Misericordia bíblica

Madrid, 26 octubre 2020
Inmaculada Moreno, Lda. en Historia

           Investigando la semana pasada el sentido de justicia bíblica, nos encontramos en su momento clave con que su contenido radical se quedaba a las puertas del otro polo de los atributos divinos: la misericordia.

a) En el AT

           A nivel general, el término hesed (הסס, lit. piedad, a nivel religioso) aparece 245 veces en los escritos del AT, mientras que el término rahamim (רחמים, lit. entrañas, a nivel familiar) queda reducido a 38 apariciones. En ninguno de ambos casos expresa literalmente la palabra misericordia (de futura raíz latina), pero en el 2º de ellos ya admite la acepción de compasión por un familiar en apuros, en sentido afectivo y amoroso. En todo caso, en ambos casos puede ser traducido hoy día por misericordia, en el 1º de ellos de forma genérica, y en el 2º de ellos en una forma extrema.

           A lo largo de la vieja historia de salvación, muestra Dios que los pecados han de ser castigados, para que el pueblo aprenda de los errores y no se aleje más de él, ni del camino del bien que le ha trazado. Sin embargo, ese mensaje siempre es llevado más allá por el escriturista, mostrando al final de lo escrito que lo que Dios trata es “mirar con misericordia a su pueblo” (Sal 33,13-14).

           Lo vemos en la experiencia profética de Oseas, cuya mujer se prostituye una y otra vez y cuya actitud es siempre tratar de recuperarla, porque las entrañas le conmueven (Os 11,8) y no quiere dar lugar a la ira (Os 11,9). Lo cual nos lleva a uno de los prototípicos atributos del Creador, descrito por el profeta Miqueas: “¿quién hay como Dios, que absuelve del pecado y perdona la culpa, que no apura su ira sino que se complace en ser bueno?” (Miq 7,18). O como dice el salmista, “el Señor es clemente y compasivo, paciente y lleno de amor” (Sal 103,8). Pues “igual de tierno que es un padre con su hijo, así lo es Dios con los que le temen, sabedor que por él hemos sido amasados” (Sal 103,13-14).

           Uno de los pasajes veterotestamentarios más conocidos, que nos invita a penetrar en el significado de la misericordia, es el Cántico de David, conocido como el Miserere y mediante el cual el rey David reconoce su pecado cometido con Betsabé, pidiendo perdón a Dios (Sal 50). Os sugiero que toméis este salmo como trabajo de reflexión y meditación para hoy, analizando lo que en él subyace sobre la misericordia divina.

           Podríamos decir que la oración de David es un cántico al poder de la misericordia. El rey pide misericordia, apelando al amor compasivo de Dios como atributo suyo esencial, capaz de borrar nuestra culpa (Sal 50,3b) y limpiar así el corazón del hombre (Sal 50,4a). Pues la misericordia pasa por el reconocimiento (Sal 50,5a) del pecado (Sal 50,4b), a nivel estructural (Sal 50,7) y personal (Sal 50,5b), como acto de ofensa directa y única a Dios (Sal 50,6). Apela a Dios porque es justo y sabrá recomponer la situación original (Sal 50,6), y porque es misericordioso y se dignará conceder una mayor sabiduría interior, de ahí en adelante (Sal 50,8). Se trata, en definitiva, de una misericordia que parte de la justicia divina, y acaba reconstruyendo totalmente:

-al ser humano, tanto por fuera (Sal 50,9) como por dentro (Sal 50,12),
-la vieja Jerusalén, en la nueva (
Sal 50,20) y fuerte (amurallada) ciudad de los débiles (desfavorecidos de Sión).

           Ese es el prototipo de misericordia divina (Sal 50,3a), y el tipo de justicia que Dios quiere (Sal 50,19a), porque “un corazón quebrantado y humillado, Dios no lo desprecia” (Sal 50,19b).

b) En el NT

           Mientras que la 1ª comunidad cristiana se decantó por el término iustitia (lit. cesión de derechos) para definir la justicia divina, hizo lo propio con la misericordia divina a través de la conjunción de los términos miser (lit. desgraciado), cordis (lit. corazón) e ia (lit. hacia), indicando con ello la capacidad de sentir como propia la desdicha de los demás, o cesión del corazón a los desgraciados.

           Mucho podríamos hablar de la misericordia de Dios en los evangelios, pero subrayaría 2 pasajes al respecto: la Parábola del Hijo Pródigo y la Parábola del Buen Samaritano, donde se plasma perfectamente cómo la misericordia de Dios se derrama sobre:

-los que se creen indignos, de tan magnífico don, como el hijo pródigo,
-los abatidos y abrumados, de todos los tiempos, como el herido del camino de Jericó.

           La Parábola del Hijo Pródigo es el pasaje más bello de la Biblia, y revela por parte del mismo Dios (Jesucristo) cómo es él: un padre que busca (a su hijo), perdona, estabiliza, enternece, robustece, embellece, festeja, dialoga, se emociona... No obstante, como ya hemos hablado en otras ocasiones de esta parábola, a ello remito.

           El 2º texto en el que me voy a centrar es la Parábola del Buen Samaritano, que no habla tanto de Dios Padre (como hace la parábola anterior), sino de Dios Hijo (del propio Jesucristo), como más completa autografía que Cristo nos dejó[1]. Veamos el texto:

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de desnudarlo y golpearlo sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto. Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y al verlo, se desvió y pasó de largo. Igualmente un levita que pasó por aquel lugar, al verlo, se desvió y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió lástima. Se acercó y le vendó las heridas después de habérselas curado con aceite y vino, luego lo montó en su cabalgadura, lo llevó a la posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero diciendo: Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta. ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores? El otro contestó: el que tuvo compasión de él. Jesús le dijo: Vete y haz tú lo mismo” (Lc 10,25-37).

           En la época de Jesús era notorio el peligro y dificultad que caracterizaba el camino de Jerusalén a Jericó, también conocido como Camino de Sangre por las muertes que allí causaban los ladrones a las personas atracadas. Se trataba de un camino que se iniciaba en Jerusalén (a 750 m. sobre el nivel del mar), y desembocaba en el mar Muerto (a 258 m. bajo el nivel del mar) y río Jordán, descendiendo más de 1.000 m. en apenas 25 km, y a través de un escenario apocalípticamente lunar.

           Si nos fijamos en los personajes, nos encontramos con un sacerdote y un levita que pasan por aquel lugar, ignorando al hombre apaleado y moribundo. Según la ley levítica, todo aquel que tocara un cadáver ensangrentado quedaría impuro hasta la noche, y alguien impuro no podía participar en los rituales religiosos. E incluso se prohibía expresamente al sacerdote entrar en contacto con un cadáver (Lv 21,1-4). En todo caso, tanto el sacerdote como el levita anteponen los formalismos rituales al ejercicio de la caridad, olvidando el espíritu de la ley.

           Por otra parte tenemos al samaritano, hereje per se para todo judío y viceversa, al focalizar su culto en lugares tan irreconciliables como eran el Templo de Jerusalén y el monte Garizim (cuyo santuario había sido destruido sucesivamente por los judíos). Además, los samaritanos solamente aceptaban a Moisés como profeta, rechazando toda tradición escrita hebrea (Torah) y toda tradición oral judía ( Talmud).

           Es obvio, pues, que los personajes que aparecen en la parábola están muy bien escogidos por Jesús, que con ello quiere subrayar la nueva noción de prójimo (γείτονας, vicinus, lit. vecino), mi hermano próximo por muy extraño que resulte, y sin importar su nacionalidad, religión e ideología.

           Los versículos del 33 al 35 (Lc 10,35-37) muestran no sólo con quién hemos de practicar la misericordia, sino también el cómo. Y los verbos nos guían en este sentido. El samaritano “ve aquello” y “se acerca”. Pues los pasos 1º y 2º de la misericordia consisten en:

-darse cuenta de lo que pasa, dejando de fijarnos en nosotros mismos y estando atentos a los demás (los okupas, los drogadictos, las maltratadas...),
-acercarse a la necesidad, sin repugnancia al inferior ni miedo a los eslóganes de moda.

           A continuación, y tal como dice la parábola, el samaritano “se compadeció”, es decir, padeció la situación del otro. Es el 3º y más importante paso de la misericordia, consistente en:

-implicarse con el necesitado, sintiendo al otro como algo propio, y no algo ajeno.

           Como corolario de este 3º paso, nos dice Jesús que aquel samaritano “cura sus heridas” (con vino amoroso y aceite espiritual), “lo sube a su cabalgadura” (lo mete en su vida), “lo lleva a una posada” (modifica sus planes, o hace un hueco en ellos), “paga al posadero” (implica sus propios bienes personales) y “vuelve a la posada” (no se olvida del herido, ni hace de él un acto puntual). Todo un itinerario de misericordia para practicar con los hermanos.

           Sin embargo, en la parábola también cabe interpretar que el buen samaritano es Jesucristo, que cada uno de nosotros somos ese hombre apaleado, y que la posada es la Iglesia. Todos tenemos heridas (odios, críticas, pereza...), Jesús se da cuenta de ello y se acerca a nosotros, y se implica en nuestra curación (que tendrá lugar en la Iglesia), tras haber derramado sobre nosotros el vino (Eucaristía) y aceite (Espíritu Santo).

           Se muestra así el verdadero rostro de Dios, que es misericordioso y que practica la misericordia, y que nos invita (y manda) a hacer nosotros lo mismo: “Sed perfectos, pues, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Una misericordia cristiana que consiste, pues, en “ser misericordiosos, igual que el Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Porque el amor de Dios no mora sino en los que practican la misericordia (1Jn 3,17), y al fin y al cabo la justicia divina nos juzgará sobre la misericordia que hayamos practicado (Mt 25,40). 

INMACULADA MORENO, Colaboradora de Mercabá

 Act: 26/10/20     @taller de biblia         E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] cf. MORENO, I; El Poder de la Misericordia, ed. Sereca, Madrid 2017, pp. 54-59.