Levantar muros, para mantener el mundo a distancia
La segunda orden franciscana, más conocida como Orden de Santa Clara, o clarisas, tuvo sus inicios en 1212. En ese año Santa Clara le pidió a San Francisco que le permitiera abrazar la nueva forma de vida que él había instituido. A ella se sumaron pronto varias otras mujeres devotas, incluyendo su madre y su hermana. Santa Clara de Asís fue la primera mujer que escribió una Regla (una forma de vida) femenina en la Iglesia, recibiendo su aprobación papal en 1253 y la pronta adhesión de muchos monasterios diferentes de monjas. Hoy en día, las clarisas somos más de 20.000 hermanas en 70 países del mundo, y estamos integradas en 16 federaciones. San Francisco y Santa Clara consideraron el trabajo un don de Dios, y por eso nosotras lo consideramos una gracia que nos permite retribuirle nuestros talentos (OSC, Constituciones Generales, XIX, 1). Sobre todo, estamos llamadas a servir al Señor y a su Iglesia mediante la oración, la pobreza y una vida evangélica alegre. Éste es el enfoque de nuestra vida, y lo que nos hace consagrar toda nuestra vida a la unión con Dios. Las clarisas tratamos de trascender nuestra propia pequeñez para captar, más claro y mejor, la plenitud de vida que Dios ofrece, con alegría y entusiasmo. Vivimos de la simple confianza en Dios, que es más grande que todos los problemas generales de la sociedad y que los obstáculos individuales de cada persona. Nosotras depositamos nuestra confianza en Dios, y a él pedimos que cambie el rumbo del mundo. En la oración, las clarisas elevamos a los enfermos a las manos sanadoras de Dios, abrimos las puertas de la esperanza a quienes están desesperados, ofrecemos las puertas del cielo a quienes viven en la oscuridad. Estamos convencidas que la oración transforma los corazones y las situaciones, y es el canal que derrama la gracia y misericordia de Dios sobre el mundo. Entregar la propia vida a Dios es una vida de alegría increíble, es poner el hoy y el mañana bajo el cuidado de Dios, es situarse en el centro de la creación y velar por ella. Sin oración, ni confianza en Dios, las personas viven atemorizadas a perder sus placeres y necesidades adquiridas. Por eso nosotras oramos por el mundo, y al mundo le decimos que todo lo que existe está en manos de Dios. ¿Hay lugar, pues, para el miedo? Llevar una vida de oración confiada es estar en primera línea, por tanto, de la acción de Dios en el mundo. Y es enfrentarse a las fuerzas del mal, con las poderosas armas espirituales que ahuyentan al diablo. ¿Se puede lograr una vida de oración así, fuera de un monasterio o de los compromisos religiosos? Por supuesto que sí. Pero no es fácil, sobre todo si no hay convencimiento, o se hace tan sólo cuando apetece, o este estilo de vida no implica sacrificio. Los monasterios están preparados para la oración. Sus muros no han sido construidos para contener a los monjes y monjas, sino para mantener al mundo a distancia. Estos muros son los que crean el espacio adecuado (o la respiración, si así se prefiere) para una vida de oración. Los muros acallan el rugido del planeta, y logran alcanzar los susurros de Dios. .
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