Santiago el Menor

Gabriel Pérez
Mercabá, 11 enero 2021

Entre aquellos bienaventurados galileos que tuvieron la dicha de ser llamados por Jesucristo, los evangelistas enumeran a Santiago el Menor, que respondió con prontitud al llamamiento del Señor, y le acompañó desde el principio por aquellos caminos polvorientos de Israel. Así mismo, nos dicen que Santiago escuchó del mismo Jesús la predicación del mensaje de salvación, y fue testigo de sus milagros, de su Resurrección y de su Ascensión a los cielos.

Santiago había nacido en Caná de Galilea, situada cerca de Nazaret. Su padre se llamaba Alfeo, y su madre María, emparentada (probablemente prima-hermana) con la Virgen María, de modo que Santiago era primo del Señor. Los evangelistas no nos refieren intervención alguna particular de este apóstol, y únicamente lo enumeran en las listas de los 12 (Mt 10,2-4; Mc 3,13-19; Lc 6,14-16). San Pablo nos refiere que Jesucristo resucitado distinguió especialmente a Santiago, con una aparición particular (1Cor 15, 7).

 Los Hechos de los Apóstoles, y la Carta a los Gálatas, ponen de relieve que Santiago ocupaba un puesto preeminente en la Iglesia de Jerusalén. Y la 1ª vez que San Pablo subió a Jerusalén (tras su conversión), nos dice que "no vi a ninguno de los apóstoles, sino a Santiago" (Gal 1, 18-19).

En efecto, tras su liberación milagrosa de la cárcel de Jerusalén, Pedro se presenta en casa de la madre de Marcos, refiere cómo fue librado de la prisión y les da este encargo: "Haced saber esto a Santiago, y a los hermanos" (Hch 12, 17). Refiriendo el último viaje de Pablo a Jerusalén, escribe Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y que al día siguiente "fueron con Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron todos los presbíteros" (Hch 21, 15-18). En su Carta a los Gálatas, Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, "columna de la Iglesia" (Gal 2, 9).

 En el Concilio de Jerusalén tuvo Santiago una acertada intervención, defendiendo que los gentiles estaban exentos del cumplimiento de la ley mosaica. Sin embargo, conocedor como ninguno de la situación y circunstancias de los judíos convertidos, propuso que se impusiese a los gentiles el abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos, las no sangradas, la sangre misma y abstenerse de la fornicación, que, si bien está prohibida por la misma ley natural, no era considerada como cosa grave por los gentiles. El parecer de Santiago fue aceptado por el Concilio. Ello contribuiría a la unión de todos los cristianos, judíos y gentiles.

 Los escritores eclesiásticos nos dan preciosas y edificantes referencias sobre el apóstol Santiago. Se dice que fue nombrado obispo de Jerusalén por los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Según Eusebio, San Juan Crisóstomo y otros fue el Señor mismo quien le había designado para tal misión. La presencia de Santiago en Jerusalén fue una bendición especialmente para los judíos; su profundo amor y observancia de la ley, su asiduidad en ir al templo a orar, su gran parecido con los santos del AT les cautivó y facilitó el camino para la fe en Jesucristo al ver que podían conservar su veneración por Moisés y adorar en el templo al Dios de Israel.

 Una tradición atestiguada por Hegesipo, y recogida por Eusebio, dice que judíos y cristianos designaban a Santiago con el apelativo el Justo, por su vida sin mancha y austera, abstenida de vino y licores, y reducida a un vestido de lino. Se refiere también que se postraba con tal frecuencia para orar al Señor que en sus rodillas se habían formado gruesos callos. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo. A todo ello añadió una bondad admirable y con todo ello supo mantener la unión entre los cristianos de Jerusalén.

 Escribió una de las cartas apostólicas que lleva su nombre, dirigida a las 12 tribus de la dispersión. En esta época, los judíos se encontraban dispersos en todas las provincias romanas y hasta más allá del Eufrates, afirma Josefo. Santiago les dirige una carta que viene a ser un conjunto de preciosas sentencias más que un conjunto lógicamente encadenado. En ella les exhorta a la paciencia en las pruebas y tentaciones, lo cual conduce a la perfección, al amor fraternal sin acepción de personas; les instruye sobre la doctrina de la fe y las obras: “La fe, si no tiene obras es de suyo muerta" (Sant 2, 17).

Les recomienda, así mismo, que eviten los pecados de la lengua (murmuración, críticas...). Les enseña a discernir la verdadera de la falsa sabiduría, hace serias advertencias a los ricos que han adquirido sus riquezas con injusticias para con sus obreros y ponen en ellas su corazón. Y termina con la promulgación del Sacramento de la Unción: "¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados" (Sant 5, 14-15).

 Josefo refiere que Santiago fue condenado a la lapidación por orden del sumo sacerdote Anás, quien aprovechó para ello el intervalo transcurrido entre la muerte del procónsul (Festo) y la llegada de su sucesor (Albino), el año 62.

Hegesipo refiere con detalle su martirio, describiendo que Santiago fue arrojado de las almenas del templo de Jerusalén, tras lo cual pudo reincorporarse y, poniéndose de rodillas, orar por sus asesinos. Entonces, el populacho arrojó sobre él una granizada de piedras, y un batanero le golpeó en la cabeza con el cabestán, hasta dejarle muerto. Allí mismo cayó muerto Santiago, y allí mismo se le dio sepultura. Hoy se muestra su sepulcro frente al ángulo sureste de la muralla de Jerusalén.