Juan Bautista

Fermín Izurdiaga
Mercabá, 11 enero 2021

"Se cumplió el tiempo de dar a luz, e Isabel y tuvo un hijo. Los vecinos y los parientes conocieron que el Señor había tenido misericordia con ella, y la felicitaban". Nos parece demasiado desnuda la narración que el evangelista pone a un suceso tan extraordinario. Pero me quedo con que el arcángel había dicho a Zacarías: "Será para ti de mucho gozo y alegría, y los hombres se regocijarán con su nacimiento".

Ain Karim es un poblado reducido de la montaña de Judá, a escasos 25 km al sur de Jerusalén. Y ese día radiaba de júbilo familiar, aparcando las preocupaciones y penas comunes. Pues el suceso que las gentes esperaban con angustiosa curiosidad conmovería a toda la aldea, un poco enajenada en su rutina gris. Sí. La noticia corre en la boca de las comadres, con añadiduras y aspavientos; se mandan mensajeros a las cercanías, y toda la casa desborda de familiares y de aldeanos. "¡Ya dio a luz Isabel!", y le agobian de parabienes y de sencillas ofrendas, y una buenaventura común para la felicidad del recién nacido.

 El evangelista nos refiere, con más riqueza de detalles, la circuncisión y doble ceremonia que se celebraba a los 8 días del nacimiento, para imponer a todo varón israelita el nombre y para ingresarle, con todos los deberes y derechos (religiosos y civiles), en la comunidad. Seguramente los sacerdotes, compañeros del padre, se encargarían del rito, aunque entre las clases humildes lo practicaba también el padre de la criatura.

Y entonces, el milagro. Aunque mudo, Zacarías comunicó de alguna manera a Isabel los detalles de la visión angélica del templo y el dato precioso del nombre que el mensajero del Señor le traía. Por eso Lucas nos dice que la madre se adelanta y exige: "Se llamará Juan". Hubo forcejeo entre los parientes, "porque nadie hay en tu parentela que lleve ese nombre"; y, acaso, porque desearían ofrecer a Zacarías, imponiéndole el suyo, el consuelo de verse renovado en la varonía del hijo. Pero él pide las tablas enceradas y, a punzón, escribe: "Juan es su nombre". En aquel mismo instante se le soltó la lengua, comenzó a hablar rectamente y, entre la maravilla de los familiares, dicta su oración del Benedictus, majestuosa, agradecida y para futura oración mundial de todos los tiempos, pregonando todo el poder de Dios.

 Antes de los 2 años es conducido Juan al desierto, para salvarle de la guillotina de Herodes. Y asombra que le dejen allí de por vida (según la tradición de los Santos Padres), porque estos hijos tardíos suelen ser muy mimados por sus padres. Pero Lucas es muy concreto cuando nos asegura: "Juan crecía y se fortalecía, y vivió en las estepas y desiertos hasta su manifestación a Israel". Los sensacionales descubrimientos del desierto de Judá nos aclaran esta juventud, escondida hasta ahora, en el misterio de las suposiciones gratuitas.

Las excavaciones de Qumrám demuestran que allí existió un gran cenobio, donde la secta de los esenios se consagraba a una vida común de oraciones y de ayunos. Pues los padres del Bautista le entregarían a estas gentes piadosas, para defenderle de los matarifes de Herodes y para asegurar una educación fuerte entre aquellos hombres expertos y ejemplares. Tenemos razones para pensar así. Cuando le llegue el gran trance de su profetismo será fiel a la llamada. Entonces, rompiendo con la vida común monástica, será un disidente de Qumrám, pero sin despojarse de un género de vida que ha hecho, en él, naturaleza.

No es ninguna coincidencia que las prácticas del "bautismo de inmersión", corrientes entre los monjes esenios, las imponga Juan a los pecadores como penitencia pública: que se defina como la "Voz que clama", porque en los días de su entrenamiento aprendió muy bien aquella Regla del cenobio de Qumrám:

"Todos los que vengan de la comunidad de Israel sepan que se han separado de la ciudad de los hombres para vivir en el desierto y escuchar al Señor, como está escrito: En el desierto oíd su Voz y preparad, en las estepas, un camino para encontrarle".

Casan, pues, demasiado los temas y los ritos de Qumrám con el modo y las predicaciones del Bautista. Pero Juan no es un profeta más de Qumrám, pues Lucas lo introduce en su evangelio con una solemnidad inusitada (conocido por las jerarquías religiosas y civiles de Israel, acompañado por los soldados imperiales de Roma, visitado por todo el pueblo hebreo...). Impresiona la majestad del cortejo que conocía y buscaba a Juan, para atestiguar sencillamente esto: "En el desierto vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías". Pues él era un profeta, pero algo más que profeta.

En el prólogo del 4º evangelio, el otro Juan le confiere toda su excelsa dimensión teológica: "Hubo un hombre, por nombre Juan, enviado de Dios. Vino como testigo para testificar sobre la Luz, a fin de que, por él, todos creyesen; él no era la Luz, sino testigo de la Luz". Aquí el evangelista zanja, sin apelaciones, la peligrosa polémica que, a lo largo de los dos primeros siglos, inquietó la ortodoxia de las comunidades cristianas, cuando los discípulos esenios de Juan predicaban que su maestro fue la Luz verdadera y que su bautismo perdonaba los pecados en las inmersiones del río Jordán. No. Pero los elogios que tributa a su ministerio, como "testigo de la Luz", están en la misma línea eminente de aquellas palabras de Cristo: "Entre los hombres nacidos de mujer ninguno mayor que este Juan".

 Se explica el enorme impacto que su profetismo alcanza en la conciencia de Israel. Parece misterioso el declive del pueblo elegido, porque, en lo humano, sería muy difícil explicar cómo, de aquellos esplendores de la monarquía de David, ya no queda nada: vacías sus instituciones jurídicas y religiosas; el pueblo, "como ovejas que no tuvieran pastor", y todo Israel, una pequeña y difícil provincia del dominio augusto de Roma. Entonces se desatan las fugas hasta el maravillosismo (es la hora turbia de todas las extravagancias intelectuales y morales, de visiones mágicas y alucinaciones colectivas), buscando cada hombre que su vecino le salve. Este clima psicológico explica bien el falso concepto israelita sobre el mesianismo.

 Entonces aparece Juan en su desierto y choca. Es el profeta de fuego, árido y airado, la piel batida de intemperies y de soles, una cintura de penitencia que le desgarra la carne poca, y una luz infinita en la mirada profunda e irresistible. ¡Qué duro contraste! Los rectores religiosos eran de aquella catadura aristocrática que permitió al levita y al sacerdote, pasar junto al pobre judío, robado de los ladrones en Jericó, sin oír los lamentos helados de su agonía. Los poderes civiles, envilecidos en obsequio del invasor. Y un clasismo de pena, que permitía a todos los epulones sentarse a los convites de la carne y del vino mientras los lázaros morían en la soledad de su hambre y de su lepra. ¿No ha de chocar, de imponerse, la tremenda desnudez del Bautista?

Un runrún invade, desde el desierto, toda Israel. "Dios se ha compadecido de su pueblo suscitando un salvador, un nuevo profeta". ¿Acaso Elías o el Ungido? Y cuando aquellas vastedades del Jordán se pueblan de patriarcas, de rameras, de soldados y de publicanos, la sinagoga de Jerusalén se ve obligada a intervenir con justas razones, porque tenía recibida del Altísimo la encomienda de guardar incólumes las prácticas de la ley. Y como Juan predica y bautiza, el templo manda sus embajadores para fiscalizarle.

 El diálogo que el evangelio nos transfiere es hábil, duro y diplomático. Van a interrogar al Bautista sobre su persona, vida y ministerios; pero en el paisaje de estas indagaciones la diana aterradora y verdadera es el Cristo. Juan, a quien sus jueces estiman sólo como un inculto visionario, centra con fina sabiduría el estado de la cuestión y se adelanta en la respuesta: “¡Yo no soy el Cristo!". Porque él no es la luz, ni tampoco el Cristo, ni Elías, ni el profeta, ni aun un hombre, con los atributos y resortes a su personalidad correspondientes. Es sólo la voz que clama, que flagela, que purifica; es el Precursor.

 Cuando la embajada descubra sus vergonzosas intenciones (la competencia material de su bautismo, que resta ofrendas al gazofilacio del templo) Juan tranquiliza sus temores, pero les envuelve en una conminación impresionante. "Yo bautizo en el agua. Pero en medio de vosotros está quien no conocéis. El que viene después de mí, a quien no soy digno de desatar el calzado". Y este colofón del Bautista sí da que pensar. Desconocer a Jesucristo cuando estaba en medio de ellos.

Precisamente porque el Bautista es un hombre entero, veraz, fiel a su misión de adelantado, Herodes le encarcelará en aquel Castillo de Maqueronte (a orillas del mar Muerto), donde él quema su vida en los altares de la lujuria más arrastrada y monstruosa. Morirá. Su cabeza sangrante sobre el disco de oro que le trae el verdugo, como último ludibrio, queda trenzada a los pies impuros de Salomé, la bailarina. Pero entonces, con la palma de su sangre, triunfa en la gloria de Dios este Juan Bautista, precursor del Mesías, amigo del Esposo, "el más grande entre los hombres nacidos de mujer".