El hombre nuevo del NT

Madrid, 5 octubre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           El seguidor de Jesús es un hombre (y mujer) nuevo si mantiene en su vida el esfuerzo por conformarse con la imagen de Jesucristo, al igual que la cera permanece en su molde. Y ¿cómo puede ser eso posible? La Biblia nos dice que el espíritu ha de vencer a la carne (Gal 5,16), y que el cuerpo del cristiano ha de ir convirtiéndose en un templo espiritual (1Cor 15,44), capaz de dar gloria en sí mismo a Dios (Flp 3,21). Porque el hombre recreado por Jesucristo no es ya un simple animal mortal más, y está destinado a resucitar en su integridad. De ahí que el hombre nuevo (de Jesucristo) deba dar muerte constantemente al hombre viejo, si no quiere volver atrás. Estas son las palabras de San Pablo: “Reflejemos en nuestra cara, como en un espejo, la gloria del Señor, transformándonos en su imagen gloriosa por medio de la acción del Espíritu Santo” (2Cor 3,18).

           Indica San Pablo, así mismo, que este hombre nuevo consiste en ser “otros cristos”, pues ya “no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). El hombre nuevo debe dejarse invadir incesantemente por Cristo, para poder crecer en su nuevo ser. Porque el hombre nuevo es un “ser en proceso” mientras dura todavía esta vida, y en ese proceso debe ir progresando en su lucha contra el pecado, y en la gestación de la vida divina. A ese proceso terrenal están llamados todos los hombres (viejos), si de veras responden a su vocación primigenia de inmortalidad, y quieren verse resucitados en la vida eterna. Y cada uno en su propio estado, misión y formas concretas de su vida ordinaria. Pues cada hombre nuevo es personal, y por ello único y distinto de los demás.

           Si nos vamos a la noción bíblica de santidad, nos damos cuenta de que la Biblia no se contenta con comunicar las reacciones del hombre frente a lo divino, ni con definir la santidad por negación de lo profano. Sino que define a la santidad por su misma fuente (Dios), de la que fluye el agua de la Revelación. Vivir en santidad equivaldría en la Biblia, pues, a beber de esas fuentes de la salvación, inundando nuestra naturaleza de la naturaleza de Dios de forma comunicativa, o en comunicación continua con él.

           En el AT ya existe la santidad, o concepto de hombre nuevo. Porque Dios es Santo, y muestra su santidad a los hombres en sus teofanías: “Santo, santo, santo, es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de tu gloria” (Is 6,3). Así como también quiere ser santificado, por medio de un temor a Dios (Lv 1,7) en que el hombre viejo también podría ser sabio y feliz, e Israel purificarse. Pero los mismos profetas repiten sin cesar que el culto levítico y sus viejos sacrificios (por el pecado) no bastaban para agradar a Dios, sino que requerían la justicia, la obediencia y el amor (del hombre nuevo).

           En el NT tiene lugar la eclosión de la santidad, que parte de la premisa de que sólo Jesús es Santo, y toda santidad debe estar ligada a la filiación divina de Cristo y a la presencia del Espíritu Santo. Porque el que quiera ser santo (hombre nuevo) deberá ser llamado Hijo de Dios (Lc 1,35), y deberá recibir de Cristo esa filiación (santificación). En el NT, el término santo designa al cristiano (en cuanto afiliado a Cristo) y el término santa designa a la Iglesia (en cuanto casa del Espíritu Santo). Así, el cristiano puede ejercer (en Cristo) un sacerdocio regio, y la comunidad cristiana puede alcanzar el estatus (por el Espíritu) de nación santa. Pero ambas cosas exigen de cada cristiano y de la Iglesia, en su conjunto, una permanente recepción de santidad, configurándose continuamente a Cristo y cumplimentando, en ocasiones, la propia pasión y sufrimientos de Cristo. Así se va edificando la nueva Jerusalén (Ap 21-22), y cada cristiano va ayudando a hacer nuevas todas las cosas, a aquel Dios (Padre) que todo lo hace nuevo (Ap 21,5).

           Esta perspectiva de la santidad, en torno a la creatividad de Dios, abre más espacio al desarrollo de las virtudes, dones y carismas, al ser capaces éstas de generar, para el mundo espiritual, nuevos espacios e inéditas novedades, en relación al mensaje del Reino. El hombre nuevo es ya un hombre volcado a la veracidad y espiritualización del mundo (Jn 4,24), así como vive según el Espíritu de Dios, y deja que éste opere en su intimidad. Como decía el mismo San Pablo:

“Bendito sea Dios Padre, que nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, para que la gracia que derramó sobre nosotros por medio de su Hijo querido, se convierta en himno de alabanza a su gloria. Con su muerte, el Hijo nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados, en virtud de la riqueza de gracia que Dios derramó abundantemente sobre nosotros en un alarde sabiduría e inteligencia. Él nos ha dado a conocer sus planes más secretos los que había decidido realizar en Cristo, llevando la historia a su plenitud al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. En ese mismo Cristo también nosotros hemos sido elegidos y destinados de antemano, según el designio de quien todo lo hace conforme al deseo de su voluntad. Así nosotros, los que tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo seremos un himno de alabanza de su gloria. Y vosotros también, los que acogisteis la palabra de la verdad que es la buena noticia que os salva, al creer en Cristo habéis sido sellados por él con el Espíritu Santo prometido prenda de nuestra herencia para la redención del pueblo de Dios y para ser un himno de alabanza de su gloria” (Ef 1,3-14).

           Encontramos en el hombre nuevo, pues, los dos polos conexos: Dios y el hombre. De un Dios que para conectar al hombre utiliza su gracia (mediante el Espíritu Santo), y de un hombre nuevo que ya está capacitado para:

-llevar a Dios, porque fue pensado y elegido desde la eternidad por Dios, para ello,
-santificar a los demás, porque fue amado por Dios, al ser redimido por Cristo.

           Y todo hombre está llamado a ello, renunciando a su vieja condición humana y adquiriendo una nueva, a través de una configuración personal (de alma y cuerpo) a la figura de Cristo. Pues para eso fue creado el hombre, y ahora (tras Cristo) ya es capaz de ello. Un proceso (de cristificación) en el que no faltará la sobreabundancia de gracia que haga falta, y que San Pablo describe como una gracia:

-ofrecida por Dios, a través de los verbos derramar, dar y conformar,
-recibida por el hombre, a través de los términos bendecidos, elegidos, adoptados, amados y destinados.

           María es el ejemplo de mujer nueva, y 1ª mujer nueva en sentido estricto, como nueva Eva. Es lo que expresó aquel Magníficat de Lc 1,46, en el que la propia María expresó proféticamente su destino: la gracia que Dios derramó en ella, la obra que Dios llevó a cabo en ella, el derroche de generosidad con el que ella correspondió a Dios. Y eso provocó en ella un maravilloso regocijo, que las generaciones anteriores tan sólo habían podido profetizar, o a lo sumo vislumbrar de forma velada.

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 05/10/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A