Ana, profetisa
José
R. Flecha
Mercabá, 11 enero 2021
La ancianidad no es sólo una etapa de la vida humana. Conlleva también una situación social y un entramado de relaciones modificadas. Y un cambio notable en la autopercepción de la persona: un cambio que a veces puede resultar verdaderamente traumático. Con el paso de los años la naturaleza humana se resiente y va perdiendo una gran parte de sus capacidades. Se pierde una gran parte de la percepción de la realidad y la persona reacciona con más dificultad y lentitud ante sus retos.
Pero también es verdad que los ancianos y las ancianas están ahí como presencia benéfica y como demanda moral. Son personas. Y son personas queridas. Muchos de ellos son todavía activos y eficaces. Son la memoria del pasado, la sabiduría del presente y la promesa de un futuro que ha de ser pensado y recreado. Algunos han vivido durante años amarrados a la prisa y se encuentran ahora frenados por la pausa. Muchos se han mostrado avaros de minutos de negocio y se encuentran al final con las horas alargadas de un ocio sin salidas. Algunos han creído vivir lejos de Dios y descubren ahora, con asombro y alegría, que el Señor nunca los había abandonado.
Escuchemos lo que dice la Escritura, sobre la profetisa Ana:
"Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, dando culto a Dios noche y día en ayunos y oraciones" (Lc 2, 36-37).
Así pues, Ana representa a los profetas, mientras que Simeón representaba a la Ley. Aquellos dos pilares de la fe y de la comunidad de Israel se unen ahora para testificar la llegada del Mesías. Ana nos recuerda a otra Ana, la madre del profeta Samuel (1Sm 1-2) y también a Judit, viuda como ella, que vivió en ayunos y oraciones y fue un medio privilegiado para la «liberación» de su pueblo.
Su nombre es la transcripción del hebreo Hannáh (lit. favorecida, favorita), y viene a significar el momento que presencia y anuncia.
El evangelio de Lucas la presenta como perteneciente a la tribu de Aser, instalada en el Norte, incluso fuera del territorio de Israel. Había estado casada durante siete años. La versión siro-sinaítica reduce aquel período a ¡siete días! Pero de eso hacía ya muchos años. Cuando Jesús aparece en el templo, Ana parece tener ochenta y cuatro años, según interpretan el dato la mayor parte de los estudiosos. De todas formas, su larga viudez es uno de los signos privilegiados en la Biblia. La mujer viuda y anciana era uno de los modelos clásicos de la pobreza humana y de la compasión divina.
Según el evangelio, Ana había pasado su larga vida escuchando la Palabra de Dios. Y ahora en el templo dedicaba sus días y sus noches al culto a Dios, representado por el ayuno y la oración. La asiduidad del culto a Dios la volvemos a encontrar en boca de Pablo, atribuida a las doce tribus de Israel (Hch 26, 7). Ello nos hace pensar que Ana es presentada aquí como un símbolo de todo su pueblo.
Simeón y Ana. Un mismo Espíritu los mueve. Un mismo escenario los alberga. Y un mismo misterio los reúne. Pero el texto parece subrayar una menuda y dichosa distinción que los asocia en una misión compartida y compartible. Tal vez no sea una casualidad que Simeón se dirija a los padres del Niño mientras que Ana habla a todos los que esperan la liberación de Jerusalén. El primero medita y anuncia, la segunda proclama y predica. Simeón anuncia la proyección universal del mensaje. Ana invita a Israel a descubrirlo:
«Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret» (Lc 2, 38-39).
Ana alaba a Dios y habla del Niño a todos los que esperaban la redención de Israel. Es interesante anotar que el verbo que aquí se refiere a la alabanza pública que Ana dedica a Dios no aparece más veces en todo el NT. El análisis del texto sugiere, además, que la buena anciana no se limitó a hablar aquel día de Jesús, sino que "sus palabras sobre el Niño siguieron difundiéndose más allá de los muros del santuario» (Fitzmyer, 266). Así pues, Ana descubre al Salvador y proclama la hora de la salvación, es decir, de la redención y del "rescate", que evoca la antigua liberación de su pueblo del poder opresor de los egipcios.
Ana contempla al Salvador y anuncia la llegada de su salvación. En eso consiste su don de profecía.
Entre las personas que vivían a la espera de la novedad de Dios, el evangelista Lucas nos presenta a dos personas ancianas: Simeón y Ana. Además del papel teológico que desempeñan en el texto, Simeón y Ana nos descubren el misterio y ministerio de una ancianidad que, en medio de la algarabía -como la de aquel templo de Jerusalén- abren su espíritu al paso del Espíritu. Son dos testigos que nos hablan de las posibilidades de una ancianidad al servicio del evangelio y la evangelización.
El pequeño Jesús es presentado al templo para cumplir los requisitos ordenados por la Ley. Y ellos son los primeros en reconocerlo y en anunciarlo públicamente. Se podría decir que, tras los pastores y los magos, Simeón y Ana son los primeros discípulos y apóstoles del Mesías.
Simeón es el hombre justo y piadoso, lleno del Espíritu. Por él pasa el eje que separa el mundo de la ley y el mundo del Espíritu. Y Ana, con su clarividencia, descubre en Jesús al Mesías de Israel y así lo anuncia a todos los que esperan la liberación. San Lucas ha querido ver en estos dos ancianos los prototipos del profetismo más auténtico.
En la edición del 2000 del Martirologio romano, se ha optó por acercar la memoria de Simeón y Ana a la fiesta de la Presentación, y figura el 3 de febrero.