Simeón

José R. Flecha
Mercabá, 11 enero 2021

           De pocas personas se han pronunciado unos elogios tan hermosos como los que a Simeón dedica el relato del evangelio de Lucas. Tres notas lo hacen memorable: era un hombre justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel, y en él estaba el Espíritu Santo (Lc 2, 25). He ahí unas palabras que, inevitablemente, nos asoman al barandal del misterio.

           Todo ocurrió cuando se cumplieron los días de la purificación de María, y según la ley de Moisés llevaron sus padre a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor y prescribir así la ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. Y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas (o 2 pichones), conforme a lo prescrito por la ley del Señor (Lc 2, 22-24).

           Pues bien, había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y en quien moraba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor, y movido por el Espíritu, fue al templo. Entonces, "cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios".

           El texto no dice explícitamente que Simeón fuera anciano, pero lo sugiere al poner en sus labios las palabras de aceptación de la muerte, que él preveía cercana y que habría de coronar sus expectativas.

           Seguramente no es una casualidad que a la triple mención de la ley (Lc 2, 22.23.24) suceda la triple mención del Espíritu Santo (Lc 2, 25.26.27). Simeón es como el gozne sobre el cual giran las 2 puertas de un gran díptico, una mirando al pasado y la otra al presente. Y en él se encuentran la promesa y el cumplimiento, la alianza antigua y la nueva. Con él, además, parece retornar el Espíritu de Dios (que se creía extinguido), y su subida al templo da lugar a la gran epifanía del Mesías.

           Pertenecía a la tradición hebrea la fórmula de orar bendiciendo a Dios (como Isabel a la hora de pronunciar su berakab, o bendición, a la hora de recibir la visita de María). Pues bien, también Simeón «bendijo a Dios» con un himno (conocido como el Nunc Dimittis), que evoca las antiguas experiencias de su pueblo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).

           Se trata de un canto (el Cántico de Simeón) que la Iglesia ha incorporado a la oración litúrgica del anochecer, de conmovedora belleza y en el que la paz, la luz y la gloria son las grandes realidades aportadas por Jesús (ahora convertidas en motivo de gratitud y alabanza a Dios).

           En sus brazos, Simeón sostiene a un niño que había nacido para ser luz de las naciones y gloria de Israel. Un nuevo horizonte de universalidad se abre ante sus ojos cansados. Pertenece a una era nueva esa gozosa percepción de que la salvación se ofrece a todos los pueblos. Dios no es patrimonio de una sola nación o cultura, y su salvación está destinada a todas las gentes (Lc 2, 29-32). Pues, como explica el propio Simeón:

"Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. Y a ti misma (a María) una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones" (Lc 2, 33-35).

           María y José estaban admirados, pues con Simeón empieza toda una historia de encuentros con el Mesías, que suscitarán indefectiblemente un sentimiento de pasmo y de sorpresa.

           Por los labios de Simeón se anuncia la salvación como un drama de aceptación y rechazo: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción». Así lo repetía el justo Simeón, movido por el Espíritu (Lc 2, 34), y así sucederá bien pronto en la vida de Jesús, especialmente en la hora dramática de su pasión y muerte.

           Su última frase se dirige personalmente a María. Una espada atravesará su corazón, es decir, toda su persona. A la luz de otros textos del mismo evangelio (Lc 8, 21; 11, 27-28), la espada sugiere las dificultades para comprender que la obediencia a la Palabra de Dios está por encima incluso de los más sagrados vínculos familiares» (Fitzmyer, 262).

           Simeón se presenta, pues, como el que acoge al Hijo de Dios. En la fiesta de la Presentación del Señor, la Liturgia de las Horas nos ofrece un sermón de San Sofronio, en el que aquel patriarca de Jerusalén nos invita a recibir la luz de Cristo como lo hizo Simeón:

«Ha llegado ya aquella luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre. Dejemos, hermanos, que esta luz nos penetre y nos transforme. Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche. Al contrario, avancemos todos llenos de resplandor. Todos juntos, iluminados, salgamos a su encuentro y, con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna. Imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias al Engendrador y Padre de la luz, que ha arrojado de nosotros las tinieblas y nos ha hecho partícipes de la luz verdadera».

           Además del papel teológico que desempeñan en el texto, Simeón nos descubre el misterio de una ancianidad que, en medio de la algarabía (como la de aquel templo de Jerusalén), abre su espíritu al paso del Espíritu, mostrando todas las posibilidades de una ancianidad al servicio de la evangelización.

           El pequeño Jesús es presentado al templo para cumplir los requisitos ordenados por la ley. Y Simeón es el primero en reconocerlo, y anunciarlo públicamente. Se podría decir que, tras los pastores y los magos, Simeón (junto a la también anciana Ana) es el primer discípulo y apóstol del Mesías.