Pedro

Pedro Cantero
Mercabá, 11 enero 2021

El buen Simón de Betsaida, bronco y tierno como una ola del mar de su patria, fogoso y sencillo como un milite de las legiones romanas, es una de las figuras más humanas y mas encantadoras que desfilaron por la órbita divina del evangelio de Jesús de Nazaret. Con su barca y sus llaves, con sus dichos y sus hechos, con sus pecados y sus lágrimas, la personalidad histórica de Pedro encuadra a todo el apostolado de los 12 y atrae por su fe ardiente y por su cálido humanismo la simpatía y el amor de todas las generaciones cristianas.

 Ignoramos el año exacto del nacimiento de Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su 1º encuentro con este pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas (lit. piedra, Pedro). El evangelista Juan nos narra ese 1º encuentro:

"Cuando Andrés halló a su hermano Simón, le dijo: Hemos hallado al Mesías. Y llevóle a Jesús. Y poniendo en él sus ojos, díjole Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan. Pero tú te llamarás Cefas" (Jn 1, 41-42).

Jamás olvidaría Pedro esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el vaticinio de Jesús de Nazaret.

 A pesar del laconismo biográfico del evangelio, en sus páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y cabal de la fisonomía moral del apóstol Pedro. Vehemente y francote por temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan tan entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones cristianas.

 Al primer llamamiento vocacional de Jesús el corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de "pescador de hombres" (Lc 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda a cristiandad (Jn 21,15-17). Para ser el predilecto entre los 3 apóstoles predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc 22,31).

 Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral, junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de Pedro, y su cumplimiento fue realizado ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los pastores.

La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso anunciador de la institución de la eucaristía, en el lavatorio de los pies de los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.

 Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta (entre otras ocasiones) en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro" (Mc 16,7). A Pedro, particular y principalmente, pues tal vez el pobre Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos la dulce mirada de Jesús. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia católica.

 Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del evangelio y la actuación primacial de Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes (Mt 16; Jn 21) son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad con su sentido actuó siempre Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.

 Efectivamente, fue Pedro quien anatematiza al primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es consultado y obedecido por San Pablo, quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz.

 Esta posición y esta influencia de Pedro dentro y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en Pedro. La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Hch 12, 3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica.

 Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén, y el libro de los Hechos de los Apóstoles añade que, después de una escena encantadora de despedida (ocurrida "en la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos"), "partiendo de allí, Pedro se fue a otro lugar" (Hch 12,17).

¿Cuál fue este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía? Con certeza histórica, no lo sabemos. Lo cierto es que a Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que Pedro fue el 1º obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a Pedro. ¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén cuando Pedro fue por 1ª vez a Antioquía? ¿Había ido anteriormente, hacia el año 36-37, después de la muerte del protomártir Esteban, a fundar la 1ª cristiandad antioqueña?.

 Más importancia teológica e histórica presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en su Carta a los Gálatas (Gal 2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana, y por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén (especialmente los de procedencia farisea) abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la ley de Moisés.

 El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.

 El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el Concilio de Jerusalén, al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de Pedro. Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la ley de Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia.

El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de Pedro vio "una simulación" (así la califica) que en el orden de las conductas podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles, como en el templo de Jerusalén. San Pablo no transigía ante estas condescendencias rituales de Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.

 La fantasía novelera de la Escuela de Tubinga se atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano.

 Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.

 Ni el evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Tras 2.000 años, la historia viene confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt 16, 18).

 La estancia de Pedro en Roma, su pontificado romano y su martirio en Roma, son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe. El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.

 ¿Fue Pedro el primer sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastévere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.

 El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que fue su primer obispo. Y desde Roma escribió su 1ª carta a los fieles (del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia), fechada en Babilonia (1Pe 5,13), nombre simbólico y universalmente interpretado por Roma (la ciudad pagana sucesora o representante de la antigua Babilonia). Los testimonios de Clemente Romano (3º sucesor de Pedro en el pontificado romano), Ignacio de Antioquía (en su Carta a los Romanos) e Ireneo de Lyon (en su tratado Contra todas las Herejías), así como las recientes excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.

 Roma y Pedro son 2 términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de San Pedro duró 25 años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la 1ª llegada de Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio hacia el año 67. En efecto, el martirio de Pedro ocurrió entre estas 2 fechas extremas: entre el año 64 (fecha del gran incendio de Roma) y el año 68 (fecha de la muerte de Nerón).

En su evangelio, Juan nos legó estas palabras de Jesucristo a Pedro: "En verdad te digo: Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (Jn 21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.

 En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón (según escribe Tácito en sus Anales) cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre. Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia.

Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del Quo Vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla romana del Quo Vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a Pedro, cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al Maestro: "Señor, ¿adónde vas?". Y el Señor le responde: "A Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.

 Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre cárcel Mamertina, donde fue preso Pedro, y donde convirtió y bautizó a sus mismos carceleros (Proceso y Martiniano), futuros mártires de la fe cristiana.

 Poco tiempo después, el apóstol Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.

 La tumba del apóstol Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".