El hombre en la Biblia

Madrid, 21 septiembre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador. Es además la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina en el conocimiento y en el amor. El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona y no es solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, darse libremente y entrar en comunión con Dios y el resto de personas[1].

a) Dignidad humana

           Los verbos hebreos ser (להיות) y asemejarse (דומה) vienen a significar, de forma genérica, parecerse, igualarse, compararse o concebirse. De forma conjunta (להיות כאחד, ser semejante), el término compuesto aparece en el AT unas 28 veces, aludiendo a algo que es figura, forma, molde, patrón, diseño o réplica. Y en cuanto a su relato de la Creación, viene a significar que el hombre fue creado por el molde de Dios, o moldeado especialmente por Dios.

           Si observamos detenidamente los relatos bíblicos, apreciamos a todas luces que el hombre fue creado en relación con Dios y con el resto de la creación. En relación con la creación porque “fue formado del polvo de la tierra” (Gn 2,7a), y en relación con Dios porque recibió de él “su propio aliento de vida” (Gn 2,7b). El hombre fue creado, pues, como un ser en relación, totalmente libre respecto de las cosas creadas, y con cierta dependencia respecto de Dios. Un ser en relación con el resto de la naturaleza, a la que el hombre pone nombre (Gn 2,19), y relación especial con la mujer, salida de sus propios huesos (Gn 2,22).

           Nos dice el Génesis que el hombre y su mujer se hallaban desnudos y no sentían vergüenza (Gn 2,25). Luego las relaciones establecidas por Dios fueron creadas en perfecta comunión y acoplamiento, en absoluta libertad y sin sombra alguna de mal. En absoluta libertad porque Dios les dio la capacidad de elegir una cosa u otra (Gn 3,2), así como obedecer o no (Gn 3,3) y tomar las propias decisiones, como la de probar o no el árbol del bien y del mal (aunque el hacerlo les acarrearía la muerte). Como poco después describe el Deuteronomio, el hombre pudo elegir entre la vida y la muerte” (Dt 11,26). O como explica el Eclesiástico, “no digas que fue el Señor quien me incitó a pecar, porque él no hace lo que detesta” (Eclo 15,11-15) mientras que el hombre sí.

b) Pecado humano

           Sin embargo, el pecado dañó la relación con Dios, y enturbió nuestra propia imago Dei. Fue una realidad que la Biblia describió de forma continua. Dios eligió y amó a su pueblo (Israel), y con él selló una alianza de fidelidad. Sin embargo, ese pueblo rompió una y otra vez esa invitación de Dios. No obstante, Dios se mantuvo fiel, y volvió a perdonar a su pueblo.

           En el relato de Adán y Eva encontramos una desobediencia clara y consciente del hombre a Dios, en un intento deliberado por dejar de depender estrechamente de su Creador. Y eso trastornó sustancialmente la relación que unía al hombre con Dios.

           El acto de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal significó la ruptura con Dios, y supuso la entrada de la muerte y del sufrimiento en la vida humana. Dios no había negado nada al hombre, y desde su completa libre arbitrio, el hombre se decidió por hacer caso a la serpiente (Gn 3,4). Este pecado dañó la propia naturaleza (ser) y existencia (estar) del hombre, aunque no destruyó ninguna de ambas, aunque éstas quedasen ya de por vida inclinadas al mal (a la concupiscencia) y no al bien (a la fidelidad). Ante lo cual, Dios propone al hombre un remedio único y definitivo, una vez rota la fidelidad: el amor a Dios. Un amor a Dios que a partir de entonces sería capaz de:

-restaurar la primigenia relación con Dios,
-superar en méritos los delitos cometidos por el pecado.

           La recuperación progresiva de la imagen y semejanza con Dios, por medio del amor, implica en cada persona crecer en plenitud, pues el amor a Dios es recíproco y conlleva un efecto secundario: saberse amado por Dios. En el fondo, esto es en lo que consiste la santidad, pues saberse amados por Alguien nos va acercando a ese Alguien, nos va asemejando a esa forma de ser, y nos hace dejar otras opciones por esa en la que somos y estamos más a gusto: la vida de Dios.

           Pero volvamos al pecado original, que es preciso tener en cuenta para entender quién es el hombre. Según el relato del Génesis, el hombre ya había sido advertido sobre el árbol en cuyo interior estaba enroscada la serpiente, auténtica seductora (científica) sobre las cosas del bien y del mal. Y nos previene que esa serpiente es un ser hostil a Dios y enemigo del hombre (Gn 3). El primer error de la mujer es hablar con la serpiente, aun a sabiendas de que la acabará enredando. Pero esa es la opción tomada por la mujer, que:

-se deja fascinar, aunque sepa que le están mintiendo,
-disfruta la fascinación, al invitar a su esposo a experimentar lo mismo,
-elucubra para seguir viviendo fascinada, al insistir a su marido a romper sus escrúpulos de conciencia.

           El árbol del Edén refleja la fuerza vital que el Creador imprimió a su creación, y la libertad con la que había establecido en ella al hombre. Y eso lo conocía bien la serpiente (Lucifer), que persuade al hombre a desconfiar sobre:

-la total y completa libertad, al decirles que Dios les había prohibido comer de todos los árboles del jardín (cuando sólo les había prohibido comer de uno),
-las verdaderas intenciones del Creador, al decirles que Dios les recortaría sus días con la muerte (cuando Dios todavía no había castigado con ella, y sí había prevenido sobre ello
).

           El relato bíblico conoce y recurre a la mitología mesopotámica, que había hablado de un paraíso primitivo con un árbol de la vida, cuyo fruto comunicaba la inmortalidad. Pero recurre a ella para darle la vuelta por completo, y no poner la inmortalidad en un árbol sino en Dios, y no ser ésta alcanzable por un fruto arbóreo sino solamente por Dios. La serpiente (Lucifer) aguijoneó a la mujer con la idea de un Dios falso, mentiroso y explotador del hombre, y metió en el hombre el aguijón de la desconfianza, autosuficiencia y desobediencia a Dios. Y de ahí vino la doblez, vergüenza y lejanía de Dios. Es entonces cuando el texto bíblico expresa rápidamente que ahí cerca seguía estando Dios, a pesar del pecado y mediante una hermosa imagen bíblica: “Dios paseaba por el jardín, a la hora de la brisa” (Gn 3,8).

           El Jardín de Edén es el lugar de la belleza física y espiritual, aunque todo eso fuese manchado por Lucifer. Por eso pregunta Dios al hombre: “¿Dónde estás?” (Gn 3,9). Porque el hombre se estaba escondiendo de todo eso, y alejando por el pecado de él. Dios se hace el encontradizo al hombre, y le explica la gravedad de su pecado y del querer ser como dioses (Gn 3,5). Pues eso llevaría al hombre a querer:

-ocupar el lugar de Dios, poniéndose a sí mismo por medida,
-desprenderse de la naturaleza, con que espiritual y físicamente fue creado,
-decidir por su cuenta, lo que está bien y está mal,

-buscar falsamente, su propio destino, a su antojo.

           Apenas cometido el pecado, el hombre se da cuenta que está desnudo, y empiezan a echarse la culpa unos (Adán) a otros (Eva) y a las circunstancias (la serpiente). Las relaciones humanas se vuelven egoístas (“la que me diste”) y explotadoras (“ésta es hueso de mis huesos”), y acabarán en el asesinato (de Abel), la dispersión (de Babel) y el propio castigo natural (del diluvio).

           Sin embargo, Dios deja abierta una puerta por la cual será posible (en el futuro) escapar a la destrucción total del mal: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te herirá en la cabeza, mas tú sólo le herirás su talón” (Gn 3,15). Se trata de un nuevo linaje futuro, de una nueva Eva y un nuevo Adán a partir de los cuales el mal ya sólo podrá dañar la base de la estructura humana, pero no toda su esencia: María y Jesucristo. Se trata de un nuevo molde (linaje) en quien los seres humanos serán recreados[2], protegidos ante las consecuencias del mal.

c) Alma humana

           Según la filosofía, el alma (psyché) no es una parte que junto con otra parte (la soma, o cuerpo) compone el ser humano, sino que designa al hombre entero en cuanto animado por un espíritu de vida. Propiamente hablando, el alma:

-no habita en un cuerpo,
-sí que se expresa por medio de un cuerpo.

           Según la Biblia, el alma (נפש) fue infundida por Dios sobre un cuerpo, exhalando sobre él su Espíritu e indicando con ello su origen y carácter espiritual. Y se describe como la hebrea nefes (alentadora de vida) o la latina anima (animadora de vida), como signo por excelencia del viviente. Así, pues, estar vivos es para la Biblia mantener todavía en sí el aliento primogenio, mientras que:

-al morir, el cuerpo exhala de sí al alma (Gn 35,18),
-al resucitar, el alma vuelve a entrar en el cuerpo (
1Re 17,21).

           No obstante, la función primordial del alma (y de toda espiritualidad, por ende) es animar vitalmente al hombre terreno, así como echar raíces profundas en este mundo concreto, y no en un mundo separado o del más allá.

           Para los semitas, el alma es inseparable del cuerpo al que anima, y es la que lo mueve en todos sus movimientos. De ahí que los judíos localizaran al alma en el interior de la sangre (Lv 17,11), sin perder por ello su cualidad de inmortalidad. Recordemos, de hecho, las palabras de Jesús, cuando dijo que “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí la conservará” (Mt 16,25). Significaba con ello Jesús que la salvación del alma es la victoria de la vida eterna, depositada en el alma.

           El alma se corresponde a nuestro yo mismo, al igual que el corazón o la carne, pero con un matiz diferente: como potencia vital interior. El alma tiene la función de hacer vivir, y con ello es la que capacita para amar, complacerse, bendecir, perdonar... Como dice el salmista: “Bendice al Señor, alma mía, y todo mi ser a su santo nombre; bendice al Señor, alma mía, y no olvides de sus beneficios” (Sal 103,1). La personal salvación (felicidad...) o condenación (tristeza...) del hombre depende, pues, de la salvación (felicidad...) o condenación (tristeza...) de su alma.

d) Espíritu humano

           Se trata del pneuma (Heb 4,12) o parte más interna del alma, según el término (רוח) y visión del AT. En el NT, el hombre aparece como un ser complejo, dotado a la vez de cuerpo, alma y espíritu. Dice San Pablo que “todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1Tes 5,23). Pero la experiencia esencial es que el espíritu del creyente es habitado por el Espíritu de Dios que lo renueva (Ef 4,23), que se une a él para suscitar el grito filial, para unirlo al Señor y no hacer con él sino un solo espíritu.

           A veces no es fácil distinguir en San Pablo cuándo habla del espíritu, a la hora de referirse al Espíritu de Dios o al espíritu del hombre (Rom 12,11). No obstante, sí queda claro que el Espíritu de Dios (el Espíritu Santo) es quien sopla en el hombre, dejándole su aliento. Y así toma posesión de su criatura, haciéndola existir dentro de él. Puesto que Dios es Espíritu, lo que nace de Dios es también espíritu (Jn 3,6).

e) Carne humana

           Se trata del sarx, o término referido a la parte perecedera del hombre, como criatura corporal. En el AT, la carne (בשר) fue creada por Dios como algo positivo, de forma similar a la obra forjada por las manos de un alfarero (Jr 1,15). De hecho, en el NT el propio Hijo de Dios asume esa misma carne, y el cristiano cree en la resurrección de la carne.

           En San Pablo, el término carne se restringe a la forma de referirse a la condición humana de criatura. La carne no supone para el tarseño una naturaleza mala en el hombre, pero sí alude a la condición pecadora del hombre. Lo que nos lleva a tener que analizar más en profundidad este término dual bíblico, partiendo de los calificativos que se le aplican.

           En primer lugar, la carne es algo digno, en tanto que ha sido formada por Dios. Ezequiel hace un elogio de la carne diciendo que Dios nos dará un corazón de carne (Ez 36, 26), designando con este ejemplo al hombre entero, en su totalidad y concreción (sin olvidar su origen terreno), así como en su fragilidad (como criatura caduca e impotente).

           Por otro lado, el término carne es aplicado al hombre en cuanto criatura impotente para entrar en el reino de Dios. De ahí que se describa al hombre como polvo de la tierra (Gn 3,19), indicando que su condición carnal le impide superar la esfera de lo terreno.

           En tercer lugar, en San Pablo se cristaliza todavía más esta lucha entre:

-la carne, que tiende a lo terrenal, y al pecado,
-el espíritu, que es el que eleva a la esfera de la santidad.

           Pues la carne aparece herida por el pecado, mientras que el espíritu tiende a Dios (Gal 5,17). El cristiano puede vivir según la carne o según el espíritu, y ahí está la lucha. Pero Cristo ha vencido el pecado. Luego la lucha que sostiene no es un desenlace fatal, sino una victoria en Cristo.

f) Cuerpo humano

           Se trata de la expresión exterior del hombre, que para el AT no se reduce a un conjunto de carne y huesos que el hombre posee durante su existencia terrena, y del que el hombre se despoja una vez fallecido. Sino que se trata de un cuerpo (גוף) que espera ansioso, y será felizmente recuperado, el día de la resurrección.

           A lo largo de toda la Escritura, tiene el concepto cuerpo una dignidad muy superior al concepto carne. De hecho, es el mismo San Pablo el que elabora por ello una completa teología del cuerpo. Pues para Pablo el cuerpo es expresión de la persona, 400 años antes que Boecio utilizase términos más adecuados para referirse al concepto persona[3].

           Se trata, pues, el cuerpo (soma) de algo distinto a la carne (sarx). El cuerpo tiene dignidad, y el mismo carácter perecedero del hombre que la Biblia atribuye a la carne. Pero la carne ha esclavizado al cuerpo por causa del pecado (Rom 8,13).

           No obstante, San Pablo insiste en que “el cuerpo es para el Señor”, haciéndolo así capaz de elevarse a la esfera de la santidad. Y eso que los corintios a los que escribía Pablo estaban inclinados a la fornicación, a la que consideraban un acto indiferente y sin gravedad. Por ello no les contesta Pablo con un llamamiento a la espiritualidad del alma, sino a una espiritualidad del cuerpo, explicando que el cuerpo no está creado para las cosas carnales (sexualidad...) sino para las espirituales. Pues “el cuerpo es para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1Cor 6,13), como miembro de Cristo que es y templo del Espíritu Santo, destinado a la resurrección. Luego la glorificación a Dios ha de hacerse en el propio cuerpo (Rom 6,20), al tiempo que se devuelve al polvo a la carne (no destinada a resucitar, ni capaz de santificación).

           Esta elevada dignidad del cuerpo (humano) proviene del haber asumido Cristo esa misma cualidad. En efecto, los evangelios dicen que Jesús compartió nuestra vida corporal, provino de David (Rom 1,3), nació de una mujer (Gal 4,4), estuvo sujeto al hambre (Mt 4,2), a la fatiga (Jn 4,6), a la sed, al sueño y al sufrimiento. Una atención evangélica al cuerpo de Jesús que se refuerza en su Pasión, cuando en la comida de Betania su cuerpo es ungido con miras a su sepultura (Mt 26,12), o Jesús en la Cruz llevó nuestros pecados en su cuerpo (1Pe 2,24). En definitiva, el Cuerpo de Cristo, verdadero Cordero Pascual, fue instrumento de nuestra redención. En cuanto a los relatos de las apariciones de la Resurrección, los evangelistas subrayan que el Cuerpo de Cristo es muy real y glorioso (Emaús, María Magdalena, el sepulcro vacío...).

           Los evangelistas describieron de forma espléndida el sentido sagrado del cuerpo de Jesús: encarnación (toma cuerpo), crucifixión (cuerpo triturado) y resurrección (cuerpo glorificado). Pero también el propio Jesús había hablado de su cuerpo (Jn 6, 48) a la hora de hablar de la eucaristía (cuerpo masticado), para que tengamos vida eterna. Y muchos le habían abandonado al no poder soportar aquel lenguaje. El cuerpo de Cristo nos lleva, sin duda alguna, a la experiencia eucarística. Vemos su cuerpo, comemos su cuerpo, bebemos su sangre.

           Por otra parte, San Pablo expresa con la imagen del Cuerpo de Cristo a la Iglesia, del que todos somos miembros (1Cor 10,16) y del que surge nuestra unidad y diversidad de carismas (1Cor 12 1-31). De ahí que nuestro cuerpo sea capaz y esté llamado a entrar en la esfera de un nuevo mundo:

1º liberándose de la esclavitud de la carne,
2º mediante un proceso de transfiguración, que lo conforme al nuevo cuerpo glorioso de Cristo (
Flp 3,21).

           Así se consumará el papel del cuerpo de Cristo en nuestra redención[4].

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 21/09/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. CIC, 66.

[2] cf. MORENO, I; El Poder de la Misericordia, ed. Sereca, Madrid 2017, pp. 14-20.

[3] Bajo la definición boeciana de persona como rationalis naturae individua substantia (sustancia individual de naturaleza racional).

[4] cf. LEON-DUFOUR, X; Vocabulario de Teología Bíblica, ed. Herder, Barcelona 1988, pp. 203-207.