Juan Apóstol

Serafín Ausejo
Mercabá, 11 enero 2021

           Nació en Betsaida (lago de Galilea) el año 9 d.C, hijo de Zebedeo y Salomé y en el seno de una familia comercial, que ejercía el negocio de la pesca. Así, junto a su hermano mayor Santiago, y el resto de jornaleros de su padre, faenó el pequeño Juan echando los copos al lago, entre las barcas de su padre y las amplias redes barrederas. Una fogosidad juvenil que más tarde le merecería el título de Boanerges (lit. hijo del trueno) por su condición de mozo robusto y vigoroso, así como velocidad y equilibrio a la hora de pasar desapercibido, sin llamar la atención.

           Dos etapas abarcaron la vida de Juan, separadas por un largo silencio de casi 50 años. Los detalles de la 1ª quedaron consignados en los libros del NT, y los de la 2ª en la más estricta y depurada tradición contemporánea. Y entre ambas, la carencia de datos durante un prolongado silencio de 50 años.

           Respecto de la 1ª etapa (ca. 27-40 d.C), sabemos que Juan era discípulo del Bautista, y que junto a su amigo Andrés (también de Betsaida) fue el 1º en seguir a Jesucristo, a instancias del Bautista. Aparentemente no tenía novia Juan (ni Andrés), o si la tenía hubo de dejarla también por seguir a Jesús.

           Tras la selección de 12 apóstoles que hizo Jesucristo, Juan quedó como el más joven del grupo, con apenas 17 años. Y junto a su hermano (Santiago) y al hermano de Andrés (Pedro), quedó constituido en el grupo de privilegiados de Jesucristo, experimentando todos ellos su transfiguración en el Tabor y su agonía en Getsemaní.

           De esta etapa con el Maestro, y de todas las experiencias vividas y aprendidas con él, recuerda el propio Juan que él era "el discípulo a quien amaba Jesús", que "en la última cena reclinó su cabeza sobre el costado del Maestro", y que fue "el único en mantenerse al pie de la cruz", mientras Jesús "agonizaba y le entregaba a su propia madre María".

           Su amistad con Pedro fue la de siempre, pues posiblemente ambos se conocían antes de conocer a Jesús. Ambos eran paisanos, rivales en la pesca y encargados por Jesús de preparar la ultima cena pascual. También fue Juan, seguramente, el que introdujo a Pedro en la casa del sumo sacerdote durante la noche de la pasión. Y en la mañana de la resurrección ambos comprueban juntos que el sepulcro está vacío. Juntos aparecen también en la curación del paralítico del templo, en la detención y en el juicio sufrido ante el Sanedrín, y en la comarca de Samaria, adonde van en representación de los Doce para invocar allí, sobre los ya creyentes, al Espíritu Santo.

           La 2ª etapa (ca. 90-101 d.C) de su vida coincide con la preparación del año 100, coincidiendo con la desaparición total de los apóstoles y discípulos que conocieron a Jesús. Juan es ahora el único oráculo vivo de los cristianos del Asia Menor, en su litoral egeo y provincias aledañas. Y el centro de su actividad pasará a ser Efeso, escribiendo en ella su evangelio y enviando desde ella sus 3 cartas apostólicas.

           Ocurrió también en esta etapa el más feroz de los desencadenamientos imperiales contra la Iglesia, desde que Domiciano (ca. 81-96) se hubiese proclamado dios imperial, y mandase exterminar todo lo contrario. Le lleva esa situación a Juan a abandonar la populosa Efeso y recluirse en la perdida isla de Patmos, desde donde empieza a escribir su últimas letras, en su Apocalipsis. dirigido a las 7 iglesias del Asia Menor.

           La respuesta a su Apocalipsis no fue menor que lo que éste decía. Pues en ninguna parte del mundo quedaban ya testigos supervivientes de Cristo, y él había sido además el "discípulo amado", con ahora rondando los 90 años. Imaginemos, pues, la veneración de aquella 2ª generación cristiana, al saber noticias de aquel anciano que había oído hablar al Señor Jesús, que le había visto con sus propios ojos, que le había tocado con sus manos, y que había visto su sepulcro resucitado.

           Y en este anciano que, al parecer, iba a morir desterrado, en una isla de imposible acceso y a manos de la jauría soldadesca de los romanos. Por eso aquellas comunidades no cesaron de rezar por él, de imbuir su doctrina, de asemejar con él su espiritualidad. De hecho, hasta los primeros santos padres (Papías de Hierápolis, Policarpo de Esmirna, Ignacio de Antioquía y Ireneo de Lyón) habían conocido y aprendido directamente de él, y en él entrelazó la Tradición con la Escritura.

           Mas la situación no era nada halagüeña para la Iglesia, y por eso el apóstol Juan hizo un último esfuerzo. Pues el poder humano se había divinizado, y se proponía aniquilar a la inerme Esposa de Cristo. El Dragón contra el Cordero. Y, para colmo, las herejías, que por dentro corroían de gnosticismo las entrañas de la Iglesia. De ahí que el Dragón hubiese fabricado 2 bestias a su servicio, para aniquilar por fuera y por dentro a la Iglesia.

           Todo ello lo vio en éxtasis, y sin éxtasis, el apóstol Juan. Y por ello alertó sobre los anticristos, los falsos profetas y las falsas promesas, que aquellas comunidades empezaron a extender por doquier. Tras lo cual, y una vez cumplida su obra, el apóstol Juan murió ya casi centenario, en tiempos de Trajano (ca. 98-117).

           Entre las 2 etapas que hemos descrito de Juan, existe la gran laguna de un silencio de 50 años (ca. 40-90 d.C). Pues desde el año 44, en que San Pablo lo encuentra todavía en Jerusalén (como columna de la Iglesia, junto a Pedro) hasta pasado el año 90 (en que fue desterrado a Palmos), nada se sabe de él. ¿Dónde estuvo? ¿Qué fue de su vida?

           Desde luego, Juan fue desterrado a Patmos desde Efeso, y la Iglesia primitiva coincide, irrefutablemente, en que allí había estado trabajando hasta su destierro. Mas ¿cuándo empezó a hacerlo, y por tanto llegó allí? Porque pudo haber estado allí sus últimos 2 años, o los 50 de su silencio prolongado.

           Entre el año 66 y el 70 sucedieron varios hechos que afectaron a la vida de Juan. Por de pronto, la Santísima Virgen, encomendada a los cuidados filiales de Juan, había volado ya (hacía años) en cuerpo y alma a los cielos. Por otra parte, comenzaba la espantosa Guerra Judía del 66, que terminaría con la Destrucción de Jerusalén del 70 por parte del emperador Tito (en conformidad con el aviso profético de Jesús). Luego ese año hubo total dispersión de cristianos judíos por todas partes, y las comunidades helénicas de la diáspora hubieron de recibirlos.

           Hacia el año 64, Pablo había abandonado definitivamente Efeso, la gran comunidad por él fundada, tras largas estancias allí mantenidas, así como una despedida presbiteral sin igual. Por tanto, ¿cómo dejar abandonada aquella pujante comunidad, centro vital de irradiación cristiana y capital de todo el Asia Menor?

           Las circunstancias de Efeso reclamaban la presencia de un apóstol, que continuara en Asia la siembra de Pablo y fecundara el desarrollo doctrinal de la zona. Y posiblemente pudo ser Juan (el único apóstol liberado, pues el resto estaba ya esparcido por Egipto, Mesopotamia, mar Negro, Armenia y hasta la India).

           Estos hechos debieron motivar, posiblemente, el traslado de Juan a Efeso, y el comienzo de su actividad apostólica allí.

           Pero el Juan apóstol (trabajador) queda empequeñecido por el Juan evangelista (escritor). Pues si con su palabra hablada era el oráculo del Asia, con sus escritos era (y seguirá siendo) el teólogo y el místico por excelencia, el águila del conocimiento teológico y la antorcha que ilumina las tinieblas.

           Tres son la obras salidas de su pluma incluidas en el canon del NT: el evangelio, el Apocalipsis y las 3 cartas que llevan su nombre.

           A pesar de la aparente serenidad y del buscado anonimato (en parte) de estas obras, la recia personalidad de su autor se acusa fuertemente en todas ellas, tanto en la concepción y trama de los temas planteados, como en la profundidad de un misterio que siempre va a más, y en un peculiar estilo de gramática pobre y escasos recursos literarios, aunque de un dramatismo inigualado.

           Los escritos de Juan suponen el final de la Escritura revelada, el último estadio del fieri de la Iglesia naciente y la madurez definitiva de la Revelación. Con media docena (escasa) de ideas, pero con una carga de intensidad teológica inagotable, Juan va a desarrollar en todos ellos un solo tema central: la identidad de Jesucristo, Dios y hombre, luz y vida, verdad y amor...

           Juan es el evangelista de la verdad, del amor y de la vida. Y a nivel espiritual, el evangelista de la palingenesia (o renacer del Espíritu Santo) y la inmanencia (de todo en Cristo, mediante la fe y la Eucaristía). Así mismo, es curioso anotar que Juan no repara en la esperanza, y nunca utiliza este término (o se refiere a esta idea) en ninguno de sus escritos. E incluso parece como si Juan no pensara en el más allá. Pero todo esto se debe a su único propósito: permanecer en Cristo. Pues quien ya permanece en Cristo, no distingue entre fronteras de uno y otro mundo, o éste y el venidero. Todo es ya presente, para el que ama a Cristo. Y la vida eterna la posee ya en toda su esencia el que permanece en él, por la observancia de los mandamientos.

           Los escritos de Juan son, pues, cristocéntricos, y su finalidad es revelar las riquezas que se encierran en la persona de Jesús. Su tema central es la identidad de Jesucristo, Dios (revelador de Padre y emisor del Espíritu) y hombre (luz del mundo, vida de los hombres, camino verdadero...).

           Juan es, por último, el evangelista de la co-misión universal de salvación de María, al colocar a la Virgen en la promotora del primer milagro de Caná (principio), y al pie de la cruz (final) salvadora de Jesús, indicando con ello la permanente presencia de María en la obra salvadora de su Hijo, y su solícita colaboración con él.

           Si quisiéramos resumir en pocas palabras a qué se deben estas características de los escritos de Juan, diríamos: 1º al amor sincero de su corazón varonil por el Maestro, durante su vida terrena; 2º a la intimidad de su diario vivir con la Virgen, desde que Jesús se la encomendara al pie de la cruz; 3º al continuo repensar los hechos de que fue testigo directo, durante la vida de Cristo; 4º a su constante "permanecer en Cristo" a lo largo de tantos años de unión íntima con él. Todo lo cual se tradujo, finalmente, en la mayor penetración humana del misterio de Jesucristo, como reflejan sus obras.

           Hay anécdotas simpáticas, aunque históricamente no del todo seguras, que confirman la amabilidad de este santo anciano, junto con su natural viveza de carácter y amor a Cristo en todo lo que profesaba.

           Cuentan de él que, como descanso para su espíritu, le gustaba entretenerse en acariciar a una tortolilla domesticada que tenía. En cierta ocasión (narra San Ireneo), habiendo ido el bienaventurado apóstol a bañarse en los baños públicos de Efeso, vio que en ellos estaba el hereje Cerinto; e inmediatamente, sin haberse bañado, salióse fuera diciendo: "Huyamos de aquí; no vaya a hundirse el edificio por estar dentro tan gran enemigo de la verdad". En cambio habiendo sabido que un joven cristiano, educado con miras al sacerdocio, había dado tan malos pasos que acabó en jefe de bandoleros, hízose llevar Juan hasta el monte donde el ladrón se refugiaba. Y corriendo tras él, y llamándole a grandes voces, le dijo: "¡Hijo mío, hijo mío!", logrando rescatarle para Cristo.

           Algunos autores de los primeros siglos cuentan que Juan resucitó a un muerto. Pero el milagro principal fue el sucedido en su propia persona. Refiere Tertuliano que, llevado el apóstol a Roma poco antes de su destierro a Patmos, fue sumergido en una tinaja de aceite hirviendo, de la que salió totalmente ileso y pletórico de renovada juventud. Hay quien pone en duda la historicidad de este hecho, porque ni consta que San Juan estuviera alguna vez en Roma ni de tal milagro se hacen eco los escritores que le conocieron, mientras que Tertuliano (de la iglesia de Africa) difícilmente podía tener información segura. Con todo, la Iglesia romana celebra esta fiesta en su liturgia bajo el título de "San Juan ante portam Latinam".

           Una leyenda curiosa recogió San Agustín. Y es que en el sepulcro del santo apóstol (decía) se veía moverse la tierra sobre la parte correspondiente al pecho, como si el cuerpo allí sepultado respirara todavía o palpitara aún su corazón. Simple leyenda, desde luego. Pero lo que no es leyenda sino realidad, es que el corazón del evangelista sigue palpitando en sus escritos, y que esas palpitaciones son de arrobamiento ante la persona de Jesús, que fue para él el centro de su vivir. Y lo que Juan quería para sí, lo quiso también para los demás.