Juan Apóstol

Casimiro Sánchez
Mercabá, 11 enero 2021

Ni la historia ni la hagiografía han estado acertadas al transmitirnos la efigie física y moral del apóstol Juan. Nos han legado de él una imagen tierna y cromática, un santo imberbe, casi feminoide, cuando, en realidad, fue un carácter vigoroso y fuerte.

 Aceptamos con facilidad que los demás apóstoles fuesen duros, y podríamos decir que hasta broncos. La obra pedagógica de Jesús sólo penosamente logró limarlos, debiendo confiar al Espíritu la tarea de hacer de aquellos galileos ásperos unos instrumentos aptos para el apostolado. Pero con Juan hacemos una excepción. Indefectiblemente le damos el calificativo del "discípulo amado", el que tuvo la dicha suprema de recostar su cabeza sobre el pecho del Señor en la última cena, y ya no pensamos en más, creyendo haber agotado su biografía y su psicología. De esta forma nos quedamos a la mitad del camino, no atisbando más que uno de los aspectos de su personalidad polifacética.

 A Juan hay que asociarle con su hermano Santiago, pues juntos forman ambos un excelente binomio. Ambos eran los "hijos del Zebedeo", pescadores ribereños del Tiberíades que se habían forjado en las rudas faenas de la pesca, en las tormentas del lago y en la exaltación religiosa.

 Los hijos del Zebedeo tenían la conciencia de su propio valor. Su categoría social les colocaba en una situación desahogada, como patronos de una embarcación, con un negocio próspero, que consentía tener criados y todo. Trabajaban, sí, pero también mandaban, y además tenían ambiciones.

 El Maestro conoció primero a Juan, que era discípulo del Bautista y esperaba confiadamente la "redención de Israel". Con mucha fe, con mucho ardor, pero con ideas un tanto confusas. Porque la predicación del Bautista, rígido y austero como un esenio, cubierto con una piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre, arrebataba el entusiasmo de los aldeanos que rodeaban el Jordán. Ellos captaban con avidez sus palabras, mas lo único que percibían con claridad era que "el reino de Dios estaba próximo".

 Aquel reino de Dios iba envuelto en conceptos mesiánicos, expresados con bellas imágenes de los antiguos profetas, donde era difícil separar la metáfora de la realidad. Así cada uno alimentaba en su interior un reino conforme a sus ideales. Juan, espíritu recto, soñaría con un reino religioso, sin duda alguna, donde el Mesías, Cordero de Dios, que iba a redimir a su pueblo, le devolvería la santidad que el pecado le arrebatara, pero donde hubiera a la vez cargos importantes, con responsabilidad, mando y honor.

 Este dualismo en la psicología del apóstol perdura a lo largo de todo el evangelio, si bien se hace mucho más acusado cuando se juntan ambos hermanos, Santiago y Juan. Entonces la unión hace la fuerza y se sienten doblemente atrevidos y audaces.

 Juan fue con Andrés de los primeros entre los discípulos que tomaron contacto con Jesús. Con precisión encantadora, recordando, a pesar de los muchos años, hasta el instante del encuentro, nos ha legado Juan el relato de aquella primera entrevista:

 "Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús que pasaba, y dijo, He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le oyeron siguieron a Jesús. Volvióse Jesús a ellos y, viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Dijéronle ellos: Rabí, ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y permanecieron con El aquel día. Era como la hora décima" (Jn 1,35-39).

 Aquello no fue todavía la vocación al apostolado, aunque fue el encuentro providencial que determinó la suerte de sus vidas. Permaneciendo con Jesús "todo aquel día" quedaban maduros para la ulterior llamada. Eso sí, Juan y Andrés fueron proselitistas, pues Andrés presentó a Jesús a su hermano Simón (el futuro Pedro), y Juan hablaría de estas cosas con Santiago.

 Pasando Jesús por la ribera del lago, mientras ellos remendaban sus redes, les invitó a seguirle: "Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres". Y ellos, generosos, dejándolo todo, le siguieron.

 A Juan le encontramos en el evangelio entre los íntimos del Maestro, formando con su hermano Santiago y con Simón Pedro el trío de confianza. Jesús les lleva a la resurrección de la hija de Jairo, a los resplandores de su transfiguración, a las congojas de su agonía en Getsemaní. Juntos los vemos también, aunque con algunos más, cuando la deliciosa aparición en el lago de Tiberíades.

 Desde el primer momento, Cristo impuso a los 2 hijos del Zebedeo el sobrenombre de Boanerges, "los hijos del trueno" (Mc 3,17), porque eran súbitos como el rayo.

 Alguna anécdota de este carácter impulsivo, que no conocía la ponderación, ha llegado hasta nosotros, como cuando quieren que descienda fuego del cielo sobre la aldea samaritana que se negó a recibirles al ir en peregrinación a Jerusalén. Jesús les reconviene dulcemente: "No sabéis de qué espíritu sois" (Lc 9,55). También en otra ocasión el Maestro desaprueba la conducta de Juan, que había prohibido actuar a un exorcista espontáneo, que, sin ser de los doce, arrojaba los demonios en nombre de Jesús. "No se lo prohibáis (le dice), pues quien no está contra vosotros trabajaba a favor vuestro" (Mc 9,39).

 Sin embargo, la escena que retrata al vivo las ambiciones de ambos hermanos es aquella en que interviene su madre para solicitar a favor de ellos los dos primeros puestos en el futuro reino.

 Las circunstancias en que formula su petición no podían ser más inoportunas. La caravana apostólica marcha hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, la última que Jesús comerá con los suyos, conforme acaba de manifestárselo con toda claridad, al predecirles que en ella tendrán cumplimiento los vaticinios referentes a su pasión y muerte. Y en ese instante es cuando se acerca Salomé adorándole y pidiéndole algo.

 —¿Qué quieres?, le dice Jesús.

 La madre contesta con decisión y sin rodeos:

 —Di que estos dos hijos míos se sienten contigo en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

 Jesús debió sonreírse ante tan extraña petición, formulada en el momento en que predice un reino levantado sobre una cruz. Pero comprendió que ni la madre ni los hijos estaban para reconvenciones. Optó por tentar su generosidad.

 —No sabéis lo que pedís. Pero, en fin, ¿seréis capaces de beber el cáliz que yo tengo que beber?

 Y aquí es donde se retratan los 2 hermanos. Valientes, decididos, incontenibles, como cuando a la llamada del Maestro dejaron a su padre el Zebedeo en la nave con los criados, así ahora responden sin quedarles nada dentro, dispuestos a todo.

 Tanto arrojo, que en otros labios hubiera sonado a bravuconería, debió agradar a Jesús, que les dijo:

 —Está bien. Mi cáliz lo habréis de beber; pero en cuanto a sentaros a mi derecha y a mi izquierda no corresponde a mí el dároslo, pues es cosa que tiene preparada mi Padre (Mt 20,20-23).

 Los demás condiscípulos, al ver las pretensiones de los Zebedeos y de su madre, se indignaron. No por verles privados de espíritu evangélico, sino porque también a ellos les tentaban iguales ambiciones, aunque les faltase el arrojo de los Hijos del Trueno para formularlas, y una madre con indiscutibles derechos para interceder. Porque Salomé había dejado marchar generosamente a sus hijos y, además, ella misma seguía a Jesús sirviéndole en su peregrinar.

 Esta decisión de los dos hermanos es más intrépida en Juan, a pesar de ser el más joven. Jesús le escoge a él y a Pedro para misiones arriesgadas, como buscar el cenáculo de la Pascua, sin que trascienda el sitio a los restantes, y menos a Judas.

 Emparejado a Pedro aparece asimismo en otros momentos solemnes, como en la hora de la cena, al inquirir, sin levantar sospechas, quién era el traidor. En aquella ocasión Juan se muestra mucho más prudente que el arrogante Pedro, y sabe reaccionar con cautela y eficiencia después del desconcierto del huerto, siguiendo decididamente a Jesús hasta la casa de Anás, donde no sólo entra él, por sus conocimientos con la familia del pontífice, sino que consigue paso libre para el mismo Pedro.

 Al día siguiente, a la hora terrible de la crucifixión, sólo Juan persevera con las santas mujeres en el monte Calvario. El recogió las últimas palabras del Maestro, él se hizo cargo de su Madre desolada, él asistió al embalsamamiento de su cuerpo destrozado, cooperando a enterrarlo en el sepulcro nuevo de José de Arimatea. Sus retinas asombradas tomaron fielmente nota del trascendental acontecimiento, y como un notario levantó acta de todo el suceso: “El que lo vio da testimonio, y sabemos que su testimonio es verdadero" (Jn 19,35).

 Y al igual que fue testigo y evangelista de la pasión, lo será de la resurrección de Cristo. Aunque testigo difícil e insobornable. Porque, si llega el 1º en la mañanita del domingo al sepulcro de Jesús, no fue allí con la esperanza de encontrarle resucitado. María Magdalena, exaltada de dolor, había venido a traer la inesperada noticia: "Han robado al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto".

 Corrió Juan y corrió Pedro, mas la juventud del discípulo amado le hizo llegar primero al huertecillo de José de Arimatea, si bien, deferente con el cabeza del colegio apostólico, no entró en la cámara mortuoria hasta haberlo hecho Simón Pedro. Observó entonces los lienzos enrollados, el sudario colocado aparte, todo recogido cuidadosamente sin el cuerpo de Jesús... Y confiesa ingenuamente que es entonces cuando "vio y creyó" (Jn 20, 8). Porque no conocían las Escrituras referentes a la resurrección de Jesús de entre los muertos.

Juan recalca que la resurrección tuvo lugar el día 1º de la semana, que en honor de Cristo resucitado se llamaría domingo o "día del Señor". Por la tarde de ese mismo día (nos dice) se apareció Jesús "a los discípulos congregados en un mismo lugar" (Jn 20,19). Y a los ocho días vuelve a aparecérseles, cuando estaba también Tomás con ellos.

 Pasaron los años, y llegamos al año 95. Juan es el único superviviente del colegio apostólico, un anciano venerable que gozaba de buena salud, y había empezado a dar pie (jocosamente, claro) a que circulara entre la primitiva comunidad la leyenda de que no habría de morir. Pero Domiciano acababa de subir al poder, y estaba dispuesto a hacerle beber el cáliz de la pasión, que el mismo Jesús le predijera.

 Refiere Hegesipo (judío converso y cercano a los sucesos) que Domiciano mandó prender conjuntamente a los descendientes del rey David y a los del apóstol Judas (que el evangelio denomina pariente de Jesús). Y que, al convencerse de que eran gente humilde e inofensiva, se contentó con despreciarles, dejándoles en libertad.

 Pero con el apóstol Juan obró de distinta manera, pues el prestigio de que gozaba entre los fieles le hacía más peligroso. Mandó prenderle en Efeso, y le trajo conducido a Roma el año 95. El cruel emperador se mostró insensible a la vista de este venerable anciano y le condenó al más bárbaro de los suplicios. Sería arrojado vivo en una caldera de aceite hirviendo.

 Conforme a la práctica judiciaria de Roma, Juan sufrió 1º el terrible suplicio de la flagelación, sin que pudiera invocar (como hizo San Pablo) el privilegio de la ciudadanía romana. El viejo apóstol escucharía con un gozo estremecedor el anuncio de la sentencia, y los verdugos encendieron la colosal hoguera, prepararon la tinaja con el aceite chisporroteante, y en ella arrojaron al apóstol.

 Pero Dios no quiso que las cosas llegaran a su fin. Le había concedido el mérito y el honor del martirio, pero al mismo tiempo volvía a repetirse el milagro de los 3 jóvenes en el horno de Babilonia. El fuego perdía sus propiedades destructoras. Ante la admiración de verdugos y populacho, Juan continuaba ileso en la caldera, y el aceite hirviendo le servía de baño refrescante. Entonces, el tirano tomó a magia el prodigio, y desterró a ese anciano llamado Juan a la isla de Patmos.

Patmos es una pequeña isla, árida y semidesértica, que servía de escala a los navíos que iban o venían de Roma a Efeso. Y en esta isla, tal vez sometido a trabajos forzados, escribió Juan su Apocalipsis. Sería su último y gran servicio a la Iglesia y a la humanidad.

En efecto, estando desterrado en Patmos, recibe Juan la aparición de Jesucristo glorificado, que le ordena escribir a las cristiandades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Son siete cartas que contienen consejos y alientos, felicitaciones y reproches, promesas y amenazas, según la situación de cada comunidad.

 Y después, continúa con la descripción de las restantes visiones: el libro de los 7 sellos, las 7 trompetas, los 7 signos, las 7 copas, las 7 fases de la caída de Babilonia o Roma, los 7 principales actos del drama escatológico...

Realmente, se trata de un libro (el Apocalipsis) desconcertante, que refleja el carácter impetuoso del "hijo del trueno" en todas sus exhortaciones (inflamadas) y descripciones (terroríficas).

 Tras las frases proféticas se encierran veladas alusiones a la persecución de Diocleciano, que debía alcanzar a las comunidades de Pérgamo y Esmirna: “He aquí que el diablo va a meter a alguno de vosotros en la cárcel, para que seáis tentados, y la tribulación durará diez días" (Ap 2,10). Pero avanzando el libro se consignan ya las víctimas que la “gran meretriz que se sienta sobre las siete colinas” hacía con aquellos que se negaban al culto a los emperadores y a la diosa Roma: "Yo he visto a la mujer ebria con la sangre de los santos y de los mártires de Jesús" (Ap 17,16). Y poco después: "Vi bajo el altar las almas de los degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, aquellos que no adoraron a la bestia ni a su imagen" (Ap 20,4).

 Sin embargo, el Apocalipsis es un mensaje de esperanza. Las palabras más alentadoras de toda la Escritura, las descripciones más bellas de la liturgia celeste, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, del Cordero sobre el Dragón, recorre sus páginas. Se encierra un deseo infinito en ese Amén, en esa afirmación con que el apóstol anciano, que presiente el fin, responde a las palabras de Jesús: "Vengo pronto". Y Juan contesta: "Amén. Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20).

 El 18 septiembre 96, al año del martirio de San Juan, moría asesinado el emperador Diocleciano. Y el vidente de Patmos debió quedar libre para retornar a Efeso (donde, por fin, encontraría, su muerte). Desde Efeso, el apóstol Juan accedió al encuentro de su maestro "Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos", que, como a vencedor, le daría a comer "del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios" (Ap 2,7).