María


Miriam bar Yeoyaqim, judía de Jerusalén y madre de Jesús, el Hijo de Dios

Murcia, 1 septiembre 2024
Equipo de Biblia de Mercabá

a) Nacimiento de María

       María nació de Joaquín y Ana, dos israelitas ancianos. Fue de sangre real y de estirpe sacerdotal, como repite la antífona de la misa de la natividad. Según narra el Protoevangelio de Santiago, Ana era hija del sacerdote Natán y de María, y tenía 2 hermanas: María (que se casó en Belén, y dio a luz a Salomé) y Sobe (que engendró a Isabel, la madre del Bautista). Por su parte, Joaquín pertenecía a la estirpe regia y según dicho escrito era rico, mas esta última afirmación no parece probable teniendo en cuenta que de aquella estirpe regia no quedaban ni restos de grandeza.

       Según consta en los evangelios, María perteneció a la estirpe de David y tenía como antepasados a Leví y Aarón. Conforme a la bendición que Jacob hizo a Judá, la flor saldría de esta familia reducida pero regia, pues Joaquín venía de Barpanter, descendiente de Natán.

       El matrimonio Joaquín-Ana vivía feliz, con una sola pena: la de carecer de hijos, bendición de un hogar israelita. Cuenta la tradición que Joaquín fue rechazado del templo cuando presentaba su ofrenda y sólo a causa de su esterilidad. El judío Rubén se enfrentó con él y le dijo: "Tú no tienes derecho a presentarte el primero en el templo con tus ofrendas, puesto que no has producido retoño de Israel".

       Consultó Joaquín los anales de las 12 tribus, y se cercioró de que desde Abraham todos los justos de Israel habían tenido sucesión. Se retiró al desierto con el corazón oprimido y allí le consoló un ángel con la divina promesa de una hija maravillosa.

       También Ana vivía triste, y todo cuanto se presentaba a sus ojos con fecundidad le hacía pensar en su ultraje. Hasta que un día el ángel del Señor le dijo: "Ana, el Señor ha escuchado tus ruegos; concebirás y darás a luz y en todo el mundo se hablará de tu descendencia". Ana respondió: "Por la vida de mi Dios y Señor, lo que yo tuviere, sea un hijo o una hija, lo entregaré en ofrenda al Señor mío Dios".

       Estas versiones parecen verosímiles, dice San Juan Damasceno, "porque no iba a faltarle a la Virgen una prerrogativa de la que disfrutaron muchos santos antes de su nacimiento, entre ellos el mismo precursor San Juan Bautista". Así quedaba palpable el que María había sido engendrada por la gracia celestial, que ayudaba a la naturaleza impotente, y con un milagro se iniciaban todos los que más tarde iban a sucederle.

       Según Santo Tomás de Aquino, el nacimiento de María fue proporcionado a su concepción. Nació de una manera natural, en cuanto a lo sustancial del nacimiento, y de una manera prodigiosa en cuanto a ciertas circunstancias. María quedó sujeta en su nacimiento a la ley natural. Es lo que expresa el Aquinate en su Suma Teológica, cuando nos dice que "María nació en la perfección natural, con aquélla con la que pudieron nacer los hijos inocentes de Adán".

       En definitiva, María nació exenta del pecado original, y desde su concepción estuvo revestida por una gracia singular de Dios (dada la singularidad de su misión), como no lo había estado nunca ninguna criatura. Según la opinión más común, María nación en Jerusalén, por ser el lugar donde vivían por entonces sus padres (procedentes de Séforis, 7 km al norte de la solitaria Nazaret), en una casa que distaba 30 m. de la piscina Betesda.

       A falta de representación histórica, los artistas han interpretado a su modo el nacimiento de María. La expresión plástica más antigua aparece en el s. XI. Es una miniatura que data del año 1025, en un códice griego de la Biblioteca Vaticana. Aparece Ana recostada en un lecho, y Joaquín con su hija en brazos.

       Se desconoce cuándo pasó la Virgen a vivir a Nazaret. Tal vez a la muerte de sus padres, bien en sus desposorios con José o con ocasión de algún acontecimiento familiar. Lo cierto es que en Jerusalén, cabeza del pueblo israelita y centro codiciado del mundo romano, fue engendrada María, y nació en la pequeña casa próxima a la piscina. Así lo refiere la tradición y así lo apoya San Juan Damasceno, el mayor admirador de María.

       La Iglesia honró siempre con magnificencia la natividad de la Virgen. En la liturgia ocupaba lugar destacado. La razón por la cual su fiesta fue fijada para el 8 de septiembre se ignora. Su origen, como el de todas las fiestas mayores marianas, se encuentra en Oriente, probablemente en Israel. El Protoevangelio de Santiago, de fines del s. II, da algunos detalles.

       San Agustín habla en sus escritos de que no existía en su tiempo una fiesta litúrgica particular dedicada a este acontecimiento. Poco después, en el Concilio de Efeso (ca. 431) y en el Concilio de Calcedonia (ca. 451), se hace una referencia. El Martirologio de San Jerónimo lo inserta en sus páginas y traduce, claramente, la profunda razón teológica de esta celebración.

       Muchos sermones patrísticos orientales exaltan el nacimiento de María y también los más grandes poetas litúrgicos bizantinos. Por San Andrés de Creta la fiesta del nacimiento es una verdadera tradición.

       En Roma penetró la fiesta en el s. VII, junto con las fiestas de la Purificación, Anunciación y Asunción de María, por obra de los monjes orientales que en tal época emigraban en masa de las regiones caídas bajo el yugo mahometano. El año 687 Sergio I estableció que la fecha de conmemoración fuese distinta y se celebrara una solemne procesión desde la Curia Senatus a Santa María la Mayor, de Roma. En la misa propia se leía al principio la Historia de la Visitación, sustituida en seguida por la genealogía que ahora figura. La lección varió con Pío V.

b) Llamada de Dios a María

       En el cap. 1 del evangelio de Lucas asistimos al mensaje de Dios a la Virgen, a través de un ángel. Ya sabes que un ángel es un ser enviado por Dios para ayudarnos y protegernos en la vida. Así pues, si quieres, abramos la Biblia por el evangelio de Lucas:

"En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David: la Virgen se llamaba María. El ángel, entrando a su presencia, dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se sorprendió ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. María dijo al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y la dejó el ángel".

       En este momento, y en esta hora de la historia de la salvación, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros", como está escrito en el evangelio de Juan. Y así, María recibió la palabra de Dios y "la palabra se hizo carne y acampó entre nosotros". De este modo, el Hijo de Dios se hizo hombre, se encarnó en el seno de la Virgen, "por obra del Espíritu Santo". Y María se quedó un tiempo recogida en oración, "guardando estas palabras", recibiendo esta palabra de Dios y "meditándola en su corazón".

       Después, María se dirige a la montaña, a casa de Isabel, para ayudar y servir a su prima en todo lo que necesitase, dedicándole su tiempo y haciéndola feliz con su amable compañía. Así, María sabe comunicar la alegría a los demás. Sigamos leyendo el evangelio de Lucas que narra esta visita de la Virgen a su prima Isabel:

"En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá".

       A todo esto, la Virgen humilde responde alabando a Dios con su cántico del Magníficat. Observa también la predilección de Dios y de María por los más humildes, pobres y necesitados. María da gracias a Dios por su gran misericordia. Así prosigue el evangelio de Lucas:

"María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es Santo. Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre".

       En este cántico del Magníficat, María da gracias a Dios que ha cumplido sus promesas a Abraham y al pueblo de Israel. Así, en esta historia de salvación, recordamos la fe de Abraham que creyó en las promesas de Dios: "Bendeciré a tu descendencia". Abraham es ejemplo de fe y esperanza. Posteriormente, el pueblo de Israel, liberado por Moisés de la esclavitud de Egipto, cruzó el largo desierto con la esperanza de llegar a la tierra prometida. Por su parte, los profetas alimentaron en el pueblo de Dios, la esperanza de la venida del Mesías. Todo el AT es una historia de espera y de esperanza. Precisamente en la espera crece la esperanza, y el deseo confiado de alcanzar los bienes prometidos por Dios.

c) Maternidad de María

       Como el resto de madres del mundo, también María esperó durante 9 meses el nacimiento de su Hijo, con inmenso amor. La Virgen esperó con inefable amor de madre, como Virgen de la esperanza y "la madre del amor hermoso, de la ciencia y de la santa esperanza", aplicándole las palabras del libro del Eclesiástico.

       Pero leamos ahora lo que está escrito en el evangelio de Mateo, porque en él queda muy claro que Jesús fue concebido por la Virgen María, sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo. Así, encontramos que "de María nació Jesús, llamado Cristo", y que el nacimiento de Jesucristo fue de esta manera:

"La madre de Jesús estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería revelarlo, decidió alejarse en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa Dios con nosotros. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un Hijo; y él le puso por nombre Jesús".

       Lucas, en su evangelio, narra con más detalles la historia del nacimiento de Cristo:

"En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa, María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada".

       Poco después, narra Lucas el anuncio a los pastores y añade: "Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón".

       También San Pablo indica brevemente el lugar preciso que tiene la madre de Cristo en este momento histórico de la salvación del mundo, que supuso el nacimiento de Cristo:

"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Y como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama Abba, Padre".

       Con estas breves palabras, el apóstol Pablo celebra conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu Santo, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina y todo en el misterio de la plenitud de los tiempos. Así, San Pablo observa con precisión que el Hijo de Dios "nació de mujer", no de un hombre y de una mujer como los demás, sino solamente "de una mujer", la madre de Cristo Jesús.

       Después del nacimiento, el evangelista y médico Lucas pasa a relatar los pasajes de la circuncisión del niño: "Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido" en el seno de María.

       Tras lo cual pasa a narrar la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén:

"José y María llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: todo primogénito varón será consagrado al Señor; y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel. José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma".

       El evangelista Mateo narra el episodio de aquellos magos sabios que vinieron del Oriente:

"Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes. Entonces unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntado: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Y por fin, al llegar a Belén, entraron en la casa, vieron al niño con María su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron. Después, se marcharon a su tierra por otro camino. Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor le dijo a José: Toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. Y, en seguida, José tomó al niño y a su madre y se fue a Egipto. Entonces Herodes mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Cuando murió Herodes, volvieron a Israel, se retiraron a Galilea y se establecieron en Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría nazareno".

       El último relato de la infancia de Jesús lo volvemos a encontrar en Lucas, que narra con toda precisión la historicidad del suceso:

"Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre, y cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados. Él les contestó: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres".

       Así pues, la misión de la Virgen María fue llevada a cabo de forma servicial y sencilla. Tras lo cual vivió junto a su esposo José en Nazaret, junto a aquel carpintero honrado y trabajador, y junto a un Jesús que "iba creciendo" con toda normalidad y como el resto de niños.

d) Apoyo de María a Jesús y su Iglesia

       El rigor científico del médico Lucas nos dice ya en el prólogo de su evangelio, en plena fidelidad a los datos históricos sucedidos, que:

"Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he decidido escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido".

       En efecto, se trata del inicio de la vida pública de Jesús, del que indica Lucas que "Jesús, al comenzar a predicar, tenía unos 30 años".

       Según los datos evangélicos, por tanto, Jesucristo pasó unos 30 años de su vida con la Virgen María. Puedes calcular la proporción, el porcentaje del tiempo dedicado por Jesús a María: 30 años de los 33 años totales de la vida de Cristo en la tierra. Es decir, hasta que salió a predicar la buena noticia, ¡cuántos días y noches estuvo Jesús con María, viviendo, hablando, conversando con su madre! Miles de horas de la vida de Cristo pasadas en diálogo familiar con la Virgen. Por eso, Jesús es la persona que más amó a María, y que más la quiere ahora, de corazón, de verdad. Y tú, ¿no querrías dedicar, como Jesús, algunos ratos a estar tranquilamente con María? Tienes el ejemplo de Cristo, el Hijo de Dios. ¡Qué paz te daría hablar con la Virgen, rezar a María, hablarla de tus cosas, pedirle lo que necesitas!

       Pero sigamos ahora con los datos históricos escritos por Juan, testigo de los hechos sucedidos ya en la vida pública de Jesucristo. Porque también Juan nos dice que María está presente en el comienzo de la vida pública de Jesús, pidiendo y alcanzando de su Hijo el 1º de sus milagros. Oigamos el relato de las bodas de Caná; contemplemos la escena con Jesús, María, los discípulos, los novios, el mayordomo y los sirvientes y todos los invitados:

"En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: No les queda vino. Jesús le contestó: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí?, pues todavía no ha llegado mi hora. Su madre dijo a los sirvientes: Haced lo que Jesús os diga. Y Jesús les dijo: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. El mayordomo probó el agua convertida en vino, y entonces llamó al novio y le dijo: Todo el mundo pone primero el vino bueno y después el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él".

       Observemos cómo la Virgen está pendiente de todos los detalles. María está ayudando en la boda para que todo salga bien. Pero se acabó el vino y María, llena de fe, acude a su Hijo intercediendo en favor de los novios. María confía en Jesús, aunque todavía no había llegado su hora. La respuesta literal de Jesús, que hablaba en arameo y que el evangelista Juan tradujo al griego, es la siguiente: "Mujer, ¿qué a ti y a mí?, todavía no ha llegado mi hora". También se puede traducir como "¿qué nos concierne, en qué nos atañe esto a ti y a mí?, pues todavía no ha llegado mi hora".

       Se trata de la hora de la redención, pues en este evangelio el término "mi hora" significa la hora de la pasión, en que vendrá la salvación. Es decir, Jesús le viene a decir a la Virgen: "Mujer, ¿qué tiene que ver esto contigo y conmigo, el que le falte al mundo el vino?, pues todavía no ha llegado mi hora".

       En la Biblia el vino es signo de los bienes mesiánicos, y simboliza la alegría de la salvación que traerá el Mesías prometido cuando llegue el momento. Pues bien, María confía totalmente en Jesús, y por eso no se echa atrás, sino que les dice a los sirvientes, totalmente segura, sin dudar del poder de Dios: "Haced lo que Jesús os diga". Es el buen consejo que siempre nos da María a todos: "Haced lo que os diga Jesús".

       En otra ocasión, Jesús dijo a un joven que le preguntó por el camino para llegar a la vida eterna: "Cumple los mandamientos, y honra a tu padre y a tu madre". Ésta es la voluntad de Dios, plasmada en los 10 mandamientos. Por tanto, es lógico y normal que también Jesús cumpliese ese 4º mandamiento  de la ley de Dios: "Honrarás a tu padre y a tu madre". Así también, de un modo sencillo y discreto, Jesús supo honrar a María, su madre, que le cuidó desde pequeño. El corazón de Jesús, que amaba a todos, amó también a su madre.

       Sigue narrando Lucas que en aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre la multitud levantó la voz diciendo: "Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron". A lo que Jesús replicó: "Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen".

       Con esta frase, Jesús declara felices a todos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen, como María, que en la anunciación recibió la Palabra hecha carne en su seno, creyó al ángel de Dios, fue obediente a Dios, le dijo que sí al Señor, guardó la Palabra divina, meditándola en su corazón, como dice dos veces el mismo evangelio de Lucas. Por tanto, es verdad que María también está incluida en esta bienaventuranza de Jesús; de ningún modo excluida. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, siempre se ha comentado esta alabanza de Jesús, como referida también a María.

       En su respuesta, "Jesús quiere quitar la atención de la maternidad entendida sólo como un vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la escucha y en la observancia de la palabra de Dios". Igual que cuando Jesús, avisado de que su madre y sus parientes le buscaban, responde indicando la nueva dimensión espiritual de la maternidad y de la fraternidad: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen".

       Así, en el reino de Dios todas las relaciones humanas tienen un sentido nuevo y una dimensión nueva, no reducida a los vínculos de la carne. Como dice San Agustín, "la Virgen María concibió a Cristo antes en su mente que en su seno, recibió la palabra de Dios primero en su mente y en su corazón, y después, en su seno virginal. Así también, llamamos a María, discípula de su Hijo, la primera discípula de Cristo, escuchando siempre su palabra".

       Retomemos ahora el evangelio de Marcos. Porque, sin quererlo ni buscarlo, se nombra a Jesucristo, en plena fama y efervescencia de su vida pública, como "el Hijo de María". En efecto:

"La gente que escuchaba a Jesús se preguntaba asombrada: ¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esta que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el hijo de María, el hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?".

       Recordemos que la palabra hermanos, entre los semitas y tanto en lengua hebrea como aramea, significa parientes o familiares, a nivel de familia clánica que llamaba hermanos a los de la misma familia. Así, en la Biblia, el término hermano significaba pariente próximo, en numerosos ejemplos. Como en el caso del Génesis, donde se llama hermanos a Abraham y a su sobrino Lot ("evitemos discordias entre nosotros, porque somos hermanos"). O en el caso de Jacob, en el que al llegar al pozo dice a los pastores: "hermanos, ¿de dónde venís?". O el texto del Libro I de Crónicas: "El rey David convocó en Jerusalén para trasladar el arca del Señor: al jefe Uriel con sus 120 hermanos, al jefe Joel con sus 130 hermanos, y al jefe Aminadab con sus 112 hermanos. Tras lo cual, David les dijo: Vosotros y vuestros hermanos llevaréis el arca del Señor".

       Es evidente, pues, que la palabra hebrea hermanos se refiere a los parientes y familiares, pues nadie tiene 130 hermanos. Por eso, algunas biblias traducen directamente hermanos por familiares. En resumen, Jesús es el Hijo único de María y no tuvo hermanos carnales. En todo el NT no se encuentra ningún otro hombre del que se diga que también sea "hijo de la Virgen María", solamente Jesús.

       Y al final llegó la hora de la pasión de Cristo y su muerte en la cruz. Es la hora cumbre de la glorificación de Cristo. Y en esa hora culmen de la salvación del mundo estaba presente, muy cerca de Jesús, María, la madre del Redentor, como está escrito en el evangelio:

"Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, mirando a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa".

       Comentando el texto de Juan, es verdad que también se puede pensar que Jesús cuidó de su madre para que no se quedara sola, pues la Virgen no tenía más hijos que Jesús, su Hijo único. Pero este verdadero testamento de la cruz dice algo más, y hace referencia a la unión que debe haber entre María y el discípulo de Cristo.

       Es lo que han visto así los cristianos desde los orígenes. Precisamente fue el sabio Orígenes, nacido el año 185, quien destacó ya muy pronto que "Cristo te da a su madre en la cruz, y así, María es nuestra madre espiritual". Es lo que decía el más destacado de los teólogos griegos, acerca de la presencia de María y Juan en el Calvario: "Los evangelios son las primicias de toda la Escritura, tienen la prioridad dentro de la Biblia, y el evangelio de Juan es el más profundo de los evangelios. Para entender su significado, has de recibir de Jesús a María como madre tuya". O lo que Juan Pablo II predicaba: "María, la madre de Cristo es entregada al hombre, a cada uno y a todos, como verdadera madre".

       Por último, Lucas destaca la presencia de la Virgen María al comienzo de los Hechos de los Apóstoles. Es el comienzo de la misión de los apóstoles enviados por Cristo al mundo entero. Todos los discípulos se preparan con la oración, invocando la fuerza del Espíritu Santo. Y allí estaba con ellos la madre del Señor. Leamos el relato exacto de los Hechos:

"Después de subir Jesús al cielo, los apóstoles se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos. Llegados a casa, subieron a la sala, donde se alojaban Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón el Celotes y Judas el de Santiago. Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús y algunos parientes". Después, "Pedro y los apóstoles eligieron a Matías para que ocupara el puesto vacío, y quedó asociado al grupo de los once".

"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería".

       Y así vino el Espíritu Santo, sobre unos apóstoles y discípulos de Cristo que estaban reunidos en torno a María.

e) Tránsito de María

       Memorable fue aquel 1 noviembre 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón (el corazón de toda la cristiandad), resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando "ser dogma de revelación divina que la Inmaculada madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial".

       En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Comienza la encíclica recordando un hecho: que el cuerpo de María no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro, ni fue reducido a cenizas.

       Pero de modo más espléndido y universal aún se manifiesta esta fe en la sagrada liturgia. Ya desde muy remota antigüedad se celebran en Oriente y Occidente solemnes fiestas litúrgicas en conmemoración de este misterio. Y de ellas no dejaron nunca los Santos Padres de sacar luz y enseñanzas, pues sabido es que "la liturgia puede ofrecer argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana".

       Podrían multiplicarse indefinidamente los testimonios de las antiguas liturgias, que exaltan y ponderan la Asunción de María. Unos brillan por su mesura y sobriedad, como, generalmente, los de la liturgia romana; otros se visten de luz y poesía, como los de las liturgias orientales. Pero todos ellos concuerdan en señalar el tránsito de la Virgen como un privilegio singular. Dignísimo remate, indispensable colofón reclamado por los demás privilegios de la madre de Dios.

       Pero lo que sobre todo emociona y convence es ver cómo la asunción de María se abrió camino con tal éxito y señorío entre las demás solemnidades del ciclo litúrgico, que muy pronto escaló la cumbre de los primeros puestos. Ello estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. El papa Sergio I, al prescribir la letanía o procesión estacional para las principales fiestas marianas, enumera la dormición de María.

       Más tarde, León IV quiso añadir a la fiesta, que para entonces había ya recibido el título de Asunción de María, una mayor solemnidad litúrgica, y prescribió se celebrara con vigilia y octava, y durante su pontificado tuvo a gala participar él mismo en su celebración, rodeado de una innumerable muchedumbre de fieles. Fue durante muchos siglos hasta nuestros días una de las fiestas precedidas de ayuno colectivo en la Iglesia. Y no es exagerado afirmar que los romanos pontífices se esmeraron siempre en destacar su rango y su solemnidad.

       Los Santos Padres y los grandes doctores, tanto si escriben como si predican a propósito de esta solemnidad, no se limitan a celebrarla como cosa admitida y venerada por el pueblo cristiano en general, sino que desentrañan su alcance y contenido, precisan y profundizan su sentido y objeto, declarando con exactitud teológica lo que a veces los libros litúrgicos habían sólo fugazmente insinuado.

       Cosa fácil sería entretejer un manojo de textos patrísticos como prueba palmaria de lo que venimos diciendo. Bástenos el testimonio de San Juan Damasceno, que nos dice que:

"Era necesario que aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que la esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, le contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como madre y sierva de Dios".

       Parecidos conceptos expresa San Germán de Constantinopla. Según él la raíz de este gran privilegio de María está en la divina maternidad tanto como en la santidad incomparable que adornó y consagró su cuerpo virginal:

"Tú, como fue escrito, apareces radiante de belleza y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo y por esta razón es preciso que se vea libre de convertirse en polvo y se transforme, en cuanto humano, en una excelsa vida incorruptible: debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y partícipe de la plenitud de la vida".

       El cuerpo de María había sido el templo viviente en que moró durante nueve meses la persona adorable del Verbo encarnado. En ese cuerpo virginal puso el Altísimo todas sus complacencias. Lo quiso limpio de toda mancha. Para ello no escatimó mimos de Hijo ni prodigios de Dios, primero al ser concebido en el seno de Ana, y después al encarnarse en sus entrañas su propio Hijo.

       No han faltado en el correr de los siglos, ni faltan tampoco en nuestros días, quienes juzgan más glorioso para María la glorificación inmediata, sin pasar por la muerte. A nosotros no nos seduce semejante postura, en la que más bien creemos descubrir un error de perspectiva. Nosotros creemos sinceramente que murió la Virgen, de la misma manera que murió su Hijo Jesucristo. Pues como dijo el gran cantor de la Virgen, San Alfonso María de Ligorio:

"Quiso Dios que María fuese en todo semejarte a Jesús. Y habiendo muerto el Hijo, convenía que muriera también la madre. Quería además el Señor darnos un dechado y modelo de la muerte que a los justos tiene preparada. Y por eso determinó que muriera la Virgen María, pero con una muerte llena de consuelos y celestiales alegrías".

       Creemos sinceramente que la Virgen murió. Si su cuerpo hubiera alcanzado la glorificación definitiva pasando sobre la muerte, ¿dejaría de haber en la primitiva literatura cristiana ecos de esa luz y de ese perfume? En la misma literatura canónica no se explicaría fácilmente que no quedaran vestigios de tan extraña y sorprendente maravilla... Pero no hay nada.

       San Andrés de Creta habla de un "sueño dulcísimo" y de un "ímpetu de amor", expresiones que se repiten con frecuencia en otros Padres orientales, como Teodoro de Abucara, Epifanio el Monje, Isidoro de Tesalónica, Nicéforo Calixto, Cosme Vestitor y otros autores.

       Razonamientos similares añoran aquí y allí en los escritores ascéticos y en los más profundos teólogos, como Santo Tomás de Villanueva, Suárez, Cristóbal de Vega, Bossuet, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio. Por ser ambos dos doctores de la Iglesia, citaremos unos textos bellísimos de los dos últimos autores. San Francisco de Sales escribe emocionado:

"Y pues consta ciertamente que el Hijo murió de amor y que María tuvo que asemejarse a su Hijo en el morir, no puede ponerse en duda que la madre murió de amor. Este amor le dio tantas acometidas y tantos asaltos, esta llaga recibió tantas inflamaciones, que no fue posible resistirlas, y, como consecuencia, tuvo que morir. Después de tantos vuelos espirituales, tantas suspensiones y tantos éxtasis, este santo castillo de pureza, este fuerte de la humildad, habiendo resistido milagrosamente mil y mil veces los asaltos del amor, fue tomado por un último y general asalto; y el amor, que fue el triunfador, se llevó esta hermosa paloma como su prisionera, dejando en su cuerpo sacrosanto la fría y pálida muerte".

       Sobre las circunstancias de la muerte de María la tradición ha guardado un respetuoso silencio. Pero la piedad ardiente del pueblo cristiano supo tejer una dorada leyenda que, a partir del s. V, ha iluminado el ocaso de aquella vida: "María recibe la palma de su triunfo de manos de un ángel".

       Los apóstoles, dispersos a la sazón por el mundo, se congregan milagrosamente en torno a aquel lecho, que más que lecho mortuorio parece un altar. Y Jesús desciende a recoger el alma de su madre, que se desprende de su cuerpo como un fruto maduro se desprende del árbol. Los apóstoles sepultan aquel cadáver sacrosanto, y al tercer día asisten a su triunfal resurrección. He aquí el relato de una vida, la de María, que ha impactado en tantas generaciones cristianas.

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CATECISMO JUVENIL MERCABÁ

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