«Una
mujer pobremente vestida, con un rostro que reflejaba fracaso y
derrota, entró a una tienda. La mujer se acercó al dueño de la
tienda y, de la manera más humilde, preguntó si podía llevarse
algunas cosas a crédito. Con voz suave explicó que su esposo
estaba muy enfermo y que no podía trabajar; tenían siete niños
y necesitaban comida.
El
dueño le pidió que abandonara su tienda.
Estimulada
por la extrema penuria que estaba pasando su familia, la mujer
prosiguió su súplica:
—¡Por
favor, señor! Se lo pagaré tan pronto como pueda.
El
dueño le dijo que no podía darle fiado, ya que no tenia una
cuenta de crédito en su tienda y ni siquiera la conocía.
De
pie, cerca del mostrador, se encontraba un cliente que escuchaba
la conversación entre el dueño y la mujer. El cliente se acercó
y se ofreció al dueño de la tienda para hacerse a cargo de todo
lo que la mujer necesitara comprar para su familia.
El
dueño, complacido, preguntó a la mujer:
—¿Tiene
usted una lista de todo lo que necesita comprar?
La
mujer le contestó:
—Sí,
señor.
—Está
bien, dijo el dueño. Ponga su lista en la balanza y lo que pese
su lista, le daré yo en comestibles.
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La
mujer titubeó por un momento y, cabizbaja, buscó en su cartera
un pedazo de papel, y escribió algo en él. Puso el pedazo de
papel en la balanza.
Los
ojos del dueño y del cliente se llenaron de admiración cuando la
balanza se fue hasta lo mas bajo y se quedó así. Entonces, el
dueño, sin dejar de mirar la balanza, comentó:
—¡No
lo puedo creer!
El
cliente sonrió y el dueño comenzó a poner comestibles al otro
lado de la balanza. La balanza no se movía, por lo que continuó
poniendo más y más comestibles hasta que no aguantó más. El
dueño se quedó allí parado, con gran confusión.
Finalmente,
agarró el pedazo de papel de la pobre, y al leerlo, quedó
estupefacto. Pues no era una lista de compra. Era una oración que
decía:
—"Querido
Señor, tú conoces mis necesidades y yo voy a dejar esto en tus
manos".
El
dueño de la tienda le dio los comestibles que había reunido y
quedó allí en silencio, sobrecogido.
La
mujer le agradeció y abandonó su tienda.
El
cliente le entregó un billete de cien euros al dueño y le dijo:
—Valió
cada céntimo de este billete.
Sólo
Dios sabe cuánto pesa una oración. La oración es uno de los
mejores regalos que recibimos. No tiene costo pero sí muchas
recompensas»
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