Ascensión de Jesús

Bruno Maggioni
Mercabá, 11 enero 2021

           Lucas ha configurado su descripción de la ascensión visible de Jesús al cielo a base de elementos característicos, propios de narraciones del AT o de la literatura helenística, que nos hablan de raptos y apoteosis. Un ejemplo el AT típico de narración apoteósica lo constituye el relato de cómo Elías es arrebatado de la tierra (2 Re 2). Como muestra helenística nos puede servir lo narrado por el historiador romano Tito Livio sobre cómo Rómulo es subido al cielo envuelto en una nube durante una revista a su ejército. Lucas, que era un escritor formado en el helenismo, conocía el esquema literario usual para narrar estos arrebatos apoteósicos y se sirvió de él para la proclamación del mensaje cristiano. Esto en lo referente a la forma literaria.

           La ascensión del Señor resucitado a la gloria de Dios sólo se describe en el NT como un suceso visible al final del evangelio de Lucas y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles. Pero Lucas no relata ningún cuento ni ha desfigurado la verdad. Únicamente ha condensado en una imagen de gran plasticidad lo que proclaman todos los escritores del NT: que el Señor resucitado fue asumido en la forma existencial de Dios y desde ella está al lado de su Iglesia. Su narración es artísticamente destacada y teológicamente cierta.

           Nada tenemos que objetar a las coincidencias entre el evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles, explicables por ser el autor una misma persona. Lo que sorprende son las divergencias. En los Hechos no aparece la bendición del Señor ni la adoración de los discípulos. En el evangelio no se habla de la nube que tapó a Jesús de la vista de sus discípulos, ni de los hombres que les aseguraron que él volvería de la misma manera. Además, en el evangelio, el Resucitado sube al cielo el domingo de Pascua, según todos los indicios, y en los Hechos pasan cuarenta días en los que se aparece a los apóstoles. Lucas no veía ninguna contradicción en esto. A pesar de su plástica, su interés no es el desarrollo externo de la escena.

           Las divergencias no le molestan. Las emplea incluso para elaborar sus asertos teológicos. La solemne bendición final del Resucitado le viene bien para terminar el evangelio con una escena de despedida. El anuncio de la nueva venida de Cristo en el libro de los Hechos subraya el intermedio entre esta presencia de Jesús y su vuelta al final de los tiempos. La nube le servirá para anticipar la descripción de la venida: "Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria" (Ls 21, 27). El tránsito de Jesús de este mundo al mundo de Dios, que es un proceso invisible, lo cristaliza el autor narrando un arrebato visible de Jesús. Lo importante para Lucas es el significado profundo del cuadro plástico que describe. Los lectores de su tiempo comprendían perfectamente este lenguaje. El resto de evangelistas nos dicen lo mismo con otro ropaje literario.

           "Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo". Todos los años nos sucede lo mismo, al celebrar la solemne ascensión de Jesús a los cielos. Inevitablemente nos vienen a la memoria los sentidos versos de Fr. Luis de León: "Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro...". No podemos recordar el acontecimiento de fe sin que nos traicione el corazón con sus sentimientos ante la despedida. Sin embargo, tales sentimientos, por más que naturales, están muy lejos del evangelio, que es la buena noticia de la presencia de Jesús que nos promete seguir con nosotros hasta el fin.

           La resurrección no es un hecho histórico, no pertenece a la historia, sino que la trasciende. La resurrección de Jesús no ha pasado, no pertenece al pasado, sino que es perennemente presente y actual. Jesús vive, está vivo, está presente, está con nosotros. La fe cristiana no consiste en saber que Jesús murió y resucitó y subió al cielo, como si se tratase de cosas que ocurrieron en aquel tiempo y en aquellos lugares. La muerte de Jesús sí que es un hecho pasado. Jesús ya no vuelve a morir. Pero su resurrección es de una actualidad inmarcesible. Jesús sigue vivo y con nosotros según su promesa.

           Nuestra fe descansa en la resurrección en la medida que se apoya en Jesús que vive y está presente. "Jesús vive" fue el santo y seña de los discípulos de Jesús. Como un rumor primero, como un grito de gozo después, como un mensaje lleno de esperanza, este evangelio fue propagándose de generación en generación hasta nosotros. Y este es también nuestro santo y seña cada vez que nos juntamos a celebrar la eucaristía, en memoria de Jesús y hasta que vuelva glorioso.

           Tres mensajes nos da la Ascensión del Señor:

           1º Vivir la certeza de que él "está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo". Que la encarnación es un gesto de Dios irreversible. Está, pero de otro modo. Y los apóstoles necesitaron semanas para comprender y hacerse a la idea. Es el sentido de lo sorprendente de cada "aparición". Reconocerle en tantas mediaciones: Iglesia, comunidad concreta, sacramentos, eucaristía, los más abandonados, el perdón, etc. Encontrar al Señor en todo y de tantas maneras.

           2º No quedarnos "ahí plantados mirando al cielo". Volver a la ciudad, al trabajo..., pero siendo sus testigos aquí y allá, en medios eclesiales y fuera de ellos. Que "la memoria de Jesús" no sea nostalgia ni simple recuerdo, sentimiento intimista inoperante, intrascendente. Sino impulso de seguirle hacia los hombres, hacia el Reino, hacia el Padre. Y para ello...

           3º "Seréis bautizados con Espíritu Santo", ésta será la fuerza de Dios en nuestra debilidad. Uno se sorprende al ver la serenidad, la ciencia y fortaleza de aquellos primeros discípulos, pescadores temerosos y desalentados. ¡Cómo cambió su suerte! Espíritu como aliento misionero y ayuda valiosa para poder encontrar en cada circunstancia qué hacer de nuestra pequeña historia personal y colectiva para que llegue a ser historia que no decepcione a Dios, historia de salvación.

           La plena manifestación de Jesús tiene lugar en Galilea. Allí habían sido encaminados repetidas veces los discípulos. ¿Por qué en Galilea? Probablemente para significar que Jerusalén había dejado de ser el centro del culto y de la religiosidad. Desde ahora el acceso a Dios, el verdadero templo, no se hallaba circunscrito a un lugar -ni aquí ni en Jerusalén (Jn 4, 21)- sino a una persona, a la persona de Cristo.

           La plena revelación tiene lugar "en el monte que Jesús les había señalado". Mateo no nos informa de este detalle en su evangelio. No sabemos de ningún monte que Jesús les hubiese indicado previamente. El monte es mencionado únicamente por razón de su simbolismo. El monte es el lugar de la revelación. La revelación de Dios en el AT tuvo lugar en el monte Sinaí. La revelación de Jesús (nuevo Moisés; aspecto de Jesús particularmente querido y destacado por Mateo) tiene lugar también en el monte: en el de la transfiguración (donde manifiesta su naturaleza), en el de las bienaventuranzas (donde manifiesta su enseñanza y sus exigencias morales) y en el de Galilea (donde manifiesta su autoridad y misión).

           La resurrección de Jesús es un misterio inasequible e increíble desde la lógica humana. Afortunadamente el temor y la duda -no sólo la alegría- fueron vividos en la carne misma de los que más cerca estuvieron de Jesús. Es maravillosa la acotación de Mateo; "al verlo lo adoraron, aunque algunos aún dudaron".

           La resurrección de Jesús introdujo un cambio radical en la relación de sus discípulos con él. Durante su vida terrena tenían frente a él la deferencia que el discípulo debe al Maestro. Ahora aparece la relación del creyente frente a su Señor. La postración -gesto reservado para el encuentro con los grandes monarcas divinizados o considerados con categoría divina- de los discípulos, significa claramente que los discípulos habían descubierto la divinidad en él (Hch 2, 36).

           La duda de algunos es explicable, y hasta plausible. Mientras no llega la convicción profunda de la fe no resulta fácil, resulta imposible, descubrir en Jesús a Dios. Este detalle de la duda de algunos resulta particularmente significativo en la pluma de Mateo, que procura siempre que puede, e incluso a veces forzando los textos, presentar a los discípulos como modelos perfectos. Tal vez porque, cuando se constata la duda, el modelo resulta más humano y atrayente. Aunque no es seguro que Mateo lo haya pensado así.

           La autorrevelación de Jesús se centra en su autoridad y la misión que encomienda a sus discípulos. Su autoridad es la misma que la del Hijo del hombre. Y, para formularla, recurre a las mismas palabras de Daniel: "Se le dio imperio, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su imperio es un imperio eterno que nunca pasará, y su reino, un reino que no será destruido jamás" (Dn 7, 14). El siervo de Yahveh, doliente y humillado es el Hijo del hombre glorificado. Así se definía la verdadera categoría de Jesús después de resucitado. Pero, a continuación, la naturaleza de su autoridad. Una autoridad no impuesta sino aceptada libremente por la inserción en su misterio, el misterio pascual, mediante la recepción del bautismo y manifestada en el esfuerzo permanente por asimilar sus enseñanzas y cumplir sus exigencias. Autoridad ejercida en el ámbito de un discipulado voluntario y comprometido.

           Discipulado adquirido de entre todos los pueblos de la tierra. Si durante su ministerio terreno había estado limitado por el tiempo y el espacio -particularismo- ahora caían todas las fronteras. Se inauguraba el universalismo total. De hecho, cuando Mateo escribe su evangelio, se habían roto ya muchas fronteras.

           La actividad encomendada a sus discípulos se centra en introducir a los hombres en el misterio de Cristo mediante el bautismo -actividad sacramental- y en la enseñanza de cuanto el Señor dijo e hizo como norma vinculante del discípulo al Maestro, del siervo a su Señor.

           El evangelio termina como comenzó. Al principio nos fue anunciado el nombre de Emmanuel, Dios con nosotros, que había sido anticipado por el profeta Isaías (Is 1, 23). Ahora se nos asegura que aquella profecía se ha hecho permanente realidad: "estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". En otras palabras, sigue siendo Emmanuel, Dios con nosotros.

           Las primeras palabras de Jesús son una revelación: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra". Con esto declara Jesús que es el cumplimiento de la profecía de Daniel (Dn 7, 13-14) respecto al Hijo del hombre (a lo cual había hecho ya referencia Jesús durante el proceso): "En las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido a su presencia. Se le dio poder, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían; su poder era un poder eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás".

           Este "dominio universal" del Señor resucitado es la raíz de donde brota la universalidad de la misión. Todo el breve discurso de Jesús está dominado por la idea de plenitud y universalidad; el adjetivo "todo" aparece cuatro veces (todo el poder, todas las gentes, todo lo que ha ordenado, todos los días). La idea de la misión universal estaba también en el Antiguo Testamento; pero allí en el orden de la espera (la misión universal era una esperanza reservada para el tiempo mesiánico); aquí en el orden del cumplimiento (la misión universal es un hecho).

           Hacer discípulos entre todas las gentes no significa necesariamente que todos hayan de convertirse. Lo que importa es que el pueblo de Dios esté "entre todas las gentes". El fin de la misión es "hacer discípulos". La expresión es interesante; contiene todo el significado que posee en el evangelio "discípulo" ("machetes"). Es quizás la definición más sintética y correcta de la existencia cristiana: el cristiano es un discípulo. No se trata de ofrecer un mensaje, sino de establecer una estrecha relación con Cristo; una relación personal y un seguimiento. Los discípulos de los rabinos no colocaban en el primer puesto la relación personal con el maestro, sino la doctrina que el maestro enseñaba. No ocurre así en el evangelio; el discípulo se liga a la persona del Maestro y se compromete a compartir su proyecto de vida.

           Dos son las condiciones para hacer discípulos: el bautismo y la enseñanza. La segunda reviste una importancia particular en el evangelio de Mateo. Jesús se define maestro en polémica con los malos maestros, tales como los escribas y los fariseos. Sólo en nuestro pasaje se dice que los discípulos deben, a su vez, enseñar; pero no son maestros, sino que permanecen como discípulos. Quizás parezca paradójico: discípulos y maestros simultáneamente. Pero es la verdad. No enseñan algo propio, sino solamente "todo lo que les ha mandado". Es una enseñanza con la fidelidad y la dependencia más absolutas; nace de una escucha.

           "Estoy con vosotros hasta el fin del mundo" tal es la afirmación que cierra el evangelio de Mateo. Es un final con sorpresa: el Señor resucitado no se ha ido, sino que ha venido. Y la promesa que incluía el nombre de Jesús ("Emmanuel, Dios con nosotros") queda ahí mantenida.