Miguel

Fermín Izurdiaga
Mercabá, 11 enero 2021

Nunca podríamos imaginar un ángel guerrero, con su rodela al brazo, la cota bien ajustada, abierta la espada en orden de combate. Pero tampoco ciertos ángeles de una estatuaria dulzona, con muchas cintas y bucles mujeriles, en un porte impropio de criaturas tan excelsas. Eugenio d'Ors, en sus Glosas, concebía muy varonil al ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido. Pero, al mismo tiempo, leve y sutil, asomada a sus ojos de luz toda la sabiduría de un espíritu celeste.

No son apetecibles los ángeles de Denis, ni siquiera los de Beuron, y mucho menos los que Rohault inscribe sombríamente en feos dramas humanos. Sólo en las ventanas de algunas abadías y catedrales hay ángeles vivos, que al trasluz del sol arden en un fuego de oro y se hacen llama encendida y adorante al Altísimo. Y, sobre todos, aquel ángel que hay en la Toscana anunciando la encarnación a María. Pues, a pesar de los lujos que le pintó Angélico en la túnica, y en la pedrería que le transfigura las alas, está allí, digno y sereno, delante de la Señora, angelizando su embajada, la turbación de la Doncella y los nardos que crecen entre la ternura del paisaje. Pero un ángel guerrero, ¿cómo?

 Fueron creados de la nada, puros espíritus (inteligentes, amorosos, libres), domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía (querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles), componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo.

San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las 12 puertas, con 12 ángeles, que son las 12 tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?

 San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz: Lucifer (lit. el que lleva la Luz), criatura extraordinaria que podía perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros. Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. "Subiré a los cielos (grita) y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir." Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.

 Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.

 Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses".

Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas 2 economías de que nos habla San Pablo (la de Jesucristo y la de Satanás). Los 2 nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,

 Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones". La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y Miguel se lo impide, velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.

 Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.

 El Sacramentario de San León Magno y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel Miguel, con una basílica, perfectamente localizada en el VII miliario de la vía Salaria, y con la consagración de5 misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. El templo de san Miguel, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 mayo 663.

 Nos guarda y nos defiende el arcángel Miguel, en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont Saint Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte.

Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.

 El cardenal Schuster pensó que el arcángel Miguel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las 7 cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.

 Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios!