Dios y la Samaritana

Madrid, 7 septiembre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           Los samaritanos eran un grupo étnico y religioso proveniente de las tribus de Manasés y Efraín (hijos de José), y de aquellas tribus del Norte que el año 925 a.C se rebelaron contra el rey Roboam (hijo de Salomón) y separaron al Norte del Sur, trasladando su capital a Samaria bajo el rey Omrí, el año 875 a.C.

           La Biblia cuenta que el 740 a.C aquella zona de Samaria fue conquistada por Asiria, que desterró sus élites intelectuales al exilio y que mezcló la población que quedó con gente foránea, bajo cierta instrucción religiosa similar a la judía. Los samaritanos surgen de esta mezcla, reconociendo la Torah pero careciendo de una élite religiosa ortodoxa, así como no siendo considerados puros por parte del resto de Israel, cuando éste pudo volver a reunificar sus dominios (el año 538 a.C).

           En tiempos de Jesús, la situación de la mujer israelita tampoco iba mucho más allá que la de los samaritanos. Por ley general, la mujer no participaba en la vida pública, y cuando salía a la calle debía llevar la cara cubierta con un tocado (dos velos sobre la cabeza), diadema sobre la frente y cintas hasta la barbilla, con la idea de pasar desapercibida (y bajo pena de despido, por parte del marido). La buena educación prohibía encontrarse con una mujer a solas o mirar a una mujer casada, así como consideraba un deshonor dedicarle un saludo. Dentro de casa, las hijas debían pasar a cualquier sala después de los muchachos, y su formación se limitaba a la costura y a los trabajos domésticos. Tenían los mismos deberes que los hijos, pero no los mismos derechos, incluso a la hora de repartir la herencia.

           El hecho de que Jesús hablara con las mujeres, por tanto, fue algo totalmente escandaloso para las costumbres judías. Pero Jesús no cejó en su empeño de elevar el rango social de la mujer, ya que él era algo más que judío o ciudadano de la Antigüedad. Y puso a la mujer en total igualdad con el hombre, según Dios lo había establecido en un principio (Mt 21,31-32).

           En el aspecto temporal, nos dice Juan que Jesús abandonó Judea y volvió a Galilea (Jn 4,3), atravesando Samaria (Jn 4,4) y llegando a un pueblo llamado Sicar (Jn 4,5), cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José[1].

           En cuanto a la lectura existencial del texto, Jesús aparece con toda su cualidad humana, fatigado, cansado y sediento, a pleno mediodía (Jn 4,6). Entonces ve un pozo[2], encuentra a una mujer y se pone a hablar con ella. Esta es una de las características del encuentro: el diálogo, por medio del cual Jesús va ir llevando a aquella mujer a la profundidad de Dios.

           Jesús abre fuego pidiendo agua[3] a la samaritana, una mujer herida por la marginación y el desamor, que pasaba por allí (Jn 4,7) y a la que Jesús trata como persona, de igual a igual y no como un trapo sucio. Un gesto que para ella era ya sanador, aunque de momento de forma pasajera. Tras lo cual, Jesús la va invitando a conocer realmente a Dios, al Dios vivo (Jn 4,10). Entonces la mujer presenta a Jesús sus limitaciones: “¿cómo tener agua viva?” (Jn 4,11). Aún no interpretaba qué era esa agua de la que le hablaba Jesús, y se queda en lo superficial, en el agua del pozo. Jesús se sigue revelando a ella y le explica en qué consiste esa agua por la que no volverá a tener sed (Jn 4,13). Endereza así el diálogo del nivel visible al alegórico, buscando el mejor momento para entrar en lo espiritual. La mujer ha olvidado ya su 1ª herida (la marginación), y empieza a sentir atracción por esa agua, a la que ese judío le ha invitado a conocer: “Señor, dame ese agua, y así no tendré más sed” (Jn 4,15).

           Sigue Jesús llegando más al fondo, y destapa a la mujer la 2ª herida de su vida, que es la de no haber encontrado el verdadero amor (Jn 4,17). Jesús le recuerda que ha tenido ya 5 maridos, y que con el que está ahora no es su marido (Jn 4,18). Pero la mujer no se arrepiente de ello, e incluso esquiva las palabras de Jesús desviando el diálogo a su vertiente religiosa, escapando del aprieto personal y volviendo a poner la pelota en el tejado de aquel judío, que debía ser uno de tantos profetas judíos más (Jn 4,19).

           La samaritana devuelve así el diálogo a su nivel superficial, sobre cuestiones cultuales y sobre si los samaritanos debían dar culto a Dios o no en Jerusalén (Jn 4,20). Pero Jesús va más allá de las normas y de los lugares de culto, y le revela directamente, y sin más tapujos, al Dios Trinitario, que es Padre, Espíritu y Verdad (Jn 4,23).

           Llegado a este punto, y rebajando de nuevo la intensidad impuesta por Jesús, la samaritana propone el tema de la llegada del Mesías (Jn 4,25), sin perder la curiosidad. Entonces Jesús se manifiesta totalmente, completando definitivamente aquel corazón que ha ido moldeando desde el principio, y quizás porque ya estuviese preparado: “Soy Yo, el que habla contigo” (Jn 4,26).

           La mujer está ya totalmente convertida, y sale corriendo (Jn 4,28) a comunicar la buena noticia de Jesús (Jn 4,29), arrastrando a la gente alejada hacia Jesús (Jn 4,30). Aquella mujer ha llegado al fondo de su ser y ha cambiado por completo, en un proceso desconocido por los apóstoles (Jn 4,27a) y en el que prefieren no entrometerse (Jn 4,27b).

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 07/09/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] Un terreno y una adquisición que relata Gn 33,18-19, al describir cómo Jacob:

-regresó de Harán a Canaán, con toda su familia y abundante ganado,
-se estableció a las afueras de Siquén,
-compró el terreno en cuestión, pagando por él 100 monedas de plata a los hijos de Hamao.

           Un terreno que, a nivel familiar:

-Jacob dejó en herencia a su hijo José (Gen 48,21-22),
-José nunca habitó, pues murió en Egipto sin apenas volver a Israel (desde que fue vendido por sus hermanos),
-fue en el que se enterró a José, por parte de los hijos de Manasés (hijo de José)
.

[2] El famoso Pozo de Jacob. No obstante, cualquier pozo en Israel era algo más que mera cavidad subterránea, surtidora de agua. Pues era el lugar del encuentro, como el tenido por Isaac y Rebeca (Gn 24,15-23), Jacob y Raquel (Gn 29,9-13) o Moisés y Séfora (Ex 2,16-21), todos ellos relacionados con el enamoramiento y boda posterior. Así como también simbolizaba para la Escritura la fecundidad femenina de la esposa (Prov 5,15) o la fecundidad espiritual de la vida (Cant 4,15).

[3] Otro de los grandes símbolos de la fecundidad, al estar presente en:

-la Creación, como un río de cuatro brazos,
-el Diluvio, cuyas aguas lo destruyen y regeneran todo de nuevo,
-el mar Rojo, cuyas aguas se abren para los israelitas, y muestran el poder de Dios sobre la naturaleza,
-la Purificación, de cuyas aguas revitalizadoras habla Ez 15,4-9,
-el Templo escatológico, de cuyas aguas celestiales habla Ez 47,1-12.

           Un agua que Jesús siempre interpretará como satisfactoria de la sed espiritual, ya sea con la samaritana o desde la Cruz, salida de su costado abierto o recibida en su bautismo. Un agua espiritual que Jesús dispensa a todos aquellos que todavía no le conocen, o que necesitan para poder pasar a la vida eterna.