Pentecostés
José
Aldazábal
Mercabá, 11 enero 2021
Pentecostés no es una fiesta independiente o autónoma, dedicada a celebrar la venida del Espíritu Santo. Es el domingo que cierra el tiempo pascual, íntimamente unido a la Pascua y a los demás domingos pascuales, y que nos presenta toda la plenitud de riqueza del misterio de la Resurrección de Cristo. En este sentido, es muy significativo que el evangelio de hoy nos presenta la misión del Espíritu en el marco del propio domingo de la Resurrección, acontecimiento que el libro de los Hechos presenta como ocurrido cincuenta días más tarde. "No es inmediatamente después de la resurrección cuando los primeros cristianos se dieron cuenta de toda la importancia del acontecimiento, especialmente por lo que respecta a la esperanza escatológica.
Fue la perspectiva temporal, con la profundización que permite, junto con la misión del Espíritu influyendo en la misión de la Iglesia, lo que llevó a Lucas, por una parte, y a Juan por la otra, unos años más tarde, a formular esta profundización. Lucas conecta su reflexión con el acontecimiento del Pentecostés judío, en el transcurso del cual los apóstoles, definitivamente introducidos en la fe del Resucitado, empezaron a proclamarla. Juan la conecta con el día de Pascua, con el fin de mostrar mejor que la realidad escatológica de la comunidad del fin de los tiempos comenzó a existir ya en este día, si bien no comenzó a manifestarse hasta algunas semanas más tarde. Simplemente, sitúan al lector frente a dos perspectivas de una misma realidad" (Becquet, Lecture d'evangiles, 469-470).
Más que la exactitud cronológica, lo que interesa a la fe es esta realidad profunda: la resurrección de Cristo representa la posibilidad de participar en el Espíritu para todos los que creen en él. El evangelio de la misa de la vigilia de Pentecostés lo afirma explícitamente: "Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39). ¿Qué es, al fin y al cabo, el Espíritu Santo? Es aquella fuerza, interior y divina, que impulsaba a Jesús a llevar a término su misión. En el quehacer humano, decimos que un hombre o una mujer tienen mucho espíritu, cuando están animados por un impulso constante que les impele a realizar grandes obras.
En el caso de Jesús, este "espíritu", no era una realidad meramente humana, sino que era un aliento divino, la fuerza del amor de Dios, es decir, el Espíritu personal de Dios, el Espíritu Santo. Jesús no se consideró nunca propietario exclusivo del Espíritu, sino que dijo de modo bien claro que de su mismo Espíritu participarían quienes creyeran en él. Y esta promesa se convirtió en realidad después de su glorificación, porque sólo la nueva existencia del Resucitado, no circunscrita a un lugar y a un tiempo determinados, hace posible la apertura universal del Espíritu. Vivir la realidad de Pentecostés significa, por tanto, llevar a la plenitud todas las consecuencias de nuestra fe en la resurrección.
Pentecostés no es una fiesta aparte, la "fiesta del Espíritu Santo", como podría ser la del Corpus o la Asunción. Es la plenitud del tiempo pascual, el cumplimiento y la madurez de la Pascua que hemos celebrado y que hoy termina. No tiene ya "octava" como antes: hoy se concluyen las siete semanas pascuales, la cincuentena, la "pentecostés". Y el Espíritu no aparece hoy en las lecturas como novedad: los últimos domingos ya nos habían hecho celebrar su presencia operante en la Iglesia de Cristo.
El acontecimiento mismo de Espíritu, tal como nos lo ha relatado Lucas, debemos presentarlo en sus valores más sustanciales. Sin forzar demasiado los detalles (fuego, viento, ruido) que más bien intentaban subrayar catequéticamente el paralelo con la teofanía del Sinaí, se trata más bien de potenciar lo que aquel día supuso para la Iglesia naciente: el Señor Jesús Resucitado y Viviente envía su Espíritu a la comunidad eclesial, tal como lo había prometido. Y será este Espíritu el que la anime constantemente: en su oración y vida sacramental (hoy, la Penitencia queda vinculada a esta donación del Espíritu por parte de Cristo), en su misión de predicación ("como el Padre me ha enviado, así también os envío yo"; "se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar"), en la diversidad de ministerios y carismas.
Hay un doble paralelismo que nos puede ayudar a comprender lo que Pentecostés fue para la comunidad cristiana de Jerusalén. El salmo conecta la fiesta de hoy con la creación primera, y así establece el gran paralelo entre la primera presencia creadora del Espíritu de Vida en el mundo ("envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra") y su irrupción en la Iglesia de Cristo. Del mismo modo el relato de Lucas relaciona Pentecostés con otra manifestación del poder de Dios en la historia de Israel: el Sinaí, con su Ley, su Alianza y la constitución del pueblo elegido.
Uno de los aspectos de la presencia activa del Espíritu en la Iglesia es la diversidad de carismas que él suscita para provecho de la comunidad. La Escritura nos lo presenta como el factor decisivo de la unidad eclesial, precisamente a través de la variedad de dones que suscita en sus miembros.
La meditación de la Escritura debería ayudar a descubrir, en la vida personal y en el acontecer comunitario a este Protagonista oculto pero activísimo, el Espíritu, que sigue impulsando en nuestro siglo, con no menor fuerza que en Corinto, a las comunidades locales y a la Iglesia universal. ¿No es el Concilio un nuevo Pentecostés? ¿y no son signos de su presencia la multitud de iniciativas y realidades que la Iglesia posconciliar presenta, por encima de los límites y deficiencias que lógicamente también existen en ella? La riqueza de carismas, la universalidad de enfoques, la floración de comunidades cristianas, el mayor compromiso en la misión y en el trabajo de liberación cristiana, la vitalidad y el crecimiento de tantos valores evangélicos en nuestro mundo... El tono debería ser decididamente positivo. Un acto de fe en la presencia del Espíritu del Señor Resucitado en medio de nosotros debería curar nuestra tendencia al susto, al desánimo o a la fatiga.
La celebración de hoy incluye 3 aspectos interdependientes que convendrá tener presentes:
-la plenitud de la celebración pascual (en el sentido originario y básico de la celebración: no una fiesta aparte, la "fiesta del Espíritu Santo", sino la culminación de la celebración pascual);
-la especial referencia a un aspecto de la Pascua: el don, la presencia, la acción del Espíritu Santo en los seguidores de Jesús de cara a continuar su camino hacia la plenitud. Esta acción del Espíritu Santo ha estado ya presente durante todo el tiempo pascual y especialmente en los últimos domingos: un motivo más para no identificar la fiesta de hoy con un "día" del Espíritu Santo, sino más como una recopilación de la vida pascual (=la vida cristiana) que podemos vivir gracias a la fuerza del Espíritu.
-Presencia del Espíritu: En lo que se refiere a la especial referencia al Espíritu Santo, proponemos algunos aspectos que hoy conviene tener en cuenta:
El Espíritu Santo es el don de Dios que caracteriza lo que el NT denomina "tiempo nuevo" o "últimos días". No se trata de un tiempo cronológico, sino de un especial anuncio e inicial realización de la comunicación última y plena (=escatológica) de la vida de Dios. Creer en el Espíritu Santo y en su presencia en nosotros es sentirse inmerso en el don de vida que Dios nos comunica y nos comunicará más.
La comunicación del Espíritu Santo es fruto del misterio pascual de Jesús, es decir, la continuación de su camino de donación de vida. El ritmo, por tanto, de la acción del Espíritu Santo será el mismo que siguió Jesús: muerte-resurrección; lucha-vida. Se equivocan las concepciones típicamente "pentecostalistas" (y similares corrientes espiritualistas) que identifican el tiempo del Espíritu con la ausencia de la necesidad de lucha, de compromiso, de continuar la tarea de construcción del Reino, como si el Reino ya estuviera plenamente en nosotros. Cristo comunica su Espíritu -Espíritu de Dios- al mismo tiempo para continuar su camino (su lucha) y como prenda de su victoria (inicio de la plenitud de vida). Se equivocan tanto quienes se limitan al aspecto de lucha como quienes se instalan en el aspecto de victoria. Como muestra el libro de los Hechos, la Iglesia primitiva es consciente de la presencia del Espíritu Santo y por ello tanto vive en la alegría y en la comunión con Dios, como se siente impulsada al trabajo, al compromiso, a continuar el camino de Jesús.
Este aspecto eclesial merece también especial atención. "Creo en el Espíritu Santo que está en la santa Iglesia", decía la primitiva fórmula de la fe bautismal (Tradición Apostólica, s. III). Para entender lo que es la Iglesia, más allá de discusiones entre iglesia-estructura e iglesia-base, es preciso creer en la Iglesia (entera, estructura y base, una y otra mutuamente vinculadas) como lugar privilegiado de la acción del Espíritu Santo.
Ciertamente el Espíritu de Dios -como descubrieron también los cristianos de los primeros siglos- puede estar en todas partes, no es monopolio de la Iglesia, habla en aquello que Juan XXIII denominó "los signos de los tiempos" (es decir, todo aquello que hay de verdad, de vida, de amor, de progreso hacia una mejor realización humana, en cada momento de la historia humana). Pero los cristianos creemos que el Espíritu Santo continúa la obra de Jesús especialmente a través de la Iglesia. Es la fidelidad de los cristianos a esta acción la que puede hacer más fecundo el camino de toda la humanidad.
Finalmente, debemos decir también que el Espíritu Santo es el dador personal del amor de Dios en nosotros (Rm 5, 5). La vida cristiana es una vida según el Espíritu, precisamente porque es una vida -un camino- de comunión- identificación con Jesús, que se realiza en la comunidad eclesial (en ella se expresa, de ella se alimenta, por ella trabaja). Y la Iglesia es vivir del Espíritu y por el Espíritu. El cristiano halla su fuerza de vida no en normas, en dogmas, en instituciones -aunque todo ello tenga su función, pero siempre al servicio de lo que es básico-, sino en la exigente fidelidad al Espíritu. Por ello no teme ante los cambios sociales, ante las crisis eclesiales, ante las dificultades personales. El Espíritu Santo es fuerza que impulsa siempre más allá.
Imagen de Pentecostés: De un modo semejante a lo que decíamos el pasado domingo con motivo de la Ascensión, también hoy convendrá evitar una presentación de Pentecostés excesivamente reducido a la descripción lucana. Sin que la predicación deba ser desmitificadora (no es el momento oportuno), sí es preciso que no sea mitificadora. Es decir, que profundice sin quedarse en los símbolos descriptivos que utiliza Lucas. Puede ayudar el hecho que en el evangelio leamos una comunicación del Espíritu Santo situada en un momento anterior y con una escenificación muy sencilla. Como comenta Becquet (Lectures d'Evangiles, 469): "Lucas relaciona su reflexión con el Pentecostés judío, en el interior del cual los apóstoles, definitivamente convertidos a la fe en el Resucitado, comienzan a proclamarla. Juan la relaciona con el día de Pascua, para mostrar que la realidad escatológica se inició en aquel día. Son dos perspectivas de la misma realidad".
Desde sus orígenes, la comunidad de los creyentes en Jesús fue consciente de estar penetrada e impulsada por el Espíritu Santo. Los apóstoles y demás predicadores del evangelio se sentían llenos del Espíritu para anunciar la buena noticia de la salvación y para obrar toda clase de prodigios y milagros. Así mismo, las comunidades que se iban formando, sabían que la fuerza interior que las mantenía unidas en el amor y en el servicio de los hermanos era también el Espíritu del Señor. Y todos veían con gran satisfacción cómo el Espíritu se derramaba sobre quienes creían en su palabra, aunque no formaran parte del pueblo judío.
¿Qué hace el Espíritu para bien de su Iglesia? San Pablo nos describe que su acción es múltiple y variada, pero que fundamentalmente su fin primordial es siempre la realización de aquello que el alma realiza en los seres vivos: ser principio de cohesión interna y de impulso para la acción. Como dice el Vaticano II, "el Espíritu instruye y dirige a la Iglesia con diversos dones jerárquicos y carismáticos y, guiándola hacia la verdad completa y unificándola en la comunión y el ministerio, la adorna con sus frutos" (LG, 4). Sin olvidar, desde luego, que esta acción del Espíritu reclama y exige nuestra colaboración libre y responsable.