Resurrección de Jesús

Antón Bogtle
Mercabá, 11 enero 2021

            Cuando al creador de un nuevo género de historia sagrada se le ocurrió, allá por el año 70 d.C, disponer en forma cuasibiográfica los contenidos de la vida y obra de Jesús, le resultaba obvio que la historia de Jesús no podía concluir con el entierro del crucificado (Mc 15, 42-47). El final cruento que Jesús asumió conscientemente sobre sí no se hubiera convertido en objeto de proclamación expresa si la ejecución en la cruz a manos de seres humanos, y tan infamante a los ojos de aquella época, hubiese quedado como la última palabra sobre el caso Jesús.

            Al final del libro, nuestro evangelio de Marcos, el autor hace que un ángel proclame, a las mujeres que han llegado hasta la tumba de Jesús, el mensaje pascual: "¡No temáis! Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron. Ahora id y decid a sus discípulos y a Pedro: se os adelanta a Galilea; allí lo veréis tal como os lo dijo" (Mc 16, 6-7).

Apariciones de Jesús

            El ver se sitúa más allá de la actividad terrena de Jesús. Por eso al primer evangelio le podía bastar con esa alusión a la aparición que había de tener lugar ante los discípulos. De otra manera lo plantearon los autores de los evangelios redactados dos o tres decenios más tarde. La antigua tradición confesional, recibida ya en legado por el apóstol Pablo, presentaba como fundamento de la resurrección de Jesús un escueto: "se dejó ver por Cefas" (1 Cor 15, 5).

            Los autores de los evangelios más recientes y de los Hechos de los Apóstoles experimentaron la necesidad de desarrollar ese "se dejó ver" mediante extensos relatos de apariciones (Lc 24,13-35.36-53; Hch 1,4-11; Mt 28,16-20; Jn 20,19-23.24-29; 21,1-23). Para ello aprovecharon, sin duda, tradiciones preexistentes, pero desde el primer momento lo que no pretenden es ofrecer relatos existentes y transmitidos por los receptores de las apariciones.

            Uno de los frutos paralelos de la meditación que vamos a hacer sobre esta muestra ejemplar de «relato de aparición» puede, sin duda, consistir en suscitar una comprensión más plena de este dato inconcuso de la investigación. Ya que con los relatos de las apariciones nos situamos ante unos pasajes de la Escritura que, tanto por sus afirmaciones más inmediatas como por la suma diversidad de ellas, suponen para nuestra fe una piedra de toque que apenas tiene parangón con otras perícopas de la Biblia. ¡Y no se trata de una cuestión marginal, sino de un enunciado fundamental del credo cristiano!

            Estos relatos de las apariciones, tan provocadores, no deben ser motivo, precisamente, de dificultades para nuestra fe, sino que, por el contrario, deben contribuir a que nos sintamos felices de poseerla. Por ello hemos de intentar descifrar qué es lo que estas perícopas nos quieren comunicar. Al fin y al cabo adquirieron la configuración que ahora tienen del empeño por servir a una proclamación actual y actualizante y lo que pretenden es subrayar, de modo más o menos visual, la verdad de la fe pascual recibida y desarrollar su sentido y su significado dentro de la economía salvífica. ¿Qué significado tiene el obrar de Dios en el Jesús crucificado? ¿Qué significa para su persona, para su causa, para la Iglesia y para los creyentes concretos? ¿Qué significado cobra la Pascua aquí y ahora?

            Estas son las preguntas a las que intentan responder los relatos pascuales. De pasada, será bueno tener en la memoria el carácter netamente peculiar de cada uno de estos escritos. Pues cada uno de los evangelistas, a los que en este caso se añade también el autor de los Hechos de los Apóstoles, se dirige con unas particulares intenciones teológicas a un determinado círculo de lectores. Por eso los relatos de apariciones que ellos habían recibido, no los transmitían al pie de la letra y tal como los conocían por tradición.

            Precisamente, el relato que analizaremos (la aparición a los 12 discípulos) es uno de los que cada uno redactó, y en parte configuró, de distinta manera de acuerdo con sus peculiares intereses teológicos y pastorales. Y sin embargo esa orientación actualizante no priva a los relatos de apariciones de su valor particular. Siguen testimoniando y desarrollando la única fe pascual del kerigma apostólico sobre Cristo. También la situación hacia la que dirigen su mensaje es, en sus aspectos esenciales, la misma que nosotros vivimos y en la que somos llamados a la fe. Es la situación de la época postapostólica. En ello reside su permanente actualidad.

Los 11 discípulos

            Mateo habla de los 11 discípulos. No nos dejemos impresionar por la diferencia que supone respecto a la tradición confesional de 1 Cor 15, 3-5 en que se cita a "los doce" como receptores de la aparición. Lo hace así porque sólo el número pleno doce transmite la imagen de los representantes deI pueblo de Dios escatológico. Después de la traición de Judas, sin embargo, lo consecuente, y a la vez lo justo desde el punto de vista histórico, es que Mateo haga partícipes a los once de la aparición que en su escrito corresponde a la de 1 Cor 15, 5 (Lc 24, 33: los 11 y sus acompañantes).

            A esos 11 los presenta, expresamente, como discípulos. La palabra griega correspondiente habría que traducirla en realidad como aprendices, y así debemos dejar que nos suene. La razón de ello es que, en la intención del evangelista, esa designación no alude únicamente a los discípulos de Jesús de entonces, sino también a nosotros y a todos los cristianos. "Discípulos" o "alumnos" es uno de los conceptos eclesiológicos más importantes del evangelio de Mateo.

            Los doce discípulos han sido propuestos, una y otra vez con anterioridad, como los representantes del auténtico seguimiento de Jesús, es decir, del verdadero ser cristiano. Por ello el encargo misional podrá formularse en forma condensada con un "haced discípulos a todos los pueblos". Es más, puede que ese interés en el significado ejemplar que tiene para todos los cristianos el seguimiento de Jesús por los once sea también el motivo por el que este evangelio eclesial no aluda ni narre la 1ª aparición a Cefas.

Vuelta a Galilea

            Un sentido más profundo religa igualmente nuestra perícopa con el dato de lugar Galilea. De inmediato y fundamentalmente esa localización se nos propone sin duda porque Galilea era el lugar que la tradición asignaba a la aparición ante el grupo de los discípulos. En la medida en que todavía es perceptible para nosotros, todo habla a favor de que las apariciones primeras y decisivas, las dirigidas "a Cefas, después a los doce" (1 Cor 15, 5) tuvieron lugar en Galilea. Después del final catastrófico de Jesús en el patíbulo, los discípulos volvieron a sus localidades de procedencia en Galilea.

            Este hecho es bastante significativo, puesto que si luego son los mismos discípulos los que emprenden el retorno a Jerusalén para proclamar en la capital al ejecutado como resucitado y como Mesías confirmado por Dios, algo tuvo que haber sucedido en Galilea que les forzaba a presentar una fe tan inaudita e imposible para cualquiera de las diversas modalidades judías de expectativa de un salvador. La fe pascual de los primeros discípulos de Jesús tiene que descansar sobre un acontecimiento que no es explicable únicamente a partir de los discípulos, sino que debe ser tal que por sí mismo tuvo capacidad de hacer surgir en ellos la fe por vez primera.

            Pero Galilea implicaba para nuestro evangelista mucho más que el nombre del lugar de la aparición a los discípulos que le atribuía la tradición. En el más antiguo evangelio de Marcos se leía escuetamente que Jesús, tras la prisión de Juan el Bautista, se había dirigido a Galilea y que allí había proclamado la Buena Nueva de la proximidad del Reino de Dios (Mc 1,14). Mateo amplió este dato, que tomaba de las fuentes, con la adición, plenamente acertada desde el punto de vista histórico, de que Jesús, en vez de Nazaret, había hecho de Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret, su lugar de residencia.

            Pero para designar la situación añadía, de manera tan sorpresiva como geográficamente irrelevante, dos referencias de lugar totalmente anacrónicas y que ya hacía tiempo habían dejado de utilizarse, a saber: "en el territorio (de las tribus) de Zabulón y Neftalí". Como lo confirma la cita reflexiva que sigue a continuación, lo hizo para poder presentar la actividad reveladora de Jesús en una Galilea muy infiltrada de paganismo; se realizaba así la predicción profética (Mc 4, 12-16). Con esa finalidad fundió en uno, con libre elección y traducción, los textos griego y hebreo de Is 8, 23 y 9, 1s para formar la siguiente cita bíblica: "Tierra de Zabulón y Tierra de Neftalí, tierra junto al mar y más allá del Jordán, Galilea pagana; el pueblo que estaba sentado en la oscuridad ha visto una gran luz; a los que estaban en el reino de sombras de la muerte les apareció una luz" (Mc 4, 15).

            Naturalmente que acudiendo a una frase profética de la Escritura, el evangelista pretendía simultáneamente salir al paso de la objeción judía, por la que le echaban en cara al supuesto Mesías Jesús el que hiciese centro de su actividad la despreciada y semipagana Galilea en lugar de Jerusalén y Judea: con la aparición del Mesías Jesús se habría cumplido lo anunciado por el profeta Isaías. Sin embargo, nuestro evangelista quiere decir algo más. Por el hecho de que Jesús haya elegido a Galilea como la tierra de la promesa y cumplimiento escatológico, queda ya de manifiesto, desde el comienzo de la actividad terrena de Jesús, el destino universal del mensaje salvífico.

            Sin duda que, precisamente en nuestro evangelio, se pueden leer frases de Jesús que confirman cómo respetó el privilegio de Israel como pueblo de elección divina, y hasta qué punto, mediante su propio esfuerzo misionero y el de sus discípulos, pretendió preparar particularmente a Israel para que se convirtiese en el heredero salvífico (Mc 10, 5; 15,24; 10,23). Pero a la vez existe otro aspecto que suscitaba en no menor grado el interés del evangelista: el del sorprendente obrar de Dios.

            Éste se orientaba también, desde el comienzo, a través del obrar de Jesús, hacia personas de las que no hubieran podido suponer tal cosa todas las tendencias teológicas del Israel de la época. Por eso Galilea le dice a nuestro evangelista mucho más que el nombre de un lugar históricamente accidental de la aparición a los discípulos. Más allá de su sentido geográfico, el nombre de esa región cobraba un peso específico teológico particular. Allí donde había dado comienzo la actividad reveladora de Jesús, tenía también lugar su conclusión. Galilea como lugar de la aparición que va a realizarse prefigura ya el nuevo arranque de la proclamación salvífica basada en el Viernes Santo y la Pascua: el mandato de misionar "a todos los pueblos" (v. 19).

El Monte, lugar de la Revelación divina

            Con esto no hemos agotado aún toda la fuerza expresiva, de fondo, que posee el versículo inicial. Nuestra perícopa es la única que sitúa la aparición a los once sobre un monte de Galilea, superando así la tradición más conocida. Pero no habla de una montaña, lo que sugeriría la idea de un monte determinado y concreto de Galilea que habría que buscar en un mapa. Ni siquiera se habla de un monte alto, como en la perícopa de las tentaciones o en la de la transfiguración (Mc 4,8; 17,1).

            El monte del que aquí se habla no es otro que el monte del llamado Sermón de la montaña, ese compendio en tres grandes capítulos que recoge frases de Jesús conservadas por tradición acerca del tema de la verdadera justicia exigida para entrar en el Reino de Dios (Mc 5-7). Cuando allí se nos dice a manera de introducción: "Al ver aquel gentío, subió al monte", la cuestión a debatir no es a cuál de los numerosos montes de Galilea se refiere. Montes como el Sinaí y el Horeb constituyen, desde el AT, lugares de grandes revelaciones de Dios. Esa función teológica en cuanto lugar de revelación divina es la que compete precisamente también al monte de Mt 5,1 sobre el que se sienta Jesús a la manera del antiguo poseedor de la autoridad y del maestro judaico en particular.

            La razón por la que el evangelio sitúa su escena conclusiva, la aparición decisoria ante los once discípulos, sobre el monte de Galilea, no ofrece la menor duda. La posición sobre "el monte" pretende aclarar y remachar lo que ya quedaba expresado con la tradicional localización de tipo más general Galilea: El Resucitado que se revela sobre el monte no es otro que el que fue el Revelador durante su actividad terrena. Lo que haya de decir el Resucitado constituye su última palabra reveladora, su manifiesto para la Iglesia que ahora comienza a existir.

Otros elementos de la Resurrección

            La aparición a los 11 y sus acompañantes que refiere Lc 24, 33, o bien 36-49, viene caracterizada, como la de Mt 28, 16-20, como primera y última aparición a los 11. El evangelio de Lucas hace que esta aparición concluya expresamente con la despedida definitiva del Resucitado a sus discípulos (Lc 24, 50-53). No supone cambio fundamental alguno el que los Hechos que continúan su evangelio vuelvan, por sus buenas razones, a situar como introducción la escena final del evangelio y hagan que el Resucitado se aparezca a los 11 y conviva con ellos, cuarenta días por cierto, antes de ser elevado ante sus ojos y desaparecer (Hch 1, 1-11).

            Prescindiendo del hecho de que, según Lucas 24, además de los once están también presentes "sus acompañantes", a los que se suman los dos discípulos de Emaús, esta aparición tiene lugar en Jerusalén. Lo mismo sucede con la primera aparición del evangelio de Juan a "los discípulos" (Lc 20, 19-23), entre los que se cuentan en todo caso, como lo muestra el contexto, los 12 (ausente Tomás). La localización de la aparición a los discípulos en Jerusalén hace posible que ésta ocurra ya en la tarde del domingo de pascua, presupuesto expreso de Lucas y Juan. Para una aparición a los discípulos que tuviese lugar en Galilea esa fecha sería demasiado temprana; en todo caso así lo consideran Marcos y Mateo, puesto que ambos presuponen que la mañana del domingo de pascua es el momento en el que los discípulos pudieron tener noticia de la aparición del Resucitado que había de tener lugar en Galilea (Mc 16, 7), o de hecho la tuvieron (Mt 28, 9s).

            Esos 2 datos, de lugar y de tiempo, referentes a la primera aparición a los discípulos, no pueden en modo alguno ser simultáneamente ciertos desde el punto de vista histórico. Lo mismo se diga respecto de la diversa localización de la aparición, una vez sobre "el monte" de Galilea (Mt 28) y otra en una casa de Jerusalén como presuponen Lc 24 y Jn 20. Pero lo que resulta más extraño es el conjunto que detectamos al contemplar la diversidad en las descripciones del mismo acontecer de la aparición: su comienzo y final, la conducta, modo de obrar y de hablar del Resucitado y la reacción de los discípulos.

Estaban reunidos

            ¿Llevaban mucho o poco tiempo los once discípulos reunidos en el monte? ¿Vieron a Jesús descender desde arriba? ¿O lo vieron surgir en el horizonte o aparecer repentinamente sobre la tierra? Todas estas son preguntas ociosas. Ni una palabra se nos dice acerca del modo concreto en que se produjo esa visión. Y tampoco se hace la más mínima alusión a la forma en que acabó la aparición. Ni se nos dice, por ejemplo, que Jesús desapareciera de pronto de su vista, ni que los discípulos abandonaran el monte.

            El evangelista que presenta a Jesús enviando a los discípulos a misionar a las naciones, presupone que a nadie se le va a ocurrir que los 11 se quedaran "en el monte". Una vez más podemos constatar que no estamos ante una descripción documental del acontecimiento ocurrido a los discípulos que dio pie al nacimiento de la fe pascual. Por consiguiente, no se trata de responder a la pregunta de en qué consistió en concreto esa experiencia.

Al verlo

            El mismo texto nos incita a preguntar qué es lo que pretende el evangelista al mencionar, en una frase subordinada, casi de pasada, la visión que tienen los discípulos. La respuesta hay que buscarla en la inclusión redaccional, ya citada, de nuestra perícopa en la que se aparece de camino a las mujeres. Gracias a ésta los once ya se han enterado de la resurrección de Jesús y, conforme al encargo del Resucitado, se han dirigido a Galilea a fin de ver a Jesús. Que el Resucitado cumpliría su palabra era algo tan natural que el evangelista no necesita más que constatar su cumplimiento en una frase secundaria a manera de primer acorde, para poder dedicar los verbos principales a describir la reacción de los discípulos.

            Sobre esta reacción carga sin lugar a dudas el acento del v. 17. Y por ello esa reacción es la que nos suscita un particular interés, toda vez que se plantea un problema característico de la época postapostólica en la que también nosotros vivimos. ¿Cómo reaccionaron los discípulos? La postración respetuosa con la que ya había hecho Mateo que las mujeres respondieran a la aparición del Resucitado, expresa la disponibilidad al reconocimiento de la dimensión divina de Jesús. El mismo Mateo, en su conclusión adicional a la perícopa del caminar sobre las olas, hace que los discípulos presentes en la barca se postren ante Jesús y confiesen: "Verdaderamente eres el Hijo de Dios" (Mt 14, 33); ¡eres Señor de los elementos a la manera del mismo Dios!

Dudaron

            ¿Por qué el evangelista no se detiene en ese postrarse de los discípulos ante el Resucitado? La palabra griega que sólo él utiliza para expresar su dudar designa una inseguridad interna, un titubeo dubitativo, una fe insuficiente (Mt 14, 31). Y. por cierto, los que dudaron no fueron sólo "algunos" de los doce, tal como a veces se traduce dando a la frase un sentido restrictivo. No; todos vieron a Jesús; todos se postraron; todos dudaron. Sólo así se debe interpretar el v. 17.

            ¡Los discípulos dudaron! Al menos ésta es una afirmación que el lector y el oyente actuales pueden entender bien: si algún relato que conozcamos o imaginemos puede suscitar dudas justificadas será, sin duda, el que nos quiera comunicar la impresión o la afirmación de que alguien realmente muerto haya vuelto a la vida. ¡Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas glorioso!

            Quien quiera que haya pronunciado esta confesión sin pasar sobre ella superficialmente, habrá percibido dentro de sí el rondar de la tentación. ¿Puede ser verdad, realmente, que Jesús no haya quedado muerto para siempre, sino que continúe existiendo como un Yo eficaz e interpelable? ¿No pudieron esos supuestos testigos primeros de la fe pascual haber sufrido un engaño? ¿No pudo haber sido la fe pascual mero producto de su propio anhelo y deseo?

Bienaventurados los que creen sin ver

            El más claro en este sentido es el autor del evangelio de Juan, que tematizó el motivo de la duda en una aparición adicional, formulada sólo por él, a los once o, mejor dicho, a los 12 (Jn 20, 24-29). El doceavo discípulo de esta perícopa, Tomás, no sólo pone en duda el "hemos visto al Señor" de sus condiscípulos; se niega a creer con toda decisión y determinación, mientras no le sea probada de manera literalmente tangible la realidad e identidad del Resucitado. "Si no veo en sus manos las heridas de los clavos y no pongo mi dedo en las heridas de los clavos y no pongo mi mano en su costado, no creeré".

            Conocemos la moraleja de toda la narración, puesta por el evangelista en boca del Resucitado en persona: "Porque me has visto has creído. ¡Bienaventurados los que, sin ver, creen" (Jn 20, 29). ¡Creer sin haber visto! Ese es, sin duda, el único camino que la segunda generación cristiana tiene para acceder a la salvación. Tal es también la situación de cada generación postapostólica y, por consiguiente, también la nuestra. Nuestra fe pascual no puede ser más que la repristinación de la fe de los primeros testigos. No puede apelar a una visión propia, ni a un acontecimiento revelador que nos hubiera sido concedido. No contentarse con ello implicaría, ni más ni menos, que poner en cuestión la auténtica dimensión histórica de la revelación de Cristo. ¡Bienaventurados los que, sin ver, creen!

Jesús les habló

            En una situación semejante no cuadra una intervención oral de los discípulos titubeantes entre la fe y la incredulidad. La palabra capaz de solucionar y superar la situación sólo puede provenir de la boca del que ahora comienza a actuar. Y este personaje no puede ser introducido en escena (el género de relato de aparición no nos permite esperar otra cosa) más que mediante un modo de expresión objetivante: "Y acercándose, Jesús les habló y dijo".

            Tenemos ante nosotros un giro que sólo aparece en Mateo, quien, en su libro sobre Jesús lo intercala muy a menudo en fragmentos que ha recibido de la tradición, y lo hace para enfatizar el comienzo de una alocución o de una actuación. También en este caso sirve, primariamente, para introducir al Resucitado que comienza a hablar. Pero a la vez pretende dar a entender al lector que quien ahora habla a los discípulos es el mismo en persona que les hablaba durante su actividad terrena, cosa que nos revela el empleo que hace del nombre propio, Jesús.

Jesús les dijo

            "Y Jesús les dijo". ¿Cómo puede ser esto, si las formulaciones kerigmáticas nada saben de ninguna manifestación verbal del Resucitado y ni siquiera los relatos de apariciones permiten reconstruir las palabras originarias del Resucitado (en contraposición con los numerosos logia del Jesús terreno)? ¿Qué pretende el majestuoso manifiesto subsiguiente, si el Resucitado nunca se expresó en forma proposicional, sino que fueron los discípulos, Cefas y los once, los que, en base al impulso revelador del acontecimiento pascual que les fue comunicado y que no podemos captar en su concreción, formularon la obra de Dios que se había operado en el crucificado?

            Nos equivocaríamos de medio a medio si por ello echásemos en saco roto la alegría que suscitan las palabras de Cristo en los relatos de apariciones y en concreto las de nuestra perícopa. La posterior reflexión sobre el mandato misionero nos ofrecerá la oportunidad de meditar sobre el punto crucial que plantea una alocución del Resucitado. De momento traigamos de nuevo a la memoria el planteamiento histórico objetivo en términos generales. Y éste no puede ser otro que la cuestión de si las palabras de nuestro manifiesto suponen una articulación y desarrollo exactos de la fe pascual originaria y de sus consecuencias teológicas, basados en los enunciados más antiguos.

            La respuesta a esta pregunta deberá conducirnos, como un hilo de Ariadna, a través de la meditación del manifiesto de Cristo. De aquel evangelio se puede afirmar lo que el autor de la doble obra lucana proponía en su prólogo, dirigido al ilustre Teófilo, como meta de su tarea de escritor: "para que te convenzas de lo bien fundado de las enseñanzas en las que has sido instruido" (Lc 1, 4).