Naturaleza y Hombre

Francesco d'Agostino
Mercabá, 6 octubre 2025

        Planteado el problema de la ecología en esta clave (que podría llamarse antropocéntrica o, si se prefiere, filosófica), se desprende como consecuencia necesaria la oportunidad de preguntarse por qué el drama ecológico no ha surgido antes (o por qué tan sólo en nuestros días se ha tomado conciencia del mismo).

        ¿Se trata de mera casualidad, es una consecuencia coherente del desarrollo de las ciencias exactas o bajo este colosal acontecimiento histórico se oculta un significado aún más profundo que es necesario poner en claro?

a) La naturaleza, ¿problema humano?

        En una primera consideración resulta indudable que el desarrollo de las ciencias, y en particular de la medicina, ha ocasionado la explosión demográfica, y que ésta, a su vez, ha obligado a la ciencia a vincularse con la técnica y la producción con ese nexo de recíproca integración dinámica al que se ha llamado, con feliz expresión, energía tecnológica.

        Pero también es cierto que el desarrollo de la ciencia, que ha puesto en movimiento estos procesos gigantescos, no descansa sobre bases exclusivamente científicas más que en sentido filosófico-ideológico amplio.

a.1) Respuesta de la ciencia

        La matematización de la lectura de la naturaleza llevada a cabo por Galileo, sustituyendo la simplicidad caótica de la existencia por la complicación ordenada de un mundo, coincidió, según el análisis de Husserl, con un "vaciamiento de sentido de la realidad", con la superposición de un ficticio universo lógico y numérico al "mundo real único, que es el mundo circunstante de la vida"'.

        Resultados semejantes a los del empirismo de Galileo se atribuyen al racionalismo cartesiano, también él netamente propenso a desvalorizar la naturaleza, privándola de todo sentido propio, y a leerla como materia inerte susceptible tan sólo de manipulación.

        De esta manera, al comienzo de la edad moderna, la naturaleza ha perdido por completo su carácter de cifra del ser. Es más, el científico se ha convencido (arbitrariamente), gracias al uso del método científico, de que puede agotarla cognoscitivamente en poco tiempo, la naturaleza se ha convertido en el campo de la operatividad humana, en el ámbito de ejercicio del espíritu fabril del hombre.

a.2) Respuesta de la razón

        La mentalidad iluminista no hizo otra cosa que desarrollar plenamente estas instancias. De hecho hoy, incluso por parte de quien no puede ser acusado de misoneísmo, se alza la voz para criticar las ingenuas pretensiones dialécticas de quien ve en la revolución científica y copernicana el nacimiento de una humanidad moderna que lleva en sí todas las posibilidades (y a la postre, la certeza) de su liberación.

        A pesar de que la Escuela de Frankfurt ha demostrado exhaustivamente que la racionalidad cientista, supuesto de la cultura contemporánea, es funcional y justificativa de la ideología del progreso y, por tanto, intrínseca a una opción histórica (mas no capaz de justificarla), con todo, la cultura difundida al presente muestra que es impotente al respecto y que no posee, por así decirlo, la fuerza de dar marcha atrás.

a.3) Voces críticas actuales

        Las voces, si bien numerosas, que se han alzado estos últimos años (insistiendo en una revalorización del papel de la naturaleza para una recta auto-comprensión del hombre) han sido en su mayoría incapaces de superar el atolladero que las mantiene a todas dentro de una visión subjetivista y protagórica, que se enorgullece de ver en el hombre la medida de todas las cosas.

        Si se eleva al hombre a medida del universo, si se reduce su obra a un experimentar absoluto, la naturaleza no podrá tener otra consistencia que la de ser mero campo de experimentos. De ello se sigue que todo límite que el hombre ponga a su acción manipuladora será un límite de voluntad, no de razón; un límite inducido por el miedo, no por el sentido de respeto a lo real.

        El respeto a la naturaleza, si se piensa en profundidad, le impone al hombre el reconocimiento de los límites no simplemente empíricos, sino estructurales, que le condicionan. Impone una renuncia a todas las imágenes simplistas del hombre como ser naturalmente inocente y bueno, pronto a establecer con la naturaleza una relación de amistosa complementariedad.

        El hombre que descubre sus límites debe comprender que éstos no son solamente físicos, sino sobre todo metafísicos; que abarcan no sólo el poder hacer, sino también el ser. El hombre que descubre sus límites los descubre sobre todo en la capacidad de hacer el bien.

        Aquí se ofrece la consideración del hombre como demos, es decir, como aquel conjunto inextricable de magnificencia, sublimidad y perversidad cantado por Sófocles con tales acentos que parecen preludiar la tradición cristiana del hombre como "Christus deformis".

a.4) Respuesta de Heidegger

        La hermenéutica más profunda de las relaciones hombre-naturaleza nos la ha brindado Martín Heidegger. La técnica, bajo cuyo signo se encuentra la era moderna, no es otra cosa, dice él, que "una provocación de la naturaleza".

        Provocación significa que el hombre no se somete a la naturaleza, sino que la cita ante sí, que la desafía para violentarla y explotarla. Significa que el hombre obliga a la naturaleza a dar cuenta de su ser, a desvelarse, a anular su propia originalidad constitutiva, rindiéndose a la hybris ontológica del hombre. De este modo, a causa de la ciencia, la naturaleza abandona su antigua función de socia (aunque, en verdad, no siempre benévola y amiga) del hombre.

        La desaparición de su socio plurisecular deja en el hombre un vacío psicológico, un sentido de privación, casi de amputación, que es fuente de desequilibrio.

        Pero hay más aún. Negada primero la palabra de los filósofos (que con frecuencia ha parecido inocua, un mero juego intelectual hecho de hermosas palabras y de metáforas incapaces de causar daño), la naturaleza ha sido después explotada, provocada, desintegrada y recompuesta a gusto de los científicos y de los técnicos.

        Hoy, transformada y negada en su propia consistencia, la naturaleza se venga. Y lo hace de la manera más pérfidamente sutil: sometiéndose a la voluntad prometeica del hombre. Es decir, muriendo de verdad, y no ya en las palabras sino en los hechos.

b) Comprensión humana de la naturaleza

        La reflexión que venimos haciendo hasta ahora ha destacado como punto esencial el carácter epocal de la crisis ecológica. Ésta aparece ligada, además de a lo contingente, también y sobre todo a la visión fáustica que el hombre contemporáneo posee de sí mismo; a su indebida absolutización del elemento humano sobre el natural, como si uno y otro no estuvieran unidos y ligados por el signo de la creaturalidad.

        Las mentes más avisadas han indicado hace tiempo que el triunfo de la ciencia y de la técnica está grávido de interrogantes angustiosos (¿quién no recuerda las palabras de Oppenheimer, según el cual con la invención de la bomba atómica la ciencia habría descubierto el pecado?).

        Frente a los fracasos de cualquier política ecológica que no parta de una auténtica reflexión sobre el hombre, hoy es posible tocar con la mano demostrativamente que el camino del respeto al ambiente no pasa (a no ser secundariamente) por una consideración meramente técnica del problema, sino más bien a través de una reconsideración sapiencial de la naturaleza y de su cometido de partner de la humanidad.

        Ahora bien, una consideración sapiencial de la naturaleza que repudie la fatal violencia fabril de la mentalidad iluminístico-tecnológica debe evitar caer en una doble tentación:

-la de una indebida idolatría de lo natural,
-la de rechazo y repulsa del orden natural.

        Estas dos posiciones han tenido relevantes concretizaciones históricas: la 1ª, en la cultura griega; la 2ª, en la violenta reacción antihelénica del gnosticismo. Es necesario detenerse brevemente en ellas, porque, de un modo u otro, parece que siguen obrando secretamente en la mentalidad común de nuestros días en formas obviamente renovadas, pero en sustancia no disímiles de sus lejanos arquetipos.

b.1) Comprensión griega

        En el mundo griego, hombre y naturaleza son ambos parte de un orden más grande: el cosmos. El cosmos no es solamente un término denominativo, sino también valorativo, que indica un modelo de belleza, racionalidad y perfección.

        Para el hombre griego comprender la naturaleza significaba comprender en primer lugar la armonía del todo y la necesidad de que las partes se sometieran a él. Significaba rechazar que la naturaleza era inconcebible (lo mismo que era inconcebible que lo menos perfecto, o las partes, no se sometiese a lo que no sólo era más perfecto, sino la perfección).

        El hombre griego se sentía al mismo tiempo espectador y actor de un espectáculo que requiere una multitud de papeles, todos diversos, pero todos igualmente necesarios. Su relación con la naturaleza no se concebía sobre la base de una diferencia ontológica, sino sobre la de una afinidad analógica, reductible, en casos determinados, incluso a la identidad.

        Esta doctrina, según se ha puesto muchas veces de manifiesto, es incompatible con el universo mecánico y tecnológico creado por la revolución industrial, como resulta evidente. Y también es incompatible con una justa apreciación del mal en la naturaleza. De hecho, los griegos no sólo no concibieron nunca una naturaleza lapsa, sino que ni siquiera llegaron a imaginar su natural pendant, o voluntad humana y benéfica.

        De ahí el respeto griego a la naturaleza, pero totalmente extrínseco y privado de autenticidad. De ahí que dicho respeto oscilase entre el materialismo (de los atomistas y de los epicúreos) y el espiritualismo (de un Sócrates o de los estoicos). En todo caso, fue un respeto incapaz de concebir que existiera entre hombre y naturaleza una relación dialéctica, de tensión recíproca y de recíproca integración.

        Dicha pietas cósmica no podía generar otra cosa que un quietismo inerte. En en lo que derivó el destino de la grecidad helenística, en la cual la pasividad del individuo frente al propio destino se aviene con el carácter determinista atribuido a toda la realidad cósmica.

b.2) Comprensión gnóstica

        El ataque gnóstico a la posición clásica desvela, con impresionante lucidez, el punto débil de la relación hombre-naturaleza vivida por el mundo griego.

        Los gnósticos no le negaron a la naturaleza el carácter típicamente griego de orden, de cosmos. Tampoco negaron nunca que el hombre se encontrase introducido en un orden que le trascendía. No obstante, lo que para los griegos era signo de armonía, esplendor o gloria, se convirtió a los ojos de los gnósticos en lugar de oprobio, terror y venganza.

        La ley cósmica, que había sido considerada antes como expresión de una razón, con la cual podía comunicar la razón del hombre en el acto de conocimiento y que podía hacer suya regulando su propia conducta, es contemplada ahora sólo en su aspecto de coacción que sofoca la libertad del hombre.

        El logos cósmico de los estoicos es sustituido por la heimarmene, o hado cósmico opresor. Como principio general, la vastedad, la potencia y la perfección del orden no invitaban ya a la contemplación y a la imitación, sino que suscitaban aversión y rebeldía.

        Así pues, el rechazo de la naturaleza (de la que se acepta, con todo, su carácter de realidad ordinaria) viene a asumir entre los gnósticos el significado de una profunda (y desviada) comprensión sapiencial de toda la realidad y del mal que en ella está inscrito.

        Nos encontramos, por así decirlo, en los antípodas del mundo griego. Allí, la conciencia del mal quedaba anulada en una reverente aceptación del dato natural y de su logos. Entre los gnósticos, en cambio, era exaltada de tal manera que inducía a concluir que el Creador del espíritu no podía ser el mismo Creador de la materia y que, por tanto, el hombre no podía sino decidirse por el uno o por el otro.

        No es posible aquí seguir la evolución de estas dos mentalidades; baste insistir en el hecho de que, además de representar épocas del pensamiento, se presentan en su realidad profunda como arquetipos, como modelos de existencia que todavía hoy siguen operantes. Por eso la referencia a ellos es esencial para captar la relación cristiana con la naturaleza en lo que tiene de específico.

        Efectivamente, en la perspectiva creacionista la naturaleza no aparece ni como la divinidad muda y armoniosa de los griegos ni como la realidad incluso demasiado elocuente y maligna de los gnósticos.

b.3) Comprensión cristiana

        Para los cristianos, también la naturaleza participa junto con el hombre del estado de creaturalidad y junto con el hombre sufre y goza y espera la revelación de los hijos de Dios: "Scimus enim quod omnis creatura ingemiscit et parturit usque adhuc".

        Ciertamente, en la historia plurisecular del pensamiento cristiano no siempre ha sido posible mantener el equilibrio entre la posición clásica y la gnóstica. Incluso no raras veces ha sido la segunda la que más ha influido en filósofos y teólogos.

        En general, el conocimiento de que "tota natura comparatur Deo" de Tomás de Aquino le ha dado siempre al cristiano, a nivel de sentimiento difuso (cuando no con conciencia explícita), el sentido de respeto a la naturaleza.

        Una reflexión adecuada sobre este ponto mostrará que la concepción cristiana posee un carácter específico frente a tantas reivindicaciones genéricas actuales de lo natural en función anti-represiva.

        El modo como San Francisco, por ejemplo, vive su relación con la naturaleza va más allá de las dulzarronas imitaciones de los jipis. Él ama y alaba a la naturaleza sólo en virtud de la alabanza del Creador, sólo en cuanto implica significado de Dios.

        Es necesario que la naturaleza sea siempre para el espíritu un testimonio y un medio. Y así seremos injustos con San Francisco acusándole de tender a un naturalismo panteísta. Él no naturaliza el espíritu, sino que espiritualiza la naturaleza.

        De hecho, el mismo deseo que nos impulsa a ir al encuentro de las cosas particulares debe también desprendernos de ellas, pero atravesándolas y yendo más allá, hasta el absoluto que las sostiene, hasta la fuente de luz que las ilumina.

        De hecho, también como naturaleza es alabada la muerte, el acontecimiento que en una perspectiva dionisíaca representa el colmo de la represividad, pero que en clave cristiana se convierte en advertencia sapiencial (tanto más que ahora podemos sustituir la perspectiva de la muerte individual por la de la muerte colectiva, que nuestro tiempo ha hecho presente).

b.4) Comprensión actual

        En el pasado, el hombre había visto en la naturaleza la manifestación de lo divino, y muchas veces la había divinizado con temor y temblor. Hoy la posibilidad del desenlace apocalíptico transfiere últimamente el "temor y el temblor" de la naturaleza al hombre mismo, porque se ha convertido en creador y, a la vez, en destructor.

        Violentada y rebajada, alejada y silenciada por el predominio de lo artificial, la naturaleza reafirma en la perspectiva de la actualidad de la muerte su potencia esencial e invencible. Una dimensión fundamental del ser profundo del hombre (su naturaleza falible y mortal) vuelve a emerger por encima de su actividad y voluntad de conquista soberana y traza sus límites irrebasables.

        Suscitada y mantenida por la esperanza y por la audacia, la evolución tecnológica, bajo el impulso de la representación de la muerte, termina, pues, exigiendo el repliegue del hombre, con humildad, a la meditación de sí y de su propia estructura, para poder renovar esperanzas y audacias realistas, constructivas y no destructivas.

c) Conclusión

        ¿Cuáles son, en conclusión, las esperanzas del hombre? Las que, si bien se mira, ha indicado siempre la tradición cristiana: la esperanza de poder asumir el mundo (mediante el conocimiento) y de poder humanizarlo por medio del trabajo (estableciendo su unidad en la del espíritu).

        Todo ello en la profunda convicción de que si el hombre es de verdad el compendio del mundo, el microcosmos en el que se refleja el macrocosmos, también es cierto que la acción humana se agota con el deseo y la esperanza de un nuevo principio de vida. Sólo Dios puede continuar la obra del hombre.

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  Act: 06/10/25       @portal de ecología            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A