Mística bíblica

Madrid, 9 noviembre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           Paso ahora a reflexionar sobre el sentido de la mística en la Biblia. No sin antes señalar que no podemos separar la ascética de la mística, pues en la distinción clásica una conducía a la otra, de forma natural. Se comienza con la práctica ascética (entrenamiento en la virtud), se logra cierta perfección relativa (libre de las pasiones) y se pasa entonces a la vida mística (que se verá a continuación). Se trata de dos caras de una misma moneda, con el canto que las une que es la perfección.

           El término mística (μυστικισμός, lit. misterio) remitía en la Grecia Antigua al conjunto de misterios (mystikós) ocultos (myein) que debían permanecer cerrados a toda persona no iniciada (como era el caso de la cosmogonía órfica, cerrada en el s. VIII a.C al círculo de sabios de Panionion). En el caso del primer cristianismo, el término místico se aplicó a todo aquel tipo de cristiano que había captado y tenido experiencia de Dios, como caso excepcional.

a) En el AT

           En la Biblia no aparece el término mística para nada, como tampoco lo hacía el término ascética. Sin embargo, todos los libros del AT captan claramente el sentido de la infinita trascendencia de Dios, y de su presencia en la historia del pueblo. Una presencia que no podía ser contemplada por el hombre común, como bien explica Dios a Moisés: “Yo te favoreceré, pero mi rostro no lo podrás ver, pues nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,20).

           Y eso que Moisés es uno de esos personajes del AT que tenía una especial intimidad con Dios, al hablar con Dios de tú a tú en la Tienda del Encuentro y en lo alto del Monte Horeb. No obstante, y aún cuando Moisés no vio nunca a Dios, sí menciona la Escritura que “Dios y Moisés hablaban cara a cara” (Ex 33,11).

           Se trata de una hermosa expresión con mucho sentido místico, porque el místico busca esa visión de Dios: Tu rostro busco, Señor; no me ocultes tu rostro” (Sal 27,9), así como Dios pide que busquemos su rostro: Buscad mi rostro, dice el Señor” (Sal 27,8).

           Elías es otro de los grandes profetas que gozan de cierta intimidad personal con Dios, y de él se dice que estaba en la presencia del Dios vivo, aguardando su paso” (1Re 19,9). Porque entre Dios y el hombre pueden encontrarse verdaderas relaciones amorosas. En este sentido, el Cantar de los Cantares expresa la experiencia de la unión con Dios, a través de 2 amantes:

-la amada, o alma humana, que busca con ansias a su amado,
-el amado, o Dios, que guía a la amada hasta llegar a su encuentro.

           Y todo ello en un dinamismo de búsqueda y encuentro, hasta llegar a una unión en la que ambos alcanzan la plenitud de la felicidad, en un amor de complacencia del uno (el alma) en el otro (en Dios). Se trata de un Cántico que Salomón expresó lleno de luz y colorido, y que inspiró un tipo concreto de experiencia mística con Dios.

           No obstante, la experiencia mística oficial del AT se manifiesta siempre en un eje vertebrador: la alianza:

-de Dios con su pueblo, expresado bajo deseo firme de comunión,
-del pueblo con Dios, expresado bajo compromiso de fidelidad.

           Dios establece, así, una relación estable con su pueblo Israel, e invita a éste a conocerle y entrar en su intimidad. Comienza a restablecerse, así, aquella imago Dei empañada por el pecado. Y comienza a hacerlo a través de la semejanza, es decir, de la relación (íntima) con Dios. Pero también la similis forma Deo había quedado herida por el pecado. Luego es necesario que esa relación íntima se comprometa a ser duradera, si no quiere verse quebrada en algún que otro momento.

           Sólo así, y desde el momento en que se haya consumado esa relación íntima y duradera con Dios, podrá hablarse de poder tener experiencias intensas de Dios, o experiencia mística. Moisés y Elías lo consiguieron, e incluso Jacob llegó a hablar de haber visto a Dios cara a cara, y haber mantenido la vida” (Gen 32,31).

b) En el NT

           En el NT vemos como Jesús (visible) tiene con Dios (oculto) una actitud de constante intimidad, que le lleva a dialogar con él tanto en la soledad como en el templo, e incluso a llamarlo “mi Padre” (Jn 14,23b.24b).

           En la transfiguración del Monte Tabor, relata el evangelio que fue incluso visible aquella intimidad entre Jesucristo y Dios Padre, bajo forma de belleza deslumbrante (Lc 9,29). De ahí que los 3 testigos de ello (Lc 9,28) experimentasen una experiencia mística inigualable (Lc 9,32), de una felicidad suprema que les llevó a decir al Señor: Maestro, que bien se está aquí (Lc 9,33a). A lo que añadió Pedro: “Señor, hagamos tres tiendas” (Lc 9,33b). La experiencia mística evangélica consistió, pues, en la experiencia de la comunión trinitaria de Dios (Lc 9,35).

           Pero la llave introductoria a esa experiencia mística no había sido la subida al monte Tabor (que no está mal), sino haberse puesto a rezar, pues “Jesús llevó a Pedro, Juan y Santiago a la montaña, para orar” (Lc 9,28). La oración es, pues, la puerta de entrada a:

-la mera experiencia mística, mediante la oración común;
-una vida mística permanente, o estado habitacional en Cristo Jesús (
Jn 6,56), mediante la oración eucarística.

           San Pablo entiende la mística en clave de transformación, como consecuencia de la unión con Dios. Y la describe como una participación en el resplandor de la gloria de Jesucristo (Heb 1,3), que San Juan añade que es la única vía de acceso al Padre (Jn 14,2). Por este motivo, los misterios de Cristo (encarnación, pasión, resurrección...) son el fundamento de la mística cristiana. Unos misterios místicos (ocultos y cerrados) que en el NT adquieren un sentido inédito: la inhabitación: “Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

c) En San Juan

           San Juan plantea que Dios reveló el misterio (la Palabra) escondido (encarnada) desde siglos, y que el hombre puede conocer ese misterio:

-desde la fe, o círculo de conocimiento (Jn 11,40),
-desde la comunión eucarística, dentro mismo de ese misterio (
Jn 6,56).

           En efecto, la eucaristía nos lleva a la experiencia del Padre (Jn 6,32) y del Padre hacia el Hijo (Jn 6,40), adentrándonos así en la mística trinitaria (Jn 6,57) de inhabitación (Jn 14,11), capaz de otorgar la vida eterna (Jn 6,54) y hacer al hombre participar de esa inhabitación (Jn 6,56).

           Por otra parte, y si bien es verdad que aún no se habla de proceso místico, sino sólo de conocimiento (Jn 14,7) y visión directa (Jn 14,9b), está ya presente el Espíritu de Dios como elemento central de la experiencia mística (Jn 14,16). Pues el Espíritu Santo es el que otorga el conocimiento de Dios (Jn 14,26), algo imposible en este mundo (Jn 14,17a) pero accesible por su medio (Jn 14,17b) a quienes cumplan los mandamientos (Jn 14,21). Así como el que posibilita:

-no sólo participar de la inhabitación divina,
-sino el ser inhabitado por el mismo Dios (
Jn 14,23).

           Por otro lado, la vida mística ha de desarrollarse mediante la permanencia en la unidad de Cristo (Jn 15,4a) y amor de Cristo (Jn 15,9b) si realmente quiere dar fruto (Jn 15,8), pues “ningún sarmiento puede producir fruto por sí mismo, sin estar unido a la vid. Y lo mismo vosotros, si no estáis unidos a mí” (Jn 15,4b). Lo cual se consigue mediante el cumplimiento de los mandamientos (Jn 15,10a) y seguimiento de la voluntad de Dios (Jn 15,10b), aunque ello implique persecución por parte del mundo (Jn 15,18.20).

           Pero lo que constituye las entrañas de la mística cristiana es para Juan la encarnación de Dios en el mundo: “La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), presente en el prólogo de su evangelio y que os escribo a continuación, para después analizar[1]:

“En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron. Vino un hombre, enviado por Dios que se llamaba Juan. Este vino como testigo para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que con su venida al mundo ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo, pero el mundo aunque fue hecho por ella, no la reconoció. Vino a los suyos pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron a todos aquellos que creen en su nombre les dio poder para ser hijos de Dios. Estos son los que no nacen por vía de generación humana, porque el hombre lo desee sino que nacen de Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,1-14).

           Nada más empezar, San Juan nos remonta al no tiempo o principio (sin principio), ámbito de lo desconocido y lo mistérico. Y nos dice que en ese no tiempo existía una Palabra, por cuya información (mandato, o conocimiento) fueron creándose todas las cosas. De momento, el apóstol parece estar refiriéndose al Relato de la Creación, en el que “dijo Dios y así fue” (Gn 1), o Dios “hizo todas las cosas con su palabra” (Sab 9,1), o “por la Palabra de Dios fueron hechos los cielos” (Sal 33,6-9).

           Sin embargo, no se desvela qué es la Palabra, ni que sea la Sabiduría de Dios ni la Revelación de Dios, sino únicamente que “estaba en Dios” y “era Dios”. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué hay en Dios, que sea a la vez Dios? La respuesta tiene que ver con la información inherente a la Palabra, que ya vimos que podía tener la vertiente de mandato o/y conocimiento. Pues el propio Juan tendrá que desvelar por fin, mediante el ejemplo velado con que injerta al Bautista en el pasaje, que “vino un hombre” que era “testigo de la Luz”.

           Pero un hombre sólo puede ser testigo de algo físico que esté presente en el mundo. Luego San Juan se está refiriendo a que el Bautista fue testigo de la Luz (visión) de la Creación, que estaba presente en el mundo en el momento en que él vivió, y de una visión (iluminadora) en la que estaba presente todo el conocimiento y mandato de la Creación. Así, pues, “esa Palabra era la Vida y la Luz para los hombres”, y en el mundo estuvo en los tiempos del Bautista.

           Se trata del perfecto ejercicio de mística, elaborado por un apóstol Juan que años después tendrá que destapar el misterio escondido (desde la creación del mundo), que vio y escuchó el Bautista en aquel desierto del Neguev: la visión extática (lit. plena y placentera) de Jesucristo. Como el propio Jesucristo tuvo que decir al final de sus días, a un discípulo Tomás que no entendía su partida: “Tomás, Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

d) En San Pablo

           San Pablo se adentra en el misterio (de Dios) desde el anonadamiento, que tiene lugar en la encarnación del propio Hijo de Dios ( Flp 2,6-7), como forma de recapitular todas las cosas (ocultas) de Dios en Cristo (Ef 1,10) y hacerlas partícipes a su propia Iglesia (2Pe 1,4), que el propio Pablo describe como cuerpo (grupo cerrado) de Cristo (1Cor 12,27).

           Esta doctrina del cuerpo místico de Dios es para San Pablo inseparable de una manera de funcionamiento: nuestra divinización, o transformación integral en Dios. Un proceso que para el apóstol:

-comienza en el bautismo, cuando nos convertimos en criaturas nuevas,
-continúa en la vida pública, asumiendo sobre todo la pasión de Cristo,
-terminará tras la muerte, cuando seamos resucitados a un cuerpo glorioso.

           Nada más completarse ese proceso, Cristo será todo en todos (1Cor 15,28), y el cuerpo místico de Cristo alcanzará su plena estatura (Ef 4,13.16). No obstante, será un proceso obrado por el Espíritu Santo (Fil 1,6), y no sólo por nosotros mismos:

“Hay un cuerpo y un Espíritu, de la misma manera que hay una misma esperanza que os llamó; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todo, que está por encima de todo y por medio del cual se hizo todo. A cada uno de nosotros se le ha concedido la gracia, conforme a la medida del don de Cristo. Ya no debemos ser niños zarandeados por cualquier viento de doctrina, por los engaños de la gente o por su habilidad para las intrigas mentirosas. Antes bien, debemos ir creciendo en toda verdad y amor, hacia aquel que es la cabeza, Cristo Jesús” (Ef 4,4-7).

           Se trata de una mística de la divinización para nada estéril, sino totalmente capaz de sanar lo que quedó dañado de aquella imago y similis forma de la creación: la libertad: “Porque el Señor es también Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2Cor 3,17).

           Resumiendo, la mística de San Pablo consiste en ir madurando libremente en el conocimiento unitivo del misterio de Cristo (Ef 4,13), a través de una ayuda del Espíritu Santo que nos va moldeando (Rm 8,26) para la inhabitación de Jesucristo en nuestro interior (Ef 3,17). Y todo ello enraizados en la experiencia enriquecedora de otros cristianos (1Cor 1,5) que ya buscaron y poseyeron los dones de Dios (1Cor 1,7), y experimentaron que éstos (sobre todo el amor de Cristo) sobrepasan todo conocimiento (Ef 3,19). Un proceso del que el propio Pablo explicó su propia experiencia (2 Cor 12,1-6).

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 09/11/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. MERTON, T; Curso de mística cristiana en trece lecciones, ed. Sígueme, Salamanca 2018, pp. 35-43.