ILIADA
DE TROYA
Sobre
la Batalla de Ilion, de Agamenón
y
Aquiles contra Héctor de Troya
Embestidas fratricidas entre los aqueos y teucros,
o ejércitos griego y troyano
Madrid,
1 octubre 2019
Manuel Arnaldos, historiador de Mercabá
La Ilíada, o Batalla de Ilion, fue el más popular conflicto civil de la
Antigüedad, sucedido el 1.190 a.C. en la vieja
Hélade griega. Tuvo que ver con el conglomerado de de colonias
griegas micénicas que, desde Micenas y sus alrededores, se habían ido
implantando en todo el mar Egeo y mar Negro, en plena Edad Oscura de la
Antigüedad.
Veamos
el relato de la batalla que nos ofrece el
genial Homero, cuya intención fue la de crear una obra literaria sobre la base
de un hecho
real, que uniese patriotamente a todos los griegos de forma caballeresca y
apasionada, de forma refinada y animalesca, y bajo la añoranza por un pasado
que no perdiese nunca su fresca actualidad. Un Homero que para ello se sacó de la manga una lengua propia inventada para el caso: el griego de
hexámetros dactílicos (de vocal larga-breve-larga), revolucionario respecto al
ya arcaico griego espondeo (de final larga-larga).
Leamos
la 1ª parte de la Ilíada, en la que
se nos ofrecerán los acontecimientos de la batalla bajo el
liderazgo del rey Agamenón. Y también su 2ª
parte, en la que se nos ofrecerán todos los acontecimientos bajo el liderazgo del rey Aquiles. En ambos casos,
grandes caudillos de los helenos, el 1º de Micenas y el 2º de Ftía, que se enfrentaron al gran guerrero y
príncipe Héctor de Troya.
a)
Contexto de la Ilíada
Troya (Ilion) no era sino
una más de las
colonias micénicas fundadas desde Grecia. Pero su posición geográfica y
estratégica, en pleno Helesponto (en el estrecho de Dardanelos, que conectaba el mar Egeo con el
mar Negro), la había hecho diferente y fundamental, para la circulación de
todo el comercio micénico helénico. Troya se había hecho monopólica, había
empezado a entablar relaciones con los enemigos asiáticos, y empezaba a
obstaculizar a sus hermanos griegos el libre movimiento de mercancías.
Nos
cuenta Homero que fue entonces cuando el rey de Micenas,
hegemónico en toda la Grecia Antigua, decidió reclutar al resto de colonias
micénicas y enviar una misión de castigo a Troya. No obstante, sus 80.000
hombres chocaron una y otra vez contra la inexpugnable muralla de Troya, y con
los enemigos asiáticos que Troya había logrado reclutar.
El asedio heleno a Troya duró 10 terribles años, llenó de hambruna y enfermedad a ambas partes,
arruinó a todas las metrópolis implicadas y acabó con la petición de
rendición por parte de Troya. Es lo que nos relata Homero, al decir que
“mientras
vivió Héctor, la ciudad del rey Príamo no fue
expugnada, pues su gran muralla se mantuvo firme frente a los aqueos. Pero,
cuando hubieron muerto los
más valientes troyanos, de los argivos unos perecieron y otros se salvaron, y la
ciudad de Príamo fue destruida en
el décimo año”
(Ilíada, cap. XIII, 1).
b)
Contenido de la Ilíada
La Ilíada
fue un poema épico de 24 cantos y 15.690 versos, escrito en el s. IX a.C.
sobre los precedentes y conocidos episodios de la guerra troyana, y en el que
destacaban 3 partes:
-los
inicios, o año 1º de la guerra, con el juicio sobre Troya, reunión de fuerzas griegas
en Calcis y primeros combates,
-el desarrollo de la contienda, o años 2º al 8º de la guerra, con la
sucesión de ataques y contraataques entre ambos bandos, sin avance por ninguna
parte,
-el final, o año 9º de la guerra, con la muerte de Héctor y Aquiles, episodio del
caballo y toma de la ciudad.
Antes
y después de Homero, estos y otros episodios de la guerra de Troya ya habían
sido objeto de cánticos épicos en la Antigüedad, y a ellos mismos alude
Homero. En este caso, la finalidad homérica no fue la de ir describiendo todos
esos episodios de la batalla, sino la de describir el ambiente general a través
de uno solo de ellos: el enfrentamiento Aquiles-Héctor.
Ya antes
de la guerra, el rey Aquiles de Ftía era uno de los muchos
agraviados por el rey Agamenón de Micenas. De ahí que cuando Agamenón
decidiera comandar todas las fuerzas helénicas hacia Troya, Aquiles prefiriese
retirarse con sus soldados (los mirmidones) de las naves, hasta que los griegos
no restituyesen su honor.
Hasta
que comienza la batalla, y durante la contienda
sobreviene la muerte de Patroclo, gran amigo de Aquiles, por parte del príncipe
troyano Héctor. Pues los troyanos habían empezado a poner en aprietos a las
naves helenas, y el infantil Patroclo había intentado por su cuenta, y con
apoyo de los suyos, asaltar por sorpresa Troya, para desgracia suya y final
ardoroso bajo la espada de Héctor, príncipe de Troya.
Tras
la muerte de Patroclo, Aquiles decide intervenir en la batalla de Troya con el
único fin de vengar la muerte de su amigo, retando a Héctor a un cara a cara,
consiguiendo doblegar al príncipe troyano y entregando el cadáver al rey
Príamo de Troya.
b.1)
Canto I
Describe la peste y
cólera que, tras 9 años de guerra
entre troyanos y aqueos (coalición de griegos), se desatan sobre el campamento griego:
“Canta, oh diosa, la
peste funesta que causó infinitos males a los aqueos
y precipitó al Hades muchas almas valerosas de
héroes, a quienes hizo presa de perros y
pasto de aves el divino Zeus. Pues
Zeus, airado con el rey micénico, suscitó en el ejército maligna
peste, y los hombres empezaron a perecer”
(I, 1 y
8).
El adivino Calcante, consultado sobre ello,
vaticina que la peste no cesará hasta que Criseida, esclava de Agamenón, sea
devuelta a su padre Crises:
“El sacerdote
Crises,
deseando redimir a su hija Criseida, se había presentado
en las veleras naves aqueas con un mensaje: Atridas
y demás aqueos de hermosas grebas. Los
dioses, que poseen olímpicos palacios, os
permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar
felizmente a la patria. Poned en libertad a
mi hija, y recibid el rescate”
(I, 8 y 17).
“Cuando así hubo
hablado, se sentó. Levantóse entre
ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures y que había guiado las naves aqueas
hasta Ilion por medio del arte
adivinatoria, habló así: No
está el dios quejoso con motivo de algún voto
o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón
ha inferido al sacerdote Crises, a quien no devolvió
la hija ni admitió el rescate. Por esto el que
hiere de lejos nos causó males y todavía nos
causará otros. Y no librará a los dánaos de la
odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre,
sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos,
y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando
así le hayamos aplacado, renacerá nuestra
esperanza”
(I, 68 y 93).
El jefe de las tropas
griegas, Agamenón, tras ceder
a Criseida, arrebata a Aquiles su parte del botín, la joven sacerdotisa
Briseida:
“Levantóse
al
punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido,
con las negras entrañas llenas de cólera y
exclamó: Adivino de males. Jamás
me has anunciado nada grato.
Siempre te complaces en profetizar desgracias
y nunca dijiste ni ejecutaste nada
bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos,
afirmas que el que hiere de lejos les envía
calamidades, porque no quise admitir el espléndido
rescate de la joven Criseida, a quien anhelaba
tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa.
Pero,
aun así y todo, consiento en
devolverla, si esto es lo mejor;
quiero que el pueblo se salve, no que perezca.
Pero preparadme pronto otra recompensa, para
que no sea yo el único argivo que sin
ella se quede”
(I, 106).
“Y continuó: Que los
aqueos me den otra joven conforme
a mi deseo, para que sea equivalente. Y si no me la dieren, yo mismo me
apoderaré de la joven Briseida, botín que le espera a Aquiles. Puesto
que Febo Apolo me quita a Criseida,
la mandaré en mi nave con mis
amigos; y encaminándome yo mismo
a la tienda de Aquiles, me llevaré a Briseida, la de hermosas
mejillas, su recompensa, para que sepan
todos bien cuan poderoso soy”
(I, 131 y 149).
Al haberse quedado sin la hermosa mujer, la misma que le había
otorgado la comunidad en su conjunto, Aquiles se retira de la batalla, y asegura
que sólo volverá a ella cuando el fuego troyano alcance sus propias naves:
“Mirándolo con torva
faz, exclamó Aquiles, el de los
pies ligeros: Ah, impudente y codicioso. No
he venido a pelear obligado por los belicosos
troyanos, pues en nada se me hicieron culpables.
Sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente,
para darte el gusto de vengaros de
los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. Jamás
el botín que obtengo iguala al
tuyo cuando se hace el reparto. Ahora
me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar
a la patria en las cóncavas naves: no pienso
permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia
y riqueza”
(I, 149).
“Después de altercar
así con encontradas razones, se
levantaron los aqueos y disolvieron el ágora que
cerca de las naves aqueas se celebraba. Fuese el Pelida hacia sus tiendas, y
allí le fue llevada la mano de Briseida. Y el Atrida echó al mar con una
nave de veinte veinte remeros, conduciendo a Criseida
hacia su patria”
(I, 304).
b.2)
Canto II
Describe el sueño de
Agamenón, en el que Zeus se muestra inquieto
por la promesa que le había hecho a Tetis, y aconseja por medio de un sueño a
Agamenón que arme a sus tropas para atacar Troya:
“Zeus no probó esa noche las dulzuras del sueño, porque
su mente buscaba causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin creyó que lo mejor sería enviar
un pernicioso sueño al atrida Agamenón,
al que habló con estas aladas palabras: ¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador
de caballos? No debe dormir toda la
noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas.
Arma a los melenudos aqueos y saca toda la hueste: ahora podrías tomar a Troya, la ciudad de anchas
calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, y una serie de
infortunios amenaza a los troyanos” (II, 1,
8 y 23).
“Así habiendo hablado, se fue y dejó a Agamenón
revolviendo en su ánimo lo que no debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad
de Troya aquel mismo día. Pero no sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males a los
aqueos” (II, 35).
Para probar a su ejército,
Agamenón propone a los aqueos regresar a
sus hogares, pero la propuesta es rechazada y Agamenón confirma que están
listos para el combate:
“Cuando
despertó, la voz divina resonaba aún en torno a Agamenón. Incorporóse, y, habiéndose vestido, colgó del hombro la espada guarnecida
con clavazón de plata. Tomó el
imperecedero
cetro de su padre y se encaminó hacia las
naves de los aqueos, de broncíneas corazas” (II, 35).
“Agamenón llamó al consejo de magnánimos griegos para
hacerles una discreta consulta: Oíd,
amigos. Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un
sueño divino que me dijo: ¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos?
Zeus te ordena que convoques a los melenudos aqueos y saques toda la hueste: ahora podrías tomar
Troya. Mas, ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para
probarlos como es debido, les aconsejaré que huyan en las naves
a su patria; y vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por el opuesto, procurad detenerlos”
(II, 53 y 56).
“Tras la aprobación del consejo, dirigido por Néstor, Agamenón
se dirigió a sus tropas: Oh amigos, héroes dánaos, ministros de
Ares. En grave infortunio envolvióme Zeus Cronida. Me prometió y aseguró que no
me iría sin destruir la bien murada Ilion, y todo
ha sido funesto engaño. Nueve años
del gran Zeus transcurrieron ya; los maderos
de las naves se han podrido y las cuerdas están
deshechas; nuestras esposas a hijitos nos
aguardan en los palacios. Ea, huyamos
en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no
tomaremos Troya, la de anchas calles” (II, 110).
“Así dijo; y a todos los que no habían asistido
se
les conmovió el corazón en el pecho. Agitóse el ágora
y los aqueos,
instigados por su diosa Atenea, le contestaron ¿Así, pues, huiremos a nuestras
casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaremos como trofeo a
Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos de los nuestros perecieron en Troya, lejos de
nuestra patria?” (II, 142 y 173).
“También Ulises le contestó:
Atrida,
los aqueos no han cumplido lo que prometieron
al venir de Argos: que no se
irían sin destruir la bien murada Ilion.
Y es, en verdad,
penoso que hayamos de volver afligidos.
Tened paciencia, amigos, y aguardad
un poco más, hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo” (II, 284).
“Así habló Ulises, y los argivos, con agudos gritos
que hacían retumbar horriblemente las naves,
aplaudieron su discurso” (II, 333).
A continuación Agamenón
hace un llamamiento de tropas y enumera el catálogo de naves
griegas disponibles:
“Así dijo Ulises; y
Agamenón, rey de hombres, no
desobedeció. Al momento dispuso que los
heraldos de voz sonora llamaran al combate a
los melenudos aqueos; hízose el pregón, y ellos
se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes de Zeus, hicieron
formar a los guerreros”
(II, 441).
“Pusieron los caudillos a sus soldados en orden de batalla,
con 120 hombres dentro de cada nave aquea, y en
medio de ellos el poderoso Agamenón”
(II, 474).
“Formaron filas los beocios en 50 naves, al mando de 5 caudillos
y venidos de Hiria, Áulide, Esquenos, Escolos, Eteonos, Tespía, Grea,
Micalesos, Harma, Ilesios
y Eritras, Eleón, Hila, Peteón, Ocálea, Medeón, Copas, Eutresis y Tisbe,
Coronea, Haliartos, Platea y Glisante, Hipotebas, Onquestos, Arne, Midea, Nisa
y Antedón. Formaron filas los tracios en
30 naves, al mando de 2 príncipes y venidos de Aspledón y Orcómenos y Azida. Formaron filas los foceos en 40 naves, al mando de 2 príncipes
y venidos de Ciparisos, Pitón, Crisa, Dáulide y Panopeos, Anemoria, Lilea, Jámpolis y
la ribera del Cefiso. Formaron filas los locrios en 40 naves, al mando de 7 príncipes
y venidos de Cinos, Opunte, Calíaros,
Besa, Escarfe, Augías, Tarfe, Tronios y orillas del Boagrio. Formaron filas los eubeos en 40 naves, al mando de Elefénor y
venidos de Calcis, Eretria, Histiea, Cerintos, Díos, Caristos y Estira. Formaron filas los atenienses en 50 naves, al mando de Menesteo
y llenos de carros, armas y escudos que venían en otras 12 naves zarpadas de su
puerto de Salamina. Formaron filas los peloponesos en 80 naves, al mando de Diomedes
y venidos de Argos, Tirinto, Cleonas, Hermíone y Ásine, Trecén, Eyones y
Epidauro, Egina y Masete, Ornías,
Aretírea y Sición, Hiperesia y Gonoesa, Pelene, Egio, Egíalo. Formaron filas otros
peloponesos en 100 naves, al mando de Agamenón y venidos de Corinto y Micenas,
como grueso fornido del ejército aqueo. Formaron filas los lacedemonios en 60 naves, al mando de Menelao
y venidos de Esparta, Faris y Mesa, Brisías, Amiclas y Helos,
Laa y Étilo, con ganas de vengar los gemidos de Helena. Formaron filas otros peloponesios en 90 naves, al mando de
Néstor y venidos de Pilos, Arene,
Trío, Epi, Ciparisente, Anfigenia, Pteleo, Helos, Dorio y toda la Elide. Formaron filas los arcadios en 60 naves, al mando de Agapenor y
venidos del monte Cilene, Féneo, Ripe, Estratia y
Enispe ventosa, Tegea, Mantinea, Estínfalo y Parrasia”
(II, 475-494).
“Los
que habitaban en la divina Élide mandaron 10 veleras, al mando de Anfímaco y
Talpio. Los residentes en las sagradas islas
Equinas enviaron 40 naves negras, al mando de Meges Filida. Ulises acaudillaba a los
cefalenios,
procedentes de Ítaca, Nérito, Crocilea, Egílipe y Zacinto, al mando de 12
naves rojas. Toante regía a los etolios que habitaban en Pleurón, Oleno,
Pilene, Calcis y Calidón
pedregosa, al mando de 40 naves. Idomeneo mandaba a los cretenses que vivían en
Cnoso, Gortina, Licto, Licasto, Festo y Ritio, al mando de
80 naves negras. Cuantos ocupaban el Argos
pelásgico, los que vivían en Alo, Álope y Traquine y los que poseían la Ftía y la Hélade de lindas mujeres, y
se llamaban mirmidones, helenos y aqueos, tenían por capitán a Aquiles y habían llegado
en 50 naves”
(II, 615-681).
b.3)
Canto III
Describe el duelo entre
Paris y Menelao. Pues Héctor, jefe
de las tropas troyanas, increpa a su hermano Paris por esconderse ante la
presencia de Menelao, rey griego de Esparta y prometido de la griega Helena
(raptada por los troyanos):
“Cuando
ambos ejércitos se hubieron acercado el
uno al otro, apareció en la primera fila de los
troyanos Paris, y blandiendo dos
lanzas de broncínea punta,
desafiaba a los más valientes
argivos a que con él sostuvieran terrible combate”
(III, 15).
“Así
que Menelao se holgó de ver con
sus propios ojos al deiforme Paris, al momento
saltó del carro al suelo sin dejar las armas
(21). Entonces el deiforme Paris,
apenas distinguió a Menelao entre
los combatientes delanteros, retrocedió al grupo de sus amigos”
(III, 30).
“Advirtiólo
Héctor y lo reprendió con injuriosas palabras:
Miserable y mujeriego Paris. Ojalá no te contaras en el número
de los nacidos. Los aqueos se ríen de ti, al ver que en tu pecho no hay fuerza
ni valor. Fuiste al extranjero y secuestraste a la cuñada de hombres belicosos
para ti mismo, y ahora ¿no haces ahora frente a Menelao?”
(III, 38 y 39).
Ante ello, Paris
decide desafiar a Menelao, en un combate singular y bajo la promesa de que el
vencedor se quedaría con Helena y sus tesoros:
“Respondióle
Paris: Héctor. Con motivo
me increpas y no más de lo justo;
pero tu corazón es inflexible como el
hacha. No me eches en cara los
amables dones de la dorada Afrodita, que
no son despreciables y nadie puede
escogerlos a su gusto. Y si ahora
quieres que luche y combata, detén
a los demás troyanos todos, y déjame
en medio a Menelao, para que
peleemos por Helena y sus
riquezas. El que venza, por ser más valiente, se llevará a su casa a Helena y
sus riquezas”
(III, 58 y 59).
Helena,
el rey Príamo y otros nobles troyanos observan la batalla desde la muralla,
donde Helena describe a los guerreros griegos ante la nobleza troyana:
“Entonces
la mensajera Iris fue en busca de Helena,
que estaba en el palacio tejiendo una gran
tela purpúrea. Paróse Iris junto
a Helena y le dijo: Paris y Menelao
lucharán por ti con ingentes lanzas,
y el que venza será tu esposo. Helena salió al momento
de la habitación, cubierta con blanco velo
y derramando tiernas lágrimas. Y con sus doncellas Etra y Clímene se presentó
a las puertas Esceas”
(III, 121 y 130).
“Allí,
sobre las torres Esceas, estaban Príamo
y los ancianos de Troya. Príamo
llamó a Helena y le dijo: Ven
acá, hija querida; siéntate a mi lado para
que veas a tu anterior marido, y me vayas diciendo quiénes son sus parientes y amigos”
(III, 146 y 162).
“Contestó
Helena, divina entre las mujeres: Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. Ojalá la muerte me hubiese sido grata
cuando vine con tu hijo. Aquel es el
poderosísimo Agamenón, buen rey y esforzado combatiente; aquél otro es el
ingenioso Ulises; aquel otro el iingente Ayante, antemural de los aqueos.
Distingo a los demás aqueos de ojos
vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos, mas
no veo a Cástor y Pólux, hermanos carnales que me dio mi madre”
(III, 171 y 229).
En el duelo
entre Paris y Menelao, éste está a punto de matar a Paris, pero el
troyano es salvado por Afrodita y enviado junto a Helena:
“Cuando
Menelao y Paris hubieron acabado de armarse, se separaron de
la muchedumbre y se colocaron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible y
blandiendo las lanzas.
Paris arrojó su lanza y dio un
bote en el escudo del Atrida, torciéndose
su punta se torció al
chocar con el bronce helénico. Entonces Menelao atravesó con su lanza el terso
escudo troyano, se clavó en la labrada
coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Y
allí hubiera muerto Paris, consiguiendo inmensa
gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita,
hija de Zeus, que rompió la correa hecha
del cuero. Afrodita arrebató a su hijo
con gran facilidad, y llevólo en
medio de densa niebla al oloroso y perfumado tálamo
de Helena”
(III, 340 a 390).
b.4)
Canto IV
Describe la reanudación
de los combates, por propia decisión de los dioses:
“Sentados
en el áureo pavimento junto a Zeus, los
dioses celebraban consejo. La venerable Hebe
escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la
copa de oro y contemplaban la ciudad de
Troya. Pronto el Cronida intentó herir a
Hera con mordaces palabras, y hablando fingidamente,
dijo a todos: Conviene promover nuevamente
el funesto combate y la terrible pelea”
(IV, 1 y 7).
Atenea se disfraza y logra
incitar al troyano Pándaro para que rompa
la tregua pactada, lanzando una flecha que hiere al griego
Menelao:
“Entonces
Atenea, transfigurada en
Laódoco Antenórida, penetró por el ejército troyano
buscando a Pándaro, al que halló en medio de
las filas troyanas que habían llegado de las orillas del Esepo.
A él le dijo: Oh, hijo valeroso de Licaón, ¿te placería obedecerme? Atrévete
a disparar una veloz flecha contra Menelao, pues él esta distraído y tú alcanzarías gloria entre los
troyanos”
(IV, 85 y 93).
“El
insensato Pándaro se dejó persuadir, y
asió en seguida el pulido arco. Destapó
el carcaj y sacó una flecha nueva,
que dirigió hacia el pecho de Menelao. La
amarga saeta atravesó el ajustado cinturón de Menelao; se clavó en la
magnífica coraza y rompió la
chapa que el héroe llevaba para proteger
su cuerpo, brotando al momento una negra sangre”
(IV, 127).
Tras la arenga de
Agamenón a los suyos, y revisión que hace de sus tropas
aqueas, se reanuda la batalla contra los troyanos:
“Estremecióse
el rey Agamenón al ver la
negra sangre que manaba de la herida
de su hermano querido. Y al punto arengó a todas sus huestes: Ayantes
y príncipes de los argivos. A vosotros os encargo que instiguéis al ejército
aqueo a pelear valerosamente, para que la ciudad de Príamo sea pronto tomada, y
destruida por nuestras manos”
(IV, 148 y 285).
b.5)
Canto V
Describe la gesta del griego
Diomedes,
soldado aqueo que, asistido por
Atenea, está a punto de matar al príncipe troyano
Eneas, hasta que Afrodita se lo impide:
“Entonces
Atenea infundió a Diomedes Tidida
valor y audacia, para que brillara entre los
argivos y alcanzase inmensa gloria. Entonces éste empezó a arder en deseos de
pelear contra los troyanos, y decidió deshacerse de su casco y escudo,
dirigiéndose a las bravas a la zona con mayor número de guerreros,
que tumultuosamente se agitaban”
(V, 1).
“El
Tidida luchó como nadie en medio de los combatientes
delanteros troyanos, haciendo morir a Astínoo y a Hipirón, a Equemón y a
Cromio”
(V, 133).
“Eneas
advirtió qué Diomedes destruía las hileras
de los troyanos, y fue en busca del Titida por en medio de las
lanzas. Hallándolo por fin, le increpó: Fuerte y eximio aqueo, ¿dónde
guardas el arco y tus flechas voladoras?,
¿qué es de tu fama? Aquí tienes un rival. Ea,
levanta tus manos y dispara una
flecha contra mi”
(V, 166 y 171).
“Mas
el Tidida, cogiendo una gran
piedra, se la lanzó a Eneas, e hirió
a Eneas en la articulación del isquion
con el fémur. La áspera piedra
rompió la cótila de Eenas, desgarró sus tendones
y arrancó la piel. El héroe troyano cayó de rodillas,
apoyó su robusta mano en el suelo y empezó a cubrirse los ojos”
(V, 297).
“Y
allí hubiera perecido Eneas, si al
punto no lo hubiese socorrido su madre Afrodita,
hija de Zeus. Pues la diosa tendió sus
níveos brazos al hijo amado, y lo cubrió con su refulgente
manto. Mientras Afrodita sacó
a Eneas de la liza, lo curó en el templo y lo devolvió sano a sus compañeros
de batalla”
(V, 311 y 512).
Todo ello en medio del
combate, con la arenga de Héctor a sus tropas troyanas:
“En
medio de la batalla, saltó Héctor del carro al
suelo son sus armas, y blandiendo un
par de afiladas picas, recorrió el ejército troyano. Héctor animó
a sus soldados a combatir, y a que hicieran una terrible pelea.
Los troyanos volvieron la cara a los aqueos
para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados
la acometida y no se arredraron”
(V, 493).
También destaca el licio
Sarpedón,
rey de Licia y aliado de los troyanos, que mata entre otros al rey Tlepólemo de
Rodas:
“A
su vez, Sarpedón ofrecía su ejército
al divino Héctor, pues veía que
Troya no subsistiría sin tropas
auxiliares ni reyes aliados. Él venía de Licia, de orillas del Janto, tras dejar
a su esposa e infante junto
a sus riquezas, y venir a Troya para frenar a los aqueos”
(V, 427).
“El
hado poderoso llevó a Sarpedón contra
Tlepólemo Heraclida, valiente rey y de gran
estatura. Tlepólemo alzó su lanza de
fresno contra la del rey licio, y ambas lanzas partieron entre sí.
Sarpedón hirió a Tlepólemo,
atravesando su cuello con la dañosa punta, y
las tinieblas velaron los ojos del guerrero”
(V, 627 y 655).
b.6)
Canto VI
Ante el empuje de los
griegos, el príncipe Héleno (hijo de Príamo,
aparte de adivino) insta a su hermano Héctor a regresar a Troya, para encargar a las
mujeres troyanas que realicen ofrendas en el templo de Atenea:
“Quedaron solos en la batalla horrenda troyanos
y aqueos, que se arrojaban broncíneas lanzas;
y la pelea se extendía, acá y allá de la
llanura, entre las corrientes del Simoente y del Janto. Entonces los aqueos
rompieron la falange troyana, e hicieron aparecer la aurora de la salvación entre los suyos”
(VI, 1 y 5).
“Entonces
Heleno Priámida,
el mejor de los augures, se presentó a Héctor para decirle: Ve a la ciudad y di a nuestra madre que
llame a
las venerables matronas, y vaya con ellas al templo dedicado
a Atenea en
la acrópolis. Que abra con su llave la puerta del sacro
recinto, ponga sobre las rodillas de la deidad el peplo que más aprecie de palacio, y
sacrifique en el
templo 12 vacas de un año. Para que la diosa se apiade de la ciudad y de los troyanos,
y aparte de la sagrada Ilio la
bravura de los feroces aqueos”
(VI, 72 y 77).
Héctor,
tras encargar la petición de Héleno a su madre Hécuba, se despide de su esposa
Andrómaca y va en busca de Paris, para que no se escabulla y regrese a la
batalla:
“Héctor
obedeció a su hermano, volviendo de la batalla a Ilio para pedir una hecatombe a los
dioses. Al pasar Héctor por la encina y las puertas Esceas, acudieron corriendo las esposas a hijas
de los troyanos, y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos; y él les encargó
que unas tras otras orasen a los dioses, porque muchas e inminentes eran las
desgracias”
(VI, 102 y 237).
“Cuando llegó al
magnífico palacio de Príamo, le salió al encuentro su alma madre Hécuba, que
asiéndole de la mano, le dijo: Hijo, ¿por qué has venido, dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, de aborrecido
nombre, deben de estrecharnos”
(VI, 242 y 254).
“Héctor
le contestó: No me des vino dulce como la miel, veneranda
madre. Pero congrega a las matronas,
lleva perfumes, y entra
en el templo de Atenea. Por sobre sus rodillas el peplo más lindo y que más aprecies de cuantos haya en el
palacio, sacrifícale 12 vacas de un
año, y pídele que se apiade de la ciudad y de los troyanos, y no destruya la sagrada
Ilio. Encamínate,
pues, al templo de Atenea, que impera en las
batallas, y yo iré a la casa de Paris a llamarlo para la guerra,
por si me quiere escuchar. Así la tierra se lo tragara”
(VI, 264).
“Su esposa
Andrómaca, llorosa, se detuvo a su lado, y asiéndole de la mano le dijo: Desgraciado Héctor, tu valor te perderá, pues los aqueos te
acometerán todos a una y acabarán
contigo”
(VI, 407).
“Contestóle el gran
Héctor: Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos
si huyera del combate como un cobarde. Quizás alguien exclame, al verte derramar
lágrimas: Ésta fue la esposa de Héctor, el
mayor guerrero de entre los troyanos, cuando en torno de Ilio peleaban”
(VI, 440).
“Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió
los brazos su hijo, besándolo y meciéndose en sus
manos. Tras lo cual se puso el yelmo, y su amada esposa regresó a su casa
vertiendo copiosas lágrimas, y volviendo la cabeza de cuando en cuando”
(VI, 466 y 494).
Mientras, en el campo
de batalla, el griego Diomedes ofrece lazos
de hospitalidad al licio Glauco, y ambos se intercambian las armas
amistosamente:
“Glauco, vástago de
Hipóloco, y Diomedes, hijo de Tideo,
estaban deseosos de combatir, y decidieron encontrarse en el espacio que mediaba entre ambos
ejércitos”
(VI, 119).
“Cuando estuvieron cara a cara,
Diomedes dijo el primero: ¿Quién eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Pues jamás te vi en las
batallas. Dime de dónde vienes”
(VI, 123).
“Respondióle
el preclaro hijo de Hipóloco: Magnánimo Tidida, ¿por qué me interrogas sobre el abolengo?
Belerofonte,
poniéndose en camino bajo el fausto patrocinio de tus dioses, llegó a mi vasta Licia y a sus corrientes del
Janto. Y allí fue
recibido”
(VI, 144).
“Alegróse
Diomedes de lo que oía y, clavando la pica en el suelo, respondió con cariñosas palabras
a su oponente: Mi antiguo huésped paterno eres, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al
eximio Belorofonte, y le tuvo consigo 20 días con obsequios magníficos de hospitalidad.
Soy, por consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tú lo serás mío
en la Licia cuando vaya a tu pueblo. En adelante no nos acometamos con la lanza por entre la
turba”
(VI, 212 y 213).
b.7)
Canto VII
Tras un debate entre Atenea y Apolo, interpretado por
Héleno a Héctor, éste desafía en duelo singular a cualquier
griego destacado:
“Cuando
Atenea vio que los troyanos mataban a muchos aqueos en el
duro combate, descendiendo de las cumbres del Olimpo, se encaminó a la sagrada
Ilio. Pero, al advertirlo Apolo desde Pérgamo,
fue a oponérsele, porque deseaba que los
troyanos ganaran la victoria”
(VII, 17).
“Percibió
este encuentro el adivino Héleno, y fue enseguida a decírselo a su hermano:
Héctor, hijo de Príamo, ¿querrás hacer lo que te diga yo, que soy
tu hermano? Manda que suspendan la batalla los
troyanos y los aqueos todos, y reta al más
valiente de éstos a luchar contigo en terrible combate.
Porque he oído sobre esto la voz de los dioses”
(VII, 47).
“Oyóle
Héctor con intenso placer, y, corriendo
al centro de ambos ejércitos con la lanza
cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas
y quedó él en medio. Agamenón contuvo a los aqueos, y Héctor les dijo:
Oídme, aqueos. Entre vosotros se
hallan los más valientes aqueos;
aquél a quien el ánimo incite a combatir
conmigo, adelántese y será campeón con
el divino Héctor”
(VII, 54 y 67).
Los principales jefes
griegos, arengados por el rey Néstor de
Pilos (jefe del consejo de magnánimos), aceptan el
desafío y, tras echarlo a suertes, eligen a Ayax para el duelo:
“Tras
las palabras de Héctor, todos los aqueos enmudecieron y quedaron silenciosos,
pues por vergüenza no rehusaban el
desafío, y por miedo no se decidían a aceptarlo”
(VII, 92).
“Al
fin levantóse Néstor, caballero gerenio, que les dijo: Echad suertes, y aquél a quien le toque alegrará
a los aqueos, y sentirá regocijo
en el corazón si logra escapar del
fiero combate y terrible lucha”
(VII, 171).
“Los
nueve ancianos señalaron sus respectivas tarjas,
y seguidamente las metieron en el casco
de Agamenón Atrida, mientras los guerreros oraban y
alzaban las manos a los dioses. Hasta
que la suerte se decantó por Ayante, y éste exclamó: Oh amigos, mi tarja es,
y me alegro en el alma
porque espero vencer al divino Héctor”
(VII, 175 y 191).
El combate
de Héctor y Ayax se alarga sin cesar, hasta que la noche pone fin
a la lucha entre ambos, y éstos deciden terminar en tablas e intercambiarse
regalos:
“Arrancando
ambos las lanzas de los escudos,
acometiéronse como carniceros
leones o puercos monteses, cuya
fuerza es inmensa. El Priámida hirió con la
lanza el centro del escudo de Ayante, y el bronce
no pudo romperlo porque la punta se torció. Ayante, arremetiendo, clavó la suya en
el
escudo de aquél. Mas no por esto cesaron ambos de combatir”
(VII, 244).
“Entonces
díjole el gran Héctor a su contrincante: Ayante,
puesto que los dioses te han dado valor
y cordura, y en el manejo de la
lanza descuellas entre los aqueos, suspendamos por
hoy el combate y la lucha, y otro día volveremos
a pelear hasta que una deidad nos separe,
después de otorgar la victoria a quien quisiere.
La noche comienza ya, y será bueno obedecerla”
(VII, 287).
“Ayante
le contesto: Ea, hagámonos magníficos
regalos, para que digan aqueos y troyanos:
Combatieron con roedor encono, y se
separaron unidos por la amistad. Cuando
esto hubo dicho, entregó Héctor a Ayante una
espada guarnecida con argénteos clavos, y Ayante
regaló a Héctor un vistoso tahalí
teñido de púrpura. Separáronse
luego, volviendo el uno a las
tropas aqueas y el otro al ejército
de los troyanos”
(VII, 303).
Los troyanos, en asamblea
troyana, debaten si deben entregar a Helena y su tesoro (postura
defendida por Anténor), o sólo su tesoro (postura defendida por Paris). Hasta
que el rey
Príamo ordena que se traslade a los griegos la propuesta de Paris, propuesta que
los griegos rechazan con total rotundidad:
“Reuniéronse
los troyanos en la acrópolis de Ilio, cerca
del palacio de Príamo, y la junta fue agitada y
turbulenta”
(VII, 344).
“El
prudente Anténor comenzó a
arengarles de esta manera: Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré
lo que mi corazón me dicta. Ea,
restituyamos la argiva Helena con sus riquezas,
y que los Atridas se la lleven”
(VII, 348).
“Levantóse
entonces Paris y pronunció estas palabras: Anténor, no me place lo que propones y no devolveré a mi mujer, aunque sí
estoy dispuesto a entregar cuantas
riquezas traje de Argos”
(VII, 354).
“Levantóse
el rey Príamo y les arengó con
benevolencia diciendo: Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré
lo que hay en mi pecho. Al romper el alba,
vaya Ideo a las cóncavas naves y anuncie a Agamenón y Menelao la proposición de Paris, por quien se suscitó la
contienda”
(VII, 365).
“Cuando
el recado llegó a los campamentos aqueos, todos enmudecieron y quedaron silenciosos.
Hasta que Diomedes les dijo: No se acepten las riquezas de Paris, ni
a Helena tampoco. Así se expresó, y todos los aqueos aplaudieron”
(VII, 398 y 403).
No obstante, se acuerda
entre ambas partes una tregua para la incineración de
cadáveres:
“Dicho
todo esto, se alzó en las playas de Ilio un cetro a todos los dioses, y por
común acuerdo dispusiéronse ambas partes a recoger sus cadáveres, coger leña
y hacinar los cadáveres sobre grandes piras, quemándolos y volviendo cada uno
a sus campamentos”
(VII, 412 a 421).
b.8)
Canto VIII
Describe la reanudación
de los combates, por propia decisión de los dioses:
“La
aurora se esparcía por toda la tierra hasta que Zeus, que se complace en
lanzar rayos, reunió el ágora de los dioses en
la más alta de las cumbres del Olimpo.
Y así les habló, mientras ellos le escuchaban: Oídme todos, dioses y diosas.
Ninguno de vosotros se atreva a transgredir mi mandato; antes bien,
asentid todos, a fin de que cuanto antes se lleve
a término la interminable guerra. El dios que intente socorrer a los troyanos o
a los aqueos, volverá afrentosamente
golpeado al Olimpo”
(VIII, 1 a 5).
“Inmediatamente,
los aqueos desayunaron apresuradamente en
las tiendas, y en seguida tomaron las
armas. También los troyanos se armaron dentro
de la ciudad y, aunque eran menos, se dispusieron para el combate”
(VIII, 53).
Los troyanos,
animados por Zeus, avanzan en la batalla y hacen retroceder a los griegos. Al
llegar la noche, los troyanos acampan cerca del campamento aqueo, y lo masacran
sin piedad:
“Al
amanecer el día, los dardos alcanzaban por igual
a unos y a otros, y los hombres caían. Allí
se oían simultáneamente los
lamentos de los moribundos y los
gritos jactanciosos de los matadores, y la
tierra manaba sangre”
(VIII, 60).
“Cuando
el sol hubo recorrido la mitad del cielo, el
padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en ella
los destinos de muerte de los troyanos y de los aqueos, y tuvo más peso el día
fatal de los aqueos”
(VIII, 60).
“Al
caer la tarde, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso
alboroto en los campamentos aqueos, hacían llover sobre ellos dañosos
tiros”
(VIII, 157).
Por parte de los aqueos, el griego
Teucro de Egina causa graves daños en las filas troyanas con sus
flechas. Hasta que él mismo acaba sucumbiendo a la embestida troyana:
“Ocho
flechas de larga punta tiró el
eximio Teucro, y todas se clavaron en el cuerpo de los jóvenes troyanos, llenos
de marcial furor. Hasta que Teucro arma nuevamente el arco, e hiere en el pecho
a Arqueptólemo, auriga de
Héctor”
(VIII, 293 y 309).
“Entonces
Héctor se dirigió hacia el aqueo, y acertó
a darle con la áspera piedra cerca del hombro,
rompiéndole el nervio que separa el cuello del pecho.
Teucro cayó de hinojos, y el arco
se le fue de las manos. Ayante no
abandonó a su hermano caído en el suelo, sino que,
corriendo a defenderlo, lo cubrió con el escudo.
Acudieron también sus fieles compañeros Mecisteo y Alástor, que cogieron a Teucro y, entre grandes suspiros, lo
llevaron a las naves aqueas”
(VIII, 335).
b.9)
Canto IX
Describe el desánimo
griego, que se ven superados por el último empuje troyano. Ante lo
cual Agamenón tiene que reconocer su
fracaso y arrepentimiento, así como hacer una petición formal a Aquiles para
que se implique en el combate, a cambio de regalos, la
devolución de Briseida y la entrega de cualquiera de sus hijas como esposa:
“Los
troyanos aguardaban a los aqueos en el campo. Pues los aqueos
habían empezado a enseñorear una ingente fuga, compañera
del glacial terror, y los más valientes estaban
agobiados por insufrible pesar”
(IX, 1).
“El
Atrida Agamenón, en gran dolor sumido el corazón, iba
de un lado para otro y mandaba a los heraldos de
voz sonora que convocaran al ágora. Los guerreros acudieron afligidos”
(IX, 9).
“Agamenón,
llorando, les dijo: Oh amigos,
capitanes y príncipes. Zeus me prometió destruir la bien murada Ilio, y ahora
me obliga a regresar a Argos, sin
gloria y después de haber perdido
tantos hombres. Procedí mal, no lo niego, y a Aquiles falté dejándome llevar
por la funesta pasión. Ahora quiero aplacar la ira de Aquiles, devolviéndole a
la joven Briseida que arrebaté de
su tienda. Le ofrezco que vuelva al combate, a cambio de 7 trípodes sin foguear,
10 talentos de oro, 20 calderas
relucientes y 12 corceles robustos. Ofrezco a Aquiles, si vuelve al combate, 7
mujeres lesbias que yo mismo escogí
cuando tomé Lesbos, y que en
hermosura a las demás aventajan. Con
ellas le entregaré a la hija de Briseo, que entonces le
quité, y juraré solemnemente que jamás
subí a su lecho ni me uní con ella. Y, si conseguimos volver a los fértiles
campos de Argos, tendrá inmensos honores. De las tres hijas que dejé en la bien
construida Micena, llévese la que quiera,
sin dotarla en nada. Todo esto haría yo, con tal de que
depusiera su cólera”
(IX, 17 a 161).
Encabezan la embajada
ante Aquiles los mismos Fénix, Ayax y Ulises, bien adiestrados con
los consejo de Néstor y
con disculpas incluidas por parte de Agamenón:
“Contestó
Néstor, caballero gerenio: Gloriosísimo Atrida, no
son despreciables los regalos que
ofreces al rey Aquiles. Ea, elijamos esclarecidos varones
que cuanto antes vayan a la tienda del Pelida. Y, si quieres, yo mismo los designaré
y
ellos obedecerán: Fénix, caro a Zeus, que
será el jefe, el gran Ayante y el divino Ulises... Y fijando sucesivamente los
ojos en cada uno de ellos, les
recomendaba muchos consejos, para que procuraran persuadir al
eximio Pelión”
(IX, 162 y 173).
“Cuando
hubieron llegado a las tiendas y naves
de los mirmidones, hallaron al héroe Aquiles deleitándose con
una hermosa lira, y a Patroclo sentado frente a él”
(IX, 182).
“Ayante
hizo una señal a Fénix, y Ulises,
al advertirlo, llenó de vino la
copa y brindó a Aquiles: Oh alumno
de Zeus, tememos que a los ejércitos helenos nos suceda una gran
desgracia, y dudamos si nos será
dado salvar o perder las naves de
muchos, si tú no lo revistes de
valor. Cede ya y
depón la funesta cólera, divino Aquiles, pues Agamenón se ha arrepentido y te
pide disculpas, así como te promete grandes presentes si renuncias a ella. Él
te ofrece...”
(IX, 223 y ss).
También le suplican que
regrese a la lucha, pero Aquiles se niega, a
pesar del consejo de Fénix:
“Respondióle
Aquiles, el de los pies ligeros: Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo
en ardides. Preciso es que os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de
importunarme unos por un lado y
otros por el opuesto. Me es tan
odioso como las puertas de Hades quien
piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues,
lo que me parece mejor. Creo que ni el Atrida
Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme. Séale
esto bastante a Agamenón, y corra tranquilo a
su perdición, puesto que el próvido Zeus
le ha quitado el juicio. Sus presentes me son
odiosos”
(IX, 307).
“El
anciano Fénix, que sentía gran
temor por las naves aqueas, dijo después de
un buen rato y saltándole las lágrimas: Si
piensas en el regreso, preclaro Aquiles, el anciano jinete Peleo te predecerá,
él que fue el que permitió que yo te acompañase en Ftía. Además, yo mismo,
querido hijo, no me vería abandonado por ti. Yo
te crié hasta hacerte cual eres, oh Aquiles,
semejante a los dioses y con cordial cariño. Mucho padecí y trabajé por tu
causa, y con tu auxilio me vería recompensado”
(IX, 434 al 606).
b.10)
Canto X
Describe las misiones
nocturnas de espionaje. En primer lugar la del troyano Dolón,
enviado por Héctor al campamento griego para obtener información de
sus tropas:
“Acostumbraba
Héctor a no dejar dormir a los valientes troyanos.
Una noche, convocó a todos los próceres
y les expuso una prudente idea:
¿Quién de vosotros, por un gran premio, se ofrecerá a acercarse
a las naves aqueas y averiguar si éstas están a salvo todavía, o
no?”
(X, 299).
“Había
entre los troyanos un cierto Dolón,
hijo del heraldo Eumedes, de aspecto feo pero de pies ágiles.
Éste dijo entonces a Héctor: Héctor, mi corazón y mi ánimo me
incitan a acercarme a las naves aqueas, para saberlo”
(X, 313).
“Con
tales palabras, y jurando lo que no había de
cumplirse, animó Héctor a Dolón. Y éste, sin perder momento,
colgó del hombro el corvo arco, vistió una
pelicana piel de lobo, cubrió la cabeza con
un morrión de piel de comadreja, tomó un puntiagudo
dardo y, saliendo del ejército, se encaminó
a las naves aqueas”
(X, 332).
Por parte griega, Néstor
aconseja a Agamenón y Menelao la misión nocturna de espionaje al griego
Diomedes, acompañado de Ayax y Ulises. Éstos realizan una misión de espionaje
nocturna a Troya, y logran asesinar a Dolón, aparte de robar los caballos tracios y
asesinar a su rey Reso mientras dormía:
“Los
príncipes aqueos durmieron toda la noche vencidos
por plácido sueño. Salvo el Atrida Agamenón, que no conciliaba el sueño
porque en su mente revolvía muchas cosas. También
Menelao estaba poseído de terror y no
conseguía que se posara el sueño en sus párpados”
(X, 1 y 25).
“Menelao
fue a visitar esa noche a su hermano Agamenón, al que halló junto a la popa de
su nave y al que le dijo: ¿Por
qué, hermano querido, no duermes? ¿Acaso
no deseas persuadir a algún compañero para
que vaya a explorar el campo de los
troyanos? Respondióle el rey Agamenón: Tanto yo como tú, oh Menelao,
tenemos necesidad de un prudente consejo para
defender y salvar a los argivos. Preguntemos al divino Néstor”
(X, 37 y 42).
“Contestóles
Néstor, caballero gerenio: Despertaré yo mismo a los elegidos: al valiente
Diomedes, al escurridizo Ulises y al veloz Ayante”
(X, 102).
“Diomedes
cubrió sus hombros con piel talar
de león, su cabeza con piel morrión de toro, cogió su lanza y espada de dos
filos, y fue a despertar a sus compañeros, a los que se llevó
consigo. Una vez revestidos de las terribles armas, partieron
durante la noche a Ilio, encomendándose a Atenea”
(X, 177 y 272).
“Cuando
llegaron al campamento troyano, tendiéronse entre los muertos,
fuera del camino. Hasta que vieron pasar por allí al incauto Dolón, con pie
ligero y hacia el campamento aqueo. Entonces, Ulises y
Diomedes corrieron a su alcance, lo arremetieron y de un tajo en medio del
cuello, le rompieron sus
tendones, cayendo su cabeza en el polvo”
(X, 349 al 454).
“Ulises,
entonces, instó a sus compañeros a dirigirse hacia los corceles
y las tiendas de los tracios, que dormían con sus hermosas armas en el suelo,
un par de caballos junto a cada guerrero y su rey Reso en el
centro. Como un león acomete al
rebaño de cabras, así Ayante se abalanzó sobre los tracios, hasta que mató a doce de
ellos y a su rey Reso. A cuántos aquél
hería con la espada, el ingenioso Ulises los apartaba del camino, para
que luego los corceles de las hermosas crines pudieran
pasar fácilmente hacia el campamento aqueo”
(X, 464 al 482).
b.11)
Canto XI
Describe la iniciativa de
Agamenón,
que decide encabezar él mismo una nueva ofensiva hacia las murallas troyanas al
amanecer, hasta que resulta herido por parte de Coón:
“Agamenón
ordenó entonces una gran abatida sobre Troya, alzando bien su voz para que los
argivos se apercibiesen, y él
mismo vistiendo la armadura de
luciente bronce, colgando del hombro
la espada y embrazando el labrado escudo. Delante
del foso ordenáronse los infantes,
y a éstos siguieron de cerca los que combatían
en carros”
(XI, 15 y 47).
“Al
amanecer y mientras iba aumentando la luz
del día, los tiros alcanzaban por igual
a unos y a otros, y los hombres caían al suelo”
(84).
“El
Atrida, manejando la lanza con gran furia, derribó
a muchos, ya de pechos, ya de espaldas, de
sus respectivos carros. Mas cuando le faltaba
poco para llegar al alto muro de la ciudad, advirtiólo Coón y púsose al lado
de Agamenón sin que éste lo notara,
hasta darle una lanzada en el codo con la punta de su reluciente
pica”
(XI, 163 al 248).
Tras la iniciativa de Agamenón, la troyana respuesta de Héctor
fue contundente, persiguiendo a los griegos hasta sus naves:
“Los
troyanos pusiéronse también en orden de
batalla en una eminencia de la llanura, alrededor del
gran Héctor, del eximio Polidamante, de
Eneas y de los tres Antenóridas: Pólibo, Agenor y Acamante”
(XI, 56).
“Héctor
dio muerte a los caudillos Aseo, Autónoo, Opites, Dólope Clítida, Ofeltio,
Agelao, Esimno, Oro
y Hipónoo, además de a muchos soldados de
pueblo”
(XI, 301).
“Gran
estrago a irreparables males fueron producidos a la contra por los troyanos,
dándose los aqueos a la
fuga y no parando hasta llegar a sus naves”
(XI, 310).
En medio de esa
persecución de troyanos a aqueos, otro grupo de griegos
deciden acometer de nuevo la muralla troyana. Pero Diomedes, Eurípilo, Ulises y
el médico Macaón son heridos por las flechas de Paris:
“Entonces
el fuerte Diomedes exhortó a los aqueos: Yo me quedaré y resistiré, aunque sea
poco el provecho que logremos, pues Zeus
quiere conceder la victoria a los
troyano. Así, Diomedes, Ulises y
otros que se le juntaron, penetraron por la turba hacia las murallas, causando
confusión en el ejército troyano. Volvieron al combate como
dos embravecidos jabalíes que acometen a
perros de caza, y eso permitió a los aqueos, que
huían de Héctor, respirar por unos instantes”
(XI, 316 y 320).
“Pero
Paris, que se apoyaba en una
columna del sepulcro de Ilo Dardánida,
armó el arco y lo asestó al hijo de Tideo. Y mientras éste quitaba al
cadáver del valeroso Agástrofo la labrada coraza,
aquél tiró del arco y disparó, y
la flecha atravesó al héroe el
empeine del pie derecho. De
otro flechazo Paris puso fuera de combate a Macaón y a sus calmantes drogas, e
hirió igualmente a Eurípilo, gloriándose por su gran acierto frente a los
intrépidos aqueos”
(XI, 368 al 592).
Es entonces cuando Aquiles
envía a Patroclo a la tienda de Néstor, para enterarse de las noticias de la
batalla:
“Se
percató Aquiles de que sacaban fuera del combate a Néstor y Macaón, y desde
la popa de la ingente nave pudo
contemplar la gran derrota y deplorable fuga
de los aqueos. Entonces, llamó a su compañero Patroclo y le dice: Divino
Menecíada, carísimo a mi corazón, ve
y pregunta a Néstor quién es el
herido que sacan del combate. Por la espalda
tiene gran semejanza con Macaón el Asclepíada,
pero no le vi el rostro”
(XI, 596 y 608).
“Patroclo
obedeció al amado compañero y se
fue corriendo a las tiendas y naves aqueas. Tras informarse de todo
detenidamente, volvió y contó a Aquiles la situación de las naves aqueas, a
la vez que le dijo: De los dos médicos aqueos, Podalirio y Macaón, el uno
está herido en su tienda, y el otro combate vivamente en la llanura troyana”
(XI, 616 y 836).
b.12)
Canto XII
Describe los combates
en la muralla de Troya, inexpugnable para los
griegos:
“Ardía
el combate al pie del bien labrado muro de Ilio, y las vigas
de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los troyanos se mantenían unidos con
gran alboroto en torno al bien construido
muro, levantando los escudos. Por
doquiera ardía el combate al pie del lapídeo
muro, y también habían quienes peleaban delante de sus puertas”
(XII, 34 al 175).
“Los
aqueos arrancaban las almenas de
las torres troyanas, demolían sus parapetos y derribaban
los zócalos salientes que los troyanos habían hecho estribar en el suelo para
que sostuvieran las torres. Mas los
troyanos no les dejaban libre el camino,
y, protegiendo los parapetos con boyunas pieles,
herían desde allí a los enemigos que
al pie de la muralla se encontraban”
(XII, 264).
“Los
troyanos y el esclarecido Héctor no dejaron que se rompieran las puertas de la
muralla, y el gran cerrojo que era
ésta para los aqueos”
(XII, 290).
En él, los troyanos
deciden seguir los consejos de Polidamante, y atravesar el foso
previo a la muralla que habían construido los griegos, para evitar
que salieran de Troya los troyanos. Pero sin dejar desprovista la muralla, para no
perder la fuerza defensiva:
“Héctor
exhortaba a sus compañeros a pasar
el foso de los aqueos. Pero los corceles, de pies ligeros, no
se atrevían a hacerlo, y parados en el borde
relinchaban, porque el ancho foso les daba
horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo,
pues tenía escarpados precipicios a uno
y otro lado, y en su parte alta grandes y puntiagudas
estacas, que los aqueos clavaron espesas
para defenderse de los enemigos”
(XII, 60).
“Entonces
llegóse Polidamante a Héctor, y dijo:
Héctor y demás troyanos. Dirigimos imprudentemente los veloces
caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar,
porque está erizado con agudas estacas, y a
lo largo de él se levantan numerosas trampas de los aqueos. Allí
no podríamos apearnos del carro ni combatir,
pues se trata de un sitio estrecho donde
temo que pronto seríamos heridos. Ea,
pues. Que los escuderos tengan los caballos en
la orilla del foso, y nosotros sigamos a Héctor a
pie, con armas y todos reunidos”
(XII, 61).
“Los
troyanos apeáronse de sus carros, mandando
a los aurigas que pusieran los
caballos en línea junto al foso; y
habiéndose ordenado en cinco grupos, emprendieron la
marcha con los respectivos jefes”
(XII, 80).
b.13)
Canto XIII
Describe los combates
junto a las naves griegas, en que Poseidón acude a la batalla para animar
a los griegos a resistir, frente a las cargas de varios contingentes troyanos:
“Los
troyanos, enardecidos y apiñados a Héctor Priámida con alboroto y vocerío,
tenían esperanzas de tomar las naves de los aqueos,
y matar entre ellas a todos sus caudillos”
(XIII, 39).
“Los
aqueos tenían los miembros
relajados por el penoso cansancio, y se
les llenó el corazón de pesar cuando vieron que
los troyanos salían en tropel de la gran muralla
hacia sus naves. Contemplábanlo con los ojos arrasados de
lágrimas y no creían escapar de aquel peligro”
(XIII, 81).
“Pero
el poderoso Posidón estaba al acecho en la cumbre más alta
de Samotracia, contemplando la lucha
y la pelea y divisando desde allí la ciudad de Príamo y las naves aqueas.
Pronto bajó Posidón del escarpado monte y,
asemejándose a Calcante en el
cuerpo y la voz, incitó a los argivos desde que salió
del profundo mar, infundiendo el deseo de combatir a los ayantes”
(XIII, 10 al 43).
“Héctor
amenazaba con atravesar fácilmente las tiendas y naves aqueas, matando siempre
y no deteniéndose hasta el mar. Pero
encontró las densas falanges, y
tuvo que hacer alto tras un violento choque. Y se trabó una
refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes,
junto a las popas de las naves. Pues
los atenienses habían sido designados para
las primeras filas, al mando de Menesteo”
(XIII, 136 al 330).
Entre los griegos se
destaca el rey Idomeneo de Creta, que logra
detener a los troyanos Héleno y Deífobo:
“Idomeneo,
caudillos de los cretenses, se encaminó
entonces a la batalla, armado de luciente bronce.
Aunque ya semicano, Idomeneo animó a los dánaos, arremetió contra los
troyanos y mató a Otrioneo, a Ascálafo y a Enomao. Al
ver esto, Asio fue a herir a Idomeneo, pero
anticipósele éste y le hundió la pica en la garganta.
Inmediatamente acudieron a su rescate Eneas, Paris y Agenor, pero nada pudieron
hacer ante Idomeneo”
(XIII, 295 y 361).
“También
Deídofo y Héleno fracasaron con estrépito ante Idomeneo, cuando salieron a
hacerle frente, deseosos el uno de
alcanzar al contrario con la aguda lanza,
y el otro de herir a su enemigo con una flecha
arrojada por el arco”
(XIII, 445).
También Héctor
es detenido en su destrucción de naves griegas, en este caso por parte de Ayax:
“Héctor
aún no se había enterado, e
ignoraba por entero que sus tropas fuesen
destruidas por los argivos a la izquierda de
las naves”
(XIII, 673).
“Los
beocios, los jonios, los locrios,
los ptiotas y los ilustres epeos detenían
al divino Héctor, que porfiaba como una llama en su empeño de ir hacia las naves. Todos ellos se habían armado, y
habían sido reunidos por Ayante Telamonio para ponerse a defender las naves
aqueas. Lo cual lograron hacer los aqueos ya a duras penas, pues la fatiga y el
sudor llegaban hasta sus rodillas, y no podían apenas sostener una
lucha a pie firme”
(XIII, 685).
b.14)
Canto XIV
Ayax hiere a Héctor en su afán
por destruir naves griegas, y los troyanos se retiran del asedio a las
naves, para llevar a su comandante a la ciudad:
“El
preclaro Héctor arremetió contra Ayante, y contra él arrojó su lanza,
y no le erró.
Pero Ayante, al ver que Héctor
se retiraba al darlo por herido, cogió una de las muchas piedras
que servían para calzar las naves, y con ella hirió a Héctor en el
pecho”
(XIV, 402).
“Los
amigos de Héctor lo
levantaron en brazos, sacáronlo del
combate y condujéronle adonde tenía los ágiles
corceles con el labrado carro y auriga, y
se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daban profundos
suspiros”
(XIV, 432).
A pesar de la resistencia de Polidamante y
Acamante, los griegos
toman una breve iniciativa en la batalla:
“Los
argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba,
arremetieron con más ímpetu a los troyanos,
y sólo pensaron en combatir”
(XIV, 440).
“Fue
entonces a frenar a los argivos el troyano Polidamante,
hábil en blandir la lanza,
e hiriendo en el hombro derecho a Protoenor”
(XIV, 450).
“También
Acamante envasó la lanza al
beocio Prómaco, cuando
éste cogía por los pies
a un muerto a intentaba llevárselo”
(XIV, 486).
“Entonces
Penéleo arremetió contra Acamante,
e hirió a Ilioneo. Ayante
hirió a Hirtio Girtíada;
Antíloco hizo perecer a Falces y a Mérmero,
despojándolos luego de las armas; Meriones
mató a Moris e Hipotión; Teucro quitó
la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió
en el ijar a Hiperenor, atravesándole con el bronce los intestinos.
Así mismo, el veloz Ayante, hijo de Oileo,
mató a muchos”
(XIV, 511).
b.15)
Canto XV
Héctor se recupera de las
heridas sufridas y, con numerosos troyanos, decide volver a la carga,
con una nueva ofensiva troyana sobre las naves
griegas:
“En
un sueño, Héctor apercibió cómo Apolo le decía: Cobra ánimo, pues
el Cronión me manda desde el Ida
como defensor, para asistirte y ayudarte, para proteger tu persona y tu
excelsa ciudad. Dijo esto, e infundió un gran vigor a Héctor”
(XV, 253).
“Héctor
retornó a las hileras de los
suyos, y les incitó a grandes voces: Troyanos, licios y dárdanos, que
cuerpo a cuerpo peleáis.
No dejéis de combatir en esta angostura.
Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro
impetuoso valor junto a las cóncavas naves”
(XV, 425).
“Los
troyanos acometieron apiñados las naves aqueas, y arremetieron con gran
furia a los argivos, sólo
pensando en combatir. Como las olas
del vasto mar salvan el costado de una nave
y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y
las levanta a gran altura, así los troyanos peleaban
junto a las popas con lanzas de
doble filo; mientras los
aqueos, subidos en las negras naves,
se defendían con pértigas largas y punta de bronce, que para los
combates navales llevaban”
(XV, 306 al 379).
“Los
troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban
las naves y cumplían los designios de
Zeus, el cual les infundía continuamente gran
valor y les excitaba a combatir”
(XV, 592).
Los griegos empiezan a verse rodeados y sin
recursos, e incluso el mismo Ayax se ve obligado a lanzar la orden
griega de retirada:
“Los
aqueos sostenían firmemente la
acometida de los troyanos, pero no podían rechazarlos ya de las
naves”
(XV, 405).
“Ayante
ya no resistió, porque
estaba abrumado por los tiros. Y aseveró a sus
compañeros: Qué vergüenza, argivos. Ya llegó el momento de
morir o de salvarse, alejándonos con las naves
de los troyanos. ¿Esperáis acaso volver a pie
a la patria tierra? Pues Héctor está tomando los bajeles. ¿No oís
cómo anima a los suyos y
desean quemar las naves? Ea,
volvamos a nuestra tierra en nuestras naves, que vinieron
aquí contra la voluntad de los dioses, y nos han
ocasionado tantas calamidades”
(XV, 500 y 718).
b.16)
Canto XVI
Describe el incendio troyano a las naves
griegas, que destruye toda posibilidad griega de combate, y
deja a los ejércitos helenos al borde de la rendición:
“Entonces
los troyanos, movidos por las excitaciones de
Héctor, llevaron fuego ardiente a las
naves aqueas, y lo fueron extendiendo por los bajeles”
(XV, 742).
“Los
troyanos arrojaron voraz
fuego a las veleras naves, y pronto se
extendió por las mismas una llama inextinguible, rodeando el fuego las
popas de las naves”
(XVI, 125).
Momento en que tiene lugar la intervención
de Patroclo, que
pide permiso a
Aquiles para tomar sus armas e ir a repeler el asedio a las
naves griegas:
“Patroclo,
viendo que se producía el clamoreo y fuga entre los dánaos, gimió;
y bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró
y dijo a su compañero de tienda: Eurípilo, ya no puedo seguir aquí,
aunque me necesites, porque
se ha trabado una gran batalla.
Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso
a la tienda de Aquiles para incitarle a pelear.
¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios
conmoveré su ánimo?”
(XV, 390 al 399).
“Mientras
los aqueos se hundían en sus naves, Patroclo se presentó a Aquiles,
derramando ardientes lágrimas: Oh,
Aquiles, hijo de Peleo. Los
que antes eran fuertes,
ahora están heridos y yacen en las naves. Si te animas a combatir,
rechazaríamos fácilmente de las
naves y de las tiendas a los troyanos hacia su ciudad.
Pero si rehúsas hacerlo, dime
cómo he de hacerlo yo”
(XVI, 1 y 101).
“Aquiles
le contestó: Patroclo, del linaje de Zeus y hábil jinete. Ya veo en
las naves las llamas del
fuego destructor, y que se están apoderando de ellas,
y de los medios que tenemos para huir. Apresúrate a
vestir mis armas, y yo entre tanto reuniré la
gente”
(XVI, 126).
“Así
dijo, y Patroclo vistió la armadura de Aquiles y cogió todas sus
armas. Tan solo dejó su pesada y grande lanza, que el eximio Eácida
había sido capaz de fabricar”
(XVI, 130).
“Patroclo
y los suyos acometieron vociferando y a chillidos en el combate, por en
medio de las naves”
(XVI, 426).
Hasta que, en un intento suicida por contraatacar la muralla de
Troya, tiene lugar la muerte de Patroclo,
al ser alcanzado por Euforbo y rematado por Héctor:
“Tras
lo cual, tres veces encaminóse Patroclo a los ángulos
de la elevada muralla, siendo tres veces rechazado”
(XVI, 698).
“Hasta
que una aguda piedra de Patroclo dio en
la frente del dárdano Euforbo, auriga de Héctor, frente a las puertas
Esceas. Tras lo cual, Euforbo corrió hacia el héroe con la
impetuosidad de un león que devasta los establos.
Y entrambos se entabló una
lucha, como dos hambrientos leones. Al punto los ojos del héroe
padecieron vértigos,
y Euforbo lanzó a Patroclo un golpe de lanza que lo dio por vencido”
(XVI, 721 al 783).
“Cuando
Héctor advirtió que Patroclo se alejaba y había sido herido,
fue en su seguimiento por entre las
filas, y le envainó la lanza en la parte inferior del
vientre, que le atravesó de parte a parte.
El héroe cayó con estrépito y fue cubierto por el manto de la muerte,
causando gran
aflicción en el ejército aqueo”
(XVI, 818).
b.17)
Canto XVII
Describe la gesta de Menelao,
que acude a socorrer el cuerpo sin vida de Patroclo, dando muerte a
Euforbo:
“No dejó de advertir el Atrida
Menelao que Patroclo había sucumbido en la lid a manos de los
troyanos, y armado de luciente bronce, se abrió camino por los combatientes
delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver
para defenderlo. Y colocándose delante
del muerto, enhiesta la lanza y embrazado
el liso escudo, se aprestaba a matar a quien se le
opusiera”
(XVII, 1).
“Tampoco
Euforbo se descuidó al ver en el suelo al eximio
Patroclo, sino que salió al encuentro de Menelao, lanzando
sobre él su lanza. Pero la lanza de Euforbo dio un bote en el escudo
liso de Menelao, y no pudo romper el bronce, porque la punta se
torció al chocar con el fuerte escudo”
(XVII, 11).
“El Atrida
acometió con la pica
a Euforbo, se la clavó en la parte inferior de la
garganta, y la punta atravesó el delicado cuello. Euforbo
cayó con estrépito”
(XVII, 43).
Los troyanos hacen retroceder a Menelao, y Héctor se hace con
las armas de Aquiles que llevaba
Patroclo:
“Héctor ojeó las hileras y vio en seguida
a Menelao que despojaba de la espléndida armadura
a Euforbo. Acto continuo, abrióse paso por los
combatientes delanteros, en busca de las magníficas armas de
Patroclo”
(XVII, 82 y 91).
“Menelao
dejó el cadáver y
retrocedió ante la venida de Héctor, apartándose de Patroclo y yendo a
buscar a Ayante”
(XVII, 106).
“Héctor despojó a Patroclo de sus magníficas
armas, y se lo llevó arrastrando para
separarle con el agudo bronce la cabeza de los
hombros, y entregar el cadáver a los perros de
Troya. Entregó las magníficas armas de Aquiles a los troyanos para que
las llevaran a la ciudad, donde
causaron inmensa gloria”
(XVII, 123).
Numerosos refuerzos griegos consiguen, entre medias, llevar el cuerpo
de Patroclo a las naves:
“Al llegar Menelao a Ayante, le dijo:
Ven, amigo, y apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás podamos
llevar a Aquiles el cadáver desnudo, pues
sus armas las tiene
Héctor. Y Ayante salió
corriendo hacia Héctor, que llevaba arrastrado el cuerpo de Patroclo”
(XVII, 120).
“Siguieron a Ayante Idomeneo y su
escudero Meriones, igual que el homicida
Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir
los nombres de cuantos aqueos fueron llegando
para reanimar la pelea?”
(XVII, 256).
“Los troyanos acometieron
apiñados, con Héctor a su
frente, mientras Hipótoo ataba una correa al tobillo de Patroclo, y arrastraba el
cadáver por el pie, a través del reñido combate, hacia
Ilio”
(XVII, 262 y 288).
“Pero el hijo de
Telamón, acometiéndole por entre la turba, le
hirió de cerca por el casco. Hipótoo perdió las fuerzas,
dejó escapar de sus manos el pie del
magnánimo Patroclo, y cayó de pechos al
suelo”
(XVII, 290).
“Encaminóse Menelao hacia el cadáver
de Patroclo, y logró arrastrarlo hasta las naves
aqueas”
(XVII, 567).
b.18)
Canto XVIII
Antíloco y Néstor dan a Aquiles la noticia de
la muerte de su amigo Patroclo, y éste decide volver a la lucha para
vengarse de la muerte de su amigo:
“Mientras
los troyanos y los aqueos combatían ardorosamente,
el mensajero Antíloco fue
en busca de Aquiles.
Hallóle junto alas naves, de altas popas, y le dijo: Ay de mí, que temo
que los dioses hayan causado la
desgracia cruel para tu
corazón, pues sin duda ha
muerto el esforzado hijo de Menecio, tu apreciado Patroclo”
(XVIII, 1 y 6).
“Mientras
Aquiles revolvía en su mente
y en su corazón, llegó el hijo del ilustre Néstor
y, derramando ardientes lágrimas, dióle la
triste noticia: Ay de mí,
hijo del aguerrido Peleo. Sabrás una
infausta nueva, una cosa que no hubiera de haber
ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y troyanos y
aqueos combaten en torno del cadáver desnudo,
pues Héctor tiene la armadura”
(XVIII, 18).
“Una
negra nube de pesar envolvió a Aquiles.
El héroe cogió ceniza con ambas manos, derramóla
sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro
y la negra ceniza manchó la divina túnica; después
se tendió en el polvo, ocupando un gran
espacio, y con las manos se arrancaba los cabellos.
Dio Aquiles tan horrendo gemido
que oyóle su veneranda madre Tetis, que se hallaba
junto al padre anciano y
prorrumpió en sollozos”
(XVIII, 22).
“Contestó
muy afligido Aquiles a Néstor: Muera yo en el acto, ya que no pude
socorrer al amigo
cuando lo mataron. Ahora, puesto que no he
de volver a mi patria tierra, dejemos
lo pasado, pues es preciso refrenar el furor.
Yo iré a buscar al matador del amigo
querido, a Héctor. Yo moriré cuando lo dispongan los dioses, y yaceré
en la tumba cuando
muera, mas ahora ganaré gloriosa fama para los aqueos”
(XVIII, 97).
Cae la noche y los troyanos se reúnen en asamblea
troyana, para analizar la vuelta de Aquiles al combate.
Polidamante es partidario de concentrar todas las fuerzas en las
murallas de Troya y dentro de la ciudad, pero prevalece la opinión de Héctor
de seguir peleando en la playa, a campo abierto:
“Los
troyanos, por su parte, se reunieron en el ágora antes de
preparar la cena. Celebraron el ágora de pie y
nadie osó sentarse, pues a todos les hacía temblar
el que Aquiles se presentara después de
haber permanecido tanto tiempo apartado del
combate”
(XVIII, 243).
“Fue
el primero en arengarles el
prudente Polidamante Pantoida, el único
que conocía lo futuro y lo pasado. Y arengándoles benévolo, les
dijo: Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto a
volver a la ciudad en vez de aguardar a Aquiles en la llanura, junto a
las naves, y tan
lejos del muro como al presente nos hallamos”
(XVIII, 245 al 254).
“Mirándole
con torva faz, exclamó Héctor: Polidamante, no me place lo que
propones de volver a
la ciudad y encerrarnos en ella. Ea,
acordaos de la guardia y
vigilad todos, sin romper filas. Y mañana, al apuntar la aurora,
suscitaremos un reñido
combate junto alas cóncavas naves”
(XVIII, 285 al 285).
“Así
se expresó Héctor, y todos los troyanos aplaudieron a Héctor por
sus funestos propósitos, y ni uno
siquiera a Polidamante, que
les daba un buen consejo”
(XVIII, 310).
Mientras tanto, la nereida Tetis consigue que Hefesto fabrique
las nuevas
armas de Aquiles, para su entrada en combate:
“Tetis,
la de argénteos pies y
madre de Aquiles, llegó al palacio imperecedero de Hefesto, y hallólo
bañado en sudor y
moviéndose en torno de los fuelles,
pues fabricaba veinte trípodes”
(XVIII, 368).
“Y
díjole Tetis,
derramando lágrimas: Hefesto,
Zeus me concedió que pariera y
alimentara un hijo insigne
entre los héroes, que yo mandé a Ilio en las corvas
naves para que combatiera con los troyanos. Y él ya no regresará de
allí, ni yo le recibiré otra vez, ni él volverá a mi casa, a la
mansión de Peleo. Yo vengo a abrazar
tus rodillas por si quieres dar a mi hijo, cuya
vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas
y coraza, pues las armas
que tenía las perdió su fiel amigo al
morir a manos de los troyanos”
(XVIII, 428).
“Contestóle
el ilustre cojo de ambos pies: Cobra ánimo y no te apures por las armas,
pues yo le fabricaré una hermosa armadura, que admirarán
cuantos la vean”
(XVIII, 462).
“Hefesto
puso al fuego duro bronce, estaño,
oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran
yunque, y cogió con una mano el pesado martillo
y con la otra las tenazas”
(XVIII, 463).
“Hefesto
hizo lo primero de todo un escudo grande y
fuerte, con triple cenefa brillante y
reluciente, provisto de una abrazadera de
plata. Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol y la luna llena, y
las estrellas que el cielo
coronan. Allí representó también dos ciudades de hombres:
una que celebraba una boda, y otra cercada por dos ejércitos. Representó
también una blanda tierra noval, un
campo fértil y vasto. Y una
danza como la que Dédalo concertó en la vasta
Cnoso en obsequio de Ariadna. Y en la orla del sólido escudo
representó la poderosa
corriente del río Océano”
(XVIII, 478 al 606).
“Después
que construyó el grande y fuerte escudo,
hizo para Aquiles una coraza más reluciente que
el resplandor del fuego; un sólido casco,
hermoso, labrado, de áurea cimera, y que a
sus sienes se adaptara, y unas grebas de dúctil
estaño”
(XVIII, 609).
“Cuando
el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado
todas las armas, entrególas a la madre de
Aquiles. Y Tetis saltó, como un gavilán desde
el nevado Olimpo, haciendo llevar a Aquiles la reluciente armadura
que Hefesto había construido”
(XVIII, 614).
b.19)
Canto XIX
Describe la entrega de las armas
que Tetis hace a su hijo Aquiles, aparte del ánimo y consejos que le
da:
“Cuando
Tetis llegó a las
naves con la armadura que Hefesto le había entregado,
halló al hijo querido reclinado sobre el
cadáver de Patroclo, llorando ruidosamente. La divina entre las diosas
se puso en medio, asió la
mano de Aquiles y hablóle
de este modo: Hijo mío, aunque estamos afligidos, recibe tu nueva
armadura. Renuncia a la
cólera contra
Agamenón, ármate para el combate y revístete de valor”
(XIX, 1 al 8).
“La
diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el
suelo y delante de Aquiles las labradas armas, y
éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino
temblor, y huyeron espantados. Mas Aquiles, así que
las vio, sintió que se le recrudecía la cólera. Y le contestó: Madre
mía, la divinidad te ha dado unas armas propias de los inmortales.
Ahora me armaré”
(XIX, 12 al 21).
Así mismo, tiene lugar la reconciliación
entre Aquiles y Agamenón, jefe de las tropas griegas. Éste le devuelve a
Briseida junto con varios regalos, además de jurarle que nunca se acostó
con ella:
“Aquiles
se encaminó a la orilla del mar
y, dando horribles voces, convocó a los héroes
aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto
de las naves, y hasta los pilotos que las gobernaban,
y los dispensadores de los
víveres, fueron entonces al ágora, porque Aquiles
se presentaba, después de haber permanecido alejado
del triste combate”
(XIX, 40).
“Agamenón,
rey de hombres, llegó
el último y también estaba herido, pues
Coón Antenórida habíale clavado su broncínea
pica durante la encarnizada lucha”
(XIX, 55).
“Nada
más verlo, díjole Aquiles: Atrida, mejor hubiera sido para entrambos
continuar unidos que sostener esta roedora disputa por
una joven. Mas dejemos lo pasado, para que los aqueos no recuerden por
largo tiempo nuestra disputa”
(XIX, 56).
“Contestóle
el rey: Oh, Pelida, muchas veces los aqueos me han dirigido las mismas
palabras, increpándome por lo ocurrido. Hija
veneranda de Zeus es la
perniciosa Ofuscación. Voy
a darte ahora mismo cuanto hace tiempo te ofrecí,
cuando fue a tu tienda el divino Ulises, para ver si apaciguábamos tu
ánimo”
(XIX, 78).
“Respondióle
Aquiles: Atrida Agamenón, ya podrás regalarme esas cosas más tarde y
como es justo, pero ahora pensemos en la batalla”
(XIX, 146).
“Entonces
intervino el ingenioso Ulises: Oh, Aquiles, que sepas y todos los aqueos
sepan que el Atrida Agamenón nunca subió al lecho de Briseida, ni con
ella se juntó. Ahora mismo llevo a tu nave todos los presentes, sin
dejar las mujeres, y celebraremos un banquete”
(XIX, 154).
“Replicó
Aquiles: Atrida Agamenón, todo esto debiérais hacer cuando se
suspenda el combate, pues yacen insepultos todos los que Héctor
Priámida mató. No comamos ahora, sino luchemos, y después de vengar
la afrenta celebraremos el banquete”
(XIX, 198).
b.20)
Canto XX
Aquiles inicia un furioso
ataque contra el primer troyano que encuentra, Eneas, el cual es salvado
in extremis por Poseidón:
“Aquiles
deseaba romper por el gentío
en derechura a Héctor, pues el ánimo
le impulsaba a saciarse con su sangre. Mas Apolo movió a Eneas a
oponerse al Pelión,
poniéndose en su camino, y el Pelida se topó con Eneas como un voraz
león”
(XX, 75 y 156).
“Eneas
arrojó a Aquiles su fornida lanza, clavándola en
su escudo. Tras lo cual Aquiles despidió su ingente lanza, dando a
Eneas de lleno. Y al punto hubiera privado a Eneas de la vida, si no es
porque lo hubiese advertido Posidón,
que arrancó al punto la lanza de Eneas y sacó al troyano de la arena”
(XX, 259 al 273).
Aquiles logra dar con
Polidoro, hijo pequeño del rey Príamo de Troya, al que mata y ante el
cual reclama la presencia a duelo de Héctor:
“Seguidamente,
Aquiles acometió con la lanza a Polidoro
Priámida, hundiéndole la lanza en medio de la espalda y sacando su
punta por el otro lado, cerca del ombligo. El joven cayó de rodillas,
dando lastimeros gritos y sujetando
con sus manos los
intestinos, que le salían por la herida”
(XX, 393).
“Tan
pronto como Héctor vio a su hermano Polidoro
cogiéndose las entrañas y encorvado hacia
el suelo, se le puso una nube ante los ojos y
ya no pudo combatir a distancia; sino que, blandiendo
la aguda lanza e impetuoso como una
llama, se dirigió al encuentro de Aquiles”
(XX, 419).
“Al
verlo venir, y mirando con torva faz al divino Héctor,
Aquiles le gritó: Acércate, para que lleve cuanto antes tu perdición
a término”
(XX, 428).
“Pero
Apolo arrebató al troyano de allí, cubriendo todo con densa niebla”
(XX, 438).
b.21)
Canto XXI
En otra embestida, Aquiles
y los suyos logran acorralar
a los troyanos en torno al río Janto, haciéndolos huir o perecer en
sus aguas:
“Así que los troyanos llegaron al vado del
vertiginoso Janto, Aquiles los dividió
en dos grupos. A los del primero echólos el
héroe por la llanura hacia Ilio, haciéndolos huir en
espantada. Los otros trataron de rodear el
caudaloso río, pero cayeron
en sus corrientes con gran estrépito,
nadando acá y allá, gritando y siendo arrastrados
en torno de los remolinos”
(XXI, 1).
Dentro del río, Aquiles
captura a 12 troyanos vivos y logra dar con Licaón, otro de los hijos de Príamo,
al que mata a sangre fría:
“Entonces, Aquiles dejó su lanza
arrimada a la orilla, saltó al río y, con sólo la
espada, comenzó a herir a diestro y siniestro. Cuando tuvo las manos
cansadas de matar, cogió vivos a 12 mancebos dentro del río y se los encargó a sus compañeros de
la orilla, para que los llevasen a las naves y los inmolasen en
expiación de la muerte de Patroclo”
(XXI, 17).
“Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de
Príamo Dardánida, el cual, huyendo, iba a salir
del río”
(XXI, 34).
“Así que logró
asirlo, desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano,
que soltó la lanza y se tendió
ambos brazos. Aquiles puso mano
a la tajante espada a hirió a Licaón en la
clavícula, junto al cuello. Metióle dentro toda la
hoja de dos filos, y el troyano dio de ojos por el
suelo, y su sangre fluía y mojaba el
agua. El héroe
cogió el cadáver por el pie y lo arrojó al río, para que la corriente se lo
llevara”
(XXI, 114).
Tras ello, Aquiles mata a una
docena de troyanos más, y da alcance al joven Asteropeo, al que aplasta
en el suelo y da en pasto a las anguilas del río:
“Aquiles se fue
para los peonios que huían por las márgenes del
voraginoso río y, tras alcanzarlos, dio muerte
a Tersíloco, Midón,
Astípilo, Mneso, Trasio, Enio y Ofelestes”
(XXI, 135).
“Inmediatamente
Aquiles
se dirigió hacia Asteropeo,
hijo de Pelegón. Asteropeo, que
era ambidiestro, lanzó las dos lanzas que llevaba en ambas manos contra
el Pelida, dando una en su impenetrable escudo y rasgando la otra el
codo del héroe, del cual brotó sangre negra”
(XXI, 136 y 161).
“Aquiles logró
llegar a Asteropeo y metióle la espada en su ombligo, derramando en el
suelo sus intestinos. Allí abandonó Aquiles al troyano, bajando su
cadáver al agua y dando sus grasas y riñones a las anguilas y peces
del río”
(XXI, 200).
Es entonces cuando el río Janto
se enfurece y rodea a
Aquiles con sus aguas, estando a punto de ahogarlo. Hasta que Poseidón
y Hera tienen que acudir en su socorro, enviándoles a Hefesto para que
con sus llamas secase el río:
“Estando Aquiles en el centro del río, éste le
atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente
y, arrastrando los muertos por
Aquiles que había en el cauce, arrojólos a la orilla.
Las revueltas olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el
héroe ya no se podía tener en pie. Asióse
con ambas manos a un olmo corpulento y
frondoso, pero éste rompió el borde
escarpado y, arrancado de raíz, oprimió la hermosa corriente con sus muchas ramas,
cayendo entero al río”
(XXI, 233).
“Enseguida Posidón se acercó donde estaba Aquiles,
y le asió de las manos”
(XXI, 284).
“Pero el Escamandro no cedía en su
furor, irritándose aún más contra el Pelión y levantando a lo alto sus
olas”
(XXI, 298).
“Hera, temiendo que el gran río derribara a
Aquiles, envió en seguida a
Hefesto, su hijo amado, para que socorriese pronto a Aquiles”
(XXI, 331).
“Hefesto, arrojando una abrasadora
llama sobre el río Janto, incendió primeramente la
llanura y los cadáveres de los guerreros, y luego secó el campo y el
agua cristalina, que dejó al punto de correr, y empezó a hervir por
todas partes”
(XXI, 342).
b.22)
Canto XXII
Tras la batalla del río Janto, la retirada
del ejército troyano se va concentrando en torno a la
muralla de Troya, hasta que el rey Príamo les abre la puerta y se
refugian en la ciudad:
“Los
troyanos que habían sobrevivido al río Escamandro, huyendo en tropel,
llegaron corriendo a la ciudad. Ni siquiera se atrevieron a esperarse
los unos a los otros, fuera de la ciudad y
del muro, para saber quiénes habían escapado y
quiénes habían muerto en la batalla”
(XXI, 600).
“Los
troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos,
se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban
el sudor y bebían para apagar la
sed; y en tanto los aqueos se iban acercando a la
muralla, con los escudos levantados encima de
los hombros”
(XXII, 1).
No obstante, Héctor
decide queda fuera, extramuros, y con con ánimo de pelear cara a cara contra
Aquiles:
“Sólo
Héctor se detuvo fuera de Ilio, en las puertas
Esceas, esperando inmóvil la llegada de Aquiles y con vehemente deseo
de combatir con Aquiles. Y eso que el anciano Príamo, tendiéndole
los brazos, le decía en tono lastimero: Héctor, hijo querido, no
aguardes a ese hombre, solo y lejos
de los amigos”
(XXII, 7 y 37).
En el duelo entre Héctor y Aquiles,
Héctor busca el lugar más idóneo para la pelea, mientras Aquiles
busca el lugar más desprotegido del cuerpo de Héctor. Hasta que
Aquiles logra matar a Héctor, ata su cadáver a su carro de combate y empieza a dar
vueltas al cadáver de Héctor alrededor de la
ciudad:
“Al
llegar Aquiles, Héctor dejó las puertas Esceas y salió corriendo
hacia las murallas más protegidas de Troya. Cuantas veces el
troyano intentaba encaminarse a
las puertas Dardanias,
Aquiles, adelantándosele, lo
apartaba hacia la llanura”
(XXII, 131 al 188).
“Cuando
por fin ambos guerreros se hallaron
frente a frente, Aquiles arrojó su fornida lanza sobre Héctor, que se
inclinó y provocó que ésta se clavara en el suelo. Héctor
despidió su lanza sobre el Pelida y no erró el tiro, pero dio un bote
en medio del escudo
del Pelida”
(XXII, 246).
“Entonces
sacaron ambos sus sendas espadas, y se lanzaron al vuelo como dos
águilas que van a por la liebre. Hasta que Aquiles observó la parte
del cuerpo de su oponente ofrecía menos resistencia, por el escudo que
llevaba, y clavó su pica en las clavículas que separaban el cuello de
sus hombros. La punta atravesó el delicado cuello de Héctor, y éste
cayó moribundo al polvo”
(XXII, 306).
“Aquiles
ató los tobillos de Héctor a las correas del buey, ató éstas al
carro, y picó a los caballos para que arrancaran. El cadáver de
Héctor fue arrastrado por los caballos, armando gran polvareda, y yendo
a desembocar en los campamentos aqueos”
(XXII, 395).
b.23)
Canto XXIII
Describe los juegos funerarios en honor
de Patroclo, con las 7 pruebas de carrera, carrera de carros,
pugilato, lucha, lanzamiento de peso, tiro con arco y lanzamiento de
jabalina:
“Mientras
gemían los troyanos en la ciudad, los aqueos,
una vez llegados a las naves y al Helesponto,
se fueron a sus respectivos bajeles”
(XXIII, 1).
“Pero
a los mirmidones no les permitió Aquiles que
se dispersaran, y puesto en medio de los belicosos
compañeros, les dijo: Mirmidones, mis compañeros amados.
No desatemos del yugo los solípedos
corceles; acerquémonos con ellos y los
carros a Patroclo, y llorémoslo. Recojamos después los huesos de
Patroclo Menecíada, y
pongámoslos en una
urna de oro, y organicemos para él los sagrados juegos”
(XXIII, 6 y 236).
“Así
habló el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron para celebrar los
juegos, así como los expertos en pugilato, famosos por la lanza,
adiestrados para la lucha, dotados para la velocidad, lanzadores de
lanza, forzudos en tirar bolas de hierro y arqueros de azulados hierros”
(XXIII, 287 y ss).
“Sonrióse
el divino Aquiles, holgándose de sus amigos”
(XXIII, 555).
b.24)
Canto XXIV
Describe el rescate de Héctor. En él, el rey Príamo
y un viejo heraldo se dirigen desapercibidos hacia el campamento aqueo,
y gracias a Hermes logran dar con la tienda
de Aquiles:
“En
el palacio de
Príamo, todo eran llantos y alaridos.
Los hijos, sentados en el patio alrededor del
padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y
el anciano aparecía en medio, envuelto en
un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza abundante estiércol que al
revolcarse por el suelo
había recogido. Las hijas
y nueras se lamentaban en el palacio, recordando
los muchos varones esforzados que yacían
en la llanura”
(XXIV, 159).
“Entonces
fue enviado Hermes por Zeus a Troya, deteniéndose cerca de Príamo y
hablándole quedo: Cobra
ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes,
que no vengo a presagiarte males, sino
a participarte cosas buenas: soy mensajero de
Zeus, que aunque esté lejos, se interesa por
ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar
al divino Héctor, llevando a Aquiles dones
que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún
troyano se te junte, acompañado de un heraldo
más viejo que tú, para que guíe los mulos y
el carro. Yo te guiaré hasta él”
(XXIV, 171).
“El
anciano subió presuroso al carro y lo guió
a la calle. Cuando llegaron al campamento de los mirmidones, Príamo
saltó del carro a tierra,
dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los
caballos y mulas, y fue derecho a la tienda en
que moraba Aquiles”
(XXIV, 322 y 468).
En la tienda de Aquiles, Príamo ruega a Aquiles que le entregue el cadáver de Héctor, y
consigue que Aquiles acepte tras ofrecerle regalos:
“Cuando
Príamo entró en la tienda de Aquiles, hallóle
dentro y sus amigos le servían,
pues acababa de cenar. El
gran Príamo entró sin ser
visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las
rodillas y besó aquellas manos terribles”
(XXIV, 486).
“Príamo
suplicó a Aquiles: Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante
a los dioses, que tiene la misma
edad que yo. Mas yo, desdichadísimo, después
que engendré hijos excelentes en
la espaciosa Troya, puedo decir que de
ellos ninguno me queda. A
por Héctor vengo ahora a las naves aqueas, a fin de redimirlo de ti, y
traigo un inmenso
rescate”
(XXIV, 505).
“A
Aquiles le vino deseo de llorar por
su padre, y asiendo de la mano a Príamo, contestole:
Ah, infeliz, muchos son los infortunios que
tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste venir solo
a las naves de los aqueos? De hierro tienes el corazón. No me irrites
más, oh anciano. Tengo acordado
entregarte a Héctor, pues para ello Zeus
me envió como mensajera a la madre que me
dio a luz”
(XXIV, 518).
“En
seguida desengancharon caballos y mulas,
y quitaron del
lustroso carro los inmensos regalos troyanos por el rescate de Héctor”
(XXIV, 571).
Entre Aquiles y Príamo deciden
darse una tregua de 11 días, para celebrar los funerales
de Héctor:
“Antes
de partir Príamo de la tienda de Aquiles, con el cuerpo de Héctor,
díjole Aquiles: Ahora, Príamo, habla y dime
con sinceridad durante cuántos días quieres hacer
honras al divino Héctor, para, mientras tanto,
permanecer yo mismo quieto y contener el
ejército”
(XXIV, 650).
“Respondióle
en seguida el anciano Príamo: Si
quieres que yo pueda celebrar los funerales del
divino Héctor, durante nueve días
lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos
y el pueblo celebrará el banquete fúnebre,
el undécimo le erigiremos un túmulo y el
duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere”
(XXIV, 659).
“Así,
diciendo, Aquiles estrechó por el puño la diestra
del anciano para que no sintiera en su alma
temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos,
se acostaron, allí en el vestíbulo de
la tienda”
(XXIV, 671).
“Cuando
entró Príamo con el cadáver de su hijo por las puertas de Troya,
prorrumpió todo el pueblo en sollozos
y fue clamando por toda la ciudad. Y el anciano rey les dijo: Venid a
ver a Héctor, troyanos y troyanas, si
otras veces os alegrasteis de que volviese vivo
del combate, pues él era el regocijo de la ciudad y
de todo el pueblo”
(XXIV, 694).
“Dentro
del magnífico palacio, pusieron
el cadáver en torneado lecho, y ningún hombre ni mujer de la ciudad
quedaron sin ir a visitarlo”
(XXIV, 718).
“Por
espacio de nueve días acarrearon
abundante leña. Cuando por décima
vez apuntó la aurora, sacaron llorando el cadáver del audaz
Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le
prendieron fuego. Así hicieron las honras de Héctor”
(XXIV, 782 y 804).
c)
Comentario de la Ilíada
La guerra
de Troya fue un conflicto
bélico entre los propios pueblos
helénicos en torno a la ciudad de Troya.
Posiblemente, una expedición de castigo por parte de
las principales metrópolis helénicas contra su colonia de Troya:
-según Homero, por el rapto que habían
hecho de Helena de Esparta para su príncipe Paris,
-según Herodoto, por las alianzas de amistad que habían hecho con los persas y reinos
asiáticos.
Los antiguos y clásicos griegos
nunca tuvieron ninguna duda respecto al relato de los
hechos, que ellos mismos se transmitían de forma oral y escrita, y a
pesar de los pasajes poéticos y mitológicos que ellos mismos fueron
introduciendo. Así como la arqueología también corrobora esta versión, desde
que el alemán Schliemann excavase en 1870 la colina de
Hisarlik en busca de
Troya, y hallase bajo la Nueva
Ilión las ruinas de las diversas ciudades habían sido habitadas durante épocas distintas.
c.1)
Sobre Troya
Troya fue fundada por los griegos de la isla de Samotracia, que en plena
Edad Oscura se habían adentrado en las costas de Asia Menor a través del Estrecho
de Dardanelos, único punto de unión entre el mar Mediterráneo y
mar Negro. Los samotracios denominaron teucros a sus nuevos habitantes,
surgidos de la mezcla que hicieron los propios colonos samotracios con las
indígenas anatolias, posiblemente emparentadas con los vecinos reinos
asiáticos. Así como llamaron Ilion a la ciudad, pusieron a Atenea como
su protectora y fortificaron sus muros, para que la ciudad no cayese en manos
orientales.
En base a las excavaciones arqueológicas,
se puede decir que la ciudad había pasado por las fases históricas:
-prehistórica, del
2.900 al 1.900 a.C. y bajo nombres de Troya I, II, III y IV, con posibles
poblamientos intermitentes, de escasa continuidad cultural,
-fundacional, del 1.900 al 1.300 a.C. y bajo nombre de Troya V, con claro
establecimiento de población y estructuras, así como riquezas que fue
acumulando,
-esplendorosa, del 1.300 al 1.000 a.C. y bajo nombre de Troya VI y VII,
durante la cual debió suceder una hecatombe a la misma, seguida de una total
destrucción,
-decadente, del 700 al 100 a.C. y bajo nombre de Troya VIII y IX, en que
fue asimilándose a los periodos helenísticos y romanos gracias a su puerto de
Troade,
-final, hacia el año 500 d.C. y bajo nombre de Troya X, en que
desaparece del mapa tras la caída del Imperio romano.
En base a las crónicas escritas
sobre la ciudad, fuera del mundo griego, se puede decir que:
-hacia 1.300 a.C,
Troya recibió una campaña militar por parte de los hititas
y su general Piyamaradu, bajo el reinado del hitita Muwatalli II y según la Crónica
de Manapa Tarhunta, rey del Río Seha y vasallo del Reino Hitita,
-hacia el 1.250 a.C, Troya fue causa de confrontación entre los hititas
y los ahhiyawa, resuelta de forma amistosa en tiempos del rey hitita Hattusili
III,
-hacia el 1.240 a.C, Troya intenta ser ocupada en su trono por el hitita
Walmu, bajo el apoyo del rey hitita Tudhaliya IV y según la Crónica de
Millawanda,
-hacia el 1.215 a.C, Troya deja de tener referencias escritas dentro del
Reino Hitita,
-hacia el 1.188 a.C, Troya fue sometida y sucumbió bajo el reinado del
egipcio Twosret I, según la Lista de Manetón, sacerdote egipcio.
c.2) Sobre la Guerra de Troya
Tuvo lugar en plena Edad Oscura de la
Antigüedad, basculando entre:
-el 1.250 a.C,
según Herodoto, por coincidir con el reinado de Agamenón en Micenas,
-el 1.218 y 1.208 a.C, según la Crónica de Paros del s. IV a.C,
-el 1.194 y 1.184 a.C, según Eratóstenes, gran matemático griego.
Lo que sí parece evidente es que Troya
fue arrasada por este conflicto, posiblemente a través de dos embestidas que
tuvieron lugar:
-en su Troya VI,
del 1.250 a.C. y con apoyo hitita incluido a la colonia griega, según demostró
Kretschmer en 1924 sobre el hitita Tratado de Alaksandu,
-en su Troya VII, del 1.200 a.C. y con destrucción de los restos
micénicos que se habían ido imponiendo sobre la Troya VI, según demostró
Latacz en 1934 en sus análisis de las arenas troyanas.
La mayoría de los habitantes troyanos
murieron o tuvieron que emigrar al exilio. Respecto a los atacantes,
todavía no hay acuerdo total, pero sí evidencias arqueológicas de que:
-partieron a nivel
conjuntado desde la isla de Chipre, durante la Troya VI y según demostró
Demietrou en 1996, en base a coincidentes artefactos arqueológicos a ambas
partes del mar Egeo,
-tuvieron que ver con los piráticos pueblos del mar, durante la Troya
VII y según demostró Carlos Moreu en 2005 sobre la egipcia Crónica de
Medinet Habu, sobre la coalición marítima que se enfrentó a Ramsés III.
Madrid,
1 octubre 2019
Mercabá, artículos de Cultura y Sociedad
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