Abel

José R. Flecha
Mercabá, 11 enero 2021

           Abel y Caín son evocados como personajes de un drama que trasciende los celos y envidias particulares para convertirse en sangrante parábola de un pecado social. Hijos de Adán y de Eva, son presentados en un tiempo sin tiempo («utópico»), como para reflejar actitudes humanas que trascienden el lugar y el momento histórico.

           El texto bíblico los presenta unidos en su contraposición de oficios y funciones: «Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador» (Gn 4, 2). Dos hombres, dos pueblos, dos culturas. Mejor aún, dos actitudes ante las cosas, ante los hombres, ante el misterio. Dos talantes encontrados, pero nunca dialogantes: irreconciliables. El texto bíblico los refleja en el estilo de sus ofrendas a Dios para ofrecer, de paso, una interpretación creyente de las dos contrapuestas actitudes:

«Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Dios una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahvé miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Dios dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominan» (Gn 4, 3-7).

           Nos encontramos ante una profunda alegoría teológica. Abel es aún el primitivo que conserva como un tesoro la capacidad de asombro y maravilla. Caín es ya el civilizado que ha empezado a atesorar la disposición para el alarde y la autosuficiencia.

           Caín se aferra a sus instrumentos y a sus tierras, a sus propiedades y su industria, a su previsión y a sus logros, a sus monopolios y sus cuentas bancarias. Abel, en cambio, ha decidido vivir cada día aprendiendo a mirar a las estrellas. Caín confía en sí mismo. Abel sabe bien que es en otro en quien ha puesto su confianza. Caín entiende su vida como proyecto y tarea. Abel vive en la gratuidad del don que se le ofrece.

Agresión y muerte

           No sería mala la diversidad, si los dos modos de percibir el mundo vivieran en armonía. El hombre de las praderas no tiene que desaparecer para que llegue el roturador. Bastaría un entendimiento. Bastaría un diálogo. Bastaría un reparto. ¡Nada menos! Como si fuera tan fácil renunciar a la estacada que delimita y defiende las propiedades. Como si fuera sencillo "desalambrar" adquisiciones, ideologías y estructuras concienzudamente valladas, para dejarlas abiertas al paso trashumante de forasteros, caminantes y pastores.

           El relato de Caín y Abel ha sido colocado por la tradición yahvista tras la historia de los orígenes. Como si quisiera subrayar su carácter prototípico. Como si tratase de insinuar que la rebelión del hombre contra el hombre es larga como el tiempo y heridora como el rencor. Como si intentase mostrar la fuerza desgarradora y turbulenta de la muerte, recién instalada a la sombra del árbol de la vida.

           "Caín, dijo a su hermano Abel: Vamos fuera. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató" (Gn 4, 8). ¡El primer asesinato! El asesinato prototípico, que se presenta aquí como el espejo de todas las muertes violentas. No es fácil decir si Abel fue asesinado por malhechor o por inútil, por competidor o por negarse a entrar en el juego de las turbias competencias y los intereses rastreros. El fuerte ha elaborado su propia rabia, a pesar de la advertencia de un Dios ansioso de entendimiento y convivencia (Gn 4, 6-7).

El desentendimiento

           Sin embargo, a pesar de todo pronóstico, el final no es el triunfo de la fuerza sobre la debilidad, sino el resplandor de la otra fuerza desvalida. El asesino está confesando, bien a su pesar, su propia debilidad. Aquella misma debilidad que en su raquitismo interior lo llevara a acaparar bienes y cosechas.

«Dios dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?" Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?" Replicó Dios: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra"» (Gn 4, 9-12).

           Si a Adán le pregunta Dios por sí mismo ("¿dónde estás?"), a Caín le pregunta en otra dirección ("¿dónde está tu hermano?"). Las dos preguntas son inseparables. El ser humano no puede dar razón de sí mismo, si no puede dar razón de su hermano. El hombre buscador es un buscado por Dios. Pero es también responsable de la búsqueda y el hallazgo de todos sus hermanos. La búsqueda no se agota en la individualidad. La ruptura con el hermano es signo de la ruptura con Dios y anticipo de la ruptura con todo el mundo creado. La parábola de la muerte de Abel se repite a lo largo de la historia.

           Pero el eterno Caín continúa por los siglos enmascarando su miseria con la codicia. Su pequeñez con la sangre. Su pavor con el desentendimiento. Su falsa independencia con la indiferencia. No es que haya olvidado la sangre, no. Ha olvidado el pudor.

           Pero ni la sangre de Abel ni el cinismo de Caín pueden quedar en el olvido. Ahí está la sublime elocuencia de la tierra misma, que de pronto se convierte en voz de aquella voz callada bajo el golpe (Gn 4, 10). Es como si hubiera una secreta complicidad entre los arroyos que lo vieron inclinarse para beber y la limpieza de aquellos ojos incontaminados por la codicia. No se puede cubrir con una losa el hueco dejado por los corazones libres.

           Ahí está la presencia, ahora hostil y para siempre estéril, del suelo otrora explotado contra su intrínseco destino (Gn 4, 11-12). «Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto», dice el Señor. Es la condena inevitable de los que a las cosas convirtieron en medios de tortura. Las cosas nacieron para la armonía. Fueron creadas para acercar a los hombres, no para enfrentarlos. No eran arma, sino regalo.

Una identidad heredada

           Ha muerto Abel, el hermano nómada, a manos del hermano sedentario. Pero he aquí que el espíritu del asesinado parece apoderarse del estilo del asesino. Su nueva identidad es el penúltimo servicio del hermano muerto. «Vagabundo y errante serás en la tierra», ha dicho el Señor (Gn 4, 12). Caín ha de entender que para ser él mismo tendrá que hacerse vagabundo.

           Sin embargo, su nuevo nomadismo no logra liberarlo del terror que ha hecho suyo. En cada hombre que encuentra por el camino ve un enemigo potencial: un vengador de la sangre derramada (Gn 4, 14).

           Pero ahí está también la eterna ternura de Dios que no desea que el drama se repita hasta el infinito. Tal vez sea ése el último favor de Abel. El hombre Caín lleva una señal sobre su frente para evitar nuevos regueros de sangre. Porque Dios no es Señor de la venganza, sino de la misericordia. Si alguien mira con ojos misericordiosos, verá sobre el rostro del asesino una señal que invita a la misericordia (Gn 4, 15).

           Evidentemente, esta parábola primordial no muestra simpatía por la pena de muerte. Matar al asesino no es otra cosa que aceptar su propia lógica que glorifica el triunfo de la fuerza.

Profeta de la Sangre

           Los profetas son recordados por sus palabras. Ni una palabra es atribuida al pastor Abel. Y, sin embargo, es evocado como profeta por la tradición.

           El recuerdo de Abel no muere con el tiempo. Jesús lo evoca como el primero de una larga cadena de profetas que sellaron con la sangre la verdad de su testimonio (Mt 23, 35). De su sangre se pedirá cuentas a todos los que se han negado a prestar atención a sus gestos proféticos (Lc 11, 51). La muerte de los inocentes no puede ser relegada al olvido.

           La Carta a los Hebreos evoca la figura de Abel como un modelo de fe para todas las edades: «Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín; por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus ofrendas; y por ella, a pesar de estar muerto, sigue hablando todavía» (Hb 11, 4).

           Ésa es su voz sin palabras. El sacrificio de su vida es mensaje e interpelación, anuncio y denuncia, evangelio y demanda. El mandamiento del amor a los hermanos encuentra su réplica en negativo en el ejemplo mil veces repetido de Caín, que mató a su hermano porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas (1Jn 3, 12).

           Abel es recordado como un anticipo de Jesús, el nuevo Abel, el mediador de una nueva alianza. Su sangre martirial nos purifica. Su sangre, como la de Abel, es la mejor palabra de este nuevo y definitivo profeta (Hb 12, 24). La sangre de Abel era un pálido reflejo, tan sólo un anuncio de la sangre redentora de Jesús.