El Dios trino del NT

Madrid, 13 julio 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           Enlazamos con el NT con una frase del apóstol Juan, que dice que “a Dios nadie lo ha visto, sino el Hijo único, que está en seno del Padre y nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

           En efecto, la luz está presente en la Biblia en la vida, muerte y resurrección de Jesús. En él Dios ha realizado su gesto supremo. En Jesucristo Dios se nos ha dado a conocer (Col 1,27, 2,2, Ef 2,18; 3,12) y tenemos acceso al Padre. En él se abrieron los cielos, y se nos revela lo más íntimo de Dios: su amor. Esto ya se presentía en el AT, en clave de alianza y mandamientos (Dt 6,5), pero bajo un lenguaje aún opaco. Hasta que en el NT aparece con total claridad: “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?” (Rom 8,32). Jesucristo es irradiación de la gloria de Dios sobre nuestros rostros (2Cor 3,18), así como capaz de concedernos el poder divino intrínseco (Jn 16,23).

a) Dios Hijo

           Para explicar quién era Jesucristo, la Iglesia primitiva recurrió a una serie de nombres o títulos identificativos, comenzando por el propio nombre dado por el ángel en su anunciación: Yeshúa, en arameo Dios salvador (CIC 430). Se trata de un nombre propio (Jesús, en griego) que expresa a la vez su identidad y misión (Lc 1,31), y entronca directamente con el título de Enmanuel (Mt 1,23) profetizado por Isaías (lit. Dios con nosotros, en hebreo). Porque el Señor nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20) y no hay mejor manera de hacerlo posible que mediante un Dios cercano, que salva al hombre haciéndose hombre.

           El NT también aplicó a Jesús el título latino Christus (lit. Ungido), para referirse a él como al Mesías esperado, lleno del Espíritu de Dios. Así como el título griego Kyrios (lit. Señor), en más de 700 ocasiones. En cuanto al título griego Logos (lit. Verbo), éste sólo aparece en el evangelio de Juan para referirse a la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,1), aludiendo a que Dios cumplió la Promesa hecha a los hombres, un cumplimiento que tuvo lugar en su propio Hijo, en adelante comunicador de las entrañas de Dios.

           El término Hijo de Dios es aplicado a Jesús por el NT en muchas ocasiones, y casi siempre como confesión personal de fe en él. Ante el milagro de hacer caminar a Pedro sobre las aguas, por ejemplo, los discípulos acaban confesando que Jesús es el Hijo de Dios (Mt 14,33). El título Hijo del hombre aparece en los 4 evangelios, y casi siempre es el que se aplica Jesús a sí mismo, como cuando dice que “el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, que le darán muerte” (Mc 9,31), refiriéndose a sí mismo.

           El título Hijo de David indica la descendencia física y genealógica de Jesús, como miembro de la línea davídica de reyes judíos (Mt 1,1), y casi siempre es utilizado por personas de fuerte raíz judía y religiosa, para referirse al momento histórico de la venida de Jesús, que pasaba por allí (Lc 18,37-40). El título de Cordero de Dios es aplicado por el NT para referirse al Dios que muere por el hombre (Jn 3,16), y fue el exclamado por el Bautista para presentar la finalidad de su misión: “Ese es el Cordero de Dios, que quitará el pecado del mundo” (Jn 1,29).

           En cuanto a otros títulos aplicados a Jesucristo, el NT se refiere a él como la Luz del mundo (Jn 8,12), Rey de Israel (Mt 27,42), Maestro mío (Jn 20,16), el Elegido (Lc 23,35), Sumo Sacerdote (Hb 4,15)... así como habla de él  como profeta (Lc 4,24), defensor (Jn 14,16), alfa y omega (Ap 22,13), estrella de la mañana (Ap 22,16)...[1].

b) Dios Padre

           Jesucristo revela principalmente que Dios es Abba (lit. Papá, en arameo), término común con que los judíos llamaban a sus padres. Se trata de una expresión con la que Jesús declara la paternidad de Dios y la filiación divina de todos los seres humanos, en estrecha e íntima relación de padre e hijo. Con ella, Jesús nos muestra nuestra actitud y relación con Dios Padre, que ha de ser de confianza, intimidad, y sumisión (las propias de un hijo hacia su padre). Y también la forma de rezar, que ha de comenzar siempre llamando a Dios Padre (Lc 11,2-4).

           En la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) nos muestra el NT cómo es ese Dios que Jesús llama Padre[2], caracterizado por los rasgos de:

-gratuidad, al dar su herencia estando todavía vivo, y repartirla sin calcular los méritos,
-libertad, al no forzar la vuelta de su hijo, ni entrometerse en sus asuntos,
-paciencia, al presentir que su hijo se ha perdido, y seguir aguardándole con asiduidad,
-sabiduría, al dejar de lado su poder y conocimiento, y decantarse por las entrañas y ternura,
-fidelidad, al abrazar y besar a su hijo, en vez de castigarlo,
-magnanimidad, al reparar los estragos sufridos por su hijo, haciéndole una fiesta.

           Desde esta contemplación de Dios Padre, brota en el hombre una espontánea experiencia que lleva a decir: “Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el hombre que se acoge a él” (Sal 34,9). Pues ante la paternidad de Dios el hombre se siente protegido y cobijado, y arropado aún en la oscuridad o el desaliento. Ese es el Dios Padre que nos revela Jesucristo, que nos enseña a vivir con libertad y como hijos suyos, y nos invita a morar eternamente en la casa del Padre. Es el Dios clemente y misericordioso del AT (Ex 34,6), que en el NT nos muestra su rostro en Jesucristo.

           En efecto, en el AT Israel llamaba a Dios Padre, en cuanto Creador del mundo y del hombre. En el NT, Jesucristo llama a Dios Abba, en cuanto Padre suyo y Providente del hombre y del mundo (Mt 6,26-28). No obstante, “todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27), recuerda Jesús, a forma de concluir que esa relación paternal entre Dios y el hombre sólo puede darse si es a través de él.

c) Dios Espíritu Santo

           Jesucristo también revela que Dios es Espíritu, y repetidamente dice a los apóstoles que no les dejará solos, sino que les enviará al Espíritu Santo (Jn 16,13), conocedor de lo íntimo de Dios (1Cor 2,11).

           Si nos aproximamos a las referencias que hay en la Escritura sobre el Espíritu Santo, veremos que aquella describe a éste bajo imágenes simbólicas y sustanciosas, trasportándonos a través de ellas a su realidad trascendente y a su eficacia transformadora, como tercera persona divina que es. Así, pues, se puede decir que el Espíritu Santo es:

           1º Agua de Dios. Que nos remonta al río creacional de cuatro brazos (Gn 2,10) y al agua purificadora y espiritual del Padre: “Os rociaré con un agua pura que os purificará, de todas vuestras impurezas e idolatrías. Y os infundiré un espíritu nuevo, arrancando vuestro corazón de piedra y dándoos un corazón de carne” (Ez 36,25). En el NT, el Bautista ofrece a todos un bautismo de agua (Mt 3,11), y Jesús recuerda a Nicodemo que tiene que nacer de nuevo del agua y del espíritu (Jn 3,5), así como ofrece a la samaritana un agua por la cual no volverá a tener sed (Jn 4,10).

           2º Fuego de Dios. Que nos remonta a la energía transformadora de Dios, que asoló Sodoma y Gomorra (Gn 19,24), al Egipto faraónico (Ex 9,23) y al país de Gog y Magog (Ez 38,22), así como destrozó en el Monte Carmelo los altares baales de los fenicios (1Re 18,20-40), y en el río Jordán se llevó a Elías al cielo (2Re 2,11). En el NT, ya el Bautista desprendía el fuego del espíritu de Elías (Lc 1,17), y se dedica a anunciar un bautismo de fuego, del Espíritu Santo (Mt 3,11). En Pentecostés, unas llamaradas de fuego se posaron sobre todos los que estaban reunidos (Hch 2,3), y quedaron llenos del Espíritu Santo (Hch 2,4).

           3º Aceite de Dios. Que nos remonta a la unción con óleo sobre todos los elegidos por Dios, como el rey David (1Sm 16,13) y “como ungüento derramado en la cabeza, que baja por la barba de Aarón hasta la orla de su vestido” (Sal 133,2). En el NT, el aceite o gracia del Espíritu unge al hombre destinado para la misión (Hch 13,3), capacitándolo para instruir y convertir, y saber usar las palabras convenientes a cada uno (Col 4,6).

           4º Viento de Dios. Que nos remonta al viento creacional que se cernía sobre las aguas (Gn 1,2) y aliento de Dios que dio vida al hombre (Gn 2,7) y le hizo revivir de la muerte (Ez 37,5). En el NT, se trata de un viento misterioso que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va (Jn 3,8), dominador de la naturaleza (Mt 7,25) con capacidad para transformarla (Ap 7,1), y al servicio de Cristo (Mc 4,39). Es el viento que irrumpe en Pentecostés (Hch 2,2) cambiándolo todo, abriendo las ventanas del alma para que entre el impulso de Dios.

           5º Nube y Luz de Dios. Que nos remonta a la nube que iba delante del pueblo de Israel (Ex 13,21) y encubrió la presencia de Dios en el Sinaí (Ex 19,16) o templo de Jerusalén (1Re 8,10), a veces oscura y otras luminosa. En el NT, se trata de dos símbolos inseparables (CIC 697) que revelan la trascendencia y gloria de Dios, como nube presente en la máxima revelación de Cristo (Mt 17,5) y juicio final de Cristo (Mc 14,62), y en la que el Espíritu comunica las profundidades de Dios (Mc 9,7). Es la luz que transforma (Mt 17,2) y debe mantener transformado al discípulo (Mt 5,14.16; Ef 5,8; 1Jn 2,9-11), al sumergir en el ser divino (Jn 1,4; 1Jn 1,5) y transportar a las alturas de Dios (1Tes 4,17).

           6º Dedo y Mano de Dios. Que nos remonta al dedo que escribió los mandamientos de Dios (Ex 31,18) o a la mano con que los patriarcas transmitían a los primogénitos la bendición de Dios (Gn 27,21-22), como señal ejecutora del poder de Dios (su dedo) o bendición de Dios (su mano). En el NT, se trata de un Espíritu que con su dedo escribe la ley de Dios en el corazón humano (2Cor 3,3), o con su imposición de manos muestra su presencia (Hch 8,17), nombra apóstoles (2Tim 1,6), bendice a los niños (Mt 19,13) o sana a los enfermos (Mc 16,18), como signos de su efusión espiritual (Hch 8,17).

           Hay otras imágenes sobre el Espíritu Santo que aparecen esporádicamente para manifestar algún atributo de Dios. Así, en el Cantar de los Cantares se representa al Espíritu divino como al Beso de Dios, “de mejor sabor que el vino, de olor más exquisito que el de los perfumes, de amor más noble que el de las doncellas” (Cant 1,2-3). De ese vino que aparentemente llenó a los apóstoles en Pentecostés (Hch 2,13), de ese perfume que ungió a Jesús en Betania (Jn 12,1-8), de esa novia que fue llamada a las bodas del Cordero (Ap 19,7).

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 13/07/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] Sería un buen ejercicio oracional interiorizar la pregunta:¿Quién es Jesús para mí? E ir contestando desde los títulos y nombres dados a Jesús, experimentándolos en nuestra vida y dejando que el mismo Dios nos haga entender su sentido.

[2] cf. MORENO, I; El poder de la misericordia, ed. Sereca, Madrid 2017, pp. 36-41.