Rafael

Rafael García
Mercabá, 11 enero 2021

           Divisar desde las sombras del destierro las cimas celestes, coronadas de luz, y hallar allí quien interceda por nosotros ante el Altísimo y quien descienda para llevarnos de la mano hacia las alturas, será siempre entre los cristianos una fuente de consuelos y esperanza. Venimos de Dios y a Dios caminamos: pero no solos, sino en compañía de ángeles que nos guardan e iluminan. El Apocalipsis los describe incensando el trono de Dios y poniendo sobre el altar de oro las oraciones de todos los santos (Ap 8,3). Las cuales, en olor de suavidad y de incienso suben entremezcladas con las oraciones de Aquel que, según la frase de San Pablo, vive siempre para rogar por nosotros (Hb 7,25).

           ¿Quiénes son estos ángeles? Uno de ellos, Rafael, nos lo va a revelar, al mismo tiempo que contemplamos su paso visible y su paso invisible por la tierra. Pero situemos estas páginas mirando a la remota lejanía, en el 720 a.C. Reinan en Nínive Salmanasar V de Asiria, y después Sargón II de Asiria, en pleno s. VIII a.C. Rafael acompaña a Tobías en el viaje: nosotros le acompañaremos a él muy de cerca, porque las huellas de sus pies y los pliegues de su manto han quedado prendidos en uno de los libros sagrados más deliciosos que han leído los hombres.

           En el libro de Tobit pensaría, sin duda, San Pablo cuando escribió: "¿No son todos los ángeles espíritus ministrantes, enviados para el servicio en favor de aquellos que han de alcanzar la herencia de la salud?" (Hb 1,14). ¡Cuán maravillosamente realiza el arcángel Rafael este ministerio del espíritu! Sobre todo en lo referente a la piedad, a la caridad, a la pureza del matrimonio y a la santificación de la familia.

           Al despedirse Rafael revelará en casa de Tobit el misterio de su misión. Y el joven Tobías traza este resumen del ministerio angélico: Porque él me llevó y me trajo sano, él cobró el dinero de Gabaelo, él hizo que yo tuviera mujer, y él alejó de ella el demonio, ocasionó gozo a sus padres, y a mí mismo me liberó de ser devorado por el pez; a ti, además, hizo ver la luz del cielo y por él hemos sido colmados de todos los bienes. En correspondencia a esto, ¿qué le podemos dar que sea digno? (Tob 12,3).

           Los bienes derramados sobre los 2 Tobías corren paralelos y tienen un fundamento común: premiar una familia santificada, preparar un matrimonio santificador. Rafael desciende del cielo para premiar la virtud del anciano Tobías, sobre todo su heroica caridad, para aliviarle en su tribulación y curarle su ceguera. Él es la "medicina de Dios". A Tobit le descubre el secreto de la muerte de los 7 maridos de Sara, le enseña la pureza y fecundidad del matrimonio, y tapa una fosa preparada para enterrar las rosas de la cuna la misma noche de las bodas (Tob 8,1 1-1 5).

           Tobit pertenece a la tribu de Neftalí, vive los días aciagos de la ruina de Israel, sufre la invasión de los enemigos de su pueblo y marcha cautivo a Nínive bajo el vasallaje de los asirios. Pierde la anchura de la libertad, pero día a día recorre los caminos de la verdad y de la justicia (Tob 1,3).

           Era niño, y ninguna niñería se descubría en sus obras; sonreíale ante Dios la vigorosa y lozana juventud. Mientras vive en su patria sube a Jerusalén, visita el templo, adora al Señor Dios de Israel y le ofrece su diezmo con entera fidelidad. Ya casado, tiene un hijo y le impone también el nombre de Tobías, y le enseña desde la infancia el santo temor de Dios (Tob 1,4-10).

           Las virtudes de Tobit se abrillantan entre las inclemencias del destierro. No se contamina con la impiedad de los ninivitas. Mientras soplan vientos favorables en tiempo del rey Sargón II de Asiria favorece a sus hermanos de cautiverio, los visita, los socorre y les presta dinero, como a Gabaelo, según veremos pronto. De sus manos brotan continuamente los alimentos, los vestidos, las medicinas y el dinero en favor de los necesitados. Entierra a los muertos, incluso jugándose la vida, porque, muerto Sargón II, Senaquerib I de Asiria le persigue a muerte (Tob 1,11-23). Mas, si arrecia el ciclón, arrecia también su caridad; y Tobit, temiendo más a Dios que al rey, recoge cadáveres de sus hermanos de patria y de destierro, los oculta en su casa y durante la noche los entierra (Tob 2,9).

           No tardó en llegar de nuevo la hora de la tentación, permitida por Dios para dejar a la posteridad admirables ejemplos de paciencia. Tobit se queda completamente ciego de una manera inesperada. En pos de la ceguera vienen los insultos, la incomprensión, las burlas. Mas ni se queja de la ceguera ni se enoja con la fea conducta de parientes y de amigos (Tob 2,11-23).

           Acude al Señor, ora con lágrimas en su acatamiento y exclama: "Justo eres, Señor, y justos son tus juicios: hágase conmigo tu voluntad, porque más me conviene morir que vivir" (Tob 3,1-6). ¡Cerrados estaban los ojos de la cara de Tobit, pero muy abiertos los de su espíritu! En éstos se estaba mirando desde el cielo el arcángel Rafael, y muy pronto, como médico enviado por Dios, se miraría también en la luz de aquellos!

           Pero ¿moriría Tobit? Ante la posibilidad de un desenlace inminente llama Tobit a su hijo Tobías, encargándole que vaya a Ecbatana (región de Media, hoy Irán). Vivía allí su pariente Gabaelo, a quien hacia tiempo había prestado Tobit 10 talentos de plata. Había llegado, pues, el momento de cobrar la suma prestada, antes que se echasen encima las sombras de la noche.

           Al recibir Tobías el encargo replica: "Haré, padre mío, cuanto me mandas. Mas no conozco a Gabaelo ni tengo idea del camino" (Tob 4,1; 5,1,4). Pero no lo recorrería él solo fácilmente, pues Ecbatana distaba de Nínive 700 km. ¿No se prestaría algún varón a acompañarle mediante la merecida recompensa?

           Apenas ha dado los primeros pasos Tobías le sale al encuentro un joven "espléndido", ceñido de su manto y en actitud de caminante. No cae en la cuenta Tobías de hallarse ante un ángel de Dios (Rafael en persona), como lo revelará más tarde. Desde el 1º momento roba todas las simpatías del joven. Es el compañero ideal de viaje:

—¿De dónde procedes, simpático joven?, pregunta Tobías.

—De los hijos de Israel.

—¿Conoces el camino de Media?

—Lo conozco, lo he recorrido muchas veces, y he vivido con Gabaelo, nuestro hermano.

           Salta de júbilo Tobías, y sin poderse contener le dice a Rafael:

—Aguarda un momento; voy a comunicárselo a mi padre.

           El cual, no menos gozoso que el hijo, llama al ángel, que le saluda así:

—Alegría siempre para ti.

—¿Qué alegría puede haber para mi, si vivo en tinieblas y no veo la luz del cielo?, replica el ciego Tobit.

           Anúnciale entonces el ángel que curará, que cobrará la deuda a Gabaelo, que acompañará a su hijo, y se lo devolverá sano y salvo. A las preguntas de Tobit sobre su persona y su linaje, San Rafael responde con piadosas evasivas, hasta terminar este diálogo con la frase, tan inocentemente expresiva, de Tobit:

—Buen viaje, Dios os guíe en vuestro camino, y su ángel os acompañe (Tob 5,5-21).

           Avanzaba bordeando las orillas del Tigris. Bañándose cierto día en sus aguas, un enorme pez se abalanza sobre Tobías para devorarle. Asustóse, y entonces Rafael le indica que, sin miedo ninguno, agarre al pez (Tob 6,4-6):

—Desentráñalo, y guarda su corazón, la hiel y el hígado, pues son cosas muy útiles para medicinas (Tob 6,5).

           ¿Cuál sería su aplicación? Rafael responde:

—Si pusieres sobre las brasas un pedacito del corazón del pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, con tal eficacia que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos que tuvieren alguna mancha o nube, con lo que sanarán.

           Los acontecimientos sellarán más tarde el acierto de estas observaciones. Pues ahora era necesario hacer un alto en el camino. ¿En donde? Todo lo tiene previsto el ángel, y, al contestar, entra de lleno en el asunto que más había de interesar a Tobías. Oigamos sus palabras:

—Aquí hay un hombre, llamado Ragüel, pariente tuyo, de tu misma tribu, el cual tiene una hija llamada Sara; ni tiene otro varón ni hembra fuera de ésta,

—Pero he oído, replica Tobías, que se ha desposado con 7 maridos, y que han fallecido todos; y aun he oído decir que un demonio los ha ido matando. Temo, pues, no sea que también me suceda a mi lo mismo, y que, siendo yo hijo único de mis padres, precipite su vejez al sepulcro con la aflicción que les ocasione.

—Óyeme, añade el ángel Rafael, y escúchame, que yo te enseñaré cuáles son aquellos sobre los que tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio, que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión, como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, ésos son sobre los que tiene poder el demonio. Mas tú, cuando la hubieres tomado por esposa, entrando en el aposento no te llegarás a ella en 3 días; y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma 1ª noche, quemado el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la 2ª noche serás admitido en la unción de los santos patriarcas. En la 3ª alcanzarás la bendición, para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la 3ª noche te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia, a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abraham.

           En casa de Ragüel reciben a los viajeros con alborozo; corren lágrimas de alegría y se les prepara el banquete. Antes de comenzarlo indica Tobías su firme propósito de casarse con Sara. Hay estupor general en los asistentes, y el padre de Sara no acierta con la respuesta. Interviene entonces el ángel y le dice:

—No temas dar a tu hija por esposa de Tobías, puesto que con este joven temeroso de Dios es con quien debe casarse, y no hay otro que la merezca.

           Convencido Ragüel con estas palabras, accede gustoso a las bodas. Juntan, pues, los jóvenes sus diestras, firman el acta matrimonial, celebran un banquete y se piden para ellos las bendiciones del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Tob 7,1-17).

           Correspondía ahora a Ana preparar la habitación de los nuevos esposos. Cuando entró en ella su hija Sara la madre rompió a llorar. ¿Qué suerte correría aquella noche su hija? ¿Cómo terminará Tobías, después del desastrado fin de los siete maridos anteriores? Afortunadamente no se había olvidado de los consejos de Rafael, y, sacando de su alforjilla el pedazo de hígado y corazón, púsolo sobre unos carbones encendidos. Entonces el ángel Rafael cogió al demonio y le confinó en el desierto del Egipto superior.

           Con esta protección tan visible de la divina Providencia, por ministerio de Rafael, quedan aseguradas la felicidad y santidad de los nuevos esposos. Tres noches pasan en oración. Tobías dice:

—Tú sabes, Señor, que no me he casado con Sara por lujuria, sino por amor de una posteridad en la cual será bendito tu nombre por los siglos de los siglos.

           Y Sara oraba así:

—Compadécete, Señor; compadécete de nosotros, y haz que lleguemos sanos a la ancianidad (Tob 8,4-10).

           Hay una escena encantadora y de un patético realismo. Cerca del canto de los gallos, Ragüel y sus criados preparan, no lejos del lecho de bodas, la tumba. Una muchacha se encarga de asomarse y ver si ha muerto ya el octavo marido. Comprobado que duermen tranquilamente, el suegro ordena que se tape la tumba antes que amanezca (Tob 8,1 1-16).

           Ragüel y Ana entonan un himno de acción de gracias al Señor Dios de Israel. No ha muerto el esposo, como se temían, y ante tanta misericordia todas las gentes confesarán que el Dios de Israel es el solo Dios en toda la tierra,

           Siguen los convites para la familia y los amigos; en pos del convite los espléndidos donativos de los padres y las cariñosas porfías para que permanezcan con ellos los esposos dos semanas. Mas el viaje no ha terminado. ¿Cómo llegar hasta Ecbatana y cobrar la deuda de Gabaelo?

           Para el ángel del Señor no existen dificultades. Rafael, acompañado de 4 criados, se encarga de ir a Ecbatana; y no sólo realiza cumplidamente el encargo y cobra la suma prestada, sino que, además, convida a Gabaelo, por encargo de Tobías, a regresar con él y acompañar a los nuevos esposos en la felicidad de sus bodas (Tob 9).

           Entretanto pasan días y los nuevos esposos no regresan. Ana y Tobit se ponen en lo peor y llegan a sospechar si Gabaelo habrá muerto y tal vez el mismo Tobías. ¿A qué obedece tanta tardanza? Ambos lloran con lágrimas irremediables. La madre no se consuela con nada, sino que a diario corre los caminos por donde algún día había de regresar su hijo. Sus ayes los escuchan todos los vecinos:

—Ay de mí, hijo mío, ¿para qué te dejamos marchar, oh lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra ancianidad, consuelo de nuestra vida y esperanza de nuestra prosperidad?

           Esta amargura e impaciencia ya la preveía Tobías. Por eso no accede a la proposición de su suegro, que insistía en el retraso de la vuelta. Por tanto, se concierta el viaje y se entregan a los recién casados cuantiosos bienes como dote de matrimonio. A Sara le recomiendan sus padres, entre ósculos de despedida, que honre a sus suegros, ame a su marido, cuide de la familia, gobierne la casa y permanezca en todo irreprensible.

—Que el ángel santo del Señor, dice Ragüel, os acompañe en el camino y os conserve incólumes (Tob 10). Caminan delante Rafael y Tobías; éste, por consejo del ángel, lleva consigo la hiel del pez. La necesitarán muy pronto. Oigamos ahora a Rafael hablando con Tobías en el camino.

—Apenas entres en tu casa adora al Señor tu Dios, y, dándole gracias, acércate a tu padre y dale un ósculo. E inmediatamente unge sus ojos con la hiel del pez; y sábete que entonces se abrirán sus ojos y verá tu padre la luz del cielo y se gozará contemplándote con sus ojos.

           Realizóse todo esto al pie de la letra. Al ciego Tobit se le enredan los pies y tropieza al salir al encuentro de su hijo. Se abrazan, se besan, lloran y bendicen al Señor. Tobías unge en seguida con la hiel del pez los ojos de su padre y poco después recobra Tobit la vista, exclamando lleno de alegría:

—Te bendigo, Señor Dios de Israel, porque tú me has probado y tú me has salvado; y he aquí que ya veo a Tobías, mi hijo (Tob 11).

           No es para descrito el júbilo de toda la familia a lo largo de 7 días de fiestas familiares, en las que participaron padres e hijos por tan venturosos acontecimientos. ¿Qué parte tomó en las alegrías de la familia el providencial acompañante de Tobías en el camino? ¿Quién era el misterioso personaje?

           Cuantos le han tratado estímanle por un santo varón e insuperable amigo. No pasan de ahí. Habrá, pues, que preparar una recompensa digna de su persona y de sus servicios. Pero ¿cuál? Se lo preguntan mutuamente padre e hijo y no dan con la solución. Toda recompensa les parece pequeña. Al fin insinúa Tobías a su padre la necesidad de rogar a San Rafael que acepte la mitad de los bienes que ha traído.

           Y diciendo y haciendo, llaman aparte al gentil acompañante y le proponen la idea. He aquí la deliciosa respuesta:

—Bendecid al Dios del cielo y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno, y el dar limosna mucho mejor que tener guardados los tesoros de oro; porque la limosna libra de la muerte y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad son enemigos de su propia alma (Tob 12,6.15).

           Caen trémulos de emoción los 2 Tobías a los pies del ángel, que se despide de ellos con las siguientes palabras:

—La paz sea con vosotros; no temáis, Pues que, mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado; bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros: mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros, empero, bendecid a Dios y anunciad todas sus maravillas (Tob 12,17-20).

           Y pronunciando estas frases desapareció de su presencia. En el Cántico de Cisne de Tobit, en su visión de la ruina de Ninive y restauración de Jerusalén, en su pía ancianidad de 102 años, en su testamento espiritual, exaltando la justicia del Señor y las excelencias de la limosna, y en la última mirada de sus ojos se reflejó con arreboles de gloria la figura del arcángel Rafael.