaron a los turcos de una forma insospechada, al grito general de
¡Dios está con nosotros!” (XI, 6h).
“En
ese momento, el conde de Flandes se precipitó a rienda suelta contra el
propio Curpagán, arrojando sus lanzas y lanzándose al cuerpo a cuerpo.
Los turcos, atemorizados, se dieron a la fuga antes de trabar combate, y
en su atropellada huida se ahogaron la mayoría en los remolinos de las
corrientes fluviales, haciendo sus cuerpos de puente a quienes les
seguían” (XI, 6h).
Tras
estos episodios, llegan al sitio los
condes flamencos, que prefieren ir a Jerusalén por el interior
y labrarse feudos allí. Tras lo cual llegan también por la costa todos los
cruzados a Jerusalén (incluidos los pisanos, enviados por su obispo), y
tiene lugar la reconquista
de Jerusalén:
“Cuando
tuvieron la total autoridad sobre Antioquía, los cruzados de Flandes
tomaron el camino interior hacia Jerusalén. El resto de celtas y
latinos cogió el camino costero, y a su paso iban ocupando muchas de
las poblaciones costeras, sobre todo las que presentaban
fortificaciones más poderosas” (XI, 6i).
“Al
llegar a Jerusalén, los cruzados cercaron sus murallas, y la
asediaron con continuos ataques durante medio ciclo lunar. Hasta que
finalmente se apoderaron de ella después de una enorme matanza de los
sarracenos y hebreos que allí habitaban” (XI, 6i).
El
obispo de Pisa no tardó en acordar con los francos un nuevo envío de
contingentes hacia Jerusalén. Y a cambio de instalar allí varios
obispados pisanos les construyeron numerosas birremes, trirremes,
dromones y otras 400 naves ligeras, para que zarpasen aquellos. Tras
lo cual zarparon los francos y numerosos pisanos, que tras pasar y
saquear Corifo, Cefalenia, Léucade y Zacinto, llegaron a las costas
cercanas a Jerusalén” (XI, 10a).
Es
el momento en los cruzados deciden no entregar al emperador bizantino
todos los territorios conquistados, y hacen entre ellos el reparto
de cargos latinos
por todo el Oriente, confiando la guarda de Antioquía a Bohemundo de
Tarento y conviniendo que sea Godofredo de Bouillon el futuro rey de
Jerusalén:
“Enterado
el soberano de la ocupación de Laodicea por Tancredo, expidió por
carta a Bohemundo el respeto de los cruzados a los juramentos y
compromisos adquiridos. Pero Bohemundo le contestó que las fatigas y
hambres y luchas las habían librado ellos y no él, y que con su sudor
y esfuerzo se habían ganado esas plazas” (XI, 9a).
“Bohemundo,
tal como lo había solicitado antes que Antioquía fuese tomada,
recibió la total autoridad sobre Antioquía” (XI, 6i). “Cuando
toda Jerusalén estuvo sometida a su poder, y ante la ausencia de
oponente, todos los cruzados ofrecieron su gobierno a Godofredo, y lo
nombraron rey” (XI, 6i).
Al año siguiente de la captura de
Jerusalén tiene lugar la reconquista
de la costa mediterránea
de Líbano (Jafa, Líbano...) y Turquía (Tarso,
Adana y Mamistra) por parte de los cruzados, al tiempo que Alejo I reconquista Laodicea y
otras ciudades themáticas hasta Trípoli, y fortalece sus
posesiones del Egeo:
“Una
vez tomada Jerusalén, Godofredo vistió a los celtas con sus
armaduras y descendieron a Jafa, y una vez tomado el contacto con el
ejército de Amerimnes trabaron batalla con éste, obteniendo
inmediatamente la victoria. Y lo mismo en Ramel, donde fuera
martirizado el gran mártir Jorge” (XI, 7a).
“Isángeles
y sus 400 hombres se arrojaron también sobre los turcos que había en
la amplitud de la planicie, y en las zonas pantanosas y en las montañas
y terrenos abruptos, y después de haberlos derrotado los entregó a los
latinos, y marchó sobre Trípoli” (XI, 7e).
“El
emperador, por su parte, atravesó el estrecho de Ciboto, y a marchas
forzadas marchó sobre el thema de Armeníaco. Al llegar a Ancira se
apoderó de ella al primer asalto, y así hasta cruzar el Halis y llegar
a Amasea” (XI, 8b).
“Tras
zarpar de nuevo el emperador con la flota romana, soltaron amarras y
corrieron en dirección a Cos. De allí partieron para Cnido, y de allí
para Patara” (XI, 10c), “dando alcance en Rodas a unos pisanos
que se dedicaba a saquear la zona y asustar a sus poblaciones con
hacerlos esclavos y venderlos por dinero” (XI, 10e).
b.12)
Libro XII
Relata
los años 1105-1107,
y comienza con las alianzas que va haciendo Bohemundo de Tarento por toda Europa
para intentar hacerse
con territorios bizantinos
(comenzando por Iliría). Tras lo cual, cruza el estrecho Adriático con una flota imponente, y
comienza el asedio a Dirraquio:
“Bohemundo
llevó a cabo una nueva campaña contra Bizancio, con manifiesta
hostilidad hacia el soberano y con pretensión de apoderarse del cetro
de los romanos. Concluida su ruta por la Longobardía (apresurándose
a reunir más aliados que los de antes), y después de firmar un
tratado con el rey de Francia (recibiendo a una de sus hijas como
esposa), se puso en acción con la idea de ocupar de nuevo el Ilírico”
(XII, 1a).
“En
12 birremes piratas llegó Bohemundo al Ilírico entre el más sonoro
rumor, hinchando las velas e intentando dejar cualquier parecido en
nada, incluida la famosa flota de los Argonautas” (XII, 9a). “Cuando
hubo reagrupado al resto de la tropa, los diseminó por toda la franja
del interior del mar Adriático, y tras asolarla atacó también
Epidamno, a la que llamamos Dirraquio, y allí se quedó, con la
intención de devastar todo el territorio a espaldas de Constantinopla”
(XII, 9b).
Alejo
I, por su parte, advierte de esa traición europea a las principales
casas occidentales. Y consigue la liberación
de presos latinos
bajo el Islam, para dar pruebas así de su gran liberalidad:
“El
emperador, cuando hubo oído el mensaje de Bohemundo, expidió
enseguida cartas a todos los países, a Pisa, Génova y Venecia, para
precaverlos de que no se dejaran ambaucar por Bohemundo” (XII,
1b).
“Como
el emir babilonio había llegado a capturar hasta 300 condes, en el
momento en que los celtas pasaron por Asia y la fustigaron, y los tenía
encadenados en prisión, el soberano se esforzó entonces en lograr su
rescate. Mandó buscar a Panucomites y lo despachó hacia el babilonio
con riquezas y con una carta que reclamaba a aquellos condes cautivos,
prometiéndoles abundantes beneficios si los soltaba” (XII, 1c).
“El babilonio, una vez oído el mensaje de Alejo, soltó a los
condes de sus cadenas” (XII, 1c).
“Cuando
el emperador vio la llegada de los condes presos, se admiró
enormemente, y enseguida los consideró merecedores de suma atención”
(XII, 1d). “Pasada una temporada, les proveyó de riquezas y les
ofreció su ayuda para volver a sus casas, a través de un viaje
cómodo, repletos de presentes y con total libertad de movimientos,
para que sirvieran así de refutación a las hostiles proclamas que
allí estaba multiplicando Bohemundo” (XII, 1e).
Alejo
I va con su esposa a Tesalónica, y Comneno aprovecha para pintar un
retrato de la emperatriz Irene, modelo de consideración por su marido y
ejemplo de pudor y caridad hacia los pobres:
“El
soberano partió de Bizancio hacia Tesalónica con intención de
instruir a los nuevos reclutas del arte militar” (XII, 1f). “Era
el mes de septiembre de la 14ª indición, cuando corría el 20º año
desde que asumiera las riendas del Imperio” (XII, 3a). “E
iba con la augusta” (XII, 3b).
“La
emperatriz no deseaba en absoluto dedicarse a los asuntos públicos,
sino vivir aislada y recogida en sus tareas de leer a los santos
varones, socorrer caritativamente a las gentes y servir a Dios en la
oración. De hecho, cuando tenía que actuar por una necesidad
insalvable como emperatriz, se llenaba de pudor y florecía el sonrojo
en sus mejillas” (XII, 3b). “Y le pasaba igual que a la
filósofa Teano, que cuando uno le dijo al verle el codo desnudo
"es un hermoso codo", ella le respondió: "Pero no es
público". En el caso de mi madre, con un innato pudor”
(XII, 3c).
De vuelta
a Constantinopla,
Alejo I escapa del complot
de Miguel Anemas,
que junto a parte del estamento militar y senatorial había tratado de colocar a Juan Salomón como un
emperador títere en el trono:
“Se
cernían sobre el emperador otras nuevas tribulaciones, que no eran ya
organizadas por hombre vulgares sino de ilustre linaje, con la conjura
de muerte a su imperial persona” (XII, 5a).
“Eran
4 en total quienes iniciaron la conjura, todos ellos hermanos de
apellido Anemas y todos ellos con el mismo fin: matar al soberano y
apoderarse del cetro imperial. Les secundaban también otros nobles,
como los Antíoco, los Exazeno, Ducas, Hialeas y otros varones
ilustres como Castamonites, un tal Curticio y Basilacio (del estamento
militar), y Juan Salomón (de la aristocracia senatorial), que era el
más bajo de estatura y el más engañado candidato al trono imperial”
(XII, 5d).
“Los
emperadores solían dormir en la cámara imperial, situada a la
izquierda de la capilla de la madre de Dios (conocida como capilla del
mártir Demetrio), y a la derecha de un atrio pavimentado de mármol
por el que se podía acceder a la capilla, la cual estaba siempre
abierta para poderla visitar” (XII, 6b).
“Y
por ese sitio ultimaron los asesinos sus proyectos, que sólo Dios
hizo fracasar. Pues la conjura fue revelada por alguien al soberano, y
éste puso a todos los conjurados bajo interrogatorio, prometiendo el
perdón si decían la verdad, y la espada si algo ocultaban”
(XII, 6c).
“Cuando
todos confesaron, y fue ya reconocida la conspiración, fueron todos
deportados, así como confiscados los bienes de Miguel Anemas y
entregada a la emperatriz la casa de Juan Salomón (la cual se la
devolvió, conmovida por los sollozos de la esposa de Salomón)”
(XII, 1d).
Tras
lo cual, tiene Alejo I que enfrentarse a la rebelión de
Gregorio Taronites:,
que pide ayuda a los turcos para establecer sus propios dominios al
margen de Constantinopla:
“Cuando
corría la 12ª indición, se nombró duque de Trapezunte a Gregorio
Taronites, quien albergaba en su seno de mucho tiempo atrás la
intención de promover una revuelta. Cuando se encontró con Dabateno,
lo encerró en Tebena, y lo mismo hizo con los sobrinos el duque
Baqueno, y con bastantes personas ilustres de Trapezunte” (XII,
7a).
“Al
enterarse de ello el soberano, le pidió venir a la capital imperial,
y le ordenó poner fin a sus nefastas actividades, si es que deseaba
obtener el perdón y recibir sus primitivos privilegios” (XII,
7b).
“Pero
Gregorio escapó a la inexpugnable Colonea, y llamó en auxilio a
Tanismán. Hasta que Juan y su ejército romano lo encontró por el
camino, le dio alcance y libró contra él una violenta batalla,
capturándolo con una lanzada y devolviéndolo al soberano”
(XII, 7c), “el cual lo mandó encarcelar y luego le concedió el
indulto, volviendo a proponerle su ofrecimiento” (XII, 7d).
b.13)
Libro XIII
Relata
los años 1107-1108,
y comienza con la partida de Alejo I hacia el Adriático, al enterarse de la llegada de
Bohemundo a Dirraquio. El
emperador se detiene en Tesalónica para pasar el invierno, y escapa por poco
de un intento de
asesinato en Tesalónica,
por parte de los Aronios:
“El
soberano estimó que debía salir de nuevo de Bizancio hacia Dirraquio,
y se llevó consigo a algunos parientes consanguíneos y plantó la
tienda imperial de color púrpura a las afueras de Geranio”
(XIII, 1a). “Tras esperar 4 días en aquel lugar, y rezar el
habitual canto de los himnos y las oraciones más fervorosas”
(XIII, 1b), “emprendió el camino en dirección a Tesalónica
(XIII,1c), y tras atravesar el Euro fijó sus tiendas en Pslio, a las
afueras de Tesalónica” (XIII, 1d).
“Y
Alejo, que ya había escapado de un intento de asesinato, hubiera sido
víctima de otro, si no es porque una fuerza divina apartó a los
asesinos Aronios (descendientes de bastardos, que habían confeccionado
una facción sediciosa) de su empeño, por medio de un escita esclavo
(de nombre Demetrio) que tenía como cometido clavar un cuchillo al
emperador mientras dormía. Hasta que el eunuco Constantino, prefecto de
la mesa imperial, se percató, y a gritos reveló el complot”
(XIII, 1e).
Mientras
tanto Bohemundo de Tarento, después de quemar sus barcos, se dedica a
provocar el caos
en los pueblos del Adriático. Sin embargo, pronto se
encuentra
sin provisiones, y rodeado por un ejército bizantino que ya controlaba las montañas
y los pasos cercanos:
“Cuando
el rebelde Bohemundo hubo pasado con su muy potente flota de sus
tierras a las nuestras, dispersó a todo su ejército para asolar
nuestras llanuras costeras” (XIII, 2b). “Se adueñó de
Petrula, de Milo y de otros lugares más allá del río Diabolis,
hasta que marchó sobre Epidamno (Dirraquio) para apoderarse de ella”
(XIII, 2c).
“Pero
todo lo que había rapiñado por los alrededores de Dirraquio acabó
consumiéndolo, y el suministro de las provisiones esperadas era
obstaculizado por los soldados del ejército romano, que habían llegado
ya y ocupaban los valles, los pasos e incluso el mar” (XIII, 2d).
La lucha
por la liberación de Dirraquio se prolonga, pero al extenderse la
enfermedad en su campamento, Bohemundo se ve obligado a pedir la paz, firmando el Tratado de
Devol y prometiendo la restauración
del orden en el Adriático
y la devolución de Antioquía:
“Mientras
los soldados francos empalizaban las murallas de Dirraquio, los
hombres de Alejo no se quedaron quietos” (XIII, 3k), “y
planearon derramar fuego líquido contra los ingenios que el enemigo
tenía establecidos en torno a las torres de la muralla” (XIII,
3l), “provocando un incendio de 13 estadios a la redonda”
(XIII, 3m). “El caos y la confusión en el interior de Dirraquio
fueron enormes, y el griterío fue inmenso” (XIII, 3m).
“El
muy aguerrido Bohemundo notaba que, a causa de los ataques que sufría
por tierra y por mar, su situación había llegado a tal extremo que
empezaban a escasear las provisiones, y que el enfrentamiento se
alargaba sin solución” (XIII, 6d). “Por su parte, el
emperador se percató del estado de desunión que presentaban quienes
iban con él” (XIII, 8d).
“El
noble Guillermo Clareles alertó al caudillo franco que todo el
ejército celta estaba siendo devastado por el hambre y la enfermedad,
y que una terrible epidemia se había abatido sobre ellos. Cuando
Bohemundo comprobó que el hambre y la enfermedad habían llegado a un
momento crítico, envió embajadores a Alejo para pedir la paz”
(XIII, 8f).
“El
emperador mandó buscar a Marino de Nápoles, al famoso y valiente
franco Roger (experto en costumbres latinas), a su propio embajador
imperial Euforbeno y al bilíngüe Adrajesto, y les pidió que
ultimaran un tratado con Bohemundo sin reparo alguno” (XIII, 9a).
“Al
día siguiente, con 300 caballeros y todos los condes llegó Bohemundo
al lugar de las conversaciones” (XIII, 9f), “y tras
prolongar el intercambio de pareceres y condiciones, firmaron ante los
evangelios” (XIII, 9h). “Alejo recordó a Bohemundo todos
los anteriores acontecimientos, a lo que Bohemundo tan sólo replicó:
"No he venido para daros explicaciones, sino para dejar todo, en
lo sucesivo, en manos de vuestra majestad. Y Alejo le ordenó que
entregara la ciudad de Antioquía” (XIII, 11a).
“Una
vez que hubieron llegado a buen puerto los planes del soberano, y el
tratado jurado de Bohemundo ante los sagrados evangelios y la lanza
con la que atravesaron el costado de nuestro Señor, éste solicitó
el retorno por el camino que había venido” (XIV, 1a).
b.14)
Libro XIV
Relata
los años 1108-1115, y se abre con la muerte de Bohemundo en Lombardía. Tras
lo cual se dedica Comneno a relatar las disputas
con los turcos
de Alejo I, hasta que finalmente sean éstos derrotados en el corazón
de Anatolia:
“Cuando
Bohemundo hubo entregado su ejército a los embajadores enviados por
el emperador, embarcó en una monera y arribó a Longibardía. Y tras
sobrevivir no más allá de 6 meses, pagó la deuda común”
(XIV, 1a).
“Una
vez solucionados los asuntos pendientes con los celtas, el soberano
tomó el camino hacia Bizancio. Una vez allí no se entregó para nada
al reposo, y estuvo meditando de nuevo sobre cómo los bárbaros habían
reducido a ruinas la zona costera de Esmirna, hasta la misma Atalia. Y
se sentía molesto por no haber devuelto estas ciudades a su primitivo
estado, ni haberles devuelto su antiguo florecimiento” (XIV,
1b).
“Al
llegar a Abido, atravesó Alejo el estrecho y arribó a Atrammicio, la
cual encontró en ruinas por los saqueos de los turcos, y eso que en
su tiempo había estado densamente poblada” (XIV, 1d). “En
Filadelfia puso Alejo a Eumatio y un grupo de exploradores para
escudriñar los cruces de caminos y las llanuras, abrigó sus murallas
y fortaleció todas sus puertas” (XIV, 1e-f).
“Un
archisátrapa de nombre Asán ocupó Capadocia y esclavizó a sus
habitantes. Cuando Alejo se enteró, logró juntar 24.000 hombres y
salió contra él” (XIV, 1e). “Filocales persiguió con las
fuerzas a su mando a Asán hasta la frigia Cerbiano, y allí cayó
sobre él al amanecer el día, no conteniéndose a la hora de la
matanza y liberando a todos los presos bizantinos. Los turcos que
huyeron cayeron en los remolinos del Meandro y se ahogaron rápidamente”
(XIV, 1g).
Tras
lo cual deciden poner fin a las disputas Alejo I y el sultán Saisán de
Persia, mediante
un tratado
de paz con el Imperio persa
por parte del Imperio bizantino:
“A
la llegada de los embajadores de Persia, el emperador estaba sentado
en su trono con aspecto temible, y los maestros de ceremonias situaron
en orden a los soldados de todas las lenguas que habían sido
seleccionados” (XIV, 1h). “Tras oír el mensaje del sultán,
el emperador reconoció que éste deseaba la paz con todos, y con sus
certeras dotes persuasivas expuso las condiciones provechosas para él.
Y así los despidió” (XIV, 1h).
“Ellos
examinaron las condiciones, y ultimaron estar acordes con las
propuestas del soberano, con lo que al día siguiente concluyó el
tratado” (XIV, 1h). “Así
acabaron las contiendas con todo el mundo persa entre el sultán Saisán
y el soberano” (XIV, 1g). “Pero
no con los turcos, a los que en secreto contenía Alejo con títulos y
regalos, con tal que no se movilizasen y reprimieran sus ímpetus”
(XIV, 4d).
Introduce
a continuación Comneno dos
largas digresiones, en los últimos
años de Alejo I,
una sobre la enfermedad de la gota de Alejo (cap. 4) y otra sobre las
virtudes de Alejo (cap. 7):
“No
había transcurrido mucho tiempo cuando los turcos procedentes de
todos los puntos de Oriente volvieron a llegar por contingentes,
alguno de ellos de 50.000 hombres. Así, el emperador no pudo gozar
siquiera de una mínima tranquilidad a lo largo de todo su reinado, ni
tampoco en sus últimos días, sino que hubo de soportar una guerra
tras otra de principio a fin” (XIV, 4a).
“Una
vez que volvía el emperador del Quersoneso (Crimea), hubo de invernar
en Calípolis por una enfermedad en los pies. Y allí acudió la
emperatriz, para hacerle compañía” (XIV, 4a).
“El
emperador vivió entregado por entero a los intereses de los romanos,
y por su decisión y energía hizo frente a cualquier contratiempo,
plantando cara a cualquier complicación surgida de la coincidencia de
acontecimientos, o a la turbulenta inestabilidad que le tocó vivir, o
a la reducción del poderío romano en los últimos reinados”
(XIV, 7a).
Así
como introduce Comneno una descripción del método
historiográfico empleado
por ella misma a la hora de escribir todos estos datos y relatos, y su
propia preparación intelectual:
“Tal
vez alguno que haya llegado a este punto de mi obra, podría decir que
mi lengua está comprada por la naturaleza. Pero no, yo no cuento ni
escribo con alegría sobre mi padre, sino porque le vi sufrir
contiendas y desventuras por los cristianos. Y aunque a él te tenga
por un ser querido, tengo por más querida la verdad” (XIV, 7c).
“No
me he remontado a tiempos muy alejados para escribir mi obra, pues aún
hoy hay supervivientes que pueden certificarlo. Yo he obtenido la
información histórica de aquellos que conocieron a mi padre, y de lo
que su memoria les traía a colación” (XIV, 7d). “No podría
decir qué aspecto presenta mi persona, y prefiero que esto lo digan
los que dependen del gineceo” (XIV, 7d). “Yo ahora me doy a
la vida retirada, lloro por mis tres emperadores (mi padre, mi madre y
mi césar), y me dedico a los libros y a Dios” (XIV, 7e).
Los
dos últimos capítulos están dedicados a la lucha
contra los maniqueos,
a los que Alejo I intenta convertir a la verdadera y ortodoxa fe junto
al obispo de Nicea:
“En
la Tracia central existe todavía una ciudad llamada Filipópolis,
fundada no por Filipo el Macedonio sino por Filipo el Romano junto al
Euro con población grande y hermosa” (XIV, 8b). “Pues
bien, es ciudad fue llenándose de muchos impíos, tanto de los
bogomiles armenios (que se apropiaron de ella) como de paulicianos,
que eran secuaces de la herejía maniquea y que abrazaron la impiedad
de Manes” (XIV, 8c), “y a los cuales el admirable emperador
Juan Tzimiacés obligó a establecerse aquí” (XIV, 8e).
“Sin
embargo mi padre y soberano, que había estudiado como ninguno las
divinas Escrituras, afiló su lengua contra los herejes y fue a Filipópolis
con ese motivo, pidiéndoles que abjurasen de su corrupta religión y
se introdujeran en nuestras dulces creencia. Estaba presente a su lado
el obispo de Nicea, Eustracio, que también intentó llevarlos a la
sabiduría de lo profano y lo divino” (XIV, 8h).
b.15)
Libro XV
Relata
los años 1116-1118, y concluye la obra relatando la última
expedición del emperador
contra Suleimán (que se había dispuesto a devastar toda Asia),
hasta que logra detenerlo en las proximidades de Iconio (frontera
entre el Imperio bizantino y el Imperio otomano):
“El
sultán Suleimán deseaba asolar Asia otra vez, y para ello hizo
llamar de nuevo a sus huestes de Corosán y Calep. Cuando un
informante puso al corriente al soberano de las intenciones de Suleimán,
pensó marchar en campaña hasta Iconio, y trabar un sangriento
combate con él” (XV, 1a).
“Tras
pasar por Damalis y navegar por el estrecho entre Ciboto y Egialos,
llegó a Lopadio, donde estuvo esperando la venida de sus batallones”
(XV, 1c).
“Mientras tanto, los muy astutos turcos encendieron innumerables
hogueras para paralizar a los romanos, al tiempo que ellos se
dedicaban a devastar la llanura y asesinar a mucha población romana”
(XV, 1d).
“Los
soldados romanos, una vez dieron alcance a los bárbaros en un lugar
llamado Celia, junto con todo el botín y sus cautivos, se arrojaron
contra ellos como el fuego, pasando enseguida a la mayoría a cuchillo
y obteniendo una brillante victoria en presencia del soberano”
(XV, 1e).
Tras
dejar apuntalada Iconio como cuartal principal bizantino de la Capadocia,
Alejo I se dirije a Nicea y luego a Nicomedia, culminando así una reestructuración
del ejército de bizantino
con los mercenarios extranjeros que ha contratado:
“En
Iconio permaneció el emperador tres meses completos, estableciendo a
todos los contingentes de mercenarios en un mismo lugar, donde levantó
un campamento y emplazó allí toda su fuerza militar, en el sitio
conocido como Malagna” (XV, 1e).
“Cuando
estuvo Iconio armado, montó el emperador a caballo y se encaminó con
los suyos a Nicea” (XV, 2c), “llegando al castillo de San
Jorge y fijando
allí su campamento, como lugar de reunión de todos los soldados
romanos”
(XV, 2d).
“Después
de marchar a Nicomedia, tomó el emperador todos los soldados que
estaban bajo su mando, y los acantonó en las aldeas cercanas a
Nicomedia, con suficiente alimento (porque la tierra de Bitinia da
abundante forraje) y fácil acceso de provisiones militares llegadas
directamente de Bizancio” (XV, 2g).
Incapaz
de derrotar a los romanos, el sultán Cliltziastlán se resigna a pedir
la paz, en lo que fue el tratado
de paz con el Imperio otomano
por parte del Imperio bizantino. Se firma un tratado, pero el sultán
es asesinado en el camino de regreso:
“Estando
el emperador y sus tropas en Santábaris, destacando a todos los jefes
de esa formación, dos escitas avisaron al sultán de la llegada del
soberano, y los turcos se llenaron de temor” (XV, 4a). “Al
amanecer del día siguiente se encontró el sultán con que no había
quedado en su campamento ni un turco, y mostró su irritación.
Entonces cayó Camitzes sobre él por sorpresa, matando a numerosos bárbaros
y quedándose con el botín” (XV, 4a).
“Ante
la dispersión general de los turcos, el sultán huyó con la única
compañía de su copero, y se escondió en un templo elevado que
estaba tapado por altos cipreses. Y el emperador se molestó porque
sus generales no habían capturado al sultán” (XV, 6a). “El
sultán sintió aquella noche gran irritación, pero tuvo que aceptar
sin paliativos su renuncia, tras estar deliberando toda la noche. Y a
la salida del sol pidió al soberano la paz” (XV, 6c).
“El
soberano acogió su petición y ordenó enseguida que se diera el
toque de parada, y que viniera el sultán a su presencia”
(XV, 6d). “Acudió
el sultán con sus sátrapas, y se presentó a caballo ante el
emperador entre Augustópolis y Acronio”
(XV, 6e), “el
cual le tendió la mano y en unos pocos instantes le expuso su
planteamiento: "Si aceptáis ser súbditos del Imperio de los
romanos, y abandonar vuestras incursiones contra los cristianos, gozaréis
de honor y favores en lo sucesivo dentro de vuestros territorios”
(XV, 6e). “El
sultán y sus sátrapas mostraron una excelente disposición ante
estas condiciones de paz, y firmaron el tratado al día siguiente”
(XV, 6f).
Alejo
I, por su parte, cuida de los cautivos, las mujeres y los niños,
especialmente de los huérfanos. Esta es una oportunidad para que
Comneno describa la fundación
del Orfanato de Constantinopla
por parte de Alejo I, donde los ex soldados, los enfermos y los
indigentes pueden ser alojados, y mantenidos a expensas del emperador:
“Cuando
el emperador tuvo todas sus falanges organizadas, y todas sus líneas
imperiales compactas y cohesionadas, se introdujo en el mundo de la
formación de los cautivos, mujeres y niños” (XV, 7a). “Y
como había muchas mujeres embarazadas y otras muchas sufrían
enfermedades, a la hora de comer las hacía llamar a todas y les ofrecía
lo mejor de su comida, y ordenaba a sus comensales que cumplieran
también con esta obra de caridad” (XV, 7b).
“Había
en la acrópolis de la capital, justo donde ésta se abría al mar, un
templo de enorme tamaño bajo la advocación del gran apóstol Pablo.
Pues bien, allí decidió el emperador construir otra ciudad, dentro
de la ciudad imperial. En su interior fueron erigidas circularmente un
conjunto abigarrado de viviendas (destinadas para ser moradas para los
pobres), hospicios (para personas mutiladas) y centros de acogida
(para las personas ciegas, cojas y desgraciadas). Diríase que era el
pórtico de Salomón, viendo esa ciudad repleta de hombres que eran víctimas
de la invalidez” (XV, 7d).
“Este
recinto circular era doble y gemelo. Los hombres y mujeres mutilados
habitaban la parte superior, y los que se arrastraban mal la parte
inferior. En cuanto a sus dimensiones, si alguien deseara ver a esas
personas y comenzara por la mañana, concluiría el recorrido al
atardecer” (XV, 7e).
Las
últimas páginas están dedicadas a la agonía
de Alejo I,
así como al dolor de la emperatriz Irene y de la propia Ana Comneno:
“Entro
ya a componer lo que a mí misma me impulsa a los lamentos y gemidos”
(XV, 11a), “pues no había pasado un año y medio cuando, a su
regreso de una campaña, hizo presa en él una segunda enfermedad, que
le llevó al final y a la ruina más completa” (XV, 11b).
“Tras
la celebración de un certamen en el hipódromo, a causa del fuerte
viento que soplaba, los humores afectaron a uno de sus hombros. la
mayoría de los médicos no comprendieron la amenaza que este hecho
suponía, aunque el adivino Nicolás Calicles decía temer que el
peligro sería irreversible, si del hombro se extendía a otras partes”
(XV, 11b).
“Había
pasado así 6 meses, cuando le oí que decía a la emperatriz: "¿Qué
es este dolor que me viene cuando respiro?". Y ella parecía
sufrir los mismos dolores, cuando le oía decir esto” (XV,
11d-e). “Como no se le habían administrado purgantes,
recurrieron a una sangría. Sin embargo, de nada sirvió la sangría,
ni un remedio con pimienta, sino que volvió a respirar trabajosamente”
(XV, 11g).
“La
emperatriz, por su parte, dijo entre lamentos: "Olvidemos todo,
la diadema, los tronos y nuestra autoridad, y comencemos los cantos fúnebres”
(XV, 11q).
Eso sí, ni una sola palabra de la cuestión
del legítimo heredero
(su hermano Juan), ni d el depositario del anillo-sello de Alejo I (
gracias al cual pudo ser reconocido Juan II como emperador bizantino,
por el patriarca y por el clero de Santa Sofía):
“Sabiendo
que iba a morir, el emperador transmitió su inquietud a una de sus
hijas, su tercer vástago Eudoxia. También estaba mi queridísima
hermana María, a la cabecera de la cama y como la otra María del
evangelio a los pies del Señor” (XV, 11n). “Y yo, Ana,
experimentaba todo tipo de sensaciones” (XV, 11ñ).
“Por
su parte, el heredero del Imperio había salido previamente hacia sus
habitaciones, y estaba llegando rápidamente al palacio, porque
reconoció también el estado del emperador. Y toda la ciudad estaba
agitada” (XV, 11p).
c)
Comentario de la Alexiada de Comneno
Ana
Comneno pertenece a un período literario que puede describirse como el renacimiento
bizantino
(muy anterior al Renacimiento italiano), el periodo siguiente a un pre-renacimiento macedonio
que recopiló y transmitió el mundo griego clásico y la cultura cristiana
antigua.
Los autores
de este renacimiento bizantino siguen
utilizando la tradición no sólo como fuente, sino también como medio de
interpretación de la realidad. Pero se vuelven más personales y están
ansiosos por compartir sus experiencias personales. Es la generación
de Teodoro Prodromos, Miguel Italikos, Juan Tzetzes y Jorge
Tornikes.
Así, por ejemplo,
el prefacio de la Alexiada está salpicado
de alusiones a Homero, Sófocles, Plutarco y Polibio, y
es más personal que la mayoría de los prefacios de obras anteriores. Ana
omite las afirmaciones de las que no puede dar fe, y en su lugar habla de su propia
educación y del deber
del escritor de decir toda la verdad, independientemente de sus vínculos
personales con el tema[82].
c.1)
Literatura bizantina
Muchos
de los géneros griegos clásicos, como el drama y la poesía lírica coral, habían
quedado obsoletos en la antigüedad tardía, y toda la literatura griega medieval
(o bizantina) empezó a ser escrita en un estilo arcaizante, que imitaba a los escritores
de la antigua Grecia pero introduciendo la retórica como
herramienta principal. Un producto típico de esta educación bizantina fueron
los padres de la Iglesia griega, quienes compartían los valores
literarios de sus contemporáneos paganos.
En consecuencia, la vasta
literatura cristiana de los siglos III al VI estableció una síntesis del
pensamiento helénico y cristiano. Como resultado, la literatura
bizantina se escribió en un estilo de griego ático, muy
alejado del griego medieval que hablaban todas las clases de
la sociedad bizantina[83]. Además, este estilo literario
también se separó del griego koiné del NT, remontándose a los escritores de la antigua Atenas
y formando dos formas totalmente de escribir: la diplomática y la
popular.
Sin embargo, las relaciones
entre las formas altas y bajas del griego cambiaron a lo
largo de los siglos. El prestigio de la literatura ática se mantuvo
intacto hasta el siglo VII, pero en los dos siglos siguientes, cuando la
existencia del Imperio bizantino se vio amenazada, la vida y la educación de la
ciudad declinaron, y junto con ellas el uso del lenguaje y el estilo clasicista.
La recuperación política del
siglo IX instigó un
primer renacimiento literario, en el que se intentó recrear la
cultura literaria helénico-cristiana. El griego
simple (o popular) fue evitado para el uso literario, y muchas de las
biografías de los
primeros santos se reescribieron en un estilo arcaizante. Hacia el siglo
XII, la confianza cultural de los bizantinos les llevó a
probar nuevos géneros literarios, sobre todo la ficción romántica, en la que
la aventura y el amor eran los elementos principales. La sátira hizo también
su aparición, con un uso
ocasional de los elementos del griego hablado.
El período desde la IV
Cruzada (ca. 1204) hasta la Caída de Constantinopla (ca. 1453), siglos
XIII al XV, experimentó una
vigorosa imitación de la literatura clasicista, buscando
afirmar la superioridad cultural bizantina sobre el Occidente militarizado[84].
También se inició una floreciente literatura de aproximación a la
lengua vernácula (griego moderno), a través de los romances poéticos y la escritura devocional popular. La
literatura seria, por su parte, siguió haciendo uso del lenguaje arcaizante, y
no se salió de la culta
tradición griega.
En
general, la
literatura bizantina contó con dos fuentes
de inspiración: la tradición clásica griega y la
tradición cristiana ortodoxa. Cada una de esas fuentes proporcionó una serie de modelos y
referencias propias para el escritor bizantino, pero a la hora de completar el
escrito solían solaparse una sobre la otra, como cuando en la Alexiada el
emperador Alejo I justificó su expropiación de los bienes de la Iglesia
alegando los ejemplos de Pericles y del bíblico David.
c.2)
Historiadores bizantinos
La
tradición griega clásica estableció el estándar para los historiadores
bizantinos[85],
tanto en su comprensión de los
hechos de la historia,
como en su forma de
tratar los temas y elegir el estilo de composición. Sus obras son completamente
concretas y de carácter objetivo, sin pasión e incluso sin entusiasmo, e
incluso el
patriotismo ardiente y las convicciones personales son rara vez evidentes.
Se
trata, pues, de
historiadores diplomáticos, expertos en el uso de fuentes históricas y en el
tacto pulido que exige su posición social. No son eruditos de armario ni ignorantes del mundo, sino hombres que se destacaron en la vida
pública, y en sus filas contaron con juristas[86], estadistas[87], militares[88] y
políticos[89].
En caso de Ana Comneno es excepcional, y muestra la vocación
historicista transversal
que existía en todas las ramas de la sociedad.
Los historiadores bizantinos
representan, pues, la flor y nata de la sociedad e intelectualidad de su
tiempo, asemejándose en esto a los historiadores griegos clásicos[90],
quienes se convirtieron en guías del pueblo griego. A veces, un bizantino
elige a un escritor clásico para imitarlo en método y estilo, pero la mayoría
optó por tomar como modelo a varios autores (a forma de mosaico
bizantino), que si bien forjó una auténtica comunidad de
sentimientos,
por otro lado impidió el desarrollo de un estilo individual. En
general, es en los historiadores posteriores donde el dualismo
político-religioso
de la civilización
bizantina se vuelve más
evidente.
La mayoría de los historiadores
pertenecen al período que abarca los s. VI y VII (durante los reinados de
los emperadores romanos orientales), o al que se extiende desde el s. XI al XV (bajo los Comneno y los Paleólogos). Así
como es curioso que en el máximo apogeo del Imperio bizantino, bajo la dinastía
macedonia (s. IX y X), Bizancio produjo grandes héroes pero
no grandes historiadores, a excepción de la figura solitaria del emperador Constantino
VII Porfirogeneta. Veamos esos dos principales periodos historicistas.
El
primer gran período
(s. VI y VII) siguió en todo los
modelos clásicos, tanto en su precisión y lucidez narrativa[91]
como en la fiabilidad de sus informaciones. Es un periodo dominado por Procopio, debido a su temática y
a su
importancia literaria. Se trata de un historiador típicamente bizantino,
que tanto en su Anekdota desprecia
al emperador Justiniano tan enfáticamente, como en su Periktismaton lo
exalta. Su sucesor Agatias alargó los modelos de estilo descriptivo
todavía más, hasta que Theophylaktos Simokattes decidió
ornamentar el estilo literario. En cuestiones religiosas, el s. VII
abrió relativamente la mano a la hora de exponer las tendencias eclesiásticas y dogmáticas.
En
el periodo
intermedio
(s. VIII al X) existió una serie de obras aisladas que, en materia y forma,
ofrecieron un fuerte contraste tanto respecto al primer periodo como al
segundo. Fue el caso de las obras del emperador Constantino
VII Porfirogeneta, que hacían referencia a la administración
del Imperio, a la división política y las ceremonias palaciegas. Al igual que
los dos grandes periodos, estas obras hablaban de las condiciones internas del
Imperio, pero sin aportar ninguna fuente de
información etnológica (como sí hacía el periodo I) ni contribuir
a la historia de la civilización (como sí hará el periodo II).
El
segundo gran periodo
(XI al XV) presentó un marcado eclecticismo clásico, que recogió el
espíritu clásico e incluso se deleitó en las formas clásicas, pero
que se desligó de él a la hora de defender fanáticamente un
determinado partido teológico o al gobierno imperial, con el que muchas
veces estaban coaligados. De
destacar fueron el orientalista Cinnamo, el liberal Nicetas
Acominato, el conciliador Jorge
Acropolites, el polemista teológico Pachimeres y el amante de la filosofía Nicéforo Gregoras.
Todos ellos con fuerte subjetividad hacia los asuntos internos
imperiales, pero con unos relatos externos extremadamente objetivos y
valiosos, respecto a los hechos que fueron derivando el Medioevo hacia
el Mundo Nuevo (aparición turca, mundo eslavo, papado romano...).
c.3)
Cronistas bizantinos
A
diferencia de las obras históricas, las crónicas bizantinas estaban destinadas
al público
general,
y de ahí que tuvieran su propio desarrollo y
difusión, así como su propio carácter, método y estilo[92].
El método de manejo de
sus materiales fue bastante primitivo, pues debajo de cada sección se
encontraba una fuente más
antigua, tan sólo ligeramente modificada. Lo cual demuestra la deficiente
formación de autor y audiencia, y sólo sirve como almacén para la lingüística
comparada.
No
obstante, las crónicas fueron importantes, y no por ofrecer datos sobre
la civilización bizantina, sino porque esas mismas crónicas, en sí mismas,
contribuyeron a la expansión de la
civilización, pasando la cultura
bizantina a los pueblos eslavos, magiares y turcos que iban llegando. Describían
lo que yacía en la conciencia popular, daban a conocer eventos
maravillosos de algunas regiones, publicaban terribles sucesos y transmitían de
unas partes a otras los asuntos y celebraciones religiosas, con una
influencia considerable.
La
crónica bizantina no provino del mundo helénico, sino de los cronistas
romanos que vivían en el Oriente y de sus sucesores, los cronistas
orientales (sirios, judíos...) que quisieron emular a los romanos, casi
siempre sin la debida educación. Su presumible prototipo, la
Cronografía de Africano, apunta a una fuente
cristiana oriental[93]. El s. IX vio el cenit de la crónica bizantina, durante el
punto más bajo de la literatura histórica. Luego declinó abruptamente, y
sus cronistas menores (hasta el s. XII) se limitaban a copiar a sus
contemporáneos
y a veces a los antiguos. Hacia el final del Imperio bizantino (período
Paleologo) no hay casi cronistas destacados.
Las
crónicas bizantinas más representativas son las de Juan Malalas, Teophano
el Confesor y Juan Zonaras, respectivamente. La Crónica
Monástica de Malalas
fue compuesta en el s.
VI, desde la óptica de un teólogo sirio helenizado y monofisita. Originalmente
fue una crónica sobre su ciudad de Antioquía, pero posteriormente se amplió a una crónica mundial. Consistió
en una obra llena de errores históricos y cronológicos, pero fue el primer monumento
a la civilización helenística popular.
Superior en sustancia y
forma, y más propiamente histórica, fue la Crónica de
Teófanes, un
monje de Asia Menor del s. IX, y a su vez un modelo para los cronistas posteriores. Contiene mucha información valiosa
sobre fuentes hoy perdidas, y su
importancia para el mundo occidental se debe a que rápidamente fue traducida al latín.
Una tercera guía
cronística fue la Crónica Universal de Zonaras,
del s. XII,
que refleja la atmósfera renacentística de los Comneno. No sólo su narración es
mucho mejor que las demás, sino que muchos pasajes de escritores antiguos están
incluidos en el texto. Fue traducida no sólo al eslavo y al latín, sino
también al italiano y al francés.
c.4)
Enciclopedistas bizantinos
El
espíritu de la erudición anticuaria despertó en Bizancio mucho antes que en
Occidente, a través de teólogos laicos con fuerte sabor escolástico y espíritu humanista.
Un espíritu anticuario que fue dirigido
principalmente a la recopilación sistemática y tamizada de manuscritos, y
que se manifestó
por primera vez en Constantinopla a finales del siglo
IX. En
concreto, el nuevo espíritu encontró expresión por primera vez en la
Universidad de Constantinopla, fundada el 863 para el estudio de las
obras clásicas y antiguas.
Principal
exponente de dicha universidad fue Focio, uno de sus primeros alumnos y
profesores[94],
el más enérgico
y capacitado patriarca de la ciudad[95], y el más grande
estadista del mundo bizantino, que recopiló con entusiasmo todos los
manuscritos de la antigüedad, rescató y publicó obras ya olvidadas o
perdidas, y dirigió su atención a las obras escritas en prosa, como
elemento indicativo de su pragmatismo. Focio
hizo selecciones
(o extractos) de todas las obras que fue descubriendo, y las fue
introduciendo en su célebre Bibliotheca,
compendio literario más valioso del Medioevo y principal fuente actual de muchas obras antiguas ahora perdidas, junto con buenas
caracterizaciones y análisis[96].
La
actividad enciclopédica fue perseguida con más asiduidad en el siglo
X,
particularmente en la recopilación sistemática de materiales asociados con el
emperador Constantino VII Porfirogeneta. Otros eruditos venidos después también
formaron grandes compilaciones, ordenadas por temas[97]
y sobre la base de fuentes más antiguas, de los períodos clásico, alejandrino
y romano. Estas compilaciones, junto con la colección de epigramas antiguos
que hizo la Antología Palatina, y el diccionario científico
aportado por la Suda, hicieron del s. X el siglo de las
enciclopedias.
El
siglo XI
contó con el
caso aparte de Miguel Psellos, un
genio universal que unió todos los períodos y estilos, que supo mantener el humanismo de los
inicios y que supo anticiparse a los tintes teológicos y anti-occidentales
de los finales.
Se
trata del mayor enciclopedista de la literatura bizantina,
que aparte de jurista de profesión fue hombre de mundo
con una mente tanto receptiva como productiva. A diferencia de Focio, que
estaba más preocupado por los argumentos filosóficos de los clásicos, Psellos
tuvo su propio temperamento filosófico, siendo el primer bizantino en elevar la filosofía de Platón por
encima de la de Aristóteles. Superó
Psellos a Focio en intelecto e ingenio, aunque no en dignidad y solidez[98]. Y
todo ello con una brillantez inquieta, tanto en su vida profesional[99]
como literaria[100]
y publicista[101].
Con
la llegada del siglo XII
comenzaron a elaborarse un sinfín de obras originales que trataron de
emular los modelos antiguos, introduciendo en ellas sus escritores
cierta literatura ensayística, la retórica alejandrina
y una vigorosa originalidad. Y
si
bien hay entre sus enciclopedistas personajes corruptos[102], la mayoría
de ellos se caracterizó por la rectitud de intención, sinceridad de sentimiento y
benéfica cultura.
Del
siglo
XII al XV
hubo grandes intelectos, varios teólogos conspicuos (como Eustacio
de Tesalónica[103], Miguel Itálico[104] y Miguel
Acominato[105])
y numerosos eruditos seculares (como Maximo Planudes[106], Teodoro
Metochites[107] y Nicéforo
Gregoras[108]).
Y
si
bien los enciclopedistas se encontraron completamente
bajo la influencia de la retórica antigua, aun así encarnaron en las formas
tradicionales su propio conocimiento característico, dando a la enciclopedia
bizantina un nuevo encanto.
c.5)
Teólogos bizantinos
El
primer florecimiento de la literatura eclesiástica de Bizancio fue helenístico
(en forma) y oriental (en espíritu). Tuvo lugar en el s. IV, y estuvo
estrechamente asociado con los santos
padres
orientales de
Alejandría, Jerusalén, Cirene y Capadocia. Sus obras, que cubren todo
el campo de la literatura en prosa eclesiástica (dogma, exégesis y homilética),
se convirtieron en canónicas para todo el período bizantino, hasta la llegada
de la última
obra importante de historia eclesiástica: la de Evagrio.
Más
allá de los escritos controvertidos contra los sectarios y los iconoclastas,
las obras posteriores a los santos padres consistieron en simples compilaciones y
comentarios, en
forma de las llamadas Catenae. Incluso la fuente del conocimiento de
la época, que fue el manual fundamental de teología griega de Juan de
Damasco (s. VIII),
aunque elaborado sistemáticamente por un intelecto erudito y agudo, fue simplemente una gigantesca
catenae (colección) de materiales. Incluso la homilía de
la época se
aferra más a una base retórica pseudo-clásica, y tiende más a la amplitud externa
que a la interioridad y la profundidad.
Sólo
3 tipos de literatura eclesiástica, que aún no estaban desarrolladas entre el s.
IV, exhiben más tarde un crecimiento independiente. Estos fueron la
poesía eclesiástica (del s. VI), las vidas populares de los santos (del s. VII) y
los escritos místicos (de los s. XI y XII). Las formas clásicas eran insuficientes para expresar el pensamiento
cristiano de la mejor manera, y en varias colecciones de diarios
y epistolarios
espirituales vemos
el alejamiento de las leyes rítmicas del estilo retórico griego, y su
sustitución por la prosa semítica y siríaca.
c.6)
Poetas bizantinos
Romanos
el Melodista[109] fue el
primer bizantino en abrazar la poesía
de
forma especializada (siglo
VI),
con un acentuado acento como principio rítmico. Se trató de una
poesía compuesta a partir de una métrica basada en la escansión cuantitativa y
tonal, en armonía con la última poética siria y con el carácter evolutivo de la lengua
griega.
Pero
la
poesía bizantina no permaneció mucho tiempo en el alto nivel al que la había
elevado Romanos, y el himno Akathistos (de autoría desconocida)
del siglo VII, una especie de Te Deum en alabanza a la
madre de Dios,
es el último gran monumento de la poesía antigua bizantina, con numerosos imitadores
hasta hoy día.
El
rápido declive de la himnología bizantina comenzó en el
siglo VIII,
cuando los sentimientos poéticos empezaron a estar sofocados por el formalismo clásico que sofocaba toda vitalidad. La
sobrevaloración de la técnica en los detalles destruyó el sentido de la
proporción en el todo, y ésta parece ser la única explicación para los
llamados cánones de Andrés de
Creta. Mientras que un canon era una combinación de varios himnos o cánticos
(generalmente 9, de 3 o 4 estrofas cada uno), el Gran
Canon de Andrés contaba con 250 estrofas, como una “idea única que se
convertía en arabescos serpenteantes”.
En
los siglos
IX y X
la
artificialidad pseudo-clásica encontró un representante aún más avanzado en Juan
de Damasco, que
tomó como modelo a Gregorio de Nacianzo a la hora de reintroducir el
principio de cantidad en la poesía. La poesía
quedó así reducida a una mera trivialidad, lo que derivó en un declive total de la himnología
bizantina y en el nacimiento del humanismo pagano. En
el siglo
XI Miguel
Psellos comenzó a parodiar los himnos de la Iglesia, una práctica que
echó raíces en la cultura popular. Y los poemas didácticos tomaron esta
forma sin ser considerados blasfemos.
El
drama religioso prosperó a duras penas en la poesía bizantina. Fue el
caso del Sufrimiento
de Cristo del siglo
XII,
con 2.640 versos de los que 1/3 estaban tomados de la antigua dramática
(principalmente de la de Eurípides),
y en los que su personaje principal María recitaba versos de la Electra de Sófocles,
de la Medea
de Eurípides o del Prometeo de Esquilo. Se componían así lamentaciones
con escenas efectivas (las que precedían a la crucifixión), son descritas por
mensajeros que van dando informes sobre el descenso de la cruz, el lamento de María y la aparición de Cristo.
Entre
la poesía bizantina de los siglos
XIII al XV se encuentra
la forma del poema teológico-didáctico, como se ve en el Hexaemeron de Jorge Pisides, un himno enérgico
sobre el universo y sus maravillas (los seres vivos). Tomado
como un todo, resulta una poesía convencional, y tan sólo la descripción de los
animales revela algo de habilidad epigramatista, y el don de la observación afectuosa del amante de la naturaleza.
c.7)
Hagiógrafos bizantinos
Florecieron desde el s.
VI
hasta el s. XI, como una especie de literatura desarrollada a partir de los
antiguos martirologios y destinada al gusto de las clases populares, a
través de las biografías de los grandes ejemplos
de vida monástica. Desgraciadamente,
su lenguaje retórico contrastó violentamente con la sencillez de sus contenidos, por lo que el
principal valor de esta literatura fue el histórico.
Entre
sus
representantes más
importantes, destaca Cirilo de
Scitópolis, cuyas biografías de santos y monjes se distinguían por la fiabilidad
de sus hechos y fechas. De gran interés también fueron las aportaciones
de Leoncio de Chipre[110],
por su contenido ético y por aportar unas descripciones nos traen a la
vista las costumbres e ideas de las clases bajas de Alejandría.
Entre
sus obras
más importantes, el romance Barlaam y Joasaph fue la principal
de las hagiografías bizantinas[111],
ilustrado por la
experiencia de un príncipe indio (Joasaph) que es llevado por un ermitaño (Barlaam)
a abandonar las alegrías de la vida y a renunciar al
mundo. El material de la historia es originalmente indio (de hecho, budista),
aunque la versión bizantina se originó
en el Monasterio de Sabas a mediados del s. VII. No obstante, no circuló
ampliamente hasta el s. XI, cuando se dio a conocer en toda Europa occidental
a través de una traducción latina.
c.8)
Ascéticos y místicos bizantinos
La
concepción ascética de la vida estaba fuertemente incrustada en el carácter bizantino, y
se vio fortalecida por el alto desarrollo de las instituciones monásticas. Este
último, a su vez, produjo una amplia literatura ascética, aunque sin
profundizar en el ascetismo de su gran exponente Basilio de
Cesarea (siglo
IV). Menos
cultivados, pero de excelente calidad, fueron los escritos místicos bizantinos,
cuyo auténtico fundador fue Máximo
el Confesor (siglo
VII)
con su profundización en el neoplatonismo cristiano[112]
y los recursos especulativos y originales de la
cristología ortodoxa.
Los
escritores místicos bizantinos se diferenciaron por su actitud hacia las ceremonias
eclesiásticas (a las que se adherían implícitamente), en las que
veían un profundo símbolo de la vida
espiritual y nunca un intento de desplazar la
vida interior por la exterior. Fue el caso de Simeón
el Nuevo Teólogo (siglo
X), que
observó estrictamente
las reglas ceremoniales de la Iglesia, considerándolas como
un medio para alcanzar la perfección ética. No obstante, la obra principal
de Simeón fue una colección de piezas (en prosa) e himnos (en verso) sobre la comunión
con Dios[113].
Del alumno igualmente distinguido de Simeón,
Nicetas Stethatos (siglo
XI), sólo necesitamos decir que se deshizo de la actitud panteísta
de su maestro. Hasta llegar al último gran místico bizantino, Kavasilas de
Salónica (siglo
XIV),
que revivió la enseñanza de Pseudo Dionisio y cuyo plan de
su obra principal (la Vida en Cristo) exhibe una completa
independencia de todos los demás mundos, y carece de paralelo en el ascetismo
bizantino.
c.9)
Legado de la cultura bizantina
La
supremacía de la concepción romana gubernamental nunca desapareció en
Bizancio. Y si eso lo sumamos al
sometimiento de la Iglesia al poder estatal (y viceversa), nos encontramos con
el primero de los legados bizantinos: el eclesiasticismo
gubernamental,
lo que sin duda acabó generando fricciones con la Iglesia Romana (que
se había mantenido relativamente independiente de los poderes estatales).
El
griego sí que eliminó fulminantemente al latín como idioma oficial bizantino,
constituyendo las Novelas de Justiniano I el último
escrito latino en Bizancio. Ya en el s. VII el idioma griego
era hablado por toda la población del Imperio bizantino, y en el s. XI
era tan supremo que tuvo que aceptar, para no suplantar, otros numerosos
idiomas
hablados por las provincias imperiales.
El
Imperio bizantino dividió mentalmente Occidente en dos partes: la germánica
(o romana) y la eslava (o griega), y tal fue la separación
occidental
que hizo de ambas[114],
que a partir de ahí vinieron todas las diferencias etnográficas,
lingüísticas,
eclesiásticas e históricas entre ellas. Por otra parte, eso permitió que la Rusia imperial,
y los Balcanes, y el
Imperio Otomano, fueran sus herederos directos, y no la civilización
romana occidental (que había sido su cuna de nacimiento).
Indirectamente,
el Imperio bizantino transmitió al mundo europeo su deseo
de renacer,
desde unos continuos renacimientos bizantinos (el macedónico, el
commeno, el paleólogo...) que enseñaron a los europeos a rescatar los
tesoros del mundo clásico, a través de los italianos que iban y
venían de Constantinopla. Eso sí, Bizancio renació a su mundo
clásico griego, mientras Italia y Europa renacieron a su mundo clásico
romano.
La
cultura bizantina tuvo una influencia directa en
la música y poesía
oriental, aunque esto
sólo fuera en el período más
temprano (hasta el s. VII) y aunque sólo pudiera sobrevivir su Digenes
Akritas[115]. La
cultura bizantina tuvo, en definitiva, un impacto definitivo en el Cercano Oriente,
especialmente entre los persas y los árabes.
Mercabá,
1 septiembre 2022
Artículos de Cultura y Sociedad
_________
[1]
cf.
Gouma
Peterson, T; Anne Komnene and her Times,
ed. Routledge, Wallingford
2000, p. 15.
[2]
cf. Comneno, A; Alexiada, Pref, 3.
[3]
cf. Treadgold, W; The
Middle Byzantine Historians, ed. Palgrave McMillan, Basingstoke
2013, pp. 360-361.
[4]
cf. Comneno, A; Alexiada, XIV, 7.
[5]
cf. Treadgold, W; op.cit, p. 362.
[6]
cf. Comneno, A; Alexiada, pref, 1.
[7]
cf. Gouma Peterson, t; op.cit, p.
7.
[8]
cf. Comneno, A; Alexiada, XV, 8.
[9]
cf. Comneno, A; op.cit, X, 2.
[10]
cf. Ibid, XIV, 8.
[11]
cf. Obolensky, D; The
Byzantine Commonwealth:
Eastern Europe 500-1453,
ed. Praeger Publishers, Nueva York 1971, cap. 9.
[12]
cf. Comneno, A; Alexiada, V, 8-9.
[13]
cf. Comneno, A; op.cit, X, 1-2.
[14]
cf. Ibid, XIV, 8-9. [15]
cf. Ibid, XV, 8-10. [16]
cf. Ibid, V, 2.
[17]
cf. Brehier, L; Vie
et Mort de Byzance, ed. Albin Michel, Malvezie 1969, p. 241.
[18]
cf. Ostrogorski, G; Historia
del Estado Bizantino, ed. Akal, Madrid 1977, p. 382.
[19]
cf. Comneno, A; Alexiada, III, 9; IV, 1-3.
[20]
cf. Comneno, A; op.cit, XI, 5-6.
[21]
cf. Ibid, X, 5-6. [22]
cf. Ibid, X, 8; VI, 14. [23]
cf. Ibid, VI, 14; X, 8; XIII, 6. [24]
cf. Ibid, XI, 1.
[25]
cf. Gouma Peterson, T; op.cit, p. 9.
[26]
cf. Comneno, A; Alexiada, I, 10-11.
[27]
cf. Comneno, A; op.cit, III, 7.
[28]
cf. Ibid, III, 3.
[29]
Véase, por ejemplo, su descripción del carnero que se usó para derribar los
muros de Dirraquio (Alexiada, XIII, 3), su explicación de la doctrina maniquea
(Alexiada, XIV, 8) o cómo el emperador ALEJO I DE BIZANCIO usa un eclipse solar para
aterrorizar a los escitas (Alexiada, VII, 2.).
[30]
cf. Krumbacher, K; Byzantinische
Zeitschrift, vol. VI, ed. Forgotten Books, Jahrgang 1897, p. 276.
[31]
cf. Vasiliev, A; History
of the Byzantine Empire (324-1453), ed. Wisconsin University Press,
Wisconsin 1952, p. 490.
[32]
cf. Treadgold, W; op.cit, p.354.
[33]
cf. Comneno, A; Alexiada, pref, 2; XIV, 7; XV, 3.
[34]
cf. Comneno, A; op.cit, pref, 2; XIV, 7.
[35]
cf. Ibid, XV, 3.
[36]
cf. Zonaras, Epitome, XVIII, 24. 8-11.
[37]
cf. Comneno, A; Alexiada, VI, 11 (comparad con XII, 8, XIII, 6 y XV,
6).
[38]
cf. Comneno, A; op.cit, V, 7; VI, 1; VI, 8.
[39]
cf. Treadgold, W; op.cit, pp. 370-371.
[40]
cf. Comneno, A; Alexiada, IV, 2 (Venecia); XIV, 8 (Filipópolis).
[41]
cf. Comneno, A; op.cit, XV, 11. Consulta que hace ANA COMNENO a los médicos que trataron a su
padre, y al emperador moribundo.
[42]
cf. Comneno, A; Alexiada, III, 9; IV, 5; IX, 1.
[43]
cf. Comneno, A; op.cit, II, 8; VIII, 7.
[44]
cf. Ibid, III, 6-7 (la crisobulla); XIII, 12 (el tratado).
[45]
cf. Howard Johnson, J; East
Rome, Sasanian Persia and the end of Antiquity, ed. Varorium
Collected Studies, Oxford 1996, p. 296.
[46]
cf. Comneno, A; Alexiada, pref, 3; II, 1.
[47]
cf. Treadgold, W; op.cit, p.
374.
[48]
cf. Gouma Peterson, T; op.cit, pp. 6-7.
[49]
Algunos ejemplos: Orestes y
Pilades (Alexiada, II, 1); Apeles y
Fidias,
renombrados escultores griegos como POLICLETO (Alexiada, III, 3),
personajes mitológicos como GORGONA (Alexiada,
III, 2); Platon y Proclo,
Porfirio, Jamblico y
Aristoteles (Alexiada, VI, 9); Nino I de
Asiria (Alexiada, XIV, 2).
[50]
Algunos ejemplos sólo del libro I:
-“resulta
menos dura si se viaja despacio” de EurIpides
(Electra, 140);
-“anduvo a tientas en la oscuridad” de AristOfanes
(Nubes, 192);
-“partió su
espada en tres o cuatro pedazos” de Homero
(Iliada, III, 363);
-“retendré mis lágrimas
y mi marido para lugares más adecuados” de Demostenes
(CCXXXIV,
14);
-“dieron rienda suelta a su lengua desenfrenada” de Homero,(Ilíada,
XIV, 4).
[51]
cf. SOfocles, Ajax, 646.
[52]
cf.
EurIpides, Hécuba, 518.
[53]
cf. Gouma Peterson, T; op.cit, p. 8.
[54]
cf Comneno, A; Alexiada, XIV, 7.
[55]
Cruzando el río Vardar (Alexiada, I, 7).
[56]
Colocando su ejército de modo que el enemigo tenga el sol en los ojos (Alexiada,
VIII, 1).
[57]
cf. Comneno, A; Alexiada, X, 4.
[58]
cf. Comneno, A; op.cit, XIV, 7.
[59]
cf. Ibid, VI, 3. [60]
cf. Ibid, VI, 2. [61]
cf. Ibid, VI, 4-5. [62]
cf. Ibid, X, 1. [63]
cf. Ibid, XV, 8. [64]
cf. Ibid, XI, 5. [65]
cf. Ibid, XIII, 10. [66]
cf. Ibid, XV, 6. [67]
cf. Ibid, XV, 7. [68]
cf. Ibid, XI, 4. [69]
cf. Ibid, XV, 8.
[70]
Un
BRIENIO que del Comneno dice que “fue
un hombre que superó a todos sus contemporáneos por su belleza, su
inteligencia superior y la elegancia de su lenguaje. Verlo o escucharlo era
un puro placer. La gracia de sus facciones y la belleza de su rostro habrían
convenido no sólo a un rey como dice el refrán, sino incluso a alguien más
poderoso, verdaderamente, a un dios” (cf. Ibid, pref, 3-4).
[71]
Un patriarca COSME DE CONSTANTINOPLA del que Comneno dice que “era verdaderamente un hombre santo y pobre,
practicando todas las facetas del ascetismo en la imagen de los padres de antaño
que habitaron en los desiertos o en las montañas. También estaba dotado
del don de la profecía y en varias ocasiones había predicho cosas diferentes
que se habían cumplido; en una palabra, era un modelo que podía servir de
ejemplo a la posteridad”
(cf. Ibid, II, 12).
[72]
Una ANA DALASENO de la que Comneno dice que “mi abuela era tan sabia y hábil en gobernar y ordenar un estado que no solo
podría haber administrado el Imperio Romano, sino cualquier otra tierra sobre
la que sale el sol. Era una mujer de experiencia que conocía la naturaleza
de las cosas, cómo empezaba todo, las preguntas que había que hacerse sobre
ellas, qué fuerzas se destruían mutuamente y cuáles, por el contrario, podían
reforzarse entre sí. Tenía muchas ganas de escribir lo que había que
hacer y lo hizo inteligentemente. Y no sólo gozaba de tal agudeza
intelectual, sino que la fuerza de su discurso igualaba a la de su inteligencia,
pues era una oradora nata, sin caer en verborrea ni en discursos interminables. Y
siempre consciente de su tema” (cf. Ibid, III, 7).
[73]
Una IRENE DUCAS de la que Comneno dice que “era como una planta joven
que florece; sus miembros y rostro eran de perfecta simetría, anchos donde
era necesario y estrechos también. Era tan agradable de ver y escuchar que
los ojos y los oídos nunca parecían tener suficiente de su presencia, que tal
persona existió alguna vez como la describen los poetas y escritores del
pasado, no lo sé; pero sólo puedo repetir lo que a menudo he oído decir
de ella, a saber, que cualquiera que pretendiera que la emperatriz se parecía a
una Atenea que asumió una forma mortal o que había descendido del cielo con
una gracia celestial y un esplendor inaudito no sería lejos de la verdad”
(cf. Ibid, III, 3).
[74]
Una MARIA ALANIA de la que Comneno dice que “era de estatura esbelta como un ciprés; su piel era tan blanca como la
nieve, y aunque su cara no era perfectamente redonda, su tez era exactamente la
de una flor de primavera o una rosa. ¿Y qué mortal podría hacer justicia
al resplandor de sus ojos? Sus cejas estaban bien definidas en un rojo
dorado mientras que sus ojos eran azules. Muchos pintores han logrado
capturar los colores de las diversas flores que nos traen las estaciones, pero
la belleza de esta reina, la gracia que irradiaba de ella y el encanto de sus
modales superaban cualquier descripción y cualquier forma de arte”
(cf. Ibid, III, 2).
[75]
cf. Treadgold, W; op.cit, p. 378.
[76]
Un GUISCARDO del que Comneno dice que “era de ascendencia normanda, de origen
incierto, de carácter tiránico, de temperamento astuto, valiente en la acción,
muy astuto para atacar la riqueza y el poder de los grandes, sin vacilar ante
nada para lograr su objetivo y sin retroceder ante ningún obstáculo para
alcanzarlo. Después de dejar su hogar, vagó por las colinas y cuevas de
Lombardía como líder de una banda de saqueadores, atacando a los viajeros para
robarles sus caballos, así como sus posesiones y armas. De modo que los
primeros años de su vida estuvieron marcados por derramamientos de sangre y
numerosos asesinatos” (cf. Comneno, A; Alexiada, I,
10-11).
[77]
Un BOHEMUNDO del que Comneno dice que “era como oruga y
saltamonte; porque nada se le escapaba, y si algo se le escapaba a
alguien, él lo agarraba inmediatamente y lo devoraba” (cf. Comneno, A; op.cit, I,
13).
[78]
Un papa GREGORIO VII del que Comneno dice que “sus gestos pretendían hacerlo el presidente de todo el mundo,
como afirman y creen los latinos. Este papa, por lo tanto, al mostrar tal
insolencia hacia los embajadores y enviarlos de regreso a su rey en el estado
que he mencionado, provocó una guerra muy grande”. Véase en particular el pomposo mensaje enviado por
Hugo de Vermandois al emperador antes de su partida de Francia sobre cómo el
emperador le recibiría a su llegada (Alexiada, X, 7) o la negativa de los
Condes de
Flandes a seguir el itinerario propuesto por el emperador (Alexiada, XI, 8).
[79]
cf. Comneno, A; Alexiada, XIV, 4.
[80]
cf. Comneno, A; op.cit, pref, 3.
[81]
cf. Ibid, pref, 5.
[82]
cf. Treadgold, W; op.cit, p. 367.
[83]
Fenómeno por el que la cultura bizantina estuvo marcada, durante más
de 1.000 años, por un digloso entre dos formas diferentes de la misma
lengua, según el propósito para el que se utilizase (el diplomático o el
popular).
[84]
El cual, a nivel militar, era mucho más poderoso que el Oriente.
[85]
Como se ve en:
-PROCOPIO (s. VI), que modeló su trabajo a través de
POLIBIO,
-Brienio
(s. XI) y Cinnamo (s. XII),
que emularon a
Jenofonte en su dicción,
-Gregoras (s. XIII), que tomó como modelo a Platon,
-LeoN EL Diacono (s. X) y
Paquimeres (s. XIV),
que optaron por emular a Homero.
[86]
Como Procopio, Agatias, Evagrio
y Ataliates.
[87]
Como Cinnamo, Acominato, PaQUImeres y CalcondIles.
[88]
Como Brienio, Acropolites y FRantzes.
[89]
Como Constantino VII
Porfirogeneta y Juan VI
Cantacuzeno.
[90]
Tales como Herodoto, Tucidides, Jenofonte,
Polibio...
[91]
Adquirida de Tucidides.
[92]
Con total eliminación de la tradición
helenística.
[93]
Una Cronografía de AFRICANO sin conexión con personas de distinción y sin
contacto con el gran mundo, que seguía modelos limitados dentro de su propia y
estrecha esfera de acción.
[94]
Al
igual que lo había sido su padre SERGIO DE CONSTANTINOPLA, de la 1ª
cuadrilla de profesores universitarios.
[95]
Al
no dudar FOCIO en romper con el papado romano.
[96]
Como los de Luciano y Heliodoro.
[97]
De ciencia política, sobre todo.
[98]
La influencia
ennoblecedora de los modelos áticos de Psellos marca sus discursos y especialmente sus
oraciones funerarias; que entregado a la muerte de su madre muestra una
profunda sensibilidad. Psellos tenía un temperamento más poético que
Focio, como muestran varios de sus poemas, aunque se deben más a la fantasía
satírica y la ocasión que al profundo sentimiento poético. Aunque Psellos exhibe más habilidad formal que creatividad, sus dotes brillaron en una
época particularmente atrasada en la cultura estética. La libertad
intelectual de los grandes eruditos (polyhistores), tanto eclesiástica como
secular, de los siglos siguientes sería inconcebible sin el triunfo de Psellos
sobre la escolástica bizantina.
[99]
En la que PSELLOS fue
abogado, profesor, monje,
funcionario imperial y primer ministro, de forma sucesiva.
[100]
En la que PSELLOS fue
igualmente hábil y armoniosamente polifacético:
-en la
naturaleza pulida y dócil de su labor cortesana,
-en el elegante estilo platónico de
sus cartas y discursos.
[101]
Como
se ve en su extensa correspondencia, que proporciona infinidad de
material ilustrativo sobre su carácter personal y literario.
[102]
Como
Blemides e Hirtakenos.
[103]
El más
importante de los tres, escribiendo
comentarios eruditos sobre Homero y Pindaro junto con obras
originales que son sinceras, valientes y controvertidas, con la intención de
corregir todos los males. En una de sus obras ataca la corrupción y el
estancamiento intelectual de la vida monástica de la época; en otra polémica,
ataca la hipocresía y la fingida santidad de su tiempo; en un tercero
denuncia la presunción y la arrogancia de los sacerdotes bizantinos.
[104]
El
retórico
Italico, más tarde obispo, ataca la principal debilidad de la
literatura bizantina, la imitación externa; esto lo hizo al recibir una
obra de un patriarca, que no era más que una colección desordenada de
fragmentos de otros escritores, tan mal ensamblados que las fuentes eran
inmediatamente reconocibles.
[105]
El
alumno y amigo de Eustacio, MIGUEL Acominato, arzobispo de
Atenas y hermano del historiador Nicetas
Acominato. Su discurso
inaugural, pronunciado en la Acrópolis, exhibe tanto una profunda erudición clásica
como un gran entusiasmo a pesar de la decadencia material y espiritual de su época. Estas
lamentables condiciones lo impulsaron a componer una elegía, famosa por única,
sobre la decadencia de Atenas, una especie de apóstrofo poético y anticuario a
la grandeza caída.
Sus
oraciones fúnebres sobre Eustacio y su hermano
Nicetas, aunque más
prolijas y retóricas, todavía evidenciaban una disposición noble y un
sentimiento profundo. Miguel, como su hermano, siguió siendo un opositor
fanático de los latinos. Lo habían llevado al exilio en Ceos,
desde donde dirigió muchas cartas a sus amigos ilustrando su carácter. Estilísticamente
influenciado por Eustacio, su dicción, por lo demás clásica, sonaba como una
nota eclesiástica.
[106]
Con MetoQUites y Planudes llegamos a los eruditos universales (polyhistores)
de la época de los paleólogos. El primero muestra su humanismo en el uso
del hexámetro, el segundo en su conocimiento del latín; ambos de los
cuales son desconocidos en Bizancio y presagian una comprensión más amplia de
la antigüedad. Ambos hombres muestran un fino sentido de la poesía,
especialmente de la poesía de la naturaleza. Los metoquitas compusieron
meditaciones sobre la belleza del mar; Planudes fue el autor de un largo
idilio poético, un género poco cultivado por los eruditos bizantinos.
[107]
Mientras
que MetoQUites fue un pensador y poeta,
Planudes fue principalmente un imitador
y compilador. Metoquites fue más especulativo, como muestra su colección
de misceláneas filosóficas e históricas; Planudes fue más preciso, como
prueba su preferencia por las matemáticas. El progreso contemporáneo de
la filosofía estaba en un punto en el que Metoquites podía atacar abiertamente
a Aristoteles. Se ocupa más francamente de las cuestiones políticas,
como su comparación de la democracia, la aristocracia y la monarquía. Si
bien su amplitud de interés fue grande, la cultura de Metoquites se basa
completamente en una base griega, aunque Planudes, por sus traducciones del latín
(de Catón, Ovidio, Cicerón, César y Boecio), amplió
enormemente el horizonte intelectual oriental.
[108]
Esta
inclinación hacia Occidente es más notable en Gregoras, el gran
alumno de Metoquites. Su proyecto de reforma del calendario lo sitúa entre
los intelectos modernos de su tiempo, como se comprobará si alguna vez se sacan
a la luz sus numerosas obras en todos los dominios de la actividad intelectual. Sus
cartas, especialmente, prometen una rica cosecha. Su método de exposición
se basa en el de Platon, a quien también imitó en sus discusiones eclesiástico-políticas,
por ejemplo, en su diálogo Florencio (o De la Sabiduría). Estas
disputas con Barlaam trató la cuestión de la unión de las iglesias, en
la que Grégoras tomó parte del unionista. Esto le trajo amarga hostilidad
y la pérdida de su vida docente; se había ocupado principalmente de las
ciencias exactas, por lo que ya se había ganado el odio de los bizantinos
ortodoxos.
[109]
Sirio de ascendencia judía, que fue cristianizado a muy temprana edad y
que pronto fue a Constantinopla, donde se convirtió en diácono de Santa
Sofía, y donde se dice que desarrolló por 1ª vez su don para escribir
himnos.
[110]
Especialmente su Vida
del patriarca Juan y su Eleemosynarius de Alejandría, ésta última
describiendo a un hombre que, a pesar de sus peculiaridades, intentó
honestamente “realizar un cristianismo bíblico puro, de amor
abnegado”.
[111]
Como
obra elevada a literatura universal, a forma de Cantar de los Cantares de la ascesis
cristiana.
[112]
Tal como se encuentra en PSEUDO
DIONISIO.
[113]
De forma similar a los principales místicos alemanes de su época, en su
tendencia hacia el panteísmo.
[114]
Pues
la germánica no era civilización suya, y la eslava sí.
[115]
La más famosa de sus canciones acríticas, y a menudo
considerada como el único poema épico superviviente del Imperio
bizantino.
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