Presentación de Jesús
Antonio
Aradillas
Mercabá, 11 enero 2021
Muy posiblemente, con 20 ó 25 céntimos hubiera tenido bastante José esposo de María (naturales de Belén) para el rescate del niño Jesús. Pues la ley se expresaba así: "Todo primogénito varón será consagrado. Pues todos los primogénitos de entre los hijos de Israel, tanto de los hombres cono de los animales, míos son" (Ex 13,1-2).
En los primeros tiempos de Israel, dichos primogénitos eran destinados al culto a Dios. Pero cuando el culto fue confiado en exclusiva a la tribu de Leví, decidió la ley que esta exención fuera compensada mediante el pago de 5 siclos (25 cms. de euro), que se destinaba a engrosar el tesoro del templo. Hay que advertir que no era necesario llevar a Jerusalén al infante. Bastaba con que el padre pagase el impuesto al sacerdote de turno, no antes de los treinta y un días después del nacimiento, para cumplir religiosamente con lo estatuido en la ley.
Según otras disposiciones legales (Lev 12,1-8), a los 40 u 80 días después del alumbramiento (según se tratase de un hijo o de una hija), las madres hebreas habían de presentarse en el templo para purificarse de la impureza legal que habían contraído. También hay que hacer constar que no siempre la madre estaba obligada a presentarse en persona. Podía ser reemplazada por alguna otra persona que ofrecía el sacrificio en su nombre, si existía alguna causa que justificase su ausencia.
Huelga decir que ni Jesús ni María estaban obligados, pues, a esos preceptos legales. Y que Jesús estaba infinitamente por encima de toda ley, y la Virgen Santísima había dado a luz virginalmente, y por tanto estaba al margen del requisito purificativo legal.
Fue, pues, la humildad, la obediencia, y el respeto más exquisito a las instituciones legales del pueblo hebreo, lo que llevó a la Sagrada Familia a trasladarse de Belén a Jerusalén, a los pocos días del nacimiento de Jesús, para cumplir con las prescripciones rituales.
Por la cercanía entre Belén y Jerusalén (7 km), en un mismo día se podía llegar de Belén a Jerusalén, asistir a las ceremonias legales, y regresar por la tarde, con tiempo sobrado. Y muy posiblemente, eso fue lo que hicieron José, María y Jesús.
La purificación de las madres tenía lugar por la mañana. Entraría María por el atrio llamado de las mujeres, se colocaría en la grada más alta y allí sería rociada con el agua lustral por el sacerdote de turno, que a la vez recitaría sobre ella unas preces. Aunque la parte más importante del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. Uno que se denominaba "sacrificio por el pecado", cuya materia siempre era una tórtola o un pichón, y otro "sacrificio de holocausto", cuya víctima exigida era, para los ricos, un cordero de un año, y para los pobres un pichón o una tórtola.
Lo dice Lucas (Lc 2,24), y así lo imaginamos nosotros, que José compró un par de palomas (o tórtolas) al administrador del templo, o a alguno de aquellos mercaderes del templo. Y que poco después, el sacerdote cortó el cuello del ave y, sin separarlo del cuerpo, derramó la sangre al pie del altar. La paloma, así, sirvió para el holocausto, y fue quemada sobre las ascuas del altar de bronce.
Las ceremonias del rescate incluían el pago de los 5 siclos legales, que José también ofreció. Se trató del 1º sacrificio digno de Dios, que se estaba ofreciendo, en estos instantes, en el sagrado Templo de Jerusalén. El velo de muchas profecías se escinde en estos precisos momentos. Y el templo de Jesucristo se funde, en este preciso momento, en aquel 1º templo planificado por el rey David, que albergaba en su interior la esperanza profética del Mesías.
Cristo se ofrece al Padre, y se ofrece así: "Entonces yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. Los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos por el pecado, no los quieres, no los aceptas" (Heb 10,7). Y María, en nombre de toda la humanidad, también se ofrece. Es éste uno de los momentos más solemnes de la vida de la Santísima Virgen. Y el mejor elogio que pudo hacerle un hijo de Abraham, se lo hace el anciano Simeón, que ahora aparece en escena:
"Había en Jerusalén un hombre, llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu Santo vino al templo y, al entrar los padres con el Niño Jesús para cumplir lo que prescribe la ley sobre él, Simeón lo tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo: "Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de todas las gentes y gloria de tu pueblo, Israel".
Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: "Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2,25).
Simeón es todo un personaje colocado en la cumbre de la estructura mesiánica. Un santo, un iluminado, un profeta. Y supo acunar a Cristo en sus brazos añosos, y llamarle "consolación de Israel". Y supo dejarnos la joya lírica del Nunc Dimirtis como un testamento precioso que suena a relevo de centinelas, a libertad de prisioneros, a feliz liberación de cautivos... y que tiene un colorido de perspectiva salvadora, de horizontes lejanos, universales, martiriales... Todo el misterio de Cristo, que Simeón profetizó a María y José, y que puso ante sus ojos. ¡Amigo, qué santo tan grande y tan bíblico es este viejo Simeón!
Y qué grade era también aquella mujer llamada "Ana, de la que continúa diciendo la escritura:
"Había también el templo una mujer llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, casada en los días de su adolescencia, que vivió 7 años con su marido y permaneció viuda hasta los 84, que no se apartó del templo sirviendo con ayunos y oraciones noche y día y que también alabó a Dios y hablaba de él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén"! (Lc 2, 36).
Ya es tarde, y el ajetreo se pierde en los recintos del templo de Jerusalén. Son 7 km los que les separan de Belén, y la Sagrada Familia se pone en camino. La Virgen medita y contempla, el Niño se queda dormido en sus brazos, y José sabe retrasarse un poco, y contemplar desde atrás la escena.
Simeón puede ya morir en paz, y Ana prolongar aquella noche su oración en el templo, dando gracias a Dios porque la redención de Israel estaba ya tan cerca...
Litúrgicamente, la Presentación de Jesús comenzó a celebrarse bien pronto en Oriente. La peregrina y escritora Egeria (s. IV) nos habla de ella resaltando la alegría semipascual que imprimía esta fiesta en la acaecida concurrencia de fieles cristianos que se reunían en Jerusalén para celebrarla.
Con el nombre de Hypapante occursus Domini, se extendió dicha celebración por todo el Oriente, y algún tiempo después también en Roma, que la acogió entre sus fiestas y la celebró muy solemnemente, teñida al principio de un color vigoroso de penitencia pública. En dicha fiesta, el papa, el clero y el pueblo, con los pies descalzos, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían en peregrinación estacional desde la Iglesia de San Adrián hasta la basílica Santa María la Mayor, en donde se celebraba solemnemente la misa.