Simón

Evaristo Martín
Mercabá, 11 enero 2021

            El apóstol es un enviado de Jesucristo. Un hombre llamado por Jesucristo para ser un testimonio vivo de su mensaje redentor en el mundo. Como fue el caso de dos hombres de nuestro mundo: Simón y Judas.

            Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los 12 apóstoles del Señor. Otros aseguran que fue obispo de Jerusalén, sucesor del apóstol Santiago el Menor. En esta última hipótesis, defendida por Eusebio de Cesarea, hubiera sellado con su sangre la fe cristiana en la persecución del emperador Trajano, hacia el año 107. Pero esto resulta insostenible, puesto que el Simón obispo de Jerusalén fue, según Eusebio, hijo de Cleofás y no hermano de Santiago.

            En la lista de los apóstoles se le suele llamar siempre Simón el Cananeo, o el Zelotes, dos términos que se identifican puesto que son 2 traducciones de un mismo vocablo hebreo: qanná, que quiere decir zelotes (o celoso). Así Simón, apóstol fiel de Jesucristo, encarna en su persona el gran celo del Dios omnipotente; de hecho, "el Dios de Israel se muestra como un ser celoso de sí mismo, que no puede en manera alguna tolerar cualquier atentado contra su trascendente majestad" (Ex 20,5; 34,14). Pero veamos algo más de esa cualidad de Simón.

            Eran ya los albores de la era mesiánica, cuando los romanos toman definitivamente en sus manos las riendas de la administración de Jerusalén. Los judíos, agobiados por el peso aplastante de la opresión extranjera, se esfuerzan desesperadamente por abrirse un resquicio de libertad y de esperanza. Quieren crear una fuerza de resistencia que los libere y, a impulsos de Judas de Gamala y del fariseo Sadduk, se organiza un partido de oposición. Los miembros que integran el partido toman el sobrenombre de zelotes.

            El partido se ampara en un sentimiento eminentemente religioso, y quiere ser un monumento vivo a la fidelidad a la ley mosaica, en medio de la dominación extranjera corrompida por el paganismo. Una gran preocupación mesiánica invade el sentimiento nacional de estos hombres, y la espera incontenida del gran Libertador se vive en el partido con el alma en tensión, en la línea de los grandes profetas de Israel. No obstante, la impotencia para quebrar la esclavitud les empuja irresistiblemente a un patriotismo exaltado y zozobrante, que culmina en la guerra judía.

            Simón pertenecía evidentemente a este partido, en el que se habían enlazado indisolublemente la religión y la política. No podemos olvidar que en la historia del pueblo elegido la preocupación social, religiosa y política iba siempre de la mano. Simón fue un zelotes. Es verdad que en su vida pesaba, sobre todo, el matiz religioso, y que el celo ardiente por la ley le quemaba el centro de su alma israelita. Como San Pablo, es Simón un judío entregado plenamente al cumplimiento de las tradiciones paternales, rozando en su persona el formulismo asfixiante y agobiador de los fariseos.

            Hasta que un día, venturoso para él, se encontró con la mirada del Maestro y se convirtió sinceramente al evangelio (Hch 21, 20). La Providencia ha preferido que se guardase en torno a su figura un casto silencio, y por eso Simón es el menos conocido de todos los apóstoles, en lo que apariciones en el evangelio se refiere. No obstante, la tradición sí se acordó de él, y nos transmitió que Simón predicó la doctrina evangélica en Egipto, luego en Mesopotamia y por último en Persia, en compañía en esta última etapa de San Judas.

            En la lista de los apóstoles aparece Simón ya al final, junto a su compañero Judas (Hch 1, 13).

            La tradición, recogida en los martirologios romanos (de Adón y Beda) y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dice que Simón fue martirizado en Persia, junto a su compañero y apóstol Judas.

            Afirma la leyenda que los templos de la ciudad de Suamir estaban recargados de ídolos, y que los santos apóstoles fueron apresados. Simón fue conducido al Templo del Sol y Judas al Templo de la Luna, para que adoraran forzosamente sus divinidades. Pero nos dicen las crónicas que, ante su presencia, los ídolos se derrumbaron, y de sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos rabiosos, los demonios en figuras de etíopes. Los sacerdotes paganos se revolvieron contra los apóstoles y los despedazaron. El azul sereno de los cielos se enluteció de pronto, y una horrible tempestad originó la muerte a gran multitud de gentiles.

            Pasado el tiempo, el rey persa se convirtió al cristianismo, y mandó levantar en Babilonia un templo para hacer reposar en su interior los cuerpos de los apóstoles. Y allí reposaron los restos de Simón y Judas, hasta que mucho más tarde fueran trasladados a la Basílica San Pedro de Roma.