Natividad de Jesús

Justo Pérez
Mercabá, 11 enero 2021

           Para cumplir el decreto imperial de Augusto, e inscribirse en el censo de Roma, el carpintero José se ve obligado a abandonar su casa de Nazaret y a ponerse en marcha, junto a su esposa María, desde las montañas de Zabulón hasta el corazón de la Judea. Por delante le esperan 4 días de camino, azotados por el viento del Líbano y la aspereza de los caminos. Atraviesan ambos las llanuras de Esdrelón, visitan las antiguas Ganim y Siquem, pasan por las Torres de Sión, y divisaban las primeras casas de Belén. Allí se dirigían los 2 nazarenos, porque José era "de la casa y familia de David", que 1.000 años antes había apacentado sus rebaños en los campos betlemitas.

           Atraviesan el valle donde en otro tiempo estuvo el dominio de Booz y de Jesé, suben una colina suave y, al caer la tarde, se detienen delante del khan, edificio de soportales con un gran patio central. Aquello estaba lleno de caballerías, y la gente gritaba y discurría de un lado a otro, porque aquella posada estaba colapsada hasta en la suite. José abrióse paso entre la multitud, no sin prever una desagradable acogida. Porque "María estaba encinta", y aquello parecía atestado de extranjeros. Y así fue, y por n-ésima vez le dijeron que "no había lugar para ellos". Insistió y suplicó, pero todo era inútil.

           Cerca de la posada, y abierta en la montaña calcárea, señalaron al justo José una gruta habilitada para el establo. Y ese fue el único refugio que pudieron encontrar los 2 viajeros de Nazaret. Y en aquella gruta, en plena noche invernal y desprovista de toda asistencia, llególe a María la hora de dar a luz, entre el mirar asustadizo de las mansas bestias. Pasaron así las horas, hasta que, al filo de la medianoche, y en plena oscuridad de la noche, nació "la luz del mundo". Una cueva pobre, destartalada y sin ventanas, fue el primer palacio de Jesús en la tierra. Y un pesebre sucio fue su cuna, así como un asno y un buey (según la vieja tradición) su calefacción. Hasta que María "lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre", relata el cronista Lucas. Pero Jesús no necesitaba nada, y lo tenía todo a su lado. Pues María y José estaban allí, arropando al Hijo de Dios.

           No conoció María las miserias de las hijas de Adán. Pues dio a luz sin sentir el dolor (consecuencia del pecado) y sin perder privilegio de su virginidad (siempre intacta). Como dice San Jerónimo, "Jesús se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia: sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento". O como bien explicó San Agustín, "ella fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto".

           El mundo no se percató que acababa de gestarse el más grande acontecimiento de su historia. Y tuvo que ser el cielo quien bajase a explicárselo, poniendo su granito de luz ultraterrena en aquel sonrojante nacimiento. En efecto, al oriente de Belén, y camino del mar Muerto, se extendía una verde llanura, donde antaño se elevaba la Torre del Rebaño (junto a la cual plantó su tienda Jacob, para llorar a su amada Raquel). Por aquellos campos espigaba años atrás Ruth, pero ahora no había más que alguna nube bajo el cielo estrellado. Como nos dice el evangelista Lucas:

"En aquel sitio, un grupo de pastores guardaba sus ganados y velaba durante la noche. De pronto, el ángel del Señor se les apareció, la gloria del Señor les rodeó de luz y fueron poseídos de un santo temor. Pero el ángel les tranquilizó diciendo: No temáis; os anuncio una gran alegría para vosotros y para todo el pueblo. Cerca de aquí, en la ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor, y ésta es la señal que os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre".

           La noticia era extraña, y hablaba de un Mesías recostado sobre el heno, de un descendiente de David abrigado en una caverna. No es extraño, pues, que en el s. II dijera el hereje Marción "quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre indigno, del Dios a quien yo adoro". Ni que en vano contestara Tertuliano que "nada es más digno de Dios que salvar al hombre y pisotear las grandezas transitorias, juzgándolas indignas de sí y de los hombres". Pues, de siglo en siglo, hombres soberbios repetirán el grito del padre de los gnósticos, ante dicha humillación del Verbo encarnado.

           Pero no era a los potentados de Jerusalén, ni a los doctores del templo, a quienes se dirigía el mensaje del cielo, sino a los pobres, a los sencillos y a los aldeanos. Y, como nos dice el cronista, aquellas almas se abrieron a las palabras del ángel, y sus ojos empezaron a ver en la oscuridad. Pues de pronto un coro de espíritus resplandecientes empezaron a rodearles, cantando al unísono lo que hoy resuena en el mundo entero: "Gloria a Dios en lo alto, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad". Maravillados por el misterioso concierto, los pastores miraban hacia la altura y, cuando los últimos ecos se pierden en la lejanía, echan a correr diciendo: "Vayamos a Belén, y veamos este prodigio que nos ha sido anunciado".

           De entre la escasa luz del establo apareció un hombre alegre y apenado, recogido y silencioso. Y una mujer bella y joven se estaba inclinando sobre su hijito recién nacido, mientras un Niño miraba a ambos con profundos ojos abiertos. Era la señal que les había dado el ángel. Y los pastores, inclinando sus rodillas, empezaron a adorar a aquel Niño. Como nos dice el cronista, "todos se admiraron al oír lo sucedido", porque la gruta empezó a llenarse de gente, tras los alaridos que a plena madrugada lanzaron por Belén aquellos pastorcitos.

           Tras ofrecer al Niño lo poco que tenían (leche, queso, lana y un cordero, que el amor y la fe hacían más preciosos que todos los tesoros del mundo), aquellos testigos de la Historia "se volvieron alabando y glorificando a Dios, por todas las cosas que habían oído y visto, según les había sido anunciado". Y en medio de aquel ingenuo alborozo, que se reproduce cada año entre cánticos y alegrías, la madre de Jesús callaba. Como nos dice el cronista Lucas, "María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón".

           Conservaba todas estas cosas y las revolvía en su corazón. Porque ¿quién, sino María, puede haber descubierto esta dulce intimidad? O ¿cómo iba a saber el evangelista todo aquello, si ella no se lo hubiese contado? Es lo que repite su médico y cronista Lucas, que ella había conservado todas estas cosas, como lo más sagrado de su corazón.

           Sin embargo, es la actitud normal de una madre en presencia del hijo que le acaba de nacer. Aunque guarde un silencio, al parecer, indiferente, lo oye todo, lo ve todo. Con su mirada intuitiva ha tomado posesión del pequeñuelo y en el fondo de su alma está ya tejiendo la cadena de alegrías y tristezas que van a formar aquella vida palpitante que acaba de traer al mundo. Es Lucas, el médico, quien ha puesto de relieve esta nota característica de toda maternidad.

           En torno de toda cuna se alaban las gracias del recién nacido, se examinan sus rasgos, se felicita a la madre. Esto mismo sucedió en el pesebre de Belén. También los pastores, en medio de su rudeza, conocían ese vocabulario de diminutivos graciosos, de palabras amables, que brotan sin esfuerzo del corazón en presencia de un niño que acaba de nacer. Las generaciones cristianas celebrarán con músicas, pastorelas y villancicos los encantos del pequeñuelo que había anunciado Isaías. San Francisco de Asís invitará a cantar a sus frailes, y dará en este día doble pienso a la mula y al buey; Santa Teresa de Jesús bailará con sus monjas en torno a un nacimiento al son de las castañuelas. Pero el primer villancico resonó en Belén.

           También la liturgia, inclinándose, como María, sobre la cuna, observa al recién nacido, examina su fisonomía, le describe y le canta a semejanza de los pastores. ¡Qué alegría más profunda hay en su acento cuando anuncia al pueblo cristiano "que un niño les ha nacido, que un niño les ha sido dado"!. Y luego, ¡cómo se extasía delante de este parvulillo!; un parvulillo "que se ha vestido de hermosura", "que vence en belleza a todos los hijos de los hombres", "en cuyos labios se ha derramado la gracia", "cuyos ojos son más bellos que el vino, cuyos dientes tienen la blancura de la leche".

           Pero al repasar sus textos nos damos cuenta de que la fiesta de Navidad no es sólo un idilio campestre con cantos angélicos y rumor de esquilas y flautas y zagales. Es un día que tiene 3 misas, misas inundadas de luz, revestidas de grandeza, arreboladas de gloria y de majestad. No se olvida en ellas el pesebre de Belén; pero esta aparición en nuestra carne mortal trae al alma el pensamiento de otros nacimientos misteriosos.

           Es una trilogía sublime que comprende el drama de la redención del mundo: primer rebervero de Cristo en la eternidad, su comienzo en la tierra; su realización en el reino de Dios. El espíritu pasa de una idea a otra: de la eterna generación del Verbo a la visión deslumbrante de su encarnación; de la contemplación admirativa del Niño en los brazos de su Madre, al deseo ardiente de participar en la fuente de toda luz y toda alegría. "Tú eres mi Hijo, hoy te engendraré", había dicho el Señor. Y María dio a luz a su Hijo, y lo colocó en el pesebre. Y así "apareció la gracia de Dios Salvador nuestro, a todos los hombres".

           Navidad es la fiesta de un Rey que llega, es una marcha triunfal, es una grandiosa epopeya y la historia viviente de un reino que se realiza sin cesar, es el drama de la verdadera luz. Como dice una secuencia antigua:

"La exultación estalla en el corazón de los creyentes. ¡Aleluya! Nuestro Rey sale de la puerta intacta. ¡Aleluya! Porque el mensajero del eterno consejo sale del seno de la Virgen como el sol de una estrella; sol que no tiene ocaso, estrella que nos alumbra con vivo resplandor, siempre más pura".