Jeremías
Miguel
Melendres
Mercabá, 11 enero 2021
"Tú me sedujiste, oh Dios, y yo me dejé seducir. Tú eres el más fuerte, y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo. Siempre que hablo tengo que gritar: ¡Ruina, devastación! Y aunque me dije: No volveré a hablar en su nombre, su palabra hierve dentro de mi como fuego abrasador".
Si la historia de la humanidad es la historia de Dios entre los hombres, el forcejeo del cielo con la tierra, de Dios con Jacob, indiscutiblemente, Jeremías dibuja su colosal figura en las cumbres más altas. Los judíos del tiempo de Jesús dirán del maestro: "Es Jeremías, que ha resucitado".
Hijo de Helcías sacerdote, ya desde niño le sedujo Dios. Las auras de Jerusalén conservaban aún su perfume de incienso al llegar a Anatot, la ciudad del profeta, a una hora de Sión, y, mientras él crecía, el Señor iba realizando uno de los significados del nombre Jeremías (lit. Dios eleva, o elevación de Dios). Le seducía entonces por sí mismo, por su infinita majestad, por la belleza de su ley: "Bueno es el Señor para los que esperan de él, para el alma que le busca", recordará en medio del llanto, en una de sus lamentaciones.
Pero es que pronto le sedujo también para aceptar sobre sus hombros la misión de profeta. Como hiciera Moisés, él protesta muy bien "que no es experto en el hablar, que es todavía un niño". Pero Dios tiene palabras convincentes: "Antes que te formara yo en las entrañas maternas te conocí, te consagré, y te designé para profeta de naciones". Tiende la mano, toca su boca y le da poder de hierro y bronce sobre pueblos y reinos, "para arrancar, arruinar y asolar; para levantar, edificar y plantar".
Más de una vez los labios del profeta apaleado, encepado, medio muerto, recordaron a Dios con angustiosa queja y tremenda fuerza lírica mejor que la de Job, el contraste excesivo entre la dura realidad y tan bellas palabras: "¡Maldito sea el día en que nací! ¿Por qué no me mató Dios en el seno de mi madre y hubiera sido mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna en sus entrañas?".
Cuesta al hombre de hoy, con 20 siglos de Revelación, sopesar bien la santidad del s. VII a.C. Pues no es lo mismo adorar al Señor en un marco de 7 sacramentos (de comunión frecuente, inmolación incruenta, vida interior, magisterio ordinario e infalible y serenidad de culto) que ante balsas de sangre de reses desolladas (de ejércitos, blasfemos, apedreados, pitonisas...), rodeado de nabís, o profesionales de lo religioso (que se aprestaban a la inspiración al compás de tambores, flautas y arpas, gesticulando y bailoteando como fuera de sí, y sobreexcitando a los demás con oscuras palabras y frenéticos hurras) y en medio de cultos idolátricos (de los pueblos vecinos, y de los mismos yaveístas).
A pesar de sus fuertes protestas momentáneas, Jeremías acepta con la mayor fidelidad, materialmente incluso, el yugo del Señor, del que se considera un simple pobre. “Pobre de Yahvé." No un romántico de la pobreza como tal, sino un siervo de Dios, un sometido a la divinidad con rendimiento pleno y absoluta confianza. La novedad impresionante de este profeta, de familia más bien acomodada, es el amor y el deseo de un Israel cualitativo (el Israel de Dios): la nación en que Dios tendrá su ley escrita no en piedra solamente, sino en los corazones. Por algo Jeremías, que, como Amós, Oseas y Ezequiel, no hizo probablemente ni un milagro, es tenido por muchos Santos Padres, principalmente San Jerónimo, por una esplendorosa figura de Jesús.
Jesús nace en Belén, y es cerca de Belén donde comienza Jeremías su misión de profeta. Como Jesús, ha de luchar contra los sacerdotes que contradicen su predicación y quieren suprimirle, en un procedimiento tumultuario, al imputarle por sus profecías la intención de destruir el Templo. Como al Mesías, se le lleva a un tribunal civil para acusarle de subversión política, sin aludir al tema religioso, y él se comporta allí serena y dignamente. Nadie como él ha dibujado al futuro hijo pródigo, cuando invita a Efraím, el hijo amado y desviado, a que se plante piedras miliarias y se coloque hitos y considere las calzadas y los caminos de la perdición, para la hora del retorno. "Vuélvete, oh virgen de Israel, y regresa a estas tus ciudades. Pues ¿hasta cuándo has de permanecer lejos, oh hija renegada?". Su vida íntima es también una pálida sombra de la del Redentor: célibe hasta la muerte, sabe de horas de oración y soledad como en Getsemaní; se le derrumba el alma previendo la ruina de la querida ciudad santa y vuelca el corazón intercediendo por sus enemigos.
Dura misión la de un profeta: ser la boca de Dios en un pueblo vuelto casi siempre de espaldas a la ley, gritar contra los cultos idolátricos y las infiltraciones de prácticas paganas, llenar de espíritu los ritos, desenmascarar vicios, venalidades, opresiones, a la par que instruir sobre la verdadera naturaleza del Altísimo y sus misteriosos atributos, y, sobre todo, preparar las pupilas oscuras para la luz creadora de los tiempos mesiánicos renovadores de la faz del mundo. Sin innovar ni revolucionar, restaurar, restablecer y tutelar los permanentes intereses de Dios en la religión, en la moral, e incluso en la política de un pueblo teocrático.
La misión del profeta de los trenos fue dura entre las duras. Él no sólo anunció, sino que presenció las tremendas ruinas de Sión, así como las 3 deportaciones de su pueblo. Corrió a sus pies, a ríos, la sangre de los suyos, y sobre las murallas a punto de ceder, el hambre de las madres se sació cerca de él en la carne caliente de los hijos. En su ciudad natal le quisieron matar. El rey Joaquín I de Judá hizo quemar los rollos de sus terribles vaticinios. Fue encerrado en cisterna para hacerle morir. Ninguno de los reyes que él viera entronizar atendió sus consejos.
En el pleito político de asirios derrotados, egipcios aliados y medos vencedores, él predicaba lealtad a la dominadora Babilonia, y no alianzas con los faraones ni con los restos de la vieja Asur. Y nadie le escuchaba. Sin embargo, cuando el representante del rey Nabucodonosor II de Babilonia, sabiendo su fidelidad, le ofreció un puesto honroso en Babilonia, él prefirió quedarse a llorar la ignominia junto a las ruinas de Sión, con los pobres deshechos de su pueblo. La paz no era su sino. ¿Cómo, si no, habría tenido el mundo, en el tesoro inmenso de las lamentaciones, el cálido torrente de palabras y lágrimas, que inundará y traducirá magistralmente el humano dolor?
También ante la esfinge precursor de Jesús, si su primera intervención profética tuvo lugar junto a Belén, fue su última en Egipto. Luego ya un gran silencio ahoga la voz de hierro y bronce del más potente oráculo de Dios, que Tertuliano y San Jerónimo, siguiendo una leyenda que recoge igualmente el Calendario Romano, dicen muerto a pedradas en los muros de Tafnis. Isaías, el primero de los cuatro profetas llamados mayores por el volumen de su obra, acabó su ministerio hacia el año 702 a.C. Probablemente Jeremías comenzó el suyo hacia el 614 a.C, y durante 40 años (los 23 primeros de palabra tan sólo, y después, inaugurando esta modalidad, por escrito también), fue en medio de Judá "como una flecha de excepción", fúlgida y recta, en el carcaj de Dios. También comienza en él lo que podríamos llamar "literatura de las confesiones" al describir el dramatismo de la íntima lucha del profeta con Dios.
Después de haber vivido, agonizando, en una de las épocas más importantes y convulsas de la historia de Oriente y la más dolorosa de Judá, Dios sedujo a Jeremías con la corona del descanso eterno. Sólo entonces el pueblo amó, de veras a su gran profeta. Él había cantado, con la garganta rota de dolor, el paso hacia el exilio, a 9 km de Sión, de los judíos aherrojados: “Se oye una voz en Ramá, y mucho gemido y mucho llanto. Es Raquel que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque no ya no están con ella". Judá lloró al profeta de sus llantos; pero el coloso tampoco estaba ya.