Visitación de María

José R. Díaz
Mercabá, 11 enero 2021

            Lucas refiere los días que siguen a la Anunciación. María, debidamente informada del admirable embarazo de su pariente Isabel, se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá, donde vivían Zacarías e Isabel.

           El evangelista subraya las prisas de María por llegar a casa de prima (tía) ya embarazada de 6 meses. ¿Por qué tanta prisa? ¿Eran las prisas provocadas por lo avanzado del embarazo de su pariente, las prisas urgidas por la dificultosa situación de una embarazada de edad avanzada? ¿O era la imperiosa necesidad de comunicar su reciente y misteriosa experiencia con una persona que sintonizaba religiosa y afectivamente con ella; por tanto, con la que podía compartir sentimientos tan íntimos, la que le puso con tanta celeridad en camino?

           Necesidad de compartir, necesidad de comunicar, impulsos de la caridad, exigencias de la amistad... Todo esto podía tener cabida en el corazón de María, cuando tomó la decisión de ponerse en camino en dirección a un pueblo de Judá que distaba un centenar de kilómetros de Nazaret.

            Llegada a la localidad, María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Nada más oír el saludo de María, nos dice el evangelista, notó Isabel un sobresalto en su vientre, se llenó del Espíritu Santo y dijo en voz alta: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Así es recibida María por Isabel, como la bendita entre las mujeres; ¿y por qué bendita?: por el bendito fruto que lleva en su vientre.

           Lo que hace de ella una mujer bendita, entre todas las demás, es el hecho de portar en sus entrañas un fruto bendito. Pero lleva este fruto porque ha sido elegida por Dios para llevarlo, porque ha sido elegida para ser madre del Hijo del Altísimo, refrendando esta elección con su propio fiat o voluntario consentimiento. Luego es bendita porque Dios se ha fijado en ella, su humilde sierva, dotándola con esa plenitud de gracia que le permite responder con un fiat tan indefectible.

           La ben-dición de Dios no es nunca una pura y buena dicción; es también y siempre un bene-ficio, una buena acción. Isabel la declara bendita entre todas las mujeres no sólo por haber quedado embarazada, como ella, sino por haber recibido el regalo divino de ese hijo que es también un fruto bendito por proceder del mismo Dios. Las palabras de Isabel son palabras inspiradas o pronunciadas bajo la inspiración del Espíritu Santo que ha empezado a actuar en ella como en una profetisa.

            Y continua, también con palabras proféticas: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo ha te ha dicho el Señor se cumplirá. Isabel se sabe ante la madre de su Señor. No necesita información ni explicaciones. Es el Espíritu Santo el que le hace partícipe de este secreto como a impulsos de una inspiración que tiene repercusiones en su propio vientre.

           Isabel siente como un sobresalto de alegría que proviene de la criatura que lleva en su vientre y que parece percibir la presencia del Señor que es todavía apenas un embrión en el seno de su madre. Y con esa misma alegría que le brota de dentro, la proclama "dichosa", dichosa porque ha creído. La fe que ha dado a las palabras del mensajero de Dios es la causa de su dicha.

            Pero la dicha se completará con el cumplimiento de lo dicho. Hay una dicha que va asociada a la fe. Es la dicha que brota de la seguridad que aporta la fe, o mejor, el Dios en el que se cree y confía. El cumplimiento de lo dicho por el Señor es refrendo o confirmación de esa fe. La fe no descansa en el cumplimiento, sino en Dios; pero el cumplimiento refuerza la fe para seguir creyendo en el que cumple sus promesas. Y ese reforzamiento de la fe acrecienta la dicha que le está asociada.

           Porque el cumplimiento da una cierta verificación a la fe, que ve cómo se hace realidad aquello en lo que se creía. Esta realización es un modo de posesión que nos permite seguir esperando la plena posesión. Por eso acrecienta la dicha del creyente que ya es tal por el sólo hecho de creer o vivir confiado en Dios y en sus promesas. Pues ¡dichosos nosotros si creemos, porque podremos ver cómo lo dicho por el Señor se cumple!

Magnificat de María

            El Magnificat es un canto que Lucas pone en boca de María tras haber recibido la salutación y bienaventuranza de Isabel, un canto que brota de su alma religiosa y pone de manifiesto los pensamientos y sentimientos que alberga su corazón. Proclama mi alma (dice jubilosa) la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador: porque ha mirado la humillación de su esclava.

           El alma creyente de María no hace otra cosa que reconocer la grandeza del Señor. Porque si el universo creado es grande, más aún, inmenso, podríamos decir incluso inabarcable para el hombre incapaz de recorrer esas distancias espaciales que medimos por años-luz, su Creador ha de ser por fuerza mucho mayor, si no en términos de extensión, puesto que no es una magnitud cuantitativa, sí en términos de cualidad. La grandeza de Dios es reconocible, aunque no sea imaginable, dada su infinitud. Una mente abierta a la trascendencia, con sensibilidad religiosa, como la de María, lo capta en seguida. Si Dios es algo, ha de ser necesariamente grande, poderoso, transcendente a todo lo conocido.

            Pero no es sólo grande. El espíritu de María lo proclama también salvador; y por eso se alegra. ¿De qué nos serviría tener a un Dios grande si no hace nada por nosotros? Ese Dios se ha revelado también como salvador en sus planes, en sus acciones, en sus promesas. Es el Dios que transforma nuestra historia en historia de salvación, y así hemos de verla y de leerla, interpretando los acontecimientos de nuestra vida como acontecimientos salvíficos en los que Dios se deja sentir con su caudal de amor misericordioso.

           María se alegra en ese Dios salvador porque ha mirado no tanto la humillación, sino la pequeñez, la tapeinosis, de su esclava. La que se siente esclava de su Señor entiende que Éste se ha fijado en ella por ser pequeña, porque Dios se complace especialmente en los pequeños y humildes, ya que es en ellos en los que hará obras grandes, poniendo más de manifiesto su poder y su gloria, y es a ellos a quienes enaltecerá o engrandecerá. Dios escoge, pues, al humilde para enaltecerlo. Esto es lo propio de su grandeza: engrandecer lo que es pequeño.

            Ésta es también la razón por la que María será felicitada, tal como ella profetiza, por generaciones sucesivas. Todas las generaciones, a partir de ella, la felicitarán, porque el Poderoso hará obras grandes en ella y por ella, siendo ella tan pequeña. La encarnación del Hijo de Dios es una obra de Dios (obra del Espíritu Santo) en ella, en su propio vientre, y por ella, con su asentimiento y colaboración. El Poderoso es también el Santo, y en tales acciones muestra su santidad, que es grandeza inaccesible, pero también bondad benéfica de efecto inagotable.

            Esa misericordia incesante que brota del manantial de Dios es la que llega a sus fieles de generación en generación. Dios tiene misericordia para todas las generaciones humanas, pues la misericordia es la energía de Dios como el hidrógeno lo es de las estrellas; pero mientras el combustible de las estrellas es limitado, aunque tengan para millones de años, el de Dios no lo es, pues la vida de Dios es eterna. Y lo que mantiene vivo a Dios es su misericordia. Y ésta se expresa de diferentes maneras: dispersando a los soberbios de corazón, derribando del trono a los poderosos, enalteciendo a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos, despidiendo vacíos a los ricos.

           Son las formas de la misericordia divina. Y si dispersa a los soberbios o derriba del trono a los poderosos no es sólo porque lo merecen, sino porque lo necesitan; necesitan que se les haga ver la realidad para que no vivan en el engaño de una vida que se cree autosuficiente o capaz de enfrentar todo tipo de poder. Podrán ser poderosos, pero no tanto o no hasta el punto de equipararse con Dios. Cualquier poderoso de este mundo tendrá que pasar algún día por el destronamiento que provoca la muerte o uno de sus precursores.

            Pero su misericordia se deja ver sobre todo en el enaltecimiento de los humildes o en la hartura de los hambrientos. Muestra tener misericordia el que tiene corazón para las miserias ajenas, es decir, el que se compadece de aquellos que están en situación desgraciada o miserable. Y es esta compasión la que le lleva a responder con los medios disponibles a esa necesidad que le sale al encuentro. Pues bien, Dios no sólo tiene corazón para las miserias humanas, las nuestras, las del hombre miserable e indigente que somos todos, sino que interviene, más aún, que viene a nuestra humanidad para compartirlas y para ponerlas remedio.

           Basta fijarse en la biografía de aquel cuya Navidad celebramos para darse cuenta de esto. Jesús actuó sin descanso movido por la compasión o la misericordia, casi siempre mediando alguna súplica, algunas veces sin ni siquiera esta mediación, obrando por iniciativa propia. Hizo tanto bien, tanta obra de misericordia, que se le llega a conocer como el que pasó por este mundo haciendo el bien. Y verle a él, el Hijo, es ver al Padre. En la actuación misericordiosa de Jesús se revela el corazón misericordioso del Padre, obrando proezas con su brazo. Son las proezas de su poderosa misericordia.

            Acojámonos a esta misericordia, magnificada por María y con la que ella se siente agraciada, que mana incesantemente de las altas cumbres divinas y que no deja de regar nuestras tierras resecas e infecundas. Nuestro Dios no es sólo grande; es también misericordioso. Y cuanto más alto (y grande), más misericordioso y más inagotable. No perdamos nunca esta perspectiva. Pues en los momentos de naufragio podrá ser tabla, ancla o faro de salvación.