Silas

Felipe Ramos
Mercabá, 11 enero 2021

           Uno primer acercamiento a Silas nos aconsejaría eliminar la dualidad de nombres que sobre él se utilizó (Silas y Silvano, dependiendo de quién hablara de él), optando por uno de ellos y desechando al otro. Pero haríamos con ello una injusticia, que no fue cometida en los casos de Pedro (también llamado Simón), Pablo (también llamado Saulo) o la misma Roma (también llamada Babilonia). En ambos casos, la entidad de Silas (o Silvano) es la misma, aunque no sepamos por qué en unos sitios se le llame Silas y en otros Silvano, o el momento en que se cambió el nombre (si es que se lo cambió).

           En efecto, Silas es la forma nominal griega del arameo Saúl, que a su vez puede denominarse Silvano según su forma latina. Y dichas formas son utilizadas por sus conocidos en ambas variantes, según hablen de los textos paulinos y la 1ª Carta de Pedro (que lo llaman Silvano) o los Hechos de los Apóstoles (que se refiere a él como Silas).

           Estamos, además, ante un personaje muy recurrido en la Iglesia primitiva, tanto por las importantes funciones que le asignaron Pedro y Pablo, cuanto por la confianza que los apóstoles depositaron en él, sabiendo que cumpliría los encargos con la mayor seriedad, y resolvería con éxito las tensiones existentes.

           Silas era judeo-cristiano, o judío convertido al cristianismo. Perteneció a la 2ª generación cristiana, y posiblemente adquirió en algún momento la ciudadanía romana (Hch 16, 37-38). Pero sobre todo destacó por su don de profecía (Hch 15, 32), que le hacía un profundo conocedor del mensaje cristiano, y anunciador infatigable del evangelio. Se convirtió, así, en en gran mediador (de Pedro) entre el evangelio de Cristo y la ley judía en la Diáspora, y en el más adecuado (para Pablo) para completar la eficacia salvadora de la fe (como pretendía la facción o tendencia cristiano-judaizante).

           En efecto, representantes de esta tendencia habían logrado infiltrarse en la Iglesia de Antioquía, y habían perturbado la tranquilidad con que vivían su fe. Fue entonces cuando las autoridades de Jerusalén consideraron que Silas (junto a Judas Barsabas) era la persona indicada para exponer en Antioquía las deliberaciones del Concilio de Jerusalén, que se había pronunciado por la libertad del evangelio frente a la ley judía. Una decisión definitiva que, además, desautorizaba a aquellos que se habían presentado como representantes de la Iglesia de Jerusalén, para predicar lo contrario. Y que era necesario desenmascarar, con la pericia de Silas.

           Las exigencias de observar la ley judía, que presentaban como necesarias para salvarse, eran meras opiniones de unos fanáticos que no querían renunciar a las prácticas habituales del judaísmo (Hch 15, 22). Los elegidos son considerados como «varones principales entre los hermanos», que debían acompañar a Pablo y a Bernabé, que habían sido considerados por la Iglesia de Antioquía como sus representantes para resolver aquella importantísima cuestión en diálogo con las autoridades de la Iglesia. Silas y Judas tenían la misión de respaldar la autoridad de Pablo y de Bernabé frente a quienes presumían de ostentar la delegación recibida de la Iglesia de Jerusalén para introducir sus propias opiniones.

           Dada la delicada misión que Silas, juntamente con Judas, había recibido no podemos considerarlo como representante de una postura teológica o eclesial destacadas. Tal vez ahí vieron las autoridades de la Iglesia de Jerusalén su capacidad para apaciguar las tensiones existentes entre la tendencia a seguir manteniendo la obligación de observar la ley judía (petrinismo, santiaguismo o conservadurismo, como ha sido llamada) y la del evangelio puro y desnudo, libre de adherencias o mixtificaciones procedentes del judaísmo (paulinismo, liberalismo progresista, frente a las exigencias aludidas). Es claro que la neutralidad de Silas era relativa, ya que se le descubre fácilmente como más cercano y partidario de Pablo y de «su» evangelio.

           De hecho, una vez cumplida su misión, se quedó en Antioquía (Hch 15, 34). Aquella comunidad, pletórica de vida, estaba preparando la gran misión, que nosotros conocemos como el segundo viaje misionero o apostólico de Pablo. Y Silas se integró en el grupo de los que la llevarían a efecto. Esta decisión y la consiguiente actitud y actividad le hace acreedor al calificativo de gran misionero, roturador de nuevas tierras. Pablo considera a Silas como uno de sus colaboradores más absolutamente fiable, y como el compañero más adecuado para visitar las iglesias cristianas que ya habían surgido con motivo de otras actividades apostólicas (Hch 15, 40).

           Así, vemos que ambos (Pablo y Silas) se hallan solos ante el motín levantado en Filipos contra ellos por la predicación del evangelio, que había tenido como consecuencia la liberación del espíritu pitónico de una esclava que lo poseía y que la convertía, por esta razón, en una fuente de ingresos para sus amos (Hch 16, 19). Pablo y Silas fueron encarcelados y durante la noche siguieron con tan buen ánimo que hacen oración y alaban a Dios; de este modo expresan su fe ejercitando su tarea evangelizadora ante los presos; fue una manera de comunicarles el anuncio liberador (Hch 16,25); el carcelero reconoció la dignidad singular de aquellos presos que le impresionaron porque no habían huido de la cárcel pudiendo haberlo hecho y, arrojándose a sus pies, manifestó su deseo de salvarse, lo que debía hacer para conseguirlo y se bautizó con todos los suyos (Hch 16, 29).

           Su actividad en Tesalónica hizo surgir un buen grupo de adeptos a Pablo y Silas (Hch 17, 4). Su éxito exasperó a los dirigentes judíos que intentaron eliminar a los apóstoles. El libro de los Hechos hace una excepción honrosa considerando a Pablo y a Silas como apóstoles (Hch 17, 5) y repite la excepción hecha también a favor de Pablo y Bernabé (téngase en cuenta que, fuera de estas dos excepciones, el libro de los Hechos reserva el título únicamente para los 12). La situación conflictiva suscitada en Tesalónica les obliga a seguir viaje hacia Atenas, que era la meta donde Pablo tenía puestos sus ojos (Hch 17, 16). En Berea quedaron Silas y Timoteo con el encargo recibido de Pablo para que se le incorporasen lo antes posible (Hch 17,5). Del encuentro en Atenas nos informa Hch 18, 5.

           Como misionero incansable le encontramos en Corinto con Pablo y Timoteo (2Co 1, 19). Allí influyó decisivamente en la formación de aquella comunidad. Desde su prolongada estancia en Corinto los 3 integrantes más importantes del equipo evangelizador (Pablo, Silas y Timoteo), escriben en carta común, por 2 veces, a los tesalonicenses (1Ts y 2Ts 1, 1), alabando su permanencia en la fe y estimulándolos a continuar manteniendo en su conducta los principios determinantes de la vida cristiana.

           La última referencia a Silvano nos la ofrece la 1ª Carta de Pedro. Silvano aparece como el portador de la carta (1P 5, 12), porque era conocido entre sus destinatarios desde su actividad conjunta con Pablo en aquella zona. La Iglesia de Babilonia (1P 5, 13) se refiere, sin duda, a Roma. Así es designada también en el libro del Apocalipsis.

           Las demás noticias extrabíblicas, sobre que fuese obispo de Corinto, que sufrió el martirio en Macedonia, o que sus restos fueron trasladados el 691 a Therouanne (Francia), pertenecen al terreno de la leyenda.