GUERRA Y PAZ

 

Obra cumbre de la literatura rusa,

escrita bajo la pluma del místico Tolstoi

 


Clasicismo zarista ruso, en continuo contraste con el belicismo ilustrado francés

Madrid, 1 enero 2024
Manuel Arnaldos, historiador de Mercabá

          Guerra y Paz es la obra maestra de la literatura rusa, escrita por Tolstoi de 1865 a 1869 sobre el fondo de grandes acontecimientos históricos (las Guerras Napoleónicas) tenidos lugar de 1805 a 1812. Para describir dichos acontecimientos, el escritor se pone en la piel de cinco familias rusas, desde las cuales se van describiendo, y van tomando sentido, los acontecimientos. De hecho, el propio Tolstoi se deja entrever a través de uno de los personajes (Pierre Bezujov), como forma de implicarse implícitamente en la obra.

          Es difícil igualar la profundidad y grandeza de este relato, que discurre tanto en los salones de San Petersburgo como en las cárceles de Moscú, en majestuosos palacios como en los campos de batalla. La gran cantidad de acciones y detalles, la multitud de personajes, o el minucioso procesamiento de los hechos históricos, hacen de Guerra y Paz uno de los clásicos de la literatura universal. ¿Novela épica o poema dramático? ¿Y crónica histórica? Leamos y disfrutemos Guerra y Paz, a través de aquel místico ruso llamado León Tolstoi.

a) Contexto de Guerra y Paz

          A través de 1.800 páginas, la novela épica de Tolstoi presenta el periodo de 1805 a 1812 (las Guerras Napoleónicas en Rusia, con la campaña rusa en Prusia, batalla de Austerlitz, campaña francesa en Rusia, batallas de Schongraben, Smolensk, Borodino... o la toma e incendio de Moscú) desde el punto de vista de varias familias rusas (de Moscú y San Petersburgo, principalmente) desde las cuales el lector se va enterando de los acontecimientos que van ocurriendo, en una alternancia rítmica de guerra y paz.

          Junto a personalidades famosas de la época (Napoleón, zar Alejandro I...), Tolstoi va insertando otra serie de personajes (anónimos o ficticios) que nos vienen a decir que la historia nunca podrá ser impuesta por cualquier personaje de turno (ni siquiera Napoleón), sino por la voluntad general de la mayoría. Cada individuo no tiene poder sobre su propio destino, viene a decir Tolstoi, y al final la realidad particular de cada uno dependerá del devenir de muchos otros.

          A través de la epopeya y el aprendizaje, la estrategia y la humanidad, la traición y el amor, los infortunios y alegrías, Tolstoi va impulsando sus complicados hilos argumentales, combinando hábilmente los acontecimientos históricos con los destinos individuales, y las diferentes cosmovisiones políticas con la precisa sociedad de cada momento.

          Tiene Guerra y Paz la fuerza de un gran poema dramático, pero también el ritmo avasallador de la historia y la más honda meditación sobre el misterio del hombre y su destino. En definitiva, el autor describe la búsqueda de la felicidad humana, y el equilibrio interno de los actores sociales. No hay más misterio ni más destino que ése: el que los propios hombres de todas las clases, conjuntamente y entre sí, se han ido dando.

b) Contenido de Guerra y Paz

          Guerra y Paz consta de 5 libros (4 y 1 epílogo) y un total de 361 capítulos, de los cuales 337 son narrativos (de los acontecimientos) y 24 filosóficos (con comentarios y puntos de vista del autor). En general, la obra narra los acontecimientos históricos de 1805 a 1812 (las Guerras Napoleónicas en Rusia), pero lo hace a través de la leyenda novelada de cinco familias rusas: los Rostov, los Bezujov, los Kuragin, los Bolkonsky y los Drubetsky. Los personajes principales son:

          1º Los Rostov, de Moscú:

-conde ILIA, padre de familia de los Rostov. Se trata de un desesperado con las finanzas, y generoso hacia los demás hasta el extremo. Como resultado, los Rostov nunca tienen suficiente efectivo, a pesar de tener muchas propiedades;
-condesa
NATALIA, esposa del conde Ilia, frustrada por el mal manejo de las finanzas de su marido, y siempre decidida a que sus hijos tengan éxito en cualquiera de sus empresas;
-condesa
VERA, hija mayor de Rostov;
-conde
NIKOLAI, hijo mayor de Rostov, también conocido como Nikolenka y uno de los personajes principales de la obra, al representar los valores masculinos (valentía, honor, trabajo...) de la familia Rostov, sobre todo en los momentos más difíciles;
-condesa
NATASHA, hija menor de Rostov, la cual es presentada como
bonita y llena de vida, romántica, impulsiva y muy nerviosa. Es una consumada amante de la vida social, así como de patinar, cantar y soñar, hasta que las heridas de la vida corten sus sueños adolescentes;
-conde
PETIA, hijo menor de Rostov, que trata de emular a su hermano Nikolai en los valores familiares;
-Adolf BERG, un joven oficial alemán, que desea ser como todos los demás y se casa con Vera;
-prima
SONIA, huérfana de padre y madre, y prima de Vera, Natasha, Petia y Nikolai (del que está enamorada), que nunca se separa de la familia Rostov.

          2º Los Bezujov, de Moscú:

-conde KIRIL, padre de familia de los Bezujov, tremendamente rico y tutor de una docena de hijos ilegítimos (como las Mamontov);
-conde
PIERRE, hijo mayor de Bezujov. Es el personaje central de la obra, y el prototipo de las propias luchas de Tolstoi, al resultar socialmente incómodo. Se trata de un forzudo y noble gentilhombre, que se forma en el extranjero y regresa a Rusia como un inadaptado. Su inesperada y acaudalada herencia lo convierte en socialmente deseable, pero él prefiere invertirla en bien de los demás.

          3º Los Kuragin, de San Petersburgo:

-príncipe VASILI, padre de familia de los Kuragin. Se trata de un hombre despiadado que está decidido a casar a sus hijos para sacar dinero a cualquier precio, y que cambia de bando según los acontecimientos;
-princesa
ELENA, hija mayor de Kuragin. Se trata de una mujer hermosa y sexualmente atractiva, que tiene muchas aventuras, incluida una (se rumorea) con su hermano Anatole y otra con varios oficiales a la vez;
-príncipe
ANATOLE, hijo mayor de Kuragin. Se trata de un inmoral buscador de placeres que está casado en secreto, pero que lo oculta e intenta fugarse clandestinamente con Natasha Rostova;
-príncipe
HIPOLITO, hijo menor de Kuragin, y quizás el más tonto de los tres hermanos.

          4º Los Bolkonsky, de Montes Calvos:

-príncipe NIKOLAI, padre de familia de los Bolkonsky. Se trata de uno de los grandes de Rusia, que es respetado por las altas esferas y que ha recibido todo tipo de condecoraciones. No obstante, su brusco carácter exterior le hace ser insensible a las necesidades emocionales de sus hijos;
-princesa 
MARIA, hija de Bolkonsky. Se trata de una mujer piadosa, cuyo padre intentó darle una buena educación. No puede presumir de una belleza radiante, pero es una persona de elevados valores morales y de gran capacidad de sacrificio;
-príncipe
ANDREI, hijo de Bolkonsky. Se trata de otro de los personajes centrales de la obra, y el prototipo de los valores masculinos (tenacidad, reflexión, inteligencia...) de la familia Bolkonsky
, sobre todo a la hora de la verdad;
-Meinena LISA, esposa de Andrei, también llamada princesita, o de soltera Lisa Meinen;
-Amalia BOURIEN, muchacha francesa que vive con los Bolkonsky, como amiga confidente de la princesa Maria y luego como protegida del viejo príncipe Nikolai.

          5º Los Drubetsky, de Moscú:

-princesa ANNA, madre de familia de los Drubetsky. Se trata de una viuda joven y empobrecida, que no sabe qué hacer para enrolar a su único hijo en la carrera aristocrática;
-príncipe
BORIS, hijo de Drubetskaya. Se trata de un joven pobre que se ve impulsado por la ambición, que trepa a expensas de sus amigos y benefactores, y que se casa con Julie Karagina por dinero.

          Otros personajes destacados son:

-Anna Pavlovna SCHERER, anfitriona del salón que alberga gran parte de la acción en San Petersburgo, y que reúne en torno a así a la facción más patriótica de la ciudad. También ayuda a trapichear sentimentalmente, aunque nunca faltando el respeto a ninguno de sus invitados, ni perder la neutralidad;
-Fiodor
DOLOJOV, un oficial frío del ejército, que hace a los demás contraer deudas (de juego) y que propone sin éxito matrimonio a Sonia Rostova. También se rumorea que tuvo una aventura con Elena Kuragina, y que sostiene económicamente a su pobre madre (Maria IVANOVA) y a su hermana jorobada (FEDIA);
-
Maria AKROSIMOVA, señora mayor de la alta sociedad moscovita, de buen humor pero brutalmente honesta, y amiga hasta la muerte de los Rostov;
-Vasili
DENISOV, superior militar de Nikolai y gran amigo de los Rostov, que propone matrimonio a Natasha Rostova (sin éxito) y nunca se desentiende del destino de los Rostov;
-
JULIE Karagina, amiga de infancia de María Bolkonskaya, y de familia pudiente;
-
BILIBIN, un diplomático con gran reputación en el ejército ruso, que interviene neutralmente en las batallas o en los correos entre soberanos;
-Osip BAZDEYEV,
un masón que convence a Pierre para que se una a su misterioso y mistérico grupo;
-Platon KARATAEV,
el arquetipo del buen campesino ruso, a quien Pierre conoce en el campo de prisioneros de guerra.

          Además, varios personajes históricos de la vida real (como NAPOLEÓN Bonaparte y el general Mikhail KUTUZOV) desempeñan un papel destacado en el libro. El propio abuelo de Tolstoi participó en la batalla de Austerlitz[1], y muchos de los personajes de Tolstoi se basaron en personas reales, de la generación de sus abuelos.

c) Libro I

c.1) Parte 1

          Llegado el verano de 1805, Anna Scherer, dama de honor de la ex-emperatriz de Rusia (Maria Feodorovna, viuda de Pablo I), organiza una recepción social, la cual tiene lugar en el propio salón de Anna Scherer de San Petersburgo:

Anna Pavlovna Scherer, dama de honor muy allegada a la emperatriz María Feodorovna, salía al encuentro, en un día de julio de 1805, de ciertos e importantes personajes cargados de títulos. Las tarjetas de invitación, enviadas por la mañana mediante un lacayo de librea roja, decían indistintamente: "Si vous n’avez rien de mieux a faire, M. le comte (o bien mon prince), et si la perspective de passer la soiree chez une pauvre malade ne vous effraye pas trop, je serai charmée de vous voir chez moi entre 7 et 10 heures. Annette Scherer". Era el suyo un francés selecto (I, I, 1).

Poco a poco iba llenándose el salón de Anna Scherer, que a pesar de sus 40 años se mostraba llena de animación y fervor, e intuición femenina. Llegaba la alta sociedad de San Petersburgo, gente muy diversa en edad y carácter, pero perteneciente al mismo medio (I, I, 2). La velada de Anna Pavlovna estaba en marcha. Los husos trabajaban regularmente en sus distintos lugares y rumoreaban sin cesar (I, I, 3).

          Los invitados a la recepción discuten sobre los últimos avances del monstruo Bonaparte: el asesinato del duque de Enghien, la toma de las repúblicas italianas de Génova y Lucca, la situación de Prusia, Austria... así como la misión de Novosiltsev de mediar entre Francia e Inglaterra:

"Eh bien, mon prince, Génova y Lucca ya no son más que posesiones de la familia Bonaparte. Y le prevengo que, si usted no me dice que vamos a una plena guerra, volverán a permitirse aquí todas las infamias y atrocidades de ese Anticristo, que es como yo lo considero. ¿Se puede estar tranquila en nuestros tiempos, si se tiene corazón? Sólo Rusia puede salvar a Europa, pues Inglaterra nunca comprenderá la altura moral del emperador Alejandro. Él salvará a Europa". Con tales palabras, Anna Scherer salía al encuentro del príncipe Vasili, primero en llegar a su recepción (I, I, 1).

          En la recepción aparecen el príncipe Andrei (Bolkonsky) con su esposa embarazada Lisa, el joven Pierre (el hijo legítimo del rico conde Bezujov), el príncipe Vasili (Kuragin) con su hermosa hija Elena. Kuragin se queja a Scherer de sus hijos: el disoluto Anatole y el estúpido Hipolito. La empobrecida princesa Anna (Drubetskaya) le pide al príncipe Vasili que se encargue de inscribir a su único hijo, Boris, en la guardia:

"¿Y la fiesta del embajador de Inglaterra? Hoy es miércoles y tendré que dejarme ver. Mi hija Elena vendrá a buscarme". El príncipe Vasili hablaba siempre perezosamente, como quien declama su papel en una comedia archisabida, e intentando obtener para su hijo Anatole el nombramiento de primer secretario en Viena, por mediación de la emperatriz Maria (I, I, 1).

Pronto llegó sonriente la hija del príncipe Vasili, la bella Elena, que vestía un traje de baile, con la insignia de dama de honor (I, I, 2). También estaba la joven princesa Bolkonskaya, la menudita Lisa, casada el año anterior y que, por su embarazo, no podía aparecer en las grandes recepciones, aunque seguía frecuentando las pequeñas veladas (I, I, 2). Igualmente había llegado el príncipe Hipolito, hijo del príncipe Vasili y extremadamente feo, con el vizconde francés Mortemart, el abate italiano Morio y muchos otros (I, I, 2).

Poco después de la menuda princesa entró en la sala un joven corpulento, grueso, de cabellos cortos, lentes, calzones claros, según la moda de la época, alto cuello de encaje y frac de color castaño. Aquel joven grueso era el hijo natural de un célebre dignatario en los tiempos de Calalina II, el conde Bezujov, que precisamente entonces estaba a las puertas de la muerte en Moscú. No había ocupado todavía ningún cargo, y volvía del extranjero, donde se había educado; por primera vez tomaba parte en una recepción (I, I, 2).

Al ver entrar a Pierre, el rostro de Anna Scherer reflejó la inquietud y el temor que se experimentan cuando uno se halla ante una cosa enorme y fuera de su sitio. En realidad, Pierre era algo más corpulento que cualquiera de los demás hombres que se hallaban allí; pero el temor de la anfitriona podía deberse solamente a su inteligente mirada de observador franco y tímido a la vez, que lo distinguía de los demás invitados (I, I, 2).

En aquel instante un nuevo invitado entró en el salón. Se trataba del joven príncipe Andrei Bolkonsky, marido de la pequeña princesa. El príncipe Bolkonsky era un joven de talla media, muy agraciado, de enérgico rostro, rasgos secos y muy acentuados. Todo en él era un vivo contraste con su pequeña esposa, llena de vida, desde su mirada cansada y aburrida hasta su paso lento y uniforme. Parecía conocer a todas las personas reunidas en el salón, y esto le fastidiaba tanto que hasta le resultaba muy aburrido mirarlas y escucharlas (I, I, 3).

La señora de mediana edad era la princesa Drubetskaya, perteneciente a una de las mejores familias de Rusia. Pero era pobre, permanecía retirada de la sociedad desde hacía mucho tiempo y había perdido sus antiguas amistades. Había acudido en aquella ocasión sólo para obtener un nombramiento en la Guardia para su único hijo Boris (I, I, 4), el cual obtuvo poco después de parte del emperador, cuando el 10 de agosto lo promovió a subteniente de infantería, y con ello se incorporó a la Guardia en su camino hacia Radzivilov (I, I, 7).

          Después de la recepción, Pierre acude a Bolkonsky, quien lo trata de convencer para que no participe en una juerga que ha organizado en su casa Anatole (Kuragin). Sin embargo va, y la juerga de Anatole en la casa de los Kuragin termina tristemente. Pierre es enviado por el emperador Alejandro I a Moscú, el cabecilla Dolojov es degradado del ejército, y Anatole es expulsado de San Petersburgo:

Los invitados comenzaron a retirarse del salón de Ana Scherer (I, I, 5). Pierre, que desde la entrada del príncipe Andrei no había apartado de él su mirada sonriente y amistosa, se acercó, lo cogió del brazo y le dijo: "Iré a su casa a cenar. ¿Puedo?". "No, no puedes", le dijo el príncipe Andrei (I, I, 3).

Se encaminó Pierre, pues, a casa de Kuragin, junto al cuartel de la Guardia Montada. En el vestíbulo no había nadie; todo era una confusión de botellas vacías, capas y chanclos. Olía a vino y, a lo lejos, se oía rumor de conversaciones y gritos. Pierre se quitó la capa y, creyendo que nadie lo veía, apuraba furtivamente los vasos. De la tercera sala llegaba un gran ruido, risas, gritos de voces conocidas con señoritas de compañía y el gruñido de un oso. Ocho parejas de jóvenes trajinaban junto a la abierta ventana, y otros tres jugaban con un osezno (I, I, 6).

Dolojov estaba apostando con un inglés, Stievens, oficial de marina allí presente, que era capaz de vaciar una botella de ron sentado en una ventana del tercer piso, con las piernas fuera. Dolojov carecía de fortuna, de toda relación social con las altas esferas, pero jugaba a todo y ganaba casi siempre. Y aunque bebía en abundancia, disolutamente, jamás perdía la lucidez de su mente (I, I, 6).

El príncipe Vasili informó de todo ello al emperador. "Se juntaban allí todas las malas compañías", intervino la princesa Anna, que continuó diciendo: "Allí estaba el hijo del conde Vasili. Anatole Kuragin y Dolojov, al parecer haciendo Dios sabe qué cosas". Tras lo cual, el emperador determinó: "A Dolojov degradadlo del ejército, que el hijo de Bezujov sea deportado a Moscú, y en cuanto a Anatole Kuragin, que sea expulsado de San Petersburgo" (I, I, 7).

          En la gran casa de los Rostov en Moscú, en la calle Povarskaya, se celebra la onomástica de la condesa Rostova y su hija menor Natasha (Santa Natalia, el 26 agosto 1805). El hijo mayor, Nikolai, se prepara para ir a la guerra, y por lo visto está enamorado de su prima Sonia. Natasha también quiere amar a alguien, y por eso le pide una conversación franca con Boris (Drubetsky), al tiempo que lo besa. A la onomástica asisten Pierre y Maria Akrosimova, una dama influyente y respetada, dura y categórica en sus juicios. El conde Ilia, para deleite de todos los presentes, baila su baile favorito con su buena amiga Maria Akrosimova:

En el hogar de los Rostov se celebraba el santo de dos Natalias: la madre y la hija menor. Desde la mañana, y sin parar, llegaban y partían numerosas carrozas, con visitantes, a la gran casa (conocida por todo Moscú) de la condesa Rostova, en la calle Povarskaya. La condesa, con su bella hija mayor, recibía en el salón a los visitantes que se iban sucediendo constantemente. Era la condesa una mujer de unos 45 años, de tipo oriental, con el rostro delgado y visiblemente ajada por los numerosos partos, pues había tenido 12 hijos (I, I, 7).

La princesa Anna Drubetskaya se hallaba también en el salón y ayudaba a recibir a los visitantes y a mantener la conversación con ellos (I, I, 7). Los jóvenes estaban en las habitaciones posteriores y no juzgaban necesario participar en la recepción. El conde salía al encuentro de las visitas y las despedía, invitando a todos para comer (I, I, 7).

El conde Ilia había llevado a los hombres a su despacho para enseñarles su colección de pipas turcas. De vez en cuando salía para preguntar: "¿No ha venido?". Esperaban a María Akrosimova, a la que en sociedad moscovita llamaban "el dragón". En el despacho, lleno de humo, se hablaba de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre el reclutamiento (I, I, 15).

La condesa se levantó y avanzó hacia la sala, diciendo en voz alta: "¡Maria Dmitrievna!". "¡La misma!",  respondió una grave voz femenina, y Maria Akrosimova entró en la sala. Todas las señoritas, y hasta las señoras, excepto las de mayor edad, se levantaron. Se detuvo Maria en la puerta, diciendo a la condesa: "Mis felicitaciones a ti, querida, y a tus hijos. Y tú, viejo pecador (dijo, volviéndose hacia el conde, que le besaba la mano), supongo que te aburres en Moscú. ¿Qué tal está un cosaco?". El conde y la recién llegada abrieron la marcha, seguidos de la condesa, del brazo de un coronel de húsares (I, I, 15).

          El rico conde Kiril (Bezujov) está al borde de la muerte en su casa de Moscú, tras haber sido golpeado varias veces, y pide al príncipe Vasili, pariente de su esposa, que le traiga a Pierre, el más querido de sus hijos. El príncipe Vasili y las tres princesas Mamontov temen que la herencia de Bezujov pase a manos de Pierre. Habiendo descubierto en qué dirección sopla el viento, la princesa Drubetskaya fue a buscar a Pierre (que en ese momento estaba en casa de los Rostov) y lo llevó a casa del conde Kiril. Una vez llegados allí, la princesa Anna le arrebata por la fuerza el maletín a la princesa Mamontova, que contiene la carta del conde al emperador, pidiéndole que reconozca a Pierre como su hijo legítimo. De repente, Pierre se convierte en conde, y una de las personas más ricas de Rusia:

La princesa Anna Drubetskaya terció en la conversación de los Rostov, deseando hacer notar su conocimiento de los asuntos mundanos: "Ya conoce la reputación del conde Kiril. Ni él mismo sabe los hijos que tiene, pero Pierre es su predilecto, de manera que a su muerte nadie sabe a quién irá a parar tan enorme fortuna, a Pierre o al príncipe Vasili. En total, 40.000 siervos y varios millones de rublos". A lo cual replicó una visitante a la casa Rostov: "El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene en viaje de inspección, pero en realidad ha venido para estar al lado del príncipe Kiril" (I, I, 7).

"Mon cher Boris", dijo la princesa Anna cuando el coche de la condesa Rostova que los conducía hubo cruzado la calle cubierta de paja y entraba en el amplio patio del conde Kiril. El portero malhumorado tiró de la campanilla, se apartó y gritó: "La princesa Drubetskaya". Vasili, acompañado del médico, salió a recibir a la princesa Anna, diciendo: "¿A qué se debe esto?". La princesa no contestó, ni sonrió siquiera, sino que se quitó los guantes y, con gesto de vencedora, tomó asiento en un sillón (I, I, 12).

Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San Petersburgo, y había sido expulsado de allí por conducta turbulenta, al haber ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre. Allí las damas Mamontov rodeaban a su padre, siempre mal dispuestas hacia él y esperando la ocasión para encizañar al conde. Allí era Pierre muy mal recibido, como un apestado (I, I, 13).

El general gobernador de Moscú se dirigió personalmente a decir su adiós al conde Bezujov, el célebre dignatario de Catalina II. La suntuosa sala de recepción estaba llena. Todos se levantaron con respeto cuando el general gobernador, después de haber estado media hora a solas con el enfermo, salió de la cámara (I, I, 18).

Mientras tanto, el coche que llevaba a Pierre (a quien fueron a buscar) y a Anna (que estimó necesario acompañarlo) entraba en el patio del conde Bezujov (I, I, 19). Pierre se acercó con Anna al gran lecho donde, de evidente acuerdo con los sacramentos, habían puesto al moribundo en solemne postura. Unos cuantos almohadones mantenían erguida su cabeza y tenía las manos simétricamente dispuestas sobre la colcha de seda verde (I, I, 20). El conde Kiril entró en su última agonía, y a duras penas exclamó: "La carta está escrita, y el emperador la conoce. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo, y todas vosotras nada" (I, I, 18).

          Andrei (Bolkonsky) es nombrado ayudante de Kutuzov, y decide ir a la guerra para hacerse famoso. Para ello, deja a Lisa en la finca de los Bolkonsky, en Montes Calvos (en Lisie-Gori, a 150 km de Moscú). Su padre, el príncipe general Nikolai (Bolkonsky), vive en su finca desde hace muchos años. Se distingue por su severidad y la franqueza de sus juicios, y obliga a su hija Maria a estudiar matemáticas, acosándola e insultándola constantemente. Sin embargo, la piadosa y fea princesa ama a su padre, y sabe que él la ama. Maria recibe una carta de Julie (Karagina), quien le habla de la guerra contra Francia y le dice que, según los rumores, el príncipe Vasili quiere casar a su hijo Anatole con ella:

En Lisie-Gori, la finca del príncipe Nikolai Bolkonsky, se esperaba de un día a otro la llegada del joven príncipe Andrei y de su esposa. Mas la espera no había perturbado el severo orden que regía la vida en la mansión del viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolai, a quien la sociedad diera el sobrenombre de "rey de Prusia", no se movía de Lisie-Gori, donde habitaba con su hija (la princesa María) y con su señorita de compañía (mademoiselle Bourien), desde que, bajo Pablo I, fuera deportado a su hacienda en el campo, a 150 km de Moscú. Él mismo se ocupaba de la educación de su hija, y le daba lecciones de álgebra y geometría. El príncipe, por su parte, siempre estaba ocupado: ya en escribir sus memorias, ya en resolver problemas de matemáticas superiores, ya en trabajar en el jardín (I, I, 22).

Al llegar a esta parte, llegó a la finca una carta escrita en francés por Julie Karagina, amiga de infancia de la princesa María. La princesa María suspiró y se miró en el espejo, el cual reflejaba un cuerpo feo y débil y un rostro delgado. "Me querrá adular", pensó la princesa abriendo la carta. Y apartando los ojos del espejo, siguió la lectura: "Tout Moscou ne parle que guerre. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero y el otro con la Guardia, que se pone en camino hacia la frontera. Nuestro amado emperador ha salido de San Petersburgo, exponiéndose a los riesgos de la guerra. Dios quiera que el monstruo corso Bonaparte, que destruye la paz de Europa, sea abatido por el ángel que el Omnipotente, en su misericordia, nos ha dado por soberano. El joven Nikolai Rostov, con su entusiasmo, ha abandonado la universidad para irse al ejército. Je vous embrasse comme je vous aime. Julie" (I, I, 22).

Cuando llegó a la finca el príncipe Andrei, pasó saludar su padre Nikolai, y le expuso el plan de la campaña proyectada. Contó que un ejército de 90.000 hombres debía amenazar a Prusia, con el fin de hacerla abandonar su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de ese ejército se uniría en Stralsund con el ejército sueco; que 220.000 austriacos, unidos a 100.000 rusos, operarían en Italia y el Rin; que 50.000 rusos y otros tantos ingleses desembarcarían en Nápoles, y que un ejército total de 500.000 hombres atacaría a los franceses desde diversas partes. El viejo príncipe no manifestaba ningún interés por el relato de su hijo, y lo interrumpió hasta tres veces (I, I, 23).

c.2) Parte 2

          El ejército ruso, tras una larga marcha, participa en una revisión en la localidad de Braunau (Austria). El comandante en jefe Kutuzov viene a la revisión, pero no está satisfecho con la apariencia valiente del ejército y no quiere ver a sus soldados como carne de cañón en los planes de los austriacos. Tras la derrota del general Mack cerca de Ulm, el ejército de Kutuzov tuvo que retirarse a Krems. Kutuzov envía a Bolkonsky un mensaje sobre el apoyo ruso dado al emperador austriaco Francisco I. Después de la audiencia, Andrei Bolkonsky se entera de que los franceses han irrumpido inesperadamente en Viena, y que el ejército de Kutuzov está bajo amenaza de cerco:

En octubre de 1805 el ejército ruso ocupaba las ciudades y aldeas del archiducado de Austria. Braunau era el cuartel general del comandante en jefe Kutuzov. El 11 octubre 1805 se encontraba formado a medio kilómetro de Braunau a la espera de la inspección del comandante en jefe. El día anterior había llegado de Viena un miembro del Consejo Superior de Guerra austriaco, con la propuesta de que se unieran lo antes posible al ejército austriaco de Mack. Pero Kutuzov no creyó ventajosa semejante unión, y puso como excusa el lamentable estado de las tropas rusas (I, II, 1).

En ese momento, llegó una carta del archiduque austriaco Fernando escrita en alemán, que Kutunov leyó: "Todas nuestras fuerzas, en número de casi 70.000 hombres, han sido concentradas para atacar y destruir al enemigo en caso de que atraviese el Lech. Como además hemos ocupado Ulm, podemos conservar la ventaja de dominar las dos orillas del Danubio. Esperamos animosamente, pues, que el ejército imperial ruso termine de prepararse (I, II, 3).

Varios días después llegó Mack, confirmando los rumores sobre la derrota de los austriacos y la capitulación de todo el ejército en Ulm. Media hora después eran enviados aquí y allá ayudantes de campo con órdenes para que las tropas rusas, hasta ahora inactivas, estuvieran preparadas para enfrentarse con el enemigo. No obstante, el ejército ruso quedaba en difícil situación (I, II, 3).

          A pesar de la oferta del diplomático Bilibin de ir con él, Bolkonsky, confiado en que ha llegado su momento, se apresura a ir a Kutuzov. Kutuzov decide ir a Znaim para unirse a las fuerzas rusas. Envía un destacamento de 4.000 soldados al pueblo de Schongraben (Austria), en cuya batalla de Schongraben los rusos retrasan el avance del ejército francés de Murat. En una operación posterior, Andrei Bolkonsky logra frenar la llegada a la zona de Bonaparte, prendiendo fuego a una aldea detrás de las líneas francesas y resistiendo cuando se vieron rodeados. El Regimiento de Húsares de Pavlogrado también participó en la batalla, donde Nikolai (Rostov) resultó herido y muchos rusos cayeron muertos:

Kutuzov se había retirado hacia Viena, destruyendo tras su paso los puentes sobre el Inn (en Braunau) y sobre el Traun (en Linz). El 23 de octubre el ejército ruso cruzó el río Enns en pleno día, desfilando en larga columna los convoyes, la artillería y la tropa. Desde las alturas donde se instalaron las baterías rusas que cubrían el puente se descubría un extenso panorama con el pueblo de Schongraben al fondo, y se divisaban las embarcaciones, la isla y el castillo, y un monasterio tras un pinar que parecía selvático (I, II, 6).

De pronto, en las alturas opuestas del camino, aparecieron tropas vestidas con capote azul, y artillería. "¿Lograremos quemar el puente? ¿Quién llegará primero? ¿Conseguiremos incendiarlo antes de que los franceses se acerquen a tiro de cañón y los barran a todos?". Tales preguntas se hacían los escasos grupos de soldados que, a la clarísima luz del crepúsculo, contemplaban sobrecogidos el puente hacia el cual, desde la otra parte, avanzaban los capotes azules con sus bayonetas y sus cañones (I, II, 8).

Perseguido por un ejército francés de 100.000 hombres al mando de Murat, moviéndose en un país hostil, falto de confianza en sus aliados tanto como de provisiones, constreñido a obrar fuera de todo lo previsto para la guerra, el ejército de 30.000 rusos, mandado por Kutuzov, retrocedía rápidamente por las márgenes del Danubio, deteniéndose cuando lo alcanzaba el enemigo y defendiéndose con combates de retaguardia sólo lo necesario para evitar la pérdida del bagaje. El príncipe Nikolai Rostov fue herido en un brazo, y pasó a hospedarse en la tienda del diplomático ruso Bilibin, el cual le dijo: "Viena está ya ocupada, y Bonaparte se dirige hacia aquí, pero Bolkonsky viene a apoyarnos, para frenar su avance y que no llegue a nosotros" (I, II, 10).

Tras la reyerta, los convoys alemanes con heridos rusos partió hacia Rusia a través de caminos pedregosos, transportándolos malheridos, pálidos, sucios y mal vendados (I, II, 9).

c.3) Parte 3

          El príncipe Vasili (Kuragin) instala con él a Pierre, desorientado por su nueva vida, con la intención de casarlo con su hija Elena. Además, se encarga de que Pierre sea nombrado miembro de los cadetes de cámara. Poco a poco, la sociedad secular comienza a percibir a Pierre como el prometido de Elena. Pierre se siente atraído por la belleza, pero teme que casarse con la estúpida Elena sea una terrible desgracia para él. En la alta sociedad (salón de Scherer...), el príncipe Vasili presenta el asunto como si Pierre ya le hubiera declarado su amor a Elena, y Pierre tiene que obedecer. Tras la boda de Pierre y Elena, el nuevo matrimonio se instala en su nuevo palacio de San Petersburgo:

El príncipe Vasili no meditaba sus planes, a la hora de hacer daño a otros para conseguir alguna ventaja. En concreto, el príncipe Vasili pensaba: "Pierre es rico, debo atraérmelo, casarlo con mi hija y conseguir ese préstamo de cuarenta mil rublos que necesito". A Pierre, en Moscú, Vasili lo tenía a mano, y encontró la manera de hacerlo nombrar gentilhombre de cámara (lo que entonces equivalía al rango de consejero de estado), y lo instó para que se trasladara con él a San Petersburgo y se alojase en su casa, haciendo lo necesario para casarlo con su hija Elena (I, III, 1).

Pierre, convertido inesperadamente en un hombre riquísimo y en conde, tenía que firmar documentos de las oficinas públicas, visitar sus posesiones en las cercanías de Moscú y recibir a un sinfín de personas que poco antes no quería ni ver. Eran gentes muy diversas: hombres de negocios, parientes, conocidos... todos igualmente cariñosos y bien dispuestos hacia el joven heredero (I, III, 1).

En San Petersburgo recibió Pierre el acostumbrado billetito de Anna Scherer, una invitación de color rosa al que había añadido: "Vous trouverez chez moi la belle Helene qu’on ne se lasse jamais de voir". Al leer esta frase, Pierre se dio cuenta por primera vez de que entre él y Elena se había establecido cierto vínculo reconocido por los demás; y esa idea le asustaba y parecía imponerle una obligación que él no quería contraer (I, III, 1).

Pierre sólo comprendía que Elena era una mujer a la cual él conocía desde que era niño, y de la que había dicho sin entusiasmo: "Sí, es guapa", porque todos ponderaban su belleza. "Pero hay algo de perverso y de prohibido en ese sentimiento", continuaba razonando, "pues he oído decir que su hermano Anatole estaba enamorado de ella, y ella de él, así como Hipólito es hermano suyo, y su padre es el príncipe Vasili, y esto no está bien" (I, III, 1).

La mayor de las princesas, Elena, con su largo talle y sus lisos cabellos de muñeca, entró en la habitación del alto Pierre y le llevó tejida una bufanda de lana a rayas. Elena parecía decirle: "¿Es que no te das cuenta de lo preciosa que soy? ¿No sabías que soy una mujer? Pues sí, soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, y también a ti". Y en ese momento, Pierre sintió que Elena debía ser su mujer (I, III, 1). Mes y medio después se casaba Pierre, dueño feliz (como decían todos) de una mujer bellísima. Pierre y Elena se instalaron en San Petersburgo, en una mansión totalmente renovada que allí tenían los condes Bezujov (I, III, 2).

          Tras arreglar la boda de Elena, el príncipe Vasili (Kuragin) intenta arreglar la situación de su otro hijo Anatole, y para ello van a la finca del viejo príncipe Bolkonsky, para pedir la mano de su hija Maria. El anciano desentraña la verdadera naturaleza de Anatole, pero deja la decisión en manos de su hija. Maria queda fascinada por el apuesto oficial Anatole, pero un día lo encuentra en el jardín de invierno con su compañera francesa Amalia Bourien. Le dice entonces al príncipe Vasili que nunca se casará con su hijo, y que sería mejor que se casara con Amalia. Surge así el romance de Anatole y Amalia:

Dos meses después, el viejo príncipe Bolkonsky recibió una carta del príncipe Vasili, anunciándole su llegada en compañía de su hijo: "Salgo a una inspección, y un rodeo de 100 km no es obstáculo para que acuda a presentar mis respetos a mi queridísimo bienhechor. Mi Anatole me acompaña para unirse al ejército". "Vaya, no hay necesidad de presentar a Maria en sociedad; los pretendientes vienen a buscarla", comentó el príncipe Nikolai, al que no gustó la propuesta (I, III, 3).

Dos semanas después de recibida la carta, al atardecer, llegaron los criados del príncipe Vasili, y al día siguiente él mismo con su hijo. El viejo príncipe Bolkonsky no había tenido nunca un gran concepto del príncipe Vasili, y menos todavía cuando bajo los zares Pablo y Alejandro había avanzado tanto en puestos y honores. Así, al verlo llegar le dijo: "Ten presente cuál es mi principio: Una hija tiene pleno derecho a escoger" (I, III, 3).

Varias habitaciones habían sido reservadas para el príncipe Vasili y su hijo Anatole, y la princesa Maria se esforzaba en vano por dominar la propia emoción, ante la belleza de aquel desconocido personaje que presuntuosamente venía a pedirle la mano. A la hora de comer, la también invitada Amalia Bourien mostraba un rostro radiante, mientras la princesa María permanecía pálida y asustada, con los ojos bajos. En efecto, en Lisie-Gori la princesa había tomado especial cariño a la francesa Amalia Bourien, y se pasaba con ella días enteros, rogándole que durmiera en su propia habitación para seguir hablando de muchos asuntos (I, III, 3).

Pero la mirada de Anatole, aunque posada en María, no se interesaba por ella, sino por los movimientos del pequeño pie de mademoiselle Bourien, al que rozaba en ese instante con el suyo por debajo del clavicordio, con la intención de cotejarla. Anatole y mademoiselle Bourien se habían entendido bien a la primera, y comprendían que tenían muchas cosas que decirse en secreto. Por eso, a la mañana siguiente trataron de verse a solas en el invernadero (I, III, 4).

La princesa María los descubrió allí, y los miró en silencio, sin alcanzar a comprender. No obstante, mademoiselle Bourien lanzó un grito y echó a correr. Inmediatamente, la princesa Maria fue a ver a su padre a su despacho, y le dijo: "Mi deseo, buen padre, es no separar mi vida de la tuya. No quiero casarme, y la pobre Amelia ¡lo ama tan apasionadamente!". El príncipe Nikolai tomó a su hija por la mano y la abrazó, y una hora después llamó a su despacho a mademoiselle Bourien, que estaba echa un mar de lágrimas, y le dijo: ¿Quieres ser la esposa del príncipe Anatole Kuragin, sí o no? A lo que ella contestó: "Me sentiré feliz cuando sea su mujer" (I, III, 5).

          Los diferentes ejércitos de Europa se movilizan, reúnen fuerzas y se dirigen a Austerlitz. El emperador Alejandro I y su séquito hacen lo mismo y se alojan en la ciudad de Olmutz, confiando en la victoria sobre el supuestamente debilitado enemigo. Por su parte, los austriacos, que ya han realizado maniobras en la zona, elaboran una disposición detallada de la batalla. Kutuzov da la batalla por perdida, y Andrei Bolkonsky no duerme en vísperas de la batalla, soñando con la gloria y la fama, aunque ello le cueste la vida:

El 12 noviembre 1805, el ejército de Kutuzov, acampado cerca de Olmutz, se preparaba para la revista de los dos emperadores, el ruso y el austriaco, que tendría lugar al día siguiente. La Guardia, recién llegada de Rusia, vivaqueó a 15 km de Olmutz y, al día siguiente, a las 10 de la mañana, llegó al campo de maniobras. Los regimientos entraban y salían de las ciudades, marcando el paso y con los oficiales en sus respectivos puestos. Por su parte, Nikolai Rostov se había ya restablecido, y acababa de celebrar su ascenso, con la Cruz de San Jorge (I, III, 7).

Al día siguiente tuvo lugar la anunciada revista de las tropas austriacas y rusas. Los dos emperadores, el de Rusia con el zarevich Alejandro, y el de Austria con el archiduque Fernando, pasaban revista al ejército aliado, compuesto por 80.000 hombres con uniforme de gala. Miles de pies y de bayonetas, con sus banderas desplegadas, se detenían a las órdenes de los oficiales, giraban, iban formando y dejando paso a otros grupos de infantería uniformada con colores diferentes. "¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!", tronaba por doquier entre aquella masa humana, y un regimiento tras otro recibía al emperador al toque de generala, hasta confundirse en un griterío ensordecedor. Las tropas se sentían animadas por la presencia de los emperadores, y ardían en deseos de batirse al enemigo (I, III, 8).

El bello y joven emperador Alejandro, con uniforme de la Guardia montada y el tricornio algo ladeado, atraía con su rostro simpático y su voz afable y bien timbrada las miradas de todos. Deteniéndose ante el regimiento de Pavlogrado, Alejandro dijo algo en francés al emperador de Austria y sonrió, al tiempo que dijo a sus soldados: "¡Habéis merecido las banderas de San Jorge, y seréis dignos de ellas! ¿Merece la pena semejante momento? Lo sabréis tras conseguir una gloriosa victoria" (I, III, 8).

El lugar estratégico en que debía darse la batalla era perfectamente conocido por el general austriaco Weyrother, que dirigía los ejércitos aliados. Una feliz coincidencia había hecho que las fuerzas austriacas hicieran el año anterior sus maniobras precisamente en el lugar escogido para presentar batalla a los franceses, y la región estaba señalada en los mapas hasta con sus más nimios detalles (I, III, 9).

"Entonces, ¿la ofensiva está definitivamente decidida?", preguntó Bolkonsky. "¿Sabe, amigo? Me parece que Bonaparte ha perdido su sapiencia, pues acaba de llegar una carta suya para el emperador", sonrió con picardía el general Dolgorukov. "¡Vaya! ¿Y qué dice?", preguntó el príncipe Andrei. "¿Qué quiere que le diga? Que si esto, que si lo otro y que si lo de más allá. Y todo para ganar tiempo". "Pero esto no me gusta", añadió al punto Kutuzov, que continuó diciendo: "Ni ninguno de vosotros ni yo significamos ya algo, y todo está concentrado en manos del emperador. Eso sí, coloquémoslo lo más cerca posible del sol" (I, III, 9).

          En la mañana del 2 diciembre 1805, y en el aniversario de su coronación, un Napoleón confiado en el éxito da la orden de iniciar la batalla de Austerlitz, aprovechando la espesa niebla y el efecto sorpresa. El ejército francés tiene prisa por ocupar las alturas de Pratzen, desde donde desciende el ejército ruso. Pronto la batalla está perdida para los aliados, tanto en los altos como en la llanura y en todos los aspectos. Kutuzov se da cuenta del avance de la columna francesa, percibe que las tropas rusas se dispersan y exige a Bolkonsky que las detenga. Bolkonsky toma la pancarta y logra detener su batallón, aunque no sea más que para rendirse ante Napoleón:

Aquél era para Napoleón un día solemne: el aniversario de su coronación. Antes del alba había dormido unas horas, y ahora, tranquilo y descansado había montado a caballo para dirigirse al campo de batalla. Permanecía inmóvil, mirando hacia las colinas que se iban liberando de la niebla, y su rostro frío reflejaba aquel matiz peculiar de seguridad en sí mismo (I, III, 14).

A las 5 de la mañana todavía la oscuridad era completa. El humo de las hogueras irritaba la vista, el frío era intenso y la niebla tan espesa que no se veía a 10 pasos de distancia. Todo el ejército francés, incluidos Napoleón y su estado mayor, se hallaba en la misma ribera del río, muy cercano ya. Napoleón montaba un pequeño caballo árabe gris y llevaba el mismo capote azul que usara en la campaña de Italia. Silencioso y sin estremecer ni una sola fibra de su rostro, miraba fijamente hacia las colinas, y sus ojos se mantenían fijos en un punto: las fuerzas rusas, que estaban descendiendo a las charcas desde los altos de Pratzen, que él tenía intención de ocupar por considerar posiciones clave (I, III, 14).

A través de la niebla, las columnas rusas I, II y III habían descendido hasta el pie de la colina, mientras la IV columna, en la que iba Kutuzov, permanecía en los altos de Pratzen. Abajo, sobre el riachuelo Goldbach, la acción había comenzado, pero la niebla se mantenía espesa. En lo alto había aclarado, pero no se veía aún lo que estaba sucediendo más abajo. ¿Estaban todas las fuerzas enemigas a 10 km, como se había supuesto? ¿O estaban allí mismo en la línea de la niebla? Hasta las 9 nadie pudo saberlo (I, III, 14).

A la izquierda se oía el fragor de la fusilería entre ejércitos que no se veían. En aquel momento, a espaldas de Kutuzov empezaron a oírse las aclamaciones de los regimientos, y el miedo fue propagándose por toda la larga línea de las columnas rusas. El rostro del emperador Alejandro, juvenil y radiante, empalideció, y su caballo dio un respingo, alarmado por el brusco clamor de los soldados. El emperador Francisco, de rostro alargado, permanecía muy erguido en su bello potro negro, mirando en derredor con cierta inquietud (I, III, 15).

A los 8 de la mañana comenzó a disiparse la niebla, y a unos 2 km eran visibles ya las numerosas fuerzas francesas sobre las colinas de enfrente, disparando cañonazos sin parar. Cuando los franceses estuvieron a 500 metros de las tropas aliadas, éstas empezaron a darse a la fuga. "¡Detenedlos!", ordenó Kutuzov. Pero todo resultó en balde, porque era imposible parar a aquella muchedumbre francesa. Entonces Andrei Bolkonsky, abrasada la garganta por lágrimas de cólera y vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera. "¡Adelante, muchachos!", gritó con voz penetrante y juvenil. "Ha llegado el instante", pensó después, enarbolando la bandera, y escuchando con placer el silbido de las balas disparadas contra él (I, III, 16).

A las 9 de la mañana, en el flanco derecho y a lo largo de las colinas se veían las nubecillas de humo de los fusiles (que parecían correr una tras otra) y las que producían los cañones. A través del brillo de las bayonetas eran también visibles, entre el humo, las masas de infantería en movimiento y las estrechas bandas de la artillería. "¿Qué sucede? ¿Qué es eso? ¿Quién dispara?", preguntó Nikolai Rostov a los primeros soldados rusos y austriacos que huían en tropel. "¡El diablo lo sabe! ¡Han matado a todos! ¡Todo está perdido!", le replicaron en ruso, en alemán y en checo los fugitivos, que huían en desbandada de la masacre decretada por Napoleón (I, III, 17). El emperador estaba herido, y la batalla perdida (I, III, 18).

          En plena victoria de Napoleón en Austerlitz, Rostov busca a los supervivientes (sobre todo al herido zar Alejandro), mientras los supervivientes siguen cayendo (incluido el general Dolojov). El propio Bonaparte mira a Bolkonsky y piensa: “¡Qué muerte tan maravillosa!”, pero al darse cuenta de que todavía todavía vivo le somete a un interrogatorio. El príncipe Andrei ni siquiera se molesta en responder, percibiendo a su antiguo ídolo Bonaparte como una bestia del mal. El médico de Napoleón, Larrey, se pone al cuidado de los heridos rusos, y a los que están más graves los pone al cuidado de los residentes locales:

Nikolai Rostov tenía órdenes de buscar a Kutuzov y al emperador. Pero allí no quedaba ni un solo jefe, y únicamente se veían grupos dispersos de tropas desorganizadas. En la carretera se amontonaban coches de todas clases, soldados rusos y austriacos de todas las armas, heridos y muertos, moviéndose y pululando bajo el siniestro zumbido de los proyectiles enviados por las baterías francesas desde los altos de Pratzen. Finalmente, Rostov encontró al emperador Alejandro, pálido y con los ojos y mejillas hundidos. Al parecer, Alejandro rompió a llorar y se cubrió los ojos con una mano, mientras tendía la otra a Nikolai (I, III, 18).

Cada 10 segundos, hendiendo el aire y en medio de aquella muchedumbre, seguía cayendo un proyectil francés o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre a los que se encontraban ya heridos en el campo de batalla. Dolojov, herido en el brazo, era de los pocos supervivientes. Pero un proyectil mató a alguien a sus espaldas, y otro cayó delante y cubrió de sangre a Dolojov, el cual cayó rendido al congelado suelo (I, III, 18).

El príncipe Andrei seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo sangre, gimiendo como un niño enfermo. Al atardecer dejó de quejarse y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había durado su desvanecimiento, pero de súbito advirtió que estaba vivo y que tenía el alto cielo sobre él, así como a un trío de hombres que se acercaban a él (I, III, 18).

Los jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. "De beaux hommes", dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida. "¡Ah, está vivo!", dijo Napoleón, mirando a Bolkonsky. Tras lo cual, continuó: "Levantad a este hombre y conducidlo al puesto de socorro, para interrogarle. Y que mi doctor Larrey examine sus heridas, así como las del resto de heridos". El príncipe Andrei, con algunos otros heridos que habían sido desahuciados, fue confiado a los cuidados de los habitantes de la región (I, III, 19).

d) Libro II

d.1) Parte 1

          Nikolai Rostov, junto con su comandante y amigo Denisov, regresa a casa. La familia Rostov recibe felizmente a Nikolai. Después de un período de silencio, la alta sociedad adopta una actitud ante la reciente derrota del ejército ruso, echando toda la culpa a los austriacos. El viejo conde Rostov organiza en el Club Inglés una cena de honor a los soldados regresados con vida. En la cena está presente Pierre (Bezujov), que recibe una nota anónima que indica la conexión de su esposa Elena con Dolojov. Dolojov se burla de Pierre, hace un brindis “por la salud de las mujeres hermosas y sus amantes” y le arrebata de las manos a Pierre la cantata, que le había sido entregada como invitado de honor:

A principios de 1806, Nikolai Rostov regresaba con permiso a su casa. Denisov iba a Voronezh, y Rostov lo persuadió de que lo acompañara a Moscú y pasara algunos días en compañía de sus padres. Cuando llegaron al portal, Rostov se olvidó de Denisov, se quitó el abrigo de piel y caminando de puntillas corrió hacia la gran sala oscura. Todo estaba igual; las mismas mesas de juego y la misma gran lucerna enfundada. Pero alguien lo había visto ya, porque apenas penetró en la sala un huracán le salió al encuentro desde una puerta lateral y lo abrazó y besó. Otra persona y otra más corrieron hacia él, llenándolo de abrazos, gritos, besos y lágrimas de alegría. No podía distinguir quién era el padre, quién Natasha, quién Petia, quién Sonia. Todos gritaban, hablaban y lo besaban a la vez. Sólo faltaba la madre, y él se dio cuenta de ello. En ese instante, todos se apartaron y Nikolai corrió hacia ella. Al juntarse, la condesa cayó sollozando en sus brazos. La familia entera lo rodeó (II, 1, 1).

El conde pasó por el Club Inglés y empezó a dar órdenes al administrador del club y al célebre Teoctis, cocinero jefe del Club Inglés, sobre espárragos, pepinillos frescos, fresas, la ternera y el pescado para la comida, diciendo: "A los militares les gustan estas cosas". El conde era miembro y directivo del Club Inglés desde su fundación. Se le había confiado la organización del banquete en honor de los soldados regresados de la guerra, porque nadie como él podía llevarlo a cabo. Al día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos cincuenta socios del Club Inglés y cincuenta invitados esperaban para empezar el almuerzo (II, 1, 2)

Anna Mikailovna alzó los ojos al cielo y en su rostro se reflejó un profundo dolor, diciendo a Pierre: "¡Ah, querido! Es muy desgraciado, si lo que dicen es verdad". "Pero, ¿qué pasa?", preguntó al instante Pierre. Anna Mikailovna suspiró profundamente, y le entregó una nota anónima: "Dolojov, el hijo de María Ivanovna, te ha comprometido. Él la invitó a su casa de San Petersburgo, y Elena fue, y ¡ha venido aquí, el muy sinvergüenza!" (II, I, 2). Pierre guardó silencio durante toda la comida, y entornados los ojos y fruncido el ceño miraba en derredor, o  se frotaba el puente de la nariz, sumergido en algún pensamiento tan penoso como difícil de resolver (II, I, 4).

"¡Bueno, ahora, a la salud de las mujeres guapas!", dijo en un momento de brindis Dolojov. Y la expresión seria, pero con una sonrisa en la comisura de los labios, se volvió hacia Pierre. "¡Pierre, a la salud de las mujeres guapas y de sus amantes!", sentenció Dolojov. Pierre dobló su corpachón a través de la mesa y gritó: "¡No se atreva a tocarlo!". Al oír aquel grito y ver a Pierre en aquella actitud, Nesvitsky y su vecino de la derecha, asustados, se volvieron con viveza a Bezujov. "Cálmese, cálmese, no lo tome así". susurraron. Pero Pierre continuó, con voz tajante: "¡No se lo daré!" dijo Pierre con voz tajante, tras lo cual se dirigió a Dolojov, con rostro pálido: "Usted es un miserable. ¡Lo desafío! Mañana en Sokolniky. ¿Tranquilos?" (II, I, 4).

          Toda una imagen toma forma instantáneamente en la cabeza de Pierre: se da cuenta de que su esposa es una mujer estúpida y depravada. Enfadado, Pierre desafía a Dolojov a duelo. Al día siguiente, los duelistas se encuentran en el bosque. Durante el duelo en el bosque, Pierre toma por primera vez una pistola en sus manos, y con un disparo derriba al experimentado luchador Dolojov, el cual cae gravemente herido. A petición de Dolojov, el joven príncipe Rostov corre hacia su madre y se sorprende al saber que el alborotador y bruto Dolojov “vivía en Moscú con una madre anciana y una hermana jorobada, y era el hijo y el hermano más amable”. Elena le hace una escena a Pierre, quien se enfurece y casi la mata. No obstante, le da a Elena los poderes para administrar buena parte de su fortuna, y él abandona Moscú:

El duelo iba a tener lugar a 80 pasos del camino donde aguardaban los trineos, en un pequeño calvero cubierto de nieve blanda y rodeado de pinares. Los adversarios estaban a 40 pasos uno del otro (II, 1, 4). "Y bien, comencemos", dijo Dolojov. "Por mí no será", dijo Pierre, siempre con la misma sonrisa (II, I, 5). Los dos rivales avanzaron por el sendero de nieve pisada, viendo dibujarse entre la niebla la figura del contrario. A la voz de ¡tres! de Nesvitsky, Pierre avanzó rápidamente separándose del sendero y hundiéndose en la nieve. Mantenía el brazo derecho extendido, sujetando la pistola, y apretando el dedo como le habían enseñado, disparó (II, I, 5).

"¡Qué estupidez! ¡Qué estupidez! La muerte, la mentira", repetía Pierre con el ceño fruncido. Nesvitsky lo detuvo y lo condujo a su casa. Rostov y Denisov se llevaron al herido a Moscú. "¿Cómo estás?", le preguntó Rostov. "Mal, pero no se trata de eso, amigo mío", dijo Dolojov con voz entrecortada, tras lo cual continuó: "¿Dónde estamos? ¿En Moscú? Lo mío no importa, pero a ella la he matado, y no lo soportará". "¿Quién?", preguntó Rostov. "A mi madre, a mi ángel, a mi adorada". Y rogó a Rostov que fuera a prevenirla a su casa (II, I, 5).

Últimamente Pierre se había visto muy raras veces a solas con su esposa. Lo mismo en San Petersburgo que en Moscú, su casa estaba siempre llena de invitados. La noche siguiente al duelo con Dolojov no se dirigió a su alcoba, sino que permaneció en el enorme despacho de su padre. "¿Qué ha ocurrido?", se preguntaba, tras lo cual se respondía a sí mismo: "He matado al amante. Sí, eso es: he matado al amante de mi mujer. Así es. Pero ¿cómo he llegado a esto?". Y una voz interior le contestaba: "Porque te casaste con ella. Ella es la única culpable de todo, pero ¿qué se desprende de ello?" (II, I, 6).

A la mañana siguiente Elena apareció con su batín de raso blanco recamado en plata, peinada con sencillez. Entró tranquila y majestuosa, y estaba al corriente del duelo y venía precisamente por ello. Esperó a que los sirvientes sirvieran el café, y cuando se quedaron solos preguntó con voz severa: "¡Menudo valiente nos ha salido! Y bien, responde: ¿qué duelo ha sido ése? ¿Qué has querido demostrar con ello?". "Es mejor que nos separemos", dijo Pierre con voz entrecortada. "¿Separarnos? Como quieras, a condición de que me des un patrimonio", dijo Elena. Pierre saltó del diván y, tambaleándose, se lanzó sobre ella y le amenazó: "¡Te voy a matar!". El rostro de Elena expresó pavor, pero Pierre lanzó un grito estridente y se apartó de un salto, gritando a su mujer: "¡Fuera de aquí!" (II, I, 6).

          El viejo príncipe Bolkonsky recibe en Montes Calvos (finca de los Bolkonsky) la noticia de la muerte de su hijo Andrei en la batalla de Austerlitz, pero tras él llega una carta de Kutuzov, donde el mariscal de campo expresa dudas sobre la muerte de su ayudante. La esposa de Andrei (Lisa) se pone de parto y da a luz a un hijo, pero muere durante el parto. En ese mismo momento llega de la guerra Andrei, que ve a su mujer Lisa muerta y lee en ello una expresión de reproche: “¿Qué me has hecho?”, que posteriormente no lo abandona durante mucho tiempo. El hijo recién nacido recibe el nombre de Nikolai, como su abuelo:

Habían transcurrido 2 meses desde que en Lisie-Gori recibieran noticias de la batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andrei. En los periódicos, en términos vagos, se decía que se encontraba entre la lista de los muertos (II, I, 7). Una semana después, el príncipe recibió una carta de Kutuzov que le informaba la suerte de su hijo: "Su hijo ha caído delante de mí, con la bandera en la mano, a la cabeza de un regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor mío y de todo el ejército, hasta ahora no se sabe si está vivo o muerto, pues de haber muerto constaría en la relación de oficiales hallados en el campo de batalla" (II, I, 7).

Al día siguiente, el viejo príncipe. como de costumbre, salió a dar su paseo matinal. A la hora habitual, la princesa Maria entró en su gabinete, para saludarle. "¡Ah, la princesa Maria!", exclamó el viejo Nikolai, tirando la herramienta que tenía en la mano. La princesa se acercó a su padre, vio su rostro y sintió que algo se derrumbaba en su interior, y que una terrible desgracia se le venía encima (II, I, 7).

Maria!", dijo llegando al lugar Lisa, la esposa del joven Andrei, apartando el bastidor y continuando: "Pon tu mano aquí". Tomó Maria la mano de su cuñada y la puso en su vientre. Los ojos de Lisa sonreían, dando a su rostro una expresión infantil y dichosa. La princesa Maria se puso de rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido. "Ahí, ahí, ¿lo sientes, Maria? Lo voy a querer muchísimo", dijo Lisa, mirando a su cuñada con ojos brillantes y felices (II, I, 7).

La mañana del 19 marzo 1806, Lisa apareció pálida al desayuno. "Pareces muy pálida", dijo asustada la princesa Maria. "Excelencia, ¿no convendría llamar a Maria Bogdanovna?", preguntó una de las doncellas del servicio. Maria Bogdanovna era la comadrona de la cabeza de distrito. La comadrona se acercó a la finca de los Bolkonsky con el rostro grave. "Maria, parece que ya ha comenzado", dijo la princesa Maria, mirando a la comadrona con ojos muy asustados (II, I, 8).

Cinco minutos después, la princesa Maria oyó desde su habitación un ruido como si arrastraran algo pesado. Salió a ver y se encontró con unos criados que llevaban a la alcoba de Lisa el diván del príncipe Andrei. El rostro de los hombres que arrastraban el mueble tenía algo de solemne y apacible. "¡Alabado sea Dios!", exclamó la princesa Maria, que al punto salió a recibir al recién llegado. En aquel mismo momento entró Andrei, cubierto de nieve hasta la cabeza, y ambos hermanos se echaron al cuello y se besaron (II, I, 8).

Lisa, con una cofia blanca, estaba recostada entre almohadones, entre los dolores del parto. Al entrar en su alcoba el príncipe Andrei, y verla en dicho trance, se le echó al cuello y se puso a besarla, diciendo a pleno pulmón: "¡Alma mía! Dios es misericordioso". En ese momento llegó el médico, Lisa entró en trance y, empalideciendo de golpe, comenzó a lanzar gritos desgarradores. "¡No puedo, no puedo", balbuceaba Lisa como un lastimero animal. "¡Fuera todos!", exclamó el médico, tras lo cual se oyó un terrible grito, que no era de Lisa (II, I, 9).

El príncipe Andrei entró a toda prisa en la habitación de su mujer, y vio lo sucedido: estaba muerta. Yacía echada, como la viera 5 minutos antes y en su rostro infantil, a pesar de su inmovilidad y la palidez. "Os amo y no hice mal a nadie, ¿qué me hacéis ahora, Señor?", parecía decir aquel desencajado marido. En un rincón de la habitación chillaba y gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y temblorosas de Maria Bogdanovna (II, I, 9).

A los tres días se celebraron las exequias de la pequeña princesa, y el príncipe Andrei subió las gradas del catafalco para darle su último adiós. En el féretro, el príncipe Andrei sintió que algo se desgarraba en su alma, y que era culpable de una falta que jamás podría reparar ni olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al féretro y besó una de las pequeñas y frías manos de Lisa. Cinco días después era bautizado el joven príncipe Nikolai Andreevich (II, I, 9).

          Durante la recuperación de Dolojov, Nikolai Rostov se volvió especialmente amigable con él, y aquél se convierte en un huésped frecuente en la casa de los Rostov. Dolojov se enamora de Sonia y le propone matrimonio, pero a pesar de la brillante combinación ella lo rechaza porque está enamorada de Nikolai. Antes de partir hacia el ejército, Dolojov organiza una fiesta de despedida y un juego de cartas. Rostov pierde 43.000 rublos, no quiere escuchar la insinuación de Dolojov sobre Sonia y salda su deuda de juego. Denisov pasa también mucho tiempo con los Rostov, y le propone matrimonio a Natasha. La vieja condesa agradece a Denisov dicho honor, pero no da su consentimiento. Denisov se disculpa con la condesa, diciendo que adora a su hija y a toda su familia, y se marcha de Moscú:

Durante su breve estancia en Moscú Nikolai Rostov no se sintió más cerca de Sonia; al contrario, se alejó de ella. Sonia era atractiva y bella, y no disimulaba su amor apasionado hacia Nikolai. Pero él estaba en esos momentos en que a los jóvenes les parece que tienen mucho que hacer, y no disponen de tiempo para ello. "Ya habrá muchas, pero ahora no tengo tiempo", se decía Nikolai (II, I, 2).

Tras el duelo con Pierre, Dolojov se restableció y permaneció durante su curación en casa de su madre, que lo amaba tierna y apasionadamente. La anciana María Ivanovna había tomado cariño a Nikolai Rostov porque era amigo de Fedia, y le hablaba con frecuencia del hijo (II, I, 10).

Los primeros meses que Rostov pasó en Moscú, fueron los más felices y alegres para él y toda su familia. Nikolai traía a muchos amigos a casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de 20 años. Sonia, a los 16, ofrecía todo el encanto del capullo que se convierte en flor. Natasha era a veces traviesa y divertida como una niña, y otras era seductora como una joven. En aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como ocurre en los hogares donde hay muchachas muy bonitas y jóvenes. Dolojov mostraba toda su atención por Sonia, e iba a por Sonia. Y Sonia lo sabía, aunque no se atreviera a decirlo, y siempre que llegaba Dolojov se ponía roja como una amapola. Natasha centraba sus miradas en Denisov, amigo también de la familia (II, I, 10).

En otoño de 1806 se volvió a hablar de la guerra contra Napoleón. No sólo se había decidido la incorporación de 10 reclutas por cada 1.000 campesinos, sino que se llamaba a filas a otros 9 por cada 1.000 milicianos. En todas partes se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba más que de la próxima guerra. Para la familia Rostov todo el interés bélico se resumía en que Nikolai no quería quedarse en Moscú, y no esperaba más que el término de la licencia de Denisov para volverse con él a su regimiento (II, I, 10). Al tercer día de las fiestas de Navidad, Nikolai comía en casa, lo que en los últimos tiempos sucedía rara vez. Era la comida oficial de despedida, puesto que él y Denisov se iban después de la Epifanía (II, I, 11).

d.2) Parte 2

          Pierre deja Moscú y va a San Petersburgo. En la estación de Torzok, mientras espera los caballos para la travesía, se encuentra con un masón (Osip Bazdeyev) que quiere ayudarlo. Durante el viaje a San Petersburgo empiezan ambos a hablar de Dios, pero Pierre es un incrédulo y prefiere hablar de lo mucho que odia su vida. El masón lo convence de lo contrario, y persuade a Pierre para que se una a sus filas. Pocos días después, Pierre es iniciado en la masonería de San Petersburgo, y siente que su vida puede cambiar con ello. Además, entrega mucho dinero a los masones, creyendo con ello estar uniendo a un gran grupo de personas, hasta que se desengaña y desilusiona de la masonería:

Después de la pelea con su mujer, Pierre partió para San Petersburgo. En la posta de Torzok no había caballos, y Pierre se vio obligado a esperar. Se echó en un diván de cuero, ante una mesa redonda, y apoyó en ella sus grandes pies (II, II, 1). Una vendedora le ofreció con voz chillona sus mercancías, insistiendo especialmente en unas pantuflas de piel de cabra. "Tengo cientos de rublos y no sé qué hacer con ellos, pero ¿acaso pueden añadir un ápice a la felicidad de esta mujer, o a la serenidad de mi alma?", pensó Pierre (II, II, 1).

En ese momento llegó un nuevo viajero, un viejo de rostro amarillento y rugoso, cejas canosas y unos ojos brillantes de un gris indefinido. Pierre retiró los pies de la mesa, y de vez en cuando miraba al viajero, que iba con un libro religioso en la mano (II, II, 1). "Si no me engaño, tengo el placer de hablar con el conde Bezujov", dijo en voz alta el viajero. Pierre miró al viajero a través de las lentes, pero se mantuvo en silencio. "He oído hablar de usted y de la desgracia que lo aflige", prosiguió el anciano, que continuó: "Pero en mi nombre y en el de la hermandad de francmasones a la que pertenezco, le tiendo fraternalmente la mano". "Temo que mis ideas sobre el origen del mundo sean opuestas a las suyas", respondió Pierre, que continuó: "Yo prefiero hablar de lo mucho que odio mi vida". "No conoce usted a Dios, y por eso es usted muy desgraciado. Sin embargo, si quiere ayuda, vaya a San Petersburgo y entregue esto al conde Villarsky", dijo el masón, sacando la cartera un pliego. El viajero era Osip Bazdeyev, según Pierre pudo ver en el libro de registro (II, II, 2).

Cuando llegó a San Petersburgo, Pierre paseaba muchos ratos por su habitación, reflexionando sobre su disoluto pasado e imaginando un futuro entusiasmado y feliz, a través de la masonería (II, II, 2). Una semana después de su llegada, el joven conde polaco Villarsky llegó a su casa, cerró la puerta y a solas le dijo: "Vengo con una propuesta, señor conde. Una persona muy importante de nuestra fraternidad ha pedido que sea usted admitido en ella antes del término acostumbrado, y quiere que yo sea su garante. ¿Desea entrar, con mi garantía, en la asociación de los francmasones?". "Sí, lo deseo", contestó Pierre, y Villarsky inclinó la cabeza (II, II, 3).

Atravesaron el portalón de la gran casa donde se encontraba la logia, subieron una escalera oscura y entraron en una pequeña antecámara iluminada. Después pasaron a otra habitación, a cuya puerta apareció un hombre vestido de extraña manera. Villarsky salió a su encuentro, cuchicheó algo en francés y se acercó a un pequeño armario, donde Pierre vio vestiduras que jamás había visto. Villarsky sacó del armario un pañuelo y vendó los ojos de Pierre. Después atrajo a Pierre hacia sí, lo besó y, tomándolo de la mano, lo condujo a otra habitación, en la cual lo dejó solo (II, II, 3).

Pierre se quitó la venda y miró en derredor. Una profunda oscuridad reinaba en la habitación, y sólo en un ángulo lucía una pequeña lámpara de aceite que iluminaba algo blanco. Pierre se acercó y vio que la lámpara estaba puesta sobre una mesa negra, junto a un libro abierto. El rector Smolianinov tosió, y cruzó sus manos enguantadas sobre el pecho y comenzó a hablar a Pierre, explicándole los 3 objetivos de la orden masónica (transmitir el misterio remoto, preparar a los candidatos a conocer ese misterio y combatir el mal que reina en el universo) y los 7 peldaños del templo de Salomón, que cada masón debía cultivar. Dicho esto, ambos salieron de la estancia (II, II, 3).

"Combatir el mal que reina en el universo", se repetía aquellos días Pierre, imaginándose toda su futura actividad en esa esfera de hombres fraternalmente iguales (II, II, 3). No obstante, pocos días después Pierre se puso a mirar en derredor, y una duda lo asaltó: "¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose los masones de mí? ¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?". Y se alejó de la masonería (II, II, 4).

          Durante su estancia en San Petersburgo, Pierre recibe la visita del príncipe Vasili (Kuragin), que le pide que regrese con su esposa Elena (su hija). Pero Pierre se niega, y le pide al príncipe que se vaya. Por ese mismo tiempo, Boris (Drubetsky), que ha hecho una rápida carrera, es aceptado en el salón de Anna Scherer. Elena muestra interés por Boris y lo invita a cenar a la casa de los Kuragin, y de esa manera Boris se convierte en una persona cercana en su casa:

Estando en sus aposentos de San Petersburgo, a Pierre le habían hecho saber que su duelo con Dolojov había llegado hasta el emperador, y que lo más prudente para él sería alejarse de San Petersburgo. Pierre pensó entonces ir a sus posesiones del sur de Rusia, y ocuparse allí de sus campesinos. Soñaba con júbilo en aquella nueva vida cuando, de improviso, llegó a su casa el príncipe Vasili. "Querido, ¿qué es lo que has hecho en Moscú? ¿Por qué te has enfadado con Elena? Estás en un error", dijo el príncipe Vasili al entrar, tras lo cual continuó: "Lo sé todo, y puedo asegurarte que Elena es tan inocente ante ti como lo fue Cristo ante los judíos". "Ya sabes que la emperatriz madre estima mucho a Elena", terminó diciendo el príncipe Vasili, tirándole a Pierre del brazo. Sacudiéndose la mano de Vasili, Pierre contestó: "No le he llamado a mi casa, señor príncipe. Así que márchese". "¡Márchese!", repitió Pierre, abriéndole la puerta. Tras lo cual, volvió a decir: " ¡Váyase de una vez!" (II, II, 5).

A fines de 1806, cuando ya era del dominio público la penosa derrota del ejército prusiano ante Bonaparte, Anna Scherer había invitado a una velada en su casa. La creme de la veritable bonne societe estaba constituida por la deliciosa y desventurada Elena, abandonada por su marido. La novedad que Anna ofrecía aquella noche a sus invitados era Boris Drubetsky, venido de Prusia como correo oficial y ayudante de campo de un muy importante personaje. Boris tomó asiento junto a Elena, y quedó atento a la conversación general. También le quedó tiempo para echar alguna ojeada a la bella Elena, quien también había cruzado su mirada sonriente con él en más de una ocasión (II, II, 6). Durante la velada, y a propósito de alguna frase de Boris sobre el ejército prusiano, la bella Elena sintió la necesidad de entrevistarse con él en privado, y le invitó a acudir a su casa para seguir hablando del tema (II, II, 7). 

El martes por la tarde, en el magnífico salón de Elena, Boris no recibió claras explicaciones sobre la necesidad de su visita. Había otros invitados y Elena habló poco con él, y tan sólo al despedirse, cuando Boris le besó la mano para despedirse, la bella Elena le dijo a media voz: "Venez demain diner le soir. Il faut que vous veniez. Venez". Durante su estancia en San Petersburgo, Boris se convirtió en íntimo de Elena (II, II, 7).

          En la casa de los Bolkonsky, el viejo príncipe Nikolai es nombrado general en jefe de las milicias rusas, la princesa Maria reemplaza a su fallecida cuñada Lisa como madre del pequeño Nikolenka (Nikolai Bolkonsky nieto) y el joven príncipe Andrei reconstruye su nueva vida en las cercanías de Montes Calvos (en Bogucharovo). El niño enferma repentinamente, y Maria y su hermano Andrei (padre del niño) discuten sobre cómo tratarlo, hasta que éste se recupera:

La guerra se iba extendiendo, y el teatro de operaciones se acercaba a la frontera rusa. Por doquier se oían maldiciones contra el enemigo del género humano, Bonaparte. En las aldeas se hacían nuevas levas de milicianos y reclutas, y del frente llegaban noticias contradictorias, casi siempre falsas e interpretadas de las maneras más dispares. La vida del viejo príncipe Bolkonsky, del príncipe Andrei y de la princesa María, había cambiado mucho desde 1805 (II, II, 8).

En 1806, el anciano príncipe fue designado general en jefe (eran ocho, en total) de las milicias formadas entonces en toda Rusia (II, II, 8). La princesa Maria ya no recibía lecciones de matemáticas de su padre, pero todas las mañanas acudía a su despacho acompañada de la nodriza y del pequeño príncipe Nikolenko (como lo llamaba el abuelo). Maria se pasaba la mayor parte del tiempo con el niño, tratando de suplir a la madre (II, II, 8). Poco después del regreso del príncipe Andrei, el viejo príncipe Bolkonsky le cedió la propiedad de Bogucharovo, una gran posesión que tenía a 40 km de Lisie-Gori. Fuera a causa de los penosos recuerdos ligados a Lisie-Gori, fuera porque no se sentía capaz de soportar el carácter de su padre, o porque tuviera necesidad de encontrarse solo, el príncipe Andrei hizo construir en Bogucharovo una casa, en la cual pasaba la mayor parte del tiempo (II, II, 8).

          Pierre decide invertir su dinero en el progreso del campesinado de Kiev, pero su administrador general (“un hombre muy estúpido y astuto”) le traiciona durante una de sus inspecciones a las propiedades del sur. No obstante, el engañado Pierre no abandona sus planes, sino que despide a los cómplices del complot. Durante una de sus escapadas de Kiev, Pierre hace una visita a su amigo Andrei (Bolkonsky) a su nueva residencia de Bogucharovo, y ambos hablan sobre el significado de la vida y la necesidad de un renacimiento interior:

Llegado a Kiev reunió Pierre en su oficina principal a todos los administradores, y les expuso sus intenciones y deseos. Allí se encontró Pierre con algunos conocidos, y los desconocidos se apresuraron a conocer y agasajar al recién llegado, como el más rico propietario de la provincia (con una renta anual de 500.000 rublos, según se afirmaba) (II, II, 10).

Pierre explicó a sus administradores las medidas que pensaba tomar en orden a la emancipación de los campesinos. Y les dijo que en sus planes estaba construir hospitales, asilos y escuelas, que no trabajasen las mujeres y cambiar el castigo corporal por la reprensión. Algunos de los administradores (semi-analfabetos) lo escuchaban espantados. Otros encontraron muy divertido el modo de hablar de su amo. Y por fin, los más inteligentes comprendieron cómo habían de portarse con el conde, en favor de sus propios intereses (II, II, 10).

Pierre trabajaba cada día con el administrador general, aunque se daba cuenta de que su administrador general ligaba siempre la emancipación de los siervos a la venta de los bosques de Kostroma, de la parte baja del Volga y de las haciendas de Crimea, a través de tan gran número de expedientes, levantamiento de prohibiciones, peticiones y autorizaciones, que Pierre se perdía en todo ello (II, II, 10). Por otra parte, la llegada del administrador a cada lugar dejó de ir acompañada de recibimientos no solemnes ni aparatosos, sino de actos religiosos de agradecimiento, con iconos y ofrecimientos de pan y sal. Según el administrador general, esas cosas gustarían al conde, y contribuirían a mantenerlo en el engaño (II, II, 10).

Situado en un inmejorable estado de ánimo, Pierre realizó su deseo ir a visitar a su antiguo amigo Bolkonsky. Bogucharovo estaba en una comarca cubierta de campos y bosques de abetos y abedules. La casa señorial se hallaba detrás de un estanque de agua, en medio de un bosque lleno de pinos. Pierre quedó sorprendido por la modestia de la casa, y entró rápidamente en la salita, todavía sin enlucir y que olía todavía a pino (II, II, 11).

El príncipe Andrei salió malhumorado a ver quién había llamado a la puerta. Al verlo, Pierre lo abrazó, y Andrei contestó: "¡Ah, eres tú! No te esperaba. Me alegro mucho". Pierre no dijo nada, sino que se quedó mirando a su amigo desconcertado, por el cambio operado en aquel rostro envejecido. En efecto, las palabras de Andrei eran cariñosas, y su boca y su rostro sonrientes, pero sus ojos estaban apagados y carecían de vida (II, II, 11).

Salieron a pasear hasta la hora de comer, hablando desde la intimidad. El príncipe Andrei le explicó las obras hechas por él en la finca, y Pierre le habló del pasado, de Elena y del nuevo porvenir. "¿El mal?", dijo Pierre, que continuó: "Eso es lo que nos hace daño". "Sí, pero el mal que yo conozco es el que no puedo hacer a los demás", explicó el príncipe Andrei. "¿Y el amor al prójimo?", comenzó a decir Pierre, que continuó diciendo: "No, Andrei, vivir para no obrar mal, ni tener que arrepentirse, es poco. Yo he vivido así, y sólo ahora, que quiero vivir para los demás, comprendo la felicidad de la vida". El príncipe Andrei miraba a Pierre en silencio, sonriendo irónicamente. Tras lo cual le dijo: "Ahora verás a mi hermana, y coincidirás con ella. Pero cada uno vive a su manera" (II, II, 11).

          Debido a las incompetentes maniobras de los líderes militares Buxoeveden y Beningsen, descritas por el diplomático Bilibin, el ejército ruso en Prusia se queda sin alimentos y forrajes, y procede al saqueo directo de la población local. Denisov recupera el transporte de la infantería y va a explicarlo a las autoridades de intendencia, donde se encuentra con el oficial Telianin (que abandonó el regimiento después de que le robaran la billetera a Denisov). Enfurecido contra él, Denisov inicia una pelea y se inicia un caso en su contra, aparte de acabar él mismo en el hospital. Por su parte, el joven oficial Boris (Drubetsky) se apresura a acompañar a su importante jefe a Tilsit, y allí presencia el encuentro de Alejandro y Napoleón:

Bilibin estaba entonces en el Cuartel General del Ejército en su calidad de diplomático, y allí describía toda la campaña en francés: "Los prusianos son nuestros aliados fieles, que sólo nos han engañado 3 veces en 3 años. Pero el rey de Prusia escribió a Bonaparte y le invitó a su palacio (de manera que le resultara agradable su estancia en Prusia), y escribió la famosa orden del día al general Benigsen, diciendo: Estoy herido y no puedo montar a caballo, ni mandar el ejército. Usted llevó al ejército destrozado a Pultusk, donde se encuentra hoy al descubierto, sin leña ni forraje. Por tanto, hay que ayudar y, tal como usted mismo expuso ayer al conde Buxoeveden, pensar en la retirada hacia nuestras fronteras, objetivo que debe emprenderse hoy mismo" (II, II, 9).

El ejército ruso, después de muchas retiradas y avances tras las batallas de Pultusk y Preusich-Eylau, se concentraba cerca de Bartenstein. Se esperaba allí la llegada del emperador y el comienzo de las operaciones (II, II, 15).

El regimiento de Pavlogrado no participó en la primera parte de esta campaña, sino que había sido destinado al destacamento de Platov. Este destacamento actuaba con independencia del ejército, y en varias ocasiones había participado en escaramuzas con el enemigo, hecho prisioneros y hasta saqueado el convoy del mariscal Oudinot. En el mes de abril el regimiento pasó varias semanas inactivo junto a una aldea alemana desierta, y la saqueó completamente. Y como el aprovisionamiento era imposible, los soldados se dispersaban por los pueblos vecinos en busca de patatas. No había nada que comer, y el hambre y las enfermedades lo habían reducido a la mitad de sus efectivos. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados preferían permanecer en activo de forma farragosa, antes que ser llevados al hospital (II, II, 15).

Denisov procuraba mantener a Rostov alejado del peligro, lo cuidaba y después de cada acción iba a su encuentro para ver si estaba sano y salvo. En una expedición, Rostov encontró en cierta aldea saqueada a un viejo polaco con su hija y un niño de pecho, desnudos, hambrientos y sin medios para marcharse de allí. Rostov los llevó consigo y los alojó con él varias semanas, hasta que el viejo se restableció. El oficial Telianin comenzó a bromear sobre el asunto, diciendo que Rostov era más listo que ninguno y que no haría mal en presentarles a la bella polaca que había salvado. Rostov tomó la broma como una ofensa y, enfurecido, dijo al oficial cosas tan duras que Denisov hubo de entrar en su ayuda, en duelo. Denisov se enzarzó con la tropa de Telianin y Rostov, alarmado por el estado de Denisov, hizo llamar al médico y lo llevaron al hospital (II, II, 16).

En el mes de abril animó a las tropas la noticia de la llegada del emperador (II, II, 16). En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, y el armisticio siguió a este hecho de armas (II, II, 17). El 13 de junio se reunían en Tilsit el emperador francés y el ruso. Boris Drubetsky fue una de las pocas personas que asistió, en el Niemen a la entrevista de los emperadores. Vio las grandes balsas adornadas con monogramas, y en la otra orilla divisó el paso de Napoleón a lo largo de la guardia francesa, así como el pensativo rostro del emperador Alejandro, esperando silencioso la llegada de Bonaparte a un parador de las orillas del Niemen. Vio después cómo ambos soberanos tomaban asiento en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el primero, acudía con paso rápido a recibir a Alejandro y le tendía la mano, desapareciendo después con él en el pabellón (II, II, 19).

d.3) Parte 3

          En el campo de batalla, Napoleón consigue que Rusia y Francia se conviertan en aliados, y se establezcan buenas relaciones entre los “dos gobernantes del mundo”, de forma hasta casi parental. De esta forma, totalmente ingenua, los rusos están realmente ayudando a su enemigo (los franceses), y están luchando contra sus aliados (los austriacos):

En 1808 el emperador Alejandro acudió a Erfurt para entrevistarse nuevamente con Napoleón. En la alta sociedad de San Petersburgo se habló mucho de la importancia de aquella solemne entrevista. En 1809 la amistad de los dos soberanos del mundo, como se llamaba a Napoleón y Alejandro, era tan grande que, cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo del ejército ruso salió al extranjero para sostener al antiguo enemigo, Bonaparte, contra el anterior aliado, el emperador austriaco. Esa amistad era tan estrecha que en las altas esferas se hablaba de un posible matrimonio entre Napoleón y una de las hermanas del emperador Alejandro. Pero además de la situación política exterior, las reformas interiores emprendidas, que abarcaban todas las esferas de la administración, constituían la comidilla de la sociedad rusa (II, III, 1).

          En el campo social, el príncipe Andrei (Bolkonsky) vive en su finca de Bogucharovo todo el tiempo, completamente absorto en sus asuntos. Participa activamente en la transformación de sus fincas, lee mucho y se convierte en una de las personas más educadas de su tiempo. Sin embargo, Andrei no puede encontrar el sentido de la vida y cree que su vida ha terminado. Cierto día, Andrei va a ver al conde Rostov por negocios, a su finca de campo de Otradnoye. Allí conoce a Natasha y, accidentalmente, escucha su conversación con Sonia, en la que Natasha describe la belleza del cielo nocturno y la luna. Su discurso despierta su alma, y de repente se dice a sí mismo que “la vida no termina a los 31 años”, de forma definitiva e irrevocable:

Entre tanto, la vida seguía adelante. Hacía dos años que el príncipe Andrei vivía sin salir del campo, llevando a buen término todas las iniciativas a través de la tenacidad práctica y sin excesivo trabajo. Una de sus propiedades, de 300 campesinos, fue registrada como propiedad de labradores libres. En otras, la prestación personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Bogucharovo a una comadrona para ayudar a las parturientas, e invitó a un sacerdote a dar lecciones a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa. Además, se dio a la la lectura de los libros más diversos, y se puso a redactar un proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares. Y pensó que así debía vivir hasta el fin de sus días, sin hacer daño a nadie, ni inquietarse, ni desear nada (II, III, 1).

Con relación a la tutela de las posesiones de Riazan, que Andrei deseaba poner a nombre de su hijo pequeño, el príncipe Andrei debía entrevistarse con el mariscal de la nobleza del distrito: el conde Ilia Rostov. El príncipe Andrei fue a verlo a mediados de mayo, cuando habían comenzado ya los calores de la primavera y todo el bosque estaba verde y lleno de flores (II, III, 2).

Cuando avanzaba su carruaje por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en Otradnoye, tras los árboles oyó Andrei un grupo de alegres muchachas que corría a su encuentro. Delante de todas corría una chiquilla delgada que gritaba algo, pero que al ver a un desconocido no quiso mirarlo y se volvió riendo sobre sus pasos. El príncipe Andrei se sintió dolido, porque el día era hermoso, el sol brillaba espléndido, todo respiraba alegría y aquella delgada y feliz muchacha no quiso siquiera conocerle, siguiendo adelante con su feliz existencia (II, III, 2).

Llegada la noche, el príncipe Andrei se retiró al cuarto que los Rostov le habían preparado, y abrió la ventana, pues la noche era fresca. La habitación del príncipe Andrei estaba entre dos pisos, y en las estancias que tenía encima tampoco dormían, pues hasta él llegaba una conversación: "¡Sonia, Sonia! ¿Cómo puedes dormir? ¡Contempla esta noche tan bella! ¡Despiértate, Sonia! Te aseguro que jamás hubo una noche así, ni tan maravillosa como ésta". Sonia debió levantarse de mala gana, y la voz de Natasha le siguió diciendo: "¡Oh, mira qué luna! ¡Es una maravilla! Ven, ven aquí, querida, corazón mío, ¿la ves?". "Nada le importa mi existencia", pensó el príncipe Andrei mientras escuchaba su voz, celoso porque no dijese nada de él. "¡De nuevo ella! ¡Como a propósito!", pensaba. Despertó así Andrei en su ánimo sus esperanzas juveniles, en contradicción con la vida que en ese momento llevaba, y en aquel momento se quedó dormido (II, III, 2).

          Andrei (Bolkonsky) decide ir a San Petersburgo para analizar su posible reincorporación al ejército, y allí conoce Speransky, que al punto se convierte en su ideal de vida. Speransky le asigna al príncipe la tarea de trabajar en la sección de Derechos de Personas del Código Civil que se está desarrollando, y Andrei aborda esta tarea con responsabilidad. Por su parte, Pierre se reconcilia con su esposa Elena, y explica su desilusión respecto a la masonería y los masones, a los que describe como “personas insignificantes de bajo nivel”, y piensa cada vez más en su tacañería y comercialismo. Pierre se convierte en un habitual de las fiestas, donde encuentra consuelo en el vino:

A la vuelta de su visita al conde Rostov, el príncipe Andrei planeó marchar en otoño a San Petersburgo, pues le aburría la vida del campo y se planteaba la idea de reincorporarse al ejército (II, III, 3). El príncipe Andrei llegó a San Petersburgo en agosto de 1809. Eran los días en que la fama del joven Speransky llegaba a su apogeo, y sus reformas pasaban por su plena aplicación, incluida la elaboración de una Constitución para ajustar la administración y finanzas de Rusia, desde el Consejo de Estado hasta los consejos de distrito (II, III, 4).

Andrei se presentó en la corte en su calidad de gentilhombre, y allí le notificaron que debía presentarse al ministro de guerra, conde Arakcheiev. Estando hablando con el mariscal Kochubev, ese momento entró Speransky, que pasó lentamente sus ojos hacia Bolkonsky, y lo miró en silencio (II, III, 4). "Estoy muy contento de conocerle", dijo Speransky al príncipe Andrei, tras lo cual continuó: "He oído hablar de usted, y valoro sobremanera la labor de su padre. El presidente de la Comisión de Reglamentos militares, señor Magnitsky, es buen amigo mío. Espero que hallará en él el deseo de cooperar en todo lo que sea razonable" (II, III, 5). Bolkonsky, que siempre hablaba con soltura, sentía ahora dificultad al expresarse delante de Speransky. A los ojos del príncipe Andrei, Speransky era el hombre que él mismo habría deseado ser, capaz de explicar sensatamente todos los fenómenos de la vida (II, III, 6).

Esperando la notificación de su nombramiento de vocal del Comité, el príncipe Andrei renovó antiguas amistades de San Petersburgo (II, III, 5). Una vez nombrado redactor de la sección de Derechos de las Personas del nuevo Código Civil, encargada para él por Speransky, Andrei se aplicó de lleno a las obligaciones. Cuando regresaba a su casa por la noche, anotaba en su carnet las 4 ó 5 visitas o rendez-vous realizadas. El ritmo de la vida, y la necesidad de organizar el día para llegar a tiempo, le restaba buena parte de sus energías (II, III, 6).

Desde su regreso a San Petersburgo tras el viaje a sus posesiones del sur, Pierre se había encontrado, sin quererlo, a la cabeza de la sociedad de la capital. Conocía también a todos los miembros de la logia masónica, a la que él había pertenecido en su momento, y a todos ellos los consideraba personas débiles e insignificantes, que bajo el mandil y los signos de la masonería no hacían sino ansiar uniformes y condecoraciones, y la distinción social que ellos no poseían. De hecho, la logia estaba a rebosar de ingenuos candidatos. Su vida discurría como antes, con las mismas diversiones y la misma disolución, comiendo y bebiendo bien y sin abstenerse de los placeres de los solteros (II, III, 7).

Elena ocupaba ya una de las más destacadas posiciones en la sociedad de San Petersburgo. Frecuentaban sus salones los miembros de la embajada francesa y buen número de personas de todas las tendencias, que hablaban de política, poesía y filosofía. Pierre, que conocía su estupidez, asistía a veces a sus fiestas y comidas, con un extraño sentimiento de perplejidad. Pierre había sufrido hacía ya 3 años la ofensa de su mujer, y ahora evitaba cualquier posibilidad de otra ofensa. No obstante, viéndola en los salones se decía: "Elena se ha convertido en bas-bleu, y parece que ha renunciado a las aventuras de otros tiempos", hasta que finalmente decidió reconciliarse con ella (II, III, 9).

          Tanto en Moscú como en Otradnoye, el viejo Rostov ha contraído muchas deudas, y para resolver sus problemas decide trasladarse con toda su familia a San Petersburgo, para obtener allí dinero. En su nueva casa de los Rostov en San Petersburgo, la condesa quiere casar a su hijo Nikolai con la fea Julie (Karagina), que se hizo rica tras la muerte de sus hermanos. El general alemán Berg le propone matrimonio a Vera, hija mayor de los Rostov, porque la quiere. A pesar de la inopia rusa de Berg, los padres están de acuerdo, ya que nadie expresa interés en Vera. Natasha vuelve a acercarse a Boris (Drubetsky), pero después de una conversación con la vieja condesa, éste deja de visitar a los Rostov, se acerca a Julie y le propone matrimonio. El día de Nochevieja los Rostov son invitados a una cena y baile donde se reúnen el soberano y toda la alta sociedad petersburguesa. También acude por primera vez Natasha, pero nadie se fija en ella. Pierre le pide a Andrei (Bolkonsky) que invite a bailar a Natasha, y éste la reconoce como la misma chica que tiempo atrás habló de la belleza de la luna:

La situación financiera de los Rostov no se había arreglado a pesar de los dos años pasados en el campo. Aunque Nikolai, firme en su propósito, continuaba sirviendo en un oscuro regimiento y gastara relativamente poco dinero, la vida en Otradnoye seguía siendo la misma y las deudas aumentaban cada año. La única solución que le quedaba al viejo conde era conseguir dinero, y con esa intención se trasladó a San Petersburgo en busca de un empleo, y, según él decía, para divertir a las muchachas por última vez (II, III, 11).

Aunque en Moscú los Rostov pertenecían a la mejor sociedad, en San Petersburgo la sociedad era mixta e indefinida, y en ella los Rostov eran unos provincianos. No obstante, tanto antes en Moscú, como ahora en San Petersburgo, los Rostov siguieron siendo sumamente hospitalarios, y en torno a su mesa se reunían las personas más diversas (II, III, 11).

Poco después de su llegada a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera y le fue concedida. Él se había distinguido en la guerra de Finlandia, como joven de costumbres intachables y oficial cumplidor y valeroso. Pero para la condesa Rostov no pasaba de un provinciano de Livonia, y demasiado infantil en lo que a Rusia se trataba. No obstante, Vera tenía ya 24 años, y nadie había pedido nunca su mano. Así que dieron su consentimiento, y la dotaron con una hacienda de 80.000 rublos y 300 siervos (II, III, 11).

Natasha había cumplido 16 años, y hacía 4 que, después de haber besado a Boris, contara con los dedos el año en que llegaría a esa edad. Desde entonces, no había vuelto a verlo, y con Sonia y su madre hablaba de Boris. Desde que en 1805 partiera para el ejército, Boris no había visto a los Rostov, pero al instalarse éstos en San Petersburgo, Boris fue a visitarlos. "¿Qué, reconoces a tu traviesa amiga?", preguntó la condesa al verlo, señalando a Natasha (II, III, 12). Tras el frío recibimiento, la condesa habló seriamente con Boris sobre las chiquilladas infantiles con Natasha, y el joven Boris dejó de ir a casa de los Rostov (II, III, 13).

El 31 de diciembre, como despedida del año 1809, se iba a celebrar le reveillon en casa de un alto dignatario de los tiempos de Catalina la Grande, al que debían asistir el cuerpo diplomático y el emperador. En el Paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del prócer resplandecía con sus miles de luces, y por la alfombra roja iban llegando sin interrupción los carruajes. A cada nueva carroza que llegaba un murmullo recorría la multitud de curiosos. "¡Es el emperador! ¡No, es el ministro, el príncipe, el embajador!", se oía decir entre la multitud (II, III, 14).

Los Rostov fueron invitados a la gran fiesta, y el baile fue objeto de muchos comentarios y preparativos en la casa de los Rostov. Natasha iba por primera vez a un gran baile. Se había levantado a las 8, y todo el día redobló sus esfuerzos para que Sonia, su madre, y ella misma, fueran vestidas de la mejor manera posible. La condesa llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro, y las dos jóvenes irían de blanco con visos de color rosa y flores en el corpiño. Además, el peinado sería a la grecque (II, III, 14).

Natasha se vio envuelta así, por primera vez, en el baile, entre salas resplandecientes, en medio de la música, las flores, la danza, el emperador y toda la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan hermoso que no podía ni creer que así fuera. Los ojos se le iban de un lado a otro, sus pulsaciones pasaban de cien y decidió centrarse en su baile. "Las hay como nosotras y las hay peores", se dijo a sí misma Natasha, para tranquilizarse. Natasha miró con alegría el rostro conocido de Pierre, y se sintió aliviada. Y también reconoció al joven del uniforme blanco. "¡Otro conocido, mamá: Bolkonsky!", dijo Natasha, que continuó: "¿Lo recuerda? Durmió una noche en Otradnoye" (II, III, 15).

El baile comenzó, y las parejas más distinguidas comenzaron a danzar de la mano, al son de la orquesta y de los embajadores, ministros y generales, junto a las más bellas doncellas de la nobleza de San Petersburgo. Natasha comprendió que el tiempo iba pasando, y que corría el peligro de quedar con su madre y con Sonia, junto a la pared, en el pequeño grupo de señoras que no habían sido invitadas. Natasha contenía la respiración y miraba hacia adelante con ojos brillantes e inquietos, que parecían dispuestos a la mayor alegría o a un gran dolor, hasta que se echó a llorar (II, III, 16).

El príncipe Andrei estaba en la primera fila del amplio círculo, hablando con el barón Firhov sobre la primera sesión del Consejo Imperial. En esto, Pierre se le acercó a él corriendo, lo cogió del brazo y le ordenó: "Usted baila siempre, así que aquí hay una muchacha protegida mía, la joven Natasha Rostova. ¡Sáquela a bailar!". Andrei observó que el cuello y los brazos de Natasha no eran bellos como los de Elena, y que Natasha era una chiquilla. No obstante, coreado por la presencia del emperador, el príncipe Andrei decidió bailar y escogió para ello a Natasha. Tan pronto como empezó a moverse, y sonreír tan cerca de Natasha, se sintió pleno de vida y rejuvenecido (II, III, 16) y recordó a Natasha como a aquella muchacha que correteaba por el jardín de Otradnoye, y que aquella noche se puso a hablar por la ventana a la luz de la luna (II, III, 17).

          En la casa de los Bolkonsky, el joven Andrei se da cuenta de que ha perdido interés en la transformación de sus fincas. Está también decepcionado con Speransky, un hombre sin alma que no tenía su propio mundo interior. En una visita a los Rostov, Andrei se enamora de Natasha y le propone matrimonio. El viejo príncipe Bolkonsky considera que la joven Rostova no es una pareja adecuada para su hijo, y obliga a Andrei a posponer su matrimonio por un año. El príncipe Andrei no quiere atar a Natasha, y le da total libertad. Si durante este tiempo deja de amarlo, tiene derecho a echarse atrás. El viejo Bolkonsky, molesto con su hijo Andrei, descarga toda su ira contra su hija Maria, e intenta por todos los medios hacerle la vida insoportable. Deliberadamente, el viejo Nikolai se une sentimentalmente con la joven Bourien, la amiga y confidente de su hija, y eso hace sufrir sobremanera a la princesa Maria, al darse cuenta de que su padre realmente la ama:

Al día siguiente el príncipe Andrei retomó su trabajo para el Consejo Imperial, alejado ya de sus fincas de Bogucharovo. Además, todo lo que antes le había parecido misterioso y seductor en Speransky adquirió, de pronto, claridad, y dejó para él de ser atractivo para convertirse en algo evidente y vulgar (II, III, 18).

Al día siguiente el príncipe Andrei fue a visitar a ciertas personas que no había visitado aún, y entre ellas a los Rostov, cuya amistad fue renovada en el último baile, a través de aquella muchacha original y llena de vitalidad que le creó tan grato recuerdo. Natasha fue una de las primeras en salir a su encuentro, y ella y toda la familia lo acogieron como a un viejo amigo, con sencillez cordial (II, III, 19).

Después de la comida, Natasha cantó acompañándose con el clavicordio. El príncipe, de pie junto a la ventana, y sin abandonar sus preocupaciones, la escuchaba. En medio de una frase quedó en silencio, y notó que unas lágrimas inesperadas atenazaban su garganta. ¿Y por qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la pequeña princesa Lisa? ¿Por tantas desilusiones? ¿Por sus esperanzas en el porvenir? Sí y no (II, III, 19). Natasha estaba asustada pero feliz, y tanto ella como toda la familia Rostov sintió que algo importante iba a suceder. Natasha palidecía de miedo, a la espera de no sabía qué, hasta que el príncipe mostró su amor por Natasha y su firme intención de casarse con ella (II, III, 22).

Para casarse, el príncipe Andrei necesitaba el consentimiento de su padre, y con ese fin partió al día siguiente para entrevistarse con él. El padre recibió la noticia con secreta rabia, pues no podía comprender que alguien quisiera introducir en su familia un nuevo elemento, que además era una chiquilla. Así que añadió, mirando burlonamente a su hijo: "Te ruego que aplaces la boda un año. Vete al extranjero, trata de curarte y busca, como era tu intención, un preceptor alemán para el príncipe Nikolai. Y después, si el amor, o la pasión o la terquedad, siguen siendo tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra. Ya lo sabes, la última" (II, III, 23).

Pasaron las semanas y los meses, y el príncipe Andrei no volvió de nuevo a la casa de los Rostov. Natasha esperó a Bolkonsky todos los días, pero el príncipe no apareció. Natasha no quería salir a ningún lado, y caminaba como una sombra por las habitaciones. La condesa procuró calmarla, pero Natasha la interrumpió: "Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Venía, ha dejado de venir, y eso es todo (II, III, 23).

Al cabo de un año, en la casa de los Rostov se abrió en el vestíbulo la puerta de entrada, y alguien preguntó si estaban en casa los señores. Se oyeron pasos, y Natasha sintió voces en la antesala. Apenas oyó las voces de Andrei, su rostro empalideció, y pálida y asustada corrió al salón gritando: "¡Mamá, ha venido Bolkonsky!", tras lo cual continuó: "Esto es terrible, mamá, y yo no quiero sufrir. ¿Qué hago?". "Ve, ve junto a él", respondió la condesa, que continuó diciendo: "Él te ama, y ha vuelto a pedir tu mano. ¿Lo quieres tú también?". "¡Ah, soy tan feliz!", respondió ella, tratando de sonreir entre las lágrimas. Se inclinó hacia él, pensó unos segundos, como preguntándose si podía hacerlo, y lo besó. El príncipe Andrei tenía entre las suyas las manos de Natasha (II, III, 23). No obstante, no hubo ceremonia de compromiso ni se dijo a nadie que Bolkonsky y Natasha estaban prometidos, pues tal fue el deseo del príncipe (II, III, 24).

La salud y el carácter del viejo Nikolai Bolkonsky se habían debilitado mucho aquel año, después de la partida de su hijo para el extranjero. Más irritable que antes, descargaba toda su cólera sobre la princesa Maria, pareciendo buscar afanosamente todo aquello que le produjera dolor. Dos pasiones tenía la princesa: la religión y su sobrino Nikolenka. Y ambas constituían el tema favorito de los ataques y las ironías del viejo Bolkonsky (II, III, 25). Otras veces, se volvía a mademoiselle Bourien y departía con ella todas sus amabilidades, al tiempo que decía a su hija Maria: "¿Por qué no puedo casarme con ella también yo? Sería una princesa excelente". Con gran asombro y perplejidad, la princesa Maria se dio cuenta de que su padre, en efecto, intimaba cada vez más con la francesa (II, III, 26).

d.4) Partes 4 y 5

          Los Rostov vuelven de nuevo su finca de Otradnoye, y escriben al joven Nikolai (Rostov) para que vuelva a casa e intente resolver los asuntos económicos de la familia. Nikolai descubre las causas de la pérdida adquisitiva (la deslealtad del administrador Mitenka), pero rápidamente se desespera y deja a su padre al frente de los asuntos familiares. Para celebrarlo, los Rostov organizan una gran caza, ahuyentando a un lobo (junto a su tío mayor) y cazando una liebre (junto al vecino Ilagin), tras lo cual Nikolai y Natasha pasan la noche con su tío. Durante la época navideña, Nikolai se da cuenta de la belleza de Sonia, y se da cuenta de que la ama. Anuncia a Sonia sus intenciones, y ésta está increíblemente encantada. Natasha y Sonia están adivinando el futuro durante la época navideña, y Sonia ve al príncipe Andrei (Bolkonsky) acostado en un espejo. Sin embargo, no aprecia para nada esta visión, y pronto se olvida. Nikolai anuncia a su madre su intención de casarse con Sonia. La condesa está horrorizada, pero Natasha logra apagar la disputa. La condesa y Nikolai llegan a un acuerdo: que Nikolai no hará nada sin el conocimiento de su madre, y que la condesa no oprimirá a Sonia. Tras lo cual, Nikolai vuelve a enrolarse en el ejército. Los asuntos de los Rostov están aún trastornados, y el conde lleva a su familia a Moscú con la idea de quedarse allí y vender su propiedad de Otradnoye. La condesa, trastornada por una pelea con su hijo, enferma y permanece en el pueblo:

Durante su etapa de servicio militar, en el regimiento de Pavlogrado, Nikolai Rostov se había convertido en un buen muchacho al que querían las amistades moscovitas y respetaban sus camaradas y superiores (II, IV, 1). Últimamente, en las cartas de su casa su madre le decía que las cosas iban de mal en peor, y que debería volver a casa para alegrar y tranquilizar a sus ancianos padres. Y Nikolai se daba cuenta que, tarde o temprano, tendría que volver al caos de los asuntos económicos, de las discusiones e intrigas sociales y del amor a Sonia y la promesa que le hiciera (II, IV, 1).

Tras las primeras efusiones de su llegada, Nikolai comenzó a familiarizarse con el viejo mundo de la casa. Sus padres seguían siendo los mismos, aunque algo envejecidos. Sonia tenía ya 19 años y había llegado a la plenitud de su belleza. No prometía más de lo que tenía, pero eso era suficiente, y toda ella respiraba felicidad y amor. Petia era ya un muchacho de 13 años, alto, gracioso e inteligente. Y Natasha no paraba de sonreir, y de contar su romance con el príncipe Andrei (II, IV, 1).

Desde su vuelta Nikolai andaba serio y hasta triste, y la necesidad de intervenir en la administración lo agobiaba. Lo primero que hizo fue ir al pabellón de Mítenka, para pedirle cuentas de todo. Mítenka temblaba de miedo y perplejidad ante el hijo del conde, y los empleados escuchaban en el vestíbulo que las palabras del joven conde subía de tono, una tras otra: "¡Ladrón, bestia desagradecida, perro asqueroso! ¡Te haré pedazos! ¡No estás hablando con mi padre! ¡Nos has robado!". Después, aquella gente vio cómo el joven conde sacaba a Mítenka por el cuello y, echándole fuera, gritaba: "¡Fuera! ¡Y que no vuelva a verte por aquí, canalla!" (II, IV, 2).

Al día siguiente el conde llamó aparte a su hijo y, sonriendo tímidamente, le dijo: "Sabes, querido, te has acalorado por muy poca cosa. Mítenka me lo ha contado todo". "Papá, ese hombre es un miserable y un ladrón, respondió Nikolai. Su padre siguió insistiendo: "Te ruego que lleves tú esos asuntos. Yo soy viejo, yo...". "Padre, perdóneme si lo he disgustado, pero yo entiendo menos que usted. No entiendo ni una palabra de todo eso". Y en adelante no volvió a meterse en aquellos asuntos. El gesto de Nikolai provocó lágrimas de alegría en la condesa (II, IV, 2).

Empezaban los primeros fríos, las heladas matinales endurecían la tierra húmeda de otoño, y las copas de los árboles y los bosques empezaban a dorarse y enrojecerse (II, IV, 3). Aquel 15 de septiembre se había levantado el viejo conde de muy buen humor, y preparó su gran equipo de caza para salir con Nikolai. Una hora después, toda la comitiva familiar (Natasha, Petia...) se encontraba frente al porche de la casa. Nikolai envió por delante una jauría y un grupo de ojeadores, y silbando a sus perros salió a través de las eras de Otradnoye. Habrían recorrido 1 km cuando vieron venir a otros 5 jinetes con sus perros. Por delante cabalgaba un hombre entrado en años y de grandes bigotes blancos. "¡Buenos días, tío!", saludó Nikolai. "¡Siempre adelante!", respondió el tío recién llegado, tras lo cual continuó: "En seguida, entra en el coto, porque me han dicho que los Ilagin están en Korniki, y te van a quitar las piezas en tus propias narices". "¿Juntamos las jaurías?", preguntó Nikolai. Y los galgos fueron reunidos en una sola jauría, y los jóvenes Rostov y su tío siguieron juntos (II, IV, 4).

Llegó la Navidad y, aparte de la misa solemne, no sucedió nada de especial, pues aquel frío de 20 grados bajo cero impulsaba a no hacer mucho. Después de comer, toda la familia se dispersó por las habitaciones. Nikolai se quedó dormido en el saloncito de los divanes, el viejo conde descansaba en su despacho, la condesa hacía un solitario en la mesa redonda de la sala y Sonia copiaba un dibujo (II, IV, 9). Aquella noche, Sonia estaba de verdad animada y bonita, como hasta entonces Nikolai nunca la había visto."¡Qué deliciosa es!", se decía, y "¿en qué estuve pensando hasta ahora?". Poco después, Sonia salió a dar un paseo, bajo la luz de la luna. Nikolai se abrigó bien y salió a urtadillas tras sus pasos, iluminado por la luna. Cuando Sonia llegó a la parte del granero, enfrascada entre la nieve, Nikolai la alcanzó, pasó sus manos entre las pieles que cubrían su cabeza, la estrechó contra su pecho y besó sus labios sombreados por el bigote. Sonia lo besó en los labios y, desprendiendo sus pequeñas manos, encuadró en ellas sus mejillas. "¡Sonia! ¡Nikolai!", se dijeron. Se acercaron corriendo al granero y regresaron a la casa, cada uno por un camino diferente (II, IV, 11).

La condesa, con tristeza, y a veces cólera, advertía el acercamiento cada vez mayor entre Sonia, pobre y sin dote, y su hijo. Lo que más disgustaba a la condesa era precisamente que Sonia, la pobre sobrina de los ojos negros, fuera tan dulce, tan buena y tan agradecida a sus protectores, y amase con un amor tan constante y abnegado a Nikolai, sin que nada se le pudiera reprochar (II, IV, 8). Natasha se encargó de la reconciliación, y lo hizo de tal manera que la condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia, y Nikolai aseguró que no haría nada sin que sus padres lo supieran (II, IV, 13).

Con la firme intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el retiro y volver para casarse con Sonia, Nikolai partió para incorporarse al regimiento (II, IV, 13). Tras su marcha, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a consecuencia de tantos disgustos, cayó enferma. Sonia estaba triste por la marcha de Nikolai. El conde veía necesario vender la casa de Moscú y su hacienda vecina. Natasha se iba impacientando ante la ausencia de su novio, pensando que sus mejores días habían acabado. Por su parte, el príncipe Andrei llega por fin a Moscú, y hace los preparativos para recibir allí a Natasha, a pesar de que su padre (el príncipe Nikolai Bolkonsky) vivía allí aquel invierno. No obstante, la condesa Rostov se quedó en el campo, mientras el resto de la familia partió para Moscú (II, IV, 13).

          En la casa de los Bolkonsky de Moscú, en la calle Vozendvizenka, el viejo príncipe Nikolai ha envejecido notablemente, se ha vuelto más irritable y la relación con su hija Maria se ha deteriorado, lo que atormenta tanto al anciano como a la princesa. Los Bolkonsky reciben con crueldad al viejo conde Rostov y a Natasha, el viejo príncipe de forma premeditada y la joven princesa Maria por torpeza:

A principios del invierno el viejo príncipe Bolkonsky y su hija llegaron a Moscú y se instalaron en su magnífica mansión de grandes espejos y criados empolvados, junto a la bonita señorita francesa que les acompañaba y el pequeño Nikolenka (II, V, 2). El príncipe había envejecido mucho durante ese año, y eran muy evidentes en él las señales de la senilidad. Un día, el viejo recibió la visita del médico Metivier por su santo, y nada más verlo lo echó de su casa diciendo: "¡Un espía francés, un esclavo de Napoleón! ¡Fuera de mi casa, espía!", y le dio un portazo, culpando a Maria de haberlo llamado para matarlo (II, V, 2). Por su parte, la vida en Moscú se había hecho muy penosa para la princesa Maria, al verse privada en la ciudad de sus dos grandes alegrías: la conversación con los hombres de Dios y la soledad, que tanto la confortaba en Lisie-Gori (II, V, 2). En lo que a Andrei tocaba, su inminente llegada a Moscú supuso para los Bolkonsky sacar el tema de su matrimonio con Natasha a la luz, y complicar todavía más las cosas (II, V, 2).

Nada más llegar a Moscú, el conde Ilia Rostov y su hija Natasha se dirigieron a la casa del príncipe Nikolai Bolkonsky. Al conde no le hacía mucha gracia esa visita, y en el fondo tenía miedo al príncipe. La última entrevista que había tenido con él, durante las levas de soldados, el príncipe le administró una severa reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres, y eso estaba aún vivo en su memoria. Natasha, en cambio, vestía sus mejores galas y gozaba de excelente humor. "Es imposible que no me quieran", pensaba, mientras se decía a sí misma: "Todos me han querido siempre, y yo estoy dispuesta a quererlos y a que no tengan motivo alguno para no quererme" (II, V, 7).

Llegaron a la vieja y sombría mansión en Vozendvizenka y entraron en el vestíbulo. "¡Que Dios nos bendiga!", dijo el conde, medio en broma y medio en serio. Desde el primer momento, Natasha no agradó a la princesa Maria, pues le pareció demasiado bien vestida. En realidad, lo que Maria estaba sacando de sí era un sentimiento inconsciente de envidia, por la belleza, juventud y felicidad de Natasha, y por los celos que sentía por el amor de su hermano (II, V, 7). A los 5 minutos de conversación penosa y forzada entre Maria y Natasha, se oyeron unos pasos rápidos, amortiguados por unas pantuflas. El rostro de la princesa Maria palideció de miedo, la puerta de la sala se abrió de golpe y de repente apareció el viejo príncipe, con el gorro blanco de dormir y el batín. "Les ruego que me excusen, se lo ruego. Dios es testigo de que no lo sabía, y que tan sólo esperaba ver a mi hija", gruñó el viejo, que se retiró después de examinar a Natasha de pies a cabeza (II, V, 7).

          En la casa de Maria Akrosimova en Moscú, en la calle Koniushenaya y en la cual se hospedan ahora los Rostov (por no estar su casa moscovita en condiciones), la anfitriona consuela a Natasha por las impertinencias sufridas por los Bolkonsky, y para ello le compra una entrada para la ópera. En el teatro, los Rostov conocen a Boris (Drubetsky), a Dolojov, a Elena y a Anatole (su hermano). Elena invita a los Rostov a su casa, y Anatole se queda prendado de Natasha, a la cual persigue y envía cartas en secreto, planificando con ella una boda secreta. Sonia sospecha que Natasha sufre por algún plan terrible, y decide quedarse despierta toda la noche para frustrarlo. Akrosimova nota a Sonia llorosa, descubre lo que sabe y ordena a los sirvientes que detengan a los secuestradores. Anatole y Dolojov luchan contra los sirvientes y huyen. Pierre informa a Natasha que Anatole está casado ya (pues cierto terrateniente polaco le obligó a casarse con su hija), y obliga a Anatole a entregarle las cartas de Natasha y a abandonar Moscú, convenciéndose nuevamente de la crueldad de Elena. El príncipe Andrei (Bolkonsky), que llega de un viaje, se entera de la historia de Natasha con Anatole, y a través de Pierre devuelve las cartas de Natasha. Pierre le dice inesperadamente a Natasha que “si fuera el mejor hombre del mundo, suplicaría de rodillas su mano y su amor”, y se marcha llorando de “ternura y felicidad”. En el camino, Pierre observa el cometa de 1811, cuyo aspecto correspondía al estado de su alma:

A fines de enero, el conde Ilia Rostov llegó a Moscú con Natasha y Sonia, pues había que preparar el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú y presentar a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba fría. Además, venían por poco tiempo, y no iba con ellos la condesa. Por todas estas razones, Ilia decidió quedarse en casa de Maria Akrosimova, que desde hacía tiempo había ofrecido su hospitalidad al conde. Los 4 coches de los Rostov entraron en el patio de Maria, en la calle Staraia Koniushenaya. Maria vivía sola: tenía una hija casada y los hijos estaban en el ejército (II, V, 6).

Cuando todos se quitaron los abrigos y se arreglaron, Maria Akrosimova los abrazó. "Me alegro profundamente de veros y de que estéis en mi casa", dijo, y lanzó una mirada significativa a Natasha: "¡Ya era hora! Has engordado y estás más guapa. Pero ¡puf, estás helada!". "Quítate el abrigo", gritó al conde, que se acercaba a besarle la mano. "¿Habéís pasado frío, verdad? Traed ron para el té. Soniuska, bonjour", dijo a Sonia (II, V, 6).

A la mañana siguiente Akrosimova llevó a las jóvenes a la Virgen de Iverisk y a Madame Aubert Chalmet, a quien Maria encargó casi todo el ajuar. De vuelta a casa, echó a todos de la sala, excepto a Natasha, e hizo que su predilecta se sentara a su lado. "Bueno, ahora hablemos. Te felicito por el novio, al que conozco desde que era pequeño. Pero entrar en esa familia contra la voluntad del padre no está bien. Es menester que todo suceda en paz y en amor" (II, V, 6).

Aquella noche los Rostov fueron a la ópera, donde Maria Akrosimova les había conseguido un palco, pensando exclusivamente en Natasha. Un acomodador se deslizó rápido entre las damas y les abrió la puerta. Se oyó la música y las filas de palcos iluminados aparecieron resplandeciendo de señoras y uniformes. "Mira, ahí está Alenina con su madre", dijo Sonia. "¡Dios mío! Mijail Kirilich ha engordado más aún", observó el conde. "¡Fíjate qué toca lleva nuestra Anna Mijailovna!". "También están los Kuragin, y Julie y Boris se ve que son novios"... "Y Drubetsky ha pedido su mano", dijo Sinsin, que entraba en el palco y que recalcaba: "Pero son Dolojov y Anatole Kuragin quienes tienen locas a todas nuestras damas y a las actrices francesas". "Hablan de nosotras, y de mí sobre todo", pensó Natasha para sí (II, V, 8).

En el palco vecino entró una señora alta y bella, con un doble collar de perlas al cuello. Era la condesa Bezujov (Elena), esposa de Pierre (II, V, 8). En ese momento entró también Anatole Kuragin, lanzando una mirada a Natasha al tiempo que se acercaba a su hermana y le decía algo al oído, sin dejar de mirar a Natasha (II, V, 9). Al terminar el segundo acto, la condesa Bezujov se levantó y llamó al conde Rostov con su mano enguantada, hasta que éste llegó a ella y Elena le dijo: "Toda la ciudad no habla más que de sus encantadoras hijas, y yo aún no las conozco. ¿No se avergüenza de tener escondidas semejantes perlas en el campo? Yo también quiero hacerme moscovita, así que les espero en mi casa, mañana a las 9" (II, V, 9).

Al día siguiente de haber ido al teatro, Natasha seguía echando de menos al joven príncipe Bolkonsky, inquieta y ofendida por no haber llegado todavía éste a Moscú (II, V, 12). Era domingo, y todos los Rostov fueron a misa a la iglesia de la Asunción, en la que el pope oficiaba muy dignamente, lo mismo que el diácono (II, V, 12). Al salir de misa, y tras el desayuno en casa de Maria Akrosimova, el conde Ilia Rostov llevó a las dos jóvenes a casa de la condesa Bezujov, a pesar del aviso de la anfitriona: "No me gusta la amistad de la Elena, pero si se lo has prometido (volviéndose a Natasha), ve y distráete" (II, V, 12).

Elena acogió cariñosamente a Natasha, con grandes alabanzas en voz alta para ella y su vestido. Anatole invitó a Natasha para el vals y, mientras bailaban, estrechaba su talle y la mano, le decía que era ravisante y que la amaba y quería casarse con ella. "No me diga eso, pues estoy prometida y amo a otro", dijo Natasha con mucha prisa. Pero unos labios ardientes se posaron en sus labios, y en aquel instante hubo un ruido de pasos y se oyó el rumor del vestido de Elena. Natasha miró a Elena roja y temblorosa, y con aire asustado salió corriendo de su casa (II, V, 13).

Ya de noche, Sonia entró en la habitación de Natasha, y la encontró durmiendo vestida en un diván. A su lado, en la mesa, había una carta de Anatole en que planificaba ir a llevarse a Natasha con nocturnidad, y casarse con ella en secreto y llevarla al fin del mundo. Sonia se llevó las manos al pecho hasta el punto de ahogarse, y rompió a llorar al punto que se decía: "¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo han podido ir tan lejos las cosas? Kuragin es falso y malvado, y yo misma impediré que hagan esto a Andrei" (II, V, 15).

Aprovechando la ausencia de Ilia Rostov de Moscú, Anatole había planificado al detalle el rapto de Natasha. Ella debía esperarle despierta en la casa de Akrosimova, y él debía conducirla en un trineo hasta la aldea de Kamenka, a 70 km de Moscú. Allí, un pope excomulgado los uniría en matrimonio. En Kamenka tomarían un coche hasta el camino de Varsovia, donde utilizarían la posta para huir al extranjero (II, V, 16). Cuando Anatole contó su plan a Dolojov, y le pidió su ayuda, éste se le quedó mirando con fría sonrisa y contestó: "Bueno. Se te acabará el dinero, ¿y entonces, qué?". "¿Y entonces qué?", repitió Anatole ante la idea de lo que iba a suceder. Tras lo cual exclamó, mirando el reloj: "¡Ya es hora!" (II, V, 16).

Maria Akrosimova, al encontrar a Sonia en el pasillo anegada en lágrimas, la obligó a contarlo todo. Akrosimova entró en su habitación y, derecha a Natasha, le dijo: "¡Miserable, desvergonzada! ¡Vaya con la niña buena! ¡Basta ya de fingir! Te has cubierto de vergüenza como una mujerzuela. Ya te arreglaría yo las cuentas, pero me da lástima tu padre. ¿Así que raptarte, como a una gitana cualquiera?". Y encerrando a Natasha con llave en su habitación, ordenó al portero y a sus sirvientes que estuviesen preparados a la puerta para cuando llegasen los raptores, y no los dejaran entrar. Cuando éstos llegaron, vieron la casa fortificada, y a los sirvientes preparados para la defensa, y huyeron en desbandada (II, V, 18).

A la mañana siguiente, llegó Pierre a casa de Maria Akrosimova, para tomar el café, y vio todos los rostros femeninos desencajados. "¿Qué ha sucedido?", preguntó Pierre a María. "Un bonito asunto", respondió Akrosimova, que continuó: "Tengo 58 años y nunca he visto una vergüenza semejante", tras lo cual le explicó lo sucedido en la casa de su mujer. Pierre, perplejo, maldijo a Elena, y explicó que Anatole estaba casado ya con la hija de un terrateniente polaco (II, V, 19). Tras lo cual salió de la casa y comenzó a recorrer todas las calles de la ciudad hasta dar con Anatole Kuragin, y obligarle por las malas a entregarle las cartas de Natasha y marcharse de Moscú (II, V, 20).

En cuanto llegó a Moscú, el príncipe Andrei se percató que en todas partes se comentaba el intento de rapto de Natalia Rostov. No obstante, fue su padre quien mejor le informó de la noticia, corregida y aumentada. El príncipe Andrei había llegado de la frontera polaca la tarde anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo Pierre. Éste pensaba encontrar a Andrei en una situación desesperada, pero lo encontró muy cambiado y de paisano, tranquilamente hablando con su padre sobre el destierro de Speransky y la inminente traición política que se cernía sobre Moscú (II, V, 21). "Perdóname si te importuno", comenzó diciendo Pierre, no sabiendo cómo hablarle de Natasha. "Sí, amigo Pierre, la condesa Rostova me ha rechazado y he oído decir que tu cuñado Kuragin pretendía su mano o algo similar. ¿Es cierto? Aquí tiene sus cartas y su retrato. Devuélveselo, por favor". "Está muy enferma", dijo Pierre, que al punto le entregó las cartas dirigidas entre Natasha y Anatole (II, V, 21).

e) Libro III

e.1) Parte 1

          El ejército de Napoleón cruza el río Niemen y se planta a las orillas del Vístula. El enojado emperador Alejandro I, que se encuentra en Vilna, envía inmediatamente a su ayudante general, el príncipe Balasov, a Napoleón con una carta, exigiéndole que le transmita una condición indispensable: no habrá paz mientras haya al menos un enemigo armado en Rusia. Balasov es detenido por el mariscal Davout, interrogado por Murat y llevado ante Napoleón, quien recibe al enviado en palacio. Napoleón acusa airadamente a Balasov y se niega a retirar sus tropas de Rusia. La guerra ha comenzado:

A finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de millones de hombre de la Europa occidental. En 1812, esas fuerzas avanzaron de oeste a este, en dirección a la frontera rusa, hacia donde, también desde 1811, acudían igualmente las tropas del zar. El 12 de junio los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia, y hombres de Occidente avanzaban hacia Oriente para matar y ser muertos, aupados por la sinrazón de Napoleón (III, I, 1).

El 29 de mayo Napoleón salió de Dresde, donde había pasado 3 semanas alagando a los príncipes, duques, reyes y hasta a Alejandro, con tal de tenerlos a su favor. No obstante, el 10 de junio Napoleón alcanzó a su ejército en el bosque de Wilkowis, y al día siguiente cruzó el Niemen. Al llegar al amplio Vístula, se detuvo junto a un regimiento polaco de ulanos apostado en la orilla. "Vivat!", gritaban con entusiasmo los polacos, aplastándose unos a otros para verlo. Napoleón inspeccionó el río, echó pie a tierra y se sentó sobre un tronco caído en la orilla (III, I, 2).

Entre tanto, el emperador de Rusia llevaba más de un mes viviendo en Vilna, presenciando las maniobras militares y dispuesto a una guerra que todos esperaban ya. Alejandro fijó su mirada en Balasov y, comprendiendo que se trataba de un hombre de graves motivos, le comentó: "Ve a Bonaparte, llévale esta carta y dile de mi parte: ¡Entrar en Rusia sin previa declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un solo soldado enemigo" (III, I, 3).

Balasov, acompañado por un cometa y dos cosacos, salió en la noche del 13 de junio, y al amanecer llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por las vanguardias francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la caballería francesa le dieron el alto, y más adelante la guardia de Murat detuvo a Balasov en seco, y lo llevaron ante Murat. Entonces, ¿cree usted que no es el emperador Alejandro el que ha provocado todo esto?", preguntó al punto Murat, con una sonrisa brulona y estúpida. "Je ne vous retiens plus, genéral; je souhaite le succes de votre mission", continuó diciendo Murat, y dejando flotar en el aire su bordada capa roja y sus plumas, se unió al séquito que lo esperaba (III, I, 4).

Balasov siguió adelante, persuadido de que alguien lo conduciría a Napoleón. Pero no ocurrió así, sino que los centinelas de Davout lo detuvieron a la entrada de la aldea, y un ayudante del cuerpo lo condujo al mariscal Davout, el arakcheiev del emperador Napoleón (III, I, 4). "¿Dónde está el pliego?", le preguntó al punto Davout, tras lo cual continuó: "Las órdenes de su emperador se cumplen en su ejército, pero aquí hace lo que se le diga". Y para dar a entender su fuerza bruta, lo envió a Bonaparte (III, I, 5).

Aunque Balasov estaba acostumbrado a la magnificencia de la corte rusa, el lujo fastuoso de la de Napoleón le dejó asombrado. El conde de Tourenne, general Duroc, lo introdujo en la gran sala de espera, donde aguardaban numerosos generales, y le anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo (III, I, 6).

Napoleón entró en la sala con una casaca azul y calzado con las botas de montar. Iba perfumado con agua de colonia, y al acercarse a Balasov comenzó a hablar como quien no pierde un minuto ni se digna preparar sus discursos: "Buenos días, general. He recibido la carta de Alejandro, y debo decirle que no deseo ni he deseado la guerra a nadie. Pero ahora explíquese usted". Balashov comenzó a hablar, balbuceando y medio tambaleándose: "Sire, l'empereur mon maitre... a condición de que las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen". "¿Al otro lado?", contestó Napoleón. "¿Quieren que retroceda al otro lado del río, para negociar? Ni aunque me diesen San Petersburgo y Moscú. Dice usted que yo he comenzado la guerra, pero ¿quién fue el primero en incorporarse al ejército? Su emperador Alejandro, y no yo" (III, I, 6).

          El joven príncipe Andrei (Bolkonsky) está ansioso por desafiar a Anatole (Kuragin) a duelo, pero ha de marchar a Valaquia (sur de Rumanía) y ayudar con ello a Kutuzov (destinado en Rumanía), sumergiéndose así completamente en el servicio al ejército. Tras el comienzo armado de la guerra, Kutuzov, a petición suya, envía a Bolkonsky a servir al emperador Alejandro. Bolkonsky se une al soberano ruso en el campo de Dris, entre las disputas e intrigas militares. Alejandro I decide confiar el mando del ejército a Barclay, y al príncipe Andrei le da un puesto elevado en el ejército, enterrando así su carrera  política. En cuanto al capitán Nikolai (Rostov), éste es destinado a la zona de Ucrania, donde el ejército ruso está retrocediendo de sus posiciones. Cerca de Ostrovna, Nikolai, decide apoyar con su escuadrón de húsares, y lanza un contraataque al enemigo francés, derrocándolo. El mando ruso se fija en él, lo recompensa con la medalla de San Jorge y le entrega un nuevo y mayor batallón:

Después de su entrevista con Pierre en Moscú, el príncipe Andrei marchó a San Petersburgo para buscar allí al príncipe Kuragin, a quien consideraba necesario ver y retar a duelo. Llegado a San Petersburgo, se informó que Anatole ya no estaba allí, y recibió en seguida un nuevo destino del ministro de la Guerra: el ejército en Moldavia, del que Kutuzov había sido nombrado comandante en jefe. Cuando Bolkonsky llegó a Bucarest, se entrevistó con Kutuzov (donde éste vivía, como comandante en jefe), y le pidió su traslado al ejército del oeste. Kutuzov lo dejó marchar muy gustoso, y le encargó una misión cerca del general Barclay y del emperador (III, 1, 8).

El príncipe Andrei encontró a Barclay en las orillas del Dris, a escasos 4 km del emperador Alejandro. Las tropas del 1º ejército, donde se hallaba el emperador, ocupaban el campo fortificado de Dris, y las del 2º trataban de reunirse con el 1º, acosadas por las fuerzas francesas. Cuando se juntaron todas las fuerzas, Alejandro dividió las tropas en 3 ejércitos: el 1º mandado por Barclay, el 2º por Bagration y el 3º por Tormasov. Además, formó un Estado Mayor al mando de Barclay, y un Estado Mayor Imperial al mando de Volkonsky, guardándose a Arakcheiev como su consejero de guerra (III, I, 9). En la revista, el emperador preguntó a Andrei dónde deseaba prestar servicio. Bolkonsky perdió para siempre la estima del mundo cortesano, y pidió permiso para servir al ejército (III, I, 11).

En vísperas de la nueva campaña militar, Nikolai Rostov recibió una carta de sus padres en la cual le contaban la enfermedad de Natasha, pero el comienzo de la guerra impidió a éste regresar a casa (III, I, 12). Nikolai fue enviado a Ucrania, y allí capturó unos magníficos caballos que le valieron las alabanzas de sus superiores. Allí lo ascendieron a capitán de su antiguo escuadrón, cuyos efectivos habían aumentado, y lo enviaron a Polonia. Rostov se entregaba por completo y feliz a las obligaciones e intereses del ejército (III, I, 12).

En el frente polaco las tropas rusas habían retrocedido de Vilna, acercándose ya a la frontera rusa. El 13 de julio los hombres de Rostov tuvieron una seria escaramuza, en medio de una fuerte tormenta de lluvia y granizo (III, I, 12). Pocos días después llegaban a Ostrovna y, cuando cesó la lluvia Nikolai exclamó: "¡A caballo! ¡En marcha!". Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron en filas de 4, entre el ruido de sables y de cascos de caballos en el barro, rebasando a la infantería y artillería y poniéndose en formación de batalla, con los húsares en el flanco izquierdo, la reserva en el flanco derecho y los alanos en primera fila (III, I, 14).

Al otro lado de la cañada se oían las columnas y los cañones de las avanzadas francesas, cuyo ruido alegró el corazón de Rostov (III, I, 14). Empezó el cañoneo, y Rostov se percató que los dragones franceses perseguían a los ulanos rusos, cuyas primeras filas se habían roto. Rostov, sin reflexionar ni calcular nada, se abalanzó con los suyos sobre los dragones franceses, a los que arrollaron a base de sables y empujones, hasta que éstos se rindieron (III, I, 15). El conde Ostermann llamó a Rostov y le agradeció su intervención, anunciándole que expondría al emperador su valeroso acto y pediría para él la cruz de San Jorge (III, I, 15).

          En la casa de los Rostov de Moscú, Natasha está preocupada por su ruptura con el príncipe Andrei. Su pariente Belova invita a Natasha a ayunar, todas las mañanas van a la iglesia, y Natasha recupera el sentido. Pierre, que se siente protector anímico de Natasha, pasa todos los días en casa de los Rostov. El hijo menor de los Rostov, Petia, de 15 años, le dice a su padre que huirá al ejército si no se alista para el servicio militar. Petia se apresura al Kremlin para apelar al soberano ruso, pero la multitud lo aplasta:

Cuando recibió la noticia de la enfermedad de Natasha, la condesa Rostova se trasladó a la capital con Petia y toda la servidumbre. La familia Rostov abandonó la casa de Maria Akrosimova para instalarse en su propia vivienda de Moscú (III, I, 16).

La enfermedad de Natasha se manifestaba en que comía y dormía poco, en la tos y la apatía. Todos se ocupaban de cuidarla, pero los doctores que la visitaban concluían que el mal de Natasha era tan desconocido como lo son todas las enfermedades humanas (III, I, 16). Natasha dejó de ir al baile y al patinaje, y se ahogaban en sollozos de arrepentimiento por el pasado (III, I, 17). Al único que recibía con cierta alegría era al disoluto Pierre, desde esa amistad tierna y poética que se tenían, y en la que ambos se transportaban a otra época de belleza y amor. No obstante, atrás habían quedado aquellos momentos de infancia en que un fanfarrón y bromista Pierre le dijera que, de haber sido un hombre libre, habría pedido de rodillas su mano y su amor (III, I, 17).

Terminaba el ayuno de San Pedro cuando Agrafena Belova, vecina de los Rostov en Otradnoye, llegó a Moscú para venerar las santas imágenes de la ciudad. Propuso a Natasha que hiciera con ella unos ejercicios espirituales y ella aceptó con alegría, persignándose y dándose de lleno a las oraciones y ejercicios de piedad, a través del sacerdote de Razumovsky (III, I, 17).

En aquel momento entró corriendo Petia, convertido ya en un espléndido y guapo muchacho de 15 años. Petia, a quien nadie prestaba atención, se acercó a su padre y, muy colorado, con voz que mudaba en bronca, dijo: "Ea, papá y a mamá, tomadlo como queráis, pero tenéis que dejarme ir al ejército, para ingresar en los húsares". "¿Ya está? ¿Ya lo has conseguido?", añadió la madre. "¡Vaya, vaya! ¡Menudo guerrero!", añadió el padre. Tras lo cual, Petia concluyó: "Me voy, porque la patria está en peligro". "Y Moscú, nuestra primera capital. Porque el enemigo ha entrado en territorio ruso con grandes fuerzas, e intenta devastar nuestra amada patria", leía diligentemente del periódico Sonia, con su fina vocecita (III, I, 20).

Al día siguiente llegó a Moscú el emperador, y algunos criados pidieron permiso para salir y ver al zar. Aquella mañana Petia tardó mucho en vestirse, peinarse y acomodar el cuello tal como lo hacen los mayores. Mirándose en el espejo, fruncía el ceño, gesticulaba y, sin decir nada a nadie, se puso la gorra y salió de la casa sin que no lo vieran. Tenía decidido ir al lugar donde estuviera el emperador y explicar a alguien que él, conde Rostov, quería servir a la patria (III, I, 21).

Cuando estuvo cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por la multitud. Al llegar a la puerta de la Trinidad había una mujer de pueblo con un lacayo y dos mercaderes. Petia trató de abrirse paso a codazos, hasta que la mujer (la primera que recibió los golpes del muchacho) se volvió furiosa: "¿Por qué empujas, señorito? ¿No ves que todos esperan? ¿A qué viene empujar?". "Todos podrían intentarlo", dijo el lacayo, que al punto empujó a Petia hacia un rincón maloliente de la puerta. Petia se pasó las manos por el rostro sudoroso, se arregló el cuello y, empapado, se retiró (III, I, 21).

          En las calles de Moscú, los nobles y comerciantes, abrumados por el entusiasmo patriótico, y conmocionados por el carisma de Alejandro I, derraman lágrimas y compiten entre sí, dispuestos a sacrificarlo todo por la patria. El propio viejo conde Rostov va a inscribir a Petia en el ejército, y Pierre usa su propio dinero para formar y equipar un regimiento completo. Los nobles, que han entrado en razón, dan instrucciones a sus administradores y siervos, ante lo que se les viene encima:

A principios de julio de 1812 comenzaron a extenderse por Moscú alarmantes rumores sobre la marcha de la guerra. Se hablaba de una proclama del emperador al pueblo y de su próxima llegada a Moscú, y todo se exageraba. Se decía que Alejandro había dejado el ejército porque éste se hallaba en peligro, que Smolensk se había rendido a los franceses, que Napoleón tenía 1 millón de soldados y que sólo un milagro podía salvar al país (III, I, 18).

Cuando el emperador llegó a Moscú, la multitud que lo esperaba fue dispersada, mientras duró la solemne ceremonia de la catedral, en un oficio de acción de gracias por la llegada del zar y la firma de paz con los turcos. A su salida del oficio religioso se oyeron unos cañonazos, y la multitud volvió a congregarse en la orilla del río. "¡Hurra, hurra!", gritó la multitud, que acompañó al zar hasta el palacio (III, I, 21).

Tres días después, el 15 por la mañana, gran cantidad de carruajes se agolpaba delante del palacio Slobodsky. Los salones estaban llenos. En el 1º se encontraban los nobles, de uniforme; en el 2º los mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules. En la sala de los nobles reinaba gran bullicio y movimiento. Los dignatarios más importantes estaban sentados ante una mesa, bajo el retrato del emperador y releyendo las palabras del Manifiesto, según las cuales el zar iba a Moscú para consultar con su pueblo (III, I, 22).

Cuando Alejandro entró en la sala, todos se pusieron en pie y le manifestaron su devoción y lealtad. "¿Acaso hemos olvidado las milicias de 1807?", dijeron los nobles, que continuaron diciendo: "Entonces sólo se enriquecieron los hijos de la Iglesia y los ladrones y saqueadores". El conde Ilia Rostov movía la cabeza en señal de aprobación, al tiempo que decía: "Pues bien, ¿es que las milicias han prestado alguna vez un servicio útil al estado? ¡Nunca!, sino arruinar nuestras propiedades. Lo mejor sigue siendo el reclutamiento. Sin esto, nuestros hombres vuelven a casa sin ser ni militares ni campesinos, sino tan sólo unos disolutos. Los nobles no regatearemos nuestras vidas, pero ¡que el emperador haga un llamamiento, y todos moriremos por él!". "¡Eso es, eso está bien!", dijo al punto Pierre Bezujov, que se ofreció al punto a entregar todo el dinero necesario, y hasta sus campesinos, con tal que se conociese bien la situación y se aplicase el mejor remedio (III, I, 22).

e.2) Parte 2

          Los ejércitos rusos hacen los preparativos para hacer frente y frenar a los franceses en Smolensk. En ese momento, el viejo príncipe Bolkonsky recibe una carta del príncipe Andrei, donde le pide perdón e informa que no es seguro permanecer en Montes Calvos. Aconseja al padre que vaya con la princesa Maria y su pequeño hijo a la región de Moscú. El príncipe no comprende la realidad, confundiendo los acontecimientos de la guerra con los de 1807. El administrador del viejo Bolkonsky, Yakov Alpatich, se encuentra con el príncipe Andrei en Smolensk, y éste le aconseja encarecidamente que abandonen la propiedad. Los franceses comienzan el bombardeo de Smolensk, y los rusos, que todavía no han llegado a formar sus filas, se rinden y entregan la ciudad. Esto provoca en Rusia la tristeza de algunos (los del salón de Anna Scherer) y la euforia de otros (los del salón de Elena):

Alejandro rechazó todas las negociaciones porque se sentía personalmente ofendido por Napoleón, e hizo los preparativos para atacar a los franceses delante de Smolensk, uniendo todos los ejércitos rusos (que en ese momento se encontraban dispersos) y tratando de retroceder para atraer al enemigo al interior de Rusia y tener una batalla campal. Para ello, el zar envió a un general a inspeccionar las posiciones, puso al frente a Barclay e hizo una visita al ejército para infundirle ánimos. Por fin, los ejércitos se unen en Smolensk (III, II, 1).

Poco después de su partida al frente, la familia Bolkonsky recibió una carta del príncipe Andrei, escrita en las cercanías de Vitebsk, después de la entrada de los franceses en la ciudad. En ella, Andrei describía a grandes rasgos la campaña, y añadía un plano dibujado y una serie de juicios sobre la marcha de la guerra. El príncipe Andrei exponía a su padre los inconvenientes de vivir tan cerca del teatro de las operaciones, en la misma línea del movimiento de las tropas, y le aconsejaba que se fueran a Moscú. "¡Ja, ja, ja! ¡El teatro de operaciones!", dijo el viejo príncipe, que continuó: "Ya he dicho y repito que el teatro de operaciones está en Polonia, y que el enemigo no pasará nunca el Niemen. Cuando empiece el deshielo se hundirán en los pantanos de Polonia", pensando sin duda en la campaña de 1807, que debía de parecerle muy reciente (III, II, 2).

El viejo príncipe llamó a su administrado Alpatich y, apuntándole en una cuartilla todo lo que debía hacer en Smolensk, lo envió allí, diciéndole: "Entrega personalmente esta carta al gobernador, sobre el alistamiento" (III, II, 3). Llegado a Smolensk al anochecer del 4 de agosto, Alpatich se dirigió a un alojamiento a la otra orilla del Dnieper, en el arrabal de Gatchensk, a la posada de Ferapontov. Hacia las 8 de la mañana, a las descargas del fusil se unieron los cañonazos. Por las calles había mucha gente apresurada y muchos soldados. Unos minutos después, Alpatich encontró al joven príncipe Andrei, y éste le dijo precipitadamente: "Aconseja a mi padre y hermana que abandonen Lisie-Gori y se vayan a Moscú, pues en la finca no están seguros. Los franceses vienen de Vitebsk, y en 4 jornadas pueden presentarse en Smolensk, o tal vez hayan llegado ya" (III, II, 4).

Al instante se oyó un silbido como el de un pájaro volador cayendo de arriba abajo, relampagueó el fuego en medio de la calle, se oyó un estallido y el humo ocultó todo. Cinco minutos después, nadie quedaba en las casas, y la multitud  fue corriendo a la catedral, en la cual estaban sacando a la Virgen milagrosa. Al anochecer, el cañoneo comenzó a hacerse más extensible, con densas cortinas de humo que oscurecían todavía más el cielo. Por todas partes se oían los gemidos, y por todos lados se levantaba y deshacía la negra humareda de los incendios. Por la calle pasaban y corrían los soldados en distintas direcciones, pero no en filas sino como hormigas a las que hubieran destruido sus hormigueros. Alpatich vio que unos cuantos entraban corriendo en el patio de Ferapontov, y que otro regimiento retrocedía rápidamente, taponando la calle. "¡Se rinde la ciudad! ¡Marchaos! ¡Marchaos!", gritaba un oficial por las calles (III, II, 4).

En San Petersburgo, el salón de Anna Scherer y el salón de Elena Kuragin seguían siendo exactamente iguales a lo que eran, 7 años atrás uno y 5 años el otro. En el salón de Anna se comentaban con idéntica perplejidad los éxitos de Napoleón y la sumisión de los príncipes europeos, como una malvada conjuración. Por el contrario, en casa de Elena, lo mismo en 1812 que en 1808, se hablaba con entusiasmo de la gran nación francesa, y se lamentaba la ruptura con los franceses (III, II, 6).

          El viejo príncipe Bolkonsky decide reunir a sus sirvientes y defenderse en la finca de Montes Calvos, al tiempo que envía a su hija, nieto y ahijada a la finca de Bogucharovo (la del joven Andrei). En ese momento, el viejo Nikolai sufre una caída y cae gravemente enfermo. Muestra su amor por su hija, y unos días después fallece. Ya en Bogucharovo, Maria no sabe qué hacer, y aunque recibe un folleto del general francés Rameau, que garantiza la seguridad de los residentes locales, decide irse a Moscú. No obstante, los testarudos campesinos de la finca no la dejan ir. En cuanto puede, Nikolai (Rostov) llega a Bogucharovo en socorro de la princesa Maria, e instintivamente adivina cómo comportarse con los campesinos de Bogucharovo, y detener su rebelión. Rostov saca de allí a Maria y la acompaña a la estación de Yankovo, para que coja el coche de Moscú. Sus camaradas bromean con él diciéndole que ha elegido a la novia más envidiable de Rusia, y aunque les da la razón (porque Maria sería realmente capaz de hacerle feliz), sigue pensando tan sólo en Sonia:

Después del regreso de Alpatich de Smolensk, el viejo príncipe pareció volver de pronto a la realidad. Se vistió su uniforme de gala, ordenó reunir y armar a los campesinos y escribió una carta al general en jefe, anunciándole su decisión de permanecer en Lisie-Gori hasta el último momento, y defenderse. Al mismo tiempo, lo dispuso todo para enviar a Moscú a la princesa, a Bourien y al pequeño príncipe, deteniéndose primero en Bogucharovo (III, II, 8).

El coche ya estaba esperando a la descendencia del viejo Bolkonsky, y la princesa Maria lo vio salir desde la ventana con todas sus condecoraciones, para pasar revista a la servidumbre y campesinos armados. De pronto, varias personas corrieron por la avenida con el rostro asustado, gritando y sujetando al viejo príncipe bajo los brazos. La princesa Maria corrió hacia el porche, se acercó a su padre y le besó la mano. La izquierda del príncipe estrechó tan fuertemente la suya que ella recibió lo que había esperado desde hacía mucho tiempo. El médico, llamado con urgencia, le hizo aquella misma noche una sangría, y manifestó que el príncipe no estaba a salvo en Lisie-Gori. Al día siguiente condujeron al enfermo a Bogucharovo, y allí permaneció durante 3 semanas en aquella nueva casa que hizo construir el príncipe Andrei, sin conocimiento y como un cadáver mutilado, hasta que finalmente falleció (III, II, 8).

Después del entierro de su padre, la princesa Maria sabía que su única arma era la oración, y procuraba rezar. Se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las plegarias y sentía que ahora estaba en el verdadero mundo, difícil y libre, absolutamente opuesto al mundo en que hasta entonces había estado encerrada (III, II, 10). Aquella noche la princesa permaneció durante largo tiempo sentada junto a la ventana de su habitación, prestando oído a las voces de amenazas de los mujiks, cuyo rumor llegaba desde la aldea. En definitiva, nunca llegaría a entenderlos, y sobre todo que no la dejasen partir hacia Moscú (III, II, 12).

El 17 de agosto, Rostov e Ilin, recién llegados después del cautiverio, se dirigieron a Bogucharovo, hacia los dominios del príncipe Andrei, que desde hacía 3 días se hallaba entre los dos ejércitos enemigos. "¡Padrecito, padrecito! ¡Es Dios quien te ha enviado aquí!", decían voces emocionadas cuando Rostov cruzó el vestíbulo. Rostov fue llevado al salón, donde la princesa Maria contó todo lo que había sucedido a la muerte de su padre. "¡Qué dulzura, qué nobleza hay en su rostro y en sus palabras!", pensaba Rostov, percatándose que Maria apartaba el rostro para no despertar compasión. Rostov la miró con lágrimas en los ojos, y la princesa Maria miró a Nikolai con reconocimiento (III, II, 13).

"¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Yakov Alpatich!", decían los mujiks con alegres sonrisas. Rostov se quedó mirando a los borrachos, y preguntó al administrador de los Bolkonsky: "¿De qué se trata?". "Estos salvajes no permiten salir de la finca a la señora, y amenazan con desenganchar los caballos", contestó Alpatich. "¡No puede ser!" exclamó Rostov, que continuó: "¡Ya verán esos bandidos! ¡Ya os enseñaré yo! Y tú, vejestorio, ¿no sabes imponerte?". Y desfogando su cólera, dejó a Alpatich y se puso al trote (III, II, 13). "¿Eres tú el starosta? ¡Átalo, Ilin!", gritó Rostov, sin hallar obstáculos. "¡Y vosotros, escuchad!", dijo Rostov, volviéndose a los mujiks: "Iros inmediatamente a vuestras casas y que no os vuelva a ver" (III, II, 14).

Dos horas después, los carros estaban preparados en el patio, con el equipaje de los señores. Cuando Rostov vio que el coche de la princesa abandonaba la casa, montó a caballo y la acompañó hasta el camino ocupado por las tropas rusas, a unos 12 km de Bogucharovo. En la posada de Yankovo se despidió respetuosamente de ella, y se permitió besarle la mano. Cuando la princesa le manifestó su agradecimiento por haberla salvado, Rostov se ruborizó y dijo: "¡Oh, no me avergüence usted! Cualquier policía habría hecho lo mismo. Estoy encantado de haberla conocido (III, II, 14).

"¡Qué! ¿Es guapa? La mía es un encanto, lleva el vestido rosa y se llama Duniasha", se oía de forma irónica a las espaldas de Nikolai, cuando éste dejó a la princesa Maria en la estación (III, II, 14). En efecto, por el camino hacia Moscú, Maria se asomaba a la ventanilla y sonreía alegre y tristemente, al tiempo que pensaba: "¿Me habré enamorado de él?" (III, II, 14). "¿Y Sonia?", pensaba Nikolai, "¿y la palabra que había dado?". Por ese motivo se enfadaba Rostov, cuando sus compañeros bromeaban acerca de la princesa Bolkonskaya, a pesar de que no podía desear una esposa mejor (III, II, 14).

          Kutuzov llama al príncipe Andrei (Bolkonsky) a su cuartel general. Allí conoce Bolkonsky al teniente coronel Denisov, quien le habla apasionadamente de su plan de guerra de guerrillas, y propone romper las líneas de comunicación de Napoleón. Kutuzov recela del plan de Denisov, y Bolkonsky cree que Kutuzov tiene más instinto y experiencia que Denisov, y sabe cómo hacerlo mejor y con más calma. Kutuzov invita al príncipe Andrei a quedarse a su lado, pero él prefiere regresar al regimiento, donde la gente lo recibe con una calurosa acogida. Kutuzov decide dar la batalla en los contornos de Borodino. Pierre viaja por la zona, se reúne con Drubetsky e invita al príncipe Andrei a unirse también. Bolkonsky analiza cómo luchar, y critica a Barclay y a otros oficiales alemanes:

Los franceses habían rebasado Smolensk y avanzaban cada vez más hacia Moscú. Tras Smolensk, Napoleón buscó la batalla más allá de Dorogobuzh, en Viazma, y luego en las proximidades de Tsarevo-Zaimishche. Pero una serie de circunstancias hizo que, hasta Borodino, a 112 km de Moscú, los rusos no aceptasen la batalla (III, II, 7).

Cuando Kutuzov aceptó el mando de los ejércitos se acordó del príncipe Andréi, y le ordenó que se presentara en el cuartel general. El príncipe Andrei llegó a Tsarevo-Zaimishche el mismo día y en el mismo momento en que Kutuzov, conocido ahora como el Serenísimo, revistaba las tropas. "¡Ah! ¿Es usted el príncipe Bolkonsky? ¡Encantado de conocerle! Soy el teniente coronel Denisov", dijo entrando por la puerta Denisov, estrechando la mano de Bolkonsky mientras continuaba diciendo: "Ésta es una verdadera guerra de escitas, y es imposible que defendamos toda esta línea. Yo respondo de que la romperé si me dan 500 hombres. No hay más que un sistema: la guerra de guerrillas, y yo romperé las líneas de comunicación de Napoleón" (III, II, 15).

"¿Qué, ha terminado ya?", preguntó al punto Kutuzov, interrumpiendo a Denisov en medio de su exposición. "Sí", respondió Denisov. Kutuzov sacudió la cabeza, al tiempo que decía: "¿Cómo puede un hombre solo hacer tanto? No obstante, el éxito de la campaña será algo que se consiga al margen de la inteligencia y del saber" (III, II, 15). Tras lo cual continuó, dirigiéndose a Andrei: "Siéntate. Siéntate aquí y hablemos. Es muy triste lo que le ha pasado a tu padre. Pero recuerda que yo soy para ti un padre, un segundo padre. Quédate junto a mí, que para eso te he llamado". "Gracias, alteza", respondió el príncipe Andrei, que continuó: "Pero no creo que sea útil para los estados mayores. Y sobre todo, me he acostumbrado a mi regimiento. Estimo a los oficiales, creo que la gente me quiere y sentiría tener que abandonar el regimiento. Si no acepto el honor de estar junto a usted, créame que lo siento". "Sigue tu camino, y que Dios te acompañe, buen amigo", contestó Kutuzov, abrazándolo y besándolo al punto. Tras lo cual, empezó a referirse a la guerra que había que ofrecer a los franceses en Borodino (III, II, 17).

Por aquel tiempo, Pierre estaba en Moscú, y continuamente visitaba la aldea de Vorontsovo con el fin de ver cómo iban los avances del enorme globo que estaba construyendo Leppich para destruir al enemigo, y otro globo de pruebas que estaban soltando en aquellos días. Pero pronto comprendió que no podía quedarse en Moscú, sino salir cuanto antes para el ejército (III, II, 18).

          Napoleón pasa por alto el flanco izquierdo en Sevardino, y comienza la batalla de Borodino. Pierre llega a la batería Raevsky, sin saber que éste es uno de los principales puntos de hostilidades. Observa la batalla sin miedo e incluso ayuda a los soldados, quienes lo llaman “nuestro maestro”. Pierre se apresura a traerles proyectiles, pero en ese momento una explosión lo aturde y la batería es capturada por los franceses. El regimiento de Andrei (Bolkonsky) está en la reserva, y observa cómo los cañonazos franceses están acribillando a los rusos. Sin disparar un solo tiro, el regimiento ruso ya ha perdido un tercio de su gente. Una granada cae junto al príncipe Andrei, y éste cae gravemente herido. En la tienda de operaciones del hospital, el príncipe Andrei ve a Anatole (Kuragin), a quien le están amputando la pierna. Kutuzov intenta mantener la moral de los soldados, pero llegan malas noticias: la mitad del ejército ruso ha sido eliminado. Tolstoi cree que el ejército ruso perdió la batalla, pero obtuvo una victoria moral, que dejó tocado de muerte al ejército francés:

El 24 agosto 1812, según el calendario ruso, tuvo lugar la batalla del reducto de Sevardino. El día 25 no se cruzó ni un solo disparo, y el 26 se libró la batalla de Borodino. Diríase que para Napoleón, después de haber recorrido 2.000 km por el interior del país, quería demostrar que él estaba ahí. Para Kutuzov debía de ser evidente que, al aceptar la batalla, y arriesgar una cuarta parte del ejército, la pérdida de Moscú era indudable. Con estos planteamientos, Kutuzov dispuso una avanzada sobre la altura de Sevardino, con el fin de vigilar al enemigo, y el día 24 Napoleón atacó y tomó esa avanzada, así como el día 26 se lanzó contra todo el ejército ruso en el campo de Borodino (III, II, 19).

Tras la pérdida del reducto de Sevardino, en la mañana del día 25, los rusos se vieron obligados a replegar sus fuerzas. El día 26, las tropas rusas estaban al abrigo de fortificaciones, pero éstas eran débiles y no acabadas y sus fuerzas eran muy inferiores a las francesas (III, II, 19). El emperador Alejandro había decidido quedarse en la otra orilla del puente Kolocha (III, II, 33), mientras que los generales de Napoleón, Davout, Ney y Murat, se hallaban próximos al fuego, y en ocasiones intervenían en la batalla (III, II, 34).

El día 25 por la mañana Pierre salió de Mozaisk. A su encuentro subía un convoy de carros con 3 ó 4 heridos, y los conductores, todos mujiks, gritaban y fustigaban a los caballos, al tiempo que saltaban sobre las piedras y chocaban los carros entre sí. Los heridos, envueltos en trapos y pálidos, se sujetaban al borde de los carros, y se quedaban mirando con curiosidad infantil el sombrero blanco y el verde frac de Pierre. "¡Ah, ése ha perdido la cabeza! ¡Y esos otros 20.000 están sellados a la muerte!", pensaba Pierre mientras se dirigía a la aldea de Tatarinovo (III, II, 20). Cuando llegó Pierre a Tatarinovo no había casi nadie del estado mayor, y decidió seguir a Gorky. Cuando llegó contempló cómo unos cavaban con palas los túmulos, otros llevaban la tierra en carretillas, y otros, en fin, no hacían nada (III, II, 20).

Pierre descendió del coche y subió al túmulo desde el cual, según le dijeron, podía contemplar el campo de batalla, como un enorme anfiteatro de guerra. "¿Están allí los nuestros?", preguntó Pierre a un oficial. "Sí, y algo más lejos los franceses", respondió éste, señalando con la mano la intensa polvareda y humos que subían por todas partes (III, II, 21). "¡Conde Piotr Kirílovich! ¿Cómo usted por aquí?", le gritó una voz. Pierre miró hacia atrás, y Boris Drubetsky estaba frotándose las rodilleras del pantalón, que se le habían ensuciado. Iba vestido elegantemente, con cierto aire marcial, y llevaba una larga levita y la fusta a la bandolera (III, II, 22). Cuando Pierre trató de volver, se metió en el puente que cruzaba el Kolocha, que ahora atacaban los franceses. "Tra, tra, tra", se oía sin cesar desde el fuego de metralla francés. Hasta que, de golpe y tras colocarse detrás de una batería rusa, su pierna fue segada por un proyectil (III, II, 31).

Pese a la hecatombe rusa, y en cada momento de la contienda, Kutuzov trató de mantener el ánimo en su tropas. "¡Kaisarov! ¡Raievsky!", gritaba Kutuzov, que continuaba: "Id a la línea de combate, y anunciad que mañana atacaremos". De esta forma misteriosa e indefinible, Kutuzov mantenía en todas las tropas ese estado de ánimo llamado "moral del ejército", que constituye el nervio principal de la guerra. Las palabras de Kutuzov, y sus órdenes acerca de la batalla del día siguiente, llegaron a todos los confines del ejército ruso, hasta el último día (III, II, 35).

Aquel claro atardecer del 25 de agosto el príncipe Andrei había permanecido en un cobertizo derruido de la aldea de Kniazkovo, en un extremo de la posición ocupada por su regimiento (III, II, 24). El regimiento del príncipe Andrei figuraba entre las reservas inactivas detrás de la aldea de Semionovskoye, bajo el violento fuego de la artillería (III, II, 36). Cuando el ejército ruso empezó a caer en cadena, el regimiento de Bolkonsky recibió la orden de avanzar hacia el lugar donde estaba emplazada la batería rusa. En la mañana del día 26, sobre ellos se concentró el fuego enemigo, y en aquel lugar el regimiento perdió otra tercera parte de sus hombres. Más adelante, y en medio de la humareda, los cañones franceses seguían tronando (III, II, 36).

Como un pájaro que vuela silbando y se posa en tierra, una granada cayó a dos pasos del príncipe Andrei. "Es la muerte", pensó el joven Bolkonsky, mirando con expresión nueva la hierba y cerrando sus párpados. Cuando abrió los ojos, el príncipe Andrei se encontraba en una camilla y en la tienda de campaña del hospital, y vio que estaba herido en la cabeza y en la pierna (III, II, 36). "Oh, ooh, uf, uf", rompió en sollozos uno, como una mujer. Cuando Andrei miró, vio que aquel desventurado era Anatole Kuragin, al que sostenían por debajo de los brazos porque le habían amputado una pierna (III, II, 37)

e.3) Parte 3

          Ante el avance francés sobre Moscú, Kutuzov convoca a los generales rusos a un consejo militar. Beningsen aboga por la protección de la “antigua capital sagrada de Rusia”. Por su parte, Kutuzov plantea la cuestión: salvar la capital o salvar el ejército, y recuerda a Beningsen su derrota en Friedland. Se expresan diferentes planes de defensa, pero Kutuzov, con las palabras “tengo que pagar por las ollas rotas”, ordena la retirada de Moscú:

El ejército francés, con fuerzas propulsivas siempre mayores, se lanzó hacia Moscú, meta de su movimiento. Detrás quedaban miles de kilómetros de un país hambriento y hostil, y por delante unas decenas de kilómetros antes de llegar a su objetivo. Cada soldado francés lo sentía, y la invasión avanzaba por sí misma, por la fuerza de su impulso (III, III, 2). La noche del 26 de agosto, Kutuzov y todo el ejército ruso comenzaron a recibir informes de las inauditas pérdidas sufridas en Borodino. La mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla se hacía materialmente imposible (III, III, 2).

El 1 de septiembre, en el monte Poklonaya, a 6 km de la puerta de Dorogomilov, Kutuzov se apeó de su coche y tomó asiento en un banco, al borde del camino. A su alrededor se juntó un nutrido grupo de generales a los que se unió el conde Rastopchin, que acababa de llegar de Moscú. Todos aquellos destacados personajes, divididos en grupos, conversaban sobre las ventajas y desventajas de la posición, sobre el estado de las tropas, los planes propuestos, la situación de Moscú y los problemas militares. Todos se daban cuenta, aunque nadie lo manifestara, de que se trataba de un consejo de guerra (III, III, 3).

Benigsen, que había escogido mostrar con ardor su patriotismo ruso, insistía en la defensa de Moscú, al grito de "¡salvemos la antigua y sagrada capital de Rusia!". A esas palabras siguió un silencio prolongado y general, hasta que Kutuzov tosió y dijo: "¿Conviene arriesgar la pérdida del ejército y de Moscú aceptando el combate, o es mejor entregar Moscú sin luchar? Pongo el ejemplo de Friedland, que el conde la recordará bien. Aquella batalla no salió bien por la simple razón que nuestras tropas se reagruparon demasiado cerca del enemigo". Un silencio, que a todos pareció demasiado largo, siguió a esas palabras (III, III, 4).

Se reanudaron después las discusiones, pero ya con frecuentes pausas, pues era evidente que nada había que discutir. Durante una de esas pausas, Kutuzov lanzó un penoso suspiro, como si se dispusiera a hablar. Todos lo miraron y él se levantó, se acercó a la mesa y dijo: "Bien, messieurs, je vois bien que c'est moi qui paierai les pots casses, Señores, he escuchado sus opiniones. Algunos no estarán de acuerdo conmigo. Pero yo (y se detuvo), en virtud de los poderes que me han conferido el zar y la patria, ordeno la retirada" (III, III, 4).

          Toda Moscú espera intuitivamente la rendición de la capital. Los ricos terratenientes y comerciantes abandonan la ciudad, tratando de llevarse la mayor cantidad de propiedades en carros, y esto provoca la subida generalizada de precios por toda la ciudad. Los pobres queman y destruyen todas sus propiedades, para que el enemigo no las consiga. La situación en Moscú se vuelve caótica y llena de estampidas, lo que disgusta mucho al alcalde Rastopchin, que trata de convencer al pueblo para que no abandone la ciudad, al tiempo que arma hasta los dientes a los que se quedaban. Tras su experiencia por los campos de batalla, y deambular entre los soldados mutilados y exhaustos, Pierre regresa a Moscú, y nada más llegar es convocado por Rastopchin, para que permanezca a su lado. Allí se entera Pierre de que la mayoría de sus ex-compañeros masones han sido arrestados, por distribuir proclamas en francés. Cierto día, recibe Pierre en su casa la petición de divorcio de Elena, así como la confusa noticia sobre la muerte del príncipe Andrei (Bolkonsky). Pierre, tratando de deshacerse de estas abominaciones, sale por la puerta trasera y nunca más vuelve a aparecer en casa:

El abandono de Moscú y su incendio eran tan inevitables como la retirada sin lucha de las tropas más allá de la capital, sobre todo conociendo el alma de cada ruso. Tan pronto como se acercaba el enemigo, los más ricos huyeron de la población, abandonando sus bienes. Los más pobres se quedaron y destruyeron con incendios todo cuanto había en la ciudad. Los que abandonaron sus casas y la mitad de sus bienes, llevándose lo que podían trasladar consigo, obraban de esa manera de patriotismo latente que se llama sencilla naturalidad (III, III, 5)

"Es vergonzoso huir del peligro; sólo los cobardes huyen de Moscú", se decía en los pasquines repartidos por el alcalde Rastopchin, que trataba de convencer a sus ciudadanos de que huían sólo los cobardes. En efecto, los rusos se avergonzaban de ser llamados cobardes, y la huída les remordía la conciencia, pero se iban porque era necesario (III, III, 5).

Esto es lo que hizo el conde Rastopchin, que bien avergonzaba a los fugitivos, bien evacuaba de la ciudad todas las oficinas públicas, bien repartía entre la chusma de borrachos armas inservibles, bien hacía salir en procesión las imágenes sagradas, bien prohibía al metropolitano Agustin que sacara las reliquias, bien requisaba todos los carros particulares existentes, bien trató de traer sobre 136 carros el globo fabricado por Lepich... como tan pronto insinuaba que incendiaría la ciudad. En general, Moscú se convirtió en una ciudad llena de estampidas, de unos contra otros (III, III, 5).

Hacia el final de la batalla de Borodino, Pierre se había dirigido con los grupos de soldados a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro. Pero al ver tanta sangre, y escuchar los gritos y lamentos de los heridos, se apresuró a seguir adelante, mezclado con los soldados (III, III, 8). El 30 de agosto Pierre regresó a Moscú. Casi en las mismas puertas de la ciudad se encontró con un ayudante del conde Rastopchin. "Y nosotros ¡buscándolo por todas partes!", le dijo el ayudante, que continuó: "El gobernador necesita verle sin falta, así que le ruego que vaya ahora mismo". Pierre, sin pasar por su casa, tomó un coche y se dirigió a la residencia del gobernador (III, III, 10).

En la antesala de recepción del gobernador se agrupaban los funcionarios, unos que habían sido llamados y otros que acudían a pedir órdenes. "Es una historia muy embrollada", dijo un funcionario, ante lo cual otro contestó: "La proclama apareció hace ya dos meses, y en seguida se abrió una investigación, porque el panfleto pasó exactamente por 63 manos". "En cuanto ésta llegaba a algunas manos, inmediatamente le preguntábamos: ¿Quién te la dio?, hasta que así dimos con Vereschagin, como cabecilla de todos ellos", añadió el primero, que apostilló: "Un mercader de poca categoría y sin estudios". "Y todos ellos masones", apuntó un tercer funcionario, sonriendo (III, III, 10).

Finalmente, Pierre entró en el despacho del conde Rastopchin, el cual se frotaba con la mano la frente y los ojos. "¡Ah! ¡Buenos días, gran guerrero!", dijo Rastopchin con tono severo al ver a Pierre, como si en ello hubiera algo malo que deseaba perdonar. "No vuelvas a irte de mi lado", continuó diciendo el alcalde, que también le aseveró, mientras lo despedía: "¿Es verdad que la condesa ha caído en las patitas de los saints peres de la Societe de Jesus?". Pierre no respondió y abandonó el palacio, dirigiéndose al punto a su casa (III, III, 11).

Al quedarse solo en casa, Pierre abrió una carta que había llegado de su esposa, y leyó la carta de su mujer: "El príncipe Andrei muerto... el viejo... hay que ensamblarlo todo…". "¡Mi mujer se casa!", exclamó Pierre, que sin desnudarse se dejó caer en la cama y se durmió en seguida (III, III, 11).

          En cuanto a la situación en San Petersburgo, Elena entabla una relación sentimental con dos nobles, sin saber con cual de ellos quedarse. Toda la ciudad está discutiendo esa situación, y sólo Maria Akrosimova condena a Elena en la cara, entre otras cosas por aliarse con los franceses. Dado que la Iglesia Ortodoxa prohíbe el matrimonio mientras el marido está vivo, Elena se convierte al catolicismo, y le escribe una carta a Pierre para manifestarle sus intenciones:

A su regreso de la corte de Vilna a San Petersburgo, Elena se encontró en una situación embarazosa. Gozaba en San Petersburgo de la protección especial de un alto cargo del estado. Pero en Vilna había intimado con un joven príncipe extranjero. Cuando regresó a San Petersburgo, el príncipe y el alto personaje quisieron hacer valer sus derechos, y a Elena se le planteó un problema, nuevo para ella, de conservar sus íntimas relaciones con los dos sin ofender a ninguno (III, III, 6).

Unos días después, en una de las espléndidas fiestas que Elena daba a los franceses en su villa de Kameni Ostrov, ésta quedó en el jardín con el padre Jobert, un jesuita encantador y con el pelo blanco como la nieve. El jesuita habló a Elena acerca del amor a Dios, a Cristo y al corazón de la Santísima Madre, y de los consuelos de la única religión verdadera, la religión católica (III, III, 6). Elena, comprendiendo que su conversión al catolicismo iba dirigida a sacarle dinero para las fundaciones de los jesuitas, insistió en que, antes de darlo, se llevaran a cabo en la Iglesia las operaciones que la desligaran de su marido. "Si abandono una religión para ir a otra, necesario es que abandone también las ataduras de la falsa, si como usted dice la suya es la verdadera", insistió Elena al jesuita (III, III, 6).

Únicamente Maria Akrosimova, llegada aquel verano a San Petersburgo para ver a uno de sus hijos, se permitió expresar a las claras su propia opinión, contraria en absoluto a la adoptada por la sociedad elegante de San Petersburgo. Al encontrar en un baile a Elena, la detuvo en medio de la sala y, en tono alto, y con ruda voz, dijo entre el silencio general: "Ya veo que aquí os casáis en vida del marido. ¿Crees haber descubierto una novedad, verdad? Pues se te han adelantado, querida. Eso lo inventaron hace tiempo, y se hace en todos los...". Y dicho lo que tenía que decir, Maria Akrosimova, arreglándose las mangas con su gesto habitual, salió de la sala con aire severo, ante el complejo silencio de todos los asistentes (III, III, 7).

A finales de agosto de 1812 el asunto de Elena estaba resuelto. Escribió a su marido, en cuyo gran amor creía, y a través de la carta le anunciaba su intención de casarse con N. N, notificándole además su conversión a la única religión verdadera. Le pedía que cumpliera todas las formalidades requeridas para el divorcio, formalidades que se encargaría de explicarle el portador de la carta. "Sur ce, je prie Dieu, mon ami, de vous avoir sous sa sainte et puissante garde. Votre amie, Helene", concluía Elena en su carta (III, III, 7).

          En la casa de los Rostov de Moscú todo sigue como de costumbre. La recolección de cosas es lenta, porque el conde está acostumbrado a posponer todo para más tarde. Petia se hace militar, y se retira de Moscú junto al resto del ejército. Natasha, al encontrarse accidentalmente con un convoy de heridos en la calle, entre los cuales está el príncipe Andrei Bolkonsky (su ex-prometido), invita a todos a quedarse en su casa, e insiste en descargar los carros de su casa de cosas inútiles y dedicarlos a los heridos. Ya moviéndose por las calles, y entre convoyes de heridos, la familia Rostov abandona Moscú. No obstante, Natasha decide acompañar el convoy de Andrei hasta el hospital, cuidándolo continuamente y sin alejarse un solo paso de él. Cuando éste se siente ya se siente mejor, el médico asegura que el mal que sufre irá a peor, y acabará en la muerte. Natasha pide perdón a Andrei por su traición, y Andrei la perdona:

Hasta el 1 de septiembre, víspera de la entrada del enemigo en Moscú, los Rostov no se movieron de la capital. Desde que Petia ingresara en el regimiento de cosacos de Obolensky, y su partida a Bielaya-Tzerkov (donde se formaba el regimiento), el miedo se apoderó de la condesa. Del paradero de Nikolai no se sabía nada, ni había habido más noticias de él desde su última carta (III, III, 12).

Aun cuando casi todas las amistades de los Rostov se habían ido de Moscú, y a pesar de que todos instaban a la condesa a que salieran lo antes posible, el viejo conde Ilia no quiso terminar de empaquetar las maletas ni moverse de casa, hasta que regresasen de la guerra Petia y Nikolai. No obstante, ya había una que estaba al tanto del aspecto práctico de la marcha y de embalar las cosas: Sonia (III, III, 12).

Del 28 al 31 de agosto toda Moscú estuvo en constantes movimientos, y cada día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomilov miles de heridos en batalla (III, III, 12). Natasha miró asustada a un oficial herido y, sin vacilar, se dirigió al comandante: "¿Pueden quedarse los heridos en nuestra casa?", preguntó. El comandante, sonriendo, se llevó la mano a la visera y le dijo: "¿En qué puedo servirla, señorita?". Natasha repitió su pregunta, y el comandante contestó: "Oh sí, ¿por qué no? Claro que es posible". El coche del oficial dio la vuelta hacia el patio de la casa de los Rostov, y acto seguido decenas de carros con heridos entraron en la calle Povarskaya (III, III, 13). "¿De quién es este coche?", preguntó Natasha, asomándose por la ventanilla. "¿No lo sabe, señorita?", dijo un oficial, que añadió: "Es el príncipe herido". "Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?". "Es el príncipe Bolkonsky, que está a punto de morir". Natasha saltó de la carroza y corrió hacia la condesa, quien abrió los ojos asustada, agarró a Natasha por el brazo y se la llevó de allí (III, III, 17).

El 31 de agosto todo estaba patas arriba en casa de los Rostov. Las puertas permanecían abiertas, los muebles habían sido sacados o cambiados de lugar, y descolgados los espejos y cuadros. Las habitaciones estaban llenas de baúles, y en el suelo había papel de envolver y cuerdas. Los mujiks y los criados sacaban la carga, y en el patio se apretaban los carros (III, III, 13). A las dos de la tarde del 1 de septiembre, los 4 coches de los Rostov, enganchados y dispuestos en marcha, esperaban su salida. El conde se santiguó vuelto hacia un icono, y balbuceó unas palabras confusas y cariñosas a quienes se quedaban. La condesa se despidió de su oratorio, arrodillándose allí por última vez, y luego subió al carruaje. "¡Adelante!", gritó el conductor, y la comitiva enfiló la calle, hasta que salió de Moscú y llegó a Nikitskaya. (III, III, 17).

          Pocos días después, la llegada de Napoleón a Moscú fue una realidad. Tras observar por todas partes lo que había a su alrededor, Bonaparte se alegra de que la ciudad se le someta y caiga a sus pies. Imagina mentalmente cómo implantará su idea de verdadera civilización en Moscú, y prioriza que los boyardos recuerden con amor a su conquistador. Sin embargo, cuando se entera que los moscovitas no están en sus casas, sino que han abandonado la ciudad, se siente muy molesto. La Moscú de la época napoleónica fue una ciudad sumida en disturbios y robos, incluso por parte de los funcionarios. Cierto día, los descontentos se reúnen ante Rastopchin, y éste decide distraer su atención condenando a muerte a Vereshchagin, por publicar las proclamas napoleónicas y ser el principal culpable del abandono de Moscú. La multitud se une a la masacre, y Moscú se llena de humo y fuego por todas partes. Por su parte, Pierre decide matar a Bonaparte, al mismo tiempo que, sin saberlo, salva a un oficial francés (Rambal) de un viejo loco (el hermano de un ex-amigo el masón), por lo que recibe el título de amigo del francés”. A la mañana siguiente, Pierre se dirige a la entrada occidental de Moscú para matar allí a Napoleón (en su visita al Kremlin), aunque éste ha pasado ya por allí (4 horas antes), y ya no está en Moscú. Como contrapartida, Pierre decide apalear a unos merodeadores franceses que estaban robando a un anciano y a una joven armenia, hasta que es capturado por una patrulla de caballería y hecho prisionero como sospechoso del incendio provocado en Moscú:

El 1 de septiembre Kutuzov dio a las tropas rusas la orden de retroceder, pasando por Moscú, al camino de Riaza. El 2 de septiembre, a las 10 de la mañana, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklonaya, y contemplaba el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Moscú se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias, y la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus cúpulas centelleantes (III, III, 19).

A la vista de tan extraña ciudad, con su arquitectura de formas exóticas, Napoleón experimentó que aquella ciudad vivía plenamente, pues a lo lejos los franceses no podían distinguir un ser vivo de uno muerto, y según ellos aquella ciudad tenía una vida pletórica. "Cette ville asiatique aux innombrables eglises, Moscou la sainte", dijo Napoleón, que echando pie a tierra ordenó que extendieran ante él un plano de Moscú. Tras lo cual, exclamó: "Con una sola palabra esta vieja capital se me rendiría, mas me mostraré magnánimo y grande. Así les mostraré la grandeza de la verdadera civilización; y obligaré a generaciones enteras de boyardos a recordar con cariño el nombre de su conquistador (III, III, 19).

Entre tanto, Moscú era una ciudad vacía. Aún quedaban unos 10.000 habitantes, o quincuagésima parte de su población. Pero la ciudad estaba vacía, sus casas inhóspitas y sus tiendas cerradas, como una colmena sin reina. No obstante, todavía quedaba gente, sobre todo en los suburbios (III, III, 20). También había abiertas algunas tabernas, de las que salían las risas de los borrachos, y algunos otros andaban enredados en peleas por hacerse con lo ajeno, con tal de sobrevivir (III, III, 23).

Cuando anunciaron a Napoleón que la ciudad estaba desierta, el emperador miró enfadado al portador de la noticia, le volvió la espalda y comentó: "Moscou deserte! Le coup de theatre avait rate". Tras lo cual, comenzó a inspeccionar las calles del plano de la ciudad, y dio una vuelta por los contornos hasta detenerse en la posada del barrio de Dorogomilov (III, III, 20). A las cuatro de la tarde, de ese 2 de septiembre, las tropas napoleónicas entraban en Moscú. A la cabeza marchaba un destacamento de húsares de Wurtemberg, junto a Murat. Y detrás, a caballo y rodeado de un gran séquito, iba el rey de Nápoles en persona (III, III, 26).

Desesperados los moscovitas de su suerte, los que quedaron decidieron concentrarse frente al palacio del gobernador Rastopchin, y un jefe de policía comunicó al conde que la muchedumbre deseaba verlo. Rastopchin se dirigió a una ventana trasera para ver a la multitud, y en general se percató que los descontentos gritaban algo sobre los traidores. "¡Eso es lo que han hecho de Rusia! ¡He aquí lo que han hecho de mí!", pensó Rastopchin, que concluyó: "Il leur faut une victime" (III, III, 25).

Inmediatamente, Rastopchin llamó al inspector de policía y le preguntó: "¿Qué hay de Vereschagin?". "Está en el zaguán", contestó el inspector. Acto seguido, y tras abrir rápidamente el balcón, el gobernador saludó a la multitud. Los gritos cesaron inmediatamente, y él les comunicó: "Muchachos, es hora de castigar al culpable de la pérdida de Moscú". Al punto, sacó al balcón a un joven vestido con chaquetón de piel de zorro, cubierto de un deteriorado paño azul, y viejos pantalones de presidiario, con cadenas dificultando sus vacilantes pasos. "Muchachos", dijo el alcalde, con voz solemne: "Éste es Vereschagin, el miserable a quien yo decreto la pena capital. Ha traicionado al zar y a la patria. Os lo entrego; haced con él lo que queráis, matadlo vosotros mismos" (III, III, 25).

Una oleada aún más fuerte recorrió la muchedumbre. "¡Fuera sables!", gritó el oficial a los dragones, desenvainando él mismo la espada. Y uno de los soldados, con el rostro alterado por la ira, golpeó a Vereschagin en la cabeza de plano, con el sable. "¡Oh, Dios mío!", exclamó tristemente alguien. Poco después, una nueva oleada, como el último golpe de mar que hunde la nave, avanzó desde filas posteriores, llegó hasta las primeras y arrastró a la multitud, tragándolo todo. La multitud empujaba desde todas partes, y la estampida se llevó a varios dragones por delante. Media hora después, los incendios y humaredas llenaban todo el centro de Moscú (III, III, 25).

La expansión de las tropas francesas por Moscú no llegó hasta la tarde del 2 de septiembre. Los dos últimos días habían conducido a Pierre a un estado próximo a la demencia, y un solo e incesante pensamiento se había adueñado de su ser. "Sí, yo solo he de hacerlo por todos, o perecer", pensaba. "Me acercaré y, de improviso... ¿Con pistola o puñal? Es lo mismo. No soy yo el que te castiga, diré, sino la mano de la Providencia", se imaginó Pierre, sobre las palabras que pronunciaría en el instante de dar muerte a Napoleón (III, III, 27).

Con la astucia propia de un loco, un tal Makar Alexeievich miró a un oficial francés que en ese momento pasaba por allí. "¡Al abordaje!", gritó, tratando de encontrar el gatillo. El oficial francés se volvió al grito, y en aquel instante Pierre se echó sobre el borracho, consiguió coger la pistola y la tiró, al mismo tiempo que Makar apretaba el gatillo. El disparo sonó atronador sobre el suelo, y todo se llenó de humo y olor a pólvora. El francés palideció y se echó hacia atrás, hacia la puerta. "Vous m'avez sauve la vie! Vous etes français", dijo el francés a Pierre, tras haber salvado éste la vida de M. Ramballe, capitaine de 13e leger (III, III, 28).

Ya avanzada la noche los dos recorrieron las calles de Moscú, en dirección a la casa del oficial francés. A la izquierda se advertía ya el resplandor del primer incendio, que se había declarado en la calle Petrovka. "¡Mirad qué llamas!", decía uno por la calle. "El incendio es en toda Moscú", decía otro. Nadie contestó, y cuando el oficial francés recibió en su casa a Pierre, éste creyó un deber insistir en que no era francés, y quiso retirarse. Pero el oficial francés no quería oír nada de eso, y nombró a Pierre "amigo de los franceses" (III, III, 29).

El día 3 de septiembre Pierre se despertó tarde. Le dolía la cabeza, le pesaba el traje con el que había dormido y el reloj señalaba las 11. Pierre se levantó, se frotó los ojos y vio la pistola con la culata tallada sobre la mesa. Pierre recordó lo que debía hacer aquel día. "¿Me habré retrasado? No, él probablemente no hará su entrada en Moscú antes de las 12", se dijo. Pero no se permitió pensar más lo que debía hacer, y salió cumplir su designio (III, III, 33).

El incendio, que con tanta indiferencia viera la víspera, se había extendido considerablemente. Moscú ardía ya en la calle Karietnaya, en Zamoskvorechye, Gostiny Dvor, Povarskaya, en las barcazas del Moskova y en el mercado de leña del puente Dorogomilov. Pierre se dirigió por varias callejas a la iglesia de San Nicolás, donde debía llevar a cabo su plan. Unos y otros miraban a Pierre con asombro, y éste notó que no se veía ni oía nada en derredor, sobre la llegada allí de Napoleón. Además, aunque nadie lo detuviera, le habría sido imposible cumplir sus propósitos, porque hacía ya más de 4 horas que Napoleón había entrado en el Kremlin por el barrio de Dorogomilov y el Arbat, y a esas horas ya debía estar fuera de Moscú (III, III, 33).

Amargado ante el fracaso de su patriótico plan, Pierre se entregó en cuerpo y alma a salvar a las gentes de los incendios y de los abusos de los franceses, y también a la bebida. Completamente borracho, Pierre recorría con este fin las calles de Moscú, en busca de presas francesas (III, III, 34). La patrulla francesa de vigilancia se puso entonces a detener a los merodeadores, y sobre todo a los incendiarios. La patrulla detuvo a 5 rusos sospechosos: un tendero, dos seminaristas, un mujik y un criado, así como a varios merodeadores. Pero entre los sospechosos, el más peligroso parecía Pierre. Cuando llegaron al caserón de la puerta de Zubovsky, donde estaba la prisión militar, lo encerraron incomunicado bajo severa vigilancia (III, III, 34).

f) Libro IV

f.1) Parte 1

          El 26 de agosto, el mismo día de la batalla de Borodino, comenzó la llegada de noticias a San Petersburgo. Anna Scherer dedicó una velada a leer una carta del soberano, pero la noticia del día fue la enfermedad de la condesa Bezujova (Elena). En la sociedad se decía que la condesa estaba muy enferma, y el médico dijo que tenía angina de pecho. Al día siguiente, se recibió un informe oficial de Kutuzov, que decía que los rusos no retrocedían ni un solo paso, y que los franceses perdían mucho más que los rusos. No obstante, ese mismo día se recibe una noticia más impactante todavía: la muerte de Elena. Al tercer día del informe de Kutuzov, se difunde la noticia de la rendición de Moscú ante los franceses, y que la ciudad había sido abandonada por el ejército, y está sumida en un terrorífico incendio:

En las altas esferas petersburguesas era encarnizada la lucha entre los partidarios de Rumiantsev, de los franceses, de la emperatriz Maria Ferdorovna, del príncipe heredero y de otros personajes, oscurecida por el zumbido de los zánganos cortesanos. No obstante, la vida de San Petersburgo seguía siendo tranquila y lujosa. Se celebraban las mismas fiestas, idénticos bailes y los espectáculos del teatro francés. Continuaban las mismas intrigas de las diversas cortes, y sólo en los círculos más elevados se esforzaban por comprender la difícil situación (IV, I, 1).

El 26 de agosto, mismo día de la batalla de Borodino, Anna Scherer ofrecía una velada cuya atracción principal era la lectura de una carta de su eminencia escrita con ocasión de la imagen de San Sergio. El mismo príncipe Vasili Kuragin, que tenía fama de excelente lector, procedió a leer aquel documento: "Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a su Cristo. Que ese Goliat arrogante y audaz, llegado de Francia, rodee las tierras de Rusia con la muerte. La humilde fe, y la honda del David ruso, derribará la cabeza del orgullo sanguinario". "L’empereur renvoie les drapeaux autrichiens", dijo Bilibin, desarrugando la frente."C’est la route de Varsovie", dijo de pronto y en voz alta Hipolito (IV, I, 1).

Pero la novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezujov. Unos días antes la condesa había caído repentinamente enferma, faltó a varias reuniones de las que era ornato, y corría la voz de que no recibía a nadie, y que en vez de los célebres doctores de San Petersburgo se había confiado a un médico italiano que la estaba tratando de una enfermedad de pecho con una medecin intime de la reine d'Espagne (IV, I, 1).

Al día siguiente, durante la acción de gracias en palacio para conmemorar el cumpleaños del emperador Alejandro, se avisó en la iglesia al príncipe Volkonsky que había llegado un parte de Kutuzov. Era el informe escrito por el Serenísimo en la aldea de Tatarinovo, el mismo día de la batalla. Kutuzov escribía que "los rusos no habían retrocedido ni un paso, que las pérdidas francesas eran superiores a las propias, y que escribía aquel informe en el campo de batalla y de forma precipitada, sin conocer aún los últimos datos" (IV, I, 2).

Aquel mismo día se difundió también otra terrible noticia: la condesa Elena Bejuzov había muerto repentinamente, fulminada por un ataque agudo de angine pectorale. Así pues, la conversación general giraba en torno a tres acontecimientos tristes: la falta de noticias del emperador, la muerte de Kutaisov y la de Elena (IV, I, 2).

Al tercer día después de haberse recibido el informe de Kutuzov, llegó a San Petersburgo un terrateniente de Moscú, y por toda la ciudad cundió la noticia de que Moscú había sido abandonada y ocupada por los franceses y que estaba sumida en una infinitud de incendios. "¡Esto espantoso!", "¡dónde está el emperador!", se oía por todas partes. El príncipe Vasili, que en ese momento recibía las visitas de condolencia por el fallecimiento de su hija, aseguraba que no se podía esperar otra cosa del sanguinario Kutuzov, y seguía hablando bien de los franceses (IV, I, 2).

          Mientras tanto, la vida provinciana de los moscovitas seguía siendo la de exiliados. Nikolai (Rostov) es enviado a Voronezh a comprar caballos, y toda la noche la pasa ocupado con una rubia de ojos azules, esposa de uno de los funcionarios provinciales. Cuando en una velada se menciona a la princesa Maria (Bolkonskaya), Nikolai experimenta un sentimiento que le resulta incomprensible. La esposa del gobernador confirma que la princesa Maria sería una pareja rentable para Nicolás, pero Nikolai reflexiona sobre sus palabras y recuerda a Sonia. Reconoce que su madre le ha hablado de ella, como pareja rentable para pagar las deudas, pero que también está ahí Sonia, con quien él se ha obligado por promesas. Invitado por Anna Malvintseva a su casa, Rostov se encuentra allí con Maria, cuyo rostro se transforma cuando ve a Nikolai. Rostov reconoce en ella su bondad, humildad, amor y sacrificio, y le cuenta la noticia de la herida de su hermano Andrei. Poco después, en su hotel de Voronezh, Nikolai recibe cartas de su madre y de Sonia. En la 1ª, la madre le cuenta la herida mortal de Andrei, y que Natasha y Sonia lo cuidan. En la 2ª, Sonia dice que rechaza la promesa que hicieron, y deja libre a Nikolai para buscar otro amor. Nikolai acompaña a la princesa Maria a Yaroslavl, y unos días después él mismo parte hacia el regimiento. Cuando la princesa Maria llega a Yaroslavl, recibe la triste noticia del empeoramiento de su hermano Andrei, y decide ir a verlo al puntual alojamiento de los Rostov (el monasterio de Troitsa). Natasha y Maria se vuelven más cercanas, y pasan sus últimos días cerca del moribundo príncipe Andrei:

Cuando la mitad de Rusia estaba conquistada, y los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, y cuando se movilizaban continuas levas de milicias en defensa de la patria, se nos figura que todos los rusos se ocupaban sólo en salvar su patria, pero la realidad no fue así, pues la mayoría de las personas se deja guiar más bien por los propios intereses personales inmediatos (IV, I, 4).

Nikolai Rostov sí que era de los que tomaba parte directa en la defensa de la patria, sin perder el tiempo en ponerse a pensar. Así las cosas, cuando lo enviaron a comprar caballos para la división a Voronezh, recibió la noticia con gran placer. Lejos de los soldados, de los convoyes y de las sucias huellas de su campamento, Nikolai volvió a ver feliz las aldeas de los mujiks, campesinos, casas señoriales y estaciones de postas con sus encargados dormidos (IV, I, 4).

Al llegar a Voronezh, Nikolai se alojó en un hotel, y a la mañana siguiente fue a presentarse a las autoridades. Poco después, recorrió los 20 km que le separaban de la finca de un viejo propietario, antiguo oficial de caballería y dueño de una magnífica cuadra de caballos. Dos palabras bastaron para ultimar el negocio, y Nikolai compró, por 6.000 rublos, 17 potros excelentes de aquel propietario (IV, I, 4).

Para la velada que esa noche ofrecía el gobernador. Nikolai se cambió de traje, se perfumó y llegó a casa del gobernador. Allí estaba reunida la mejor sociedad de Voronezh, y no pocas mujeres dispuestas al baile y a coquetear con él. Ekaterina Petrovna interpretó al clavicordio valses y escocesas, pero a quien prestó especial interés Nikolai fue a una dama rubia de ojos azules, esposa de un funcionario de la provincia, con quien empezó a intimar (IV, I, 4).

"¿Quieres que pida para ti la mano de la muchacha?", le dijo al punto la esposa del gobernador, que continuó: "Aunque yo prefiero a la princesa Maria. ¿Quieres?". "¡Oh, sí! Somos amigos", dijo sonrojado Nikolai, que al poco se dijo: "¿Qué tontería he dicho a la mujer del gobernador? Ahora tratará en serio de casarme. ¿Y Sonia?". Tras lo cual, dijo a la gobernadora: "La princesa Bolkonskaya y yo somos grandes amigos, desde que la conocí en unas extrañas circunstancias. E incluso mi madre avalaría dicho enlace. Pero yo ya estoy prometido" (IV, I, 5).

La gobernadora lo condujo hacia una anciana alta y gruesa, que acababa de terminar entonces su partida de cartas. Era la señora Anna Malvintseva, una viuda rica sin hijos, tía materna de la princesa Maria, que siempre había vivido en Voronezh. Cuando Rostov se acercó a ella, Anna pagaba lo perdido en el juego, y mirándolo le dijo: "Me alegro de conocerle, querido", tendiéndole la mano. "Lo espero en mi casa" (IV, I, 5).

Cuando Rostov entró en casa de la señora Malvintseva, la princesa Maria dejó al visitante tiempo de saludar a su tía. Cuando más tarde bajó a saludarlo, sus ojos brillantes encontraron los de Nikolai, y con un movimiento impregnado de dignidad y gracia, y una sonrisa alegre, la princesa se acercó, le tendió su mano fina y delicada y dejó salir de su voz notas profundamente femeninas. Mademoiselle Bourienne miró perpleja a la princesa Maria, pues la coqueta más experta no habría actuado mejor. "O es que el color negro le sienta muy bien, o ha embellecido sin que yo me dé cuenta", pensó mademoiselle Bourienne, que al punto dijo: "¡Qué tacto, qué gracia!". Nikolai y Maria hablaron de la guerra, se refirieron a su anterior encuentro y, por último, sacaron el tema de Andrei, hermano de Maria, de cuya grave herida Nikolai creyó conveniente informar a la princesa (IV, I, 6).

Rostov empezó a encontrarse en Voronezh a disgusto y aburrido, al tiempo que se daba prisa en concluir la compra de caballos. Estando en su habitación de hotel, llamó a su puerta Lavruska, al tiempo que decía: "El correo ha traído cartas para usted". Nikolai tomó las cartas, una de su madre y otra de Sonia. "¡No, esto no puede ser!", exclamó en voz alta, incapaz de permanecer sentado y paseando por la habitación sin dejar de leer la carta de Sonia: "Me resulta penoso pensar que pueda ser causa de disgustos en la familia que tanto me ha protegido. Le ruego, Nikolai, que se considere libre de mí, y que sepa que, a pesar de todo, nadie lo amará más que su Sonia". La condesa le contaba los últimos días en Moscú, la partida y la pérdida de todos los bienes. Añadía que el príncipe Andrei estaba malherido con ellos, y que Sonia y Natasha lo cuidaban como verdaderas enfermeras (IV, I, 7).

Al día siguiente, Nikolai visitó a la princesa Maria y le mostró la carta de su madre. Ninguno de los dos hizo la menor alusión al sentido que pudieran tener las palabras "Natasha lo cuida", pero, gracias a esa carta, entre Nikolai y la princesa María se establecieron unas relaciones casi familiares. Al día siguiente, Nikolai acompañó a la princesa hasta Yaroslavl, y poco después salía para incorporarse a su regimiento (IV, I, 7).

Los Rostov se habían establecido en el monasterio de Troitsa, en una hospedería que les había reservado 3 amplias habitaciones, una de ellas destinada al príncipe Andrei, que se encontraba muy mejorado aquel día. En el cuarto vecino se hallaban los condes conversando respetuosamente con el abad, quien había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores. Sonia dormía con Natasha en la otra habitación, pero vivía atormentada por conocer la conversación entre Natasha y Andrei. "¡Oh, Natasha!", casi gritó Sonia, sujetando por el brazo a su prima. "¿Qué? ¿Qué sucede?", preguntó Natasha. "Está echado en la cama, levantando el dedo a cada detalle. Ha cerrado los ojos y se ha cubierto con una colcha, con los brazos cruzados", explicó aceleradamente Sonia. "Escribe rápida a Nikolai, para que avise a la princesa Maria y la haga venir cuanto antes", le espetó Natasha, contrariada y nerviosa (IV, I, 8)

          Mientras tanto, la situación en Moscú se hace desesperada. Pierre continúa encarcelado por los franceses, con el agravante de que todos los rusos que están con él son de rango inferior. Los días previos al segundo interrogatorio (8 de septiembre) fueron los más difíciles en la vida de Pierre. En éste, Pierre es interrogado por el mariscal Davout, y condenado a muerte por haber causado el incendio de Moscú (de hecho, el mismo Pierre presencia la ejecución de los acusados del incendio de Devitchye Polye). Por destinos de la Providencia, Pierre es indultado, y llevado al cuartel donde acababan yendo los prisioneros rusos de guerra. Allí Pierre conoce al soldado Platon Karataev, un campesino agradable y espontáneo que trata de ocupar el tiempo con canciones y tertulias animadas, y que lo único que sabe de memoria es la oración:

Al llegar al cuerpo de guardia, el oficial y los soldados que habían detenido a Pierre lo trataron con hostilidad. Aún dudaban de quién se trataba (tal vez fuera un personaje importante), y la actitud belicosa que adoptaron se debía a su reciente forcejeo con él en la calle. Al día siguiente, Pierre se dio cuenta de que los detenidos (y él) serían juzgados como incendiarios. Al tercer día de prisión lo trasladaron con los otros ante varios franceses con brazalete. Preguntaron a los detenidos quiénes eran, dónde habían estado y por qué, y era evidente que todas las respuestas los conducirían a la culpabilidad. Aquellos primeros días, hasta el 8 de septiembre, fecha del segundo interrogatorio, fueron los más penosos para Pierre (IV, I, 9).

El 8 de septiembre llegó a los prisioneros un oficial francés muy importante, a juzgar por las muestras de respeto con que lo saludaron los centinelas. Ese oficial, probablemente del estado mayor, pasó lista a los detenidos. Pasada una hora, llegó una compañía de soldados que condujo a Pierre y a los otros 13 detenidos al campo de Devitchye Polye. Pierre recordó que era domingo y fiesta de la Natividad de la Virgen (IV, I, 10).

"¿Qui etes vous?", le preguntó el alto general francés. Pierre calló, intuyendo que Davout no era un simple general francés más, sino un hombre famoso por su crueldad. En aquel instante entró en el despacho el ayudante de campo, que algo dijo a Davout. La noticia pareció alegrarlo, y comenzó a abrocharse la guerrera, olvidando completamente a Pierre. Cuando el ayudante le recordó la presencia del prisionero, Davout frunció el ceño e hizo un movimiento de cabeza indicando que se lo podían llevar. Pierre ignoraba adónde, si a la barraca o al sitio de ejecución (IV, I, 10).

Llevaron a los presos al campo de Devitchye Polye, y los ataron a un poste por orden de lista. Detrás del poste se abría una zanja, con la tierra recién removida. Enfrente de ellos, los soldados de Bonaparte formaban una alargada fila, con sus capotes azules. "Tirailleurs du 86°, en avant!", gritó alguien. Se llevaron solamente hasta el 5º prisionero, el que hacía pareja con Pierre, quien no comprendió que se había salvado, y a los demás se los habían llevado para su ejecución. Los 24 tiradores, con sus fusiles descargados, se incorporaron a paso ligero a sus puestos, y Pierre volvió la cabeza para no ver aquello. De pronto sonó una atronadora descarga, y todo apareció cubierto de humo, y el suelo lleno de presos rusos ajusticiados (IV, I, 11).

Después de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, y lo metieron en una de ellas, junto al resto de prisioneros de guerra (IV, I, 12). "¿Lo ha pasado usted mal, señor?", dijo al cabo de un rato un hombrecillo, que continuó diciendo, como suelen hacer las viejas campesinas rusas: "No te aflijas, palomo, pues el sufrimiento es corto y la vida larga. Así es, amigo. Los hay malos y los hay buenos". Y mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, sacó una navaja, partió la patata en dos, le echó sal (que traía en el trapo) y se la ofreció a Pierre. "Y tú, ¿quién eres?", preguntó Pierre, terminando de comer la patata. "Soy del regimiento de Apsheron, y estaba con otros 20 en el hospital cuando nos cogieron. Me llamo Platon Karataev, y aquí estoy según la voluntad de Dios, porque nadie puede escapar a la pobreza o a la cárcel". Tras lo cual, aquel hombrecillo contó una larga historia de cómo un buen día fue a un bosque vecino para cortar leña, y el guardabosques lo sorprendió en plena faena, y lo azotaron y condenaron a servir en el ejército (IV, I, 12).

f.2) Partes 2, 3 y 4

          Tolstoi termina de exponer el curso de las batallas napoleónicas en Rusia (la retirada francesa ordenada por Napoleón, por sus frentes abiertos en otras partes de Europa), y ofrece una reflexión sobre los méritos de Kutuzov, sobre por qué Napoleón no logró consolidar la Moscú ocupada y sobre su inesperada decisión de retirada:

La retirada de los franceses de Moscú comenzó la noche del 6 al 7 de octubre. Desmontaban cocinas y barracas, cargaban los carros y las tropas y convoyes se ponían en movimiento (IV, II, 13). En los primeros días de octubre un nuevo parlamentario de Napoleón entregaba a Kutuzov una carta con propuestas de paz. Estaba falsamente fechada en Moscú, puesto que Napoleón se encontraba entonces en el viejo camino de Kaluga, encaminándose hacia el emperador ruso. Kutuzov contestó lo mismo que a la propuesta traída por Lauriston, y se limitó a decir que de paz no se podía hablar. Poco después, Dolojov mandaba una partida de guerrilleros a la izquierda de Tarutino, y allí conseguía una fácil victoria (IV, II, 15).

A partir de ese momento, y hasta el término de la campaña, toda la actuación de Kutuzov se redujo a emplear cuantos medios tenía a su alcance (la autoridad, la astucia, las súplicas) para contener a sus tropas de ofensivas, de choques y de maniobras inútiles, contra un enemigo ya moribundo. Los soldados que hasta entonces habían formado el ejército napoleónico corrían ahora a la desbandada con sus jefes, recorriendo miles de kilómetros a pie hacia su tierra francesa (IV, II, 18).

La razón humana no puede comprender el conjunto de las causas que originan cada fenómeno, pero la necesidad de conocerlas es inherente a la naturaleza del hombre. Así, sobre el avance de los pueblos de Occidente hacia Oriente no existió una única causa o acontecimiento, sino que existieron leyes que fueron gobernando los acontecimientos (IV, II, 1).

Respecto al porqué Napoleón no consiguió sus objetivos, tras su victoria de Borodino y ocupación de Moscú, el episodio fundamental de la guerra no fue el incendio de la ciudad, sino que vino mucho antes, con la providencial decisión del general Kutuzov de pasar el ejército ruso del camino de Riazan al de Kaluga, y desde allí al campo de Tarutino, denominada como la marcha oblicua de Krasnya Pajra (IV, II, 1). Es decir, que el ejército ruso, retrocediendo siempre en sentido contrario al de la invasión, una vez que el avance de los franceses hubo cesado, se apartó de la línea recta seguida al principio y, al no sentirse perseguido, se dirigió (como era natural) hacia donde abundaban las provisiones (IV, II, 2).

Hubo también otro fenómeno que explica el devenir ruso en la guerra, que nada tuvo que ver con Rusia ni Francia, sino con una de esas desviaciones de las reglas de la guerra que se llama "acción humana aislada", en este caso de hombres aislados contra masas compactas. Es lo que le ocurrió desventuradamente a Napoleón aquel 1812, tanto por parte los ciudadanos de España como por parte de los rusos, al mismo tiempo, en sus respectivas patrias (IV, III, 2).

          Sobre el devenir de los personajes, nos dice Tolstoi que Pierre pasó 4 semanas en cautiverio, mientras que Karataev recibió un disparo de un guardia francés. Sobre Petia (Rostov), nos dice Tolstoi que, tras alistarse en su batallón y participar en la batalla de Viazma, por orden de Kutuzov acabó en el destacamento de Denisov, y que en un ataque de éste y Dolojov a un convoy francés, muere en la batalla, así como Pierre es liberado junto al resto de prisioneros rusos. Natasha (Rostova) y Maria (Bolkonskaya) están pasando por un momento difícil con la muerte de Andrei (Bolkonsky), a lo que se suma la noticia de la muerte de Petia (Rostov). La condesa Rostova cae en la desesperación, y de una mujer fresca y alegre de 50 años se convierte en una anciana. Natasha cuida constantemente de su madre, trata de encontrar sentido a su vida (tras la muerte de su amante) y ella misma se debilita tanto física como mentalmente. Las pérdidas acercan a Natasha y a Maria. Al final, ante la insistencia del conde Rostov, todos regresan juntos a Moscú:

Pierre llevaba 4 semanas detenido, y el 6 de octubre, muy de mañana, salió de la barraca y se detuvo junto a la puerta para jugar con la larga perrita violácea, de patas cortas y torcidas, que saltaba en torno a él. Durante ese tiempo había cambiado mucho físicamente. No estaba tan grueso, aunque seguía siendo fuerte y robusto. Barba y bigote le cubrían la parte inferior del rostro, y los largos y revueltos cabellos, llenos de piojos, se rizaban ahora en su cabeza formando una especie de gorra. Sus ojos nunca habían tenido expresión tan firme, serena y enérgica. "Si l'on marchait par un temps comme celuila", comenzó a decirle un cabo francés, tras lo cual Pierre le hizo algunas preguntas sobre lo que se decía de la campaña. El cabo contó que casi todas las tropas iban a partir de Moscú, y que aquel día se esperaba la orden referente a los prisioneros (IV, II, 11).

Una semana antes, los franceses habían recibido tela y cuero y encargaron a los prisioneros que les hicieran botas y camisas. "Lo prometido es deuda", dijo Platón, sonriendo, mientras desdoblaba la camisa que había hecho y decía: "Te dije que estaría para el viernes, y aquí la tienes. Te sienta perfectamente". El francés se dedicó a mirar su camisa y a examinar las costuras. "Merci, merci, mon vieux, le reste", repitió el francés sonriente, al tiempo que continuaba: "Mais le reste...". Entonces, sacó una pistola y disparó a Karataev (IV, II, 11).

Un convoy francés había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikulino rumbo a la de Shamshevo. A la izquierda había grandes bosques, que a veces llegaban al borde mismo del camino y otras se separaban más de un kilómetro. Ya internándose en la espesura, ya apareciendo en sus lindes, Denisov avanzó durante todo el día con sus hombres sin perder de vista a los franceses. Por la mañana, no lejos de Mikulino, en un lugar donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos de Denisov se habían apoderado de 2 furgones franceses atascados en el barro (IV, III, 3). Junto a él iba Petia Rostov, portándose en todo momento como correspondía a un adulto y a un oficial (IV, III, 4).

En efecto, al salir de Moscú dejando a su familia, Petia se había incorporado a su regimiento, y al poco tiempo fue nombrado oficial de ordenanza. Desde entonces, había participado en la batalla de Viazma, y se encontraba en un estado feliz de alegre excitación. Cuando el 21 de octubre Kutuzov expresó su deseo de enviar a alguien al destacamento de Denisov, Petia solicitó aquella misión, y el general no pudo negárselo (IV, III, 7).

Volviendo al asalto al convoy francés, tras la acción llevada a cabo por los cosacos sonó una descarga. Silbaron unas balas vacías en el aire y otras acertaron en el blanco. Los cosacos y Dolojov irrumpieron en la acción, y detrás de ellos Petia. En medio de la humareda, algunos franceses arrojaban sus armas, otros salían de entre los arbustos hacia los cosacos, y otros huían cuesta abajo, en dirección al estanque. Petia cayó entonces de su caballo, pesadamente y sobre la tierra húmeda. Cuando los cosacos se acercaron para socorrerlo, vieron cómo Petia estremecía sus brazos y piernas, aunque mantenía inmóvil su cabeza, pues una bala la había atravesado. "¡Está acabado!", dijo frunciendo el ceño Dolojov. "¿Muerto?", gritó Denisov, al ver a lo lejos el cuerpo de Petia sin vida (IV, III, 11).

Dolojov gritó a Denisov que la operación estaba acabada, que no harían prisioneros franceses y que rescataran tan sólo a los prisioneros rusos que iban en la caravana francesa. Entre los prisioneros rusos liberados estaba Pierre Bezujov (IV, III, 11), del cual nadie sabía desde el abandono de Moscú de las tropas francesas (IV, III, 12). Pierre llegó a Moscú a fines de enero, y se instaló en un pabellón que se conservó intacto en su casa, con el propósito de salir al tercer día para San Petersburgo. Todos festejaban la victoria, y la vida bullía en la arruinada capital, que poco a poco iba renaciendo. Todos se alegraban de ver a Pierre, y deseaban hablar con él y conocer lo que había vivido y visto (IV, IV, 15).

Natasha y la princesa Maria sintieron por igual la muerte del príncipe Andrei. Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver suspendida sobre ellas la espantosa nube de la muerte, y no se atrevían a mirar la vida frente a frente (IV, IV, 1).

A fines de diciembre, vestida de lana negra y con el rostro enflaquecido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, y una pierna le temblaba casi imperceptiblemente. Rápidamente, sin precauciones y con aire asustado, entró la doncella Duniasha gritando: "Pronto, venga usted", con una expresión de susto en el rostro. "Vaya a ver a su padre. Piotr Ilich…Pe, Petia... una carta", dijo sollozando (IV, IV, 1).

La condesa, tumbada en un sillón, y contraída de manera extraña e incómoda, golpeaba su cabeza contra la pared. Sonia y varias doncellas la sujetaban por el brazo. "Es mentira, es mentira, él miente", gritaba. "¡Marchaos todos, es mentira! ¡Que lo han matado! ¡Es mentira!". Natasha apoyó una rodilla en la butaca, se inclinó hacia su madre, la abrazó y volvió hacia sí el rostro de su madre, al tiempo que le decía: "¡Mamita! ¡Cariño! ¡Estoy aquí, mamá, querida mía!", besándole la cabeza y sintiendo correr las lágrimas a raudales (IV, IV, 2).

La herida en el corazón de la madre no podía cicatrizar. La muerte de Petia se llevó la mitad de su vida. Al mes de recibida la noticia, aquella mujer, hasta entonces enérgica a sus 50 años, salió de su habitación convertida en una vieja medio muerta. Y la misma herida hizo envejecer a la joven Natasha, la cual creía por terminada su vida (IV, IV, 3).

Si los últimos días del príncipe Andrei habían acercado a la princesa Maria a Natasha, esta nueva desgracia las unió todavía más. La princesa, que había retrasado su marcha, cuidó durante 3 semanas a Natasha como si fuera una niña enferma. Se besaban sin cesar, se decían palabras cariñosas, pasaban juntas la mayor parte del tiempo. Si una de ellas salía, la otra se quedaba inquieta y la buscaba sin tardanza, y juntas estaban más de acuerdo que solas (IV, IV, 3).

A finales de enero, el conde Rostov insistió en volver a Moscú, entre otras cosas para que la princesa Maria acompañara a Natasha y a la condesa Natalia a consultar a los médicos (IV, IV, 3).

g) Epílogo

g.1) Parte 1

          Han pasado 7 años, tras los trágicos acontecimientos de 1812, y Tolstoi nos ofrece un análisis de los acontecimientos, deteniéndose especialmente en la figura de Alejandro I. En líneas generales, nos viene a decir que el objetivo (ruso) se logró, y que tras la última batalla de 1815 Alejandro alcanzó la cima de la gloria:

Transcurrieron 7 años después de 1812, y el agitado mar de la historia de Europa había vuelto a sus cauces. Parecía apaciguado, pero las fuerzas misteriosas que movían a la humanidad proseguían su acción. Y aunque la superficie del mar pareciera inmóvil, la humanidad avanzaba sin descanso, como el movimiento del tiempo. Se formaban y descomponían engarces humanos, se formaban y disgregaban los estados, y los desplazamientos de los pueblos continuaban su desarrollo (V, I, 1).

A juzgar por los relatos, Rusia vivió también en aquel tiempo una reacción, de la que el principal responsable fue Alejandro I. A Alejandro se le reprocha que, como persona colocada en el peldaño más alto posible del poder, en él convergieran las fuertes influencias de la intriga, las mentiras, las lisonjas y la autosuficiencia, como algo inseparable del poder. También se le reprocha que se hubiera forjado una idea errónea sobre el bien de los pueblos, sobre todo cuando al principio se alió con las reformas liberales de los franceses. Pero supongamos que Alejandro I hubiera podido hacerlo todo de otra manera. ¿Hubiera servido para algo? (V, I, 1).

Si la finalidad de la guerra era la grandeza de Rusia, este objetivo pudo haberse logrado sin todas las guerras que ocurrieron y sin la invasión francesa. Si el fin era la grandeza de Francia, éste pudo haberse conseguido sin la revolución y sin el Imperio. Y si se trataba de propagar ideas, la imprenta lo habría hecho mil veces mejor que los soldados. Entonces, ¿por qué ha sucedido así, y no de otro modo? La historia nos contesta: "La casualidad crea una situación, y el genio la utiliza". Pero ¿qué es la casualidad? ¿Qué es el genio? (V, I, 2).

Terminado un drama, y después de quitar sus vestiduras al actor, el director de escena es el que vence, y en este caso fue el zar Alejandro, al devolver el movimiento que le venía en su dirección contraria; es decir, del oriente a occidente. "¡Fijaos en quién creíais!", "¡Aquí está!", "¿Os convencéis ahora de que era yo quien os movía y no él?". Es lo que queda tras una guerra, aunque los hombres lo tarden en comprender. Sobre todo una vez conseguida ésta, tras la última batalla de 1815, en que Alejandro subió a la cumbre del poder. Ahora bien, ¿qué uso hará de él? Porque cualquier guarda podrá detenerlo, y siempre habrá otro hombre dispuesto a justificar una última acción (V, I, 4)

          Respecto al devenir de los personajes, Pierre (Bezujov) se casa con Natasha (Rostova) en 1813, se van a vivir ambos a San Petersburgo y desde allí ayudan (con 30.000 rublos) a saldar las deudas de los Rostov. Tras la muerte del conde Rostov, y viudez de la condesa Rostov, su hijo Nikolai (Rostov) se da cuenta de que la herencia que recibe se compone de deudas que duplican las expectativas más negativas. Familiares y amigos piden a Nikolai que renuncie a la herencia, pero él acepta la herencia con todas las deudas, haciendo lo imposible para saldarlas. Por su parte, Sonia se ocupa de la casa y de mantener unida a la familia Rostov:

Los sucesos del año anterior, el incendio y abandono de Moscú, la muerte del príncipe Andrei, la desesperación de Natasha, la muerte de Petia, el dolor de la condesa, todo ello, golpe tras golpe, se abatió sobre la cabeza del viejo conde Rostov, que parecía no comprender la importancia de los acontecimientos (V, I, 5).

El casamiento de Natasha con Pierre Bezujov en 1813 fue el último acontecimiento feliz en la antigua familia Rostov. Aquel mismo año moría el viejo conde Ilia Rostov y, como sucede siempre, la familia se desmoronó (V, I, 5).

Nikolai estaba en París, con las tropas rusas, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre. Inmediatamente pidió la baja en el ejército y, sin esperarla, solicitó un permiso y regresó a Moscú. Un mes después de la muerte del conde, la enorme suma de las deudas se elevaban al doble de los bienes. Parientes y amigos aconsejaban a Nikolai que renunciara a la herencia, pero él aceptó la herencia paterna con la obligación de pagar las deudas. Los acreedores acudieron todos a los tribunales, y Nikolai vendió a bajo precio y en subasta pública los bienes, así como aceptó 30.000 rublos que le ofrecía su cuñado Bezujov y decidió a buscar un empleo (V, I, 5).

Sonia se ocupaba de la casa Rostov, cuidaba de su tía, le leía en voz alta, sufría sus caprichos e animadversión y ayudaba a Nikolai a ocultar ante la condesa la situación de pobreza en que se hallaban (V, I, 5).

          Con la llegada del invierno de 1813, la princesa Maria (Bolkonskaya) llega a Moscú, y el primer encuentro con Nikolai es seco, y por eso decide no visitar más a los Rostov. “¿Por qué, conde, por qué?”, pregunta la princesa al conde, tras lo cual empieza a llorar y se dispone a salir de su casa, y surge el chispazo:

A principios de invierno llegó a Moscú la princesa Maria. Por los chismes de la ciudad conoció la situación de los Rostov, y supo que "el hijo se sacrificaba por su madre", como todos decían. "No esperaba otra cosa de él", se dijo la princesa, dándose cuenta con alegría de que eso confirmaba su amor por Nikolai (V, I, 6).

En una visita que hizo la princesa Maria a la casa de los Rostov, Nikolai fue el primero en recibirla, puesto que para entrar en la habitación de la condesa debía pasar por la suya. El rostro de Nikolai, al ver a Maria, en vez de expresar la alegría que la princesa esperaba, manifestó una frialdad que ella nunca había conocido en él. Nikolai preguntó por su salud, y la acompañó a la habitación de su madre. Cuando la princesa Maria se despidió de la condesa, Nikolai la acompañó a la antesala sin decir una sola palabra a las observaciones que ésta le hacía, con una mirada que parecía decir "¿Qué te importa? ¡Déjanos tranquilos!". "No podía esperar otra cosa. A él ya nada le importo", pensó para sí Maria, tras lo cual Nikolai exclamó: "¡Princesa! ¡Maria! ¡Espere, por Dios!", tratando de sujetarla. Ella se volvió, y durante unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Lo que parecía tan lejano e imposible hacía 5 minutos, ahora se hacía posible e inevitable (V, I, 6).

          Nikolai (Rostov) se casa con la princesa Maria (Bolkonskaya) en el otoño de 1814, y se establecen en la finca de Montes Calvos (junto a Sonia y la condesa Rostova). Durante 6 años, y tan sólo a través de su honrado trabajo, Nikolai va pagando todas sus deudas con los acreedores, y se convierte en un buen caballero y propietario. En el futuro, intentará utilizar todas sus fuerzas para recomprar sus bienes personales, que fueron vendidos inmediatamente a la muerte de su padre:

En el otoño de 1814 se casaron Nikolai y la princesa Maria, y se establecieron en Lisie-Gori, adonde Nikolai llevó a su madre y a Sonia. En 3 años, sin tocar los bienes de su mujer, Nikolai pagó todas las deudas restantes, y con la pequeña herencia de una prima suya pudo devolver a Pierre el dinero que le había prestado. Unos 3 años más tarde, en 1820, Nikolai compró una pequeña finca próxima a Lisie-Gori, y empezó a restaurar la suya de Otradnoye, que era su máxima ilusión. Su ocupación favorita era las fincas, y a ellas se dedicó como propietario. No le gustaban las innovaciones, sobre todo las introducidas en Inglaterra (entonces de moda), y se burlaba del nitrógeno y oxígeno que se hallaba en la tierra o el aire. "El mejor instrumento es el mujik, el único que hay que cuidar", se decía, exclamando cuando se enfadaba: "¡Este pueblo ruso!", echando la culpa a los mujiks. Pero la verdad era que amaba con toda su alma a ese pueblo ruso, y su modo de vivir (V, I, 7). El otoño lo dedicaba Nikolai a la caza, ausentándose por 1 ó 2 meses con sus jaurías y monteros. En el invierno visitaba otras aldeas y se dedicaba a la lectura. En su biblioteca abundaban, sobre todo, los libros de historia, que adquiría cada año por una determinada suma (V, I, 8).

Nikolai vivía en muy buena armonía con su esposa Maria, salvo algunos instantes fugaces de animosidad, sobre todo durante los embarazos de la condesa Maria (V, I, 9).

La condesa Rostova se mostraba celosa de ese amor de su hijo, y le dolía no poder compartirlo. Pero sobre todo le resultaba imposible comprender las alegrías y amarguras que le causaba ese mundo tan ajeno a ella (V, I, 7).

Desde el matrimonio de Nikolai, Sonia vivía en su casa. Antes de la boda, Nikolai había contado a Maria sus antiguas relaciones y le había pedido que fuese cariñosa y buena con su prima. La condesa Maria comprendía la culpa de su marido, y nada tenía que reprochar a Sonia. Pero no deseaba verlos a solas, y en su alma mantenía a menudo malos resentimientos hacia ella, que no lograba vencer (V, I, 8).

          En 1820, Natasha (Rostova) ya tenía 3 hijas y 1 hijo. Ya no había ese fuego de renacimiento en su rostro, pero en ella seguía viéndose una mujer fuerte, hermosa y fértil. A Rostova no le gusta ya la sociedad, y no vuelve a aparecer por ella. El 5 diciembre 1820 todos se reúnen en casa de Nikolai (Rostov), en Montes Calvos, incluidos los viejos amigos como Denisov. Todos esperan la llegada de Pierre, que a su llegada comienza a describir la vida en una y otra familia, la vida en mundos completamente diferentes, las conversaciones entre maridos y mujeres, la comunicación con los niños y los sueños de los personajes:

Natasha se había casado con Pierre en la primavera de 1813, y en 1820 tenía ya 3 hijas y 1 hijo muy deseado, a quien ella misma criaba (V, I, 10). Pero era difícil reconocer en ella a la inquieta y revoltosa Natasha de antes. Los rasgos de su cara se habían determinado, y expresaban reposo y fortaleza. Pero su rostro no tenía ya aquella animación y atractivo de antes, y apenas traslucía el estado de su alma. Se la veía una hembra hermosa y fecunda, pero raras veces se encendía en ella el antiguo fuego. Además, había dejado por completo de frecuentar la vida social (V, I, 10).

Era el 5 de diciembre de 1820, víspera de la fiesta de San Nicolás. Natasha, su marido y los niños estaban en casa de Nikolai desde principios de otoño. Pierre estaba en San Petersburgo por asuntos particulares, y ese día también pasó a saludarlos el general retirado Denisov, gracias al cual la conversación se hizo más general y animada (V, I, 9).

Cuando los pequeños de Natasha y las pequeñas de Maria empezaron a revolotear por la mesa de los mayores, la condesa Rostova entró en la sala y dijo: "Alguien ha venido". "Estoy segura que es Pierre", respondió Natasha. En efecto, era Pierre quien llamaba a la puerta, con su corpulento cuerpo y una sonrisa que iluminó la sala. Era de ver su alegría, pero se llevó una reprimenda, y una tremenda bronca de su esposa Natasha, por el retraso (V, I, 9).

Una vez instalado su corpachón en la mesa, Pierre contó la carta que recibido del príncipe Fiodor, que lo había convocado a San Petersburgo para discutir importantes cuestiones relacionadas con Bezujov. También recordó todos los sufrimientos pasados durante sus semanas de cautiverio en el campo de prisioneros, y se reprochó a sí mismo no poder haber hecho nada en la muerte de Petia. Denisov escuchaba entusiasmado, pero Natasha contestó: "¿Estás ya satisfecho? ¿Te has divertido? Podías pensar por lo menos en los niños, pues yo estoy criando y la leche se me ha estropeado" (V, I, 11). El regreso de Pierre fue un motivo de alegría general, y así se reflejó en todos. Los criados, que suelen ser los mejores jueces de sus amos, se alegraron de la llegada de Pierre (V, I, 12).

g.2) Parte 2

          Tolstoi analiza las relaciones de causa y efecto entre los acontecimientos que tuvieron lugar en la arena política de 1805 a 1812, y también realiza un análisis comparativo del movimiento a gran escala “de Occidente a Oriente y de Oriente a Oeste:

El objeto de la historia es la vida de los pueblos y de los hombres. Pero es imposible abarcar y describir con palabras la vida, no ya de la humanidad entera, sino de un solo pueblo (V, II, 1).

En 1789 se producía en París un movimiento insurreccional. Ese movimiento creció, y se extendió hacia el Oriente. En 1812 ese movimiento llegó a su límite máximo, Moscú, y allí chocó. Con asombrosa simetría se produjo entonces el movimiento contrario, de Oriente a Occidente, arrastrando con él a todos los pueblos intermedios, hasta que la marcha inversa alcanzó su punto máximo en su punto inicial, París, y allí se detuvo hasta que se resolvió (V, II, 1).

          En cuanto al análisis sobre los comportamientos individuales, de emperadores, comandantes y generales, Tolstoi plantea cuestiones sobre la voluntad y la necesidad, el genio y el azar, e intenta demostrar las contradicciones en los análisis históricos de las guerras, así como en las elaboraciones de las leyes estatales de los humanos:

Luis XIV era un hombre muy orgulloso y soberbio, que se entretuvo en estas o aquellas amantes, en tales o cuales ministros, y gobernó mal a Francia. Sus herederos fueron hombres igualmente débiles, e igualmente gobernaron mal su país, entre estos o aquellos favoritos, entre tales o cuales amantes. Algunos de esa época se decidieron a escribir libros, y a finales del siglo XVIII se reunió en París una veintena de personas que comenzaron a decir que todos los hombres eran iguales y libres. Por tal motivo, en toda Francia decidieron matarse unos a otros (V, II, 1).

En aquel mismo tiempo surgió en Francia un hombre genial: Napoleón, que siempre venció a todos. Es decir, que mató a mucha gente. Porque era muy genial, dicho hombre marchó a matar africanos no se sabe por qué, y a su vuelta hizo que todos le obedecieran en Francia (V, II, 1). Por entonces reinaba en Rusia el emperador Alejandro, el cual le opuso resistencia en 1805, estableció lazos con él en 1807, y se volvió a enemistar en 1811. Napoleón llevó a Rusia 600.000 hombres y se adueñó de Moscú, pero todos los enemigos de Napoleón se unieron por toda Europa contra él, y lo fueron echando de todas partes, hasta recluirlo en la isla de Elba (V, II, 1). Comenzó a reinar entonces Luis XVIII, ese mismo del que hasta entonces franceses y aliados no habían hecho más que burlarse (V, II, 1).

¿Cuál es la fuerza, pues, que mueve a los pueblos? Los biógrafos y los historiadores consideran que esa fuerza reside en el poder inherente a los héroes y monarcas (V, II, 2). Indudablemente, siempre hay relación entre todos los coetáneos, pero cuando una locomotora se pone en marcha, el mujik dice que el diablo la empuja, y otros que lo hace por el humo arrastrado por el viento, mientras que la compresión del vapor en la caldera no tiene derecho a detenerse, en la búsqueda de la causa (V, II, 3).

Los historiadores comprenden, por tanto, bajo ese concepto de fuerzas absolutamente diversas entre sí, la explicación de los fenómenos humanos. Y ciertamente, es imposible explicar la historia sin la aportación de Alejandro Magno, Julio César, Lutero o Voltaire. Pero eso no es suficiente, pues en toda ciencia humana lo importante son las historias concretas de cada persona y de cada país, tanto a grandes como pequeñas escalas (V, II, 3). Al igual que en el resto de cosas creadas (planetas, naturaleza...), es necesario admitir una dependencia que no sentimos (V, II, 12).

Madrid, 1 enero 2024
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[1] Como bien recoge TOLSTOI, a la hora de decir que, tras la derrota rusa en Austerlitz, ante Napoleón, también abandonó el campo de batalla, pálido y asustado, el conde Tolstoi, que figuraba como mariscal en el séquito de Alejandro (cf. TOLSTOI, Guerra y Paz, libro I, parte III, cap. 18).