Justicia bíblica

Madrid, 19 octubre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           El término justicia admite dos acepciones en la Escritura. Evoca en primer lugar el orden jurídico, en tanto que el juez dicta justicia dando a cada uno lo que le es debido. De ahí que la justicia (צדק, lit. conmuta) sea la virtud moral que designe la observancia integral de todos los mandamientos divinos, capaz de aportar gloria a Dios, y recibir a cambio lo merecido. Esta es la 1ª línea de comprensión del sentido justicia en la Biblia, propia del AT.

           Pero hay otra 2ª línea o corriente de pensamiento bíblico, propia del NT, que refiere el término justicia al orden impuesto por Dios para la creación. Se trata de una justicia (pistoteia, lit. credibilidad) más amplia, que se acerca bastante al contenido del término fidelidad. En relación a esta acepción, comentará el apóstol Pablo que la justicia revelada por Dios (en Jesucristo) es una justicia salvífica, en orden a su misericordiosa fidelidad.

           En el AT, la antigua legislación hebrea exigía a los jueces integridad en el ejercicio de su función (Dt 1,16), como participación en una labor que era exclusiva del rey (Prov 16,13). Y entre los rasgos que había de tener el juez hebreo (Dt 25,1), estaban los de hacer reparar (al delincuente) y rehabilitar (al inocente). Se intentaba evitar así el atropello de los poderosos hacia los débiles, aunque tal doctrina no pasase de la teoría, y los profetas tuviesen que estar permanentemente denunciando las prácticas u omisiones injustas de Israel.

           Por otro lado, una conducta legalmente irreprochable exigía en Israel la observancia integral de los preceptos divinos, a forma de justicia teocrática o religión nacional. De ahí que la justicia tuviese que admitir una vertiente de recompensa (Prov 21,21), así como un contenido a través del cual recompensar: la sabiduría, ejercitada a través de la templanza, prudencia y fortaleza, virtudes acompañantes de la justicia. De hecho, llega un momento en Israel (con Salomón) en que es la sabiduría (y no la conmuta de dar-recibir) la que hace impartir justicia.

           En el NT la exhortación a la justicia no pivota en torno a su sentido jurídico, ni tampoco filosófico. Y tampoco está en el centro del mensaje de Jesús. En el evangelio no hallamos ninguna reglamentación de los deberes ciudadanos, ni una evocación insistente de los derechos de los oprimidos. Posiblemente porque en tiempos de Jesús la ejecución de la justicia correspondía a los romanos, y en ese sentido Jesús no quiso meterse a reformador social o mesías nacional.

           Son escasos, por tanto, los vestigios conservados sobre injerencias de Jesús en el campo de la justicia civil, aunque sí hay un texto clarificador, sobre los gobernantes:

“Obedeced y haced lo que os digan, pero no imitéis su ejemplo, porque ellos no hacen lo que dicen. Porque ellos atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen sobre las espaldas de los hombres. Pero ellos no están dispuestos a mover un solo dedo, para también cumplir” (Mt 23,3).

           Una condena de la práctica jurídica con la que Jesús:

-repara al delincuente, denunciando el fariseísmo de la ley, a cuyos partidarios tildará en otro momento de hipócritas, raza de víboras y sepulcros blanqueados;
-rehabilita al inocente, acogiendo a los agraviados públicos, como hará en otro momento con los leprosos, la adúltera o la pobre viuda.

           Para Jesucristo, la verdadera justicia es la que adquiere una vertiente piadosa, yendo más allá del mero (y fracasado) cumplimiento de unos preceptos escritos. Es la justicia de la voluntad de Dios, primera y última ley que siempre hay que cumplir, y cuya promulgación implica una novedad bíblica total. Porque la justicia no consiste ya en cumplir unos mandamientos, sino en vivir el espíritu de esos (y del resto) mandatos de Dios, haciendo constantemente la deliberada (y no tanto escrita) voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es una sola, añade Jesús: creer en el Hijo que él envió (Jn 6,35-40).

           Por otra parte, podemos encontrar también en el NT una relación entre justicia y santidad, relacionada ésta última con un estilo de vida piadosa. Por esta razón es considerado José un hombre justo, así como Simeón. Un tipo de vida justa (santa) que aquí abajo viven un corto número de personas, pero que el NT anhela y va construyendo para que un día impere en la sociedad: “Nosotros, sin embargo, y según la promesa de Dios, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en que habite la justicia” (2Pe 3,13).

a) Juicio consolador de Dios

           Sigamos progresando respecto al sentido del término justicia en la Biblia, preguntándonos ahora por su origen (el Dios justo) y emanación (el castigo o recompensa de Dios). Muchos dirán que en la Escritura Dios castiga, premeditadamente, a los enemigos de Israel, atendiendo a un favoritismo excluyente que protegía (predestinaba) a su pueblo respecto del resto de pueblos circunvecinos (a los que reprobaba). Y por algún momento histórico eso fue así, castigando Dios sin pudor:

-los focos de pecado, como Sodoma, Nínive, corte faraónica...
-a toda la humanidad, en el paraíso, diluvio, torre de Babel...

           No obstante, en la mayoría de momentos de la historia, los pasajes del AT hablan de una pedagogía del amor de Dios, que aguanta al hombre (en general) y sus situaciones más pecaminosas, hasta que éste esté preparado para acoger la revelación plena y definitiva: la traída por Jesucristo. Porque, de principio a fin, “el Señor es benigno y justo, nuestro Dios es todo ternura, y él va abriendo el camino hacia la misericordia” (Sal 116,5).

           En el NT, la cuestión sobre el Dios justo se centra más bien en el juicio final. Un juicio final del que nos advierte Jesús que “tendremos que dar cuenta” (Mt 12,36), y del que San Pablo concluye que demostrará “el justo juicio de Dios” (2Te 1,5). En todo caso, un juicio final en relación muy directa respecto a la reparación (al delincuente) y rehabilitación (del inocente) del AT, que Jesucristo describe en forma de premio o castigo, respecto a la atención o desatención a los pobres:

“Tomad vosotros posesión de mi Reino, porque tuve hambre y me dísteis de comer, tuve sed y me dísteis de beber, fui forastero y me hospedásteis, estuve desnudo y me vestísteis, enfermo y en la cárcel y vinísteis a verme” (Mt 25,34-36). “Id malditos al fuego eterno, porque tuve hambre y no me dísteis de comer, tuve sed y no me dísteis de beber, fui forastero y no me hospedásteis, estuve desnudo y no me vestísteis, enfermo y en la cárcel y no vinísteis a verme” (Mt 25,41-43).

           En todo caso, se trata de una justicia consoladora de Dios, que se aprecia no sólo en el día final (del juicio) sino en los avatares más importantes de todos los que requieran ser reparados o rehabilitados. Es lo que ocurrió en la etapa:

-del I Isaías, en que Dios ve sufrir a su pueblo (Is 13-23) ante los atropellos de Asiria y Babilonia,
-del II Isaías, en que Dios consuela a su pueblo (
Is 40-48) mediante los edictos de Ciro de Persia,
-del III Isaías, en que Dios restituye a los dolientes (
Is 56-66) sobre las faldas del monte Sión.

           Se trata, pues, de un Dios Consolador, descrito a la perfección por Isaías: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén, y gritadle que se ha cumplido su condena, y que está perdonada su culpa” (Is 40,1). No obstante, no todos alcanzaron esa consolación, ya que “muchos se volvieron a los dioses paganos, atraídos por el bienestar del que disfrutaban. Mientras otros, desanimados, se olvidaron y abandonaron al Dios de Israel, alegando que éste era un pueblo sordo y ciego” (Is 42,18).

b) Reparación sanadora de Dios

           Está descrita a la perfección en los Cánticos del Siervo de Isaías, aludiendo al precio que tuvo que pagar Dios por la restauración de la justicia entre los hombres. Una restitución que pasó por asumir en sí mismo un Siervo de Dios (Jesucristo) los propios ultrajes de los malechores, en vez de dejar que sufriesen esas heridas los inocentes:

“El Señor me ha abierto el oído, y yo no me ha resistido ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba, no volví la cara ante los insultos y salivazos. El Señor me ayuda, por eso soportaba los ultrajes, por eso endurecí mi rostro como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién me quiere denunciar? Comparezcamos juntos, ¿quién me va a acusar? ¡Qué venga a decírmelo! Sabed que me ayuda el Señor. ¿Quién me condenará?” (Is 50,5-9).

           Una asunción de injusticias que costó al Siervo de Dios (Jesucristo) los más crueles sufrimientos. Aunque con ello liberó a los inocentes de las heridas de los malechores, e incluso al resto de humanos del castigo con que Dios podría haberlos condenado:

“Despreciado y rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento, él llevaba nuestros dolores y soportaba nuestros sufrimientos, como alguien despreciado y estimado en nada. Nosotros le creíamos castigado, herido por Dios y humillado. Pero eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban, y nuestras culpas lo que lo trituraban. Sufrió ese castigo por nuestro bien, y con sus llagas nos curó. Nosotros andábamos errantes, y como ovejas cada cual por su camino, mientras que el Señor cargó sobre él nuestras culpas... Sin defensa ni justicia se lo llevaron, y nadie se preocupó de su suerte; él se sometía y no abría la boca” (Is 53,3-8).

           El Siervo de Yahveh (Jesucristo) se ofrece a Dios para cargar sobre sí todos los sufrimientos y culpas de la humanidad, como cordero llevado al matadero. Pero, ¿por qué lo hace? ¿Acaso la justicia se realiza al entregar a la trena a un justo? Por lo que a mí respecta, 3 rasgos puedo entrever del Siervo de Yahveh:

-el carácter voluntario de su entrega, porque ya explicó Jesucristo que “nadie tiene poder para quitarme la vida, sino soy yo quien la doy por mi propia cuenta. Pues yo tengo poder para darla, y poder para recuperarla. Pero ésta es la misión que debo cumplir, por encargo de mi Padre” (Jn 10,18);

-el intercambio que realiza por los inocentes, porque ya explicó el Catecismo que “el designio divino de salvación pasaba a través de la muerte del Siervo, del Justo” (CIC, n. 601), así como “su sufrimiento no fue en vano, sino que liberó a los hombres de sus crímenes” (Is 53,11);

-la sanación humana que se deriva de su sacrificio, pues ya explicaron los apóstoles que “sus llagas nos curaron” (1Pe 2,24) y “abren la vida a algo más importante que está por venir” (Rom 8,32), así como el mismo Jesucristo “dio su vida, en rescate por muchos” (Mc 10,45) y “un ejemplo a seguir” (Jn 13,15).

c) Justicia salvadora de Dios

           Se trata del tema paulino por excelencia, que a lo largo de todas sus cartas va explicando San Pablo bajo forma de teología de la justificación. Una teología que parte de una de las frases más duras de toda la Escritura: “A quien no cometió pecado, Dios lo hizo reo de pecado, para que todos nosotros, por su medio, podamos transformarnos en salvación de Dios” (2Cor 5,21).

           Es decir, que Dios hizo a su propio Hijo (que no se lo merecía) chivo expiatorio por todos nosotros (que no nos lo merecíamos), y de esa manera (cruenta, e injusta) nos justificó, y una vez justificados (injustamente) nos salvó. Es lo que se desprende de las cartas paulinas (y nuestras aclaraciones), que el apóstol Pedro también corroboró (1Pe 2,22).

           Pero, ¿en qué consiste la justificación?, ¿qué significa quedar justificado? ¿Cómo va a restablecer Dios la justicia a través de una injusticia o inmerecimiento? Pues como el propio Pablo dirá en otra ocasión, por pura gracia estáis salvados” (Ef 2,5).

           En efecto, el 2º tema paulino por excelencia es el de la gracia (xάρη, lit. indulto gratuito), un término jurídico de la Grecia Clásica al que recurre San Pablo, y que en la Grecia Clásica suponía la extinción de la responsabilidad penal, y el perdón de la pena impuesta. Se trataba de una situación jurídica diferente a la de amnistía (que suponía el perdón del delito), ya que por la gracia (o indulto) la persona seguía manteniendo su condición de culpable, aunque se le hubiese perdonado (total o parcialmente) el cumplimiento de la pena. Y eso es exactamente a lo que alude San Pablo, a la hora de explicar la justificación, por medio de la gracia, que hace Dios del hombre.

           Para San Pablo, Jesucristo no nos amnistió (lo que sí sería una injusticia), sino que optó por la vía de pagar la pena que se nos había impuesto por nuestro delito (lo que sí era viable, a nivel jurídico). Lo que significa que nosotros éramos incapaces de saldar esa deuda, y que nuestras virtudes (mérito) jamás podrán alcanzar lo que un día hizo la justicia (gracia) de Dios. Este fue el único camino, y gran gesto, por el que únicamente Dios pudo justificarnos, y así salvarnos.

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 19/10/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A