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         GUERRA
        Y PAZ
        
         
        
          
        Obra
        cumbre de la literatura rusa, 
        escrita
        bajo
        la pluma del místico Tolstoi 
          
          
        Clasicismo zarista
        ruso, en continuo contraste con el belicismo ilustrado francés 
        Madrid,
        1 enero 2024 
        Manuel Arnaldos, historiador de Mercabá 
                 
        Guerra
y Paz es la obra maestra de la literatura rusa, escrita por Tolstoi de 1865 a
1869 sobre el fondo de grandes acontecimientos históricos (las Guerras
        Napoleónicas)
tenidos lugar  de 1805 a
        1812. Para describir dichos acontecimientos, el escritor
se pone en la piel de cinco familias rusas, desde las cuales se van
        describiendo, y van tomando sentido, los acontecimientos. De hecho, el propio Tolstoi se deja
entrever a través de uno de los personajes (Pierre Bezujov), como forma de
implicarse implícitamente en la obra. 
                 
        Es
difícil igualar la profundidad y grandeza de este relato, que discurre tanto en los salones de San Petersburgo como en las cárceles de
Moscú, en majestuosos palacios como en los campos de batalla. La gran cantidad
de acciones y detalles, la multitud de personajes, o el minucioso procesamiento
de los hechos históricos, hacen de Guerra
y Paz uno de los  clásicos de la literatura universal. ¿Novela épica
o poema dramático? ¿Y crónica histórica? Leamos y disfrutemos Guerra y
        Paz, a través de aquel  místico ruso llamado León Tolstoi. 
        a)
        Contexto de  Guerra y Paz 
                 
        A
través de 1.800 páginas, la  novela épica
de Tolstoi presenta el periodo de 1805 a 1812 (las Guerras
        Napoleónicas en Rusia,
con la campaña rusa en Prusia, batalla de Austerlitz,
campaña francesa en Rusia, batallas de Schongraben, Smolensk, Borodino... o la
        toma e incendio de
Moscú) desde el punto de vista de varias familias rusas (de Moscú y San
Petersburgo, principalmente) desde las cuales el lector se va enterando de los
acontecimientos que van ocurriendo, en una alternancia rítmica de guerra y paz. 
                 
        Junto
a personalidades famosas de la época (Napoleón, zar Alejandro I...),
Tolstoi va insertando otra serie de personajes (anónimos o ficticios) que nos vienen
a decir que la historia nunca podrá ser impuesta por cualquier personaje de
        turno (ni siquiera Napoleón), sino por la
voluntad general de la mayoría. Cada individuo no tiene poder sobre su propio destino,
        viene a decir Tolstoi, y al final la  realidad particular  de
cada uno dependerá del devenir de muchos otros. 
                 
        A
través de la epopeya y el aprendizaje, la estrategia y la humanidad, la traición
y el amor, los infortunios y alegrías, Tolstoi va impulsando sus complicados  hilos
argumentales, combinando hábilmente los acontecimientos históricos con los
destinos individuales, y las diferentes cosmovisiones políticas con la precisa sociedad
        de cada momento. 
                 
        Tiene
        
Guerra y Paz la
fuerza de un gran 
 poema
dramático,
pero también el ritmo avasallador de la historia y la más
honda meditación
sobre el misterio del hombre y su destino.
En definitiva, el
autor describe la búsqueda de la felicidad
humana,
y el equilibrio interno de los actores sociales. No hay más misterio ni más
destino que ése: el que los propios hombres de todas las clases, conjuntamente
y entre sí, se han ido dando. 
        b)
        Contenido de  Guerra y Paz 
                 
        Guerra
y Paz consta de 5 libros (4 y 1 epílogo) y
        un total de 361 capítulos, de los cuales 337 son narrativos (de los
        acontecimientos) y 24 filosóficos (con comentarios y puntos de vista del
        autor). En general, la obra narra los acontecimientos
históricos de
        1805 a 1812 (las Guerras Napoleónicas en Rusia), pero lo hace a través
        de la leyenda
        novelada
        de cinco familias rusas: los Rostov, los Bezujov, los
        Kuragin, los Bolkonsky y los Drubetsky. Los
personajes principales son: 
                 
        1º
Los Rostov, de Moscú: 
        -conde
        
        ILIA, 
        
        padre de familia de los Rostov. Se trata de un desesperado
con las finanzas, y generoso hacia los demás hasta el extremo. Como resultado, los Rostov
nunca tienen suficiente efectivo, a pesar de tener muchas propiedades; 
        -condesa  NATALIA, 
        
        esposa del conde Ilia, frustrada por el mal
manejo de las finanzas de su marido, y siempre decidida a que sus
hijos tengan éxito en cualquiera de sus empresas; 
        -condesa  VERA, 
        
        hija mayor de Rostov; 
        -conde  NIKOLAI, 
         hijo mayor de
        Rostov, también conocido como Nikolenka y uno de los personajes
        principales de la obra, al representar los valores masculinos
        (valentía, honor, trabajo...) de la familia Rostov, sobre todo en los
        momentos más difíciles; 
        -condesa  NATASHA, 
        hija menor de Rostov, la cual es presentada
como “bonita
    y llena de vida”,
      romántica, impulsiva y muy
        nerviosa. Es una consumada amante de la vida social, así como de
    patinar, cantar y soñar, hasta que las
        heridas de la vida corten sus sueños adolescentes; 
        -conde PETIA,
        hijo menor de Rostov, que trata de emular a su hermano Nikolai en los
    valores familiares; 
        
        -Adolf  
        BERG, 
  un joven oficial alemán, que desea ser como todos los demás y
se casa con Vera;
         
        -prima SONIA,
        huérfana de padre
        y madre, y prima de Vera,
      Natasha, Petia y Nikolai (del que está enamorada), que nunca se separa de
        la familia Rostov. 
                 
        2º
Los  Bezujov, de
        Moscú: 
        -conde
        
        KIRIL, 
        
        padre de familia de los Bezujov, tremendamente rico y tutor de una docena de hijos
        ilegítimos (como las Mamontov); 
        -conde  PIERRE, 
        
        hijo mayor de Bezujov. Es el personaje central de la obra, y el
        prototipo de las propias luchas de Tolstoi, al resultar
        socialmente incómodo. Se trata de un forzudo y noble gentilhombre, que
        se forma en el extranjero y regresa a Rusia como un inadaptado. Su inesperada
        y acaudalada herencia lo convierte en socialmente deseable, pero él
        prefiere invertirla en bien de los demás. 
                 
        3º
Los Kuragin, de San
        Petersburgo: 
        -príncipe
        
        VASILI, 
        padre de familia de los Kuragin. Se trata de un hombre despiadado que está decidido a casar a
sus hijos para sacar dinero a cualquier precio, y que cambia de bando según los
        acontecimientos; 
        -princesa  ELENA, 
        
        hija mayor de Kuragin. Se trata de una mujer hermosa y sexualmente
atractiva, que tiene muchas aventuras, incluida una (se rumorea) con su hermano
        Anatole y otra con varios oficiales a la vez; 
        -príncipe  ANATOLE, 
        
        hijo mayor de Kuragin. Se trata de un inmoral buscador
de placeres que está casado en secreto, pero que lo oculta e intenta fugarse
        clandestinamente con Natasha Rostova; 
        -príncipe  HIPOLITO,
        hijo menor de Kuragin, y quizás
el más tonto de los tres hermanos. 
                 
        4º
Los Bolkonsky, de
        Montes Calvos: 
        -príncipe
        
        NIKOLAI, 
        
        padre de familia de los Bolkonsky. Se trata de uno de los grandes
        de Rusia, que es respetado por las altas esferas y que ha recibido todo
        tipo de condecoraciones. No obstante, su brusco carácter exterior le
        hace ser insensible a las necesidades
emocionales de sus hijos; 
        -princesa MARIA, 
        
        hija de Bolkonsky. Se trata de una
mujer piadosa, cuyo padre intentó darle una buena educación. No puede presumir de una belleza radiante, pero es una persona de
        elevados valores morales y de gran capacidad de sacrificio; 
        -príncipe  ANDREI, 
        
        hijo de Bolkonsky. Se trata de otro de los personajes centrales de la
        obra, y el prototipo de los valores masculinos (tenacidad, reflexión,
        inteligencia...) de la familia Bolkonsky,
        sobre todo a la hora de la verdad; 
        -Meinena
        LISA, esposa de
        Andrei, también llamada princesita, o de soltera Lisa Meinen; 
        
        -Amalia  BOURIEN,
        muchacha francesa que vive con los Bolkonsky, como
        amiga confidente de la princesa
        Maria y luego como protegida del viejo príncipe Nikolai. 
                 
        5º
Los Drubetsky, de
        Moscú: 
        
        -princesa  ANNA,
        madre de familia de los Drubetsky. Se trata de una viuda joven y empobrecida,
        que no sabe qué hacer para enrolar a su único hijo en la carrera
        aristocrática; 
        -príncipe BORIS, 
    
        hijo de Drubetskaya. Se trata de un joven pobre que se ve impulsado por la ambición,
        que trepa a expensas de sus amigos y benefactores, y que se casa con Julie Karagina
por dinero. 
                 
        Otros personajes
        destacados
        son:
         
        -Anna Pavlovna
        
         SCHERER, 
        anfitriona del salón que
        alberga gran parte de la acción en San Petersburgo, y que reúne en
        torno a así a la facción más patriótica de la ciudad. También ayuda
        a trapichear sentimentalmente, aunque nunca faltando el respeto a ninguno
        de sus invitados, ni perder la neutralidad; 
          
        -Fiodor  DOLOJOV,  
          un oficial
        frío del ejército, que hace a los demás contraer deudas (de juego) y
        que propone sin éxito matrimonio a Sonia Rostova. También se rumorea que tuvo una aventura con
        Elena Kuragina, y que sostiene económicamente a su pobre madre (Maria
        IVANOVA) y a su hermana jorobada (FEDIA); 
        -Maria AKROSIMOVA,
         
  señora mayor de la
        alta sociedad moscovita, de buen
humor pero brutalmente honesta, y amiga hasta la muerte de los Rostov; 
        -Vasili  DENISOV, 
        superior militar de
  Nikolai y gran amigo de los Rostov,
        que propone
matrimonio a Natasha Rostova (sin éxito) y nunca se desentiende del destino de los
        Rostov; 
        -JULIE
        Karagina, amiga de infancia de María Bolkonskaya, y de familia
        pudiente; 
        -BILIBIN,
  un diplomático con gran reputación en el ejército ruso, que
        interviene neutralmente en las batallas o en los correos entre soberanos; 
        -Osip
        BAZDEYEV,   un
  masón que convence a Pierre para que se una a su
misterioso y mistérico grupo; 
        -Platon
        KARATAEV,  el arquetipo del buen campesino ruso, a quien Pierre conoce en el
campo de prisioneros de guerra. 
                 
        Además,
varios personajes históricos de la vida real (como NAPOLEÓN
        Bonaparte y el
        general Mikhail KUTUZOV) desempeñan un papel destacado en el libro. El
        propio abuelo de Tolstoi participó en la batalla de Austerlitz[1],
        y muchos de los
personajes de Tolstoi se basaron en personas reales, de la generación de sus
        abuelos. 
        c)
        Libro I 
        c.1)
        Parte 1 
             
    Llegado
    el verano de 1805, Anna Scherer, dama de honor de la ex-emperatriz de Rusia
    (Maria Feodorovna, viuda de Pablo I), organiza una  
recepción social,
    la cual tiene lugar en el propio salón
    de Anna Scherer
    de San Petersburgo: 
  Anna
  Pavlovna Scherer, dama de honor muy allegada a la emperatriz María Feodorovna,
  salía al encuentro, en un día de julio de 1805, de ciertos e importantes
  personajes cargados de títulos. Las tarjetas de invitación, enviadas por la
  mañana mediante un lacayo de librea roja, decían indistintamente: "Si
  vous n’avez rien de mieux a faire, M. le comte (o bien mon prince), et si
  la perspective de passer la soiree chez une pauvre malade ne vous effraye pas
  trop, je serai charmée de vous voir chez moi entre 7 et 10 heures. Annette
  Scherer". Era el suyo un francés selecto (I, I, 1). 
  Poco
  a poco iba llenándose el salón de Anna Scherer, que a pesar de sus 40 años
  se mostraba llena de animación y fervor, e intuición femenina. Llegaba la
  alta sociedad de San Petersburgo, gente muy diversa en edad y carácter, pero
  perteneciente al mismo medio (I, I, 2). La
  velada de Anna Pavlovna estaba en marcha. Los husos trabajaban regularmente
  en sus distintos lugares y rumoreaban sin cesar (I, I, 3). 
 
             
    Los invitados
    a la recepción discuten sobre los últimos avances
    del
    monstruo Bonaparte: el
asesinato del duque de Enghien, la toma de las repúblicas italianas de Génova
y Lucca, la situación de Prusia, Austria... así como la misión de Novosiltsev de mediar entre
Francia e Inglaterra: 
  "Eh
  bien, mon prince, Génova y Lucca ya no son más que posesiones de la familia
  Bonaparte. Y le prevengo que, si usted no me dice que vamos a una plena
  guerra, volverán a permitirse aquí todas las infamias y atrocidades de ese
  Anticristo, que es como yo lo considero. ¿Se puede estar tranquila en
  nuestros tiempos, si se tiene corazón? Sólo Rusia puede salvar a Europa,
  pues Inglaterra nunca comprenderá la altura moral del emperador Alejandro.
  Él salvará a Europa". Con tales palabras, Anna Scherer salía al
  encuentro del príncipe Vasili, primero en llegar a su recepción (I, I,
  1). 
 
             
    En la recepción aparecen el príncipe
    Andrei (Bolkonsky) con
su esposa embarazada Lisa, el joven Pierre (el hijo legítimo del rico conde 
Bezujov), el príncipe
    Vasili
    (Kuragin) con su hermosa hija
    Elena.
Kuragin se queja a Scherer de sus hijos: el disoluto Anatole y el estúpido Hipolito. La empobrecida princesa Anna
    (Drubetskaya) le pide al príncipe
    Vasili
que se encargue de inscribir a su único hijo, Boris, en la guardia: 
  "¿Y
  la fiesta del embajador de Inglaterra? Hoy es miércoles y tendré que dejarme
  ver. Mi hija Elena vendrá a buscarme". El príncipe Vasili hablaba
  siempre perezosamente, como quien declama su papel en una comedia archisabida,
  e intentando obtener para su hijo Anatole el nombramiento de primer secretario
  en Viena, por mediación de la emperatriz Maria (I, I, 1). 
  Pronto
  llegó sonriente la hija del príncipe Vasili, la bella Elena, que vestía un
  traje de baile, con la insignia de dama de honor (I, I, 2). También
  estaba la joven princesa Bolkonskaya, la menudita Lisa, casada el año
  anterior y que, por su embarazo, no podía aparecer en las grandes recepciones,
  aunque seguía frecuentando las pequeñas veladas (I, I, 2). Igualmente
  había llegado el príncipe Hipolito, hijo del príncipe Vasili y
  extremadamente feo, con el vizconde francés Mortemart, el abate italiano
  Morio y muchos otros (I, I, 2). 
    Poco
    después de la menuda princesa entró en la sala un joven corpulento,
    grueso, de cabellos cortos, lentes, calzones claros, según la moda de la
    época, alto cuello de encaje y frac de color castaño. Aquel joven grueso
    era el hijo natural de un célebre dignatario en los tiempos de Calalina II,
    el conde Bezujov, que precisamente entonces estaba a las puertas de la
    muerte en Moscú. No había ocupado todavía ningún cargo, y volvía del
    extranjero, donde se había educado; por primera vez tomaba parte en una
    recepción (I, I, 2). 
    Al
    ver entrar a Pierre, el rostro de Anna Scherer reflejó la inquietud y el
    temor que se experimentan cuando uno se halla ante una cosa enorme y fuera
    de su sitio. En realidad, Pierre era algo más corpulento que cualquiera de
    los demás hombres que se hallaban allí; pero el temor de la anfitriona
    podía deberse solamente a su inteligente mirada de observador franco y
    tímido a la vez, que lo distinguía de los demás invitados (I, I, 2). 
    En
    aquel instante un nuevo invitado entró en el salón. Se trataba del joven
    príncipe Andrei Bolkonsky, marido de la pequeña princesa. El príncipe
    Bolkonsky era un joven de talla media, muy agraciado, de enérgico rostro,
    rasgos secos y muy acentuados. Todo en él era un vivo contraste con su
    pequeña esposa, llena de vida, desde su mirada cansada y aburrida hasta su
    paso lento y uniforme. Parecía conocer a todas las personas reunidas en el
    salón, y esto le fastidiaba tanto que hasta le resultaba muy aburrido
    mirarlas y escucharlas (I, I, 3). 
    La
    señora de mediana edad era la princesa Drubetskaya, perteneciente a una de
    las mejores familias de Rusia. Pero era pobre, permanecía retirada de la
    sociedad desde hacía mucho tiempo y había perdido sus antiguas amistades.
    Había acudido en aquella ocasión sólo para obtener un nombramiento en la
    Guardia para su único hijo Boris (I, I, 4), el cual obtuvo poco
    después de parte del emperador, cuando el 10 de agosto lo promovió a
    subteniente de infantería, y con ello se incorporó a la Guardia en su
    camino hacia Radzivilov (I, I, 7). 
 
         
Después
de la recepción, Pierre acude a Bolkonsky, quien lo trata de convencer para que
    no participe
en una juerga que ha organizado en su casa Anatole (Kuragin). Sin embargo va, y la
  juerga
de Anatole  en
la casa de los Kuragin
termina tristemente. Pierre es enviado por el emperador Alejandro I a Moscú, el cabecilla
Dolojov es
degradado del ejército, y Anatole es expulsado de San Petersburgo: 
  Los
  invitados comenzaron a retirarse del salón de Ana Scherer (I, I, 5). Pierre,
  que desde la entrada del príncipe Andrei no había apartado de él su mirada
  sonriente y amistosa, se acercó, lo cogió del brazo y le dijo: "Iré a
  su casa a cenar. ¿Puedo?". "No, no puedes", le dijo el
  príncipe Andrei (I, I, 3). 
  Se
  encaminó Pierre, pues, a casa de Kuragin, junto al cuartel de la Guardia
  Montada. En el vestíbulo no había nadie; todo era una confusión de botellas
  vacías, capas y chanclos. Olía a vino y, a lo lejos, se oía rumor de
  conversaciones y gritos. Pierre se quitó la capa y, creyendo que nadie lo
  veía, apuraba furtivamente los vasos. De la tercera sala llegaba un gran
  ruido, risas, gritos de voces conocidas con señoritas de compañía y el
  gruñido de un oso. Ocho parejas de jóvenes trajinaban junto a la abierta
  ventana, y otros tres jugaban con un osezno (I, I, 6). 
  Dolojov
  estaba apostando con un inglés, Stievens, oficial de marina allí presente,
  que era capaz de vaciar una botella de ron sentado en una ventana del tercer
  piso, con las piernas fuera. Dolojov
  carecía de fortuna, de toda relación social con las altas esferas, pero
  jugaba a todo y ganaba casi siempre. Y aunque bebía en abundancia,
  disolutamente, jamás perdía la lucidez de su mente (I, I, 6). 
  El
  príncipe Vasili informó de todo ello al emperador. "Se juntaban allí
  todas las malas compañías", intervino la princesa Anna, que continuó
  diciendo: "Allí estaba el hijo del conde Vasili. Anatole Kuragin y
  Dolojov, al parecer haciendo Dios sabe qué cosas". Tras lo cual, el
  emperador determinó: "A Dolojov degradadlo del ejército, que el hijo de
  Bezujov sea deportado a Moscú, y en cuanto a Anatole Kuragin, que sea
  expulsado de San Petersburgo" (I, I, 7). 
 
             
    En la
    gran casa de los Rostov
en Moscú, en la calle
    Povarskaya, se celebra la onomástica de la condesa Rostova y su hija menor
    Natasha (Santa Natalia, el 26 agosto 1805). El hijo mayor, Nikolai, se prepara para ir a la
    guerra, y por lo visto está
enamorado de su prima Sonia. Natasha también quiere
amar a alguien, y por eso le pide una conversación franca con Boris (Drubetsky),
    al tiempo que lo besa. A la onomástica asisten Pierre y Maria Akrosimova, una dama
influyente y respetada, dura y categórica en sus juicios. El conde Ilia, para
deleite de todos los presentes, baila su baile favorito con su buena amiga Maria Akrosimova: 
    En
    el hogar de los Rostov se celebraba el santo de dos Natalias: la madre y la
    hija menor. Desde la mañana, y sin parar, llegaban y partían numerosas
    carrozas, con visitantes, a la gran casa (conocida por todo Moscú) de la
    condesa Rostova, en la calle Povarskaya. La condesa, con su bella hija mayor,
    recibía en el salón a los visitantes que se iban sucediendo constantemente.
    Era la condesa una mujer de unos 45 años, de tipo oriental,
    con el rostro delgado y visiblemente ajada por los numerosos partos, pues había
    tenido 12 hijos (I, I, 7). 
  La
  princesa Anna Drubetskaya se hallaba también en el salón y ayudaba a recibir
  a los visitantes y a mantener la conversación con ellos (I, I, 7). Los
  jóvenes estaban en las habitaciones posteriores y no juzgaban necesario
  participar en la recepción. El conde salía al encuentro de las visitas y las
  despedía, invitando a todos para comer (I, I, 7). 
     El conde Ilia había llevado a los hombres a su despacho para
    enseñarles su colección de pipas turcas. De vez en cuando salía para
    preguntar: "¿No ha venido?". Esperaban a María Akrosimova, a la
    que en sociedad moscovita llamaban "el dragón". En el despacho,
    lleno de humo, se hablaba de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre
    el reclutamiento (I, I, 15). 
    La
    condesa se levantó y avanzó hacia la sala, diciendo en voz alta: "¡Maria
    Dmitrievna!". "¡La misma!",  respondió una grave voz
    femenina, y Maria Akrosimova entró en la sala. Todas las señoritas, y
    hasta las señoras, excepto las de mayor edad, se levantaron. Se detuvo Maria
    en la puerta, diciendo a la condesa: "Mis felicitaciones a ti, querida, y
    a tus hijos. Y tú, viejo pecador (dijo, volviéndose hacia el conde, que le
    besaba la mano), supongo que te aburres en Moscú. ¿Qué tal está un
    cosaco?". El conde y la recién llegada abrieron la marcha, seguidos de
    la condesa, del brazo de un coronel de húsares (I, I, 15). 
 
             
    El
    rico conde Kiril (Bezujov) está al borde de la muerte en su casa de Moscú, tras haber sido
golpeado varias veces, y pide al príncipe Vasili, pariente de su esposa, que
le traiga a Pierre, el más querido de sus hijos. El príncipe Vasili y las tres
princesas Mamontov temen que la  herencia
    de Bezujov
    pase a manos de Pierre. Habiendo
descubierto en qué dirección sopla el viento, la princesa Drubetskaya fue a
    buscar a Pierre (que en ese momento estaba en casa de los Rostov) y lo
    llevó a casa del conde Kiril. Una vez llegados allí, la princesa Anna le arrebata por la fuerza el maletín
a la princesa Mamontova, que contiene la carta del conde al emperador, pidiéndole
que reconozca a Pierre como su hijo legítimo. De repente, Pierre se convierte
en conde, y una de las personas más ricas de Rusia: 
        
          La princesa Anna
          Drubetskaya
terció en la conversación de los Rostov, deseando hacer notar su conocimiento de los asuntos
          mundanos: "Ya conoce la reputación del conde Kiril. Ni él mismo sabe los hijos que
tiene, pero Pierre es su predilecto, de
manera que a su muerte nadie sabe a quién irá a parar tan enorme fortuna, a Pierre o al príncipe
          Vasili. En total, 40.000 siervos y varios millones de rublos". A
          lo cual replicó una visitante a la casa Rostov: "El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene en viaje
de inspección, pero en realidad ha venido para estar al lado del príncipe Kiril"
          (I, I, 7). 
          "Mon cher
          Boris", dijo la princesa Anna cuando el coche de la
condesa Rostova que los conducía hubo cruzado la calle cubierta de paja y entraba en el amplio patio
del conde Kiril.
          El portero malhumorado tiró de la campanilla, se apartó y
          gritó: "La princesa Drubetskaya".
          Vasili, acompañado del médico, salió a recibir a la princesa Anna, diciendo:
"¿A qué se debe esto?". La princesa no contestó, ni sonrió siquiera,
          sino que se quitó los guantes y, con gesto de vencedora, tomó asiento en un sillón
          (I, I, 12). 
          Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San
Petersburgo, y había sido expulsado de allí por conducta turbulenta, al haber ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar
a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre.
          Allí las damas Mamontov rodeaban a su padre, siempre mal
dispuestas hacia él y esperando la ocasión para encizañar al conde. Allí era
          Pierre muy mal recibido, como un apestado (I, I, 13). 
El
general gobernador de Moscú se dirigió personalmente a decir su adiós al conde
Bezujov,
el célebre dignatario de Catalina II. La suntuosa sala de recepción estaba llena. Todos se levantaron con respeto
cuando el general gobernador, después de haber estado media hora a solas con el enfermo,
salió de la cámara (I, I, 18). 
          Mientras
          tanto, el coche que llevaba a Pierre (a quien fueron a
          buscar) y a Anna (que estimó necesario acompañarlo) entraba en el
          patio del conde Bezujov (I, I, 19). Pierre se acercó con Anna
          al gran lecho donde, de evidente acuerdo con los sacramentos, habían
          puesto al moribundo en solemne postura. Unos cuantos almohadones
          mantenían erguida su cabeza y tenía las manos simétricamente
          dispuestas sobre la colcha de seda verde  (I, I, 20). El
          conde Kiril entró en su última agonía, y a duras penas exclamó: "La carta está escrita, y el emperador la
          conoce. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo, y todas
          vosotras nada" (I, I, 18). 
         
         
Andrei
    (Bolkonsky)
es nombrado ayudante de Kutuzov, y decide ir a la guerra para hacerse famoso.
    Para ello, deja a Lisa en la  finca de
    los Bolkonsky,
    en Montes Calvos (en Lisie-Gori, a 150 km de Moscú). Su padre, el príncipe
general Nikolai (Bolkonsky), vive en su finca desde hace muchos años. Se
distingue por su severidad y la franqueza de sus juicios, y obliga a su hija
    Maria a estudiar matemáticas, acosándola e insultándola
constantemente. Sin embargo, la piadosa y fea princesa ama a su padre, y sabe que
él la ama. Maria recibe una carta de Julie (Karagina), quien le habla de la
guerra contra Francia y le dice que, según los rumores, el príncipe
Vasili quiere casar a su hijo Anatole con
    ella: 
        
    En
    Lisie-Gori, la finca del príncipe Nikolai Bolkonsky, se esperaba de un día
    a otro la llegada del joven príncipe Andrei y de su esposa. Mas la espera
    no había perturbado el severo orden que regía la vida en la mansión del
    viejo príncipe. El general en jefe, príncipe Nikolai, a quien la sociedad
    diera el sobrenombre de "rey de Prusia", no se movía de Lisie-Gori,
    donde habitaba con su hija (la princesa María) y con su señorita de
    compañía (mademoiselle Bourien), desde que, bajo Pablo I, fuera
    deportado a su hacienda en el campo, a 150 km de Moscú. Él mismo se
    ocupaba de la educación de su hija, y le daba lecciones de álgebra y
    geometría. El príncipe, por su parte, siempre estaba ocupado: ya en
    escribir sus memorias, ya en resolver problemas de matemáticas superiores,
    ya en trabajar en el jardín (I, I, 22). 
          Al
          llegar a esta parte, llegó a la finca una carta escrita en francés
          por Julie Karagina, amiga de infancia de la princesa María. La
          princesa María suspiró y se miró en el espejo, el cual reflejaba un
          cuerpo feo y débil y un rostro delgado. "Me querrá adular",
          pensó la princesa abriendo la carta. Y apartando los ojos del espejo,
          siguió la lectura: "Tout Moscou ne parle que guerre. Uno de mis
          hermanos está ya en el extranjero y el otro con la Guardia, que se
          pone en camino hacia la frontera. Nuestro amado emperador ha salido de
          San Petersburgo, exponiéndose a los riesgos de la guerra. Dios quiera
          que el monstruo corso Bonaparte, que destruye la paz de Europa, sea
          abatido por el ángel que el Omnipotente, en su misericordia, nos ha
          dado por soberano. El joven Nikolai Rostov, con su entusiasmo, ha
          abandonado la universidad para irse al ejército. Je vous embrasse
          comme je vous aime. Julie" (I, I, 22). 
    Cuando
    llegó a la finca el príncipe Andrei, pasó saludar su padre Nikolai, y le
    expuso el plan de la campaña proyectada. Contó que un ejército de 90.000
    hombres debía amenazar a Prusia, con el fin de hacerla abandonar su
    neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de ese ejército se
    uniría en Stralsund con el ejército sueco; que 220.000 austriacos, unidos
    a 100.000 rusos, operarían en Italia y el Rin; que 50.000 rusos y otros
    tantos ingleses desembarcarían en Nápoles, y que un ejército total de
    500.000 hombres atacaría a los franceses desde diversas partes. El viejo
    príncipe no manifestaba ningún interés por el relato de su hijo, y lo
    interrumpió hasta tres veces (I, I, 23). 
         
        c.2)
        Parte 2 
             
    El ejército ruso, tras una larga marcha, participa en una revisión en la
localidad de Braunau (Austria). El comandante en jefe Kutuzov viene a la
    revisión, pero no
está satisfecho con la apariencia valiente del ejército y no quiere ver a sus
soldados como carne de cañón en los planes de los austriacos. Tras la
derrota del general Mack cerca de Ulm, el  ejército de Kutuzov tuvo que
retirarse a Krems. Kutuzov envía a Bolkonsky un mensaje sobre el apoyo
    ruso dado al emperador austriaco Francisco I. Después de la audiencia,
    Andrei Bolkonsky se entera de que los franceses han irrumpido inesperadamente en Viena, y
que el ejército de Kutuzov está bajo amenaza de cerco: 
        
          En
          octubre de 1805 el ejército ruso ocupaba las ciudades y aldeas del
          archiducado de Austria. Braunau era el cuartel general del comandante
          en jefe Kutuzov. El 11 octubre 1805 se encontraba formado a medio
          kilómetro de Braunau a la espera de la inspección del comandante en
          jefe. El día anterior había llegado de Viena un miembro del Consejo
          Superior de Guerra austriaco, con la propuesta de que se unieran lo
          antes posible al ejército austriaco de Mack. Pero Kutuzov no creyó
          ventajosa semejante unión, y puso como excusa el lamentable estado de
          las tropas rusas (I, II, 1). 
          En
          ese momento, llegó una carta del archiduque austriaco Fernando
          escrita en alemán, que Kutunov leyó: "Todas
          nuestras fuerzas, en número de casi 70.000 hombres, han sido
          concentradas para atacar y destruir al enemigo en caso de que
          atraviese el Lech. Como además hemos ocupado Ulm, podemos conservar
          la ventaja de dominar las dos orillas del Danubio. Esperamos
          animosamente, pues, que el ejército imperial ruso termine de
          prepararse (I, II, 3). 
          Varios
          días después llegó
          Mack, confirmando los rumores sobre la derrota de los austriacos y la
          capitulación de todo el ejército en Ulm. Media hora después eran
          enviados aquí y allá ayudantes de campo con órdenes para que las
          tropas rusas, hasta ahora inactivas, estuvieran preparadas para
          enfrentarse con el enemigo. No obstante, el ejército ruso quedaba en
          difícil situación (I, II, 3). 
         
             
    A pesar de la oferta
del diplomático Bilibin de ir con él, Bolkonsky, confiado en que ha llegado su
momento, se apresura a ir a Kutuzov. Kutuzov decide ir a Znaim para unirse a las
fuerzas rusas. Envía un destacamento de 4.000 soldados al pueblo de
    Schongraben (Austria), en cuya batalla
    de Schongraben
    los rusos retrasan el avance del
ejército francés de Murat. En una operación posterior, Andrei Bolkonsky logra frenar
    la llegada a la zona de Bonaparte, prendiendo fuego
a una aldea detrás de las líneas francesas y resistiendo cuando se vieron
    rodeados.
El Regimiento de Húsares de Pavlogrado también participó en la batalla, donde
Nikolai (Rostov) resultó herido y muchos rusos cayeron muertos: 
        
          Kutuzov
          se había retirado hacia Viena, destruyendo tras su paso los puentes
          sobre el Inn (en Braunau) y sobre el Traun (en Linz). El 23 de octubre
          el ejército ruso cruzó el río Enns en pleno día, desfilando en
          larga columna los convoyes, la artillería y la tropa. Desde las
          alturas donde se instalaron las baterías rusas que cubrían el puente
          se descubría un extenso panorama con el pueblo de Schongraben al
          fondo, y se divisaban las embarcaciones, la isla y el castillo, y un
          monasterio tras un pinar que parecía selvático (I, II, 6). 
    De
    pronto, en las alturas opuestas del camino, aparecieron tropas vestidas con
    capote azul, y artillería. "¿Lograremos quemar el puente? ¿Quién
    llegará primero? ¿Conseguiremos incendiarlo antes de que los franceses se
    acerquen a tiro de cañón y los barran a todos?". Tales preguntas se
    hacían los escasos grupos de soldados que, a la clarísima luz del
    crepúsculo, contemplaban sobrecogidos el puente hacia el cual, desde la
    otra parte, avanzaban los capotes azules con sus bayonetas y sus cañones
    (I, II, 8). 
    Perseguido
    por un ejército francés de 100.000 hombres al mando de Murat, moviéndose
    en un país hostil, falto de confianza en sus aliados tanto como de
    provisiones, constreñido a obrar fuera de todo lo previsto para la guerra,
    el ejército de 30.000 rusos, mandado por Kutuzov, retrocedía rápidamente
    por las márgenes del Danubio, deteniéndose cuando lo alcanzaba el enemigo
    y defendiéndose con combates de retaguardia sólo lo necesario para evitar
    la pérdida del bagaje. El príncipe Nikolai Rostov fue herido en un brazo, y pasó
    a hospedarse en la tienda del diplomático ruso Bilibin, el cual le dijo:
    "Viena está ya ocupada, y Bonaparte se dirige hacia aquí, pero
    Bolkonsky viene a apoyarnos, para frenar su avance y que no llegue a
    nosotros" (I, II, 10). 
    Tras
    la reyerta, los convoys alemanes con heridos rusos partió hacia Rusia a
    través de caminos pedregosos, transportándolos malheridos, pálidos,
    sucios y mal vendados (I, II, 9). 
         
        c.3)
        Parte 3 
             
    El
príncipe Vasili (Kuragin) instala con él a Pierre, desorientado por su nueva vida, con
la intención de casarlo con su hija Elena. Además, se encarga de que Pierre sea nombrado
miembro de los cadetes de cámara. Poco a poco, la sociedad secular comienza a
percibir a Pierre como el prometido de Elena. Pierre se siente atraído por la
belleza, pero teme que casarse con la estúpida Elena sea una terrible desgracia
para él. En la alta sociedad (salón de Scherer...), el príncipe Vasili presenta el asunto como si
Pierre ya le hubiera declarado su amor a Elena, y Pierre tiene que obedecer.
    Tras la boda
    de Pierre y Elena,
    el nuevo matrimonio se
instala en su nuevo palacio de San Petersburgo: 
    
      El
      príncipe Vasili no meditaba sus planes, a la hora de hacer daño a otros
      para conseguir alguna ventaja. En concreto, el príncipe Vasili pensaba:
      "Pierre es rico, debo atraérmelo, casarlo con mi hija y conseguir
      ese préstamo de cuarenta mil rublos que necesito". A Pierre, en
      Moscú, Vasili lo tenía a mano, y encontró la manera de hacerlo nombrar
      gentilhombre de cámara (lo que entonces equivalía al rango de consejero
      de estado), y lo instó para que se trasladara con él a San Petersburgo y
      se alojase en su casa, haciendo lo necesario para casarlo con su hija
      Elena (I, III, 1). 
      Pierre,
      convertido inesperadamente en un hombre riquísimo y en conde, tenía que
      firmar documentos de las oficinas públicas, visitar sus posesiones en las
      cercanías de Moscú y recibir a un sinfín de personas que poco antes no
      quería ni ver. Eran gentes muy diversas: hombres de negocios, parientes,
      conocidos... todos igualmente cariñosos y bien dispuestos hacia el joven
      heredero (I, III, 1). 
      En
      San Petersburgo recibió Pierre el acostumbrado billetito de Anna Scherer,
      una invitación de color rosa al que había añadido: "Vous trouverez
      chez moi la belle Helene qu’on ne se lasse jamais de voir". Al leer
      esta frase, Pierre se dio cuenta por primera vez de que entre él y Elena
      se había establecido cierto vínculo reconocido por los demás; y esa
      idea le asustaba y parecía imponerle una obligación que él no quería
      contraer (I, III, 1). 
      Pierre
      sólo comprendía que Elena era una mujer a la cual él conocía desde que
      era niño, y de la que había dicho sin entusiasmo: "Sí, es
      guapa", porque todos ponderaban su belleza. "Pero hay algo de
      perverso y de prohibido en ese sentimiento", continuaba razonando,
      "pues he oído decir que su hermano Anatole estaba enamorado de ella,
      y ella de él, así como Hipólito es hermano suyo, y su padre es el
      príncipe Vasili, y esto no está bien" (I, III, 1). 
      La
      mayor de las princesas, Elena, con su largo talle y sus lisos cabellos de
      muñeca, entró en la habitación del alto Pierre y le llevó tejida una
      bufanda de lana a rayas. Elena parecía decirle: "¿Es que no te das
      cuenta de lo preciosa que soy? ¿No sabías que soy una mujer? Pues sí,
      soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, y también a ti". Y
      en ese momento, Pierre sintió que Elena debía ser su mujer (I, III,
      1). Mes y medio después se casaba Pierre, dueño feliz (como decían
      todos) de una mujer bellísima. Pierre y Elena se instalaron en San
      Petersburgo, en una mansión totalmente renovada que allí tenían los
      condes Bezujov (I, III, 2). 
     
             
    Tras
    arreglar la boda de Elena, el príncipe Vasili (Kuragin) intenta arreglar la
    situación de su otro hijo Anatole, y para ello van a la
finca del viejo príncipe Bolkonsky, para pedir la mano de su hija Maria. El anciano desentraña la verdadera
naturaleza de Anatole, pero deja la decisión en manos de su hija. Maria queda
fascinada por el apuesto oficial Anatole, pero un día lo encuentra en el jardín de
invierno con su compañera francesa Amalia Bourien. Le dice entonces al príncipe
    Vasili que nunca se casará con su hijo, y que sería mejor que se casara
    con Amalia. Surge así el romance
    de Anatole y Amalia: 
    
      Dos
      meses después, el viejo príncipe Bolkonsky recibió una carta del
      príncipe Vasili, anunciándole su llegada en compañía de su hijo:
      "Salgo a una inspección, y un rodeo de 100 km no es obstáculo para
      que acuda a presentar mis respetos a mi queridísimo bienhechor. Mi
      Anatole me acompaña para unirse al ejército". "Vaya, no hay
      necesidad de presentar a Maria en sociedad; los pretendientes vienen a
      buscarla", comentó el príncipe Nikolai, al que no gustó la
      propuesta (I, III, 3). 
      Dos
      semanas después de recibida la carta, al atardecer, llegaron los criados
      del príncipe Vasili, y al día siguiente él mismo con su hijo. El viejo
      príncipe Bolkonsky no había tenido nunca un gran concepto del príncipe
      Vasili, y menos todavía cuando bajo los zares Pablo y Alejandro había
      avanzado tanto en puestos y honores. Así, al verlo llegar le dijo:
      "Ten presente cuál es mi principio: Una hija tiene pleno derecho a
      escoger" (I, III, 3). 
      Varias
      habitaciones habían sido reservadas para el príncipe Vasili y su hijo
      Anatole, y la
      princesa Maria se esforzaba en vano por dominar la propia emoción, ante
      la belleza de aquel desconocido personaje que presuntuosamente venía a
      pedirle la mano. A la hora de comer, la también invitada Amalia Bourien
      mostraba un rostro radiante, mientras la princesa María permanecía
      pálida y asustada, con los ojos bajos. En efecto, en Lisie-Gori la
      princesa había tomado especial cariño a la francesa Amalia Bourien, y
      se pasaba con ella días enteros, rogándole que durmiera en su propia
      habitación para seguir hablando de muchos asuntos (I, III, 3). 
      Pero
      la mirada de Anatole, aunque posada en María, no se interesaba por ella,
      sino por los movimientos del pequeño pie de mademoiselle Bourien, al
      que rozaba en ese instante con el suyo por debajo del clavicordio, con la
      intención de cotejarla. Anatole y mademoiselle Bourien se habían
      entendido bien a la primera, y comprendían que tenían muchas cosas que
      decirse en secreto. Por eso, a la mañana siguiente trataron de verse a
      solas en el invernadero (I, III, 4). 
      La
      princesa María los descubrió allí, y los miró en silencio, sin
      alcanzar a comprender. No obstante, mademoiselle Bourien lanzó un grito
      y echó a correr. Inmediatamente, la princesa Maria fue a ver a su padre a
      su despacho, y le dijo: "Mi deseo, buen padre, es no separar mi vida
      de la tuya. No quiero casarme, y la pobre Amelia ¡lo ama tan
      apasionadamente!". El
      príncipe Nikolai tomó a su hija por la mano y la abrazó, y una hora
      después llamó a su despacho a mademoiselle Bourien, que estaba echa un
      mar de lágrimas, y le dijo: ¿Quieres ser la esposa del príncipe Anatole
      Kuragin, sí o no? A lo que ella contestó: "Me sentiré feliz cuando
      sea su mujer" (I, III, 5). 
     
             
    Los
    diferentes ejércitos
    de Europa se movilizan,
    reúnen fuerzas y se dirigen a Austerlitz. El emperador Alejandro I y
su séquito hacen lo mismo y se alojan en la ciudad de Olmutz, confiando en la victoria sobre
    el supuestamente debilitado enemigo.
    Por su parte, los austriacos, que
ya han realizado maniobras en la zona, elaboran una disposición detallada de la
    batalla. Kutuzov da la batalla por perdida, y Andrei Bolkonsky
no duerme en vísperas de la batalla, soñando con la gloria y la fama, aunque
    ello le cueste la vida: 
    
      El
      12 noviembre 1805, el ejército de Kutuzov, acampado cerca de Olmutz, se
      preparaba para la revista de los dos emperadores, el ruso y el austriaco,
      que tendría lugar al día siguiente. La Guardia, recién llegada de
      Rusia, vivaqueó a 15 km de Olmutz y, al día siguiente, a las 10 de la
      mañana, llegó al campo de maniobras. Los regimientos entraban y salían
      de las ciudades, marcando el paso y con los oficiales en sus respectivos
      puestos. Por su parte, Nikolai Rostov se había ya restablecido, y acababa
      de celebrar su ascenso, con la Cruz de San Jorge (I, III, 7). 
      Al
      día siguiente tuvo lugar la anunciada revista de las tropas austriacas y
      rusas. Los dos emperadores, el de Rusia con el zarevich Alejandro, y el
      de Austria con el archiduque Fernando, pasaban revista al ejército
      aliado, compuesto por 80.000 hombres con uniforme de gala. Miles de pies y
      de bayonetas, con sus banderas desplegadas, se detenían a las órdenes de
      los oficiales, giraban, iban formando y dejando paso a otros grupos de
      infantería uniformada con colores diferentes. "¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!",
      tronaba por doquier entre aquella masa humana, y un regimiento tras otro
      recibía al emperador al toque de generala, hasta confundirse en un
      griterío ensordecedor. Las tropas se sentían animadas por la presencia
      de los emperadores, y ardían en deseos de batirse al enemigo (I, III,
      8). 
      El
      bello y joven emperador Alejandro, con uniforme de la Guardia montada y el
      tricornio algo ladeado, atraía con su rostro simpático y su voz afable y
      bien timbrada las miradas de todos. Deteniéndose ante el regimiento de
      Pavlogrado, Alejandro dijo algo en francés al emperador de Austria y
      sonrió, al tiempo que dijo a sus soldados: "¡Habéis merecido las
      banderas de San Jorge, y seréis dignos de ellas! ¿Merece la pena
      semejante momento? Lo sabréis tras conseguir una gloriosa victoria"
      (I, III, 8). 
    El
    lugar estratégico en que debía darse la batalla era perfectamente conocido
    por el general austriaco Weyrother, que dirigía los ejércitos aliados. Una
    feliz coincidencia había hecho que las fuerzas austriacas hicieran el año
    anterior sus maniobras precisamente en el lugar escogido para presentar
    batalla a los franceses, y la región estaba señalada en los mapas hasta
    con sus más nimios detalles (I, III, 9). 
      "Entonces,
      ¿la ofensiva está definitivamente decidida?", preguntó Bolkonsky.
      "¿Sabe, amigo? Me parece que Bonaparte ha perdido su sapiencia, pues
      acaba de llegar una carta suya para el emperador", sonrió con
      picardía el general Dolgorukov. "¡Vaya! ¿Y qué dice?",
      preguntó el príncipe Andrei. "¿Qué quiere que le diga? Que si
      esto, que si lo otro y que si lo de más allá. Y todo para ganar tiempo".
      "Pero
      esto no me gusta", añadió al punto Kutuzov, que continuó diciendo:
      "Ni ninguno de vosotros ni yo significamos ya algo, y todo está
      concentrado en manos del emperador. Eso sí, coloquémoslo lo más cerca
      posible del sol" (I, III, 9). 
     
             
    En
    la mañana del 2 diciembre 1805, y en el aniversario de su coronación, un
    Napoleón confiado en el éxito da la orden de iniciar la  batalla
    de Austerlitz,
    aprovechando la espesa niebla y el efecto sorpresa. El ejército
francés tiene prisa por ocupar las alturas de Pratzen, desde donde desciende el ejército
    ruso. Pronto la batalla está perdida para los aliados, tanto en los altos
    como en la llanura y en todos los aspectos. Kutuzov se da
cuenta del avance de la columna francesa, percibe que las tropas rusas se dispersan y exige
a Bolkonsky que las detenga. Bolkonsky toma la pancarta y logra detener su
    batallón, aunque no sea más que para rendirse ante Napoleón: 
        
    Aquél
    era para Napoleón un día solemne: el aniversario de su coronación. Antes
    del alba había dormido unas horas, y ahora, tranquilo y descansado había
    montado a caballo para dirigirse al campo de batalla. Permanecía inmóvil,
    mirando hacia las colinas que se iban liberando de la niebla, y su rostro
    frío reflejaba aquel matiz peculiar de seguridad en sí mismo (I, III,
    14). 
          A
          las 5 de la mañana todavía la oscuridad era completa. El humo de las
          hogueras irritaba la vista, el frío era intenso y la niebla tan
          espesa que no se veía a 10 pasos de distancia. Todo
          el ejército francés, incluidos Napoleón y su estado mayor, se
          hallaba en la misma ribera del río, muy cercano ya. Napoleón montaba un pequeño caballo árabe gris y
          llevaba el mismo capote azul que usara en la campaña de Italia.
          Silencioso y sin estremecer ni una sola fibra de su rostro, miraba fijamente hacia las colinas, y sus
          ojos se mantenían fijos en un punto: las fuerzas rusas, que estaban
          descendiendo a las charcas desde los altos de Pratzen, que él tenía
          intención de ocupar por considerar posiciones clave (I, III, 14). 
          A
          través de la niebla, las columnas rusas I, II y III habían
          descendido hasta el pie de la colina, mientras la IV columna, en la
          que iba Kutuzov, permanecía en los altos de Pratzen. Abajo, sobre el
          riachuelo Goldbach, la acción había comenzado, pero la niebla se
          mantenía espesa. En lo alto había aclarado, pero no se veía aún lo
          que estaba sucediendo más abajo. ¿Estaban todas las fuerzas enemigas
          a 10 km, como se había supuesto? ¿O estaban allí mismo en la línea
          de la niebla? Hasta las 9 nadie pudo saberlo (I, III, 14). 
          A
          la izquierda se oía el fragor de la fusilería entre ejércitos que
          no se veían. En
          aquel momento, a espaldas de Kutuzov empezaron a oírse las
          aclamaciones de los regimientos, y el miedo fue propagándose por toda
          la larga línea de las columnas rusas. El rostro del emperador
          Alejandro, juvenil y radiante, empalideció, y su caballo dio un
          respingo, alarmado por el brusco clamor de los soldados. El emperador
          Francisco, de rostro alargado, permanecía muy erguido en su bello
          potro negro, mirando en derredor con cierta inquietud (I, III,
          15). 
          A
          los 8 de la mañana comenzó a disiparse la niebla, y a unos 2 km eran
          visibles ya las numerosas fuerzas francesas sobre las colinas de
          enfrente, disparando cañonazos sin parar.
          Cuando
          los franceses estuvieron a 500 metros de las tropas aliadas, éstas
          empezaron a darse a la fuga. "¡Detenedlos!", ordenó
          Kutuzov. Pero todo resultó en balde, porque era imposible parar a
          aquella muchedumbre francesa. Entonces
          Andrei Bolkonsky, abrasada la garganta por lágrimas de cólera y
          vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera. "¡Adelante,
          muchachos!", gritó con voz penetrante y juvenil. "Ha
          llegado el instante", pensó después, enarbolando la bandera, y
          escuchando con placer el silbido de las balas disparadas contra él
          (I, III, 16). 
    A
          las 9 de la mañana, en el flanco derecho y a lo largo de las colinas
          se veían las nubecillas de humo de los fusiles (que parecían correr
          una tras otra) y las que producían los cañones. A través del brillo
          de las bayonetas eran también visibles, entre el humo, las masas de
          infantería en movimiento y las estrechas bandas de la artillería.
          "¿Qué sucede? ¿Qué es eso? ¿Quién dispara?",
          preguntó Nikolai Rostov a los primeros soldados rusos y austriacos
          que huían en tropel. "¡El diablo lo sabe! ¡Han matado a todos!
          ¡Todo está perdido!", le replicaron en ruso, en alemán y en
          checo los fugitivos, que huían en desbandada de la masacre decretada
          por Napoleón (I, III, 17). El
    emperador estaba herido, y la batalla perdida (I, III, 18). 
         
             
    En
    plena victoria
    de Napoleón en Austerlitz,
    Rostov busca a los supervivientes (sobre todo al herido zar Alejandro),
    mientras los supervivientes siguen cayendo (incluido el general Dolojov). El
propio Bonaparte mira a Bolkonsky y piensa: “¡Qué muerte tan maravillosa!”, pero
al darse cuenta de que todavía todavía vivo le somete a un interrogatorio.
El príncipe Andrei ni siquiera se molesta en responder, percibiendo a su
antiguo ídolo Bonaparte como una bestia del mal. El médico de Napoleón, Larrey,
    se pone al cuidado de los heridos rusos, y a los que están más graves los
    pone al cuidado de los residentes locales: 
        
          Nikolai
          Rostov tenía órdenes de buscar a Kutuzov y al emperador. Pero allí
          no quedaba ni un solo jefe, y únicamente se veían grupos dispersos
          de tropas desorganizadas. En la carretera se amontonaban coches de
          todas clases, soldados rusos y austriacos de todas las armas, heridos
          y muertos, moviéndose y pululando bajo el siniestro zumbido de los
          proyectiles enviados por las baterías francesas desde los altos de
          Pratzen. Finalmente, Rostov encontró al emperador Alejandro, pálido
          y con los ojos y mejillas hundidos. Al parecer, Alejandro rompió a
          llorar y se cubrió los ojos con una mano, mientras tendía la otra a
          Nikolai (I, III, 18). 
    Cada
    10 segundos, hendiendo el aire y en medio de aquella muchedumbre, seguía cayendo
    un proyectil francés o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre
    a los que se encontraban ya heridos en el campo de batalla. Dolojov, herido
    en el brazo, era de los pocos supervivientes. Pero un proyectil mató a
    alguien a sus espaldas, y otro cayó delante y cubrió de sangre a Dolojov,
    el cual cayó rendido al congelado suelo (I, III, 18). 
          El
          príncipe Andrei seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio
          donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo
          sangre, gimiendo como un niño enfermo. Al atardecer dejó de quejarse
          y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había
          durado su desvanecimiento, pero de súbito advirtió que estaba vivo y
          que tenía el alto cielo sobre él, así como a un trío de hombres
          que se acercaban a él (I, III, 18). 
          Los
          jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. "De beaux hommes",
          dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de
          bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida.  "¡Ah,
          está vivo!", dijo Napoleón, mirando a Bolkonsky. Tras lo cual,
          continuó: "Levantad
          a este hombre y conducidlo al puesto de socorro, para interrogarle. Y
          que mi doctor Larrey examine sus heridas, así como las del resto de
          heridos". El
          príncipe Andrei, con algunos otros heridos que habían sido
          desahuciados, fue confiado a los cuidados de los habitantes de la
          región (I, III, 19). 
         
        d)
        Libro II 
        d.1)
        Parte 1 
             
    Nikolai
    Rostov,
junto con su comandante y amigo Denisov, regresa a casa. La familia Rostov recibe
felizmente a Nikolai. Después de un período de silencio, la alta sociedad
adopta una actitud ante la reciente derrota del ejército ruso, echando toda la
culpa a los austriacos. El viejo conde Rostov organiza en el Club Inglés una  cena
    de honor a los soldados
    regresados con vida. En la cena está presente Pierre (Bezujov), que recibe una nota anónima que indica la
conexión de su esposa Elena con Dolojov. Dolojov se burla de Pierre, hace un
brindis “por la salud de las mujeres hermosas y sus amantes” y le arrebata
de las manos a Pierre la cantata, que le había sido entregada como invitado de honor: 
        
          A
          principios de 1806, Nikolai Rostov regresaba con permiso a su casa.
          Denisov iba a Voronezh, y Rostov lo persuadió de que lo acompañara a
          Moscú y pasara algunos días en compañía de sus padres. Cuando
          llegaron al portal, Rostov se olvidó de Denisov, se quitó el abrigo
          de piel y caminando de puntillas corrió hacia la gran sala oscura.
          Todo estaba igual; las mismas mesas de juego y la misma gran lucerna
          enfundada. Pero alguien lo había visto ya, porque apenas penetró en
          la sala un huracán le salió al encuentro desde una puerta lateral y
          lo abrazó y besó. Otra persona y otra más corrieron hacia él,
          llenándolo de abrazos, gritos, besos y lágrimas de alegría. No
          podía distinguir quién era el padre, quién Natasha, quién Petia,
          quién Sonia. Todos gritaban, hablaban y lo besaban a la vez. Sólo
          faltaba la madre, y él se dio cuenta de ello. En ese instante, todos
          se apartaron y Nikolai corrió hacia ella. Al juntarse, la condesa
          cayó sollozando en sus brazos. La familia entera lo rodeó (II,
          1, 1). 
          El
          conde pasó por el Club Inglés y empezó a dar órdenes al
          administrador del club y al célebre Teoctis, cocinero jefe del Club
          Inglés, sobre espárragos, pepinillos frescos, fresas, la ternera y
          el pescado para la comida, diciendo: "A los militares les gustan
          estas cosas". El conde era miembro y directivo del Club Inglés
          desde su fundación. Se le había confiado la organización del
          banquete en honor de los soldados regresados de la guerra, porque
          nadie como él podía llevarlo a cabo. Al
          día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos
          cincuenta socios del Club Inglés y cincuenta invitados esperaban para
          empezar el almuerzo (II, 1, 2) 
          Anna
          Mikailovna alzó los ojos al cielo y en su rostro se reflejó un
          profundo dolor, diciendo a Pierre: "¡Ah, querido! Es muy
          desgraciado, si lo que dicen es verdad". "Pero, ¿qué
          pasa?", preguntó al instante Pierre. Anna Mikailovna suspiró
          profundamente, y le entregó una nota anónima: "Dolojov, el hijo
          de María Ivanovna, te ha comprometido. Él la invitó a su casa de
          San Petersburgo, y Elena fue, y ¡ha venido aquí, el muy
          sinvergüenza!" (II, I, 2). Pierre guardó silencio
          durante toda la comida, y entornados los ojos y fruncido el ceño
          miraba en derredor, o  se frotaba el puente de la nariz,
          sumergido en algún pensamiento tan penoso como difícil de resolver
          (II, I, 4). 
          "¡Bueno,
          ahora, a la salud de las mujeres guapas!", dijo en un momento de
          brindis Dolojov. Y la expresión seria, pero con una sonrisa en la
          comisura de los labios, se volvió hacia Pierre. "¡Pierre, a la
          salud de las mujeres guapas y de sus amantes!", sentenció
          Dolojov. Pierre dobló su corpachón a través de la mesa y gritó:
          "¡No se atreva a tocarlo!". Al oír aquel grito y ver a
          Pierre en aquella actitud, Nesvitsky y su vecino de la derecha,
          asustados, se volvieron con viveza a Bezujov. "Cálmese,
          cálmese, no lo tome así". susurraron. Pero Pierre continuó,
          con voz tajante: "¡No se lo daré!" dijo Pierre con voz
          tajante, tras lo cual se dirigió a Dolojov, con rostro pálido:
          "Usted es un miserable. ¡Lo desafío! Mañana en Sokolniky.
          ¿Tranquilos?" (II, I, 4). 
         
             
    Toda una imagen toma forma instantáneamente en la cabeza de
    Pierre: se da
cuenta de que su esposa es una mujer estúpida y depravada. Enfadado, Pierre
desafía a Dolojov a duelo. Al día siguiente, los duelistas se encuentran en
el bosque. Durante el duelo
    en el bosque,
    Pierre toma por primera vez una pistola en sus manos, y con un disparo derriba
al experimentado luchador Dolojov, el cual cae gravemente herido. A petición de
    Dolojov, el joven príncipe Rostov corre
hacia su madre y se sorprende al saber que el alborotador y bruto Dolojov “vivía en Moscú con una madre anciana y una hermana jorobada, y era el
hijo y el hermano más amable”. Elena le hace una escena a Pierre, quien
se enfurece y casi la mata. No obstante, le da a Elena los poderes para administrar
    buena parte de su fortuna, y él abandona Moscú: 
  
    El
    duelo iba a tener lugar a 80 pasos del camino donde aguardaban los trineos,
    en un pequeño calvero cubierto de nieve blanda y rodeado de pinares. Los
    adversarios estaban a 40 pasos uno del otro (II, 1, 4).
    "Y bien, comencemos", dijo Dolojov. "Por mí
    no será", dijo Pierre, siempre con la misma sonrisa (II, I, 5).
    Los dos rivales avanzaron por el sendero de nieve pisada, viendo
    dibujarse entre la niebla la figura del contrario. A la voz de ¡tres! de
    Nesvitsky, Pierre avanzó rápidamente separándose del sendero y
    hundiéndose en la nieve. Mantenía el brazo derecho extendido, sujetando la
    pistola, y apretando el dedo como le habían enseñado, disparó (II, I,
    5). 
    "¡Qué
    estupidez! ¡Qué estupidez! La muerte, la mentira", repetía Pierre
    con el ceño fruncido. Nesvitsky lo detuvo y lo condujo a su casa. Rostov y
    Denisov se llevaron al herido a Moscú. "¿Cómo estás?", le
    preguntó Rostov. "Mal, pero no se trata de eso, amigo mío", dijo
    Dolojov con voz entrecortada, tras lo cual continuó: "¿Dónde
    estamos? ¿En Moscú? Lo mío no importa, pero a ella la he matado, y no lo
    soportará". "¿Quién?", preguntó Rostov. "A mi madre,
    a mi ángel, a mi adorada". Y rogó a Rostov que fuera a prevenirla a
    su casa (II, I, 5). 
    Últimamente
    Pierre se había visto muy raras veces a solas con su esposa. Lo mismo en
    San Petersburgo que en Moscú, su casa estaba siempre llena de invitados. La
    noche siguiente al duelo con Dolojov no se dirigió a su alcoba, sino que
    permaneció en el enorme despacho de su padre. "¿Qué ha ocurrido?",
    se preguntaba, tras lo cual se respondía a sí mismo: "He matado al
    amante. Sí, eso es: he matado al amante de mi mujer. Así es. Pero ¿cómo
    he llegado a esto?". Y una voz interior le contestaba: "Porque te
    casaste con ella. Ella es la única culpable de todo, pero ¿qué se
    desprende de ello?" (II, I, 6). 
    A
    la mañana siguiente Elena apareció
    con su batín de raso blanco recamado en plata, peinada con sencillez.
    Entró tranquila y majestuosa, y estaba al corriente del duelo y venía
    precisamente por ello. Esperó a que los sirvientes sirvieran el café, y cuando
    se quedaron solos preguntó con voz severa: "¡Menudo valiente nos ha
    salido! Y bien, responde: ¿qué duelo ha sido ése? ¿Qué has querido
    demostrar con ello?". "Es mejor que nos separemos", dijo
    Pierre con voz entrecortada. "¿Separarnos? Como quieras, a condición
    de que me des un patrimonio", dijo Elena. Pierre saltó del diván y,
    tambaleándose, se lanzó sobre ella y le amenazó: "¡Te voy a matar!".
    El rostro de Elena expresó pavor, pero Pierre lanzó un grito estridente y
    se apartó de un salto, gritando a su mujer: "¡Fuera de aquí!"
    (II, I, 6). 
   
             
    El
viejo príncipe Bolkonsky recibe en Montes Calvos (finca
    de los Bolkonsky)
    la noticia de la muerte de su hijo Andrei en la batalla de Austerlitz, pero tras él llega una carta de Kutuzov,
donde el mariscal de campo expresa dudas sobre la muerte de su ayudante. La
    esposa de Andrei (Lisa) se pone de parto y da a luz a un hijo, pero muere durante el parto. En
    ese mismo momento llega de la guerra Andrei, que ve a su mujer Lisa muerta y
    lee en ello una expresión de reproche: “¿Qué me has
hecho?”, que posteriormente no lo abandona durante mucho tiempo. El hijo
recién nacido recibe el nombre de Nikolai, como su abuelo: 
  
    Habían
    transcurrido 2 meses desde que en Lisie-Gori recibieran noticias de la
    batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andrei. En los
    periódicos, en términos vagos, se decía que se encontraba entre la lista
    de los muertos (II, I, 7). Una semana después, el príncipe recibió
    una carta de Kutuzov que le informaba la suerte de su hijo: "Su hijo ha
    caído delante de mí, con la bandera en la mano, a la cabeza de un
    regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor
    mío y de todo el ejército, hasta ahora no se sabe si está vivo o muerto,
    pues de haber muerto constaría en la relación de oficiales hallados en el
    campo de batalla" (II, I, 7). 
    Al
    día siguiente, el viejo príncipe. como de costumbre, salió a dar su paseo
    matinal. A la hora habitual, la princesa Maria entró en su gabinete, para
    saludarle. "¡Ah, la princesa Maria!", exclamó el viejo Nikolai,
    tirando la herramienta que tenía en la mano. La princesa se acercó a su
    padre, vio su rostro y sintió que algo se derrumbaba en su interior, y que
    una terrible desgracia se le venía encima (II, I, 7). 
    "¡Maria!",
    dijo llegando al lugar Lisa, la esposa del joven Andrei, apartando el
    bastidor y continuando: "Pon tu mano aquí". Tomó Maria la mano
    de su cuñada y la puso en su vientre. Los ojos de Lisa sonreían, dando a
    su rostro una expresión infantil y dichosa. La princesa Maria se puso de
    rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su
    vestido. "Ahí, ahí, ¿lo sientes, Maria? Lo voy a querer muchísimo",
    dijo Lisa, mirando a su cuñada con ojos brillantes y felices (II, I, 7). 
    La
    mañana del 19 marzo 1806, Lisa apareció pálida al desayuno. "Pareces
    muy pálida", dijo asustada la princesa Maria. "Excelencia, ¿no
    convendría llamar a Maria Bogdanovna?", preguntó una de las doncellas
    del servicio. Maria Bogdanovna era la comadrona de la cabeza de distrito. La
    comadrona se acercó a la finca de los Bolkonsky con el rostro grave. "Maria,
    parece que ya ha comenzado", dijo la princesa Maria, mirando a la
    comadrona con ojos muy asustados (II, I, 8). 
    Cinco
    minutos después, la princesa Maria oyó desde su habitación un ruido como
    si arrastraran algo pesado. Salió a ver y se encontró con unos criados que
    llevaban a la alcoba de Lisa el diván del príncipe Andrei. El rostro de
    los hombres que arrastraban el mueble tenía algo de solemne y apacible.
    "¡Alabado sea Dios!", exclamó la princesa Maria, que al punto
    salió a recibir al recién llegado. En aquel mismo momento entró Andrei,
    cubierto de nieve hasta la cabeza, y ambos hermanos se echaron al cuello y
    se besaron (II, I, 8). 
    Lisa,
    con una cofia blanca, estaba recostada entre almohadones, entre los dolores
    del parto. Al entrar en su alcoba el príncipe Andrei, y verla en dicho
    trance, se le echó al cuello y se puso a besarla, diciendo a pleno pulmón:
    "¡Alma mía! Dios es misericordioso". En
    ese momento llegó el médico, Lisa entró en trance y, empalideciendo de
    golpe, comenzó a lanzar gritos desgarradores. "¡No puedo, no
    puedo", balbuceaba Lisa como un lastimero animal. "¡Fuera
    todos!", exclamó el médico, tras lo cual se oyó un terrible grito,
    que no era de Lisa (II, I, 9). 
    El
    príncipe Andrei entró a toda prisa en la habitación de su mujer, y vio lo
    sucedido: estaba muerta. Yacía echada, como la viera 5 minutos antes y en
    su rostro infantil, a pesar de su inmovilidad y la palidez. "Os amo y
    no hice mal a nadie, ¿qué me hacéis ahora, Señor?", parecía decir
    aquel desencajado marido. En un rincón de la habitación chillaba y
    gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y
    temblorosas de Maria Bogdanovna (II, I, 9). 
    A
    los tres días se celebraron las exequias de la pequeña princesa, y el
    príncipe Andrei subió las gradas del catafalco para darle su último
    adiós. En el féretro, el príncipe Andrei sintió que algo se desgarraba
    en su alma, y que era culpable de una falta que jamás podría reparar ni
    olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al féretro y
    besó una de las pequeñas y frías manos de Lisa. Cinco días después era
    bautizado el joven príncipe Nikolai Andreevich (II, I, 9). 
   
           
    Durante
la recuperación de Dolojov, Nikolai Rostov se volvió especialmente amigable con
    él, y aquél se convierte en un huésped frecuente en la  casa de
    los Rostov.
    Dolojov se enamora de Sonia y le propone matrimonio, pero a pesar de la
brillante combinación ella lo rechaza porque
está enamorada de Nikolai. Antes de partir hacia el ejército, Dolojov
organiza una fiesta de despedida y un juego de cartas. Rostov pierde 43.000
    rublos, no quiere escuchar la insinuación de Dolojov sobre
    Sonia y salda su
deuda de juego.
    Denisov pasa también mucho tiempo con los Rostov, y le propone matrimonio a Natasha. La
vieja condesa agradece a Denisov dicho honor, pero no da su consentimiento. Denisov
se disculpa con la condesa, diciendo que adora a su hija y a toda su
familia, y se marcha de Moscú: 
  
    Durante su breve estancia en Moscú
    Nikolai Rostov no se sintió más cerca
        de Sonia; al contrario, se alejó de ella. Sonia era atractiva y bella,
    y no disimulaba su amor apasionado
        hacia Nikolai. Pero él estaba en esos momentos en que a los jóvenes les parece que
        tienen mucho que hacer, y no disponen de tiempo para ello. "Ya habrá muchas, pero ahora no
        tengo tiempo", se decía Nikolai (II, I, 2). 
    Tras
    el duelo con Pierre, Dolojov se restableció y permaneció durante su
    curación en casa de su madre, que lo amaba tierna y apasionadamente. La
    anciana María Ivanovna había tomado cariño a Nikolai Rostov porque era
    amigo de Fedia, y le hablaba con frecuencia del hijo (II, I, 10). 
    Los
    primeros meses que Rostov pasó en Moscú, fueron los más felices y alegres
    para él y toda su familia. Nikolai traía a muchos amigos a casa de sus
    padres. Vera era una bella muchacha de 20 años. Sonia, a los 16, ofrecía
    todo el encanto del capullo que se convierte en flor. Natasha era a veces
    traviesa y divertida como una niña, y otras era seductora como una joven.
    En aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera
    de amor, como ocurre en los hogares donde hay muchachas muy bonitas y
    jóvenes. Dolojov mostraba toda su atención por Sonia, e iba a por Sonia. Y
    Sonia lo sabía, aunque no se atreviera a decirlo, y siempre que llegaba Dolojov
    se ponía roja como una amapola. Natasha centraba sus miradas en Denisov,
    amigo también de la familia (II, I, 10). 
    En
    otoño de 1806 se volvió a hablar de la guerra contra Napoleón. No sólo
    se había decidido la incorporación de 10 reclutas por cada 1.000
    campesinos, sino que se llamaba a filas a otros 9 por cada 1.000 milicianos.
    En todas partes se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba más que
    de la próxima guerra. Para la familia Rostov todo el interés bélico se
    resumía en que Nikolai no quería quedarse en Moscú, y no esperaba más
    que el término de la licencia de Denisov para volverse con él a su
    regimiento (II, I, 10).
    Al tercer día de las fiestas de Navidad, Nikolai comía en casa,
    lo que en los últimos tiempos sucedía rara vez. Era la comida oficial de
    despedida, puesto que él y Denisov se iban después de la Epifanía
    (II, I, 11). 
   
        d.2)
        Parte 2 
           
    Pierre
  deja Moscú y va a San Petersburgo. En la estación de Torzok, mientras espera
  los caballos para la travesía, se encuentra con un masón (Osip
  Bazdeyev) que quiere ayudarlo.
  Durante el viaje a San Petersburgo empiezan ambos a hablar de
Dios, pero Pierre es un incrédulo y prefiere hablar de lo mucho que odia su vida. El masón
lo convence de lo contrario, y persuade a Pierre para que se una a sus filas.
  Pocos días después, Pierre es iniciado en la masonería
  de San Petersburgo,
  y siente
que su vida puede cambiar con ello. Además, entrega mucho dinero a los masones,
  creyendo con ello estar uniendo a un gran grupo de personas, hasta que se
  desengaña y desilusiona de la masonería: 
        
          Después de la
          pelea con su mujer, Pierre partió para San
  Petersburgo. En la posta de Torzok no había caballos, y Pierre se vio
  obligado a esperar. Se echó en un diván de cuero, ante una mesa redonda, y apoyó en ella sus
  grandes pies (II, II, 1).
          Una vendedora le ofreció con voz chillona sus mercancías,
  insistiendo especialmente en unas pantuflas de piel de cabra. "Tengo cientos de rublos y no sé qué
  hacer con ellos, pero ¿acaso pueden añadir un ápice a la felicidad de esta
          mujer, o a la serenidad de mi alma?", pensó Pierre (II, II,
          1). 
          En
          ese momento llegó un nuevo viajero, un viejo de rostro
  amarillento y rugoso, cejas canosas y unos ojos brillantes de un gris
          indefinido. Pierre retiró los pies de la mesa, y de vez en cuando miraba al viajero, que iba con un libro religioso en la mano
          (II, II, 1).
          "Si no me engaño, tengo el placer de hablar con el conde
          Bezujov",
  dijo en voz alta el viajero. Pierre miró al viajero a través de las lentes,
          pero se mantuvo en silencio. "He oído hablar de usted y de la desgracia que lo aflige", prosiguió
  el anciano, que continuó: "Pero en mi nombre y en el de la hermandad de
          francmasones a la que pertenezco, le
  tiendo fraternalmente la mano". "Temo que mis ideas sobre el origen del
  mundo sean opuestas a las suyas", respondió Pierre, que continuó:
          "Yo prefiero hablar de lo mucho que
  odio mi vida". "No conoce usted a Dios, y por eso es usted muy desgraciado.
          Sin embargo, si quiere ayuda, vaya a San Petersburgo y entregue esto al conde
          Villarsky", dijo el masón, sacando la cartera un pliego. El viajero era Osip
          Bazdeyev, según Pierre pudo ver en el
  libro de registro (II, II, 2). 
          Cuando
          llegó a San Petersburgo, Pierre paseaba muchos ratos por su
          habitación, reflexionando sobre su disoluto pasado e imaginando un
  futuro entusiasmado y feliz, a través de la masonería (II, II, 2).
          Una semana después de su llegada, el joven conde polaco
          Villarsky llegó a su casa, cerró la puerta y a solas le dijo:
          "Vengo con una propuesta, señor conde. Una persona muy importante de nuestra fraternidad ha pedido que sea usted admitido en ella
  antes del término acostumbrado, y quiere que yo sea su garante. ¿Desea entrar, con mi garantía, en la asociación de los
  francmasones?". "Sí, lo deseo", contestó Pierre, y Villarsky inclinó la cabeza
          (II, II, 3). 
          Atravesaron el portalón de la gran casa donde se encontraba la logia,
  subieron una escalera oscura y entraron en una pequeña antecámara iluminada.
          Después pasaron a otra habitación, a cuya puerta apareció un hombre
  vestido de extraña manera. Villarsky salió a su encuentro, cuchicheó algo en francés y se acercó a
  un pequeño armario, donde Pierre vio vestiduras que jamás había visto.
          Villarsky sacó del armario un
  pañuelo y vendó los ojos de Pierre.
  Después atrajo a Pierre hacia sí, lo besó y, tomándolo de la mano, lo condujo a
          otra habitación, en la cual lo dejó solo (II, II, 3). 
           Pierre se quitó la venda y miró en
  derredor. Una profunda oscuridad reinaba en la habitación, y sólo en un ángulo lucía
  una pequeña lámpara de aceite que iluminaba algo blanco. Pierre se acercó y vio que la lámpara estaba
  puesta sobre una mesa negra, junto a un libro abierto.
          El
  rector Smolianinov tosió, y cruzó sus manos enguantadas sobre el pecho y
  comenzó a hablar a Pierre, explicándole los 3 objetivos de la orden
  masónica (transmitir el misterio remoto, preparar a los candidatos a conocer
  ese misterio y combatir el mal que reina en el universo) y los 7 peldaños del templo de Salomón, que cada masón debía cultivar.
          Dicho esto, ambos salieron de la estancia (II, II, 3). 
    "Combatir el mal que reina en el universo",
    se repetía aquellos días Pierre, imaginándose toda su futura actividad en esa
    esfera de hombres fraternalmente iguales (II, II, 3).
    No obstante, pocos días después Pierre se puso a mirar en
  derredor, y una duda lo asaltó: "¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose
    los masones de
  mí? ¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?". Y se
    alejó de la masonería (II, II, 4). 
         
           
    Durante
  su estancia en San Petersburgo, Pierre recibe la visita del príncipe Vasili
  (Kuragin), que le pide que
regrese con su esposa Elena (su hija). Pero Pierre se niega, y le pide al príncipe que se
  vaya. Por ese mismo tiempo, Boris (Drubetsky),
que ha hecho una rápida carrera, es aceptado en el salón de Anna Scherer. Elena
  muestra interés por Boris y lo invita a cenar a la casa
  de los Kuragin,
  y de esa manera Boris se convierte en una
persona cercana en su casa: 
        
          Estando en sus aposentos de San Petersburgo, a Pierre le habían hecho
  saber que su duelo con Dolojov había llegado hasta el emperador, y que lo
  más prudente para él sería alejarse de San Petersburgo. Pierre pensó
          entonces ir a sus posesiones del sur de
  Rusia, y ocuparse allí de sus campesinos. Soñaba con júbilo en aquella nueva vida cuando, de improviso,
          llegó a su casa el príncipe Vasili. "Querido, ¿qué es lo que has hecho en Moscú? ¿Por qué te has
  enfadado con Elena? Estás en un error", dijo el príncipe Vasili al entrar,
          tras lo cual continuó: "Lo
  sé todo, y puedo asegurarte que Elena es tan inocente ante ti como lo fue Cristo ante los judíos".
  "Ya sabes que la emperatriz madre estima mucho a Elena", terminó
          diciendo el
  príncipe Vasili, tirándole a Pierre del brazo. Sacudiéndose la mano de
          Vasili, Pierre contestó: "No le he llamado a mi casa, señor príncipe.
          Así que márchese". "¡Márchese!", repitió Pierre,
          abriéndole la puerta. Tras lo cual, volvió a decir: " ¡Váyase de una vez!"
          (II, II, 5). 
          A
          fines de 1806, cuando ya era del dominio público la penosa derrota del
          ejército prusiano ante Bonaparte, Anna Scherer había invitado a una
          velada en su casa. La creme de la veritable bonne societe estaba
          constituida por la deliciosa y desventurada Elena, abandonada por su
          marido. La novedad que Anna ofrecía aquella noche a sus invitados era
          Boris Drubetsky, venido de Prusia como correo oficial y ayudante de
          campo de un muy importante personaje. Boris tomó asiento junto a
          Elena, y quedó atento a la conversación general. También le quedó
          tiempo para echar alguna ojeada a la bella Elena, quien también
          había cruzado su mirada sonriente con él en más de una ocasión
          (II, II, 6).
          Durante la velada, y a propósito de alguna frase de Boris
          sobre el ejército prusiano, la bella Elena sintió la necesidad de
          entrevistarse con él en privado, y le invitó a acudir a su casa para
          seguir hablando del tema (II, II, 7).  
    El
    martes por la tarde, en el magnífico salón de Elena, Boris no recibió
    claras explicaciones sobre la necesidad de su visita. Había otros invitados
    y Elena habló poco con él, y tan sólo al despedirse, cuando Boris le
    besó la mano para despedirse, la bella Elena le dijo a media voz: "Venez
    demain diner le soir. Il faut que vous veniez. Venez". Durante su
    estancia en San Petersburgo, Boris se convirtió en íntimo de Elena
    (II, II, 7). 
         
           
  En
  la casa de los
  Bolkonsky, el
  viejo príncipe Nikolai es nombrado general en jefe de las milicias rusas, la
princesa Maria reemplaza a su fallecida cuñada Lisa como madre del pequeño Nikolenka
  (Nikolai Bolkonsky nieto) y el joven príncipe Andrei reconstruye su nueva
  vida en las cercanías de Montes Calvos (en Bogucharovo). El niño enferma repentinamente, y Maria y su
  hermano Andrei (padre del niño) discuten sobre cómo tratarlo, hasta que
  éste se recupera: 
        
    La
    guerra se iba extendiendo, y el teatro de operaciones se acercaba a la
    frontera rusa. Por doquier se oían maldiciones contra el enemigo del
    género humano, Bonaparte. En las aldeas se hacían nuevas levas de
    milicianos y reclutas, y del frente llegaban noticias contradictorias, casi
    siempre falsas e interpretadas de las maneras más dispares. La vida del
    viejo príncipe Bolkonsky, del príncipe Andrei y de la princesa María,
    había cambiado mucho desde 1805 (II, II, 8). 
          En
          1806, el anciano príncipe fue designado general en jefe (eran ocho,
          en total) de las milicias formadas entonces en toda Rusia (II, II,
          8). La princesa Maria ya no recibía lecciones de matemáticas de
          su padre, pero todas las mañanas acudía a su despacho acompañada de
          la nodriza y del pequeño príncipe Nikolenko (como lo llamaba el
          abuelo). Maria se pasaba la mayor parte del tiempo con el niño,
          tratando de suplir a la madre (II, II, 8). Poco
          después del regreso del príncipe Andrei, el viejo príncipe Bolkonsky
          le cedió la propiedad de Bogucharovo, una gran posesión que
          tenía a 40 km de Lisie-Gori. Fuera a causa de los penosos recuerdos
          ligados a Lisie-Gori, fuera porque no se sentía capaz de soportar el
          carácter de su padre, o porque tuviera necesidad de encontrarse solo,
          el príncipe Andrei hizo construir en Bogucharovo una casa, en la cual
          pasaba la mayor parte del tiempo (II, II, 8). 
         
             
    Pierre
decide invertir su dinero en el progreso del campesinado
    de Kiev, pero su
    administrador general (“un hombre muy estúpido y
astuto”) le traiciona durante una de sus inspecciones a
las propiedades del sur. No obstante, el engañado Pierre no abandona sus planes,
    sino que despide a los cómplices del complot. Durante una de sus escapadas
    de Kiev, Pierre hace una visita a su amigo Andrei (Bolkonsky) a su nueva
    residencia de Bogucharovo, y ambos hablan sobre el significado de la vida y
    la necesidad de un renacimiento interior: 
        
          Llegado
          a Kiev reunió Pierre en su oficina principal a todos los
          administradores, y les expuso sus intenciones y deseos. Allí
          se encontró Pierre con algunos conocidos, y los desconocidos se
          apresuraron a conocer y agasajar al recién llegado, como el más rico
          propietario de la provincia (con una renta anual de 500.000 rublos,
          según se afirmaba) (II, II, 10). 
          Pierre
          explicó
          a sus administradores las medidas que pensaba tomar en orden a la
          emancipación de los campesinos. Y les dijo que en sus planes estaba
          construir hospitales, asilos y escuelas, que no trabajasen las mujeres
          y cambiar el castigo corporal por la reprensión. Algunos de los
          administradores (semi-analfabetos) lo escuchaban espantados. Otros
          encontraron muy divertido el modo de hablar de su amo. Y por fin, los
          más inteligentes comprendieron cómo habían de portarse con el conde,
          en favor de sus propios intereses (II, II, 10). 
          Pierre
          trabajaba cada día con el administrador general, aunque se daba
          cuenta de que su administrador general ligaba siempre la emancipación
          de los siervos a la venta de los bosques de Kostroma, de la parte baja
          del Volga y de las haciendas de Crimea, a través de tan gran número
          de expedientes, levantamiento de prohibiciones, peticiones y
          autorizaciones, que Pierre se perdía en todo ello (II, II, 10).
          Por otra parte, la llegada del administrador a cada lugar
          dejó de ir acompañada de recibimientos no solemnes ni aparatosos,
          sino de actos religiosos de agradecimiento, con iconos y ofrecimientos
          de pan y sal. Según el administrador general, esas cosas gustarían al
          conde, y contribuirían a mantenerlo en el engaño (II, II, 10). 
          Situado
          en un inmejorable estado de ánimo, Pierre realizó su deseo ir a
          visitar a su antiguo amigo Bolkonsky. Bogucharovo estaba en una
          comarca cubierta de campos y bosques de abetos y abedules. La casa
          señorial se hallaba detrás de un estanque de agua, en medio de un
          bosque lleno de pinos. Pierre quedó sorprendido por la modestia de la
          casa, y entró rápidamente en la salita, todavía sin enlucir y que
          olía todavía a pino (II, II, 11). 
          El
          príncipe Andrei salió malhumorado a ver quién había llamado a la
          puerta. Al verlo, Pierre lo abrazó, y Andrei contestó: "¡Ah,
          eres tú! No te esperaba. Me alegro mucho". Pierre no dijo nada,
          sino que se quedó mirando a su amigo desconcertado, por el cambio
          operado en aquel rostro envejecido. En efecto, las palabras de Andrei
          eran cariñosas, y su boca y su rostro sonrientes, pero sus ojos
          estaban apagados y carecían de vida (II, II, 11). 
          Salieron
          a pasear hasta la hora de comer, hablando desde la intimidad. El
          príncipe Andrei le explicó las obras hechas por él en la finca, y
          Pierre le habló del pasado, de Elena y del nuevo porvenir. "¿El
          mal?", dijo Pierre, que continuó: "Eso es lo que nos hace
          daño". "Sí, pero el mal que yo conozco es el que no puedo
          hacer a los demás", explicó el príncipe Andrei. "¿Y el
          amor al prójimo?", comenzó a decir Pierre, que continuó
          diciendo: "No, Andrei, vivir para no obrar mal, ni tener que
          arrepentirse, es poco. Yo he vivido así, y sólo ahora, que quiero
          vivir para los demás, comprendo la felicidad de la vida". El
          príncipe Andrei miraba a Pierre en silencio, sonriendo irónicamente.
          Tras lo cual le dijo: "Ahora verás a mi hermana, y coincidirás
          con ella. Pero cada uno vive a su manera" (II, II, 11). 
         
                 
    Debido
a las incompetentes maniobras de los líderes militares Buxoeveden y Beningsen,
        descritas por el diplomático Bilibin,
el  ejército
        ruso en Prusia se queda sin alimentos y forrajes, y procede al saqueo directo
de la población local. Denisov recupera el transporte de la infantería y va a
explicarlo a las autoridades de intendencia, donde se encuentra con el oficial
    Telianin (que abandonó el regimiento después de que le robaran la billetera a
    Denisov). Enfurecido contra él, Denisov inicia una pelea y se inicia un caso en su
    contra, aparte de acabar él mismo en el hospital. Por su parte, el joven
        oficial Boris (Drubetsky) se apresura a acompañar a su importante jefe a Tilsit,
        y allí presencia el  encuentro de Alejandro y
    Napoleón: 
        
          Bilibin
          estaba entonces en el Cuartel General del Ejército en su calidad de
          diplomático, y allí describía toda la campaña en francés: "Los
          prusianos son nuestros aliados fieles, que sólo nos han engañado 3
          veces en 3 años. Pero el rey de Prusia escribió a Bonaparte y le
          invitó a su palacio (de manera que le resultara agradable su estancia
          en Prusia), y escribió la famosa orden del día al general Benigsen,
          diciendo: Estoy herido y no puedo montar a caballo, ni mandar el
          ejército. Usted llevó al ejército destrozado a Pultusk, donde se
          encuentra hoy al descubierto, sin leña ni forraje. Por tanto, hay que
          ayudar y, tal como usted mismo expuso ayer al conde Buxoeveden, pensar
          en la retirada hacia nuestras fronteras, objetivo que debe emprenderse
          hoy mismo" (II, II, 9). 
    El
    ejército ruso, después de muchas retiradas y avances tras las batallas de
    Pultusk y Preusich-Eylau, se concentraba cerca de Bartenstein. Se esperaba
    allí la llegada del emperador y el comienzo de las operaciones (II, II,
    15). 
          El
          regimiento de Pavlogrado no participó en la primera parte de esta
          campaña, sino que había sido destinado al destacamento de Platov.
          Este destacamento actuaba con independencia del ejército, y en varias
          ocasiones había participado en escaramuzas con el enemigo, hecho
          prisioneros y hasta saqueado el convoy del mariscal Oudinot. En el mes
          de abril el regimiento pasó varias semanas inactivo junto a una aldea
          alemana desierta, y la saqueó completamente. Y como el
          aprovisionamiento era imposible, los soldados se dispersaban por los
          pueblos vecinos en busca de patatas. No había nada que comer, y el
          hambre y las enfermedades lo habían reducido a la mitad de sus
          efectivos. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados
          preferían permanecer en activo de forma farragosa, antes que ser
          llevados al hospital (II, II, 15). 
          Denisov
          procuraba mantener a Rostov alejado del peligro, lo cuidaba y después
          de cada acción iba a su encuentro para ver si estaba sano y salvo. En
          una expedición, Rostov encontró en cierta aldea saqueada a un viejo
          polaco con su hija y un niño de pecho, desnudos, hambrientos y sin
          medios para marcharse de allí. Rostov los llevó consigo y los alojó
          con él varias semanas, hasta que el viejo se restableció. El oficial
          Telianin comenzó a bromear sobre el asunto, diciendo que Rostov era
          más listo que ninguno y que no haría mal en presentarles a la bella
          polaca que había salvado. Rostov tomó la broma como una ofensa y,
          enfurecido, dijo al oficial cosas tan duras que Denisov hubo de entrar
          en su ayuda, en duelo. Denisov se enzarzó con la tropa de Telianin y
          Rostov, alarmado por el estado de Denisov, hizo llamar al médico y lo
          llevaron al hospital (II, II, 16). 
          En
          el mes de abril animó a las tropas la noticia de la llegada del emperador
          (II, II, 16). En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, y el
          armisticio siguió a este hecho de armas (II, II, 17). El
          13 de junio se reunían en Tilsit el emperador francés y el ruso. Boris
          Drubetsky fue una de las pocas personas que asistió, en el Niemen a
          la entrevista de los emperadores. Vio las grandes balsas adornadas con
          monogramas, y en la otra orilla divisó el paso de Napoleón a lo
          largo de la guardia francesa, así como el pensativo rostro del
          emperador Alejandro, esperando silencioso la llegada de Bonaparte a un
          parador de las orillas del Niemen. Vio después cómo ambos soberanos
          tomaban asiento en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el
          primero, acudía con paso rápido a recibir a Alejandro y le tendía
          la mano, desapareciendo después con él en el pabellón
          (II, II, 19). 
         
        d.3)
        Parte 3 
             
    En
    el campo de
    batalla,
    Napoleón consigue que Rusia
y Francia se conviertan en aliados, y se establezcan buenas relaciones entre los
“dos gobernantes del mundo”, de forma hasta casi parental. De esta forma,
    totalmente ingenua, los rusos están realmente ayudando a su enemigo (los
    franceses), y están luchando contra sus aliados (los austriacos): 
  
    En
    1808 el emperador Alejandro acudió a Erfurt para entrevistarse nuevamente
    con Napoleón. En la alta sociedad de San Petersburgo se habló mucho de la
    importancia de aquella solemne entrevista. En 1809 la amistad de los dos soberanos
    del mundo, como se llamaba a Napoleón y Alejandro, era tan grande que,
    cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo del ejército ruso
    salió al extranjero para sostener al antiguo enemigo, Bonaparte, contra el
    anterior aliado, el emperador austriaco. Esa amistad era tan estrecha que en
    las altas esferas se hablaba de un posible matrimonio entre Napoleón y una
    de las hermanas del emperador Alejandro. Pero además de la situación
    política exterior, las reformas interiores emprendidas, que abarcaban todas
    las esferas de la administración, constituían la comidilla de la sociedad
    rusa (II, III, 1). 
   
           
    En
  el campo social, el príncipe Andrei (Bolkonsky) vive en su  finca
  de Bogucharovo
  todo el tiempo, completamente absorto
en sus asuntos. Participa activamente en la transformación de sus fincas, lee
mucho y se convierte en una de las personas más educadas de su tiempo. Sin
embargo, Andrei no puede encontrar el sentido de la vida y cree que su vida ha
  terminado. Cierto
  día, Andrei
va a ver al conde Rostov por negocios, a su finca de campo
  de Otradnoye. Allí conoce a Natasha y,
  accidentalmente,
escucha su conversación con Sonia, en la que Natasha describe la belleza del
cielo nocturno y la luna. Su discurso despierta su alma, y de repente se dice a
  sí mismo que “la vida no
termina a los 31 años”, de forma definitiva e irrevocable: 
  
    Entre
    tanto, la vida seguía adelante. Hacía
    dos años que el príncipe Andrei vivía sin salir del campo, llevando a
    buen término todas las iniciativas a través de la tenacidad práctica y
    sin excesivo trabajo. Una de sus propiedades, de 300 campesinos, fue
    registrada como propiedad de labradores libres. En otras, la prestación
    personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Bogucharovo a
    una comadrona para ayudar a las parturientas, e invitó a un sacerdote a dar
    lecciones a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa. Además,
    se dio a la la lectura de los libros más diversos, y se puso a redactar un
    proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares. Y pensó que
    así debía vivir hasta el fin de sus días, sin hacer daño a nadie, ni
    inquietarse, ni desear nada (II, III, 1). 
    Con
    relación a la tutela de las posesiones de Riazan, que Andrei deseaba poner
    a nombre de su hijo pequeño, el príncipe Andrei debía entrevistarse con el
    mariscal de la nobleza del distrito: el conde Ilia Rostov. El príncipe Andrei
    fue a verlo a mediados de mayo, cuando habían comenzado ya los calores de
    la primavera y todo el bosque estaba verde y lleno de flores (II, III,
    2). 
    Cuando
    avanzaba su carruaje por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en
    Otradnoye, tras los árboles oyó Andrei un grupo de alegres muchachas que
    corría a su encuentro. Delante de todas corría una chiquilla delgada que gritaba
    algo, pero que al ver a un desconocido no quiso mirarlo y se volvió riendo
    sobre sus pasos. El príncipe Andrei se sintió dolido, porque el día era
    hermoso, el sol brillaba espléndido, todo respiraba alegría y aquella
    delgada y feliz muchacha no quiso siquiera conocerle, siguiendo adelante con
    su feliz existencia (II, III, 2). 
    Llegada
    la noche, el príncipe Andrei se retiró al cuarto que los Rostov le habían
    preparado, y abrió la ventana, pues la noche era fresca. La habitación del
    príncipe Andrei estaba entre dos pisos, y en las estancias que tenía
    encima tampoco dormían, pues hasta él llegaba una conversación: "¡Sonia,
    Sonia! ¿Cómo puedes dormir? ¡Contempla esta noche tan bella!
    ¡Despiértate, Sonia! Te aseguro que jamás hubo una noche así, ni tan
    maravillosa como ésta". Sonia debió levantarse de mala gana, y la voz
    de Natasha le siguió diciendo: "¡Oh, mira qué luna! ¡Es una
    maravilla! Ven, ven aquí, querida, corazón mío, ¿la ves?". "Nada
    le importa mi existencia", pensó el príncipe Andrei mientras
    escuchaba su voz, celoso porque no dijese nada de él. "¡De nuevo
    ella! ¡Como a propósito!", pensaba. Despertó así Andrei en su
    ánimo sus esperanzas juveniles, en contradicción con la vida que en ese
    momento llevaba, y en aquel momento se quedó dormido (II, III, 2). 
   
             
    Andrei
    (Bolkonsky) decide ir a  San Petersburgo
    para analizar su posible reincorporación al ejército, y allí conoce
    Speransky, que al punto se
convierte en su ideal de vida. Speransky le asigna al príncipe la tarea de trabajar en
la sección de Derechos de Personas del Código Civil que se está
desarrollando, y Andrei aborda esta tarea con responsabilidad. Por su parte, Pierre
se reconcilia con su esposa Elena, y explica su desilusión respecto a la
    masonería y los masones, a los que describe como “personas
    insignificantes de bajo nivel”, y piensa cada vez
más en su tacañería y comercialismo. Pierre se convierte en un habitual de
las fiestas, donde encuentra consuelo en el vino: 
  
    A
    la vuelta de su visita al conde Rostov, el príncipe Andrei planeó marchar
    en otoño a San Petersburgo, pues le aburría la vida del campo y se
    planteaba la idea de reincorporarse al ejército (II, III, 3). El
    príncipe Andrei llegó a San Petersburgo en agosto de 1809. Eran los días
    en que la fama del joven Speransky llegaba a su apogeo, y sus reformas
    pasaban por su plena aplicación, incluida la elaboración de una
    Constitución para ajustar la administración y finanzas de Rusia, desde el
    Consejo de Estado hasta los consejos de distrito (II, III, 4). 
    Andrei
    se presentó en la corte en su calidad de gentilhombre, y allí le
    notificaron que debía presentarse al ministro de guerra, conde Arakcheiev.
    Estando hablando con el mariscal Kochubev, ese momento entró Speransky, que
    pasó lentamente sus ojos hacia Bolkonsky, y lo miró en silencio (II,
    III, 4). "Estoy
    muy contento de conocerle", dijo Speransky al príncipe Andrei, tras lo
    cual continuó: "He oído hablar de usted, y valoro sobremanera la
    labor de su padre. El presidente de la Comisión de Reglamentos militares,
    señor Magnitsky, es buen amigo mío. Espero que hallará en él el deseo de
    cooperar en todo lo que sea razonable" (II, III, 5). Bolkonsky,
    que siempre hablaba con soltura, sentía ahora dificultad al expresarse
    delante de Speransky. A los ojos del príncipe Andrei, Speransky era el
    hombre que él mismo habría deseado ser, capaz de explicar sensatamente
    todos los fenómenos de la vida (II, III, 6). 
    Esperando
    la notificación de su nombramiento de vocal del Comité, el príncipe Andrei
    renovó antiguas amistades de San Petersburgo (II, III, 5).
    Una vez nombrado redactor de la sección de Derechos de las
    Personas del nuevo Código Civil, encargada para él por Speransky, Andrei
    se aplicó de lleno a las obligaciones. Cuando regresaba a su casa por la
    noche, anotaba en su carnet las 4 ó 5 visitas o rendez-vous realizadas. El
    ritmo de la vida, y la necesidad de organizar el día para llegar a tiempo,
    le restaba buena parte de sus energías (II, III, 6). 
    Desde
    su regreso a San Petersburgo tras el viaje a
    sus posesiones del sur, Pierre se había encontrado, sin quererlo, a la cabeza de la
    sociedad de la capital. Conocía también a todos los miembros de la logia
    masónica, a la que él había pertenecido en su momento, y a todos ellos
    los consideraba personas débiles e insignificantes, que bajo el mandil y
    los signos de la masonería no hacían sino ansiar uniformes y
    condecoraciones, y la distinción social que ellos no poseían. De hecho, la
    logia estaba a rebosar de ingenuos candidatos. Su vida discurría como
    antes, con las mismas diversiones y la misma disolución, comiendo y
    bebiendo bien y sin abstenerse de los placeres de los solteros (II, III,
    7). 
    Elena
    ocupaba ya una de las más destacadas posiciones en la sociedad de San
    Petersburgo. Frecuentaban sus salones los miembros de la embajada francesa y
    buen número de personas de todas las tendencias, que hablaban de política,
    poesía y filosofía. Pierre, que conocía su estupidez, asistía a
    veces a sus fiestas y comidas, con un extraño sentimiento de perplejidad.
    Pierre había sufrido hacía ya 3 años la ofensa de su mujer, y ahora
    evitaba cualquier posibilidad de otra ofensa. No obstante, viéndola en los
    salones se decía: "Elena se ha convertido en bas-bleu, y parece que ha
    renunciado a las aventuras de otros tiempos", hasta que finalmente
    decidió reconciliarse con ella (II, III, 9). 
   
                 
    Tanto
        en Moscú como en Otradnoye,  el viejo
        Rostov ha contraído muchas deudas, y para resolver sus problemas decide
        trasladarse con toda su familia a San Petersburgo, para obtener allí
        dinero. En su  nueva
        casa de los Rostov en San Petersburgo,
        la condesa quiere casar a su
hijo Nikolai con la fea Julie (Karagina), que se hizo rica tras la muerte de sus hermanos.
        El general alemán Berg le propone matrimonio a Vera, hija mayor de los
        Rostov, porque la quiere. A pesar de la inopia rusa de Berg, los padres están de acuerdo, ya que nadie expresa interés en Vera.
Natasha vuelve a acercarse a Boris (Drubetsky), pero después de una conversación con la vieja condesa,
        éste deja de
visitar a los Rostov, se acerca a Julie y le propone matrimonio. El
        día de Nochevieja los Rostov son invitados a una cena y baile donde se
reúnen el soberano y toda la alta sociedad petersburguesa. También acude por primera vez Natasha, pero nadie se fija en ella. Pierre le pide a
    Andrei (Bolkonsky) que
invite a bailar a Natasha, y éste la reconoce como la misma chica que tiempo
    atrás habló de la belleza de la luna: 
        
          La
          situación financiera de los Rostov no se había arreglado a pesar de
          los dos años pasados en el campo. Aunque Nikolai, firme en su
          propósito, continuaba sirviendo en un oscuro regimiento y gastara
          relativamente poco dinero, la vida en Otradnoye seguía siendo la
          misma y las deudas aumentaban cada año. La única solución que le
          quedaba al viejo conde era conseguir dinero, y con esa intención se
          trasladó a San Petersburgo en busca de un empleo, y, según él
          decía, para divertir a las muchachas por última vez (II, III,
          11). 
          Aunque
          en Moscú los Rostov pertenecían a la mejor sociedad, en San
          Petersburgo la sociedad era mixta e indefinida, y en ella los Rostov
          eran unos provincianos. No obstante, tanto antes en Moscú, como ahora
          en San Petersburgo, los Rostov siguieron siendo sumamente
          hospitalarios, y en torno a su mesa se reunían las personas más
          diversas (II, III, 11). 
          Poco
          después de su llegada a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera
          y le fue concedida. Él se había distinguido en la guerra de
          Finlandia, como joven de costumbres intachables y oficial cumplidor y
          valeroso. Pero para la condesa Rostov no pasaba de un provinciano de
          Livonia, y demasiado infantil en lo que a Rusia se trataba. No obstante, Vera tenía ya 24 años, y
          nadie había pedido nunca su mano. Así que dieron su consentimiento,
          y la dotaron con una hacienda de 80.000 rublos y 300 siervos (II,
          III, 11). 
          Natasha
          había cumplido 16 años, y hacía 4 que, después de haber besado a
          Boris, contara con los dedos el año en que llegaría a esa edad.
          Desde entonces, no había vuelto a verlo, y con Sonia y su madre
          hablaba de Boris.
          Desde
          que en 1805 partiera para el ejército, Boris no había visto a los
          Rostov, pero al instalarse éstos en San Petersburgo, Boris fue a
          visitarlos. "¿Qué, reconoces a tu traviesa amiga?",
          preguntó la condesa al verlo, señalando a Natasha (II, III, 12).
          Tras el frío recibimiento, la condesa habló seriamente con Boris
          sobre las chiquilladas infantiles con Natasha, y el joven Boris dejó
          de ir a casa de los Rostov (II, III, 13). 
          El
          31 de diciembre, como despedida del año 1809, se iba a celebrar le reveillon en casa de un alto dignatario de los tiempos de Catalina la
          Grande, al que debían asistir el cuerpo diplomático y el emperador.
          En el Paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del prócer
          resplandecía con sus miles de luces, y por la alfombra roja iban
          llegando sin interrupción los carruajes. A cada nueva carroza que
          llegaba un murmullo recorría la multitud de curiosos. "¡Es el emperador!
          ¡No, es el ministro, el príncipe, el embajador!", se oía decir
          entre la multitud (II, III, 14). 
          Los
          Rostov fueron invitados a la gran fiesta, y el baile fue objeto de
          muchos comentarios y preparativos en la casa de los Rostov. Natasha
          iba por primera vez a un gran baile. Se había levantado a las 8, y
          todo el día redobló sus esfuerzos para que Sonia, su madre, y ella
          misma, fueran vestidas de la mejor manera posible. La condesa
          llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro, y las dos jóvenes
          irían de blanco con visos de color rosa y flores en el corpiño. Además,
          el peinado sería a la grecque (II, III, 14). 
          Natasha
          se vio envuelta así, por primera vez, en el baile, entre salas
          resplandecientes, en medio de la música, las flores, la danza, el emperador
          y toda la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan
          hermoso que no podía ni creer que así fuera. Los ojos se le iban de
          un lado a otro, sus pulsaciones pasaban de cien y decidió centrarse
          en su baile. "Las hay como nosotras y las hay peores", se
          dijo a sí misma Natasha, para tranquilizarse. Natasha miró con
          alegría el rostro conocido de Pierre, y se sintió aliviada. Y
          también reconoció al joven del uniforme blanco. "¡Otro
          conocido, mamá: Bolkonsky!", dijo Natasha, que continuó: "¿Lo
          recuerda? Durmió una noche en Otradnoye" (II, III, 15). 
          El
          baile comenzó, y las parejas más distinguidas comenzaron a danzar de
          la mano, al son de la orquesta y de los embajadores, ministros y
          generales, junto a las más bellas doncellas de la nobleza de San
          Petersburgo. Natasha comprendió que el tiempo iba pasando, y
          que corría el peligro de quedar con su madre y con Sonia, junto a la
          pared, en el pequeño grupo de señoras que no habían sido invitadas.
          Natasha contenía la respiración y miraba hacia adelante con ojos
          brillantes e inquietos, que parecían dispuestos a la mayor alegría o
          a un gran dolor, hasta que se echó a llorar (II, III, 16). 
          El
          príncipe Andrei estaba en la primera fila del amplio círculo,
          hablando con el barón Firhov sobre la primera sesión del Consejo
          Imperial. En esto, Pierre se le acercó a él corriendo, lo cogió del
          brazo y le ordenó: "Usted baila siempre, así que aquí hay una
          muchacha protegida mía, la joven Natasha Rostova. ¡Sáquela a bailar!".
          Andrei
          observó que el cuello y los brazos de Natasha no eran bellos
          como los de Elena, y que Natasha era una chiquilla. No obstante, coreado
          por la presencia del emperador, el príncipe Andrei decidió bailar y
          escogió para ello a Natasha. Tan pronto como empezó a moverse, y
          sonreír tan cerca de Natasha, se sintió pleno de vida y rejuvenecido
          (II, III, 16) y recordó a Natasha como a aquella muchacha que
          correteaba por el jardín de Otradnoye, y que aquella noche se puso a
          hablar por la ventana a la luz de la luna (II, III, 17). 
         
           
    En
  la casa
  de los Bolkonsky,
  el joven Andrei se da cuenta de que ha perdido interés en la transformación
  de sus fincas. Está también decepcionado con Speransky, un hombre sin alma que no tenía su propio mundo interior. En una visita a los Rostov,
  Andrei se enamora de Natasha y le propone matrimonio. El
viejo príncipe Bolkonsky considera que la joven Rostova no es una pareja adecuada para
su hijo, y obliga a Andrei a posponer su matrimonio por un año. El príncipe
Andrei no quiere atar a Natasha, y le da total libertad. Si durante este tiempo
deja de amarlo, tiene derecho a echarse atrás. El
  viejo Bolkonsky,
molesto con su hijo Andrei, descarga toda su ira contra su hija Maria, e intenta
por todos los medios hacerle la vida insoportable. Deliberadamente, el viejo
  Nikolai se une sentimentalmente con la joven Bourien, la amiga y
  confidente de su hija, y eso hace sufrir sobremanera a la princesa Maria, al darse cuenta de que su
padre realmente la ama: 
        
          Al
          día siguiente el príncipe Andrei retomó su trabajo para el Consejo
          Imperial, alejado ya de sus fincas de Bogucharovo. Además, todo
          lo que antes le había parecido misterioso y seductor en Speransky
          adquirió, de pronto, claridad, y dejó para él de ser atractivo para
          convertirse en algo evidente y vulgar (II,
          III, 18). 
          Al
          día siguiente el príncipe Andrei fue a visitar a ciertas personas
          que no había visitado aún, y entre ellas a los Rostov, cuya amistad
          fue renovada en el último baile, a través de aquella muchacha
          original y llena de vitalidad que le creó tan grato recuerdo. Natasha
          fue una de las primeras en salir a su encuentro, y ella y toda la
          familia lo acogieron como a un viejo amigo, con sencillez cordial
          (II, III, 19). 
          Después
          de la comida, Natasha cantó acompañándose con el clavicordio. El
          príncipe, de pie junto a la ventana, y sin abandonar sus
          preocupaciones, la escuchaba. En medio de una frase quedó en silencio,
          y notó que unas lágrimas inesperadas atenazaban su garganta. ¿Y por
          qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la pequeña princesa Lisa?
          ¿Por tantas desilusiones? ¿Por sus esperanzas en el porvenir? Sí y
          no (II, III, 19). Natasha estaba asustada pero feliz, y tanto
          ella como toda la familia Rostov sintió que algo importante iba a
          suceder. Natasha palidecía de miedo, a la espera de no sabía qué,
          hasta que el príncipe mostró su amor por Natasha y su firme
          intención de casarse con ella (II, III, 22). 
    Para
    casarse, el príncipe Andrei necesitaba el consentimiento de su padre, y con
    ese fin partió al día siguiente para entrevistarse con él. El padre
    recibió la noticia con secreta rabia, pues no podía comprender que alguien
    quisiera introducir en su familia un nuevo elemento, que además era una
    chiquilla. Así que añadió, mirando burlonamente a su hijo: "Te ruego
    que aplaces la boda un año. Vete al extranjero, trata de curarte y busca,
    como era tu intención, un preceptor alemán para el príncipe Nikolai. Y
    después, si el amor, o la pasión o la terquedad, siguen siendo tan
    grandes, cásate. Ésta es mi última palabra. Ya lo sabes, la última"
    (II, III, 23). 
          Pasaron
          las semanas y los meses, y el príncipe Andrei no volvió de nuevo a
          la casa de los Rostov. Natasha esperó a Bolkonsky todos los días,
          pero el príncipe no apareció. Natasha no quería salir a ningún
          lado, y caminaba como una sombra por las habitaciones. La condesa
          procuró calmarla, pero Natasha la interrumpió: "Basta, mamá.
          No pienso ni quiero pensar. Venía, ha dejado de venir, y eso es todo
          (II, III, 23). 
          Al
          cabo de un año, en la casa de los Rostov se
          abrió en el vestíbulo la puerta de entrada, y alguien preguntó si
          estaban en casa los señores. Se oyeron pasos, y Natasha sintió voces
          en la antesala. Apenas oyó las voces de Andrei, su rostro
          empalideció, y pálida y asustada corrió al salón gritando: "¡Mamá,
          ha venido Bolkonsky!", tras lo cual continuó: "Esto es
          terrible, mamá, y yo no quiero sufrir. ¿Qué hago?". "Ve,
          ve junto a él", respondió la condesa, que continuó diciendo:
          "Él te ama, y ha vuelto a pedir tu mano. ¿Lo quieres tú
          también?". "¡Ah, soy tan feliz!", respondió ella,
          tratando de sonreir entre las lágrimas. Se inclinó hacia él, pensó
          unos segundos, como preguntándose si podía hacerlo, y lo besó. El
          príncipe Andrei tenía entre las suyas las manos de Natasha (II,
          III, 23).
          No obstante, no hubo ceremonia de compromiso ni se
          dijo a nadie que Bolkonsky y Natasha estaban prometidos, pues tal fue
          el deseo del príncipe (II, III, 24). 
          La
          salud y el carácter del viejo Nikolai Bolkonsky se habían debilitado
          mucho aquel año, después de la partida de su hijo para el
          extranjero. Más irritable que antes, descargaba toda su cólera sobre
          la princesa Maria, pareciendo buscar afanosamente todo aquello que le
          produjera dolor. Dos pasiones tenía la princesa: la religión y su
          sobrino Nikolenka. Y ambas constituían el tema favorito de los
          ataques y las ironías del viejo Bolkonsky (II, III, 25). Otras
          veces, se volvía a mademoiselle Bourien y departía con ella todas
          sus amabilidades, al tiempo que decía a su hija Maria: "¿Por
          qué no puedo casarme con ella también yo? Sería una princesa
          excelente". Con gran asombro y perplejidad, la princesa Maria se
          dio cuenta de que su padre, en efecto, intimaba cada vez más con la
          francesa (II, III, 26). 
         
        d.4)
        Partes 4 y 5 
                 
    Los Rostov
        vuelven de nuevo su  finca de
        Otradnoye,
        y
        escriben al joven Nikolai
    (Rostov) para que vuelva a casa e intente resolver los asuntos económicos de la
        familia. Nikolai descubre las causas de la pérdida adquisitiva (la
        deslealtad del administrador Mitenka), pero rápidamente
se desespera y deja a su padre al frente de los asuntos familiares. Para
        celebrarlo, los Rostov
        organizan una gran caza, ahuyentando a un lobo (junto a su tío mayor) y
        cazando una liebre (junto al vecino
    Ilagin), tras lo cual Nikolai y Natasha
pasan la noche con su tío.
        Durante
la época navideña, Nikolai se da cuenta de la belleza de Sonia, y se da cuenta de que la ama. Anuncia
        a Sonia sus intenciones, y ésta está increíblemente encantada. Natasha
y Sonia están adivinando el futuro durante la época navideña, y Sonia ve al
príncipe Andrei (Bolkonsky) acostado en un espejo. Sin embargo, no aprecia para
        nada esta
visión, y pronto se olvida. Nikolai anuncia a su madre su intención de casarse con Sonia. La condesa está
horrorizada, pero Natasha logra apagar la disputa. La condesa y
Nikolai llegan a un acuerdo: que Nikolai no hará nada sin el conocimiento de su
madre, y que la condesa no oprimirá a Sonia. Tras lo cual, Nikolai vuelve a
        enrolarse en el ejército. Los
asuntos de los Rostov están aún trastornados, y el conde lleva a su familia
a Moscú con la idea de quedarse allí y vender su propiedad de Otradnoye. La condesa,
trastornada por una pelea con su hijo, enferma y permanece en el pueblo: 
        
        Durante
        su etapa de servicio militar, en el regimiento de Pavlogrado,
        Nikolai Rostov se había convertido en un buen
        muchacho al que querían las amistades moscovitas y
        respetaban sus camaradas y superiores (II, IV, 1). 
        Últimamente, en las cartas de su casa su madre le decía que las cosas iban de
        mal en peor, y que debería volver a casa para alegrar y tranquilizar a
        sus ancianos padres. Y Nikolai se daba cuenta que,
        tarde o temprano, tendría que volver al caos de los asuntos económicos, de
        las discusiones e intrigas sociales y del amor a Sonia y la promesa que le hiciera
        (II, IV, 1). 
    Tras
    las primeras efusiones de su llegada, Nikolai
    comenzó a familiarizarse con el viejo mundo de la casa. Sus padres seguían
    siendo los mismos, aunque algo envejecidos. Sonia tenía ya 19 años y había
    llegado a la plenitud de su belleza. No prometía más de lo que tenía,
    pero eso era suficiente, y toda ella respiraba felicidad y amor. Petia era ya un
    muchacho de 13 años, alto, gracioso e inteligente. Y Natasha no paraba
    de sonreir, y de contar su romance con el príncipe Andrei (II, IV, 1). 
        Desde
        su vuelta Nikolai andaba serio y hasta triste, y la necesidad de
        intervenir en la administración lo agobiaba. Lo primero que hizo fue ir
        al pabellón de Mítenka, para pedirle cuentas de
        todo. Mítenka temblaba de miedo y perplejidad ante el hijo
        del conde, y los empleados escuchaban en el vestíbulo que las palabras del joven conde
        subía de tono, una tras otra: "¡Ladrón, bestia desagradecida, perro
        asqueroso! ¡Te haré pedazos! ¡No estás hablando
        con mi padre! ¡Nos has robado!". Después, aquella gente vio cómo el joven
        conde sacaba a Mítenka por el cuello y, echándole fuera, gritaba: "¡Fuera! ¡Y que no
        vuelva a verte por aquí, canalla!" (II, IV, 2). 
        Al
        día siguiente el conde llamó aparte a su hijo y, sonriendo tímidamente,
        le dijo: "Sabes, querido, te has acalorado por muy poca cosa. Mítenka me lo ha contado todo". "Papá, ese hombre es un
        miserable y un ladrón, respondió Nikolai. Su padre
        siguió insistiendo: "Te ruego que lleves tú esos asuntos. Yo soy
        viejo, yo...". "Padre, perdóneme si lo he disgustado, pero yo
        entiendo menos que usted. No entiendo ni una palabra de todo eso".
        Y en adelante no volvió a meterse en aquellos asuntos. El gesto de
        Nikolai provocó lágrimas de alegría en la condesa (II, IV, 2). 
        Empezaban
        los primeros fríos, las heladas matinales endurecían la tierra húmeda de otoño,
        y las copas de los árboles
        y los bosques empezaban a dorarse y enrojecerse (II, IV, 3).
         Aquel 15 de
        septiembre se había levantado el viejo conde de muy buen humor, y preparó
        su gran equipo de caza para salir con Nikolai. Una hora después, toda la comitiva
        familiar (Natasha, Petia...) se encontraba frente al
        porche de la casa. Nikolai
        envió por delante una jauría y un grupo de ojeadores, y silbando a sus
        perros salió a través de las eras de Otradnoye. Habrían recorrido 1
        km cuando vieron venir a otros 5 jinetes con sus perros. Por delante cabalgaba un hombre entrado en
        años y de grandes bigotes blancos. "¡Buenos
        días, tío!", saludó Nikolai.
        "¡Siempre adelante!", respondió el tío recién
        llegado, tras lo cual continuó: "En seguida, entra en el coto, porque me han dicho que los
        Ilagin están en Korniki, y te van a quitar las piezas en tus propias
        narices". "¿Juntamos las jaurías?",
        preguntó Nikolai. Y los galgos fueron reunidos en una sola jauría, y
        los jóvenes Rostov y su tío siguieron juntos (II, IV, 4). 
        Llegó
        la Navidad y, aparte de la misa solemne, no sucedió nada de especial,
        pues aquel frío de 20 grados
        bajo cero impulsaba a no hacer mucho. Después de
        comer, toda la familia se dispersó por las habitaciones. Nikolai se quedó dormido en el saloncito de
        los divanes, el viejo conde descansaba en su despacho, la condesa hacía
        un solitario en la mesa redonda de la sala y Sonia copiaba un dibujo (II, IV, 9).
        Aquella noche, Sonia
        estaba de verdad animada y bonita, como hasta
        entonces Nikolai nunca la había visto."¡Qué deliciosa es!",
        se decía, y "¿en qué estuve pensando
        hasta ahora?". Poco después, Sonia salió a dar un paseo, bajo la
        luz de la luna. Nikolai se abrigó bien y salió a urtadillas tras sus
        pasos, iluminado por la luna. Cuando Sonia llegó a la parte del
        granero, enfrascada entre la nieve, Nikolai la alcanzó, pasó sus
        manos entre las pieles que cubrían su cabeza, la
        estrechó contra su pecho y besó sus labios sombreados por el bigote. Sonia lo besó en los labios y, desprendiendo
        sus pequeñas manos, encuadró en ellas sus mejillas. "¡Sonia! ¡Nikolai!",
        se dijeron. Se acercaron corriendo al granero y regresaron a la casa,
        cada uno por un camino diferente (II, IV, 11). 
        La condesa, con tristeza, y a veces cólera, advertía el
        acercamiento cada vez mayor entre Sonia, pobre y sin dote, y su hijo. Lo
        que más disgustaba a la condesa era precisamente que Sonia,
        la pobre sobrina de los ojos negros, fuera tan dulce, tan buena y tan
        agradecida a sus protectores, y amase con un amor tan constante y
        abnegado a Nikolai, sin que nada se le pudiera reprochar (II, IV, 8).
          Natasha
          se encargó de la reconciliación, y lo hizo de tal manera que la
          condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia, y Nikolai aseguró
          que no haría nada sin que sus padres lo supieran (II, IV, 13). 
          Con
          la firme intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el
          retiro y volver para casarse con Sonia, Nikolai partió para
          incorporarse al regimiento (II, IV, 13). Tras su marcha, la
          casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a
          consecuencia de tantos disgustos, cayó enferma. Sonia estaba triste
          por la marcha de Nikolai. El conde veía necesario vender la casa de
          Moscú y su hacienda vecina. Natasha se iba impacientando ante la
          ausencia de su novio, pensando que sus mejores días habían acabado.
          Por su parte, el príncipe Andrei llega por fin a Moscú, y hace los
          preparativos para recibir allí a Natasha, a pesar de que su padre (el
          príncipe Nikolai Bolkonsky) vivía allí aquel invierno. No obstante,
          la condesa Rostov se quedó en el campo, mientras el resto de la
          familia partió para Moscú (II, IV, 13). 
         
             
    En
    la casa
    de los Bolkonsky
    de Moscú, en la calle Vozendvizenka, el viejo príncipe Nikolai ha envejecido notablemente,
se ha vuelto más irritable y la relación con su hija Maria se ha deteriorado, lo que
atormenta tanto al anciano como a la princesa. Los Bolkonsky reciben con
crueldad al viejo conde Rostov y a Natasha, el viejo príncipe de forma
    premeditada y la joven princesa Maria por torpeza: 
        
          A
          principios del invierno el viejo príncipe Bolkonsky y su hija
          llegaron a Moscú y se instalaron en su magnífica mansión de grandes
          espejos y criados empolvados, junto a la bonita señorita francesa que
          les acompañaba y el pequeño Nikolenka
          (II, V, 2).
          El príncipe había
          envejecido mucho durante ese año, y eran muy evidentes en él las
          señales de la senilidad. Un día, el viejo recibió la visita del
          médico Metivier por su santo, y nada más verlo lo echó de su casa
          diciendo: "¡Un espía francés, un esclavo de Napoleón! ¡Fuera
          de mi casa, espía!", y le dio un portazo, culpando a Maria de
          haberlo llamado para matarlo
          (II, V, 2). Por su parte, la vida en Moscú se había hecho
          muy penosa para la princesa Maria, al verse privada en la ciudad de
          sus dos grandes alegrías: la conversación con los hombres de Dios y
          la soledad, que tanto la confortaba en Lisie-Gori
          (II, V, 2). En lo que a Andrei tocaba, su inminente llegada a Moscú supuso
          para los Bolkonsky sacar el tema de su matrimonio con Natasha a la
          luz, y complicar todavía más las cosas (II, V, 2). 
          Nada
          más llegar a Moscú, el conde Ilia Rostov y su hija Natasha se
          dirigieron a la casa del príncipe Nikolai Bolkonsky. Al conde no le
          hacía mucha gracia esa visita, y en el fondo tenía miedo al
          príncipe. La última entrevista que había tenido con él, durante
          las levas de soldados, el príncipe le administró una severa
          reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres, y eso
          estaba aún vivo en su memoria. Natasha, en cambio, vestía sus
          mejores galas y gozaba de excelente humor. "Es imposible que no
          me quieran", pensaba, mientras se decía a sí misma: "Todos
          me han querido siempre, y yo estoy dispuesta a quererlos y a que no
          tengan motivo alguno para no quererme" (II, V, 7). 
          Llegaron
          a la vieja y sombría mansión en Vozendvizenka y entraron en el
          vestíbulo. "¡Que Dios nos bendiga!", dijo el conde, medio
          en broma y medio en serio. Desde el primer momento, Natasha no agradó
          a la princesa Maria, pues le pareció demasiado bien vestida. En
          realidad, lo que Maria estaba sacando de sí era un sentimiento
          inconsciente de envidia, por la belleza, juventud y felicidad de
          Natasha, y por los celos que sentía por el amor de su hermano
          (II, V, 7). A los 5 minutos de conversación penosa y forzada entre
          Maria y Natasha, se oyeron unos pasos rápidos, amortiguados por unas
          pantuflas. El rostro de la princesa Maria palideció de miedo, la
          puerta de la sala se abrió de golpe y de repente apareció el viejo
          príncipe, con el gorro blanco de dormir y el batín. "Les ruego
          que me excusen, se lo ruego. Dios es testigo de que no lo sabía, y
          que tan sólo esperaba ver a mi hija", gruñó el viejo, que se
          retiró después de examinar a Natasha de pies a cabeza (II, V, 7). 
         
                 
    En
        la casa
        de
    Maria Akrosimova
        en Moscú, en la calle Koniushenaya y en la cual se hospedan ahora los Rostov (por no estar su casa
        moscovita en condiciones), la anfitriona
        consuela a Natasha por las impertinencias sufridas por los
        Bolkonsky, y para ello le compra una
entrada para la ópera.
        En el teatro, los Rostov conocen a Boris (Drubetsky), a Dolojov, a Elena y
        a Anatole (su hermano). Elena
invita a los Rostov a su casa, y Anatole se queda prendado de Natasha, a la cual
        persigue y
        envía cartas en secreto, planificando con ella una boda
secreta. Sonia sospecha que Natasha sufre por algún plan terrible, y decide quedarse
despierta toda la noche para frustrarlo. Akrosimova nota a Sonia llorosa,
descubre lo que sabe y ordena a los sirvientes que detengan a los
secuestradores. Anatole y Dolojov luchan contra los sirvientes y huyen. Pierre informa a Natasha que Anatole está casado
        ya (pues cierto terrateniente polaco le
obligó a casarse con su hija), y obliga a Anatole a entregarle las cartas de
Natasha y a abandonar Moscú, convenciéndose nuevamente de la crueldad de Elena.
        El
príncipe Andrei (Bolkonsky), que llega de un viaje, se entera de la historia de Natasha con Anatole,
        y a través de Pierre
devuelve las cartas de Natasha. Pierre le dice inesperadamente a Natasha que “si
fuera el mejor hombre del mundo, suplicaría de rodillas su
mano y su amor”, y se marcha llorando de “ternura y felicidad”. En el
camino, Pierre observa el cometa de 1811, cuyo aspecto correspondía al estado
de su alma: 
        
    A fines de enero, el conde
    Ilia Rostov llegó a Moscú con
        Natasha y Sonia, pues había que preparar el ajuar,
        vender la casa de las cercanías de Moscú y presentar a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba
    fría. Además, venían por poco tiempo,
        y no iba con ellos la condesa. Por todas estas razones, Ilia decidió quedarse en casa de
    Maria Akrosimova, que desde hacía tiempo había ofrecido su hospitalidad al
    conde. Los 4 coches de los Rostov entraron en el patio de Maria, en la calle
    Staraia Koniushenaya. Maria vivía sola: tenía una hija
        casada y los hijos estaban en el ejército (II, V, 6). 
        Cuando todos se quitaron los abrigos y se
        arreglaron, Maria Akrosimova los abrazó. "Me alegro profundamente de veros y de que estéis en mi casa",
        dijo, y lanzó una mirada significativa a Natasha: "¡Ya era hora! Has engordado y estás
        más guapa. Pero ¡puf, estás helada!". "Quítate el abrigo", gritó al conde, que
        se acercaba a besarle la mano. "¿Habéís pasado frío, verdad? Traed ron para el té.
        Soniuska, bonjour", dijo a Sonia (II, V, 6). 
        A la mañana siguiente
        Akrosimova llevó a las jóvenes a la
        Virgen de Iverisk y a Madame Aubert Chalmet, a quien Maria encargó
        casi todo el ajuar. De vuelta a casa, echó a todos de la sala, excepto a Natasha, e hizo que su predilecta se
        sentara a su lado. "Bueno, ahora hablemos. Te felicito por el novio,
        al que conozco desde que era pequeño. Pero entrar en esa familia contra la voluntad del padre no está bien. Es menester que todo suceda en paz
        y en amor" (II, V, 6). 
          Aquella noche los Rostov fueron a la
          ópera, donde Maria Akrosimova les había conseguido un palco, pensando exclusivamente en
          Natasha. Un acomodador se
        deslizó rápido entre las damas y les abrió la puerta. Se oyó
        la música y las filas de palcos iluminados aparecieron resplandeciendo
        de señoras y uniformes. "Mira,
        ahí está Alenina con su madre", dijo Sonia. "¡Dios mío!
          Mijail Kirilich ha engordado más aún", observó el conde. "¡Fíjate
        qué toca lleva nuestra Anna Mijailovna!". "También están los
        Kuragin, y Julie y Boris se ve que son novios"... "Y Drubetsky
        ha pedido su mano", dijo Sinsin, que entraba
        en el palco y que recalcaba: "Pero son Dolojov y Anatole Kuragin
        quienes tienen locas a todas nuestras damas y a las actrices
        francesas".
        "Hablan de nosotras, y de mí sobre todo", pensó Natasha para
          sí (II, V, 8). 
        En
        el palco vecino entró una señora alta y bella, con un doble collar de
        perlas al cuello. Era la condesa Bezujov (Elena), esposa de Pierre (II,
        V, 8). 
        En ese momento entró también Anatole Kuragin, lanzando
        una mirada a Natasha al tiempo que se acercaba a su hermana y le decía
        algo al oído, sin dejar de mirar a Natasha (II, V, 9). Al
        terminar el segundo acto, la condesa Bezujov se levantó y llamó al conde
        Rostov con su mano enguantada, hasta que éste llegó a ella y Elena le dijo: "Toda la ciudad no habla más que de
        sus encantadoras hijas, y yo aún no las
        conozco. ¿No se avergüenza de tener escondidas semejantes perlas en el
        campo? Yo también quiero hacerme moscovita, así que les espero en mi
        casa, mañana a las 9" (II, V, 9). 
        Al
        día siguiente de haber ido al teatro, Natasha seguía echando de menos
        al joven príncipe Bolkonsky, inquieta y ofendida por no haber llegado
        todavía éste a Moscú (II, V, 12). Era
        domingo, y todos los Rostov fueron a misa a la iglesia de la Asunción,
        en la que el pope oficiaba muy dignamente, lo mismo que
        el diácono (II, V, 12).  Al salir de misa, y tras el desayuno en casa de
        Maria Akrosimova, el conde Ilia Rostov llevó a las dos jóvenes a casa de la
        condesa Bezujov, a pesar del aviso de la anfitriona: "No me gusta
        la amistad de la Elena, pero si se lo has prometido (volviéndose a
        Natasha), ve y distráete" (II, V, 12). 
        Elena
        acogió cariñosamente a Natasha, con grandes alabanzas en voz alta para
        ella y su vestido. Anatole invitó a Natasha para el vals y,
        mientras bailaban, estrechaba su talle y la mano, le decía que era
        ravisante y que la amaba y quería casarse con ella. "No me diga
        eso, pues estoy prometida y amo a otro", dijo Natasha con mucha prisa.
        Pero unos labios ardientes se posaron en sus labios, y en aquel instante hubo
        un ruido de pasos y se oyó el rumor del vestido de Elena. Natasha miró
        a Elena roja y temblorosa, y con aire asustado salió corriendo de su casa
        (II, V, 13). 
    Ya
    de noche, Sonia entró en la habitación de Natasha, y la encontró durmiendo vestida en un diván. A su lado, en la mesa, había
    una carta de Anatole en que planificaba ir a llevarse a Natasha con
    nocturnidad, y casarse con ella en secreto y llevarla al fin del mundo.
    Sonia se llevó las manos al pecho hasta el punto
    de ahogarse, y rompió a llorar al punto que se decía: "¿Cómo
    no he visto nada? ¿Cómo han podido ir tan lejos las cosas? Kuragin es falso y malvado, y yo misma impediré que hagan esto a
    Andrei" (II, V, 15). 
    Aprovechando la ausencia de Ilia Rostov de Moscú, Anatole había
        planificado al detalle el rapto de Natasha. Ella debía esperarle
        despierta en la casa de Akrosimova, y él debía conducirla en un trineo
        hasta la aldea de Kamenka, a 70 km de Moscú. Allí, un
        pope excomulgado los uniría en matrimonio. En Kamenka tomarían un
        coche hasta el camino de Varsovia, donde utilizarían la posta para huir
        al extranjero (II, V, 16). Cuando
        Anatole contó su plan a Dolojov, y le pidió su ayuda,
        éste se le quedó mirando con fría sonrisa y contestó: "Bueno. Se te acabará el dinero, ¿y entonces,
        qué?". "¿Y entonces qué?", repitió Anatole ante la idea de lo que
        iba a suceder. Tras lo cual exclamó, mirando el reloj: "¡Ya es hora!"
        (II, V, 16). 
        Maria
        Akrosimova, al encontrar a Sonia en el pasillo anegada en lágrimas, la
        obligó a contarlo todo. Akrosimova entró en su habitación y, derecha
        a Natasha, le dijo: "¡Miserable, desvergonzada! ¡Vaya con
        la niña buena! ¡Basta ya de fingir! Te has cubierto de vergüenza como
        una mujerzuela. Ya te arreglaría yo las cuentas, pero me da
        lástima tu padre. ¿Así que raptarte, como a una gitana cualquiera?". Y
        encerrando a Natasha con llave en su
        habitación, ordenó al portero y a sus sirvientes que estuviesen
        preparados a la puerta para cuando llegasen los raptores, y no los
        dejaran entrar. Cuando éstos llegaron, vieron la casa fortificada, y a los sirvientes
        preparados para la defensa, y huyeron en desbandada (II, V, 18). 
        A
        la mañana siguiente, llegó Pierre a casa de Maria Akrosimova, para
        tomar el café, y vio todos los rostros femeninos desencajados. "¿Qué
        ha sucedido?", preguntó Pierre a María. "Un bonito asunto",
        respondió Akrosimova, que continuó: "Tengo 58 años
        y nunca he visto una vergüenza semejante", tras lo cual le explicó
        lo sucedido en la casa de su mujer. Pierre,
        perplejo, maldijo a Elena, y explicó que Anatole estaba casado ya con la hija de un terrateniente polaco
        (II, V, 19).
        
        Tras lo cual salió de la casa y
        comenzó a recorrer todas las calles de la ciudad hasta dar con Anatole
        Kuragin, y obligarle por las malas a entregarle las cartas de Natasha y
        marcharse de Moscú (II, V, 20). 
        En
        cuanto llegó a Moscú, el príncipe Andrei se percató que en todas partes
        se comentaba el
        intento de rapto de Natalia Rostov. No obstante, fue su
        padre quien mejor le informó de la noticia, corregida y
        aumentada. El príncipe Andrei había llegado de la frontera polaca la
        tarde anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de
        su amigo Pierre. Éste pensaba encontrar a Andrei en una situación
        desesperada, pero lo encontró muy cambiado y de paisano, tranquilamente
        hablando con su padre sobre el destierro de Speransky y la inminente
        traición política que se cernía sobre Moscú (II, V, 21).
        "Perdóname
        si te importuno", comenzó diciendo Pierre, no sabiendo cómo
        hablarle de Natasha. "Sí, amigo Pierre, la condesa Rostova me ha rechazado y he oído decir que tu
        cuñado Kuragin pretendía su mano o algo similar. ¿Es cierto? Aquí
        tiene sus cartas y su retrato. Devuélveselo, por favor".
        "Está muy enferma", dijo Pierre, que al punto le entregó las
        cartas dirigidas entre Natasha y Anatole (II, V, 21). 
         
        e)
        Libro III 
        e.1)
        Parte 1 
             
    El
ejército de Napoleón cruza el río Niemen y se planta a las orillas del
    Vístula. El enojado emperador Alejandro I,
que se encuentra en Vilna, envía inmediatamente a su ayudante general, el príncipe
    Balasov, a Napoleón con una carta, exigiéndole que le transmita una condición
indispensable: no habrá paz mientras haya al menos un  enemigo armado en
    Rusia.
    Balasov es detenido por el mariscal Davout, interrogado por Murat y llevado ante Napoleón, quien
recibe al enviado en palacio. Napoleón acusa
airadamente a Balasov y se niega a retirar sus tropas de Rusia. La guerra ha comenzado: 
        
    A
    finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de
    millones de hombre de la Europa occidental. En 1812, esas fuerzas avanzaron
    de oeste a este, en dirección a la frontera rusa, hacia donde, también
    desde 1811, acudían igualmente las tropas del zar. El 12 de junio los
    ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia, y hombres
    de Occidente avanzaban hacia Oriente para matar y ser muertos, aupados por
    la sinrazón de Napoleón (III, I, 1). 
          El
          29 de mayo Napoleón salió de Dresde, donde había pasado 3 semanas
          alagando a los príncipes, duques, reyes y hasta a Alejandro, con tal
          de tenerlos a su favor.
          No obstante, el 10 de junio Napoleón alcanzó a su ejército
          en el bosque de Wilkowis, y al día siguiente cruzó el Niemen. Al
          llegar al amplio Vístula, se detuvo junto a un regimiento polaco de
          ulanos apostado en la orilla. "Vivat!", gritaban con
          entusiasmo los polacos, aplastándose unos a otros para verlo.
          Napoleón inspeccionó el río, echó pie a tierra y se sentó sobre
          un tronco caído en la orilla (III, I, 2). 
    Entre
    tanto, el emperador de Rusia llevaba más de un mes viviendo en Vilna,
    presenciando las maniobras militares y dispuesto a una guerra que todos
    esperaban ya. Alejandro fijó su mirada en Balasov y, comprendiendo que se
    trataba de un hombre de graves motivos, le comentó: "Ve a Bonaparte,
    llévale esta carta y dile de mi parte: ¡Entrar en Rusia sin previa
    declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras quede en mis
    tierras un solo soldado enemigo" (III, I, 3). 
          Balasov,
          acompañado por un cometa y dos cosacos, salió en la noche del 13 de
          junio, y al amanecer llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por las
          vanguardias francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la
          caballería francesa le dieron el alto,
          y más adelante la guardia de Murat detuvo a Balasov en seco, y lo
          llevaron ante Murat. Entonces,
          ¿cree usted que no es el emperador Alejandro el que ha provocado todo
          esto?", preguntó al punto Murat, con una sonrisa brulona y
          estúpida. "Je ne vous retiens plus, genéral; je souhaite le
          succes de votre mission", continuó diciendo Murat, y dejando
          flotar en el aire su bordada capa roja y sus plumas, se unió al séquito que lo esperaba (III, I, 4). 
    Balasov
    siguió adelante, persuadido de que alguien lo conduciría a Napoleón. Pero
    no ocurrió así, sino que los centinelas de Davout lo detuvieron a la
    entrada de la aldea, y un ayudante del cuerpo lo condujo al mariscal Davout,
    el arakcheiev del emperador Napoleón (III, I, 4).
    "¿Dónde está el pliego?", le preguntó al punto Davout, tras lo
    cual continuó: "Las órdenes de su emperador se cumplen en su
    ejército, pero aquí hace lo que se le diga". Y para dar a entender su
    fuerza bruta, lo envió a Bonaparte (III, I, 5). 
          Aunque
          Balasov estaba acostumbrado a la magnificencia de la corte rusa, el
          lujo fastuoso de la de Napoleón le dejó asombrado. El conde de
          Tourenne, general Duroc, lo introdujo en la gran sala de espera, donde
          aguardaban numerosos generales, y le anunció que Napoleón recibiría
          al general ruso antes del paseo (III, I, 6). 
          Napoleón
          entró en la sala con una casaca azul y calzado con las botas de
          montar. Iba perfumado con agua de colonia, y al acercarse a Balasov
          comenzó a hablar como quien no pierde un minuto ni se digna preparar
          sus discursos: "Buenos días, general. He
          recibido la carta de Alejandro, y debo decirle que no
          deseo ni he deseado la guerra a nadie. Pero ahora explíquese
          usted". Balashov
          comenzó a hablar, balbuceando y medio tambaleándose: "Sire, l'empereur mon
          maitre... a condición de que
          las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen".
          "¿Al otro lado?", contestó Napoleón.
          "¿Quieren que retroceda al otro lado del río, para negociar? Ni aunque me diesen San Petersburgo y Moscú. Dice
          usted que yo he comenzado la guerra, pero ¿quién fue el primero en
          incorporarse al ejército? Su emperador Alejandro, y no yo"
          (III, I, 6). 
         
             
    El
    joven príncipe Andrei (Bolkonsky) está ansioso por desafiar a Anatole (Kuragin)
    a duelo, pero ha de marchar a Valaquia (sur de Rumanía) y ayudar con ello a
    Kutuzov (destinado en Rumanía), sumergiéndose así completamente en el
    servicio al ejército. Tras el  comienzo
    armado de la guerra, Kutuzov, a petición suya, envía a
Bolkonsky a servir al emperador Alejandro. Bolkonsky se une al soberano ruso en el campo
de Dris, entre las disputas e intrigas militares.
Alejandro I decide confiar el mando del ejército a Barclay, y al príncipe
Andrei le da un puesto elevado en el ejército, enterrando así su carrera  política.
    En
    cuanto al capitán Nikolai (Rostov), éste es destinado a la zona de Ucrania,
    donde el ejército ruso está retrocediendo de sus
    posiciones. Cerca de Ostrovna, Nikolai, decide apoyar con su escuadrón de
    húsares, y lanza un contraataque al
    enemigo francés, derrocándolo. El mando ruso se fija en él, lo recompensa
    con la medalla de San Jorge y le entrega un nuevo y mayor batallón: 
        
          Después
          de su entrevista con Pierre en Moscú, el príncipe Andrei marchó a
          San Petersburgo para buscar allí al príncipe Kuragin, a quien
          consideraba necesario ver y retar a duelo. Llegado a San Petersburgo,
          se informó que Anatole ya no estaba allí, y recibió en seguida un
          nuevo destino del ministro de la Guerra: el ejército en Moldavia, del
          que Kutuzov había sido nombrado comandante en jefe. Cuando Bolkonsky
          llegó a Bucarest, se entrevistó con Kutuzov (donde éste vivía,
          como comandante en jefe), y le pidió su traslado al ejército del
          oeste. Kutuzov lo dejó marchar muy gustoso, y le encargó una misión
          cerca del general Barclay y del emperador (III, 1, 8). 
          El
    príncipe Andrei encontró a Barclay en las orillas del Dris, a escasos 4 km del emperador Alejandro.
    Las tropas del 1º ejército, donde se hallaba el emperador, ocupaban el
    campo fortificado de Dris, y las del 2º trataban de reunirse con el 1º,
    acosadas por las fuerzas francesas. Cuando
          se juntaron todas las fuerzas, Alejandro
          dividió las tropas en 3 ejércitos: el 1º mandado por Barclay, el
          2º por Bagration y el 3º por Tormasov. Además, formó un Estado
          Mayor al mando de Barclay, y un Estado
          Mayor Imperial al mando de Volkonsky, guardándose a
          Arakcheiev como su consejero de guerra (III, I,
          9). En la revista, el emperador preguntó a Andrei dónde deseaba prestar servicio. Bolkonsky perdió
          para siempre la estima del mundo cortesano, y pidió permiso para
          servir al ejército (III, I, 11). 
          En
          vísperas de la nueva campaña militar, Nikolai Rostov recibió una
          carta de sus padres en la cual le contaban la enfermedad de
          Natasha, pero el comienzo de la guerra impidió a éste regresar a
          casa (III, I, 12). Nikolai fue enviado a Ucrania, y allí
          capturó unos magníficos caballos que le valieron las alabanzas de
          sus superiores. Allí lo ascendieron a capitán de su
          antiguo escuadrón, cuyos efectivos habían aumentado, y lo enviaron a
          Polonia.
          Rostov se entregaba por completo y feliz a las obligaciones e intereses del
          ejército (III, I, 12). 
          En
          el frente polaco las tropas rusas habían retrocedido de Vilna, acercándose ya a la frontera rusa. El 13 de julio los hombres
          de Rostov tuvieron una seria escaramuza, en medio de
          una fuerte tormenta de lluvia y granizo (III, I, 12). Pocos
          días después llegaban a Ostrovna y, cuando
          cesó la lluvia Nikolai exclamó: "¡A caballo! ¡En marcha!".
          Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron en filas de 4, entre
          el ruido de sables y de cascos de caballos en el barro, rebasando a la
          infantería y artillería y poniéndose en formación de batalla, con los
          húsares en el flanco izquierdo, la reserva en el flanco derecho y los
          alanos en primera fila (III, I, 14). 
          Al
          otro lado de la cañada se oían las columnas y los cañones de las avanzadas francesas,
          cuyo ruido alegró
          el corazón de Rostov (III, I, 14). Empezó el cañoneo, y Rostov se percató que los
          dragones franceses perseguían a los ulanos rusos, cuyas primeras
          filas se habían roto. Rostov, sin reflexionar ni calcular nada, se
          abalanzó con los suyos sobre los dragones franceses, a los que
          arrollaron a base de sables y empujones, hasta que éstos se rindieron
          (III, I, 15). El conde Ostermann llamó a Rostov y le agradeció su
          intervención, anunciándole que expondría al emperador su valeroso
          acto y pediría para él la cruz de San Jorge (III, I, 15). 
         
             
    En
    la casa de
    los Rostov
    de Moscú, Natasha está preocupada por su
ruptura con el príncipe Andrei. Su pariente Belova invita a Natasha a ayunar,
todas las mañanas van a la iglesia, y Natasha recupera el sentido. Pierre, que
    se siente protector anímico de Natasha, pasa todos los días en casa de los Rostov. El
    hijo menor de los Rostov, Petia, de 15 años, le dice a su padre que huirá al
ejército si no se alista para el servicio militar. Petia se apresura al Kremlin
para apelar al soberano ruso, pero la multitud lo aplasta: 
        
          Cuando
          recibió la noticia de la enfermedad de Natasha, la condesa Rostova se
          trasladó a la capital con Petia y toda la servidumbre. La familia
          Rostov abandonó la casa de Maria Akrosimova para instalarse en su
          propia vivienda de Moscú (III, I, 16). 
          La
          enfermedad de Natasha se manifestaba en que comía y dormía poco, en
          la tos y la apatía. Todos
          se ocupaban de cuidarla, pero los doctores que la visitaban concluían
          que el mal de Natasha era tan desconocido como lo son todas las
          enfermedades humanas (III, I, 16). Natasha dejó de ir al baile
          y al patinaje, y se ahogaban en sollozos de arrepentimiento por el
          pasado (III, I, 17). Al único que recibía con cierta alegría
          era al disoluto Pierre, desde esa amistad tierna y poética que se
          tenían, y en la que ambos se transportaban a otra época de belleza y
          amor. No obstante, atrás habían quedado aquellos momentos de
          infancia en que un fanfarrón y bromista Pierre le dijera que, de
          haber sido un hombre libre, habría pedido de rodillas su mano y su
          amor (III, I, 17). 
          Terminaba
          el ayuno de San Pedro cuando Agrafena Belova, vecina de los Rostov en
          Otradnoye, llegó a Moscú para venerar las santas imágenes de la
          ciudad. Propuso a Natasha que hiciera con ella unos ejercicios
          espirituales y ella aceptó con alegría, persignándose y dándose de
          lleno a las oraciones y ejercicios de piedad, a través del sacerdote
          de Razumovsky (III, I, 17). 
          En
          aquel momento entró corriendo Petia, convertido ya en un espléndido
          y guapo muchacho de 15 años. Petia, a quien nadie prestaba atención,
          se acercó a su padre y, muy colorado, con voz que mudaba en bronca,
          dijo: "Ea, papá y a mamá, tomadlo como queráis, pero tenéis
          que dejarme ir al ejército, para ingresar en los húsares".
          "¿Ya está? ¿Ya lo has conseguido?", añadió la madre.
          "¡Vaya, vaya! ¡Menudo guerrero!", añadió el padre. Tras
          lo cual, Petia concluyó: "Me voy, porque la patria está en
          peligro". "Y Moscú, nuestra primera capital. Porque el
          enemigo ha entrado en territorio ruso con grandes fuerzas, e intenta
          devastar nuestra amada patria", leía diligentemente del
          periódico Sonia, con su fina vocecita (III, I, 20). 
    Al
    día siguiente llegó a Moscú el emperador, y algunos criados pidieron
    permiso para salir y ver al zar. Aquella mañana Petia tardó mucho en
    vestirse, peinarse y acomodar el cuello tal como lo hacen los mayores.
    Mirándose en el espejo, fruncía el ceño, gesticulaba y, sin decir nada a
    nadie, se puso la gorra y salió de la casa sin que no lo vieran. Tenía
    decidido ir al lugar donde estuviera el emperador y explicar a alguien que
    él, conde Rostov, quería servir a la patria (III, I, 21). 
          Cuando
          estuvo cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por
          la multitud. Al llegar a la puerta de la Trinidad había una mujer de
          pueblo con un lacayo y dos mercaderes. Petia trató de abrirse paso a
          codazos, hasta que la mujer (la primera que recibió los golpes del
          muchacho) se volvió furiosa: "¿Por qué empujas, señorito?
          ¿No ves que todos esperan? ¿A qué viene empujar?". "Todos
          podrían intentarlo", dijo el lacayo, que al punto empujó a Petia
          hacia un rincón maloliente de la puerta. Petia se pasó las manos por
          el rostro sudoroso, se arregló el cuello y, empapado, se retiró
          (III, I, 21). 
         
             
    En
    las calles
    de Moscú,
    los nobles y comerciantes,
abrumados por el entusiasmo patriótico, y conmocionados por el carisma de
Alejandro I, derraman lágrimas y compiten entre sí, dispuestos a
sacrificarlo todo por la patria. El propio viejo conde Rostov va a inscribir a
    Petia en el ejército, y Pierre usa su propio dinero para formar y equipar un
regimiento completo. Los nobles, que han entrado en
razón, dan instrucciones a sus administradores y siervos, ante lo que se les
    viene encima: 
        
          A
          principios de julio de 1812 comenzaron a extenderse por Moscú
          alarmantes rumores sobre la marcha de la guerra. Se hablaba de una
          proclama del emperador al pueblo y de su próxima llegada a Moscú, y
          todo se exageraba. Se decía que Alejandro había dejado el ejército
          porque éste se hallaba en peligro, que Smolensk se había rendido a
          los franceses, que Napoleón tenía 1 millón de soldados y que sólo
          un milagro podía salvar al país (III, I, 18). 
    Cuando
    el emperador llegó a Moscú, la multitud que lo esperaba fue dispersada,
    mientras duró la solemne ceremonia de la catedral, en un oficio de acción
    de gracias por la llegada del zar y la firma de paz con los turcos. A su
    salida del oficio religioso se oyeron unos cañonazos, y la multitud volvió
    a congregarse en la orilla del río. "¡Hurra, hurra!", gritó la
    multitud, que acompañó al zar hasta el palacio (III, I, 21). 
          Tres
          días después, el 15 por la mañana, gran cantidad de carruajes se
          agolpaba delante del palacio Slobodsky. Los salones estaban llenos. En
          el 1º se encontraban los nobles, de uniforme; en el 2º los
          mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules. En la
          sala de los nobles reinaba gran bullicio y movimiento. Los dignatarios
          más importantes estaban sentados ante una mesa, bajo el retrato del emperador
          y releyendo las palabras del Manifiesto, según las cuales el zar iba
          a Moscú para consultar con su pueblo (III, I, 22). 
          Cuando
          Alejandro entró en la sala, todos se pusieron en pie y le manifestaron
          su devoción y lealtad. "¿Acaso hemos olvidado las milicias de
          1807?", dijeron los nobles, que continuaron diciendo: "Entonces
          sólo se enriquecieron los hijos de la Iglesia y los ladrones y
          saqueadores". El conde Ilia Rostov movía la cabeza en señal de
          aprobación, al tiempo que decía: "Pues bien, ¿es que las
          milicias han prestado alguna vez un servicio útil al estado? ¡Nunca!,
          sino arruinar nuestras propiedades. Lo mejor sigue siendo el
          reclutamiento. Sin esto, nuestros hombres vuelven a casa sin ser ni
          militares ni campesinos, sino tan sólo unos disolutos. Los nobles no
          regatearemos nuestras vidas, pero ¡que el emperador haga un
          llamamiento, y todos moriremos por él!". "¡Eso
          es, eso está bien!", dijo al punto Pierre Bezujov, que se
          ofreció al punto a entregar todo el dinero necesario, y hasta sus
          campesinos, con tal que se conociese bien la situación y se aplicase
          el mejor remedio (III, I, 22). 
         
        e.2)
        Parte 2 
                 
    Los
        ejércitos rusos hacen los preparativos para hacer frente y frenar a los
        franceses en Smolensk. En ese momento, el viejo príncipe Bolkonsky recibe una carta del príncipe Andrei, donde le pide
perdón e informa que no es seguro permanecer en Montes Calvos. Aconseja
al padre que vaya con la princesa Maria y su pequeño hijo a la región de Moscú.
El príncipe no comprende la realidad, confundiendo los acontecimientos de la guerra
        con los de 1807.
        El administrador del viejo Bolkonsky,
    Yakov Alpatich, se
encuentra con el príncipe Andrei en Smolensk, y éste le aconseja
encarecidamente que abandonen la propiedad. Los franceses comienzan el bombardeo
        de Smolensk,
        y los rusos, que todavía no han llegado a formar sus filas, se rinden y
        entregan la ciudad. Esto provoca en Rusia la tristeza de algunos (los
        del salón de Anna Scherer) y la euforia de otros (los del salón de
        Elena): 
        
          Alejandro
          rechazó todas las negociaciones porque se sentía personalmente
          ofendido por Napoleón, e hizo los preparativos
          para atacar a los franceses delante de Smolensk, uniendo todos los
          ejércitos rusos (que en ese momento se encontraban dispersos) y
          tratando de retroceder para atraer al enemigo al interior de Rusia y
          tener una batalla campal. Para ello, el zar envió a un general a
          inspeccionar las posiciones, puso al frente a Barclay e hizo una
          visita al ejército para infundirle ánimos. Por fin, los ejércitos
          se unen en Smolensk (III, II, 1). 
          Poco
          después de su partida al frente, la familia Bolkonsky recibió una
          carta del príncipe Andrei, escrita en las cercanías de Vitebsk,
          después de la entrada de los franceses en la ciudad. En ella, Andrei
          describía a grandes rasgos la campaña, y añadía un plano dibujado
          y una serie de juicios sobre la marcha de la guerra. El príncipe Andrei
          exponía a su padre los inconvenientes de vivir tan cerca del teatro
          de las operaciones, en la misma línea del movimiento de las tropas, y
          le aconsejaba que se fueran a Moscú. "¡Ja, ja, ja! ¡El teatro
          de operaciones!", dijo el viejo príncipe, que continuó: "Ya
          he dicho y repito que el teatro de operaciones está en Polonia, y que
          el enemigo no pasará nunca el Niemen. Cuando empiece el deshielo se
          hundirán en los pantanos de Polonia", pensando sin duda en la
          campaña de 1807, que debía de parecerle muy reciente (III, II,
          2). 
          El
          viejo príncipe llamó a su administrado Alpatich y, apuntándole en
          una cuartilla todo lo que debía hacer en Smolensk, lo envió allí,
          diciéndole: "Entrega personalmente esta carta al gobernador,
          sobre el alistamiento" (III, II, 3). Llegado a Smolensk al
          anochecer del 4 de agosto, Alpatich se dirigió a un alojamiento a la
          otra orilla del Dnieper, en el arrabal de Gatchensk, a la posada de
          Ferapontov. Hacia las 8 de la mañana, a las descargas del fusil se
          unieron los cañonazos. Por las calles había mucha gente apresurada y
          muchos soldados. Unos minutos después, Alpatich encontró al joven
          príncipe Andrei, y éste le dijo precipitadamente: "Aconseja a
          mi padre y hermana que abandonen Lisie-Gori y se vayan a Moscú, pues
          en la finca no están seguros. Los franceses vienen de Vitebsk, y en 4
          jornadas pueden presentarse en Smolensk, o tal vez hayan llegado ya"
          (III, II, 4). 
          Al
          instante se oyó un silbido como el de un pájaro volador cayendo de
          arriba abajo, relampagueó el fuego en medio de la calle, se oyó un
          estallido y el humo ocultó todo. Cinco minutos después, nadie
          quedaba en las casas, y la multitud  fue corriendo a la catedral,
          en la cual estaban sacando a la Virgen milagrosa. Al anochecer, el
          cañoneo comenzó a hacerse más extensible, con densas cortinas de
          humo que oscurecían todavía más el cielo. Por todas partes se oían
          los gemidos, y por todos lados se levantaba y deshacía la negra
          humareda de los incendios. Por la calle pasaban y corrían los
          soldados en distintas direcciones, pero no en filas sino como hormigas
          a las que hubieran destruido sus hormigueros. Alpatich vio que unos
          cuantos entraban corriendo en el patio de Ferapontov, y que otro
          regimiento retrocedía rápidamente, taponando la calle. "¡Se
          rinde la ciudad! ¡Marchaos! ¡Marchaos!", gritaba un oficial por
          las calles (III, II, 4). 
          En
          San Petersburgo, el salón de Anna Scherer y el salón de Elena
          Kuragin seguían siendo exactamente iguales a lo que eran, 7 años
          atrás uno y 5 años el otro. En el salón de Anna se comentaban con
          idéntica perplejidad los éxitos de Napoleón y la sumisión de los
          príncipes europeos, como una malvada conjuración. Por el contrario,
          en casa de Elena, lo mismo en 1812 que en 1808, se hablaba con
          entusiasmo de la gran nación francesa, y se lamentaba la ruptura con
          los franceses (III, II, 6). 
         
             
    El
viejo príncipe Bolkonsky decide reunir a sus sirvientes y defenderse en la finca
    de Montes Calvos,
    al tiempo que envía a su hija, nieto y ahijada a la finca
    de Bogucharovo
    (la del joven Andrei). En ese momento, el viejo Nikolai sufre una caída y
    cae gravemente enfermo. Muestra su amor por su hija, y unos días
después fallece. Ya en Bogucharovo, Maria no sabe qué hacer, y aunque recibe un
    folleto del general francés Rameau, que garantiza la seguridad de los residentes locales, decide irse
    a Moscú. No obstante, los testarudos campesinos de la
finca no la dejan ir. En cuanto puede, Nikolai (Rostov) llega a Bogucharovo en
    socorro de la princesa Maria, e instintivamente
adivina cómo comportarse con los campesinos de Bogucharovo, y detener su rebelión. Rostov
    saca de allí a Maria y la acompaña a la estación de Yankovo, para que
    coja el coche de Moscú. Sus camaradas bromean con él diciéndole
que ha elegido a la novia más envidiable de Rusia, y aunque les da la razón
    (porque Maria sería realmente capaz de hacerle feliz), sigue pensando tan
    sólo en Sonia: 
        
          Después del regreso de
          Alpatich de Smolensk, el viejo príncipe
        pareció volver de pronto a la realidad. Se vistió su uniforme de gala, ordenó reunir y armar a
        los campesinos y escribió una carta al general en jefe, anunciándole su
          decisión de permanecer en Lisie-Gori hasta el último momento, y
          defenderse. Al mismo tiempo, lo dispuso todo para enviar a Moscú a la
        princesa, a Bourien y al pequeño príncipe, deteniéndose primero en
          Bogucharovo (III, II, 8). 
    El coche ya estaba
    esperando a la descendencia del viejo Bolkonsky, y la princesa Maria lo vio salir
    desde la ventana con todas sus condecoraciones, para pasar revista
        a la servidumbre y campesinos armados. De pronto, varias personas corrieron por la avenida con el rostro
    asustado, gritando y sujetando al viejo príncipe bajo los brazos. La princesa
    Maria corrió hacia el porche, se acercó a su padre y le besó la mano. La izquierda del
        príncipe estrechó tan fuertemente la suya que ella recibió lo que había esperado
        desde hacía mucho tiempo. El médico, llamado con urgencia, le hizo aquella misma noche una
        sangría, y manifestó que el príncipe no estaba a salvo en Lisie-Gori.
        Al día siguiente condujeron al enfermo a Bogucharovo, y allí permaneció durante
    3 semanas en aquella
        nueva casa que hizo construir el príncipe Andrei, sin conocimiento y
        como un cadáver mutilado, hasta que finalmente falleció (III, II,
    8). 
    Después del entierro de su padre, la princesa
    Maria sabía que su única arma era la oración, y procuraba rezar. Se arrodillaba delante de los iconos,
        recitaba las plegarias y sentía que ahora estaba
        en el verdadero mundo, difícil y libre, absolutamente opuesto al mundo en que hasta entonces
    había estado encerrada (III, II, 10). Aquella noche la princesa permaneció durante largo tiempo
        sentada junto a la ventana de su habitación, prestando oído a las voces de
    amenazas de los mujiks, cuyo rumor
        llegaba desde la aldea. En definitiva, nunca llegaría a entenderlos, y
    sobre todo que no la dejasen partir
        hacia Moscú (III, II, 12). 
          El 17 de agosto, Rostov e
          Ilin,
        recién llegados después del cautiverio, se dirigieron a Bogucharovo,
        hacia los dominios del príncipe Andrei, que desde hacía 3 días se hallaba entre los
          dos ejércitos enemigos. "¡Padrecito,
          padrecito! ¡Es Dios quien te ha enviado aquí!", decían voces
          emocionadas cuando Rostov cruzó el vestíbulo. Rostov fue llevado al
          salón, donde la princesa Maria contó todo lo que había sucedido a
          la muerte de su padre. "¡Qué dulzura, qué nobleza hay en su
          rostro y en sus palabras!", pensaba Rostov, percatándose que
          Maria apartaba el rostro para no despertar compasión. Rostov la miró
          con lágrimas en los ojos, y la princesa Maria miró a Nikolai con
          reconocimiento (III, II, 13). 
          "¡Eh,
          Alpatich! ¡Eh, Yakov Alpatich!", decían los mujiks con alegres
          sonrisas. Rostov se quedó mirando a los borrachos, y preguntó al
          administrador de los Bolkonsky: "¿De qué se trata?".
          "Estos salvajes no permiten salir de la finca a la señora, y
          amenazan con desenganchar los caballos", contestó Alpatich.
          "¡No puede ser!" exclamó Rostov, que continuó: "¡Ya
          verán esos bandidos! ¡Ya os enseñaré yo! Y tú, vejestorio, ¿no
          sabes imponerte?". Y desfogando su cólera, dejó a Alpatich y se
          puso al trote (III, II, 13). "¿Eres
          tú el starosta? ¡Átalo, Ilin!", gritó Rostov, sin hallar
          obstáculos. "¡Y vosotros, escuchad!", dijo Rostov,
          volviéndose a los mujiks: "Iros inmediatamente a vuestras casas
          y que no os vuelva a ver" (III, II, 14). 
          Dos
          horas después, los carros estaban preparados en el patio, con el
          equipaje de los señores.
          Cuando Rostov vio que el coche de la princesa abandonaba la
          casa, montó a caballo y la acompañó hasta el camino ocupado por las
          tropas rusas, a unos 12 km de Bogucharovo. En la posada de Yankovo se
          despidió respetuosamente de ella, y se permitió besarle la mano.
          Cuando la princesa le manifestó su agradecimiento por haberla
          salvado, Rostov se ruborizó y dijo: "¡Oh, no me avergüence
          usted! Cualquier policía habría hecho lo mismo. Estoy encantado de
          haberla conocido (III, II, 14). 
          "¡Qué!
          ¿Es guapa? La mía es un encanto, lleva el vestido rosa y se llama
          Duniasha", se oía de forma irónica a las espaldas de Nikolai,
          cuando éste dejó a la princesa Maria en la estación (III, II,
          14). En
          efecto, por
          el camino hacia Moscú, Maria se asomaba a la ventanilla y sonreía
          alegre y tristemente, al tiempo que pensaba: "¿Me habré
          enamorado de él?" (III, II, 14). "¿Y Sonia?",
          pensaba Nikolai, "¿y la palabra que había dado?". Por ese
          motivo se enfadaba Rostov, cuando sus compañeros bromeaban acerca de
          la princesa Bolkonskaya, a pesar de que no podía desear una esposa
          mejor (III, II, 14). 
         
             
    Kutuzov
llama al príncipe Andrei (Bolkonsky) a su cuartel general. Allí conoce Bolkonsky al teniente coronel
    Denisov, quien le habla apasionadamente de su plan de guerra de guerrillas, y
    propone romper las líneas de comunicación de Napoleón. Kutuzov
    recela del plan de Denisov, y Bolkonsky cree que Kutuzov tiene más instinto y
    experiencia que Denisov, y sabe cómo hacerlo mejor y con más calma. Kutuzov invita al
príncipe Andrei a quedarse a su lado, pero él prefiere regresar al regimiento,
    donde la gente lo recibe con una calurosa acogida. Kutuzov
decide dar la batalla en los contornos
    de Borodino. Pierre viaja por la zona, se reúne
con Drubetsky e invita al príncipe Andrei a unirse también. Bolkonsky analiza cómo luchar, y critica a
Barclay y a otros oficiales alemanes: 
        
        Los
        franceses habían rebasado Smolensk y avanzaban cada vez más hacia Moscú.
        Tras Smolensk, Napoleón buscó la batalla más allá de Dorogobuzh, en
        Viazma, y luego en las proximidades de Tsarevo-Zaimishche. Pero una serie de circunstancias hizo que, hasta
        Borodino, a 112 km de Moscú, los rusos no aceptasen la batalla (III, II, 7). 
          Cuando
          Kutuzov aceptó el mando de los ejércitos se acordó del príncipe
          Andréi, y le ordenó que se presentara en el cuartel general. El
          príncipe Andrei llegó a Tsarevo-Zaimishche el mismo día y en el
          mismo momento en que Kutuzov, conocido ahora como el Serenísimo,
          revistaba las tropas. "¡Ah! ¿Es usted el príncipe Bolkonsky?
          ¡Encantado de conocerle! Soy el teniente coronel Denisov", dijo
          entrando por la puerta Denisov, estrechando la mano de Bolkonsky
          mientras continuaba diciendo: "Ésta es una verdadera guerra de
          escitas, y es imposible que defendamos toda esta línea. Yo respondo
          de que la romperé si me dan 500 hombres. No hay más que un sistema:
          la guerra de guerrillas, y yo romperé las líneas de comunicación de
          Napoleón" (III, II, 15). 
          "¿Qué,
          ha terminado ya?", preguntó al punto Kutuzov, interrumpiendo a
          Denisov en medio de su exposición. "Sí", respondió
          Denisov. Kutuzov sacudió la cabeza, al tiempo que decía:
          "¿Cómo puede un hombre solo hacer tanto? No obstante, el éxito
          de la campaña será algo que se consiga al margen de la inteligencia
          y del saber" (III, II, 15). Tras lo cual continuó,
          dirigiéndose a Andrei: "Siéntate. Siéntate aquí y hablemos.
          Es muy triste lo que le ha pasado a tu padre. Pero recuerda que yo soy
          para ti un padre, un segundo padre. Quédate junto a mí, que para eso
          te he llamado". "Gracias, alteza", respondió el
          príncipe Andrei, que continuó: "Pero no creo que sea útil para
          los estados mayores. Y sobre todo, me he acostumbrado a mi regimiento.
          Estimo a los oficiales, creo que la gente me quiere y sentiría tener
          que abandonar el regimiento. Si no acepto el honor de estar junto a
          usted, créame que lo siento". "Sigue tu camino, y que Dios
          te acompañe, buen amigo", contestó Kutuzov, abrazándolo y
          besándolo al punto. Tras lo cual, empezó a referirse a la guerra que
          había que ofrecer a los franceses en Borodino (III, II, 17). 
    Por
    aquel tiempo, Pierre estaba en Moscú, y continuamente visitaba la aldea de
    Vorontsovo con el fin de ver cómo iban los avances del enorme globo que
    estaba construyendo Leppich para destruir al enemigo, y otro globo de
    pruebas que estaban soltando en aquellos días. Pero pronto comprendió que
    no podía quedarse en Moscú, sino salir cuanto antes para el ejército
    (III, II, 18). 
         
                 
    Napoleón
        pasa por alto el flanco
izquierdo en Sevardino, y comienza
la  batalla de
        Borodino. Pierre llega a la batería Raevsky, sin saber que
        éste es uno de
los principales puntos de hostilidades. Observa la batalla sin miedo e incluso
ayuda a los soldados, quienes lo llaman “nuestro maestro”. Pierre se
apresura a traerles proyectiles, pero en ese momento una explosión lo aturde y
la batería es capturada por los franceses.
        El regimiento de Andrei (Bolkonsky) está en la reserva, y observa cómo los
        cañonazos franceses están acribillando a los rusos. Sin disparar un solo tiro, el
regimiento ruso ya ha perdido un tercio de su gente. Una granada cae junto al príncipe
        Andrei, y éste cae gravemente herido. En la tienda de
operaciones del hospital, el príncipe Andrei ve a Anatole
    (Kuragin), a quien le están amputando la pierna. Kutuzov intenta mantener la moral de los
        soldados, pero llegan malas noticias: la mitad del ejército ruso ha sido eliminado. Tolstoi cree que el ejército ruso
        perdió la batalla, pero obtuvo una victoria moral, que dejó tocado de
        muerte al ejército francés: 
        
          El
          24 agosto 1812, según el calendario ruso, tuvo lugar la batalla del
          reducto de Sevardino. El día 25 no se cruzó ni un solo disparo, y el
          26 se libró la batalla de Borodino. Diríase que para Napoleón,
          después de haber recorrido 2.000 km por el interior del país,
          quería demostrar que él estaba ahí. Para Kutuzov debía de ser evidente que, al aceptar la batalla, y arriesgar una cuarta
          parte del ejército, la pérdida de Moscú era indudable. Con estos
          planteamientos, Kutuzov dispuso una avanzada sobre la altura de
          Sevardino, con el fin de vigilar al enemigo, y el día 24 Napoleón
          atacó y tomó esa avanzada, así como el día 26 se lanzó contra todo
          el ejército ruso en el campo de Borodino (III, II, 19). 
          Tras
          la pérdida del reducto de Sevardino, en la mañana del día 25, los
          rusos se vieron obligados a replegar sus fuerzas. El día 26, las tropas rusas estaban al abrigo de
          fortificaciones, pero éstas eran débiles y no acabadas y sus fuerzas
          eran muy inferiores a las francesas (III, II,
          19). El
          emperador Alejandro había decidido quedarse en la otra orilla del
          puente Kolocha (III, II, 33), mientras que los
          generales de Napoleón, Davout, Ney y Murat, se hallaban próximos al
          fuego, y en ocasiones intervenían en la batalla (III, II, 34). 
          El
          día 25 por la mañana Pierre salió de Mozaisk. A
          su encuentro subía un convoy de carros con 3 ó 4 heridos, y los
          conductores, todos mujiks, gritaban y fustigaban a los caballos, al
          tiempo que saltaban sobre las piedras y chocaban los carros entre sí.
          Los heridos, envueltos en trapos y pálidos, se sujetaban al borde de
          los carros, y se quedaban mirando con curiosidad infantil
          el sombrero blanco y el verde frac de Pierre. "¡Ah, ése ha
          perdido la cabeza! ¡Y esos otros 20.000 están sellados a la
          muerte!", pensaba Pierre mientras se dirigía a la aldea de Tatarinovo
          (III, II, 20). Cuando
          llegó Pierre a Tatarinovo no había casi nadie del estado mayor, y
          decidió seguir a Gorky. Cuando llegó contempló
          cómo unos cavaban con palas los túmulos, otros llevaban la tierra en
          carretillas, y otros, en fin, no hacían nada (III, II, 20). 
          Pierre
          descendió del coche y subió al túmulo desde el cual, según le
          dijeron, podía contemplar el campo de batalla, como un enorme anfiteatro de guerra. "¿Están allí
          los nuestros?", preguntó Pierre a un oficial. "Sí, y algo
          más lejos los franceses", respondió éste, señalando con la
          mano la intensa polvareda y humos que subían por todas partes
          (III, II, 21).
          "¡Conde Piotr Kirílovich! ¿Cómo usted por
          aquí?", le gritó una voz. Pierre miró hacia atrás, y Boris
          Drubetsky estaba frotándose las rodilleras del pantalón, que se le
          habían ensuciado. Iba vestido elegantemente, con cierto aire marcial,
          y llevaba una larga levita y la fusta a la bandolera (III, II,
          22). Cuando
          Pierre trató de volver, se metió en el puente
          que cruzaba el Kolocha, que ahora atacaban los franceses. "Tra, tra, tra", se oía sin cesar
          desde el fuego de metralla francés. Hasta que, de golpe y tras
          colocarse detrás de una batería rusa, su pierna fue segada por un
          proyectil (III, II, 31). 
          Pese
          a la hecatombe rusa, y en cada momento de la contienda, Kutuzov trató
          de mantener el ánimo en su tropas. "¡Kaisarov! ¡Raievsky!",
          gritaba Kutuzov, que continuaba: "Id a la línea de combate, y
          anunciad que mañana atacaremos". De esta forma misteriosa e
          indefinible, Kutuzov mantenía en todas las tropas ese estado de ánimo
          llamado "moral del ejército", que constituye el nervio
          principal de la guerra. Las palabras de Kutuzov, y sus órdenes acerca
          de la batalla del día siguiente, llegaron a todos los confines del
          ejército ruso, hasta el último día (III, II, 35). 
          Aquel
          claro atardecer del 25 de agosto el príncipe Andrei había
          permanecido en un cobertizo derruido de la aldea de Kniazkovo, en un
          extremo de la posición ocupada por su regimiento (III, II, 24). El
          regimiento del príncipe Andrei figuraba entre las reservas inactivas
          detrás de la aldea de Semionovskoye, bajo el violento fuego de la
          artillería (III, II, 36).
          Cuando el ejército ruso empezó a caer en cadena, el
          regimiento de Bolkonsky
          recibió la orden de avanzar hacia el lugar donde estaba emplazada la
          batería rusa. En la mañana del día 26, sobre ellos se concentró el fuego
          enemigo, y en aquel lugar el
          regimiento perdió otra tercera parte de sus hombres. Más adelante, y
          en medio de la humareda, los cañones franceses seguían tronando
          (III, II, 36). 
          Como
          un pájaro que vuela silbando y se posa en tierra, una
          granada cayó a dos pasos del príncipe Andrei. "Es la
          muerte", pensó el joven Bolkonsky, mirando con expresión nueva
          la hierba y cerrando sus párpados. Cuando abrió los ojos, el príncipe Andrei se
          encontraba en una camilla y en la tienda de campaña del hospital, y
          vio que estaba herido en la cabeza y en la pierna (III, II, 36). "Oh,
          ooh, uf, uf", rompió en sollozos uno, como una mujer. Cuando
          Andrei miró, vio que aquel desventurado era Anatole Kuragin, al que
          sostenían por debajo de los brazos porque le habían amputado una
          pierna (III, II, 37) 
         
        e.3)
        Parte 3 
             
    Ante
    el avance francés sobre Moscú, Kutuzov
convoca a los generales rusos a un consejo militar. Beningsen aboga por la protección de la
“antigua capital sagrada de Rusia”. Por su parte, Kutuzov plantea la cuestión: salvar la
capital o salvar el ejército, y recuerda a Beningsen su derrota en Friedland. Se
expresan diferentes planes
    de defensa, pero Kutuzov, con las palabras “tengo que pagar
por las ollas rotas”, ordena la retirada
    de Moscú: 
        
          El
          ejército francés, con fuerzas propulsivas siempre mayores, se lanzó
          hacia Moscú, meta de su movimiento. Detrás quedaban miles de
          kilómetros de un país hambriento y hostil, y por delante unas
          decenas de kilómetros antes de llegar a su objetivo. Cada soldado
          francés lo sentía, y la invasión avanzaba por sí misma, por la
          fuerza de su impulso (III, III, 2). La
          noche del 26 de agosto, Kutuzov y todo el ejército ruso comenzaron
          a recibir informes de las inauditas pérdidas sufridas en Borodino. La
          mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla se hacía
          materialmente imposible (III, III, 2). 
    El
    1 de septiembre, en el monte Poklonaya, a 6 km de la puerta de Dorogomilov,
    Kutuzov se apeó de su coche y tomó asiento en un banco, al borde del
    camino. A su alrededor se juntó un nutrido grupo de generales a los que se
    unió el conde Rastopchin, que acababa de llegar de Moscú. Todos aquellos
    destacados personajes, divididos en grupos, conversaban sobre las ventajas y
    desventajas de la posición, sobre el estado de las tropas, los planes
    propuestos, la situación de Moscú y los problemas militares. Todos se
    daban cuenta, aunque nadie lo manifestara, de que se trataba de un consejo
    de guerra (III, III, 3). 
          Benigsen,
          que había escogido mostrar con ardor su patriotismo ruso, insistía
          en la defensa de Moscú, al grito de "¡salvemos la antigua y
          sagrada capital de Rusia!". A esas palabras siguió un silencio
          prolongado y general, hasta que Kutuzov tosió y dijo: "¿Conviene
          arriesgar la pérdida del ejército y de Moscú aceptando el combate,
          o es mejor entregar Moscú sin luchar? Pongo el ejemplo de Friedland,
          que el conde la recordará bien. Aquella batalla no salió bien por la
          simple razón que nuestras tropas se reagruparon demasiado cerca del
          enemigo". Un silencio, que a todos pareció demasiado
          largo, siguió a esas palabras (III, III, 4). 
          Se
          reanudaron después las discusiones, pero ya con frecuentes pausas,
          pues era evidente que nada había que discutir. Durante una de esas
          pausas, Kutuzov lanzó un penoso suspiro, como si se dispusiera a
          hablar. Todos lo miraron y él se levantó, se acercó a la mesa y
          dijo: "Bien, messieurs, je vois bien que c'est moi qui paierai
          les pots casses, Señores, he escuchado sus opiniones. Algunos no
          estarán de acuerdo conmigo. Pero yo (y se detuvo), en virtud de los
          poderes que me han conferido el zar y la patria, ordeno la retirada"
          (III, III, 4). 
         
             
    Toda
Moscú espera intuitivamente la rendición de la capital. Los ricos
terratenientes y comerciantes abandonan la ciudad, tratando de llevarse la
mayor cantidad de propiedades en carros, y esto provoca la subida generalizada
    de precios por toda la ciudad. Los
pobres queman y destruyen todas sus propiedades, para que el enemigo no las
    consiga. La situación
    en Moscú se
    vuelve caótica y llena de estampidas, lo que disgusta mucho al alcalde
    Rastopchin, que trata de convencer al
pueblo para que no abandone la ciudad, al tiempo que arma hasta los dientes a
    los que se quedaban. Tras su experiencia por los campos de batalla, y
    deambular entre los soldados mutilados y exhaustos, Pierre regresa a Moscú,
    y nada más llegar es convocado por Rastopchin, para que permanezca a su
    lado. Allí se entera Pierre de que la mayoría de sus ex-compañeros
    masones han sido arrestados, por distribuir proclamas en francés. Cierto
    día, recibe Pierre en su casa la petición de divorcio de Elena, así como
    la confusa noticia sobre la muerte del príncipe Andrei (Bolkonsky). Pierre,
    tratando de deshacerse de estas abominaciones, sale por la puerta trasera y
    nunca más vuelve a aparecer en casa: 
        
    El
    abandono de Moscú y su incendio eran tan inevitables como la retirada sin
    lucha de las tropas más allá de la capital, sobre todo conociendo el alma
    de cada ruso. Tan pronto como se acercaba el enemigo, los más ricos huyeron
    de la población, abandonando sus bienes. Los más pobres se quedaron y
    destruyeron con incendios todo cuanto había en la ciudad. Los que
    abandonaron sus casas y la mitad de sus bienes, llevándose lo que podían
    trasladar consigo, obraban de esa manera de patriotismo latente que se llama
    sencilla naturalidad (III, III, 5) 
    "Es
    vergonzoso huir del peligro; sólo los cobardes huyen de Moscú", se
    decía en los pasquines repartidos por el alcalde Rastopchin, que trataba de
    convencer a sus ciudadanos de que huían sólo los cobardes. En efecto, los
    rusos se avergonzaban de ser llamados cobardes, y la huída les remordía la
    conciencia, pero se iban porque era necesario (III, III, 5). 
          Esto
          es lo que hizo el conde Rastopchin,
          que bien avergonzaba a los fugitivos, bien evacuaba de la ciudad todas
          las oficinas públicas, bien repartía entre la chusma de borrachos
          armas inservibles, bien hacía salir en procesión las imágenes
          sagradas, bien prohibía al metropolitano Agustin que sacara las
          reliquias, bien requisaba todos los carros particulares existentes,
          bien trató de traer sobre 136 carros el globo fabricado por Lepich...
          como tan pronto insinuaba que incendiaría la ciudad. En general,
          Moscú se convirtió en una ciudad llena de estampidas, de unos contra
          otros (III, III, 5). 
          Hacia
          el final de la batalla de Borodino, Pierre se había dirigido con los
          grupos de soldados a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro.
          Pero al ver tanta sangre, y escuchar los gritos y lamentos de los
          heridos, se apresuró a seguir adelante, mezclado con los soldados
          (III, III, 8). El
          30 de agosto Pierre regresó a Moscú. Casi en las mismas puertas de
          la ciudad se encontró con un ayudante del conde Rastopchin. "Y
          nosotros ¡buscándolo por todas partes!", le dijo el ayudante,
          que continuó: "El gobernador necesita verle sin falta, así que
          le ruego que vaya ahora mismo". Pierre, sin pasar por su casa,
          tomó un coche y se dirigió a la residencia del gobernador (III,
          III, 10). 
          En
          la antesala de recepción del gobernador se agrupaban los
          funcionarios, unos que habían sido llamados y otros que acudían a
          pedir órdenes.
          "Es una historia muy embrollada", dijo un
          funcionario, ante lo cual otro contestó: "La proclama apareció
          hace ya dos meses, y en seguida se abrió una investigación, porque
          el panfleto pasó exactamente por 63 manos". "En cuanto
          ésta llegaba a algunas manos, inmediatamente le preguntábamos:
          ¿Quién te la dio?, hasta que así dimos con Vereschagin, como
          cabecilla de todos ellos", añadió el primero, que apostilló:
          "Un mercader de poca categoría y sin estudios". "Y
          todos ellos masones", apuntó un tercer funcionario, sonriendo
          (III, III, 10). 
          Finalmente,
          Pierre entró en el despacho del conde Rastopchin, el cual se frotaba
          con la mano la frente y los ojos. "¡Ah!
          ¡Buenos días, gran guerrero!", dijo Rastopchin con tono severo
          al ver a Pierre, como si en ello hubiera algo malo que deseaba
          perdonar. "No vuelvas a irte de mi lado", continuó diciendo
          el alcalde, que también le aseveró, mientras lo despedía: "¿Es
          verdad que la condesa ha caído en las patitas de los saints peres de
          la Societe de Jesus?".
          Pierre no respondió y abandonó el palacio, dirigiéndose al punto a
          su casa (III, III, 11). 
          Al
          quedarse solo en casa, Pierre abrió una carta que había llegado de
          su esposa, y leyó la carta de su mujer: "El príncipe Andrei
          muerto... el viejo... hay que ensamblarlo todo…". "¡Mi
          mujer se casa!", exclamó Pierre, que sin desnudarse se dejó
          caer en la cama y se durmió en seguida (III, III, 11). 
         
                 
    En
        cuanto a la situación
        en San Petersburgo,
        Elena entabla una relación sentimental
con dos nobles, sin saber con cual de ellos quedarse. Toda la ciudad está discutiendo
        esa
situación, y sólo Maria Akrosimova condena a Elena en la cara, entre otras
        cosas por aliarse con los franceses. Dado que la Iglesia
Ortodoxa prohíbe el matrimonio mientras el marido está vivo, Elena se
convierte al catolicismo, y le escribe una carta a Pierre para manifestarle sus
        intenciones: 
        
    A
    su regreso de la corte de Vilna a San Petersburgo, Elena se encontró en una
    situación embarazosa. Gozaba en San Petersburgo de la protección especial
    de un alto cargo del estado. Pero en Vilna había intimado con un joven
    príncipe extranjero. Cuando regresó a San Petersburgo, el príncipe y el
    alto personaje quisieron hacer valer sus derechos, y a Elena se le planteó
    un problema, nuevo para ella, de conservar sus íntimas relaciones con los
    dos sin ofender a ninguno (III, III, 6). 
          Unos
          días después, en una de las espléndidas fiestas que Elena daba a
          los franceses en su villa de Kameni Ostrov, ésta quedó en el jardín
          con el padre Jobert, un jesuita encantador y con el pelo blanco como
          la nieve. El jesuita habló a Elena acerca del amor a Dios, a Cristo y
          al corazón de la Santísima Madre, y de los consuelos de la única
          religión verdadera, la religión católica (III, III, 6). Elena,
          comprendiendo que su conversión al catolicismo iba dirigida a sacarle
          dinero para las fundaciones de los jesuitas, insistió en que, antes
          de darlo, se llevaran a cabo en la Iglesia las operaciones que la
          desligaran de su marido. "Si abandono una religión para ir a
          otra, necesario es que abandone también las ataduras de la falsa, si
          como usted dice la suya es la verdadera", insistió Elena al
          jesuita (III, III, 6). 
          Únicamente
          Maria Akrosimova, llegada aquel verano a San Petersburgo para ver a
          uno de sus hijos, se permitió expresar a las claras su propia
          opinión, contraria en absoluto a la adoptada por la sociedad elegante
          de San Petersburgo. Al encontrar en un baile a Elena, la detuvo en
          medio de la sala y, en tono alto, y con ruda voz, dijo entre el
          silencio general: "Ya veo que aquí os casáis en vida del
          marido. ¿Crees haber descubierto una novedad, verdad? Pues se te han
          adelantado, querida. Eso lo inventaron hace tiempo, y se hace en todos
          los...". Y dicho lo que tenía que decir, Maria Akrosimova,
          arreglándose las mangas con su gesto habitual, salió de la sala con
          aire severo, ante el complejo silencio de todos los asistentes
          (III, III, 7). 
    A
    finales de agosto de 1812 el asunto de Elena estaba resuelto. Escribió a su
    marido, en cuyo gran amor creía, y a través de la carta le anunciaba su
    intención de casarse con N. N, notificándole además su conversión a la
    única religión verdadera. Le pedía que cumpliera todas las formalidades
    requeridas para el divorcio, formalidades que se encargaría de explicarle
    el portador de la carta. "Sur ce, je prie Dieu, mon ami, de vous avoir
    sous sa sainte et puissante garde. Votre amie, Helene", concluía Elena
    en su carta (III, III, 7). 
         
             
    En
la  casa de
    los Rostov
    de Moscú todo sigue como de costumbre. La recolección de cosas es
lenta, porque el conde está acostumbrado a posponer todo para más tarde. Petia
se hace militar, y se retira de Moscú junto al resto del ejército. Natasha, al encontrarse
accidentalmente con un convoy de heridos en la calle, entre los cuales está el
    príncipe Andrei Bolkonsky (su ex-prometido), invita a todos a quedarse en
su casa, e insiste en descargar los carros de su casa de cosas inútiles y
    dedicarlos a los heridos. Ya moviéndose por las
    calles, y entre
convoyes de heridos, la familia Rostov abandona Moscú. No obstante, Natasha decide
    acompañar el convoy de Andrei hasta el hospital, cuidándolo continuamente y sin alejarse un solo paso de él.
    Cuando éste se siente ya se siente mejor, el médico asegura que el
    mal que sufre irá a peor, y acabará en la muerte. Natasha pide perdón a Andrei por su
    traición, y Andrei la perdona: 
        
          Hasta
          el 1 de septiembre, víspera de la entrada del enemigo en Moscú, los
          Rostov no se movieron de la capital. Desde que Petia ingresara en el
          regimiento de cosacos de Obolensky, y su partida a Bielaya-Tzerkov
          (donde se formaba el regimiento), el miedo se apoderó de la condesa.
          Del paradero de Nikolai no se sabía nada, ni había habido más
          noticias de él desde su última carta (III, III, 12). 
          Aun
          cuando casi todas las amistades de los Rostov se habían ido de
          Moscú, y a pesar de que todos instaban a la condesa a que salieran lo
          antes posible, el viejo conde Ilia no quiso terminar de empaquetar las
          maletas ni moverse de casa, hasta que regresasen de la guerra Petia y
          Nikolai.
          No obstante, ya había una que estaba al tanto del aspecto
          práctico de la marcha y de embalar las cosas: Sonia (III, III,
          12). 
          Del
          28 al 31 de agosto toda Moscú estuvo en constantes movimientos, y cada
          día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomilov miles de
          heridos en batalla (III, III, 12). Natasha miró asustada a un
          oficial herido y, sin vacilar, se dirigió al comandante: "¿Pueden
          quedarse los heridos en nuestra casa?", preguntó. El comandante,
          sonriendo, se llevó la mano a la visera y le dijo: "¿En qué
          puedo servirla, señorita?". Natasha repitió su pregunta, y el
          comandante contestó: "Oh sí, ¿por qué no? Claro que es
          posible". El coche del oficial dio la vuelta hacia el patio de la
          casa de los Rostov, y acto seguido decenas de carros con heridos
          entraron en la calle Povarskaya (III, III, 13). "¿De
          quién es este coche?", preguntó Natasha, asomándose por la
          ventanilla. "¿No lo sabe, señorita?", dijo un oficial, que
          añadió: "Es el príncipe herido". "Pero ¿quién es?
          ¿Cómo se llama?". "Es el príncipe Bolkonsky, que está a
          punto de morir". Natasha saltó de la carroza y corrió hacia la
          condesa, quien abrió los ojos asustada, agarró a Natasha por el
          brazo y se la llevó de allí (III, III, 17). 
    El
    31 de agosto todo estaba patas arriba en casa de los Rostov. Las puertas
    permanecían abiertas, los muebles habían sido sacados o cambiados de
    lugar, y descolgados los espejos y cuadros. Las habitaciones estaban llenas
    de baúles, y en el suelo había papel de envolver y cuerdas. Los mujiks y
    los criados sacaban la carga, y en el patio se apretaban los carros
    (III, III, 13).
    A las dos de la tarde del 1 de septiembre, los 4 coches de los
    Rostov, enganchados y dispuestos en marcha, esperaban su salida. El conde se
    santiguó vuelto hacia un icono, y balbuceó unas palabras confusas y
    cariñosas a quienes se quedaban. La condesa se despidió de su oratorio,
    arrodillándose allí por última vez, y luego subió al carruaje.
    "¡Adelante!", gritó el conductor, y la comitiva enfiló la
    calle, hasta que salió de Moscú y llegó a Nikitskaya. (III, III, 17). 
         
                 
    Pocos
        días después, la llegada
        de Napoleón a Moscú
        fue una realidad. Tras observar por todas partes lo que había a su alrededor,
        Bonaparte se alegra de que la ciudad se le someta y caiga a sus pies. Imagina
mentalmente cómo implantará su idea de verdadera civilización en Moscú, y
        prioriza que
los boyardos recuerden con amor a su conquistador. Sin embargo, cuando se entera
        que los moscovitas no están en sus casas, sino que han abandonado la
ciudad, se siente muy molesto. La
Moscú de la época napoleónica fue una ciudad sumida en disturbios y robos,
        incluso por parte de los funcionarios. Cierto día, los descontentos se
        reúnen ante Rastopchin, y éste decide distraer su atención condenando
        a muerte a Vereshchagin, por publicar las proclamas napoleónicas y ser
        el principal culpable del abandono
de Moscú. La multitud se une a la masacre, y Moscú se llena de humo y fuego
        por todas partes. Por su parte, Pierre
        decide matar
a Bonaparte, al mismo tiempo que, sin saberlo, salva a un oficial francés (Rambal) de
un viejo loco (el hermano de un ex-amigo el masón), por lo que recibe el título
de  “amigo del francés”.
        A la mañana siguiente, Pierre se
        dirige a la entrada occidental de Moscú para
matar allí a Napoleón (en su visita al Kremlin), aunque éste ha pasado ya por
        allí (4 horas
        antes), y ya no está en Moscú. Como contrapartida, Pierre decide
        apalear a unos  merodeadores franceses que estaban robando
a un anciano y a una joven armenia, hasta que es capturado por
una patrulla de caballería y hecho prisionero como sospechoso del incendio
provocado en Moscú: 
        
          El
          1 de septiembre Kutuzov dio a las tropas rusas la orden de retroceder,
          pasando por Moscú, al camino de Riaza. El 2 de septiembre, a las 10
          de la mañana, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklonaya,
          y contemplaba el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Moscú
          se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias, y
          la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus
          cúpulas centelleantes (III, III, 19). 
          A
          la vista de tan extraña ciudad, con su arquitectura de formas
          exóticas, Napoleón experimentó que aquella ciudad vivía plenamente,
          pues a lo lejos los franceses no podían distinguir un ser vivo de uno
          muerto, y según ellos aquella ciudad tenía una vida pletórica.
          "Cette ville asiatique aux innombrables eglises, Moscou la sainte",
          dijo Napoleón, que echando pie a tierra ordenó que extendieran ante
          él un plano de Moscú. Tras lo cual, exclamó: "Con una sola
          palabra esta vieja capital se me rendiría, mas me mostraré
          magnánimo y grande. Así les mostraré la grandeza de la verdadera
          civilización; y obligaré a generaciones enteras de boyardos a
          recordar con cariño el nombre de su conquistador (III, III, 19). 
          Entre
          tanto, Moscú era una ciudad vacía. Aún quedaban unos 10.000
          habitantes, o quincuagésima parte de su población. Pero la ciudad
          estaba vacía, sus casas inhóspitas y sus tiendas cerradas, como una
          colmena sin reina. No obstante, todavía quedaba gente, sobre todo en
          los suburbios (III, III, 20). También había abiertas algunas
          tabernas, de las que salían las risas de los borrachos, y algunos
          otros andaban enredados en peleas por hacerse con lo ajeno, con tal de
          sobrevivir (III, III, 23). 
          Cuando
          anunciaron a Napoleón que la ciudad estaba desierta, el emperador
          miró enfadado al portador de la noticia, le volvió la espalda y
          comentó: "Moscou deserte! Le coup de theatre avait rate".
          Tras lo cual, comenzó a inspeccionar las calles del plano de la
          ciudad, y dio una vuelta por los contornos hasta detenerse en la
          posada del barrio de Dorogomilov (III, III, 20). A las cuatro
          de la tarde, de ese 2 de septiembre, las tropas napoleónicas entraban
          en Moscú. A la cabeza marchaba un destacamento de húsares de Wurtemberg,
          junto a Murat. Y detrás, a caballo y rodeado de un gran séquito, iba
          el rey de Nápoles en persona (III, III, 26). 
          Desesperados
          los moscovitas de su suerte, los que quedaron decidieron concentrarse
          frente al palacio del gobernador Rastopchin, y un
          jefe de policía comunicó al conde que la muchedumbre deseaba verlo.
          Rastopchin se dirigió a una ventana trasera para ver a la multitud, y
          en general se percató que los descontentos gritaban algo sobre los
          traidores. "¡Eso
          es lo que han hecho de Rusia! ¡He aquí lo que han hecho de
          mí!", pensó Rastopchin, que concluyó: "Il leur
          faut une victime"
          (III, III, 25). 
          Inmediatamente,
          Rastopchin llamó al inspector de policía y le preguntó:
          "¿Qué hay de Vereschagin?". "Está en el
          zaguán", contestó el inspector. Acto seguido, y tras
          abrir rápidamente el balcón, el gobernador saludó a la multitud.
          Los gritos cesaron inmediatamente, y él les comunicó: "Muchachos,
          es hora de castigar al culpable de la pérdida de Moscú". Al
          punto, sacó al balcón a un joven vestido con chaquetón de piel de
          zorro, cubierto de un deteriorado paño azul, y viejos pantalones de
          presidiario, con cadenas dificultando sus vacilantes pasos. "Muchachos",
          dijo el alcalde, con voz solemne: "Éste es Vereschagin, el
          miserable a quien yo decreto la pena capital. Ha traicionado al zar y
          a la patria. Os lo entrego; haced con él lo que queráis, matadlo
          vosotros mismos" (III, III, 25). 
          Una
          oleada aún más fuerte recorrió la muchedumbre. "¡Fuera
          sables!", gritó el oficial a los dragones, desenvainando él
          mismo la espada. Y uno de
          los soldados, con el rostro alterado por la ira, golpeó a Vereschagin
          en la cabeza de plano, con el sable. "¡Oh, Dios mío!",
          exclamó tristemente alguien. Poco después, una nueva oleada, como el
          último golpe de mar que hunde la nave, avanzó desde filas
          posteriores, llegó hasta las primeras y arrastró a la multitud,
          tragándolo todo. La multitud empujaba desde todas partes, y la
          estampida se llevó a varios dragones por delante. Media hora
          después, los incendios y humaredas llenaban todo el centro de Moscú
          (III, III, 25). 
          La
          expansión de las tropas francesas por Moscú no llegó hasta la tarde
          del 2 de septiembre. Los dos últimos días habían conducido a Pierre
          a un estado próximo a la demencia, y un solo e incesante pensamiento
          se había adueñado de su ser. "Sí, yo solo he de hacerlo por
          todos, o perecer", pensaba. "Me acercaré y, de improviso...
          ¿Con pistola o puñal? Es lo mismo. No soy yo el que te castiga,
          diré, sino la mano de la Providencia", se imaginó Pierre, sobre
          las palabras que pronunciaría en el instante de dar muerte a
          Napoleón (III, III, 27). 
          Con
          la astucia propia de un loco, un tal Makar Alexeievich miró a un
          oficial francés que en ese momento pasaba por allí. "¡Al
          abordaje!", gritó, tratando de encontrar el gatillo. El oficial
          francés se volvió al grito, y en aquel instante Pierre se echó
          sobre el borracho, consiguió coger la pistola y la tiró, al mismo
          tiempo que Makar apretaba el gatillo. El disparo sonó atronador sobre
          el suelo, y todo se llenó de humo y olor a pólvora. El francés
          palideció y se echó hacia atrás, hacia la puerta. "Vous m'avez
          sauve la vie! Vous etes français", dijo el francés a Pierre,
          tras haber salvado éste la vida de M. Ramballe, capitaine de 13e leger
          (III, III, 28). 
          Ya
          avanzada la noche los dos recorrieron las calles de Moscú, en
          dirección a la casa del oficial francés. A la izquierda se advertía
          ya el resplandor del primer incendio, que se había declarado en la
          calle Petrovka. "¡Mirad qué llamas!", decía uno por la
          calle. "El incendio es en toda Moscú", decía otro. Nadie
          contestó, y cuando el oficial francés recibió en su casa a Pierre,
          éste creyó un deber insistir en que no era francés, y quiso
          retirarse. Pero el oficial francés no quería oír nada de eso, y
          nombró a Pierre "amigo de los franceses" (III, III, 29). 
    El
    día 3 de septiembre Pierre se despertó tarde. Le dolía la cabeza, le
    pesaba el traje con el que había dormido y el reloj señalaba las 11.
    Pierre se levantó, se frotó los ojos y vio la pistola con la culata
    tallada sobre la mesa. Pierre recordó lo que debía hacer aquel día.
    "¿Me habré retrasado? No, él probablemente no hará su entrada en
    Moscú antes de las 12", se dijo. Pero no se permitió pensar más lo
    que debía hacer, y salió cumplir su designio (III, III, 33). 
          El
          incendio, que con tanta indiferencia viera la víspera, se había
          extendido considerablemente. Moscú ardía ya en la calle Karietnaya,
          en Zamoskvorechye, Gostiny Dvor, Povarskaya, en las barcazas del
          Moskova y en el mercado de leña del puente Dorogomilov. Pierre se
          dirigió por varias callejas a la iglesia de San Nicolás, donde
          debía llevar a cabo su plan. Unos
          y otros miraban a Pierre con asombro, y éste notó que no se veía ni
          oía nada en derredor, sobre la llegada allí de Napoleón. Además,
          aunque nadie lo detuviera, le habría sido imposible cumplir sus
          propósitos, porque hacía ya más de 4 horas que Napoleón había
          entrado en el Kremlin por el barrio de Dorogomilov y el Arbat, y a
          esas horas ya debía estar fuera de Moscú (III, III, 33). 
          Amargado
          ante el fracaso de su patriótico plan, Pierre se entregó en cuerpo y
          alma a salvar a las gentes de los incendios y de los abusos de los
          franceses, y también a la bebida. Completamente borracho, Pierre
          recorría con este fin las calles de Moscú, en busca de presas
          francesas (III, III, 34). La patrulla francesa de vigilancia se
          puso entonces a detener a los merodeadores, y sobre todo a los
          incendiarios. La patrulla detuvo a 5 rusos sospechosos: un tendero,
          dos seminaristas, un mujik y un criado, así como a varios
          merodeadores. Pero entre los sospechosos, el más peligroso parecía
          Pierre. Cuando llegaron al caserón de la puerta de Zubovsky, donde
          estaba la prisión militar, lo encerraron incomunicado bajo severa
          vigilancia (III, III, 34). 
         
        f)
        Libro IV 
        f.1)
        Parte 1 
             
    El
26 de agosto, el mismo día de la batalla de Borodino, comenzó la llegada
    de noticias a San Petersburgo.
    Anna Scherer dedicó una
velada a leer una carta del soberano, pero la noticia del día fue la enfermedad de
la condesa Bezujova (Elena). En la sociedad se decía que la condesa estaba muy
    enferma, y el médico dijo que tenía angina de pecho. Al día
siguiente, se recibió un informe oficial de Kutuzov, que decía que los rusos
no retrocedían ni un solo paso, y que los franceses perdían mucho más que
    los rusos. No obstante, ese mismo día se recibe una noticia más impactante
    todavía: la muerte de
    Elena.
    Al tercer día del informe de Kutuzov, se difunde la noticia de la rendición de
Moscú ante los franceses, y que la ciudad había sido abandonada por el ejército,
    y está sumida en un terrorífico incendio: 
  
    En
    las altas esferas petersburguesas era encarnizada la lucha entre los
    partidarios de Rumiantsev, de los franceses, de la emperatriz Maria Ferdorovna,
    del príncipe heredero y de otros personajes, oscurecida por el zumbido de
    los zánganos cortesanos. No obstante, la vida de San Petersburgo seguía
    siendo tranquila y lujosa. Se celebraban las mismas fiestas, idénticos
    bailes y los espectáculos del teatro francés. Continuaban las mismas
    intrigas de las diversas cortes, y sólo en los círculos más elevados se
    esforzaban por comprender la difícil situación (IV, I, 1). 
    El
    26 de agosto, mismo día de la batalla de Borodino, Anna Scherer ofrecía
    una velada cuya atracción principal era la lectura de una carta de su eminencia
    escrita con ocasión de la imagen de San Sergio. El mismo príncipe Vasili
    Kuragin, que tenía fama de excelente lector, procedió a leer aquel
    documento: "Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a su Cristo. Que ese
    Goliat arrogante y audaz, llegado de Francia, rodee las tierras de Rusia con
    la muerte. La humilde fe, y la honda del David ruso, derribará la cabeza del
    orgullo sanguinario". "L’empereur renvoie les drapeaux
    autrichiens", dijo Bilibin, desarrugando la frente."C’est la
    route de Varsovie", dijo de pronto y en voz alta Hipolito (IV, I,
    1). 
    Pero
    la novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezujov. Unos días
    antes la condesa había caído repentinamente enferma, faltó a varias
    reuniones de las que era ornato, y corría la voz de que no recibía a nadie,
    y que en vez de los célebres doctores de San Petersburgo se había confiado
    a un médico italiano que la estaba tratando de una enfermedad de pecho con
    una medecin intime de la reine d'Espagne (IV, I, 1). 
    Al
    día siguiente, durante la acción de gracias en palacio para conmemorar el
    cumpleaños del emperador Alejandro, se avisó en la iglesia al príncipe
    Volkonsky que había llegado un parte de Kutuzov. Era el informe escrito por
    el Serenísimo en la aldea de Tatarinovo, el mismo día de la batalla. Kutuzov
    escribía que "los rusos no habían retrocedido ni un paso, que las
    pérdidas francesas eran superiores a las propias, y que escribía aquel
    informe en el campo de batalla y de forma precipitada, sin conocer aún los
    últimos datos" (IV, I, 2). 
    Aquel
    mismo día se difundió también otra terrible noticia: la condesa Elena Bejuzov
    había muerto repentinamente, fulminada por un ataque agudo de angine
    pectorale. Así pues, la conversación general giraba en torno a tres
    acontecimientos tristes: la falta de noticias del emperador, la muerte de
    Kutaisov y la de Elena (IV, I, 2). 
    Al
    tercer día después de haberse recibido el informe de Kutuzov, llegó a San
    Petersburgo un terrateniente de Moscú, y por toda la ciudad cundió la
    noticia de que Moscú había sido abandonada y ocupada por los franceses y
    que estaba sumida en una infinitud de incendios. "¡Esto espantoso!",
    "¡dónde está el emperador!", se oía por todas partes. El
    príncipe Vasili, que en ese momento recibía las visitas de condolencia por
    el fallecimiento de su hija, aseguraba que no se podía esperar otra cosa del
    sanguinario Kutuzov, y seguía hablando bien de los franceses (IV, I, 2). 
   
                 
    Mientras
        tanto, la  vida
        provinciana de los moscovitas
        seguía siendo la de exiliados. Nikolai (Rostov)
        es enviado a Voronezh a
comprar caballos,
        y toda la noche la pasa ocupado con una rubia de ojos azules, esposa de uno de los funcionarios
        provinciales. Cuando
        en una velada se menciona a la princesa Maria (Bolkonskaya), Nikolai experimenta un sentimiento que le resulta
incomprensible. La esposa del gobernador confirma que la princesa Maria sería una
pareja rentable para Nicolás, pero Nikolai
reflexiona sobre sus palabras y recuerda a Sonia. Reconoce que su madre le ha hablado de ella,
        como pareja rentable para pagar las deudas, pero que
        también está ahí Sonia,
con quien él se ha obligado por promesas. Invitado por Anna Malvintseva a su
        casa, Rostov se encuentra allí con Maria, cuyo rostro se transforma cuando ve a
        Nikolai. Rostov reconoce en ella su bondad, humildad, amor y sacrificio,
        y le cuenta la noticia de la herida de su hermano Andrei. Poco después,
        en su hotel de Voronezh, Nikolai recibe cartas de su madre y de
    Sonia. En la 1ª, la madre le cuenta la herida mortal de Andrei, y que Natasha y Sonia lo cuidan.
En la 2ª, Sonia dice que rechaza la promesa que hicieron, y deja libre a Nikolai
        para buscar otro amor.
Nikolai acompaña a la princesa Maria a
    Yaroslavl, y unos días después él mismo parte hacia el regimiento. Cuando
        la princesa Maria llega a Yaroslavl, recibe la triste noticia del
        empeoramiento de su hermano Andrei, y decide ir a verlo al puntual
        alojamiento de los Rostov (el monasterio de Troitsa). Natasha y Maria se vuelven más cercanas, y pasan
sus últimos días cerca del moribundo príncipe Andrei: 
  
    Cuando
    la mitad de Rusia estaba conquistada, y los habitantes de Moscú huían a
    provincias lejanas, y cuando se movilizaban continuas levas de milicias en
    defensa de la patria, se nos figura que todos los rusos se ocupaban sólo en
    salvar su patria, pero la realidad no fue así, pues la mayoría de las
    personas se deja guiar más bien por los propios intereses personales
    inmediatos (IV, I, 4). 
    Nikolai
    Rostov sí que era de los que tomaba parte directa en la defensa de la
    patria, sin perder el tiempo en ponerse a pensar. Así las cosas, cuando lo
    enviaron a comprar caballos para la división a Voronezh, recibió la
    noticia con gran placer. Lejos de los soldados, de los convoyes y de las
    sucias huellas de su campamento, Nikolai volvió a ver feliz las aldeas de
    los mujiks, campesinos, casas señoriales y estaciones de postas con sus
    encargados dormidos (IV, I, 4). 
    Al
    llegar a Voronezh, Nikolai se alojó en un hotel, y a la mañana siguiente
    fue a presentarse a las autoridades. Poco después, recorrió los 20 km que
    le separaban de la finca de un viejo propietario,
    antiguo oficial de caballería y dueño de una magnífica cuadra de caballos.
    Dos palabras bastaron para ultimar el negocio, y Nikolai compró, por 6.000
    rublos, 17 potros excelentes de aquel propietario (IV, I, 4). 
    Para
    la velada que esa noche ofrecía el gobernador. Nikolai se cambió de traje,
    se perfumó y llegó a casa del gobernador. Allí estaba reunida la mejor
    sociedad de Voronezh, y no pocas mujeres dispuestas al baile y a coquetear
    con él. Ekaterina Petrovna interpretó al clavicordio valses y escocesas,
    pero a quien prestó especial interés Nikolai fue a una dama rubia de ojos
    azules, esposa de un funcionario de la provincia, con quien empezó a
    intimar (IV, I, 4). 
    "¿Quieres
    que pida para ti la mano de la muchacha?", le dijo al punto la esposa
    del gobernador, que continuó: "Aunque yo prefiero a la princesa Maria.
    ¿Quieres?". "¡Oh, sí! Somos amigos", dijo sonrojado Nikolai,
    que al poco se dijo: "¿Qué tontería he dicho a la mujer del
    gobernador? Ahora tratará en serio de casarme. ¿Y Sonia?". Tras lo
    cual, dijo a la gobernadora: "La princesa Bolkonskaya y yo somos
    grandes amigos, desde que la conocí en unas extrañas circunstancias. E
    incluso mi madre avalaría dicho enlace. Pero yo ya estoy prometido"
    (IV, I, 5). 
    La
    gobernadora lo condujo hacia una anciana alta y gruesa, que acababa de
    terminar entonces su partida de cartas. Era la señora Anna Malvintseva, una
    viuda rica sin hijos, tía materna de la princesa Maria, que siempre había
    vivido en Voronezh. Cuando Rostov se acercó a ella, Anna pagaba lo perdido
    en el juego, y mirándolo le dijo: "Me alegro de conocerle, querido",
    tendiéndole la mano. "Lo espero en mi casa" (IV, I, 5). 
    Cuando
    Rostov entró en casa de la señora Malvintseva, la princesa Maria dejó al
    visitante tiempo de saludar a su tía. Cuando más tarde bajó a saludarlo,
    sus ojos brillantes encontraron los de Nikolai, y con un movimiento
    impregnado de dignidad y gracia, y una sonrisa alegre, la princesa se
    acercó, le tendió su mano fina y delicada y dejó salir de su voz notas
    profundamente femeninas. Mademoiselle Bourienne miró perpleja a la princesa
    Maria, pues la coqueta más experta no habría actuado mejor. "O es que
    el color negro le sienta muy bien, o ha embellecido sin que yo me dé
    cuenta", pensó mademoiselle Bourienne, que al punto dijo: "¡Qué
    tacto, qué gracia!". Nikolai
    y Maria hablaron de la guerra, se refirieron a su anterior encuentro
    y, por último, sacaron el tema de Andrei, hermano de Maria, de cuya grave
    herida Nikolai creyó conveniente informar a la princesa (IV, I, 6). 
    Rostov
    empezó a encontrarse en Voronezh a disgusto y aburrido, al tiempo que se
    daba prisa en concluir la compra de caballos. Estando en su habitación de
    hotel, llamó a su puerta Lavruska, al tiempo que decía: "El correo ha
    traído cartas para usted". Nikolai tomó las cartas, una de su madre y
    otra de Sonia. "¡No, esto no puede ser!", exclamó en voz alta, incapaz
    de permanecer sentado y paseando por la habitación sin dejar de leer la
    carta de Sonia: "Me resulta penoso pensar que pueda ser causa de
    disgustos en la familia que tanto me ha protegido. Le ruego, Nikolai, que se
    considere libre de mí, y que sepa que, a pesar de todo, nadie lo amará
    más que su Sonia". La
    condesa le contaba los últimos días en Moscú, la partida y la pérdida de
    todos los bienes. Añadía que el príncipe Andrei estaba malherido con
    ellos, y que Sonia y Natasha lo cuidaban como verdaderas enfermeras (IV,
    I, 7). 
    Al
    día siguiente, Nikolai visitó a la princesa Maria y le mostró la carta de
    su madre. Ninguno de los dos hizo la menor alusión al sentido que pudieran
    tener las palabras "Natasha lo cuida", pero, gracias a esa carta,
    entre Nikolai y la princesa María se establecieron unas relaciones casi
    familiares. Al día siguiente, Nikolai acompañó a la princesa hasta
    Yaroslavl, y poco después salía para incorporarse a su regimiento (IV,
    I, 7). 
    Los
    Rostov se habían establecido en el monasterio de Troitsa, en una
    hospedería que les había reservado 3 amplias habitaciones, una de ellas
    destinada al príncipe Andrei, que se encontraba muy mejorado aquel día. En
    el cuarto vecino se hallaban los condes conversando respetuosamente con el
    abad, quien había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores.
    Sonia dormía con Natasha en la otra habitación, pero vivía atormentada
    por conocer la conversación entre Natasha y Andrei. "¡Oh, Natasha!",
    casi gritó Sonia, sujetando por el brazo a su prima. "¿Qué? ¿Qué
    sucede?", preguntó Natasha. "Está echado en la cama, levantando
    el dedo a cada detalle. Ha cerrado los ojos y se ha cubierto con una colcha,
    con los brazos cruzados", explicó aceleradamente Sonia. "Escribe
    rápida a Nikolai, para que avise a la princesa Maria y la haga venir cuanto
    antes", le espetó Natasha, contrariada y nerviosa (IV, I, 8) 
   
                 
    Mientras
tanto, la situación
        en Moscú
        se hace desesperada. Pierre continúa encarcelado por los franceses, con
        el agravante de que todos los rusos que están con él son de rango
        inferior. Los días
previos al segundo interrogatorio (8 de septiembre) fueron los más difíciles
en la vida de Pierre. En éste, Pierre es interrogado por el mariscal Davout, y condenado
a muerte por haber causado el incendio de Moscú (de hecho, el
        mismo Pierre presencia la ejecución de los acusados del incendio de
        Devitchye Polye).
        Por destinos de la Providencia, Pierre es indultado, y llevado al cuartel donde
        acababan yendo los
prisioneros rusos de guerra. Allí Pierre conoce al soldado Platon Karataev, un
        campesino agradable y espontáneo que trata de ocupar el tiempo
        con canciones y tertulias animadas, y que lo único que sabe de memoria es la oración: 
  
    Al
    llegar al cuerpo de guardia, el oficial y los soldados que habían detenido
    a Pierre lo trataron con hostilidad. Aún dudaban de quién se trataba (tal
    vez fuera un personaje importante), y la actitud belicosa que adoptaron se
    debía a su reciente forcejeo con él en la calle. Al día siguiente, Pierre
    se dio cuenta de que los detenidos (y él) serían juzgados como
    incendiarios. Al tercer día de prisión lo trasladaron con los otros ante
    varios franceses con brazalete. Preguntaron a los detenidos quiénes eran,
    dónde habían estado y por qué, y era evidente que todas las respuestas los
    conducirían a la culpabilidad. Aquellos primeros días, hasta el 8 de
    septiembre, fecha del segundo interrogatorio, fueron los más penosos para
    Pierre (IV, I, 9). 
    El
    8 de septiembre llegó a los prisioneros un oficial francés muy importante,
    a juzgar por las muestras de respeto con que lo saludaron los centinelas.
    Ese oficial, probablemente del estado mayor, pasó lista a los detenidos.
    Pasada una hora, llegó una compañía de soldados que condujo a Pierre y a
    los otros 13 detenidos al campo de Devitchye Polye. Pierre recordó que era
    domingo y fiesta de la Natividad de la Virgen (IV, I, 10). 
    "¿Qui
    etes vous?", le preguntó el alto general francés. Pierre calló,
    intuyendo que Davout no era un simple general francés más, sino un hombre
    famoso por su crueldad. En aquel instante entró en el despacho el ayudante
    de campo, que algo dijo a Davout. La noticia pareció alegrarlo, y comenzó
    a abrocharse la guerrera, olvidando completamente a Pierre. Cuando el
    ayudante le recordó la presencia del prisionero, Davout frunció el ceño e
    hizo un movimiento de cabeza indicando que se lo podían llevar. Pierre
    ignoraba adónde, si a la barraca o al sitio de ejecución (IV, I, 10). 
    Llevaron
    a los presos al campo de Devitchye Polye, y los ataron a un poste por orden
    de lista. Detrás del poste se abría una zanja, con la tierra recién
    removida. Enfrente de ellos, los soldados de Bonaparte formaban una alargada
    fila, con sus capotes azules. "Tirailleurs du 86°, en avant!",
    gritó alguien. Se llevaron solamente hasta el 5º prisionero, el que hacía
    pareja con Pierre, quien no comprendió que se había salvado, y a los
    demás se los habían llevado para su ejecución. Los 24 tiradores, con sus
    fusiles descargados, se incorporaron a paso ligero a sus puestos, y Pierre
    volvió la cabeza para no ver aquello. De pronto sonó una atronadora
    descarga, y todo apareció cubierto de humo, y el suelo lleno de presos
    rusos ajusticiados (IV, I, 11). 
    Después
    de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo
    condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, y lo metieron
    en una de ellas, junto al resto de prisioneros de guerra (IV, I, 12). "¿Lo
    ha pasado usted mal, señor?", dijo al cabo de un rato un hombrecillo,
    que continuó diciendo, como suelen hacer las viejas campesinas rusas:
    "No te aflijas, palomo, pues el sufrimiento es corto y la vida
    larga. Así es, amigo. Los hay malos y los hay buenos". Y mientras
    hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, sacó una navaja, partió la
    patata en dos, le echó sal (que traía en el trapo) y se la ofreció a
    Pierre. "Y
    tú, ¿quién eres?", preguntó Pierre, terminando de comer la patata.
    "Soy del regimiento de Apsheron, y estaba con otros 20 en el hospital
    cuando nos cogieron. Me llamo Platon Karataev, y aquí estoy según la
    voluntad de Dios, porque nadie puede escapar a la pobreza o a la
    cárcel". Tras lo cual, aquel hombrecillo contó una larga
    historia de cómo un buen día fue a un bosque vecino para cortar leña, y
    el guardabosques lo sorprendió en plena faena, y lo azotaron y condenaron a
    servir en el ejército
    (IV, I, 12). 
   
        f.2)
        Partes 2, 3 y 4 
             
    Tolstoi
    termina de exponer el  curso de las batallas napoleónicas en
    Rusia (la retirada francesa ordenada por Napoleón, por sus frentes abiertos
    en otras partes de Europa), y ofrece una reflexión sobre los méritos de
Kutuzov, sobre por qué Napoleón no logró consolidar la Moscú ocupada y sobre
    su inesperada decisión de retirada: 
        
    La
    retirada de los franceses de Moscú comenzó la noche del 6 al 7 de octubre.
    Desmontaban cocinas y barracas, cargaban los carros y las tropas y convoyes
    se ponían en movimiento (IV, II, 13). En los primeros días de
    octubre un nuevo parlamentario de Napoleón entregaba a Kutuzov una carta con
    propuestas de paz. Estaba falsamente fechada en Moscú, puesto que Napoleón
    se encontraba entonces en el viejo camino de Kaluga, encaminándose hacia el
    emperador ruso. Kutuzov contestó lo mismo que a la propuesta traída por
    Lauriston, y se limitó a decir que de paz no se podía hablar. Poco
    después, Dolojov mandaba una partida de guerrilleros a la izquierda de Tarutino,
    y allí conseguía una fácil victoria (IV, II, 15). 
    A
    partir de ese momento, y hasta el término de la campaña, toda la
    actuación de Kutuzov se redujo a emplear cuantos medios tenía a su alcance
    (la autoridad, la astucia, las súplicas) para contener a sus tropas de
    ofensivas, de choques y de maniobras inútiles, contra un enemigo ya
    moribundo. Los soldados que hasta entonces habían formado el ejército
    napoleónico corrían ahora a la desbandada con sus jefes, recorriendo miles
    de kilómetros a pie hacia su tierra francesa (IV, II, 18). 
          La
          razón humana no puede comprender el conjunto de las causas que
          originan cada fenómeno, pero la necesidad de conocerlas es inherente
          a la naturaleza del hombre. Así, sobre el avance de los pueblos de
          Occidente hacia Oriente no existió una única causa o acontecimiento,
          sino que existieron leyes que fueron gobernando los acontecimientos
          (IV, II, 1). 
          Respecto
          al porqué Napoleón no consiguió sus objetivos, tras su
          victoria de Borodino y ocupación de Moscú, el episodio fundamental
          de la guerra no fue el incendio de la ciudad, sino que vino mucho
          antes, con la providencial decisión del general Kutuzov de pasar el
          ejército ruso del camino de Riazan al de Kaluga, y desde allí al
          campo de Tarutino, denominada como la marcha oblicua de Krasnya Pajra
          (IV, II, 1). Es decir, que el ejército ruso, retrocediendo siempre
          en sentido contrario al de la invasión, una vez que el avance de los
          franceses hubo cesado, se apartó de la línea recta seguida al
          principio y, al no sentirse perseguido, se dirigió (como era natural)
          hacia donde abundaban las provisiones (IV, II, 2). 
          Hubo
          también otro fenómeno que explica el devenir ruso en la guerra, que
          nada tuvo que ver con Rusia ni Francia, sino con una de esas
          desviaciones de las reglas de la guerra que se llama "acción
          humana aislada", en este caso de hombres aislados contra masas
          compactas. Es lo que le ocurrió desventuradamente a Napoleón aquel
          1812, tanto por parte los ciudadanos de España como por parte de los
          rusos, al mismo tiempo, en sus respectivas patrias (IV, III, 2). 
         
                 
    Sobre
        el devenir
        de los personajes,
        nos dice Tolstoi que Pierre pasó 4 semanas en
    cautiverio, mientras que Karataev recibió un
disparo de un guardia francés. Sobre
        Petia
    (Rostov), nos dice Tolstoi que, tras alistarse en su batallón y participar
        en la batalla de Viazma, por orden de Kutuzov acabó en el destacamento de
    Denisov, y que en un ataque de éste y Dolojov a un convoy francés, muere en la batalla,
        así como Pierre es liberado junto al resto de prisioneros rusos. Natasha
    (Rostova) y Maria (Bolkonskaya) están pasando por un momento difícil con la muerte de Andrei
        (Bolkonsky), a lo que se suma la noticia de la muerte de Petia (Rostov). La condesa
Rostova cae en la desesperación, y de una mujer fresca y alegre de 50 años
se convierte en una anciana. Natasha cuida constantemente de su madre, trata de encontrar
    sentido a su vida (tras la muerte de su amante) y ella misma se debilita tanto física como mentalmente.
    Las pérdidas acercan a Natasha y a Maria. Al final, ante la insistencia del
    conde Rostov, todos regresan juntos a Moscú: 
        
          Pierre
          llevaba 4 semanas detenido, y el 6 de octubre, muy de mañana, salió
          de la barraca y se detuvo junto a la puerta para jugar con la larga
          perrita violácea, de patas cortas y torcidas, que saltaba en torno a
          él. Durante ese tiempo había cambiado mucho físicamente. No estaba
          tan grueso, aunque seguía siendo fuerte y robusto. Barba y bigote le
          cubrían la parte inferior del rostro, y los largos y revueltos
          cabellos, llenos de piojos, se rizaban ahora en su cabeza formando una
          especie de gorra. Sus ojos nunca habían tenido expresión tan firme,
          serena y enérgica. "Si l'on marchait par un temps comme celuila",
          comenzó a decirle un cabo francés, tras lo cual Pierre le hizo
          algunas preguntas sobre lo que se decía de la campaña. El cabo
          contó que casi todas las tropas iban a partir de Moscú, y que aquel
          día se esperaba la orden referente a los prisioneros (IV, II, 11). 
          Una
          semana antes, los franceses habían recibido tela y cuero y encargaron
          a los prisioneros que les hicieran botas y camisas. "Lo prometido
          es deuda", dijo Platón, sonriendo, mientras desdoblaba la camisa
          que había hecho y decía: "Te dije que estaría para el viernes,
          y aquí la tienes. Te sienta perfectamente". El francés se
          dedicó a mirar su camisa y a examinar las costuras. "Merci,
          merci, mon vieux, le reste", repitió el francés sonriente, al
          tiempo que continuaba: "Mais le reste...". Entonces, sacó una
          pistola y disparó a Karataev (IV, II, 11). 
          Un
          convoy francés había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikulino
          rumbo a la de Shamshevo. A la izquierda había grandes bosques, que a
          veces llegaban al borde mismo del camino y otras se separaban más de
          un kilómetro. Ya internándose en la espesura, ya apareciendo en sus
          lindes, Denisov avanzó durante todo el día con sus hombres sin
          perder de vista a los franceses. Por la mañana, no lejos de Mikulino,
          en un lugar donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos de Denisov
          se habían apoderado de 2 furgones franceses atascados en el barro
          (IV, III, 3). Junto
          a él iba Petia Rostov, portándose en todo momento como correspondía
          a un adulto y a un oficial (IV, III, 4). 
          En
          efecto, al
          salir de Moscú dejando a su familia, Petia se había incorporado a su
          regimiento, y al poco tiempo fue nombrado oficial de ordenanza. Desde
          entonces, había participado en la batalla de Viazma, y se encontraba
          en un estado feliz de alegre excitación. Cuando el 21 de octubre
          Kutuzov expresó su deseo de enviar a alguien al destacamento de Denisov,
          Petia solicitó aquella misión, y el general no pudo negárselo
          (IV, III, 7). 
          Volviendo
          al asalto al convoy francés, tras la acción llevada a cabo por los
          cosacos sonó
          una descarga. Silbaron unas balas vacías en el aire y otras acertaron
          en el blanco. Los cosacos y Dolojov irrumpieron en la acción, y
          detrás de ellos Petia. En medio de la humareda, algunos franceses
          arrojaban sus armas, otros salían de entre los arbustos hacia los
          cosacos, y otros huían cuesta abajo, en dirección al estanque. Petia
          cayó entonces de su caballo, pesadamente y sobre la tierra húmeda.
          Cuando los cosacos se acercaron para socorrerlo, vieron cómo Petia
          estremecía sus brazos y piernas, aunque mantenía inmóvil su cabeza,
          pues una bala la había atravesado. "¡Está acabado!", dijo
          frunciendo el ceño Dolojov. "¿Muerto?", gritó Denisov, al
          ver a lo lejos el cuerpo de Petia sin vida (IV, III, 11). 
          Dolojov
          gritó a Denisov que la operación estaba acabada, que no harían
          prisioneros franceses y que rescataran tan sólo a los prisioneros
          rusos que iban en la caravana francesa. Entre los prisioneros rusos
          liberados estaba Pierre Bezujov (IV, III, 11), del cual nadie
          sabía desde el abandono de Moscú de las tropas francesas (IV,
          III, 12). Pierre
          llegó a Moscú a fines de enero, y se instaló en un pabellón que se
          conservó intacto en su casa, con el propósito de salir al tercer
          día para San Petersburgo. Todos festejaban la victoria, y la vida
          bullía en la arruinada capital, que poco a poco iba renaciendo. Todos
          se alegraban de ver a Pierre, y deseaban hablar con él y conocer lo
          que había vivido y visto (IV, IV, 15). 
          Natasha
          y la princesa Maria sintieron por igual la muerte del príncipe Andrei.
          Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver suspendida sobre
          ellas la espantosa nube de la muerte, y no se atrevían a mirar la
          vida frente a frente (IV, IV, 1). 
          A
          fines de diciembre, vestida de lana negra y con el rostro
          enflaquecido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, y
          una pierna le temblaba casi imperceptiblemente. Rápidamente, sin
          precauciones y con aire asustado, entró la doncella Duniasha
          gritando: "Pronto, venga usted", con una expresión de susto
          en el rostro. "Vaya a ver a su padre. Piotr Ilich…Pe, Petia...
          una carta", dijo sollozando (IV, IV, 1). 
          La
          condesa, tumbada en un sillón, y contraída de manera extraña e
          incómoda, golpeaba su cabeza contra la pared. Sonia y varias
          doncellas la sujetaban por el brazo. "Es mentira, es mentira, él
          miente", gritaba. "¡Marchaos todos, es mentira! ¡Que lo
          han matado! ¡Es mentira!". Natasha apoyó una rodilla en la
          butaca, se inclinó hacia su madre, la abrazó y volvió hacia sí el
          rostro de su madre, al tiempo que le decía: "¡Mamita!
          ¡Cariño! ¡Estoy aquí, mamá, querida mía!", besándole la
          cabeza y sintiendo correr las lágrimas a raudales (IV, IV, 2). 
          La
          herida en el corazón de la madre no podía cicatrizar. La muerte de
          Petia se llevó la mitad de su vida. Al mes de recibida la noticia,
          aquella mujer, hasta entonces enérgica a sus 50 años, salió de su
          habitación convertida en una vieja medio muerta. Y la misma herida
          hizo envejecer a la joven Natasha, la cual creía por terminada su
          vida (IV, IV, 3). 
          Si
          los últimos días del príncipe Andrei habían acercado a la princesa
          Maria a Natasha, esta nueva desgracia las unió todavía más. La
          princesa, que había retrasado su marcha, cuidó durante 3 semanas a
          Natasha como si fuera una niña enferma. Se besaban sin cesar, se
          decían palabras cariñosas, pasaban juntas la mayor parte del tiempo.
          Si una de ellas salía, la otra se quedaba inquieta y la buscaba sin
          tardanza, y juntas estaban más de acuerdo que solas (IV, IV, 3). 
          A
          finales de enero, el conde Rostov insistió en volver a Moscú, entre
          otras cosas para que la princesa Maria acompañara a Natasha y a la
          condesa Natalia a consultar a los médicos (IV, IV, 3). 
         
        g)
        Epílogo 
        g.1)
        Parte 1 
             
    Han
    pasado 7 años, tras los trágicos acontecimientos de 1812, y Tolstoi nos
    ofrece un análisis
    de los acontecimientos,
    deteniéndose especialmente en la figura de
Alejandro I. En líneas generales, nos viene a decir que el objetivo (ruso) se logró, y que tras la última
    batalla de
    1815 Alejandro alcanzó la cima de la gloria: 
        
          Transcurrieron
          7 años después de 1812, y el agitado mar de la historia de Europa
          había vuelto a sus cauces. Parecía apaciguado, pero las fuerzas
          misteriosas que movían a la humanidad proseguían su acción. Y aunque
          la superficie del mar pareciera inmóvil, la humanidad avanzaba sin
          descanso, como el movimiento del tiempo. Se formaban y descomponían
          engarces humanos, se formaban y disgregaban los estados, y los
          desplazamientos de los pueblos continuaban su desarrollo (V, I,
          1). 
          A
          juzgar por los relatos, Rusia vivió también en aquel tiempo una
          reacción, de la que el principal responsable fue Alejandro I. A
          Alejandro se le reprocha que, como persona colocada en el
          peldaño más alto posible del poder, en él convergieran las fuertes
          influencias de la intriga, las mentiras, las lisonjas y la
          autosuficiencia, como algo inseparable del poder. También se le
          reprocha que se hubiera forjado una idea errónea sobre el bien de los
          pueblos, sobre todo cuando al principio se alió con las reformas
          liberales de los franceses. Pero supongamos que Alejandro I hubiera
          podido hacerlo todo de otra manera. ¿Hubiera servido para algo?
          (V, I, 1). 
          Si
          la finalidad de la guerra era la grandeza de Rusia, este objetivo pudo
          haberse logrado sin todas las guerras que ocurrieron y sin la
          invasión francesa. Si el fin era la grandeza de Francia, éste pudo
          haberse conseguido sin la revolución y sin el Imperio. Y si se
          trataba de propagar ideas, la imprenta lo habría hecho mil veces
          mejor que los soldados. Entonces, ¿por qué ha sucedido así, y no de
          otro modo? La historia nos contesta: "La casualidad crea una
          situación, y el genio la utiliza". Pero ¿qué es la casualidad?
          ¿Qué es el genio? (V, I, 2). 
          Terminado
          un drama, y después de quitar sus vestiduras al actor, el director de
          escena es el que vence, y en este caso fue el zar Alejandro, al
          devolver el movimiento que le venía en su dirección contraria; es
          decir, del oriente a occidente. "¡Fijaos en quién creíais!",
          "¡Aquí está!", "¿Os convencéis ahora de que era yo
          quien os movía y no él?". Es lo que queda tras una guerra,
          aunque los hombres lo tarden en comprender. Sobre todo una vez conseguida
          ésta, tras la última batalla de 1815, en que Alejandro subió a la
          cumbre del poder. Ahora bien, ¿qué uso hará de él? Porque
          cualquier guarda podrá detenerlo, y siempre habrá otro hombre
          dispuesto a justificar una última acción (V, I, 4) 
         
                 
    Respecto
    al devenir
    de los personajes,
    Pierre (Bezujov) se casa con Natasha
    (Rostova) en 1813, se van a vivir ambos a San Petersburgo y desde allí
        ayudan (con 30.000 rublos) a saldar las deudas de los Rostov.
    Tras
la muerte del conde Rostov, y viudez de la condesa Rostov, su hijo Nikolai (Rostov) se da cuenta de que la herencia que
    recibe
se compone de deudas que duplican las expectativas más
negativas. Familiares y amigos piden a Nikolai que renuncie a la herencia, pero
    él acepta la herencia con todas las deudas, haciendo lo imposible para
        saldarlas. Por su parte, Sonia se ocupa de la casa y de mantener unida a
        la familia Rostov: 
        
          Los
          sucesos del año anterior, el incendio y abandono de Moscú, la muerte
          del príncipe Andrei, la desesperación de Natasha, la muerte de Petia,
          el dolor de la condesa, todo ello, golpe tras golpe, se abatió sobre
          la cabeza del viejo conde Rostov, que parecía no comprender la
          importancia de los acontecimientos (V, I, 5). 
          El
          casamiento de Natasha con Pierre Bezujov en 1813 fue el último
          acontecimiento feliz en la antigua familia Rostov. Aquel mismo año
          moría el viejo conde Ilia Rostov y, como sucede siempre, la familia
          se desmoronó (V, I, 5). 
          Nikolai
          estaba en París, con las tropas rusas, cuando recibió la noticia de
          la muerte de su padre. Inmediatamente pidió la baja en el ejército
          y, sin esperarla, solicitó un permiso y regresó a Moscú. Un mes
          después de la muerte del conde, la enorme suma de las deudas se
          elevaban al doble de los bienes. Parientes y amigos aconsejaban a
          Nikolai que renunciara a la herencia, pero él aceptó la herencia
          paterna con la obligación de pagar las deudas. Los acreedores
          acudieron todos a los tribunales, y Nikolai vendió a bajo precio y en
          subasta pública los bienes, así como aceptó 30.000 rublos que le
          ofrecía su cuñado Bezujov y decidió a buscar un empleo (V, I,
          5). 
          Sonia
          se ocupaba de la casa Rostov, cuidaba de su tía, le leía en voz
          alta, sufría sus caprichos e animadversión y ayudaba a Nikolai a
          ocultar ante la condesa la situación de pobreza en que se hallaban
          (V, I, 5). 
         
             
    Con la llegada del invierno de 1813, la princesa
    Maria (Bolkonskaya) llega a Moscú, y el primer
encuentro con Nikolai es seco, y por eso decide no visitar más a los Rostov. “¿Por qué, conde, por qué?”,
    pregunta la princesa al conde, tras lo cual empieza a llorar y se dispone a
    salir de su casa, y surge el chispazo: 
        
          A
          principios de invierno llegó a Moscú la princesa Maria. Por los
          chismes de la ciudad conoció la situación de los Rostov, y supo que
          "el hijo se sacrificaba por su madre", como todos decían.
          "No esperaba otra cosa de él", se dijo la princesa,
          dándose cuenta con alegría de que eso confirmaba su amor por Nikolai
          (V, I, 6). 
          En
          una visita que hizo la princesa Maria a la casa de los Rostov, Nikolai
          fue el primero en recibirla, puesto que para entrar en la habitación
          de la condesa debía pasar por la suya. El rostro de Nikolai, al ver a
          Maria, en vez de expresar la alegría que la princesa esperaba,
          manifestó una frialdad que ella nunca había conocido en él. Nikolai
          preguntó por su salud, y la acompañó a la habitación de su madre.
          Cuando la princesa Maria se despidió de la condesa, Nikolai la
          acompañó a la antesala sin decir una sola palabra a las
          observaciones que ésta le hacía, con una mirada que parecía decir
          "¿Qué te importa? ¡Déjanos tranquilos!". "No podía
          esperar otra cosa. A él ya nada le importo", pensó para sí
          Maria, tras lo cual Nikolai exclamó: "¡Princesa! ¡Maria!
          ¡Espere, por Dios!", tratando de sujetarla. Ella se volvió, y durante
          unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Lo que
          parecía tan lejano e imposible hacía 5 minutos, ahora se hacía
          posible e inevitable (V, I, 6). 
         
             
    Nikolai
    (Rostov) se casa con la princesa
    Maria (Bolkonskaya) en el otoño
de 1814, y se establecen en la finca de Montes Calvos (junto a Sonia y la
    condesa Rostova). Durante 6 años, y tan sólo a través de su honrado
    trabajo, Nikolai va pagando todas sus deudas con los acreedores, y se convierte en un buen caballero y propietario. En el futuro, intentará
utilizar todas sus fuerzas para recomprar sus bienes personales, que fueron
vendidos inmediatamente a la muerte de su padre: 
        
          En
          el otoño de 1814 se casaron Nikolai y la princesa Maria, y se
          establecieron en Lisie-Gori, adonde Nikolai llevó a su madre y a
          Sonia. En 3 años, sin tocar los bienes de su mujer, Nikolai pagó
          todas las deudas restantes, y con la pequeña herencia de una prima
          suya pudo devolver a Pierre el dinero que le había prestado. Unos 3
          años más tarde, en 1820, Nikolai compró una pequeña finca próxima
          a Lisie-Gori, y empezó a restaurar la suya de Otradnoye, que era su
          máxima ilusión. Su ocupación favorita era las fincas, y a ellas se
          dedicó como propietario. No le gustaban las innovaciones, sobre todo
          las introducidas en Inglaterra (entonces de moda), y se burlaba del
          nitrógeno y oxígeno que se hallaba en la tierra o el aire. "El
          mejor instrumento es el mujik, el único que hay que cuidar", se
          decía, exclamando cuando se enfadaba: "¡Este pueblo
          ruso!", echando la culpa a los mujiks. Pero la verdad era que
          amaba con toda su alma a ese pueblo ruso, y su modo de vivir (V, I,
          7). El otoño lo dedicaba Nikolai a la caza, ausentándose por 1 ó
          2 meses con sus jaurías y monteros. En el invierno visitaba otras
          aldeas y se dedicaba a la lectura. En su biblioteca abundaban, sobre
          todo, los libros de historia, que adquiría cada año por una
          determinada suma (V, I, 8). 
          Nikolai
          vivía en muy buena armonía con su esposa Maria, salvo algunos
          instantes fugaces de animosidad, sobre todo durante los embarazos de la
          condesa Maria (V, I, 9). 
          La
          condesa Rostova se mostraba celosa de ese amor de su hijo, y le dolía
          no poder compartirlo. Pero sobre todo le resultaba imposible
          comprender las alegrías y amarguras que le causaba ese mundo tan ajeno
          a ella (V, I, 7). 
          Desde
          el matrimonio de Nikolai, Sonia vivía en su casa. Antes de la boda,
          Nikolai había contado a Maria sus antiguas relaciones y le había
          pedido que fuese cariñosa y buena con su prima. La condesa Maria
          comprendía la culpa de su marido, y nada tenía que reprochar a Sonia.
          Pero no deseaba verlos a solas, y en su alma mantenía a menudo malos
          resentimientos hacia ella, que no lograba vencer (V, I, 8). 
         
                 
    En
1820, Natasha (Rostova) ya tenía 3 hijas y 1 hijo. Ya no había ese fuego de
renacimiento en su rostro, pero en ella seguía viéndose una mujer fuerte, hermosa y fértil. A
Rostova no le gusta ya la sociedad, y no vuelve a aparecer por ella. El 5
        diciembre 1820 todos se reúnen en casa de Nikolai (Rostov), en Montes
        Calvos, incluidos los viejos amigos como Denisov. Todos esperan la
        llegada de Pierre, que a su llegada comienza a describir la vida en una
        y otra familia, la vida en mundos completamente diferentes, las
        conversaciones entre maridos y mujeres, la comunicación con los niños
        y los sueños de los personajes: 
        
          Natasha
          se había casado con Pierre en la primavera de 1813, y en 1820 tenía
          ya 3 hijas y 1 hijo muy deseado, a quien ella misma criaba (V, I,
          10). Pero era difícil reconocer en ella a la inquieta y revoltosa
          Natasha de antes. Los rasgos de su cara se habían determinado, y
          expresaban reposo y fortaleza. Pero su rostro no tenía ya aquella
          animación y atractivo de antes, y apenas traslucía el estado de su
          alma. Se la veía una hembra hermosa y fecunda, pero raras veces se
          encendía en ella el antiguo fuego. Además, había dejado por
          completo de frecuentar la vida social (V, I, 10). 
          Era
          el 5 de diciembre de 1820, víspera de la fiesta de San Nicolás.
          Natasha, su marido y los niños estaban en casa de Nikolai desde
          principios de otoño. Pierre estaba en San Petersburgo por asuntos
          particulares, y ese día también pasó a saludarlos el general
          retirado Denisov, gracias
          al cual la conversación se hizo más general y animada (V, I, 9). 
          Cuando
          los pequeños de Natasha y las pequeñas de Maria empezaron a
          revolotear por la mesa de los mayores, la condesa Rostova entró en la
          sala y dijo: "Alguien ha venido". "Estoy segura que es
          Pierre", respondió Natasha. En efecto, era Pierre quien llamaba
          a la puerta, con su corpulento cuerpo y una sonrisa que iluminó la
          sala. Era de ver su alegría, pero se llevó una reprimenda, y una
          tremenda bronca de su esposa Natasha, por el retraso (V, I, 9). 
          Una
          vez instalado su corpachón en la mesa, Pierre
          contó la carta que recibido del príncipe Fiodor, que lo había
          convocado a San Petersburgo para discutir importantes cuestiones
          relacionadas con Bezujov. También recordó todos los sufrimientos
          pasados durante sus semanas de cautiverio en el campo de prisioneros,
          y se reprochó a sí mismo no poder haber hecho nada en la muerte de
          Petia. Denisov escuchaba entusiasmado, pero Natasha contestó:
          "¿Estás ya satisfecho? ¿Te has divertido? Podías pensar por
          lo menos en los niños, pues yo estoy criando y la leche se me ha
          estropeado" (V, I, 11). El regreso de Pierre fue un motivo
          de alegría general, y así se reflejó en todos. Los criados, que
          suelen ser los mejores jueces de sus amos, se alegraron de la llegada
          de Pierre (V, I, 12). 
         
        g.2)
        Parte 2 
             
    Tolstoi
    analiza las relaciones de causa y efecto entre los acontecimientos que
tuvieron lugar en la  arena política
    de 1805 a 1812, y también
realiza un análisis comparativo del movimiento a gran escala “de Occidente a
Oriente y de Oriente a Oeste: 
        
          El
          objeto de la historia es la vida de los pueblos y de los hombres. Pero
          es imposible abarcar y describir con palabras la vida, no ya de la
          humanidad entera, sino de un solo pueblo (V, II, 1). 
          En
          1789 se producía en París un movimiento insurreccional. Ese
          movimiento creció, y se extendió hacia el Oriente. En 1812 ese
          movimiento llegó a su límite máximo, Moscú, y allí chocó. Con
          asombrosa simetría se produjo entonces el movimiento contrario, de
          Oriente a Occidente, arrastrando con él a todos los pueblos
          intermedios, hasta que la marcha inversa alcanzó su punto máximo en
          su punto inicial, París, y allí se detuvo hasta que se resolvió
          (V, II, 1). 
         
             
    En cuanto al análisis sobre los
    comportamientos
    individuales,
    de emperadores,
comandantes y generales, Tolstoi plantea cuestiones sobre la
voluntad y la necesidad, el genio y el azar, e intenta demostrar las
contradicciones en los análisis históricos de las guerras, así como en las
    elaboraciones de las leyes estatales de los humanos: 
        
          Luis
          XIV era un hombre muy orgulloso y soberbio, que se entretuvo en estas
          o aquellas amantes, en tales o cuales ministros, y gobernó mal a
          Francia. Sus herederos fueron hombres igualmente débiles, e
          igualmente gobernaron mal su país, entre estos o aquellos favoritos,
          entre tales o cuales amantes. Algunos de esa época se decidieron a
          escribir libros, y a finales del siglo XVIII se reunió en París una
          veintena de personas que comenzaron a decir que todos los hombres eran
          iguales y libres. Por tal motivo, en toda Francia decidieron matarse
          unos a otros (V, II, 1). 
          En
          aquel mismo tiempo surgió en Francia un hombre genial: Napoleón, que
          siempre venció a todos. Es decir, que mató a mucha gente. Porque era
          muy genial, dicho hombre marchó a matar africanos no se sabe por qué,
          y a su vuelta hizo que todos le obedecieran en Francia (V, II, 1).
          Por entonces reinaba en Rusia el emperador Alejandro, el cual le
          opuso resistencia en 1805, estableció lazos con él en 1807, y se
          volvió a enemistar en 1811. Napoleón llevó a Rusia 600.000 hombres
          y se adueñó de Moscú, pero todos los enemigos de Napoleón se
          unieron por toda Europa contra él, y lo fueron echando de todas
          partes, hasta recluirlo en la isla de Elba (V, II, 1). Comenzó
          a reinar entonces Luis XVIII, ese mismo del que hasta entonces
          franceses y aliados no habían hecho más que burlarse (V, II, 1). 
          ¿Cuál
          es la fuerza, pues, que mueve a los pueblos? Los biógrafos y los
          historiadores consideran que esa fuerza reside en el poder inherente a
          los héroes y monarcas (V, II, 2). Indudablemente, siempre hay
          relación entre todos los coetáneos, pero cuando una locomotora se
          pone en marcha, el mujik dice que el diablo la empuja, y otros que lo
          hace por el humo arrastrado por el viento, mientras que la compresión
          del vapor en la caldera no tiene derecho a detenerse, en la búsqueda
          de la causa (V, II, 3). 
          Los
          historiadores comprenden, por tanto, bajo ese concepto de fuerzas
          absolutamente diversas entre sí, la explicación de los fenómenos
          humanos. Y ciertamente, es imposible explicar la historia sin la
          aportación de Alejandro Magno, Julio César, Lutero o Voltaire. Pero
          eso no es suficiente, pues en toda ciencia humana lo importante son
          las historias concretas de cada persona y de cada país, tanto a
          grandes como pequeñas escalas (V, II, 3). Al igual que en el
          resto de cosas creadas (planetas, naturaleza...), es necesario admitir
          una dependencia que no sentimos (V, II, 12). 
         
        Madrid,
        1 enero 2024 
        Mercabá, artículos de Cultura y Sociedad 
        _______ 
        [1]
        Como bien recoge TOLSTOI, a la hora de decir
        que, tras la derrota rusa en Austerlitz, ante Napoleón, “también
        abandonó el campo de batalla, pálido y asustado, el conde Tolstoi, que
        figuraba como mariscal en el séquito de Alejandro”
        (cf. TOLSTOI, Guerra y Paz, libro I, parte III, cap. 18). 
       |