Transfiguración de Jesús

Jesús Martí
Mercabá, 11 enero 2021

           Dice San León Magno que: “el fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver que era necesario que el Cristo padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo anunciado por los profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos corazones atribulados y desfallecidos”.

           El escenario será el monte Tabor, un monte redondo, gracioso, solitario, que con sólo 300 m. altura destacaba por su figura excepcional, y su separación de otras montañas. Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón, dista de Cesarea 70 km. Es uno de los montes con más personalidad de todo Israel, y su verdor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.

La subida

           El camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago, se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan. Los mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor y el anonadamiento del huerto son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la glorificación y el consuelo no faltará en la cruz. Una reacción es igual, los discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi siempre será lo mismo. Jesús solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al otro lado quedan los discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la esfera purísima de la aparición, y de compartir la gloria y la angustia del Señor.

           En esta escena de produce una paradoja: La agonía y la transfiguración, la tesis y la antítesis, que se funden y se transparentan. No es posible encontrar un episodio de la vida de Jesús que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan el sello de esa ambivalencia que llegará al extremo en el instante final de su vida, de supremo anonadamiento y exaltación. “Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y por eso el Padre lo exaltó”.

           A la humillación del bautismo, el Padre se había hecho presente con la alabanza suprema: “Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco”. Son las mismas palabras que resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la gloria de su rostro como el sol, de sus vestidos luminosos, pero acibaradas por su alusión al sufrimiento y a la ignominia. ¿Los apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su Maestro? Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de obediencia al Padre, para que sirva de provecho y enseñanza y aliento a aquellos hombres débiles que tanto ama.

El relato

           “Unos ocho días después de este discurso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos refulgían de blancos. De pronto hubo dos hombres conversando con él, Moisés y Elías, que aparecían resplandecientes y hablaban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén.

           Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó que los cubría. Salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido, escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28).

Moisés y Elías

           La ley y los profetas, flanqueando el evangelio, como en la mente de Dios y en su voluntad de salvación, que se había de cumplir en el tiempo. Igual que en el triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea exaltado como rey y centro de todas las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra, a 10 km de Nazaret y por donde había caminado vestido de humildad, y de carne opaca.

           Ahora, desanuda el vigor y la belleza de su ser, reprimidos por las leyes de la encarnación, y permite que aparezcan, y fulguren, y fascinen a quienes los contemplan. Quiere que su alma, unida al Verbo y gozando la visión beatífica de Dios, desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo, como hubiera sido siempre su estado connatural, si él no hubiera querido oscurecer sus efectos.

La nube

           Una nube los cubría. Es la nube, la nube de tan larga historia, y aquella historia de Dios enlazada con la historia de los hombres, y denotaba la presencia del Señor; la nube que cubrió el tabernáculo del Exodo (Ex 40,34) y garantizaba todas las intervenciones divinas: "El Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora a Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este es mi Hijo elegido, escuchadlo”.

           Se trataba de aquella misma nube que se había cernido sobre María en la encarnación: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso al que va a nacerlo llamarán consagrado, Hijo de Dios” (Lc 1,35). La nube que delataba y ocultaba; la nube, esa sombra que, como dice San Agustín, se produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna encarnación. La nube que acreditará el triunfo de Jesús en su Ascensión (Hch 1,9), y en su retorno (Mc 13,26), cuando los que le hayan seguido se le incorporen, envueltos en nubes de victoria (1Tes 4,17).

Los discípulos

           Añade Mateo que “los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego lo disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos.

           Jesús rectifica la imagen común del Reino hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque él es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar, no atemperando sus planes a nuestros deseos, sino haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo.

           El libro del Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano, sigue este mismo método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino definiendo la fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores terrenos de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel.

La maravilla del Tabor

           Una gran calma rodeaba al Tabor. Bajo su cielo no había ni una nube, y en su suelo las zarzas y los cardos estaban ya desflorados y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el Maestro comenzó su oración, y sus discípulos se durmieron, pues no eran fáciles para la contemplación (como en Getsemaní). De repente, les deslumbró un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro brillaba. Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles.

           Mateo ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los 3 subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia sustancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal, dice Bernard.

           Fue como si hubiera desatado Jesucristo al Dios que era, y tenía velado en su humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban? Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos. Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, Pedro, como ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).