José, esposo de María

Luis Morales
Mercabá, 11 enero 2021

           Emprendemos el estudio de José con veneración, con respeto, casi sin ruido, dispuestos a escuchar el callado rumor de un alma que embelesa. No es la suya una vida que se deslíe en el tiempo. Si nos limitásemos a ver a José únicamente tras los tenues y velados acaecimientos de la historia, no sabríamos comprender el significado de su paso por la tierra.

           José es un abismo de interioridad. Mientras su cuerpo reluce como dechado de templanza, su alma, preparada para recibir comunicaciones divinas, se nos presenta como un trasunto del paraíso, como un reino de armonía, semejante a una lira pulsada por la mano de Dios. Respira cielo. Vive en la cumbre de todas las elevaciones. No en vano tuvo a Jesús en sus brazos, le meció cuando pequeño, se oyó llamar padre por la sabiduría y sintió el derretimiento producido por la contemplación de aquel Niño en cuyas manos había florecido la pluralidad del universo. Por algo bebió durante 30 años en los ojos, en la sonrisa de su Hijo adoptivo el agua transparente que salta hasta la vida eterna. ¡Misterio inenarrable!

           Pero no podemos llegar hasta José con las manos vacías, y para entenderle tenemos que llenarnos de perfecciones, afinar nuestros sentidos espirituales y añadir una nueva vibración a nuestro lenguaje. A su lado nos sentimos muy pequeños. Pero su amabilidad, reflejo angélico, nos anima, nos atrae, nos alienta con una ternura acogedora. Lleguémonos, pues, a la orilla de su vida con amor, con el mismo amor con el que los evangelistas, los doctores, los teólogos nos hablaron, nos siguen hablando de él.

           Las 2 únicas fuentes inspiradas, canónicas, que nos dan a conocer con veracidad absoluta la persona y la vida de José son los evangelios de Mateo y Lucas. Dirigido el 1º a convertir el alma de los judíos, y el 2º a atraer el corazón de los gentiles, ambos se presentan constelados por narraciones de insólita belleza. Mateo parece que siente una llamada especial por los episodios dramáticos, movidos, a veces suntuosos. Es el evangelista de la congoja de José, de los magos cargados de ofrendas, de la huida a Egipto en medio de asechanzas. Pero en Lucas encontramos la escena más esencial, la que puede calificarse como piedra clave del evangelio de la infancia, informado por testigos presenciales, habiendo oído probablemente de labios de la misma madre de Jesús el relato conmovedor de los misterios de Dios hecho niño, sólo en las páginas de San Lucas podemos saborear el celeste cuadro de la noche navideña.

           Veamos ahora lo que nos dice el acendrado poema de su vida. Nada conocemos de sus primeros días, de su infancia, de su adolescencia, de sus ensueños. Ignoramos hasta el lugar de su nacimiento. El mutismo de los sagrados textos es aquí total. Podemos, sin embargo, pensar que, aun oriundo de Belén, su cuna se meció en Nazaret, que tenía nombre y aroma de flor. Lo que sí sabemos con certeza, a través de la genealogía de Jesús, puntualizada por Mateo y Lucas, es la prosapia y el nombre de José. Procedía del linaje de David, como la Virgen, y, al igual que el patriarca del AT, figura suya, se llamó José, nombre que anunciaba con acento misterioso un creciente brote de virtudes y de dones en el niño que acababa de nacer.

           Pasan después los años, muchos años, alrededor de cuarenta, sin referencia alguna, en la mayor oscuridad. Pero como el gusano en su capullo, la paloma preparaba ya sus alas. Llega, por fin, el día en que José se incorpora a la historia y le vemos pasar cumpliendo su misión excelsa en camino o en reposo, en oración o en trabajo, siempre junto a Jesús, siempre al lado de su esposa, siempre humilde, callado siempre, dándonos una lección de amabilidad.

           Su vida se desenvuelve desde ahora en la verdeante Nazaret, entre canciones de aguas y olores de pinos, en una región de viñas y terebintos, al amparo de aquella pequeña aldea que, muy en su punto, se adornaba con un nombre tan fragante. Allí trabajaba el descendiente de reyes en su modesto oficio de carpintero. Allí se desposó con la flor más bella a quien rendían acatamiento todas las azucenas del mundo. Difícil sería enumerar los merecimientos de aquella virginal doncella. Más limpia que el rayo de luna, más blanca que la nieve incontaminada de las cumbres, María era un reino de dulzura, de humildad, de ensimismamiento. Los ángeles la servían y aprendían de ella mientras meditaba el misterio de la encarnación, absorta al contemplar dentro de sí aquel niño, futuro Enmanuel, anunciado por el arcángel.

           José se miraba en aquella mirada que tenía la insondable serenidad de un lago. Leía el libro de la perfección en aquellos ojos. Era feliz.

           Fue entonces cuando experimentó la primera y no esperada congoja. Es que Dios prueba a sus amigos en fuego de tribulación hasta darles el mejor temple. Y a excepción de María, ¿quién más preparado que José para gustar estos sabrosos sinsabores? El que iba a ser padre nutricio de un niño después crucificado necesitaba probar de antemano el acíbar del calvario. ¿Cómo analizar la magnitud de aquel sufrimiento? ¿Cómo medir la grandeza de esa aflicción? El Eterno sabe acendrar hasta el último cuadrante el alma de sus santos. Por el dolor se sube al amor. Por el fuego del infortunio se asciende a la llama clarificada de la visión divina. Sufría María, y sufría José. Pero ambos pusieron en Dios su confianza, la delicadeza y el silencio fue la norma de su conducta y no tardó en llegar la hora del íntimo gozo, la hora del blanco mensaje. Un ángel trajo el anuncio: "No temas recibir a María, porque lo que en ella ha nacido viene del Espíritu Santo". La faz de José se iluminó con arrobo, su alma se llenó de gratitudes.

           A partir de este momento la vida de José adquiere rasgos cada vez más definidos, y se afirma y se pule con una espiritualidad que tiene el hontanar en el fondo de su alma. Una triple misión se le asigna: la de ser imagen del Padre, custodio de la Sagrada Familia y artesano diligente en su taller. ¡Y con qué decisión lo cumple entre gozos y congojas que le perfeccionan! Leer las jornadas de su peregrinación es como abrir un libro sabio en enseñanzas. Sufre el dolor humilde del pesebre, la aflicción de la sangre vertida, la amargura de la profecía, los temores de la huida, las tribulaciones del Niño no encontrado en tres días. Y en otro aspecto, ¿quién podrá medir la altura y la profundidad de sus gozos?

           Alegría celeste, mensajes angélicos, voces y cánticos de pastores, presencia de Jesú, candor de la madre y amor divino fueron su acompañamiento glorioso, junto al olor, la felicidad de una mirada con destellos de la eterna hermosura. Así se forjan las grandes almas. Para ganar el premio es preciso merecerlo. Y José se llenó de merecimientos. En su vida se equilibraron la acción y la contemplación. Parco en palabras, fue largo en obras. Le contemplamos en tensión de camino, en tensión de trabajo.

           Cuando Augusto dispone el empadronamiento, José se pone en camino. Cuando Herodes busca a Jesús para matarle, José se pone en camino. Cuando el ángel le anuncia que retorne, José se pone en camino. Cuando Jesús se queda en el templo, José se pone en camino. Una decisión, un vigor inquebrantable nimba su vida. Siempre alerta en Belén, en Egipto, en Nazaret, en Jerusalén... cumpliendo su misión de padre adoptivo. ¡Cuántas veces en el silencio de las noches, a la sombra de las palmeras o en las montañas de la verde Galilea, le animaría una voz inefable que le hablaba desde la excelsitud de su reino

           ¿Y qué decir de la fatiga amarillenta del desierto? Mientras avanzaba entre arenales, con peligro de fieras y de bandidos, huyendo de los lazos de una persecución cruenta, nuevos méritos de incalculable trascendencia se engarzaban en la corona del heroico patriarca. El desierto que le circundaba tenía su réplica en el desierto interior de los temores de su alma atenta a defender de enemigos la dulce familia que caminaba bajo su tutela. Se ha dicho que no pueden entrar fácilmente en el cielo los que no caminan por este desierto. Muy cerca de la patria eterna debía de sentirse entonces José. El desierto era la desolación y la congoja. Pero también el impulso y el gozo de la misión bien llevada. En medio de las arenas, a su lado, caminaban dos tesoros. José se veía como rey de una creación nueva. Ante esta contemplación el desierto se le transformaba en un paraíso y los rumores temibles de la noche se le convertían en gorjeos. ¡Qué prodigiosamente sabe Dios llenar de bienaventuranzas las almas que suben por la tribulación hasta los umbrales de su trono!

           La leyenda vino a añadir nuevas tintas al cuadro. La imaginación popular, los apócrifos, la devoción de todos los siglos no se limitó a seguir la sencillez de las escenas evangélicas, antes al contrario, acumuló efectos sorprendentes cuyo contenido no hemos de puntualizar. Baste decir que allí donde la Sagrada Familia pasa, el perfume de la leyenda deja su rastro. El naranjo, la palmera, el trigo, el salteador, se humanizan, guardan al Niño, lo defienden en presencia de José. Los pájaros se enternecen. El agua recibe una virtud nueva. Es el tributo de las criaturas, que quieren, a su modo, agradecer. Al fin y al cabo las más bellas leyendas nacen del amor.

           Llegan los últimos años. La vida de José se desliza en Nazaret con la levedad de una poesía a lo divino, callada, oculta, sin rumores exteriores. Le vimos aparecer en el silencio. Le veremos marcharse en el silencio. ¿Cuándo? Debió de morir antes que Jesús comenzara su predicación, quizá a la edad de setenta años. No vuelve a sonar su nombre ni en Caná, ni en Siquén ni en Cafarnaum. Tampoco en el calvario. Probablemente el hijo quiso llevarse antes de esas horas a su anciano padre adoptivo, para evitarle el último dolor. Su misión era la de acompañar, sustentar, defender a la Sagrada Familia en los años niños y formativos y la llenó de manera inigualada.

           Cumplida su obra, sólo le quedaba morir. Morir para nacer. Morir para recibir cuanto antes la palma del triunfo eterno; para inundar de luz sus ojos con la visión beatífica, para anegarse en la divina Sabiduría cuyos celajes había columbrado en la mirada del Niño. ¿Resucitó, como admiten Suárez y San Francisco de Sales, el mismo día que el Salvador? ¿Subió al cielo en cuerpo y alma? Es posible. Pero lo cierto es que, guiado por la sonrisa del Hijo, por la misericordia de la madre, nos mira, nos alienta, nos guarda como un ángel y nos prepara el gran día en que nuestra alma sabrá definitivamente lo que es nacer.

           ¡Qué sobreabundancia de caridad, de primores, de cuidado puso Dios al moldear el alma de José, al crear su cuerpo, al formar aquellas manos de artesano que le iban a sustentar, aquellos brazos que se extremarían en delicadezas al dormirle, aquel entendimiento arrebatado por la consideración de los misterios divinos, aquel corazón que se adelgazaba como una llama en el amor del Niño más hermoso! Dios rodeó con sus misericordias el espíritu y la vida de José.

           Cuando labraba su alma, cuando tallaba su cuerpo, cuando infundía la luz en la mirada de su nueva criatura, la misericordia velaba allí. Cuando preveía ab aeterno las virtudes del futuro Santo, la misericordia extremaba su obra. Y cuando lo soñaba para esposo de María, para padre adoptivo de su propio Hijo, para guardián de la Sagrada Familia, la misericordia envolvía en luminosidad esta creación portentosa. Era una luz que reflejaba los esplendores de la luz eterna. El Señor le concedió particulares privilegios que bastarían para llenar de admiración el cielo y la tierra. ¿Cómo no acercarnos a él? Como escribe bellamente Bernardino de Laredo, las armas de su genealogía son el Niño y la Virgen. Jamás un blasón semejante se había dado ni se podía dar en el mundo.

           José tiene la gracia de la flor que sabe entregarnos con caridad su aroma. A su lado florece la bondad, arraiga la dulzura, fructifica el sosiego. No es el santo de una época ni de un siglo. Es el patriarca de todos los milenios, de ayer y de mañana, de hoy y de siembre. Pasa enseñando el valor de la vida remansada. Nos invita a contemplar la belleza de los seres humildes. A su lado nos sentiremos más niños y oiremos de nuevo dentro de nosotros la callada resonancia de un lenguaje aprendido la noche de Belén.

           Desde que Lucas y Mateo nos delinearon los trazos definidores de la figura de José, los Santos Padres, los escritores eclesiásticos, los predicadores se han ido acercando paulatinamente al Santo con un afán cada vez más firme de intuir el misterio de su vida sencilla. Los primeros siglos dejaron un tanto en la penumbra el nombre de San José, atraídos por la luz irradiante de Jesús y de su madre. Así lo exigía la realidad de entonces. Pero a medida que avanzaba el tiempo, la semilla de las Escrituras, las lecciones de San Jerónimo, de San Ambrosio, de San Agustín y de otros santos fructificaron de tal suerte a través de San Bernardo, de San Alberto Magno, de Santo Tomás de Aquino, que las generaciones de fines de la Edad Media y de las épocas siguientes pudieron entregarnos el valioso depósito de sus enseñanzas en libros llenos de entusiasmo y de doctrina.

           Así empezó a cobrar la vida de José nuevo color y calor nuevo. Por momentos se iba interpretando más y mejor el río de su alma y día a día se agigantaba su personalidad adquiriendo dimensiones de amplitud teológica que sobrepasaban los límites de una simple hagiografía. De este modo surgió una literatura josefina prestigiada con los nombres de Gersar, Holano, San Francisco de Sales, Bossuet, el cardenal Vives, Lépicier, Sauvé, Renard, Michel y tantos más que descubrieron en la vida de José facetas de una magnitud insospechada. Por su parte Faber, verdadero poeta en prosa, supo extraer, con profundidad y maestría, un exquisito panal de belleza escondido entre los pliegues de Belén, centro de la humildad más encantadora y humana.

           Con tales antecedentes no es extraño que el culto de José haya llegado a alcanzar proporciones inusitadas. Lo pedía el clamor de las naciones. Pronto recogieron y encauzaron con sabia mano esta devoción los Romanos Pontífices, nombrando a San José Patrono de la Iglesia universal por el decreto Quemadmodum Deus de Pío IX, proclamándole abogado de los hogares cristianos en la jubilosa encíclica Quamquam Pluries de León XIII y presentando a José como modelo de las familias pobres y trabajadoras en el motu proprio Bonum Sane de Benedicto XV.