Jesucristo, hombre verdadero

Madrid, 28 septiembre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           No podemos entender quién es el hombre en la Biblia si no miramos a Jesucristo, a través de los evangelios. Porque en él descubrimos lo que somos (liberados del pecado) y lo que ello conlleva (restituidos a la imagen y semejanza de Dios), a forma de criaturas recreadas, en el molde del Hijo.

           Y si hay un texto que refleje especialmente los rasgos humanos de la personalidad de Jesús, ése es el de las bienaventuranzas, al inicio del Sermón de la Montaña (Mt 5,3-11): “Dichoso el pobre, porque suyo es el reino de los cielos”.

           Según la Biblia, los anawin (lit. pobres de espíritu) se identifican con los “pobres de Yahveh” que los códices judíos textificaron durante los siglos de la reconstrucción del templo de Jerusalén, situándolos en aquel monte Sión donde habitaban los excluidos de la sociedad. Un gesto profético y simbólico de la Escritura que indica que la presencia de Dios está especialmente en los pobres. Y es que, según las crónicas, el pueblo judío desarrolló diversas actitudes según iba siendo conquistado y desterrado por Babilonia:

-los que se encerraban en sí, y en sus posturas defensivas,
-los que se abrían a la Providencia, confiando en Dios y no en sí mismos.

           En este último grupo se situaban los anawin, que fueron denominados por la Escritura como “el resto” y que fueron el prototipo de hombre con el que Jesucristo se identificó, llamándonos a confiar siempre en el Padre. Esa fue su forma de orar, de estar, de vivir y de ser hombre, en total dependencia de la voluntad del Padre.

           Pero en aquel Sermón de la Montaña también dijo Jesús “dichoso el manso, porque él poseerá en herencia la tierra”, en consonancia con aquella otra afirmación de “venid a mí los que estáis fatigados y agobiados, que yo os aliviaré, y hallaréis descanso para vuestras vidas” (Mt 11,28-29).

           La mansedumbre implica fuerza y serenidad a la vez, así como aporta calma en medio de la tormenta, o es capaz de contestar (con amor) al cargado de odio. Porque transmite paz y contesta siempre, de forma servicial y no susceptible. Es lo que se vio en la Pasión de Jesús, en que “se pusieron a escupirle y a darle bofetadas, mientras otros lo golpeaban e insultaban” (Mt 26,67). A cuyo odio Jesús contestó callando, y rompiendo su silencio nada más que cuando le preguntaban sin odio. Demostró con ello Jesús que él era manso y que no iba a acrecentar el odio circundante, sino todo lo contrario: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Se trata de palabras totalmente mansas y aliviantes del agobio, y portadoras de descanso para la vida en medio de tanto odio y venganzas.

           En 3º lugar, declara Jesús dichoso en aquel Monte al que está triste, porque Dios lo consolará”. A lo que nos asalta una pregunta, sobre si este rasgo aparece descrito en algún pasaje de Jesús. ¿Lloró alguna vez, estuvo triste alguna vez? En Jn 6 vemos cómo Jesús dice a una muchedumbre “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, y si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6,51). Por lo cual, muchos dejaron de seguir a Jesús, y “muchos de sus discípulos ya no andaban con él” (Jn 6,66). Jesús se siente abandonado y eso le produce tristeza, igual que cuando dijo “¡ay de ti, Corozaín!, ¡ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido” (Lc 10,13), mostrando su desconsuelo frente a esas ciudades. Y también llora ante Jerusalén.

           Ante su amigo Lázaro, se nos dice que Jesús lloró (Jn 11,35), así como comparte las lágrimas de la viuda de Naín por su hijo fallecido (Lc 7,12-15), las de María Magdalena buscando el cuerpo de Jesús (Jn 20,13) o las de María de Betania ungiendo con lágrimas sus pies (Jn 12,18). Pero es quizás en Getsemaní donde Jesús manifiesta mejor ese sentimiento de tristeza: “Padre, si quieres aparta de mi esta copa, pero que no se haga mi voluntad” (Lc 22,42). Jesús padece tristeza y entiende la tristeza de los demás.

           En 4º lugar, declara Jesús dichoso al humilde, porque él heredará la tierra”. Es lo que se ve en toda la vida de Jesús, que decidió nacer en una cuadra (y no en una posada), vivió escondido durante 30 años (sin querer aparecer en público), ejerció un oficio humilde (la carpintería, siendo rabino), y no dudó en aceptar pasar por la humillación de la crucifixión (su aparente fracaso final). Como dijo años después San Pablo, Jesucristo “se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2,6-8). Una humildad que, no obstante, nunca significó rebajar ni empequeñecer su conciencia, ni dar cabida a la contingencia en su existencia, sino siempre como algo aceptado desde los planes e infinitud de Dios.

           En 5º lugar, declara Jesús dichoso al cumplidor de la voluntad de Dios”, de forma hambrienta y sedienta. Lo que más adelante repetirá con otras palabras: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4,34). Y eso que Jesús sabía perfectamente y de antemano cuál iba a ser esa voluntad de Dios (el sufrimiento, hasta la muerte), y que la proyección de ese plan divino iba a pasar casi desapercibida (incluso para sus discípulos). Pero con ello Jesucristo dio un por qué a la vida, dotó de sabiduría infinita a cada acontecimiento, llevó al más allá los deseos concretos e irrealizables de los seres humanos.

           En 6º lugar, declara Jesús dichoso al misericordioso, porque Dios tendrá misericordia de él”. Desde luego, Jesucristo estuvo lleno de rahamim (lit. entrañas) y tuvo un corazón lleno de eleos (lit. lástima), porque al ver las multitudes se compadecía de ellas, al verlas angustiadas y abatidas” (Mt 9,36) y “temía despedirlas sin comer, no sea que desfallecieran por el camino” (Mt 15,32). O también cuando veía a los enfermos, mostrando su compasión por “dos ciegos que estaban sentados junto al camino” (Mt 20) o al acercarse un leproso que le pidió que lo limpiara” (Mt 8,2-3). Jesús atiende a todos los que encuentra por el camino, haciéndose cargo de cada uno de ellos. Y no es indiferente ante el sufrimiento de los demás, sino que se pone en su lugar y hace suyo su problema y dolor.

           En 7º lugar, declara Jesús dichoso al limpio de corazón, porque él verá a Dios”. Se trata de un término bíblico (khadash, pureza de corazón) con que el AT suele designar al que mantiene limpio su interior, aunque en los pasajes de Jesús va más allá, y se pone en relación con la:

-rectitud de intenciones, como lo opuesto a la hipocresía,
-pureza de costumbres, como prototipo de profundidad de valores.

           Se asemeja así la katharisma (lit. limpieza de conciencia) de Jesucristo a la autenticidad, que es lo que él mismo defendió en su vida y enseñanza, hasta la muerte. Así, no engañó nunca Jesús a nadie mediante palabras ambiguas, sino que explicó y destapó la verdad sin tapujos ni atajos, aunque eso le generase enemigos. Y en ello se jugó la vida, actuando con una limpieza tal que nadie pudo acusarlo nunca (ni en su juicio del Sanedrín) de haber estafado, engañado o enredado, con tergiversaciones o creación de falsas ilusiones. Y nadie pudo decir nunca que había sido utilizado por él, o manipulado por él, o decepcionado por él.

           En 8º lugar, declara Jesús dichoso al pacífico, porque Dios lo llamará hijo suyo”. De hecho, él mismo desea y saluda a sus discípulos con esta shalom (lit. calma, serenidad): “La paz (calma) os dejo, mi paz (serenidad) os doy (Jn 14,27). Y deja así claro que se trata de una eirene (lit. paz) basada en la amistad, y no en el equilibrio de fuerzas antagónicas o del entendimiento racional (Flp 4,7). Se trata de una paz entendida como armonía del corazón, que brota del interior de la persona y que se transmite a los demás por sí misma, venciendo así las aflicciones del mundo (Jn 16,33). Jesucristo fue el príncipe de la paz, desde su nacimiento y tal como ya lo habían profetizado los propios profetas hebreos: “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Y en él estará el señorío sobre su hombro, y será llamado maravilla de consejero, Dios fuerte y príncipe de la paz” (Is 9,5).

           Por último, declara Jesús dichoso al perseguido por ser fiel a Dios, porque suyo será el reino de los cielos”. Jesucristo fue permanentemente perseguido durante su vida pública, por unos fariseos (Mt 22,34), saduceos (Mc 12,18) y herodianos (Mc 12,13) que le acechaban constantemente (Lc 14,1) para discutir con él (Mc 8,11) y desacreditarlo (Mc 11,28), así como le espiaban (Lc 20,20) para ponerlo a prueba (Mt 16,1), ver si lo cazaban con alguna pregunta (Mc 10,2) o alguna palabra de más (Mt 22,15), tener así de qué acusarlo (Jn 8,5-6) y entregarlo a los tribunales (Lc 20,20). Y es que Jesús resultaba incómodo a las autoridades (Jn 11,47), y éstas deciden eliminarlo (Jn 11,50) de una manera que fuese aparentemente legal (Lc 22,66) y policial (Mt 26,55), no sólo por deshacerse de Jesús (Mt 26,59) sino para extirpar su mensaje (Jn 11,48).

           Pero eso es lo que enseñó humanamente a los demás Jesucristo: a ser fuertes, a mantenerse firmes, a resistir valientemente. Así como a tener creatividad, audacia, arrojo, carisma y empuje, a la hora de defender esta nueva forma de ser hombres, aún a riesgo de perder la vida. Así, ese ser humano podrá decir al fin de sus días, desde el más absoluto dominio y libertad: “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy libremente” (Jn 10,18).

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 28/09/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A