Judit

Julia Villa
Mercabá, 11 enero 2021

           Judit significa la Judía, y su nombre aparece por 1ª vez en el Génesis, a la hora de referirse a una de las 2 mujeres que tomó Esaú, y que fueron causa de amargura y sufrimiento para Isaac y Rebeca (Gn 26, 34-35). Sin embargo, su nombre pasó a la historia por ser el que tenía la heroína que dio nombre a un libro de la Biblia: Judit.

           El libro que cuenta la historia de Judit pertenece a los que la Iglesia reconoció tardíamente como canónicos, de manera oficial. Algunos piensan que su autor fue un judío palestino, posterior al destierro, que lo escribió en hebreo o arameo.

           El texto no ofrece ninguna seguridad en los datos numéricos, geográficos ni cronológicos que nos aporta. Encontramos en él muchos datos alegóricos o de género apocalíptico. El autor, basándose posiblemente en datos reales, escribió una historia que sirviera para animar al pueblo de Israel en los momentos de lucha contra el enemigo.

La historia

           El relato que se nos cuenta en este libro es de la más pura tradición bíblica: la soberbia de un pueblo extranjero, la mujer que seduce al enemigo y lo vence, el descubrimiento del asesinato, los cantos de victoria, la liberación al clarear el alba, el extranjero que descubre a Dios.

           En efecto, Nabucodonosor II de Babilonia es el dueño de toda la Mesopotamia, y encomienda a Holofernes (generalísimo de su ejército) que ataque y conquiste todos los pueblos de Occidente que no quisieran sometérsele.

           Holofernes, jornada tras jornada, iba derrotando a todos cuantos se le oponían. Sembraba el temor y el espanto por todas las ciudades que pasaba y algunas, llevadas por el miedo, se postraron ante él.

           Sólo un pueblo, Israel, se negó a recibirle e hizo frente a su arrogancia. Los habitantes de Judea fortificaron poblados, ocuparon las alturas de las montañas e hicieron provisiones. Betulia fue la ciudad escogida por el sumo sacerdote de Jerusalén para cortar el paso a los invasores.

           Todos los israelitas se vistieron de sayal y oraron a Dios. Su poder y su fuerza estaba en la súplica confiada y en la fidelidad a un Dios que odia la injusticia y lucha por su pueblo. Su Dios era su Rey. Su fuerza era su Dios.

           Ante la imposibilidad de escalar la cumbre de los montes, el ejército de Holofernes se apoderó de los depósitos de agua y de las fuentes de los hijos de Israel. Treinta y cuatro días estuvieron cercados por el ejército enemigo.

           A todos los israelitas se les acabaron las reservas de agua. Les fallaban las fuerzas y se apoderaba de ellos la desconfianza. Dios les había abandonado y nadie salía en su ayuda. ¿Rendirse al enemigo o morir?

           Ozías, jefe de la ciudad, habló al pueblo: "Tened confianza, hermanos. Vamos a resistir otros cinco días, y en ese plazo el Señor, Dios nuestro, se compadecerá de nosotros. ¡Porque no nos va a abandonar hasta el fin!" (Jd 7, 30-31). Era el aliento de un jefe que no sabía cómo ayudar a su pueblo. Posiblemente él también empezaba a desconfiar.

La mujer

           Dios nunca abandona a sus hijos. Y esta vez, como otras tantas, responderá a su pueblo en forma de debilidad y desvalimiento, en este caso en forma de mujer: Judit.

           Judit era una joven viuda que rebosaba fortaleza y belleza, y una orante que inspiraba confianza a su pueblo. Valiente y esperanzada, confiada y sagaz; ésa era Judit. Era estimada por todo el pueblo, y todos conocían su abierta inteligencia y bondad de corazón.

           Pero a Judit le dolía la desconfianza de sus jefes, y por eso los va a desafiar y denunciar: ¿Cómo se atreven a poner plazos a Dios? ¿Es que no entienden nada? ¿Desde cuándo se exigen garantías a los planes de Dios? Esta actitud de su pueblo encendió aún más la confianza de Judit, aumentó su esperanza y gritó ante el señor:

"¡Dios mío, escucha a esta viuda! Tu poder no está en el número ni tu imperio en los guerreros; eres Dios de los humildes, socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados, salvador de los desesperados. Haz que todo tu pueblo y todas las tribus vean y conozcan que tú eres el único Dios, Dios de toda fuerza y de todo poder" (Jd 9, 5.11.14).

           Acabada su plegaria al Dios de Israel, Judit llamó a su sierva, le entregó las provisiones, y ambas salieron de la ciudad hacia el campamento enemigo. Y cuando estuvo frente a Holofernes, se postró rostro en tierra. Daba así comienzo a la salvación de su pueblo.

La enviada

           Judit permaneció 3 días en el campamento enemigo, pasando todas las noches en el barranco de Betulia, y haciendo allí sus abluciones. De regreso, suplicaba al Señor, Dios de Israel, que diese buen fin a sus proyectos.

           Al 4º día, Holofernes la invitó a un banquete, fascinado por su belleza. Comió y bebió, pero en ningún momento perdió la razón ni el valor. Una vez a solas con él, aprovechando que estaba adormilado por el vino, suplicó la fuerza de lo alto y cortó la cabeza del enemigo. Era la enviada. Luchaba por su patria. Estaba al servicio de su Dios. ¿Sus armas?: la seducción y la astucia. ¿Su fuerza?: Dios estaba en ella.

           Cuando volvió a Betulia, todo el pueblo salió a recibirla alabando a Dios. La victoria de Judit es el premio a su oración confiada y a su esperanza cuando todos desesperaban. Pero ella sabía muy bien que sólo había sido un simple instrumento. Dios había dado muerte al enemigo sirviéndose de su mano.

           Judit entonó, en medio de todo Israel, un himno de acción de gracias. Y todo el pueblo repetía sus alabanzas:

«Cantaré a mi Dios un cántico nuevo: Señor, tú eres grande y glorioso, admirable en tu fuerza, invencible. Que te sirva toda la creación, porque tú lo mandaste y existió; enviaste tu aliento y la construiste, y nada puede resistir a tu voz. Sacudirán las olas los cimientos de los montes, las peñas se derretirán como cera, pero tú serás propicio a tus fieles. Pues poco valen los sacrificios de olor agradable y nada la grasa de los holocaustos, pero el que teme al Señor será siempre grande» (Jd 16, 13-16).

           Judit prorrumpe en alabanzas a Dios, porque ha manifestado en ella su grandeza y el poder de su gloria. Este cántico sigue recitándose en la liturgia de la Iglesia. Es el Cántico de Judit.

           Terminados los días de los festejos, Judit volvió a su casa y liberó a su sirvienta. Y vivió en casa de su marido hasta la edad de 105 años. Nadie atemorizó a Israel mientras vivió Judit, ni en mucho tiempo después de su muerte.

           Judit, la Judía, fue la mujer enviada por Dios, que vivió de la confianza en Dios y que en él tuvo siempre la última palabra, y la confianza de que, en él, siempre sería recompensada.

           Su figura ha llamado la atención de los artistas en múltiples ocasiones. Claudel la llevó al teatro, y Vivaldi compuso en su memoria el oratorio Juditha Triumphas. Así mismo, el drama de Judit y Holofernes ha sido uno de los asuntos preferidos de la tradición pictórica, tanto en frescos (de la Capilla Sixtina de Roma, pintados por Miguel Ángel) como en tela (de la Galería Uffizi de Florencia, obra de Boticcelli) y óleo (del Museo del Prado, enmarcados por Tintoretto).