Ultima Cena de Jesús

José R. Díaz
Mercabá, 11 enero 2021

            La oración colecta de Jueves Santo nos recuerda aquello para lo que nos convoca: para celebrar «aquella misma y memorable cena en la que Jesús, ante de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la alianza eterna». Por tanto, somos convocamos para una cena que merece ser recordada porque nos dejó unas palabras y unos gestos que tienen valor testamentario; así los acogieron al menos los discípulos de Jesús reunidos con él en aquella cena, como herederos de unos bienes que deben conservarse.

            Y es que en esa cena Jesús nos dejó una ofrenda (el nuevo sacrificio) que sus seguidores hemos asumido como nuestra. Se trata de la ofrenda de la eucaristía: el Cuerpo entregado y la sangre derramada del Señor. La ofrenda incluye, pues, su presencia inmolada; porque no estamos ante el cuerpo y la sangre de un cadáver, a pesar de ser un cuerpo entregado (= sacrificado) y una sangre derramada, sino ante el cuerpo y la sangre de un Resucitado. En ellos vemos la presencia amada de Aquel a quien reconocemos como Señor y Maestro.

            Aquella cena tenía carácter de comida de despedida. Ello explica esas palabras y gestos con valor de testamento. Pero al mismo tiempo era una cena pascual: cena celebrativa, con su ritual y su conmemoración, que recordaba (y actualizaba en gran medida) un hecho histórico importante en la vida del pueblo de Israel: un hecho que les había proporcionado la libertad y la independencia como pueblo y en el que ellos veían la mano providente y protectora de Dios.

            Gracias a él y a sus admirables intervenciones en Egipto habían logrado la liberación. A esta intervención divina en la historia la llamaron Pascua, paso del Señor. Y esto es lo que celebraban en aquella comida: la acción de Dios en su favor. Era, por tanto, una fiesta popular, familiar (se celebraba en las casas, no en el templo), nacional (política) y ‘religiosa’, pues estaba inmediatamente referida a Dios. Esto es también lo que Jesús, como buen judío, se dispone a celebrar con sus discípulos, que eran en ese momento su familia.

            Pero sus intenciones iban más lejos. Jesús, al reunir a sus discípulos para la cena de Pascua, pensaba más en el futuro que en el pasado; pensaba más en inaugurar algo nuevo, una nueva tradición (la que san Pablo recibió y a su vez transmitió), que en sumarse a una tradición ya existente, la tradición de la Pascua judía. No obstante, Jesús respetó el ritual tradicional, pues en aquella cena hubo también cordero (el cordero que había proporcionado la sangre de la alianza liberadora), hierbas amargas (que actualizaban el amargor de la esclavitud sufrida por los antepasados), vino, pan sin fermentar (para revivir la celeridad de la salida de Egipto) y salmos (que enmarcaban debidamente la cena en un contexto oracional).

            Pero Jesús, como nos recuerda san Pablo, no se ciñó del todo al ritual. A los gestos habituales (partir el pan y repartirlo) incorporó palabras nuevas, más aún, inesperadas y desconcertantes, al menos tan asombrosas como las que había pronunciado tiempo atrás: Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Aquellas palabras alejaron a algunos de sus seguidores, pero no a los que ahora se encontraban con él a la mesa, que superaron la prueba y vieron en ellas palabras portadoras de vida eterna.

            Ahora oyen, quizá un poco perplejos o desconcertados: Esto (el pan que les muestra y les da a comer) es mi cuerpo que se entrega por vosotros… Y aquellos comensales conservaron estas palabras y gestos en su memoria (de ahí lo de memorial) e hicieron de ellos un ritual para ser actualizado y perpetuado, una tradición para ser transmitida a las generaciones futuras. Así respondían al mandato del Señor: Haced esto en memoria mía. Y así nació la eucaristía que hoy celebramos: el sacramento (el "esto" del memorial) y quienes lo confeccionan (que son los que reciben el mandato, y los que obtienen la potestad de hacerlo).

            Al decir esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, Jesús estaba aludiendo al cuerpo del sacrificio, a la ofrenda o víctima de ese sacrificio cruento que se consumará en el Calvario, a su propio sacrificio en la Cruz: una ofrenda para la redención del mundo, para el perdón de los pecados. Esta es la nueva Pascua, el sacrificio de la Alianza eterna. Por eso aquella cena miraba más al futuro que al pasado, miraba a la cruz y al ‘paso del Señor’ en los acontecimiento salvadores del Redentor.

            Ya no era la Pascua judía lo que conmemoraba, sino otra Pascua, la cristiana: la intervención del Señor en la vida y acción de su Cristo, de Jesús. Pero esta Pascua más que conmemorada era anticipada. La cena del Señor quedaba, pues, referida a su sacrificio. Era un banquete, porque había comida; pero lo que allí se ofrecía como comida era la ofrenda de un sacrificio, el cuerpo y la sangre de Cristo: una ofrenda de amor. Ese mismo amor es el que Jesús pide a sus discípulos y compañeros de mesa.

            San Juan, en lugar de transmitirnos el memorial de la eucaristía, nos habla de otro memorial: otro gesto (solemnizado) acompañado de un mandato similar: Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Jesús es consciente de que ha llegado su hora y su Pascua, pues es la hora de pasar de este mundo al Padre.

            También sabe que el diablo ha iniciado el proceso de su enjuiciamiento y muerte agudizando el enfrentamiento con las autoridades judías y metiendo en la cabeza de Judas Iscariote, como si de una obsesión irrefrenable se tratara, la idea planificada de la entrega desleal. Consciente, así mismo, de que el Padre había puesto todo en sus manos (porque podía emprender el camino de la huida o quedarse para afrontar la situación), que venía de Dios y a Dios volvía (pues el Padre era su origen y su meta), se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla y una jofaina con agua, se puso a lavarles los pies a sus discípulos.

            El‘gesto, tan desconcertante como el de la fracción y repartición del pan (basta retener la reacción de Pedro para advertirlo), reclamaba una explicación: un maestro arrodillado ante sus discípulos para cumplir un oficio propio de esclavos o de siervos no era una imagen habitual. Había que explicar semejante acción. Era un servicio de amor que no repara en la posible humillación, porque el amor no entiende de humillaciones, se actualiza aunque sea o pueda verse como un acto humillante.

            En realidad, al que ama no le supone ninguna humillación, como no le resulta humillante a una madre arrodillarse ante su hijo pequeño para levantarle del suelo. Y Jesús acabará demostrando su amor hasta el extremo de dar la vida. Su entrega hasta la muerte determinaría ya ese extremo; pero si esa muerte se presenta además recubierta por la capa de la ignominia y la humillación que le confiere la cruz, entonces su entrega adquiere unos contornos más dramáticos y extremos.

            Pues bien, el que se encuentra en semejante disposición no puede tener ahora ningún reparo en arrodillarse ante sus discípulos para cumplir un oficio de esclavos. Pero lo que él pretende con este gesto de alcance simbólico es adoctrinar, dejándoles un ejemplo de conducta válido para todos los órdenes de la vida: Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor. Pues si yo, el Maestro y el Señor os he lavado los piesOs he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. Su acción pasará a ser desde entonces un permanente recordatorio para sus discípulos, un auténtico memorial digno de reproducirse en la vida de sus seguidores.

            Ambos memoriales nos hacen ver que eucaristía (sacrificio) y lavatorio de los pies (servicio de amor) son inseparables. Porque ¿qué sacrificio sería ése que no ofreciera nada de sí mismo? ¿No sería un sacrificio "vacío", como el culto del que hablan los profetas? Si el sacrificio de la misa estuviera lleno de la ofrenda de Cristo, pero vacío de nuestra ofrenda, ¿qué tendría de nuestro, qué tendría de personal? ¿Y qué servicio es ése que se hace sin amor, o que nunca supone humillación, o que siempre reporta alabanzas y premios? ¿Qué servicio sería ése que no nos obligase a salir de nuestra comodidad y egoísmo?

            Hacer "lo que él hizo" (en la cena y en el lavatorio) en su memoria no es sólo repetir sus gestos y palabras; es identificarnos con sus actitudes y sentimientos. Jesús hizo lo que hizo por algo y para algo: por amor a los suyos y por obediencia al Padre y para lograrnos la salvación. En realidad, sólo dando la vida (en todas las formas posibles) hacemos lo que él hizo, obramos en su memoria.