Juan Bautista


Jonatán bar Zeharia, judío de Ain Karén y precursor de Jesús, el Hijo de Dios

Murcia, 1 septiembre 2024
Equipo de Biblia de Mercabá

a) Nacimiento de Juan

        Nos dice el evangelio que "se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo". Los vecinos de Ain Karén y los parientes del matrimonio (Isabel y Zacarías) conocieron que el Señor había tenido misericordia, y "todos la felicitaban". No obstante, parece demasiado escueta la narración del nacimiento de Juan, ya que el mismo arcángel había dicho a Zacarías: "Será para ti de mucho gozo y alegría, y los hombres se regocijarán con su nacimiento".

        Con más riqueza de detalles, el evangelista nos refiere la circuncisión judía, doble ceremonia que se celebraba a los 8 días del nacimiento para imponer al varón israelita el nombre y para ingresarle, con todos los deberes y derechos, religiosos y civiles, en la comunidad.

        Seguramente los sacerdotes, compañeros del padre (Zacarías), se encargarían del rito, aunque entre las clases humildes lo practicaba también el padre de la criatura. Y entonces el milagro. Aunque mudo, Zacarías comunicó de alguna manera a Isabel los detalles de la visión angélica del templo, y el dato precioso del nombre que el mensajero del Señor le traía.

        Por eso Lucas nos dice que la madre se adelanta y exige: "Se llamará Juan". Hubo forcejeo entre los parientes, "porque nadie hay en tu parentela que lleve ese nombre", pero Zacarías pide las tablas enceradas y, a punzón, escribe: "Juan es su nombre".

        En ese mismo instante se le suelta a Zacarías su lengua, comienza a hablar correctamente y dicta su oración del Benedictus, majestuosa y agradecida, pregonando todo el poder el Señor.

        Antes de los 2 años es conducido el pequeño Juan al desierto, para salvarle de la degollina de Herodes. Y asombra que le dejen de por vida allí, según la tradición de los Santos Padres, porque estos hijos tardíos suelen ser mimosamente amados de los suyos. Pero Lucas es muy concreto cuando nos asegura: "Crecía y se fortalecía en los desiertos, hasta su manifestación a Israel".

b) Vida oculta de Juan

        Las excavaciones de Qumram demuestran que allí existió un gran cenobio, donde los monjes esenios se consagraban a una vida común de oración y ayuno. Parece, pues, que los padres de Juan le entregaron a estos monjes del desierto, para defenderle de Herodes y para asegurar una educación fuerte entre aquellos hombres expertos y ejemplares. Tenemos razones para pensar así.

        Juan fue, por tanto, otro monje esenio más de Qumram, que siguió en parte aquella vida monástica y que de aquellos monjes aprendió las prácticas del "bautismo de inmersión", así como a ser la "voz que clama en el desierto", tal como recordaba la 1ª Regla del cenobio de Qumram: "Todos los que vengan de la comunidad de Israel sepan que se han separado de la ciudad de los hombres para vivir en el desierto y escuchar al Señor, como está escrito: En el desierto oíd su voz y preparad, en las estepas, un camino para encontrarle".

        Pero Juan no es otro profeta más del montón, y por eso Lucas introduce en su evangelio una solemnidad inusitada hacia la figura de Juan: Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Filipo y Lisanias, Anás y Caifás... y todos con la pompa de sus poderes, para atestiguar sencillamente esto: "En el desierto vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías". Sí, Juan estaba preparándose para ser algo más que profeta.

        En el prólogo del 4º evangelio el evangelista Juan le confiere toda su excelsa dimensión teológica: "Hubo un hombre, por nombre Juan, enviado de Dios. Vino como testigo para testificar sobre la Luz, a fin de que, por él, todos creyesen; él no era la luz, sino testigo de la luz". Y de paso, zanja la peligrosa polémica que inquietó a las comunidades cristianas, cuando los discípulos esenios de Juan predicaban que su maestro fue la Luz verdadera. No, Juan no vendría como la luz, sino como "testigo de la luz". Eso sí, "entre los hombres nacidos de mujer ninguno mayor que este Juan".

c) Vida pública de Juan

        Lo anterior explica el enorme impacto que tuvo el profetismo en Israel, y el enorme impacto que iba a crear la llegada pública de Juan. En pleno declive del pueblo elegido, con una monarquía davídica pisoteada, y con unas instituciones religiosas a ras del suelo, el pueblo "caminaba como ovejas sin pastor". Pero entonces aparece la figura de Juan, que atrae a las masas al desierto y provoca el choque definitivo.

        Juan es, por tanto, el profeta de fuego, vestido de "piel de camello", alimentado de "miel silvestre y saltamontes", con una cintura de penitencia que le desgarra la carne y le hace irresistible. ¡Qué contraste!

        Los rectores religiosos eran de aquella catadura aristocrática que permitió al levita y al sacerdote, pasar junto al pobre judío, robado de los ladrones en Jericó, sin oír los lamentos helados de su agonía. Los poderes civiles, envilecidos en obsequio del invasor. Y un clasismo de pena, que permitía a todos los epulones sentarse a los convites de la carne y del vino mientras los lázaros morían en la soledad de su hambre y de su lepra. ¿No ha de chocar, de imponerse, la tremenda desnudez del Bautista?

        Un runrún invade, desde el desierto, toda Israel. "Yahveh se ha compadecido de su pueblo suscitando un salvador, un nuevo profeta". ¿Acaso Elías o el Ungido? Y cuando aquellas vastedades del Jordán se pueblan de patriarcas, de rameras, de soldados y de publicanos, la sinagoga de Jerusalén se ve obligada a intervenir.

        El diálogo que nos transfiere el evangelista Juan es hábil, duro y diplomático. Las autoridades van a interrogar al Bautista sobre su persona, su vida, sus ministerios. Pero en el paisaje de estas indagaciones, la diana aterradora y verdadera es el Cristo. Juan, a quien sus jueces estiman sólo como un inculto visionario, centra con fina sabiduría el estado de la cuestión y se adelanta en la respuesta: "Yo no soy el Cristo".

        Y porque Juan no es la luz, tampoco es el Cristo, ni Elías, ni el profeta, ni aun un hombre, con los atributos y resortes a su personalidad correspondientes. Es sólo "la voz que clama en el desierto", que flagela, que purifica. Es el Precursor.

        Cuando la embajada descubra sus vergonzosas intenciones, Juan tranquiliza sus temores, pero les envuelve en una conminación impresionante. "Yo bautizo en el agua. Pero en medio de vosotros está quien no conocéis. El que viene después de mí, a quien no soy digno de desatar el calzado".

        Como Juan era un hombre entero, veraz, y fiel a su misión de adelantado, recrimina al rey Herodes haberse casado con la mujer de su hermano Filipo, por tratarse de un escándalo público. De inmediato, el rey le cita a su Castillo de Maqueronte, a orillas del Mar Muerto, donde él quema su vida en los altares de la lujuria más arrastrada y monstruosa.

d) Muerte de Juan

        El Castillo de Maqueronte (Jordania) había tomado el nombre de la ciudad de Maqueronte, ciudad cercana del mar Muerto. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza (según Plinio, la más segura después de la de Jerusalén) servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos.

        En este caso, no fue el evangelio, sino el mismo cronista Flavio Josefo (del s. I), quien nos certifica que fue este sitio el escenario del martirio de Juan. Por su parte, los evangelistas nos recuerdan que, ante los temores de Herodes por la predicación de Jesús, en su pavor se pregunta: "A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es éste, pues? ¿Es que habrá resucitado Juan?".

        Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, serpea la vileza de la lujuria, la venganza y  la cobardía. Hace casi 10 meses ya que Juan el Bautista está encarcelado, pues "Herodes había hecho prender a Juan, y le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías", y para no oír más eso de "no te es lícito tener la mujer de tu hermano".

        Este monarca es Herodes II de Judea, hijo de Herodes I de Judea (aquel perseguidor de Jesús niño, que había mandado degollar a los inocentes de Belén). Herodes II (o Herodes Antipas) reinaba, como tetrarca, en Galilea y Perea, desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao (que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría) y de Filipo (por parte de padre solamente), que vivía como oscuro particular en la capital del Imperio Romano. Y en uno de los viajes de Antipas a Roma, se hospedó en casa de su hermano Filipo.

        La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez de su cuñada Herodías, nieta de Herodes I el Grande y sobrina de los dos (de Filipo y de Antipas). A la pasión erótica del 2º responde la ambición soñadora de la mujer.

        Tres categorías distingue el evangelista, en la sala de fiestas de Maqueronte: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y los notables de Galilea. Es decir, la aristocracia tetrarcal, ávida de seguir viviendo a costa del tetrarca Herodes II.

        La adúltera Herodías, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis (Aristóbulo), del que fue esposa. Herodías pretendía tender la trampa definitiva, y su hija Salomé (de 19 años) estaba allí para ello.

        En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina, que hace que Herodes II se estremezca, y le diga: "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.

        Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas, donde estaba su madre en despertísima alerta. "¿Qué le pido?". La adúltera Herodías no lo duda ni un instante, pues tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo: la cabeza de Juan el Bautista.

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