Semana VIII Ordinaria

Revelación bíblica de Dios

Madrid, 29 mayo 2023
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           Revelar significa, según el Diccionario de la Real Academia, descubrir o manifestar lo ignorado o secreto (1ª acepción), proporcionar indicios o certidumbre de algo (2ª acepción), manifestar Dios a los hombres lo futuro o lo oculto (3ª acepción) y hacer visible la imagen impresa en la placa o película fotográfica (4ª acepción).

           En las 4 acepciones, se nos presenta que revelar tiene que ver con descubrir algo, sacar algo a la luz, quitar el velo, manifestar, dejar al descubierto. Que Dios se revela significa que descubre al hombre su plan de salvación y manifiesta cómo y quién es. Podemos decir que Dios habla al hombre y se da a conocer a través de la Biblia.

a) Biblia y Revelación

           Comenzaré marcando las diferencias de significado entre Biblia, Sagrada Escritura y Palabra de Dios. El término Biblia viene del griego y significa biblioteca o conjunto de libros. En el caso de la Biblia, estamos hablando de un conjunto de libros u obras muy diferentes entre sí, agrupadas en dos grandes bloques, AT y NT. La palabra Testamento tampoco tiene el sentido que actualmente le damos en nuestra lengua, sino que en el mundo hebreo significaba alianza.

           Por tanto, la Biblia es el conjunto de libros que nos hablan de la alianza que Dios estableció con el Pueblo de Israel por medio de Moisés en el Sinaí, y que llevó a su plenitud en Jesucristo. El término Sagrada Escritura es una denominación más eclesial, más teológica. Es un escrito sagrado, no un libro cualquiera, y tiene un valor sagrado.

           El concepto Palabra de Dios tiene connotaciones diferentes, y se trata de una expresión más amplia, más rica, abarcando un campo más amplio. Cuando decimos Palabra de Dios estamos diciendo que es Dios quien habla, que es auto-revelación de Dios o auto-comunicación de Dios.

           No obstante, Dios habla por otras formas y medios, además de la Sagrada Escritura. Es lo que nos dice la Constitución Dogmática del Vaticano II Dei Verbum (DV) sobre la divina Revelación, que también abarca a la Tradición apostólica, venida de los apóstoles y que la Iglesia conserva porque en ella también se nos transmite lo que Dios quiere que conozcamos, en relación a nuestra salvación. En efecto:

“La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas, manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La tradición recibe la palabra de Dios encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de lo revelado Y así han de recibir y respetar con el mismo espíritu y devoción” (DV 9).

           Aclara DV que el oficio de interpretar la Palabra de Dios oral o escrita ha sido encomendado solo al Magisterio vivo de la Iglesia, que no está encima de la Palabra sino a su servicio (DV 10). Eso no quita que el Espíritu sople en los fieles para interpretar la Biblia, pero siempre a la luz de los criterios generales y claros del Magisterio. Yo utilizaré más el término Biblia.

           Una vez hecha esta aclaración, ya entenderemos un poco la relación entre Revelación y Biblia. Dios se revela dentro de esta Tradición a través de la Sagrada Escritura, que creemos ha sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo. Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano (DV 12).

           Por lo tanto, el intérprete de la Escritura (para conocer lo que Dios quiso comunicarnos) debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer. De aquí que se necesite estudiar la Biblia, los géneros literarios, el autor, el contexto en el que fue escrita, cómo fue redactado el libro y el tiempo durante el cual se redactó. Un tema de suma importancia, ya que “en los libros sagrados el Padre del cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos, para conversar con ellos” (CIC 104).

b) Revelación de Dios en la Biblia

           Tiene lugar según dos rasgos que yo señalaría: de forma progresiva y en la historia. Ambos se pueden formular como uno solo: progresivamente en la historia del hombre.

           Progresivamente quiere decir que Dios condesciende con el hombre, tal como recuerda DV: “Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita” (DV 13).

           Con este criterio de adaptación (a lo que el hombre puede entender) hay que interpretar el AT, donde aparecen pasajes sangrientos, o temas que a la luz del NT son incomprensibles. Dios va preparando a la humanidad sellando una alianza de amor, y anticipando así la venida del Mesías a través de los profetas y de los acontecimientos históricos.

           El NT ofrece ya esa plenitud de la revelación (DV 17), pues cuando llegó la plenitud de los tiempos la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). En Cristo, Dios Padre revela en plenitud el proyecto de salvación al hombre. Luego Dios se revela, se manifiesta, habla a los hombres a través de la historia de un pueblo (el pueblo elegido, el pueblo de Israel) de forma progresiva, hasta que llega la plenitud de los tiempos en Cristo. Como dice el Catecismo, “el Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres” (CIC 101).

           Son hermosas las palabras de San Ireneo respecto a esta forma que tiene Dios de revelarse, mediante acciones y palabras íntimamente ligadas (DV 2), y explicando esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: “El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre según la voluntad del Padre” (CIC 53).

c) Contenido de la Revelación

           En el Génesis se nos manifiesta que Dios está en el origen, que es creador y que crea al hombre libre. Éste se aleja de Dios desobedeciéndole y así entra el pecado. Pero Dios no abandona al hombre, sino que le da la promesa de la salvación: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo, el te herirá en la cabeza pero tú solo herirás su talón” (Gn 3,15). Dios decide, desde el comienzo, salvar a la humanidad a través de una serie de etapas (CIC 56).

           La alianza con Noé (Gn 6) después del diluvio expresa el principio de la economía divina con las naciones, aunque poco después el hombre siga alejándose de Dios, como lo expresa el pasaje de la torre de Babel (Gn 11). Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abran (CIC 59) y abre paso a la etapa de los patriarcas, que iría del 1850 a.C. al 1250 a.C (en fechas aproximadas). Dios promete a Abrahán un gran pueblo y Abrahán creyó, consolidando su fe hasta el punto de estar dispuesto a entregar a su hijo Isaac (Gn 22), el hijo de la promesa.

           Se trata de una promesa que se mantiene viva a través de Isaac, Jacob y sus doce hijos. Uno de los hijos de Raquel, mujer de Jacob, salva a Israel por su capacidad de perdonar, y de ver la mano de Dios en los acontecimientos. Así, el pueblo de Israel acaba en Egipto, donde también Dios sacará adelante su plan de salvación, eligiendo instrumentos falibles, con sus pecados y sus cualidades. 

           Hacia 1250 a.C. entramos en una nueva etapa, la del Éxodo, en la que Dios elige a Moisés para liberar al pueblo de la esclavitud a que le estaba sometiendo Egipto, y conducirlo a la tierra prometida. Se trata de una etapa fundamental en la historia de la salvación, a través de este personaje fascinante que fue Moisés, elegido y preparado por Dios para la misión que le encomendaba. Confluyen en él la capacidad del líder fiel a Dios, contemplativo y activo a la vez, y desprendido de la misión. Se queda mirando la tierra prometida pero no entra en ella. Dios sella una alianza con su pueblo, le libera de forma portentosa y le entrega la ley.

           La siguiente etapa de la historia de la salvación sería la de los Jueces (ca. 1150 a.C), grandes líderes de Israel que con carácter carismático gobernaban las tribus, tales como Débora, Gedeón, Sansón o Samuel. Hacia el 1010 a.C. se inicia una nueva etapa en la historia de la salvación: la monarquía. El pueblo pide un rey (1Sm 8) y Dios condesciende con el hombre una vez más, dándole al rey Saúl.

           No obstante, será David quien consolide las fronteras del Reino, como instrumento de los planes de Dios a pesar de su pecado. Con Roboán, hijo de Salomón, hijo a su vez del rey David, el pueblo se divide. El reino del Norte (o Israel) es invadido por Asiria hacia el 931 a.C, y en el 721 a.C. desaparecerá. El reino del Sur (o Judá) es invadido por Babilonia en el 587 a.C. y durante 250 años sufrirá la dura experiencia del destierro.

           ¿Acaso Dios les había abandonado? No tienen tierra, el templo había sido destruido, y el pueblo sufre una dura purificación, mientras mantiene la añoranza y el deseo del regreso. Recordad al salmista: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar acordándonos de Sión, en los álamos de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Los que allí nos deportaron nos pedían canciones, y nuestros opresores que les cantáramos una canción de Sión. Pero ¿cómo cantar una canción al señor en tierra extranjera?” (Sal 137,1-4).

           En un misterioso plan de salvación, Dios inspira al rey Ciro de Persia que los pueblos desterrados puedan volver a su tierra, entre ellos los exiliados judíos. Era el año 538 a.C, año del Decreto de Ciro y del inicio del retorno, junto a la reconstrucción del templo de Jerusalén.

           Hasta que llega la dominación griega del año 333 a.C, con la invasión de Alejandro Magno y su posterior división territorial bajo las dinastías de los Tolomeos y Seléucidas, que comienzan a gobernar el país. En esta etapa se produce la Revuelta de los Macabeos, que acaba creando cierta autonomía dentro de la situación de país dominado. En el año 63 a.C, la llegada de Pompeyo dará lugar a un nuevo invasor: Roma.

           En todas estas etapas, los profetas fueron fundamentales para sostener al pueblo en la tensión de la promesa, anunciando la salvación y denunciando el pecado. Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna, destinada a todos los hombres (Is 2,2-4) y que será grabada en los corazones (Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49, 5-6; 53,11).

           Y junto a los profetas, serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza (CIC 64). En efecto, se refiere el Catecismo a los anawin, “los pequeños”, de importancia vital para entender la acogida del Mesías en el NT. El término anawin aparece en muchos de los libros veterotestamentarios, y hace referencia a los humildes, que saben dejar sus tribulaciones en manos de Dios, confiando en que él los sacará adelante. Es lo que encontramos en el destierro del siglo VI a.C, cuando un resto de Israel fue deportado a Babilonia, y frente a la tentación de poder llevar una vida opulenta, o asumir las costumbres paganas, decidieron permanecer fieles.

           La historia de la salvación es una verdadera escuela de vida, y en ella el pueblo buscaba al Señor. En la época de los patriarcas el pueblo era nómada y vivía desinstalado, esperando a Yahveh delante de la columna del pueblo, cuya presencia aparecía en forma de nube y garantizaba la victoria frente a los enemigos. En la etapa de la monarquía el pueblo se acomoda, y aparecen los pecados de idolatría, injusticia y enriquecimiento, tal como denuncia Amós.

           La etapa del destierro significó la purificación, la interpretación de la historia y el cambio de actitudes. Con la vuelta del destierro hay una tendencia a reforzar lo propio del judaísmo y a reconstruir lo antiguo, con los peligros de soberbia que eso podía conllevar. Sin embargo, tanto en ésta como en el resto de etapas, siempre fue ese pequeño resto el que supo interpretar lo que estaba aconteciendo, purificar las heridas y reconocer en Cristo al Mesías. La gran anawin sería María de Nazaret, quien recibió la llamada de Dios y la acogió sin fisuras, como la “pobre de Yahveh”.

           Dios, por tanto, se manifiesta a través de la historia concreta de un pueblo. Pero, partiendo de aquí, ¿cuál es el núcleo del contenido de la revelación?

           En el AT resuena una palabra sobre las demás: berit, que quiere decir alianza o vínculo que Dios establece con su pueblo. En el Sinaí el pueblo liberado entró en alianza con Yahveh, y así fue como el culto de Yahveh vino a ser su religión. La Alianza indica el designio de Dios para con su pueblo, y aquello que Dios reveló de forma definitiva: que quiere asociarse a los hombres, haciendo de ellos una comunidad regida por su ley y depositaria de sus promesas.

           En el Sinaí fue puesta en marcha esa Alianza, y poco después echó a andar de forma ambigua e imperfecta, hasta la llegada de la Nueva Alianza de Cristo. Recordemos las palabras del Señor: “esta es mi sangre, sangre de la alianza que se derrama  por todos” (Mc 14,24), añadiendo: “para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). En la promesa abrahámica Dios ofreció al hombre su amor y su amparo. Una promesa-alianza que manifiesta el contenido último de la revelación: que Dios es amor.

           A la luz del NT podemos resumir el contenido de la salvación en lo que llamamos kerygma. La palabra kerigma viene del griego y significa “anuncio o proclamación”. Una condensación del kerigma lo tenemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en boca de Pedro:

“Israelitas, oíd estas palabras: A Jesús el Nazareno, hombre acreditado por Dios ante vosotros por los milagros, signos y prodigios que realizó Dios a través de él entre vosotros como bien sabéis, lo matasteis clavándolo por manos impías, entregado conforme al designio previsto y aprobado por Dios. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Hch 2,22-25).

           Se trata del germen del kerigma, que en realidad es el contenido de la revelación. En el AT Dios manifestaba que amaba al hombre sellando una Alianza, y en el NT Dios acaba manifestando su plan de salvación. Podemos distinguir los siguientes temas que componen el kerigma:

           1º Dios es amor. Dios ama al hombre con un amor personal, único, infinito y permanente. Dios conoce al hombre desde el amor. Así dice el salmista: “Señor tú me examinas y me conoces, sabes cuando me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos” (Sal 139,1-2). Se trata de un amor firme y estable (de padre), tierno y acogedor (de madre). La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) manifiesta ese amor de misericordia de Dios para con el hombre, un amor que se basa en la realidad de que el hombre es hijo de Dios en el Hijo.

           2º Sin embargo, el hombre se aleja de Dios por el pecado, rechazando el amor de Dios. Reniega de su ser criatura (y su vocación de crecimiento) e intenta ser como Dios (sin relación alguna relación con él). El pecado es no creer a Dios, es una rebelión contra Dios, que esclaviza al hombre y le produce la muerte, pues el hombre por sí mismo no puede salir de esa situación.

           3º En esa situación, Dios decide salvar al hombre. Ésta es la Buena Noticia, pues “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo” (Jn 3,16). ¿Y cómo lo salva? A través de Cristo, por su encarnación, muerte, resurrección y glorificación, como único mediador entre Dios y los hombres, y el único capaz de vencer el pecado. Como expresa el mismo Pablo: “siendo él de condición divina, se despojó de su grandeza y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y humillándose a sí mismo, hasta la muerte de Cruz (Flp 2,6-11).

           4º La fe es el medio para acoger la salvación en Cristo Jesús. DV expresa que la revelación debe recibirse con fe, al explicar que “cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela.

           Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios que se adelanta y nos ayuda junto con el auxilio interior del Espíritu Santo que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos el gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre puede comprender cada vez más profundamente la revelación el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones” (DV 5). Luego la fe es obediencia, asentimiento libre a lo que Dios nos  revela.

           5º La fe lleva a la conversión, a un cambio interior que conlleva una transformación y cambio de vida. Es a lo que se refería Jesús al decir a Nicodemo que había que nacer de nuevo, pues “el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). La conversión lleva a reconocer a Jesús como Señor, al entregar la vida a su señorío.

           6º Jesús no nos deja solos, sino que nos envía al Espíritu Santo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Se trata de una nueva vida en el Espíritu que se vive en comunidad, y que en la llamada a vivir en comunión y fraternidad mantiene la fuerza del testimonio de los creyentes.

           Estos son los puntos fundamentales del kerigma, y que nos muestra el NT en una lectura salvífica. Dice Dei Verbum que “por medio de la revelación Dios quiso manifestarse a sí mismo y sus planes de salvar al hombre para que el hombre se haga partícipe de los bienes divinos que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6). El hombre está llamado a la santidad como vocación última, que no es sino la perfección en el amor.

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 29/05/23     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A