Escuela de Jóvenes Cristianos

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Surgimiento de San Pablo

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           "Un hombre genial no se hace; nace, como el fénix, tal vez cada quinientos años". Son palabras del filósofo romano Séneca, que apostilla: "No debemos extrañarnos que las cosas grandes nazcan a grandes intervalos, ya que las medianas, destinadas a aumentar la turba, la fortuna las produce a menudo, mientras las cosas eximias su propia rareza las ensalza".

           Nosotros, acaso discrepando parcialmente de la sentencia de Séneca, acaso matizándola, creemos que los hombres geniales sí se van haciendo poco a poco a sí mismos; y que necesitan activar día a día las facultades ingénitas que les distinguen de los demás. Y también creemos que algunos, originalmente dotados de una personalidad pródiga en singulares cualidades, en vez de gastarse en beneficio de los demás, acaban arrastrándose por la vida en la más absurda vulgaridad.

           El grado supremo de la genialidad es la santidad. Nada tan laudable como la santidad, pues en ella la naturaleza se recubre de sobrenaturalidad. El genio convencional luce un gran ingenio ante las cosas corpóreas, mientras el ingenio del santo, mucho más elevado, más agudo y de mayor fuerza especulativa, le dota de capacidad para mejorar la sustancia humana y su entorno.

           Las crónicas de San Pablo demuestran hasta qué punto el hombre puede perfeccionar notablemente su propia naturaleza imperfecta. Pues Pablo desdibujó las entrañas del nacionalista fanático y feroz que cobijaba bajo su instinto, y renunció a las ideas y hábitos adquiridos con tesón durante su etapa de formación (saturados de una intolerancia rabiosa y violenta) para convertir su existencia en una oblación pura, ofrecida en beneficio de sus más directos enemigos de antaño.

           Entremos de lleno, pues, en la historia de este hombre incontestablemente genial, de origen judío.

a) Sus orígenes

           El pueblo judío ha sido (y sigue siendo), tal vez, el grupo étnico más hostigado de la historia de los hombres. Durante siglos ha sido constreñido por injustas persecuciones, por macabras cacerías, por una cadena inextinguible de patéticos holocaustos. ¿Consecuencia, quizás, de su propio espíritu bélico? Un sabio de su propia raza advirtió hace milenios, sin escrúpulos: "El que cava la hoya cae en ella, y al que atraviesa el seto le muerde la culebra. El que saca piedras se lastima con ellas, el que raja maderos puede hacerse daño".

           Salvo en contados lapsos históricos, siempre se han visto forzados los judíos a dispersarse por el planeta, pues los opresores de turno jamás les han permitido vivir dignamente y en paz en el suelo de Israel, en la patria de Abraham, de Isaac y de Jacob, en su tierra prometida o país de origen, en su casa.

           Durante el s. I, en el que ahora deseamos fijar la atención, eran víctimas de la opresión del Imperio Romano, y muchos de sus hijos (los más numerosos) se hallaban dispersos acá y allá en los goyim, mezclados entre gentes extrañas y discriminados por ellas. En Israel moraban alrededor de 1 millón de habitantes, mientras que en la Diáspora (o Dispersión), establecidos por los más recónditos rincones del mundo helénico o romano y desbordando incluso sus fronteras, residían 4-5 millones de judíos, en aquel entonces, arrinconados en guetos marginales y marginados.

           Carecían, pues, de unidad geográfica. Pero presentaban, en cambio, una sorprendente unidad étnica sólidamente cohesionada por el doble lazo de la fe y de la sangre; de manera que las dos fracciones del pueblo hebreo, la de Israel y la de la Diáspora (arraigada la una, desarraigada y desterrada la otra), no formaban sino una única comunidad nacional y espiritual. La religiosidad tradicional de este pueblo poseía tal vitalidad, que garantizaba por sí sola la supervivencia del mismo. Nadie ni nada era capaz de quebrantar sus compactos principios morales y su espíritu de fraternidad y su alma solidaria.

           El protagonista de esta bella historia, siendo de origen judío tanto por parte de padre como de madre, nació en la Diáspora, lejos de Israel. Concretamente, en Tarso de Cilicia.

           Durante el s. I a.C, Cilicia era una región del Asia Menor situada frente a la isla de Chipre, que se había convertido en foco destacado de la piratería del Mediterráneo, adquiriendo renombre por sus cabras y caballos. A su celebridad había contribuido no poco la fama de Cicerón, que había ejercido el cargo de gobernador en dicha provincia.

           La capital de Cilicia (Tarso), valiosa plaza marítima del Mediterráneo, estaba dotada de un magnífico puerto, con próspero comercio. Destacaba en esta metrópoli una brillante cultura; tanto, que sus escuelas de retórica y filosofía habían eclipsado en eminencia la ilustración de Atenas, y tan floreciente civilización le había valido el título de "Atenas de Asia" entre la alcurnia romana. Sus sabios se esparcían por doquier, pues "Roma está llena de tarsenses y alejandrinos", anotaba Estrabón en sus crónicas.

           Así que, en Tarso de Cilicia vio la luz el actor principal de esta crónica, Saulo, y este hecho habría de ser justamente el que más encumbraría aquella urbe durante las futuras centurias.

           El corazón de los padres de Saulo, empero, permanecía espiritualmente en Jerusalén, a pesar de la distancia. Ellos, como cualquier judío de la Diáspora, podían poblar regiones remotas y exóticas; podían adquirir la tan valorada ciudadanía romana; podían incluso, como cualquier heleno, abrigar sentimientos abiertos y cosmopolitas de ciudadanía universal. Pero, ante todo, sobre todo y por encima de todo añoraban su patria, sus raíces genuinas, su casta vernácula; se sentían judíos, y judíos tan legítimos como sus hermanos residentes en Israel, los hebreos.

           ¿Habían emigrado los padres de Saulo hasta Tarso, o eran descendientes lejanos de los que hubieron de abandonar Israel con la invasión babilónica? Según una vieja tradición, de la que se haría eco san Jerónimo, los progenitores de Saulo se habrían visto forzados por los azares de la guerra a emigrar desde Giscala, pequeña localidad de la provincia de Galilea, hasta Tarso. El propio Pablo avalaría esta hipótesis al reconocerse, en sus escritos, "hebreo de hebreos"; pues caso de haber nacido sus padres en la Diáspora, como él, nunca se podría haber colgado la etiqueta de hebreo, sino la de helenista.

b) Su figura

           Saulo, conocido más tarde como Pablo, echó su primer llanto en Tarso entre los años 4 al 6 de nuestra era. El cambio de nombre resulta un enigma, y se produciría hacia el año 45 en Chipre, a raíz de su encuentro con el procónsul Sergio Paulo; con anterioridad a dicha coincidencia se llamaba (y así lo haremos) Saulo. Tal vez se llamara Pablo desde el nacimiento, pues los israelitas de su época, especialmente los residentes en la Dispersión, usaban el doble nombre: uno semita y otro griego o romano.

           Incluso se supone que, viviendo en el ambiente básicamente greco-romano de Tarso, los tarsenses le distinguieran por Pablo, y sólo en la intimidad familiar (y más tarde en los círculos cerradamente nacionalistas de Jerusalén), utilizaran la forma hebrea: Shaul. Desde luego, una vez que derribó las barreras raciales que le mantenían encerrado en la estrechez mental y en un raquitismo pueblerino, lanzándose a conquistar el mundo para Jesucristo, renunció radicalmente a su nombre hebreo asumiendo exclusivamente el greco-romano.

           Cuando nació Saulo, el Mesías del Universo, también hebreo y natural de Belén de Judá, era un chiquillo de tan sólo unos 10 años de edad, que vivía ignorado, en el anonimato más profundo, en Nazaret, aldea de la provincia de Galilea. A pesar del apretado vínculo espiritual que años más tarde se labraría entre ambos, jamás se tropezarían físicamente sus caminos.

           El emperador Julio César había concedido a los ciudadanos de Tarso la libertad, la inmunidad y el derecho de ciudadanía romana, merced a la ayuda prestada en la guerra. Más tarde, Augusto confirmaría y reforzaría estos derechos. De estas prerrogativas participaban los padres de Saulo, domiciliados en la ciudad natal de su hijo. Y de ellas se benefició Saulo; por lo que, junto a su linaje judío, adquirió el privilegio, tan cotizado en aquel tiempo, de ser ciudadano romano.

           En diversos documentos escritos que años más tarde legó a la historia, apenas hablaría Saulo de sus padres, hermanos, y familia. En su carta dirigida a los Romanos (ca. 58), solamente citará, como parientes suyos, a Andrónico, Junia y Herodión (afincados en Roma) y a Lucio, Jasón y Sosípatro (vecinos de Corinto).

           Su fiel compañero de viajes (Lucas), en cierto pasaje de los relatos que escribió sobre los apóstoles, aludiría a un hijo de la hermana de Saulo, joven domiciliado en Jerusalén hacia el año 58. Es todo cuanto podemos asegurar con certeza de su familia, aparte del gran cariño que a cada uno de sus miembros dispensaba. Pues "si alguien no tiene cuidado de los suyos (dictaría Pablo al final de su vida), principalmente de sus familiares, los de su casa, ese tal ha renegado de la fe y es peor que un infiel".

           Sus padres, en Tarso, observaban con estricta fidelidad la ley mosaica o Torah y en ella habían educado a su hijo. Éste pertenecía a la estirpe de Israel, a la tribu de Benjamín. Y fue circuncidado a los ocho días de su nacimiento. Ciertas tradiciones sugieren que la madre de Saulo tal vez murió pronto y que, por causa de esta carencia, éste se mostraría más tarde tan sensible y agradecido a la delicadeza maternal con que siempre le trató la madre de su amigo Rufo.

           Sobre la posición social de los padres de Saulo sólo se nos permite proferir conjeturas. El hecho de formar parte de la secta de los fariseos, el título de ciudadanía romana, que no se otorgaba a gentes de baja condición social, y la sólida educación recibida, todo induce a suponer que la familia de Saulo ocupaba en la comunidad un puesto de cierta distinción.

           En sus orígenes, Saulo simbolizaba el prototipo ideal de israelita: leal, orgulloso y fanático de su alcurnia y de su historia, esa milenaria historia dirigida paso a paso por la mano de Dios entre sus antepasados (el pueblo elegido), a los que el Dios de sus padres había confiado su doctrina, su ley y sus promesas.

           A sus ojos, las personas se clasificaban en dos razas contrapuestas e irrevocablemente incompatibles entre sí: la judía y la pagana (llamada despectivamente gentilidad). La raza judía merecía aprecio, respeto, estima, veneración; la pagana, rechazo y desprecio: considerada impura, aborrecida... "hijos de perros". Si un judío tenía la desgracia de tropezar con un pagano, o de sentarse a comer a su mesa, quedaba manchado, contaminado de su sola presencia, y se veía obligado a purificarse inmediatamente. Ésta era la mentalidad judía frente al entorno circundante. Y la de Saulo, de estirpe judía.

           ¿Y qué aspecto presentaba Saulo? Resulta inviable definir fielmente su figura, pues no existen retratos, estatuas o dibujos, ni siquiera una descripción suficientemente fidedigna de su persona. En las más ancestrales imágenes de la Iglesia primitiva se le representa pequeño, calvo, imberbe; la tradición, desde luego, no ha mostrado a Saulo como un prototipo de belleza y apostura corporal.

           El mismo Pablo se autorretrata con timidez: "Yo, tan poca cosa en vuestra presencia, mas tan atrevido con vosotros de lejos". Un antiguo documento apócrifo lo describe así: "Hombre bajo de estatura, grueso, bastante calvo, algo zambo, de ojos grandes, cejas pobladas, nariz de buen tamaño y piernas ligeramente arqueadas... aunque rebosaba gracia y atractivo, de gesto simpático y que a veces mostraba rostro de ángel".

           Mucho se ha escrito acerca de sus enfermedades y de su débil salud. Sin embargo, en él destacaba el vigor excepcional de su cuerpo, sometido a un esfuerzo permanente y avezado a las más espantosas odiseas. Ciertamente su hondura espiritual colaboraba con su capacidad física, mejorándola, aliviándola, perfeccionándola; además, se hallaba dotado de un sistema nervioso tan templado que le facultaba para afrontar una lucha moral continua, conservando siempre buen ánimo, arrojo resolutivo y lucidez mental.

           Mas el aguante que revelan sus incontables peripecias, la enorme cantidad de kilómetros recorridos a pie en sus interminables y escabrosos viajes (que se estiman en más de diez mil, aparte de los ilimitados trayectos cortos diarios), con frecuencia por lugares abruptos, y todo ello simultaneado con una fatigosa labor manual para ganarse el pan, descubren en él una fortaleza impresionante.

           Sin embargo, las cualidades innegables de su carácter y de su naturaleza se ahogaban en el marco estrecho donde creció y se educó. Dotado de una inteligencia exquisita, finamente instruido y buen conocedor de la Escritura, no le faltaban ni espíritu, ni talento, ni elocuencia. Forjado a hierro y fuego, poseía una recia personalidad; tal, que sobresalía de sus amigos y oyentes. Más tarde, un día que evangelizaba a los paganos, llegarían éstos a tomarle por el dios de la grandilocuencia.

           Ardiente, infatigable, fogoso, vivo. Afrontando siempre los obstáculos más tediosos e insufribles, a veces llegaba al extremo de sus fuerzas, aunque se recuperaba pronto. Agobiado de trabajo, conservaba su frenesí característico y apasionado. Poseía un temperamento extraordinariamente activo, dinámico; capaz de darse, de entregarse a fondo. Terrible para los que detestaba, benigno con quienes le cautivaban.

           Desde el comienzo de su actividad hizo gala de una naturaleza impulsiva, insobornable, frenética. Le agitaba un espíritu de fuego que le lanzaba sin reservas a sus ideales: primero defendiendo el judaísmo tradicional, después proclamando el evangelio de Jesucristo. Poseía temple de jefe. Había nacido para ir en vanguardia, para abrir marcha, para rajar la roca, para gobernar.

           No se recataba Pablo en reconocer que aventajaba a los demás, aunque poseía humildad bastante para admitir que su talento era puro don recibido, regalo del Altísimo: "La gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos". ¡Se estaba refiriendo nada menos que a los demás apóstoles: Cefas, Juan, Santiago! Y continúa: "Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo".

           Ciertamente, Pablo trabajó sin límites. Jornalero infatigable, nunca dijo basta a sus afanes y habitualmente prolongaba su jornada hasta más allá de donde la prudencia y la fortaleza aconsejaban. Llevaba dentro de sí el furor del rayo, el ímpetu de la tormenta y la energía de un terremoto devastador, aunque al mismo tiempo mostraba un corazón sensible, tierno, delicado y bonachón, "como la madre que cuida con cariño a sus pequeños", "como el padre que alienta y exhorta con paciencia a sus hijos". Sufría como propias las carencias y debilidades ajenas. Reía con quien reía y lloraba con quien lloraba. Estaba avezado a todo, mas detestaba tenazmente la grosería, la estupidez, la chocarrería.

           Su finísima inteligencia era ingeniosa, sagaz, creativa, creadora, pues penetraba los misterios y les daba una profundidad insospechada; mas también era pragmática, práctica, organizadora, pues descendía a los más mínimos detalles. Intuitivo y astuto a la vez. A la vez, activo y contemplativo. Hábil político a la hora de escoger colaboradores y de saber distinguir cuándo había que mostrarse intransigente y cuándo complaciente. Austero, y sacrificado, y voluntarioso.

           Originariamente le dominaba un espíritu sectario, que le condujo al fanatismo brusco. Aunque poco después lo aplastaría, y se le vería proclamar a Jesucristo como Dios y Señor, dispuesto a dar la vida por Aquel a quien antes odiaba. Ante este Cristo, a quien situará en la cúspide de su amor, juzgará secundario lo demás; más aún: como basura. Y acabará predicando con ardor el evangelio que antes maldecía con rencor, en cualquier parte, desde los terrados y a la orilla de un río, a tiempo y a destiempo. Pues "predicar el evangelio (se sincerará con modestia) no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no evangelizare!".

c) Su formación

           Tarso se hallaba completamente helenizada. Esta ciudad cosmopolita y liberal ofreció a Saulo un espacioso horizonte donde ensanchar la mirada y superar cualquier prejuicio racial y cultural, gracias al predominio en ella de la idiosincrasia griega, más permisiva que la romana en el desenvolvimiento de la libre personalidad: por su acusado aperturismo, por el sentido abierto y ecuménico de los gobernantes que regían y de las leyes que regulaban la comunidad, y por su destacada aptitud y actitud en admitir, asumir, facilitar y hasta promover influencias de cualquier civilización forastera.

           En Tarso, además, se asentaba un núcleo sólido de intereses sociales de lo más dispar. En Tarso convergían, bien de meta, bien de paso obligado, multitud de afanes económicos, transformando la ciudad en una inmensa feria multicolor. Pues a Tarso llegaban mercaderes oriundos de los más recónditos rincones de la geografía universal: galeras y embarcaciones extrañas, cargadas de mercancías originarias de los más lejanos países, remontaban el curso del río Cydno hasta el puerto interior de Rhegma, y de aquí subían hasta los muelles del puerto principal; por las puertas de Siria se acercaban polvorientas caravanas procedentes de Mesopotamia y de la India misteriosa, cargadas de seda, especias y productos exóticos.

           Por los desfiladeros del Tauro ascendían hileras de camellos, recuas de caballos y de asnos y de otras cabalgaduras, y conjuntos de carruajes sofisticados trayendo cargamentos de pieles y lanas y maderas preciosas de sitios remotos. Los extranjeros traficaban en Tarso con sus productos en la más libérrima autarquía, conviviendo pacíficamente con sus habitantes, sintiéndose como en su propio lugar de origen, y promocionando una mentalidad espontánea, emancipada y exenta de escrúpulos.

           También en Tarso se entremezclaban, en una simbiosis extraña, festivales religiosos con orgías irreligiosas. Durante la infancia se habituó Saulo al fervor ambiental, propio de una sociedad pagana politeísta. Tarso veneraba a Baal Tarz (Señor de Tarso), de alguna manera identificado con el dios griego Zeus. Tarso exaltaba también al dios indígena Sandam, más tarde equiparado al dios griego Hércules; en su honor se celebraba la Fiesta de la Hoguera, en la cual, la estatua del dios (símbolo de la naturaleza que muere y resurge de la nada) se lanzaba a las llamas en medio de un ambiente colectivo de delirio y desenfreno.

           Más aún, Tarso simbolizaba el escenario ideal para la representación teatral de los afamados misterios de Oriente: Cibeles, Dionisos, Mitra, Eleusis, Isis... Tal vez, en alguna ocasión y de lejos, el pequeño Saulo habría contemplado, entre curioso y sorprendido, cómo eran presentados al pueblo los iniciados de Isis, vestidos con una túnica celeste, símbolo de identidad de la divinidad.

           Quién sabe si más tarde no evocaría estos recuerdos de su infancia y de su puericia al suplicar a sus amigos que "vistieran a Cristo", expresión ésta que no ha podido aclimatarse a nuestro lenguaje, tal vez por emanar de otra cultura.

           El entusiasmo de los habitantes de Tarso por la filosofía y por las letras había transformado aquella insólita metrópoli en un centro brillante de la cultura griega.

           Tarso mostraba también el talante peculiar de una ciudad radicalmente cautelosa y seria. A ello contribuiría no poco Atenodoro, preceptor del emperador Augusto, cuya filosofía ayudó a crear un clima de austeridad moral, sobre todo en los hábitos y comportamientos exteriores.

           No obstante, el influjo ejercido en Saulo por el helenismo reinante fue limitado, aunque sería injusto menospreciarlo o ignorarlo. Ni el paganismo ni el liberalismo que señoreaban en Tarso lograron mermarle fidelidad a las creencias de sus padres. Un niño israelita gozaba de multitud de opciones para instruirse en la Diáspora, tanto dentro como fuera de la familia y según las tradiciones de sus ancestros, pues el celo del pueblo hebreo por aferrarse a sus orígenes, conservándose siempre puro, le mantenía bastante encerrado en sí mismo, aislado en guetos discriminados del entorno que le circundaba.

           Lo que sí aprendió Saulo durante su puericia fue el idioma griego; pero no el griego académico, sino el de uso corriente: vivo, pintoresco, invadido de colorido y rebelde a toda regla gramatical. Los expertos no aprecian en su estilo la menor huella del maestro clásico. Hablaba el griego con soltura, incluso con elegancia, cuando se lo proponía; sus epístolas revelan también que sabía escribirlo con notable corrección. El descubrimiento del Papyrus ha demostrado que la mayoría de las palabras de Saulo eran las cotidianas entre la gente sencilla de la población.

           Su educación fue netamente judía. Hacia los 5 años de edad debió comenzar su instrucción, bajo la dirección del hazzan, en la sinagoga. En la sinagoga no sólo se celebraban los oficios religiosos del sábado, sino que también se impartía la educación de niños y jóvenes. En las aldeas se ubicaba la escuela en el mismo local de la sinagoga, mientras en las grandes urbes se llegaban a construir varias aulas alrededor de la sala central de la sinagoga. Siempre fue ésta "la casa de la enseñanza".

           Aun siendo habitual el uso de la escritura, la instrucción se impartía sobre todo oralmente. El rabino explicaba o interrogaba, y el discípulo repetía, hacía preguntas o respondía a ellas. La materia esencial (en la práctica, la única) que se exponía en la sinagoga era la Escritura, con la peculiaridad de que en la Diáspora solía leerse en griego. Saulo se familiarizó con la versión griega de los LXX, sin descuidar el texto original hebreo, que aprendió a deletrear desde la infancia.

           Adolecía de la erudición del maestro clásico. No prodigó la lectura voraz de libros. Los tratados más elementales de las culturas helena y romana, entonces en auge, apenas influyeron en su formación intelectual. Sus escritos denotan ausencia de raíces clásicas y presencia de léxico netamente popular, salvo citas directas de la Biblia de los LXX.

           Ignoraba Pablo por completo a su ilustre contemporáneo (Filón de Alejandría) y a los filósofos estoicos de la época (Séneca...), por mucha similitud que aparente gozar, a veces, su pensamiento. "Todas las desgracias, en buen derecho, podrán ser llamadas bienes siempre que la virtud las ennoblezca", afirmará un reputado estoico de aquel tiempo. "Soporta las fatigas como un buen soldado de Cristo Jesús", concebirá Pablo, proyectando hacia lo Alto el sentido del dolor humano, en contra de la proyección estoica meramente humana, "a lo bajo".

           A pesar de la aparente coincidencia ideológica de Saulo con Séneca en tantos aspectos de sus idearios, y a pesar de la insistencia de algunos autores proponiendo una estrecha relación entre ambos, es más que probable que jamás se relacionaran uno con el otro personalmente.

           Su padre le instruyó y le adiestró en la profesión de tejedor, pues el porvenir se labraba no sólo a partir de la cultura, del ejercicio de la mente o del arte de las letras, sino también del rudo trabajo de las manos. Lo contrario se consideraba una vergüenza. Los oficios manuales solían heredarse, y las técnicas de los mismos se transmitían en el seno de la propia familia. "Quien no enseña a su hijo un oficio (profesaba un rabino), lo cría para ladrón". Por consiguiente, Saulo aprendió a trabajar, aunque esto nunca le impidió estudiar. Su aguda inteligencia y su portentosa fortaleza física le permitían compartir así una formación, por tanto, amplia, variada, exquisita.

           Este águila con pico de oro, que sobrevolaría como viento huracanado por entre los rincones de Europa y de Asia y seduciría multitud de corazones, escribía con apuros: su rudo oficio de curtidor tal vez había encallecido sus manos y se veía obligado habitualmente a dictar a un amanuense aquellas sus largas epístolas. "Mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propio puño", subrayaría Pablo en el ocaso de la vida, a sus amigos de Galacia.

           Y no es que fuera miope o un iletrado. Pero sus dedos temblorosos manejaban torpemente la pluma. Pero todo curtidor (o tejedor) estaba especializado en la confección de tejidos ásperos con los que se elaboraban las tiendas de campaña. Se trataba de una ocupación dura, molesta, cansada y, en aquellos tiempos, muy rudimentaria, aunque bastante productiva y lucrativa. Frecuentemente, cuando los pedidos se acumulaban, se trabajaba sin descanso noche y día, y había faena para cualquiera que dominara el oficio.

           Las tiendas de campaña significaban una de las formas más ancestrales de habitación humana. En ellas habían vivido los patriarcas de Israel; ellas constituían un artículo de primera necesidad de los pueblos nómadas, obligados a cambiar constantemente de residencia en busca de pastos para sus rebaños. Pronto fueron adoptadas por los ejércitos en sus marchas, en las acampadas, en los campamentos base.

           En principio se fabricaban de pieles de animales, y poco a poco vinieron a utilizarse los tejidos groseros elaborados con pelo de cabra o de camello, de color oscuro o negro. Se confeccionaban de todos los tamaños, según el número de personas que debían cobijar, y las más grandes incluían compartimentos separados para hombres, mujeres, esclavos, e incluso para el ganado. Todo ello mediante una elaboración absolutamente artesanal.

           El trabajo del tejedor estaba plenamente asegurado, por ende, en aquella época. Saulo se había adiestrado en el estricto cumplimiento del deber, en el escrupuloso aprovechamiento del tiempo, pues no quería ser una carga para nadie. Más tarde aconsejará severamente y sin rubor: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma".

           Y como le complacía predicar con el ejemplo, aprendió a manejar con soltura la lanceta o la carda, aunque mientras tanto aprovechara para discurrir proyectos, para rezar, para soñar.

           Sin embargo, el porvenir que como tejedor se vislumbraba en lontananza no debió complacer a su padre. Tal vez éste reparó en el hijo muestras de una inteligencia fina y aguda, por lo que alimentó el sueño de que alcanzara el título de escriba o rabino (rabbí, o rabbuní), con lo cual abriría las puertas para ser magistrado, jurisconsulto, consejero, sanedrita y doctor o maestro de la ley, que a todo ello podía aspirar el escriba.

           Mas en Tarso no era posible adquirir tal categoría, pues de los cuarenta y ocho requisitos necesarios para lograr el rango de rabino, las escuelas judías podrían a lo sumo proporcionar poco más de 20. Tendría, pues, Saulo unos quince años de edad cuando, con este propósito, fue enviado desde Tarso a Jerusalén.

           En aquel tiempo, Gamaliel el Viejo, miembro del sanedrín, era el más preclaro rabino de Jerusalén, el doctor de la ley más insigne y con mayor prestigio ante el pueblo, al que se le concedió el título de rabban. En las primeras persecuciones contra los cristianos no temería defenderlos, con aquellas lapidarias palabras, surgidas más de la prudencia que de la simpatía, que preludiaban una histórica profecía: "Si la idea o la obra cristiana es cosa de los hombres, se destruirá por sí misma; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirla. Dejadles en paz, no sea que os encontréis luchando contra Dios".

           ¡A cuántos adversarios del cristianismo, sicarios de la paz y del progreso humano (de entonces y de hoy), habría que recitar esta sentencia de Gamaliel! Desde luego, Saulo no aprobó, inicialmente, el sensato aviso del maestro. Mas en la escuela de Gamaliel, y "a sus pies" (como él mismo Pablo admitiría), adquirió la instrucción rabínica, saliendo "aventajado sobre muchos de los de su edad y nación, y exageradamente celoso en cuidar las tradiciones de sus padres".

           ¿Y qué aprendió Saulo a los pies de Gamaliel? Aprendió primeramente la ley, la Torah. Muchos escribas la sabían de memoria, y Saulo la citaría constantemente de memoria, años más tarde, con una fidelidad pasmosa. Mas no aprendió sólo la letra, sino también la interpretación.

           A pesar de sus puerilidades e incongruencias, los fariseos eran los legítimos depositarios de la ciencia sagrada y los más autorizados intérpretes de la Torah de Israel. ¿No fue el más severo censor de la ley quien afirmó refiriéndose a ellos: "Haced conforme a sus enseñanzas, pero no conforme a sus obras"? También aprendió Saulo la doctrina tradicional, tan influyente como la Escritura; es decir, la Haggada (o tradición histórica) y la Halaka (o tradición jurídica).

           ¿Cuánto tiempo residió Saulo en Jerusalén? Seguramente la formación le debió ocupar varios años, aunque ignoramos exactamente cuántos, al cabo de los cuales regresaría a Tarso. No parece probable su estancia en Jerusalén entre los años 28 al 30, mientras el Redentor sembraba Israel de evangelio, pues éste se vio estrechamente inmerso en una feroz persecución farisaica; y menos aún, al tiempo en que se desarrollaron en sus calles las tumultuosas escenas de la pasión del Señor, en abril del 30.

           De estar alojado Saulo todavía en Jerusalén en aquel momento, habría tomado parte en ellas sin la menor duda, dado su temperamento vehemente y celoso, y lo habría reconocido después en sus cartas con humilde confesión, como más de una vez lamentó haber perseguido a la Iglesia y a los primeros discípulos.

           De manera que debió marchar de Jerusalén a Tarso, antes que el divino Redentor se ausentara de su casa de Nazaret para deambular por el mundo sin un lugar fijo donde reclinar la cabeza.

d) Su fariseísmo

           La formación recibida por Saulo en la escuela de Gamaliel no se limitó a iluminar la inteligencia. Ni a memorizar unos cuantos textos fundamentales. Ni a estudiar un sistema deontológico de reglas, normas y pautas de comportamiento en asuntos de moral y de conducta cívica. Ni siquiera a penetrar en el entramado teológico, filosófico e ideológico que sustentaba a la religión de sus padres. El rabino pretendía infiltrar en el ánimo de su discípulo predilecto todo eso, es cierto; pero, más que eso y ante todo, le inyectaba entusiasmo por la ley y por las venerables tradiciones de sus antepasados. Aunque éste, no asimilándolo en su justa dimensión, lo exageró, lo infló.

           Y adquirió un fanatismo tan exaltado e irracional, que le empedró el corazón y le cubrió el cerebro de una intolerancia feroz contra todo lo que en alguna manera rebajase las excelencias de la ley o contradijese las costumbres rabínicas. Sobrepasó así el temperamento y la escrupulosidad de su mismo maestro. Lo confesará el propio Pablo, años más tarde, en cierta manera acongojado: "Era yo fariseo, hijo de fariseos, y perteneciente a la secta más rigurosa de nuestra religión, irreprochable en cuanto a la justicia legal".

           Por esta razón, tan pronto como le alcanzó la llama del evangelio de Jesucristo, que ardía como la yesca en el alma de gentes honradas, que se propagaba por su patria a una velocidad vertiginosa, que se alzaba como un sacrosanto baluarte inexpugnable e inextinguible, y que para colmo atacaba muchas prerrogativas de la ley, a la que ponía en evidencia y a la que ridiculizaba en algunas de sus más torpes interpretaciones... su celo impetuoso le convirtió repentinamente en un perro rabioso, en un guardián severo de su dominio y en un sangriento perseguidor de los adictos de la nueva religión.

           En consecuencia, la mentalidad de Saulo se identificó con la de aquellos fariseos que Jesús había criticado, vituperado y condenado con una dureza desacostumbrada por su egoísmo, por su hipocresía, por su malicia y por el mal que obraban; ellos mismos, con altanería y arrogancia, se autoproclamaban fariseos, o sea, escogidos, selectos; realmente se consideraban una elite de la sociedad, alejada del resto de la plebe, y se sentían distintos, y mejores, y más perfectos e intachables que nadie. "Te doy gracias, Señor (manifestaba el fariseo de la parábola evangélica, alzando la testuz), porque no soy como los demás hombres: ladrones, impuros, adúlteros. Ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, y doy los diezmos de todos mis bienes".

           Esta idea la llevaban grabada en lo más inescrutable del alma y su lengua la escupía con necedad espesa; ellos se creían impecables, intactos, puros. Sólo ellos dominaban la ley de Dios escrupulosamente. Sólo ellos la descifraban y la sabían explicar correctamente en cualquiera de las infinitas sinagogas que se hallaban distribuidas por este edén terrenal (Jerusalén contaba, entonces, 480 sinagogas). Sólo ellos velaban por ella. Los demás... ¿Los demás? ¡Vulgo infame! O aún peor, pues "todo el que no conozca la ley, es un maldito".

           El mismo Pablo, años más tarde, y compungido de dolor y arrepentido de sus años de fariseo lunático, reconocería: "No son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados". ¿Sería que junto al estricto conocimiento de la ley solían asimilar las luces para manipularla a su antojo? A este respecto, y pasado el tiempo, admitiría Pablo en referencia a los fariseos:

"No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay quien obre el bien, no hay siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta, con su lengua urden engaños. Veneno de áspides bajo sus labios; maldición y amargura rebosan su boca. Ligeros sus pies para derramar sangre; ruina y miseria son sus caminos. El camino de la paz no lo conocieron, no hay temor de Dios ante sus ojos".

           Desde luego, los fariseos se distinguían por la defensa de la ley frente a la prepotente cultura helenista, bastante relajada y alejada de cualquier principio moral, ético o religioso. Siempre conformaron un grupo relativamente reducido, no obstante su notable influencia social. Tergiversaban la ley. Sojuzgaban la ley, urdiendo tramas que envolvían de misterio su visión de conjunto y difuminaban la claridad del detalle. Se perdían en sutiles discusiones y la habían transformado en algo realmente ridículo y odioso. Un ejemplo esperpéntico: el descanso sabático ordenado por Dios. El libro del Éxodo, en Palabra de Dios, lo define así:

"Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Dios el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Dios el día del sábado y lo hizo sagrado".

           Los fariseos descifraron ese sencillo mandamiento en una lista de 39 acciones, ni una más ni una menos, prohibidas en sábado. Y así, en sábado no se permitía cocer un huevo, ni arrancar la hoja de un árbol, ni subirse a un árbol por temor a troncharlo. En sábado estaba prohibido el trabajo del segador. En sábado, una madre no podía llevar a su hijo en brazos, ni un cojo su pata de palo ni su muleta, ni una mujer presumida su dentadura postiza. En sábado no se permitía andar más de 2.000 codos (1,5 km) ni aplastar una pulga, ni escribir 2 letras del alfabeto hebreo, salvo que se escribieran en 2 hojas distintas, o una por la mañana y otra por la tarde, o una con la mano derecha y otra con la izquierda.

           ¡Y el sábado sólo era uno de los infinitos capítulos farragosos que habían consagrado los fariseos a fiscalizar la vida! En total, 613 exactamente, cifra mágica que equivalía al número de letras del Decálogo. Existían (y había que aprender) fórmulas de oración para todo; bendición especial para el higo, para la banana o para cada tipo de vino. El delito de comer sin lavarse las manos era equiparable al adulterio. La piedad se había desfigurado en una insoportable tortura ex profesa, y la bondad de alguien se medía por su capacidad de su memoria, y en saber más preceptos que los demás.

           El fariseísmo había sido fundado siglos atrás bajo la noble tarea de dotar de pureza legal al pueblo fiel. Pero con el paso del tiempo se había convertido en un vil negocio de desalmados, que despojaban a la gente (sencilla, inculta o desconocedora de la ley) y se aprovechaban de ella. Los fariseos confabulaban entre sí para confiscar lo ajeno con alevosía, sin hartura y con premeditación Más aún, con retorcida erudición y pericia, eludiendo los preceptos que no les gustaban o retocando a su antojo los mandamientos de Dios.

           Los fariseos propugnaban la estrechez, el raquitismo, el formulismo y la hipocresía. Y todo ello sin contenido alguno, pero que ellos consideraban el germen auténtico de la santidad. El mismo Pablo lo recordará mucho tiempo después: él mismo, puritano entre los fariseos, meticuloso y polemista, pensaba que en la observancia de esos mil detalles estúpidos se hallaba el colmo de la justicia. Y compungido de dolor, convendrá más adelante, arrepentido de ello:

"Tú, judío que descansas en la ley, que te glorías en Dios y conoces su voluntad, que disciernes lo mejor, amaestrado por la ley, y te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad. Pues bien, tú que instruyes a otros, ¡a ti mismo no te instruyes! Predicas no robar y robas, prohíbes el adulterio y adulteras, aborreces los ídolos, y saqueas sus templos, te glorías en la ley y la manipulas, deshonrando así a Dios. Pues no está en el exterior el ser judío, ni es circuncisión la externa, la de la carne. El verdadero judío lo es en el interior, y la verdadera circuncisión, la del corazón, según el espíritu y no según la letra. Ése es quien recibe de Dios la gloria y no de los hombres".

           ¡Si hubiera palpado entonces la gracia de Jesucristo! Pero nunca se cruzaron el uno con el otro (Saulo y Jesucristo), pues sus caminos divergían: cuando Jesús recorría los rincones de Israel, durante la hora de su popularidad, y luego en el atardecer de su jornada, cuando subía al leño santo, Saulo había regresado a Tarso.

           "Ay de vosotros que, so pretexto de oración, devoráis los ahorros de las viudas, recorréis tierra y mar para hacer un prosélito y luego lo convertís en hijo del infierno. Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello. Ciegos y guías de ciegos, sepulcros blanqueados, hermosos por fuera pero llenos de podredumbre en vuestro interior", increpó en su día el Maestro.

           ¡Cómo habrían irritado estas palabras a Saulo, que con toda el alma esperaba un Mesías triunfante, vencedor de los romanos e instaurador de un reino sempiterno para su país. Pero un Mesías adicto a los fariseos, no un antagonista encarnizado como éste! Cuando, poco después, Saulo se percató de la herencia legada por el profeta de Nazaret y de la expansión fulminante del evangelio, que desarbolaba de cuajo bastantes de sus principios, así como el sistema religioso y el entramado mental que él tutelaba, su estrecha formación le convirtió en un fanático hostigador de la naciente doctrina.

e) Su fanatismo

           Corría el año 36, 6 años después de la muerte y resurrección del Señor. Saulo se encontraba de nuevo en Jerusalén, ciudad revestida de sombras y de odio en aquel crudo invierno. De repente, un motín callejero que enarbolaba las banderas de la estulticia y de la desvergüenza, arrebató de su asiento la candorosa persona de Esteban y la arrastró como un perro maltratado.

           A Esteban se le acusaba de predicar a Jesucristo, de atacar la ley y de atentar contra las sagradas tradiciones del lugar; pero en realidad sucedía que la palabra de este joven diácono fascinaba, cautivaba, atrapaba; y la envidia, salpicada de odio, asumió la acusación. Los fariseos lo apresaron y, fuera de la ciudad, tanto los testigos como los jueces, los asistentes y toda aquella gentuza, se ensañaron con él y lo lincharon a pedradas.

           Saulo presenció en directo la violencia de aquellas fieras rabiosas sobradas de rencor, ayudándoles y guardando los vestidos de los testigos de la acusación (a los cuales correspondía el honor de ser los primeros en ejecutar la sentencia), que apedreaban al 1º mártir de la Iglesia. Saulo se mantuvo durante la cruel lapidación, impertérrito por fuera y cargado de veneno por dentro. ¿Tiró él también piedras contra la indefensa carne del joven? Desde luego, los verdugos, al dejar los vestidos a sus pies, le rendían una especie de homenaje por su celo rigorista y frenético en la defensa de la ley.

           El cristianismo naciente y el judaísmo se retaban por 1ª vez, en las personas de Esteban y de Saulo, cara a cara. Saulo contempló el crimen, dominado por la rabia; Esteban, invadido de paz y de amor sobrenatural. Saulo gritaba y rechiflaba, condenando y exigiendo venganza a Dios; Esteban callaba, perdonando y suplicando de Dios clemencia. Saulo, de parte de los asesinos; Esteban, la víctima de ellos.

           ¿Se cruzaron los dos la mirada durante aquel infame espectáculo? ¿Sería la posterior conversión de Saulo fruto precioso del martirio de Esteban? ¿Hirió de muerte, ya aquel día, la muerte física de Esteban a la muerte espiritual de Saulo? San Agustín sancionaría años después, que "si Esteban no hubiera orado, la Iglesia no habría ganado a Saulo".

           Aquel día, excepto los apóstoles, muchos neoconversos tuvieron que dispersarse por Judea y Samaria, para no sufrir igual fin que Esteban. El sanedrín comenzó una persecución atroz, que, muy a pesar suyo, sirvió para extender la Iglesia, pues diseminó a los cristianos en el mundo como semillas, y la predicación del evangelio llegó hasta Siria.

           La amenaza no pesaba tanto en los apóstoles, hebreos y observadores de la ley, como en los cristianos helenistas, de mayor amplitud de miras. Los helenistas, judíos de la Diáspora, habían vivido o vivían en el extranjero (no los helenos, griegos gentiles), mientras que los hebreos, moraban establemente en Israel. Los helenistas se distinguían de los hebreos por el acento de su lenguaje.

           Cuando la persecución se dilató, buscando no sólo a los jefes, sino a cualquier miembro de la joven Iglesia, Saulo se señaló entre los más ardientes y crueles inquisidores, haciendo estragos entre los "pertenecientes al camino", el camino de Vida, término con que se designaba la nueva fe. Capitaneaba el grupo más empecinado y sectario de los fariseos, siendo el principal instigador y capitoste de la cacería, y organizó una guerra implacable y encarnizada contra los seguidores del Redentor.

           Rabioso como una fiera herida, respirando muertes y amenazas, no había cosa que él no creyera que debía obrar contra el Crucificado. Este lobo rapaz, más que hombre era un símbolo que encarnaba el odio acumulado en la sinagoga contra los creyentes en Jesús, a quien ella había clavado en el madero santo. Años más tarde, confesará el mismo Pablo:

"Yo creí que era necesario redoblar la lucha contra el nombre de Jesús de Nazaret. Y eso es lo que hice en Jerusalén. Yo mismo he encarcelado a muchos discípulos del Señor, hombres y mujeres. Esto lo pueden atestiguar el sumo sacerdote y los ancianos. Cuando se les condenaba a muerte, yo contribuía con mi voto. Frecuentemente recorría las sinagogas, y a fuerza de castigos o tormentos de toda clase, los forzaba a blasfemar; y en el exceso de mi furor les perseguí hasta las ciudades extranjeras".

           En otra de sus cartas, y aludiendo a este período arrebatado de su vida, afirmará Pablo: "Vosotros habéis oído hablar de mi vida en el judaísmo: sabéis que he perseguido sobremanera a la Iglesia de Dios, que la he devastado. En mi celo por la religión judía fui mucho más lejos que muchos judíos, mis compañeros". Con cuánta amargura y arrepentimiento recordaría a los fieles de Corinto, años después, estos excesos de su exaltado y loco fanatismo nacionalista: "No soy digno del nombre de apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Jerusalén".

f) Su camino a Damasco

           "El nacionalismo es contrario al evangelio", subrayaría Madre Teresa de Calcuta en el s. XX. También en el s. I atañía al nacionalismo, siempre (tanto ahora como entonces) dechado de tintes irracionales y sectarios, la misión de contrariar, rebatir y perseguir el evangelio, ensañándose contra sus nuncios y contra la pureza de su mensaje. ¿Y eso, por qué? ¿Por qué tan manifiesta incompatibilidad entre evangelio y nacionalismo?

           Sin duda, porque el evangelio rechazaba (rechaza) la percepción estrecha, pueblerina y egocéntrica de la persona que sustenta el nacionalista. Porque el evangelio une y ampara, mientras los nacionalismos separan y desamparan. El evangelio abre los brazos para acoger, mientras los nacionalismos los cierran para rechazar y para ahuyentar. Porque el evangelio revela un Dios que no acepta dádivas por asuntos locales de natalidad, ni dispensa prerrogativas en virtud de una ocasional descendencia o ascendencia biológicas. Mientras los nacionalismos exaltan esas dádivas y prerrogativas, de manera dominante, fanática e intolerante.

           Corría el mes de Nissan del año 37, y aún olía el perfume del martirio de Esteban, que se había derramado en la atmósfera como aroma de suave fragancia. Saulo, aletargado por tan delicada esencia, pero emborrachado de contradicciones, ardía en irritación contra los adeptos del Precursor del nuevo camino, camino ancho labrado de amor, pues ponían en evidencia y en entredicho el suyo, de trazado cicatero nacionalista.

           Por eso, tramando exterminarlos de la faz de la tierra, solicitó permiso a las autoridades religiosas de Jerusalén para expandir sus pesquisas y persecuciones. El Sanedrín gozaba teóricamente de jurisdicción sobre los judíos de la Diáspora, disponiendo incluso del derecho de extradición. Flavio Josefo relata que la autoridad de Roma había reconocido este derecho.

           En este año 37, Calígula, recién nombrado emperador de Roma, había restaurado la monarquía en Judea, convertida desde el año 6 en provincia imperial gobernada por un procurador romano que residía en Cesarea del Mar; y había nombrado rey de Judea a Herodes II de Judea.

           Y Saulo, investido de poder y revestido de inquina, partió hacia Damasco, ciudad con abundante población judía, situada a 300 km de Jerusalén. Los primeros cristianos de Damasco procedían del día de Pentecostés y aún acudían a la sinagoga; habían formado entre sí un racimo apretado cuyos frutos amenazaban extender muy lejos la savia del evangelio que fluía por sus venas. Saulo sabía esto, y, tratando de impedirlo a toda costa y respirando abominables presentimientos, se dispuso, auxiliado por una escolta de policías, a ahogar con su perfidia la fe de cuantos fieles al camino encontrase en las sinagogas.

           De manera que, obtenido el permiso y por la Puerta Norte de Jerusalén, que aún hoy se llama de Damasco porque allí nacía el camino de la capital siria, salió atropelladamente de Jerusalén el grupo de salvajes inquisidores, capitaneados por Saulo. El celo parecía consumirles de rabia.

           Sin detener la marcha, atravesó el pequeño burgo del Bireh, donde la tradición señala el lugar en que María y José notaron la pérdida de Jesús a los 12 años, cuando regresaban a casa tras la fiesta de la Pascua. Y se adentró en Samaria, la región central y en la que Sargón II de Asiria había deportado en el s. VIII a.C lo más cualificado de esta población a Asiria y Media, y la había suplantado con inmigrantes traídos de Asiria (que se mezclaron con los oriundos dando lugar a una raza híbrida: los samaritanos).

           Se trataba de una tierra de transición entre la fértil Galilea (al norte) y el abrasador desierto de Judá (al sur), y en ella señoreaba una mezcla simbiótica de montañas y colinas, de valles y viñedos. El cielo lucía un azul intenso y la temperatura era benigna, merced a la altitud de la región y a su apertura a las brisas mediterráneas.

           Tal vez necesitó Saulo reposar de la 1ª jornada en el fértil valle de Siquén, que se abre esplendoroso entre el monte Garizim y el Ebal. Una caminata demasiado larga, pero acortada por el rencor contenido en sus presentimientos. Allí, cansado del camino, bebió sin duda el agua del pozo de Jacob (como Jesús había hecho años atrás, del cántaro de aquella mujer samaritana) y descansó en aquellas colinas (aquellas que, año tras año, también atravesó Jesús, acompañado de sus padres María y José, cuando subía con las caravanas de Nazaret hasta Jerusalén, para celebrar la Pascua).

           El territorio donde se ubicaba el pozo de Jacob era sagrado, pues estaba sembrado de recuerdos de los antiguos patriarcas del pueblo hebreo. Justo a la entrada de aquel valle había plantado su tienda 2.000 años antes un nómada llamado Abraham, acompañado de su mujer Sara y de su sobrino Lot, de sus esclavos y de los rebaños de camellos, vacas y ovejas. Allí, en aquel valle, había oído Abraham la voz de Dios.

           También allí, Jacob, nieto de Abraham y padre de las doce tribus de Israel, había acampado, procedente de Mesopotamia, con sus esposas Raquel y Lía; allí había comprado una parcela de campo para desplegar su tienda y allí había excavado aquel pozo para dar agua a su familia y para abrevar a sus rebaños. Allí, en plena conquista de la tierra prometida, había reunido Josué a las 12 tribus, renovando la alianza de fidelidad del pueblo a Dios.

           Todo esto lo sabía bien Saulo, y el descanso en el valle de Siquén le reponía física y anímicamente en su empeño de prolongar aquellas benditas historias del pueblo judío, su pueblo. Hasta que, con el alba, reemprendió impetuosamente el camino.

           Al descender de Samaria a la depresión del Jordán, debió sentir un calor abrasador. Mas la memoria siguió evocando acontecimientos pasados que enardecían su espíritu patriótico. Por aquellas orillas del río, centurias antes, el general del ejército sirio, Naamán, enfermo de lepra, se había bañado siete veces en sus aguas por indicación del profeta Eliseo, y su carne había quedado milagrosamente limpia.

           En su acelerada marcha hacia el norte, rumbo a Galilea, dejó a la izquierda (al fondo de una llanura cubierta de mieses) las montañas de Gelboé, malditas y peladas. En sus laderas habían muerto, a manos de los arqueros filisteos, Saúl (el 1º rey de Israel) y sus hijos (Jonatán, Abinadab y Malquisuá). Había sido aquella una tragedia nacional que inspiraría al rey David, sucesor de Saúl, una elegía de dramáticos acentos: "¡Ay la flor de Israel, herida en las alturas! ¡Cómo cayeron los valientes! ¡Montes de Gelboé, altas mesetas, ni rocío ni lluvia caiga sobre vosotros! ¡Cómo cayeron los valientes y los rayos de la guerra perecieron!".

           Prosiguiendo el viaje por la verdeante llanura de Esdrelón, entre mieses, viñedos y olivares, Saulo tomó sin duda la ruta de las caravanas (la Vía Maris), que conducía directamente a Damasco. Aquella fértil llanura, ya en la provincia de Galilea, había sido, unos años antes, lugar frecuentado por el Mesías, sin que Saulo lo sospechara siquiera en aquel momento.

           La llanura de Esdrelón mostraba ufana una belleza inigualable. Dotada de la superficie más amplia de Israel, ya desde la antigüedad, por su fertilidad, se la consideraba el granero del país. Flavio Josefo la describía como un paraíso semitropical donde la primavera florecía durante el año entero. Se asemejaba a un tapiz similar a un mosaico moderno por la variedad de formas de parcelas y de coloridos: amarillentos, verdes, rojizos, ocres... Penachos de blancas nubes, impulsadas por los vientos mediterráneos, recorrían un cielo herméticamente azul y sombreaban intermitentemente la llanura.

           Por aquel vasto valle, sin embargo, se hallaba el paso obligado tanto de las pintorescas y pacíficas caravanas de mercaderes como de los ruidosos ejércitos. Por allí habían avanzado soldados de los antiguos imperios, con sus "carros de combate veloces como el huracán, sus caballos feroces como panteras, y sus jinetes como raudas águilas sobre su presa, entre el son de la trompeta, el alarido de la guerra y el resoplar y relinchar de los corceles".

           Los faraones egipcios, las huestes de Josué en la conquista de la patria prometida, Sargón II de Asiria, Senaquerib y Nabucodonosor II de Babilonia, Ciro II el Persa, Alejandro III Magno, Pompeyo... todos habían cruzado el Esdrelón con sus amenazantes tropas. Y ahora, para no ser menos, lo cruzaba este vándalo, Saulo, dominado por una pasión incontenible, inmerso en una persecución sangrienta... Y allí descansó de su segundo día de fatigoso camino.

           Reanudado el mismo, bordeó el Tabor, aquel glorioso monte donde Pedro había pretendido ingenuamente instalar tres tiendas, que se divisaba a lo lejos como un peñón solitario cubierto de arbolado y verdor. En la orilla de aquel zigzagueante camino florecían arbustos, flores silvestres, cardos morados, adelfas y buganvillas que restablecían la vista, el ánimo y el alma.

           Saulo se detuvo para evocar otras viejas historias, contemplando aquel afamado macizo que fijaba los límites de los territorios de Isacar, Zabulón y Neftalí. Allí se ofrecían sacrificios legítimos, aunque el profeta Oseas los había prohibido al convertirse en lugar de culto idolátrico. El Salmo 88 proponía aquella cima para aclamar el nombre del Señor ("el Tabor y el Hermón exultan tu Nombre"), y Jeremías la había comparado con Nabucodonosor II, que sobresalía sobre sus soldados.

           Allí, sobre la cumbre del Tabor, había concentrado la profetisa Débora, que gobernaba Israel en tiempos de los jueces, a diez mil soldados de Neftalí y Zabulón, y tras una impetuosa bajada pasó a filo de espada al ejército cananeo dirigido por el general Sísara con sus novecientos carros de hierro y toda su infantería: Israel gozó de cuarenta años de paz gracias a aquella batalla gestada y ganada desde la cumbre que ahora divisaba Saulo.

           Descendió hasta las cercanías de Tiberíades, capital de la tetrarquía de Herodes I de Judea, sin entrar en la ciudad, pues podía contaminarse al haber sido edificada sobre una vieja necrópolis. Siguió la orilla occidental del lago de Genesaret, donde las gaviotas espiaban el salto de los peces.

           Tal vez se zambullera Saulo en este precioso mar de Galilea, para darse un baño relajante y tonificante del cansancio físico de las jornadas precedentes y de los calores del día. Y descansó, sentado en su verde orilla, a la sombra de los eucaliptos que estallaban con los cantos de los pájaros, dejándose impregnar por la luminosidad y la belleza del lago, que se extendía tranquilo, plateado y azul, ante su mirada.

           Aquella orilla era la misma donde los hermanos Pedro y Andrés habían echado sus redes al agua en una pesca milagrosa, aquella orilla era la misma orilla que utilizaban Juan y Santiago, aquella orilla era la misma orilla donde había desembarcado el Mesías tantas veces cuando volvía a Cafarnaum de sus correrías apostólicas. Pero Saulo ignoraba en aquellos instantes estas benditas historias.

           Y llegó a Cafarnaum, la antigua aldea de Nahum, que las crónicas evocarían en el futuro como centro de operaciones del Redentor, durante su vida pública. Esta localidad se asentaba en un ligero declive entre la orilla del mar y las cercanas colinas al norte, y era lugar de tránsito obligado para judíos y extranjeros, en una zona poblada por pescadores y agricultores. En Cafarnaum tal vez visitaría Saulo la espléndida sinagoga local tan frecuentada por Pedro, Andrés, Santiago, Juan... y por el propio Mesías, y cuyos restos son todavía admirados por los visitantes.

           Siguiendo la Vía Maris, cruzó el río Jordán, río sagrado cuyas aguas cristalinas sepultaban multitud de retazos de la sacrosanta historia (antigua y nueva) del pueblo de Israel. Y se adentró en territorio de la tetrarquía de Filipo, donde había sido constituido primado de la Iglesia Pedro, personaje cuyo nombre, a lo largo de los siglos y sin que entonces lo sospechara, habría de estar inseparablemente unido al de Saulo.

           Posiblemente se acercara a Cesarea de Filipo para pernoctar y otorgar un nuevo reposo a sus fuerzas. Cesarea de Filipo era una localidad muy bella, emplazada junto a las fuentes del Jordán, entre macizos de higueras, adelfos, álamos, terebintos y almendros, aunque abundaban los escorpiones de graves picaduras. En esta ciudad, totalmente pagana (del dios fenicio Pan) y en territorio sirio (en los Altos del Golán) en la que había sido curada por Jesús la hemorroísa de sus flujos de sangre. ¿Acaso vivía aún? ¿Se tropezaría con ella ahora?

           Repuestas las fuerzas, todavía le quedaba un tercio del viaje, unos 90 km, para llegar a Damasco. Y como se adentraba en un territorio menos denso en recuerdos, estas tres jornadas finales de camino las debió dedicar, sobre todo, a preparar la estrategia a seguir para dar buen desenlace a su cruel persecución. Había que ladear la vieja historia y asumir la nueva historia que él, con su impulso patriótico, pretendía escribir.

g) Su conversión

           El viaje hacia Damasco significaba para Saulo el inicio en el arte de la peregrinación, al cual se sometería denodadamente, sin desmayo, durante el resto de su vida, sin entonces sospecharlo siquiera, aunque por una motivación bien diferente y contrapuesta de la que ahora le acuciaba.

           Tras 8 días de frenética marcha, habían pisado la llanura de Damasco, enclavada sobre el fértil oasis que en medio del desierto forma el río Barada al descender del Antilíbano. Se dibujaba ante ellos, prominente y mayestática, la silueta de la ciudad, bella como nunca, seductora como nunca. Se frotaban las manos, de satisfacción por la misión a punto de culminar.

           Mas sucedió que, yendo todavía de camino, ya casi al final del trayecto, cuando degustaban el éxito de la embajada, una luz potente, opalina, deslumbradora, cuyo foco emisor eclipsaba hasta el sol, irrumpió súbitamente sobre el sendero, irisando el ambiente y envolviendo a Saulo y a su séquito en su vigoroso resplandor. En pleno mediodía, cayeron rostro en tierra, ofuscados y atemorizados.

           Y el temor se tornó en terror cuando sonó en el cielo un bramido misterioso que desplegaba el ímpetu de un rayo y que articulaba con sublime lentitud el nombre del jefe de la pandilla, justo en la forma aramea de su idioma:

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Te es duro dar coces contra el aguijón.

           Los componentes de la escolta se detuvieron mudos de espanto; alucinados por la luz, no veían nada; aturdidos por el susurro del enigmático rugido, apenas lo oían confusamente; quedaron sumidos en un profundo letargo. Sólo el que los conducía distinguía nítidamente a alguien y entendía claramente la voz. No daba crédito a sus sentidos, mas era verdad; frente a él brillaba, radiante de esplendor y surgido como por encanto, un hermoso personaje con más apariencia celestial que terrenal, en cuya naturaleza se entremezclaban caracteres humanos y angélicos en perfecta sintonía.

           Derribado sin haber sido atacado, intrigado por esta visión terrible e infinitamente dulce al mismo tiempo, necesitaba aclarar la extraña situación que le embebía. Él, un sobresaliente doctor de 30 años de edad, que jamás había sido, ni sería, un visionario, había quedado confuso ante la majestuosidad de Aquél que deletreaba con delicadeza su nombre en el idioma de sus padres, el arameo de las gentes de Judea, en tierras lejanas.

           Pasmado y empequeñecido, aturdido y derrotado sin ni siquiera ser agredido, cobró ánimo y se atrevió a dirigir la palabra hacia el desconocido, hacia aquel Ser que a la vez le aterrorizaba y le seducía. Le urgía averiguar su identidad, su procedencia:

—¿Quién eres tú, Señor?, preguntó.

           ¿Sería un ángel bajado del cielo? ¿Sería aquel Dios temible que, centurias atrás, se aparecía frecuentemente a Jacob, a Moisés, a los patriarcas, a los profetas? ¿Sería el Dios de sus padres que quería premiar su celo, agradecer su espíritu enardecido, leal, diligente, y estimularle a proseguir volcado en tan sagrada causa como aquella que ahora le consumía? ¿Sería...? ¿Quién era en verdad este asombroso personaje?

—Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues, respondió la voz, que no se hizo esperar y que encerraba un crudo mensaje.

           ¿Pero cómo? ¿Qué es lo que se infiltraba, y con tanta nitidez, en sus oídos? ¡Lo último que le apetecía oír! ¡No podía ser! ¿Cómo le censuraban con tanta crueldad la candidez de su pregunta? Pues con esta sencilla e ingenua respuesta se desarbolaba por completo y de cuajo, en tan sólo un instante, el pensamiento de Saulo, su vida, su obra; de un solo y seco golpe y sin dejarle lugar a la duda, le revolucionaban sus planes, le modificaban sus creencias, le invitaban a rendirse ante Aquél a quien tanto detestaba y a servir cortésmente a quien con tanto empeño perseguía. Respuesta, por ende, inesperada, sorprendente, explosiva: "Yo soy Jesús de Nazaret".

           ¿Sería posible? ¿Pero no lo habían clavado siete años antes sobre un leño y Jerusalén testificaba su muerte? Mas no. ¡Ahora se imponía la evidencia! ¡Era cierto! El divino Nazareno en verdad había resucitado, y erigía a su tenaz perseguidor en un nuevo y cualificado testigo suyo, para su propia desgracia. Aquel Cristo a quien él y sus secuaces daban por exánime, vivía, hablaba, e irrumpía impetuosamente ahora, triunfante y glorioso, en su presencia. La aparición había obnubilado la luz del Sol y una sola palabra salida de su boca había abatido a aquel inquisidor tan valiente y valeroso.

           Y no parecía un vil enemigo, el malhechor que sus amigos le habían pintado, aquel detestable y odioso crucificado del Gólgota con el que se habían ensañado la envidia, la perfidia y la malicia personificadas, sino un ser sumamente bondadoso, afable, acogedor, atrayente, envolvente... y omnipotente, con las trazas de un dios. ¡Qué revelación tan sobrecogedora! Como confesaría el propio Pablo desde entonces, y sin pudor: "Yo también he visto al Señor".

           El recuerdo de esta aparición permanecerá imborrable de por vida. Nadie se lo arrebataría. Nada se lo oscurecería. Lo narraría hasta la saciedad y en los más dispares auditorios con agradecimiento, con noble orgullo, con pasión acalorada. Ahora contemplaba al Mesías en persona, cara a cara, sin velos, sin cortapisas, sin limitaciones, y en toda su gloria y en todo su esplendor. En el esplendor de su gloria. Y Saulo creyó.

           No necesitó Saulo más que una sola frase y la visión de aquel Ser indulgente para creer, de manera fulminante, radical, desde aquel histórico momento hasta el atardecer de su vida. Nada ni nadie lograría en adelante arrancarle esta fe naciente. Porque "estoy seguro que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni todas las potestades, ni el presente ni el porvenir, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna podrá, en adelante, separarme del amor de Cristo", repetirá constantemente Pablo en el futuro.

           Mas aquella visión sorprendente, alucinante, no se había limitado a mostrarle una Persona adorable. En ella había descifrado la evidencia de un misterio que iba a sellar su futuro: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues". Y comprendió súbitamente que en el divino Jesús no sólo se escondía aquel predicador ambulante que había sembrado de milagros y de amor los fértiles suelos de Israel, y el Cordero glorioso que, tras su resurrección, controlaba la historia y el mundo desde el cielo, sentado a la derecha de su Padre.

           Se estaba gestando, en aquellos instantes, un cambio radical y esencial en la mentalidad de Saulo: la sustitución de la ley de Moisés, hasta entonces su ley, por la persona de Jesucristo muerto y resucitado. Sus privilegios de hebreo circunciso, de fariseo, de benjaminita, de maestro en la ley... los iba ya a valorar por nada, frente a la persona que se le presentaba en las inmediaciones de Damasco.

           Su escala de valores se desvanecía repentinamente, pues "lo que era para mí ganancia (confirmaría años más tarde) lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en él".

           Había quedado atrapado en una milicia que reemplazaba diametralmente su actividad bélica y fanática anterior. Por eso, cual soldado disciplinado, dúctil a las órdenes del capitán, Saulo recabó instrucciones concisas y concretas:

—¿Qué quieres que haga, Señor?

           Parecía estar dispuesto a obedecer, no preocupándole la trayectoria de su vida hasta aquel preciso instante, tan distante, tan opuesta, tan contradictoria a la que ahora pretendía asumir, sometiéndose sumiso, dócil. ¿Cómo podía cambiar de manera tan radical en tan breve lapso de tiempo? ¿Cómo renunciaba tan pronto a sus ideas, a sus creencias, a sus prerrogativas ganadas a pulso durante años? ¿No sentía remordimientos de haber sido un terrorista intolerante?

           Cuál no sería la transmutación de este hombre, que, sin pausa alguna, sin reposo, sin darse una tregua tras el frenético camino llevado desde Jerusalén hasta Damasco, pretendía ya poner las manos en la obra, luciendo así su excelente temperamento, capaz de reaccionar al instante, sin titubeos, y de entregarse al servicio con gallardía. No se percataba, ni le importaba siquiera el hecho de que, a partir de ahora, el rabioso perseguidor se convertiría en perseguido, y con odio no menos violento, por su madrastra la sinagoga y por la jauría de sus antiguos secuaces.

           ¡De qué método tan insólito se vale Cristo para elegir a sus apóstoles! Nunca se inclina por personajes ilustres de brillante pasado, sino por almas de acero que se enderezan al primer golpe: almas recias que no se amilanan ni se arredran jamás bajo las dificultades y las pruebas, por duras que éstas sean; almas no habituadas a pedir explicaciones ni justificaciones, sino órdenes tajantes y claras que cumplir; almas de acción que no entienden de cansancio ni de reposo; almas viriles y, a la vez, almas sumisas que se entregan sin reservas a quien depositan su fe.

—¡Levántate! Me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo, tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales Yo te envío, para que les abras los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí. Ve a Damasco, entra en la ciudad y allí se te dirá lo que tienes que hacer.

           La 1ª orden dada por Jesús a Saulo no podía ser otra: "¡Levántate!". Pues un soldado recibe las instrucciones de pie, en postura firme y cuadrado, y nunca tumbado en el suelo. Y Cristo pasaba a ser ahora su capitán. Y esto fue todo. Pasado el tiempo, evocaría Pablo esta formidable experiencia sufrida en la llanura de Damasco: "Sé de un hombre en Cristo, el cual hace 14 años fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar".

           En aquel momento, Saulo no entendió nada del mensaje recibido. Absolutamente nada. Sólo asimiló el encargo final: que prosiguiera el viaje y esperara en Damasco.

           Y obedeció escrupulosamente. Sin embargo, ya le estaba acechando la 1ª prueba: "el resplandor divino de la gloria de Jesucristo le había quemado los ojos". La escena apenas había durado unos minutos, y al levantarse del suelo, una profunda oscuridad le envolvía: se había quedado completamente ciego. En medio de la clara luz que los penetrantes rayos del sol seguían irradiando sobre aquel mediodía sirio, los ojos grandes y abiertos de Saulo no le servían para ver y recrearse en la belleza del entorno. Las potencias de su alma y sus sentidos habían sido repentinamente embargados.

           Desde el eclipse de sol por el Sol, y durante su exposición, los acompañantes de Saulo permanecieron inmóviles, espantados; pero al no contemplar cara a cara la Aparición, no habían sido cegados por su resplandor; por lo que, vueltos a la normalidad, poco a poco se fueron rehaciendo de su pavor. Tendieron una mano piadosa al jefe, que momentos antes les alentaba a la lucha, y que ahora yacía en el suelo derrotado. Y éste, tropezando en las piedras y en los guijarros, inspirando lástima, tembloroso, indeciso al andar, prosiguió su camino hacia Damasco.

           Damasco, la actual capital de Siria, se hallaba situada en un oasis o fértil valle enclavado en los confines del desierto de Siria. Ofrecía con sus jardines y minaretes un soberbio y bello panorama desde lejos, que Saulo ya no pudo apreciar. Damasco constituía el ojo cristalino de Oriente y en aquellos tiempos la habitaban 50.000 mil personas.

           En este mes de Nissan, por estas fechas, brotaban los nogales y colgaban las viñas a modo de lianas de los árboles, brillando la hierba del campo como una verde alfombra aterciopelada y luciendo sus colores el amarillo melocotón y la purpurina flor del granado. Contemplar cualquier paisaje damasceno significaba un espectáculo realmente encantador. No le faltaría razón a Mahoma al situar en Damasco uno de los 4 paraísos terrenales.

h) Su preparación apostólica

           Pronto entraron en Damasco. La visión le ardía por dentro a Saulo. Los ojos de la cara habían apagado su lumbre y se hallaban sumidos en la más negra penumbra, pero con los ojos del corazón no podía desprenderse del rostro sereno, bondadoso y majestuoso que había contemplado el día más importante de su vida. Tal impacto había abatido sus sentidos, que no sentía hambre ni sed. No quiso ingerir comida ni bebida durante 3 días seguidos. Absorto en su misterio y ciego en su vista y en su cerebro para las cosas del mundo, rezaba, meditaba y soñaba.

           ¡Una auténtica rebelión anidaba y bullía en lo más hondo de su alma! Mas él aguardaba confiado, destilando serenidad a flor de piel, aunque se le agolpaban embarazosamente muchas preguntas, que soslayaba sistemáticamente y sin rubor. Le reconfortaba sobremanera el recuerdo de la revelación insospechada que le había deslumbrado, infundiéndole esperanza y valor.

           Al 3º día de su estancia en Damasco, ensimismado en el letargo, una revelación le despejaba de nubarrones el horizonte: entre sombras, vislumbraba a un hombre benigno que le acogía mansamente en su corazón; se llamaba Ananías y le imponía las manos sobre la cabeza, le infundía en el alma el Espíritu, y le permitía recuperar milagrosamente la vista. Presentía en la escena visos de pronta realidad. En ese mismo instante, Ananías disfrutaba de otra visión:

—Ananías, le interpeló Cristo.

—Aquí estoy, Señor, respondió Ananías.

—Levántate, ve a la calle Recta y pregunta en casa de Judas por uno de Tarso llamado Saulo. Se encuentra allí en oración, y ha visto que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista.

           No cabía mejor garantía de autenticidad del mensaje divino: ¡Saulo oraba! Salpica nuestros sentidos la llaneza de las relaciones entre los precursores del legítimo nombre cristiano con el Maestro, cargadas de familiaridad, de intimidad, de confianza ciega. Mas no se admiraban de ellas, sino todo lo contrario: las saboreaban con la mayor naturalidad. Por ello, Ananías replicó:

—Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén, y que está aquí ahora, con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a los que invocan tu nombre.

—Vete, le cortó Cristo secamente, sin atender razones. Pues este hombre es para mí un instrumento elegido que llevará mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre.

           Ananías no insistió. Conocía bien la calle Recta, una calle dividida en 3 por 2 hileras de columnas, que discurre aún por Damasco de este a oeste; se trata de una calle geométricamente rectilínea, de 1,6 km de longitud. Pronto encontró Ananías la casa de Judas y se acercó a Saulo, que se hallaba ya ansioso esperando la visita soñada; le observó atentamente, y tras un intenso y luminoso silencio, le espetó con suma delicadeza y bondad:

—Saulo, hermano mío.

           Saulo recibía una inesperada lección sobre fraternidad cristiana; fraternidad capaz, gracias a la gracia de Cristo, de saludar a un desconocido y cruel enemigo, que días antes pretendía apresarle y encarcelarle, con mansedumbre y con el cariñoso apelativo de hermano: "Saúl, hermano mío".

           Ante esta voz cargada de amor, Saulo se volvió con los ojos abiertos de par en par, aunque sin ver nada. Presentía la acción divina aromando el ambiente. Y prosiguió Ananías:

—Me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y te sacies de Espíritu Santo. Pues el Dios de nuestros padres te ha elegido para enseñarte su voluntad, mostrarte al Justo y para que escuches la voz de sus labios; tú serás ante los hombres testigo de lo que has visto y oído.

           Seguidamente, Ananías le impuso las manos. Al instante, de los ojos de Saulo, herméticamente cerrados desde la deslumbrante aparición en la llanura de Damasco, cayeron unas como escamas, y recobró la vista.

—Y ahora, ¿a qué esperas?, continuó Ananías, mirándole fijamente. Levántate, recibe el bautismo y limpia tus pecados después de invocar el nombre de Jesús.

           Allí, en la humilde morada de Judas de la calle Recta, Saulo fue bautizado y confirmado, por la imposición de manos, inundándose de Espíritu. Y se dispuso a comer, para recuperar las fuerzas debilitadas por tan prolongado ayuno. Como diría mucho más tarde el apóstol, ya anciano y a un amigo: "Cristo Jesús me ha elegido para su servicio, a mí que era un blasfemo y un perseguidor. Pero él se apiadó de mí, porque yo obraba sin saber y sin mala fe".

           Saulo había derrochado honestidad hasta entonces. Él siempre había pensado que obraba lealmente, conforme a la voluntad de Dios. "Yo creí entonces que tenía que redoblar la lucha contra el nombre de Jesús de Nazaret", recordará pasado el tiempo. Y había tratado de honrar a Dios en aquella persecución enloquecida, obsesiva. Pues, ¿cómo podía desvanecerse en un visto y no visto el Dios que desde épocas inmemoriales había alimentado la fe de sus padres? ¿Debía tolerar que las enseñanzas de un sencillo carpintero arruinaran de un seco golpe la ley de Moisés que había regido Israel durante milenios bajo el amparo de Dios?

           Sin embargo, el Espíritu de Dios le roció con la Verdad de Dios. Le impregnó de sabiduría divina, pues para ello estaba predestinado desde antes de la aurora de los siglos. Y la respuesta de Saulo fue fulminante, espléndida, generosa. Al punto renunció a la carne y a la sangre. Rompió radicalmente con el pasado, meditó proyectos de futuro basados en aquel milagroso encuentro y, sin detenerse, se dispuso a servir incondicionalmente, bajo el halo y el impulso del Espíritu: "Por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado. Ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí".

           Permaneció en Damasco unos días en compañía de aquellos que vino persiguiendo, de los que finalmente se granjeó su respaldo, su aprecio, su amistad; y divulgaba en las sinagogas su conversión. Para él ya no había más que un Señor: Cristo Jesús. Ni entonces ni más tarde lo disimulará; nunca se sonrojará de él y todo su anhelo se centrará en proclamar incansablemente su fe para que se derrame sobre los demás como la escarcha nocturna.

           Mas para oír bien su voz, que debía instruirle y formarle plenamente a la manera de "Aquel que le separó desde el seno materno", Saulo emprendió el viaje, sin pedir consejo a nadie ("ni a la carne ni a la sangre") ni subir a Jerusalén ("donde estaban los apóstoles anteriores a mí") al lugar más impensable: "me fui a Arabia".

           Allí, en la más pura soledad, alcanzó un perfecto conocimiento del evangelio. A pesar de no haber compartido la vida del Mesías de Nazaret, ni escuchar su predicación, allí fue instruido directamente en el silencio de la oración y del recogimiento, a través de revelaciones, por inspiración de la gracia y mediante la acción divina en su alma. Como él mismo dirá más tarde: "Os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí no es cosa de hombre, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo".

           ¿Cuánto tiempo permaneció en el retiro de Arabia? Al menos un año; tal vez dos. ¿En qué se ocupó durante ese tiempo? ¿Qué región escogió? Solamente sabemos que allí, en el retiro del desierto, el fariseo formulista se transformó en el apóstol ardiente del amor, pletórico de paz y dulzura.

           El fogoso vándalo de antaño necesitaba descanso físico y moral, aislamiento absoluto de todos y de todo, para tratar a solas con Dios y prestarle oído atento; y guiado sin duda por el Espíritu, escogió este lugar de Arabia extremadamente caluroso y seco. El cielo, siempre despejado, despedía allí un calor tan sofocante que abrasaba durante 8 meses con temperaturas de hasta 45ºC a la sombra. Las noches, en cambio, se mostraban benignas, derramando su rocío consolador sobre la escasa vegetación que allí se desarrollaba.

           Durante los meses de verano (desde junio hasta septiembre) reinaba en el desierto el terrible simoun. Y no tenía por compañía sino abundancia de serpientes venenosas, como el cerastes y el áspid, leones, hienas, chacales, gerbos, avestruces, escorpiones y arañas de las más variopintas clases.

           Es posible, y así han supuesto algunas tradiciones, que predicara a Cristo Jesús entre los de la región; pero no ha quedado ni rastro de esa evangelización, ni se hallará noticia de iglesia alguna en el Haurán antes de la emigración de Israel en el año 70. Lo cierto es que allí, en el más absoluto retraimiento, evocaba Saulo instintivamente la sublimidad de aquellas primeras revelaciones, de las que dejó escrito que:

"Para que no me engriera con ellas, fueme dado un aguijón a mi carne, y desde entonces un ángel de Satanás me abofetea continuamente, para que no me engría. No tuve más remedio que rogar tres veces al Señor que lo alejase de mí. Pero él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Consecuentemente, con mucho gusto me glorío desde entonces sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo.

           Allí, vigorosamente fortalecido e iluminado por el Espíritu, comprendió en su corazón por la fe "cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad", y percibió el amor de Cristo, "que excede a todo conocimiento".

           Al cabo de estos meses árabes de encierro y silencio, regresó Saulo a Damasco. Los damascenos, estupefactos, le oían predicar en las sinagogas que Cristo Jesús, el crucificado del Gólgota, era el Salvador esperado y el Dios en quien habían de creer. Asombrados del cambio, se preguntaban: "¿Cómo, pero no es éste el que en Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invocaban el nombre de Jesús, el Hijo de Dios, y no ha venido aquí con el objeto de llevárselos atados a los sumos sacerdotes?".

           Pero Saulo se crecía y confundía al auditorio, probando que Jesús era el Cristo, en Mesías esperado. Debatía con autoridad. Por dominar a la perfección la ley, refutaba cualquier argumento, y ya no era sólo el testigo que afirmaba con fe inquebrantable haber visto al Resucitado, sino que era también el brillante rabbí que se apoyaba en la Escritura, que dominaba el ambiente, que preveía las objeciones y que se adaptaba admirablemente, respondiendo a cualquier crítica y fortaleciendo su propio criterio. Por eso, sintiéndose derrotados e incapaces de vencerle honestamente con la fuerza de la palabra, resolvieron reducirlo al silencio con la fuerza de la puñalada trapera. Y tramaron una conjura para matarlo.

           El perseguidor de antaño se convertía ahora en perseguido. Y se enteró de la intriga en que se hallaba implicado. ¿Cómo podía eludir el peligro?

           Sus adversarios habían tramado una estratagema diabólica, y lograron del etnarca del rey Aretas que se montara una guardia a las puertas de la ciudad, día y noche, para asegurarse que la víctima se encontrara dentro mientras ellos le acosaban sobre seguro. Tan activas fueron las pesquisas, que apenas podía Saulo ocultarse: así iban a comenzar las peripecias del peregrino de Tarso. En esta ocasión, aprovechando la oscuridad de la noche y metido en una espuerta usada para el acarreo de higos y pescado, fue deslizado, descolgado de una maroma desde lo alto de la muralla de la ciudad, por la ventana de la casa de un amigo, muro abajo. "Y así me escapé de sus manos por la gracia del Señor", evocará Pablo pasado el tiempo.

           Saulo quería ir a Jerusalén "para ver a Pedro". De manera que, fugitivo y solo, como una oveja herida busca con avidez el redil del que se ahuyentó recabando cuidados, recorrió en sentido inverso el mismo camino que con su escolta trazara 3 años antes.

           Mas no pudo sufrir peor desengaño. La frustración, el dolor y la impotencia acamparon sin compasión en su alma. Pues nadie se fiaba en Jerusalén de él: los judíos le consideraban un traidor, mientras que los fieles seguían reputándole como el fiero hostigador de siempre. Pretendía unirse a los discípulos, mas huían de él despavoridos. La capital del país no le dio por acogida más que una dramática soledad.

           ¡Cuánta amargura tuvo que tragar el corazón de este buen hombre! ¡Romper radicalmente con el pasado, renunciar al porvenir de un fulgurante rabino, y verse ahora ensombrecido por el desprecio, rechazado y marginado! ¡Someterse al Maestro sin reservas, arder en deseos de entregar la vida entera a su servicio, y sentirse sospechoso por sus propios hermanos, que le acogían con la más escandalosa frialdad! No obstante, su alma, acerada y fraguada en el crisol de la gracia, se mostraba inasequible al desaliento.

           Y Dios se apiadó de él. Un tal José, chipriota apodado Bernabé, intimó con él; se cree que habían sido condiscípulos en la escuela de Gamaliel; lo cierto es que ambos se aceptaron. Bernabé, tras convertirse al Señor, había vendido cuanto tenía, un campo, recogiendo el dinero y poniéndolo a los pies de los apóstoles; era bondadoso y de ancho criterio en la admisión de los conversos; según la tradición, habría presenciado la curación del paralítico efectuada por Jesús en la piscina de Bezatá, y desde entonces se le habría unido con entrañable afecto. Bernabé, pues, presentó a Saulo ante Santiago, el hermano del Señor, pues Pedro moraba a la sazón en Antioquía, huido tras la muerte de Esteban.

           Saulo contó a Santiago la historia de su alma y los anhelos que ya anidaban en su corazón. Santiago captó la insospechada riqueza espiritual que Dios había depositado en este caudaloso torrente de gracia; lo acogió entrañablemente, y le conminó a proseguir luciendo el baluarte del amor que tan lealmente y con tanta sabiduría enarbolaba.

           En consecuencia, animado y reafirmado en su fe por el propio patriarca de Jerusalén, se desvanecieron los recelos con que fue recibido por los hermanos, y éstos, finalmente, aceptaron su compañía. Se presentaba en las sinagogas, defendía su fe con audacia y sabiduría, y discutía con todos. Su lucida oratoria causaba enorme sensación y malestar entre sus adversarios.

           Y hasta provocaba escándalo, especialmente entre los helenistas. Por lo que éstos, no andándose con rodeos, tramaron una confabulación y decidieron suprimirlo de la faz de la tierra. Apenas habían transcurrido 15 días desde su llegada a Jerusalén, y ya estaba decretada otra sentencia de muerte contra su persona. Sólo se esperaba la ocasión oportuna para ejecutarla. Corría el año 40.

           Un día, mientras oraba en el templo, cayó Saulo en éxtasis. Jesús se le apareció de nuevo:

—Date prisa y marcha inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí.

—Señor (replicó Saulo), ellos saben que yo andaba por las sinagogas encarcelando y azotando a los que creían en ti; y cuando se derramó la sangre de tu testigo Esteban yo también me hallaba presente, y estaba de acuerdo con los que le mataban, y guardaba sus vestidos.

—Vete, concluyó Jesús, cortando y desoyendo las justificaciones. Marcha de aquí, porque Yo te enviaré muy lejos, para la conversión de los gentiles, en naciones lejanas.

           Sólo permaneció 15 días en Jerusalén. Los hermanos, presurosos, lo llevaron camuflado a Cesarea para evitar su muerte, y de allí marcharía a Tarso. Su campo de acción estaba fijado: Saulo sería un peregrino del evangelio, para cuyo servicio había sido constituido heraldo, apóstol y maestro: el apóstol de los gentiles y las tierras lejanas.

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Viajes I y II de San Pablo

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           "Yo te envío a los gentiles para que les abras los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios". Esta orden, recibida cuando aquella bendita revelación le había cegado los sentidos, consumía las entrañas de Saulo como un fuego devorador. Los conatos evangelizadores de Damasco y de Jerusalén se habían saldado con 2 cruces de sabor amargo. Pero eran cruces estimulantes, purificadoras, redentoras; cruces livianas, por estar compartidas con el Salvador, y cuyo lastre reclinaba sobre la cruz del Gólgota, no sobre los hombros del apóstol.

           Saulo no se sentía amedrentado por ellas; al contrario: le daban alas, y soñaba con anunciar la buena noticia de la salvación, hablar del Mesías, proclamar su vida, su mensaje, su muerte, su resurrección... a diestro y siniestro, a la vuelta de la esquina y en lugares recónditos y lejanos, en su casa y hasta en el último rincón del mundo. No. Las persecuciones no le encogían, sino que más bien le estimulaban, le avivaban su celo.

           Para Saulo, el bando gentil lo integraban quienes desconocían, o rechazaban o no amaban a Cristo Jesús. La gentilidad que más laceraba su alma era la de Israel, su pueblo. Su ánimo se inclinaba por instinto hacia sus hermanos hebreos. Conectar con ellos no resultaría tarea difícil, pues no ignoraban los actos del divino Nazareno, que habían impactado, y aún vivían miles de testigos de aquellos memorables sucesos.

           La resurrección había causado estupor tanto entre los que aceptaban su autenticidad como entre los que la consideraban una patraña inventada por los discípulos. No moraba nadie en aquel país que no se hubiera embebido en los acontecimientos que marcaron el comienzo de la nueva historia. Los recuerdos de la primavera de aquel reciente año 30 aún sobrevolaban en el ambiente, para bien o para mal.

           Pero más allá de la frontera israelita, ¿a quién podía atraer la historia de un insignificante judío? ¡Si Israel no era más que un punto minúsculo, perdido y despreciado en aquel vasto Imperio! Además, ¿qué podía esconderse tras la vida de un operario aldeano que había predicado durante tres años una doctrina extraña y de difícil cumplimiento, y al que, para colmo, habían liquidado ignominiosamente en una cruz?

           Y lo más grave del asunto: no sólo había que hablar del Crucificado, llevar su nombre hasta los confines del orbe, sino proclamar su amor como causa única de salvación y su evangelio como norma y pauta de conducta modélica, ecuménica, universal. ¡Qué disparate! Saulo, desde luego, sabía de estas trabas, sobre todo cuando dijo que "Dios ha querido salvar a los creyentes por la locura de la predicación", y eso que "los judíos piden milagros, los griegos buscan ciencia, y nosotros predicamos a Cristo crucificado; escándalo para los judíos, locura para los griegos".

           Indudablemente, ¡un escándalo para los judíos! ¿Con qué osadía se atrevería a identificar con Dios a un vecino de Nazaret que, tras exponer públicamente una extravagante filosofía, había sido detenido, juzgado por el Sanedrín, condenado al unísono por una plebe enloquecida, e, impotente para escapar de las manos de sus verdugos, moría lamentablemente en un leño seco? ¿Aquel reo ajusticiado en el Gólgota era Dios? ¿Quién había conferido a los hombres poder bastante para torturar al Dios todopoderoso, creador de cielo y tierra? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¿Cómo sería capaz de defender tan insostenible tesitura?

           Y para los gentiles, una locura, una monstruosa locura. A los judíos, al menos, se les había profetizado la venida de un mesías, portador de paz y esperanza, y éste lucía ciertos rasgos de autenticidad. Pero ¿qué esperaban los gentiles? ¿Era sensato proponer como Dios todopoderoso a un carpintero, a un pobre aldeano, a un sencillo trabajador? ¿Que el Dios en quien debían creer era el Crucificado entre dos ladrones, cual vulgar reo? ¡Qué delirio! ¡Qué barbaridad!

           Sin embargo, Saulo, el prometedor rabino, el discípulo brillante y sobresaliente de Gamaliel, y una de las mentes más preclaras de Israel (y firme candidato a los más altos cargos del pueblo) se entregó a esta extravagante causa en cuerpo y alma, sin descanso. Los tonos grises no tenían cabida en su vida y se daba apasionadamente a sus ideales. Y el divino Aparecido en la llanura de Damasco aquel mediodía sirio era el más noble ideal que jamás hubiera soñado.

           La locura aparente de la cruz la percibía como la fuerza más prodigiosa de cordura y sensatez, a la luz del Crucificado. Tiempo después, enseñaría Pablo a los engreídos: "La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres".

           Para persuadir con sus palabras, él mismo confesaba emocionado su visión cerca de Damasco y la transformación que se iba operando paulatinamente en su vida merced a la gracia del Redentor. Contagiaba la felicidad con que inundaba su alma la fe naciente. Y anunciaba a voces, a los 4 vientos, a tiempo y a destiempo, los anhelos ardientes que brotaban de su corazón.

i) Tarso

           Los comienzos transcurrieron en la sombra y no se sabe gran cosa sobre los pormenores. Ciertamente su actividad debió ser muy reducida, limitada, anodina. Sin duda emprendió la noble tarea del retiro, del autoencuentro personal, de la oración, para así proceder al inicio en la carrera ascética, único camino que conduce a la mística y al descubrimiento de los misterios de Cristo, de Dios y de su Reino de Amor, bases indispensables para irradiar afectiva y efectivamente el evangelio.

           Tras su turbulenta y pasajera estadía en Jerusalén, regresó a Tarso, su ciudad natal. Aquí moraría unos 3 años, desde el 40 al 43. ¿Qué acogida se le dio? En sus escritos jamás mencionaría la crónica de esta estancia en Tarso. Quizás consagró estos años ocultos al silencio, al recogimiento, al perfeccionamiento espiritual y teológico. Aquí, como en Arabia y en Jerusalén, el Señor debió aparecérsele más de una vez y le siguió instruyendo. Y le descifró el evangelio del sufrimiento y del dolor, así como su inconmensurable valor redentor.

           Mas estos años de Tarso sí supusieron una preparación para su 1ª y gran misión. Saulo iba a salir de la oscuridad, del sosiego, para lanzarse a uno de los lugares más fervorosos y vivos de la Iglesia naciente: Antioquía de Siria.

j) Antioquía

           Antioquía, gran metrópoli del Imperio Romano y enormemente rica y elegante, estaba edificada a los pies del montañoso Silpio, y se abría sobre una fértil vega siria, a orillas del río Orontes, que en 25 km llegaba al mar y que ofrecía el único espacio posible para cruzar de norte a sur, a través de la costa mediterránea. Contaba 50.000 habitantes y se igualaba en suntuosidad y belleza a las más grandes metrópolis orientales. Ciudad bulliciosa día y noche, centro mercantil de relaciones fructíferas, era Antioquía renombrada por su cultura, sus monumentos y su vida licenciosa.

           La clase alta la constituían los griegos, y las clases media y baja, los orientales (sobre todo los nativos sirios); había asentada una nutrida colonia judía, con su propio etnarca, que mantenía buenas relaciones con los griegos. También en Antioquía residían numerosos fieles, muy activos: los que se habían dispersado a raíz de la persecución suscitada por la muerte de Esteban (entre ellos, Pedro, el primado de los apóstoles). Pero sólo habían instruido a judíos. Pedro acababa de retornar a Jerusalén, abandonando la sede antioqueña.

           Había entre éstos, no obstante, algunos conversos procedentes de Chipre y de Cirene que, venidos recientemente a Antioquía, predicaban también a los griegos, anunciando al Señor Jesús. La mano de Dios se palpaba en ellos y un crecido número recibió la fe y se convirtió.

           Esta noticia había congratulado y preocupado, a la vez, a Pedro; de manera que, nada más llegar a Jerusalén, informó de las perspectivas de expansión que se abrían para la Iglesia, junto al riesgo de deformación del mensaje que de tal suceso se derivaban. Pues la ortodoxia al evangelio primaba sobre la cifra de los adeptos. Y puesto que él supervisaba las nuevas comunidades, decidió enviar hasta Antioquía a Bernabé, hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Corría el año 43.

           Cuando comprobó Bernabé la gracia de Dios derramada sobre los antioqueños, se entusiasmó sobremanera. Les exhortaba a permanecer con corazón firme unidos al Señor, y multitudes abigarradas de gente se agregaban incesantemente al camino. Observando Bernabé el inmenso trabajo que le caía encima, decidió buscar refuerzos. Se acordó de Saulo, y partió hacia Tarso en su búsqueda; y hallándole, le condujo hasta Antioquía.

           Por espacio de un año evangelizaron juntos, instruyendo a una crecida muchedumbre. Las conversiones proliferaban como lluvia temprana de primavera. La actividad, ingente, desbordaba sus afanes. Saulo, encantado, se entregó a la tarea con toda su alma, sin tregua ni descanso. Tanto trabajaron Bernabé y Saulo en Antioquía, en su estreno apostólico, que allí se comenzó a señalar a los discípulos con el nombre de cristianos: ¡cristianos, los de Cristo!

           Casi 14 años llevaban consagrados al evangelio los demás apóstoles, pero a sus seguidores les llamaban nazarenos. Hubo que esperar a la llegada de Saulo a Antioquía de Siria, a su irrupción apostólica (cual huracán que devasta cuanto pilla a su paso), para que al seguidor de Jesucristo se le identificara como hoy, más de 2000 años después: cristiano. Eusebio de Cesarea subraya en su Historia Eclesiástica que el nombre cristiano brotó de la Iglesia de Antioquía "como de una fuente caudalosa y fecundante".

           ¡Qué bien evangelizaba este "siervo de Cristo Jesús"! Con sólo un resoplo salido de sus labios, las rocas se fundían como cera; ante su mera presencia, se agitaban las aguas marinas, provocando tempestades, y se empequeñecían y acobardaban las fuerzas del espacio. Su predicación, desde luego, constituye un modelo para el cristianismo posterior a él. Y era extremadamente sencilla. Su buen amigo, Lucas, nos ha legado un sugerente testimonio escrito, en el libro de Hechos, de un esquema de los sermones-tipo de Saulo que puede leerse en apenas 2 minutos.

           En tan breve tiempo, Saulo refería los elementos básicos de aquella evangelización decisiva para el nombre cristiano:

-los antecedentes históricos judíos de la encarnación de Jesucristo;
-el cumplimiento en él de las profecías anunciadas por el AT;
-el hecho, histórico y misterioso a la vez, de su muerte y resurrección;
-la salvación o anuncio del perdón de los pecados gracias a dicho misterio.

           De ellas, 2 veces citaba la muerte de Jesús, y 4 su resurrección, en sólo 2 minutos. Con razón matizaba Lucas que, a continuación de tan inaudita homilía, los oyentes suplicaban a Saulo que les siguiera hablando "sobre aquellas cosas" el sábado siguiente, que muchos se convirtieron, y que "les persuadía a perseverar fieles a la gracia de Dios".

           Ya después, en la rutinaria vida de comunidad, Saulo explicaría a los neoconversos que creer en Cristo implicaba un cambio de vida, una profunda revolución del espíritu, tanto individualmente, como familiar y socialmente: "Los que creen en Dios, que traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es bueno y provechoso para los hombres". Creer en Cristo significaba, pues, revestir a Cristo, adoptar sus costumbres, su modo de ser, de pensar y de obrar, aceptar su evangelio y sus mandamientos.

           ¿Y cómo se lanzaba Saulo a la tarea evangelizadora? Partiendo de su axioma motivador: "Cuando me reconozco débil, entonces soy fuerte. Así, alegremente me gloriaré de mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo".

           Ahí se escondía el secreto de su fortaleza, de su éxito: en reconocer humildemente su debilidad, incluso en alegrarse de ella, para permitir que la supliera el Infinito poder del Señor Jesucristo. En él se abandonaba, confiado, como dócil y obediente soldado, como instrumento flexible, como barro en manos del alfarero. Iba adonde le enviaba, cómo y cuándo él quería. A veces, las circunstancias trazaban su destino; otras veces, el Maestro intervenía directamente en visiones o en sueños. Y acataba las órdenes sin titubear, sin pestañear siquiera, sin dudar un segundo y sin exigir explicaciones.

           Caminaba siempre adelante, fija la mirada en el azul del espacio infinito. Nada le intimidaba: ni las muchedumbres, ni las distancias, ni los obstáculos. No excluía a nadie de su horizonte: ricos y pobres, griegos y bárbaros, sabios y legos. O como él mismo decía: "Yo me he hecho todo a todos, para ganarlos a todos".

           Mas sentía predilección especial y debilidad por los humildes; además, éstos constituían la inmensa mayoría y la más abierta al evangelio; pues los consideraba más capacitados que ninguno para intuir los misterios y entresijos de la divinidad, para penetrar la luz de Cristo:

"Mirad, hermanos míos, que entre aquellos que habéis sido llamados no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos o nobles. Dios ha escogido a los necios para confundir a los sabios; a los débiles para confundir a los fuertes; lo vil y despreciable para reducir a la nada a los que se tienen en algo".

           Las primeras semillas del cristianismo germinaron en gente sencilla (obreros, agricultores, artesanos, amas de casa, esclavos...), en el telón de su estreno. Saulo gozaba con ellos, la mayoría sin cultura, sin riquezas y sin dignidad. A ellos descendía, entre ellos vivía, con ellos trabajaba. Pero no despreciaba a los ricos, a los poderosos. Nunca actuó como un sectario revolucionario, y por ello también los ricos poseían un alma que salvar:

"A los ricos de este mundo recomiendo que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas, sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y liberalidad; así irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera".

           Por eso, todos cabían en su corazón, que así se asemejaba al corazón de Cristo. Y por él, con ellos y entre ellos, trabajó con denuedo, ejemplarmente. Durante los primeros años tras la aparición de Damasco, adquiriendo experiencia en la anodina labor local de la conquista lenta, la formación, la oración.

           Tras su llegada a Antioquía, tramando un proyecto que le privaría de reposo: el de peregrino, y no sólo regional o nacional, sino audazmente internacional. Se iba obsesionando por sembrar la Buena Nueva, por convertir y convencer a la Creación entera, la cual, cada día que pasaba, se le antojaba más pequeña a sus afanes. Durante un cuarto de siglo, a partir de ahora, llevará esta vida ambulante, interesándose por la salvación de las almas y repitiendo con el mismo entusiasmo y la misma convicción su gran sueño de conquista.

k) Primeras andaduras

           Por aquellos días, bajaron unos profetas de Jerusalén a Antioquía. Uno de ellos, llamado Ágabo, sin duda movido por el Espíritu Santo, se levantó y auguró que una hambruna azotaría el orbe. Esta profecía se cumpliría hacia el año 49-50, primero en Grecia y después en Roma, aunque Flavio Josefo la sitúa entre el 46 y 48.

           Sea cuando fuere (problema que aquí no nos ocupa), lo cierto es que, en el jardín de los discípulos de Antioquía, de las semillas depositadas por la profecía de Ágabo brotaron rosas rojas de amor. Y con objeto de paliar la escasez anunciada, resolvieron enviar recursos a Jerusalén, cada uno según sus posibilidades, por manos de Bernabé y Saulo. Se trataba de un delicado gesto de solidaridad, consecuencia del espíritu evangélico que hacía vibrar el generoso corazón de aquellos neófitos antioqueños.

           De modo que Saulo, acompañando a Bernabé, regresaba de nuevo a Jerusalén para llevar a cabo la misión humanitaria a ellos encomendada. Corría el año 44.

           Buscaba corresponder al amor, amando; más aún: buscaba provocar amor, amando. Enseñaba la prioridad de amar sobre ser amado, la necesidad de amar aun no siendo amado. Había experimentado que el amor transforma áridos desiertos en fértiles oasis, y los corazones de piedra, impermeables, arrugados y secos, en corazones esponjosos de carne, tiernos y sensibles. Para que en un alma germinara la gracia del Señor, debía abrirse antes al amor, pues Dios es amor. Dios es el Amor con mayúsculas.

           Mas su sorpresa fue hallar a los hermanos de Jerusalén sumergidos en un mar de ahogo y desolación. Los apóstoles habían abandonado recientemente la ciudad y sólo quedaban en ella los presbíteros. Todo, por culpa del rey Herodes II de Judea.

           En efecto, Herodes II (Agripa), nieto de Herodes I (Antipas), desde bien joven había procurado ganarse el favor del emperador de turno, propósito que logró plenamente, pues tanto Tiberio como Calígula como Claudio le acogieron cordialmente. Llegó a ostentar la titularidad de una de las monarquías más poderosas de aquella época. Sin embargo, no gozaba Agripa de buena reputación entre sus súbditos, por la disconformidad de éstos con la servil e irracional complacencia que el rey dispensaba a Roma; más le ponderaban como títere, como fantoche o como ridícula marioneta, que como soberano respetable.

           La estupidez suele aliarse con frecuencia con la sinrazón, generando estulticia; en Herodes II era lo habitual. Deseando congraciarse con su pueblo, y al advertir la enemistad de éste con los cristianos, decretó una absurda persecución contra éstos. Aunque su ruin proceder a la postre no conseguiría mejorar su flaca fama, echó mano de algunos con el mero capricho de maltratarlos y ensañarse con ellos en público.

           En sus garras cayó Santiago el Mayor, uno de los predilectos del Señor, al que el tirano mandó decapitar a espada antes de la Pascua del 44. Santiago se constituía así en el protomártir del Colegio Apostólico, cumpliendo la promesa que había hecho al Señor de beber su mismo cáliz.

           Viendo Agripa que su brutalidad divertía a la plebe, ordenó también prender a Pedro, el pastor supremo de la Iglesia. Corría la fiesta de los Ázimos cuando lo apresó. Lo encarceló, confiado a 4 escuadras de 4 soldados cada una para que lo custodiasen, con intención de presentarlo ante el pueblo tras la Pascua y ejecutarlo. No obstante, Pedro escapó por puro milagro de la trágica suerte de Santiago y emigró a Roma, lejos de los vasallos de Agripa. Mas la guerra se había declarado en toda regla.

           Tras la Pascua, Herodes II de Judea, estando adornado con espléndidas vestiduras, delante de una tribuna, dirigió la palabra al pueblo; mientras la gente aplaudía con frenesí su discurso, un ángel del Señor lo hirió de gravedad, narra la Escritura, y, convertido en pasto de gusanos, expiró. Señalaba el historiador Flavio Josefo los síntomas de su mal: graves e intensos dolores intestinales. Quizás, una úlcera de duodeno o de estómago; o tal vez una apendicitis aguda perforada, el antiguo cólico miserere.

           En esta situación concreta de aflicción y congoja provocada por Herodes II Agripa se hallaba sumida Jerusalén, cuando llegaron Bernabé y Saulo con su misión humanitaria. Un crepúsculo escarlata cubría la ciudad y la envolvía en un ambiente desapacible, irrespirable, sanguinolento; por ello, la recepción se vio envuelta de tinieblas, de escondrijos oscuros, de silencio recalcitrante. Y apenas hubieron compartido y repartido ellos los frutos de la caridad antioqueña, que servirían para paliar los limitados recursos de cuantos permanecían acosados por la feroz hostilidad del monarca, fueron aconsejados que abandonaran inmediatamente la ciudad, sin dejarse ver siquiera.

           Bernabé y Saulo, obedeciendo los ruegos de los hermanos, no tuvieron otra alternativa que regresar a Antioquía. Llevaron consigo a un tal Juan Marcos, primo de Bernabé y quien años más tarde, residiendo en Roma con Pedro, escribiría el 2º evangelio de Jesucristo.

           Sin embargo, este súbito viaje, a pesar de su brevedad, había impactado a Saulo: ¡Santiago, uno de los discípulos preferidos del Señor, brutalmente asesinado por sus propios compatriotas! ¡El galileo Pedro, el 1º y primado de los apóstoles, encarcelado para sufrir igual fin que Santiago, y obligado a recorrer un largo viaje, como mejor recurso! ¿Qué sucedería con los demás? ¿Qué sería de él? Pero el infortunio no amilanó su coraje. Al contrario, lo fortaleció, como dejó por escrito más tarde:

"¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Por tu causa somos muertos cada día, tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a Aquél que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro".

           Ya reestablecido en Antioquía, y poco después, la voluntad de Dios se iba a manifestar nítidamente al apóstol. Había en la Iglesia de Antioquía 5 maestros (Bernabé, Simeón Níger, Lucio el Cirenense, Manahén y Saulo) que representaban el consejo pastoral de la Iglesia antioqueña, todos ellos judíos helenistas (aunque Saulo se consideró siempre hebreo, nunca helenista). Y un día que estos 5 maestros se hallaban reunidos para la oración, celebrando el culto del Señor y ayunando, el Espíritu Santo les reveló:

—Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado.

           ¿Y para qué obra estaban llamados? ¡Aquella que Saulo soñaba dormido y hasta despierto! ¡La fundación de lejanas iglesias! ¡La evangelización de remotos países, en territorios desconocidos, donde el nombre de Cristo aún no había sido pronunciado! ¡La hora que tanto ansiaba Saulo llegaba, por fin!

           Un seco escalofrío sacudió a Saulo, y en su organismo se percibía el temblor y la emoción incontenida que provocaron este mandato. Hacía tiempo que anidaba en su alma, bullía más bien, un propósito que solamente este mandato lograba apaciguar; pues para satisfacer sus anhelos no deseaba él tomar la iniciativa por propia cuenta, esperando que fuese una misión delegada; así actuaría por puro encargo del Señor, como embajador suyo, nunca bajo la sospecha del capricho personal.

           De manera que estalló jubiloso, radiante de gozo, feliz. ¡Sus sueños, al fin, tomaban visos de realidad y se vislumbraban en el horizonte contorneados de figuras de carne y hueso! Además, sus amados hermanos en la fe habían elevado continuas preces al cielo, habían mortificado su cuerpo sin piedad y ayunado con esta sola intención. Habían depositado una gran esperanza en esta embajada. No les estaba permitido ahora, a Bernabé y a Saulo, defraudarles. Debían coronarla con éxito.

           Consecuentemente, con toda pompa y con gesto solemne, impusieron las manos sobre los 2 elegidos, implorando la bendición de Dios sobre sus esfuerzos y rogando al Señor para que cumplieran dignamente el encargo. Por último, les dejaron solos, confiados a la Providencia. Corría el año 45.

           Antioquía iba así a constituirse en el centro y origen del equipo apostólico más fructífero y espectacular de la historia del cristianismo, por la delegación encomendada a estos 2 sencillos hombres (Bernabé y Saulo) que sintieron necesidad de encomendar al Espíritu Santo que moviese los corazones de aquellos fieles, y que cubriese su incapacidad e impotencia. Como explicó el propio Pablo más adelante:

"Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a manifestaros el testimonio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios".

           Antes de lanzarse improvisadamente a la obra, oraron. Oraron y, asistidos por el Espíritu Santo, estudiaron minuciosamente el plan más natural a seguir. Ellos no habían nacido para encerrarse en un rincón: su patria carecía de fronteras y abarcaba la humanidad entera. Por eso su corazón palpitaba con ansias de invadir la tierra. Mas pronto se pusieron de acuerdo en que una difusión sensata del evangelio debía abordarse dentro de un marco geográfico netamente delimitado, lo cual facilitaría y optimizaría su trabajo.

           Lógicamente, hicieron coincidir dicha delimitación con la del Imperio Romano. Dentro de sus fronteras y situando el punto de partida en Antioquía, la expansión de las actividades debía programarse de este a oeste, es decir, en la periferia del Imperio, casi en la línea de demarcación entre el mundo grecorromano y el mundo oriental propiamente dicho.

           El Mediterráneo, situado en el núcleo del Imperio, enlazaba físicamente las diversas regiones que lo bordeaban. Multitud de razas se superponían en el contorno de este gigantesco lago, frecuentándose los contactos e intercambios entre las poblaciones costeras. La cuenca mediterránea ofrecía un lugar geográfico delineado y delimitado por la naturaleza. Las ciudades más influyentes y desarrolladas se hallaban en la costa o en sus inmediaciones, eje del progreso, de la prosperidad, de la civilización y de la cultura: Roma en Italia, Alejandría en Egipto, Antioquía en Siria, Éfeso en Asia Menor, Corinto en Acaya...

           Por otra parte, el Imperio Romano les ofrecía la ventaja de una red de comunicaciones insuperables. Las diversas provincias imperiales estaban enlazadas entre sí y con Roma mediante una red de vías terrestres y marítimas. En Europa, 2 grandes calzadas merecían mención especial: la Vía Apia y la Vía Egnacia. La Vía Apia unía Roma con Tarento y Brindis, con Neapolis (Nápoles) y Putéolos. La Vía Egnacia enlazaba Durazzo (mar Adriático) con Neapolis, Tesalónica, Filipos y Bizancio (mar Negro).

           Asia Menor disponía de una red vial más antigua y todavía más expandida. La arteria principal partía de Éfeso, y por la Anatolia (Laodicea, Hierápolis, Colosas, Pisidia...) y Capadocia (Iconio, Cesarea, Lystra...) llegaba al monte Tauro, atravesando las puertas Cilicias para llegar a Tarso. La Vía Regia comunicaba las grandes ciudades de Esmirna, Éfeso y Sardes con Frigia y Capadocia, de donde torcía hacia los montes Taurus y alcanzaba la región del Éufrates. Una 3ª vía costeaba el litoral anatolio conectando las ciudades marítimas, desde Cízico en la Propóntide hasta Tarso en Cilicia.

           Los viajes por tierra eran incómodos, lentos, interminables; la gente modesta los efectuaba a pie, con los vestidos remangados y con el mínimo equipaje, protegidos de la lluvia por un abrigo, recorriendo un promedio de 30 km al día. Los más pudientes podían descansar en el lomo de una mula o de un caballo, o acomodarse en carruajes tirados por 2 caballos. Lejos de las grandes arterias y en las cadenas montañosas, con alto riesgo de pillajes, nadie aconsejaba desplazarse.

           Y no sólo existían grandes posibilidades de comunicación terrestre, sino también marítima. La flota del estado y los navíos mercantes surcaban el Mediterráneo en cualquier dirección. La navegación era particularmente intensa en la parte oriental, a lo largo de las costas de Grecia, Asia Menor, Siria e Israel. Corinto, Tesalónica, Esmirna, Éfeso, Antioquía y Alejandría poseían grandes puertos comerciales. Los armadores y los capitanes fletaban pasajeros y carga.

           Los barcos de cabotaje, de casco con formas muy redondeadas, bajos de borda, sin puente, con travesaños o pasarelas, a veces disponían de minúsculos refugios en proa o en popa para proteger de la intemperie a los personajes que navegaran a bordo; apenas disponían de 20 remos, que se manejaban por libertos o por ciudadanos libres cuya única misión marinera consistía en colocar el navío a favor del viento, nunca en impulsarlo en navegación abierta.

           Aún no se había inventado el timón, y el timonel guiaba el navío sirviéndose de un canalete o remo de pala muy ancha, postiza y ovalada, que permitía bogar sin escálamo ni chumacera. Se navegaba habitualmente durante la noche, a la luz de la luna y de las estrellas, al levantarse con fiereza los vientos, y se tendía a la navegación costera por la incertidumbre, el descontrol y el peligro que suponía adentrarse en alta mar.

           En aquel tiempo, la gente se hacía frecuentemente a la mar: por negocios, en peregrinaciones religiosas, para el servicio del estado, y también en plan de aventura o por el mero placer de visitar países lejanos, extraños e inexplorados.

           La gente humilde, como Saulo, viajaba en la cubierta del barco, al aire libre y mezclada con la tripulación. El precio exigido para el transporte era modesto; con frecuencia, bastaba incluso con ayudar en las faenas y maniobras de a bordo. El número de pasajeros, siempre imprevisible en el momento de la partida y a veces considerable (hasta 600 se admitían en algunos buques cargueros mixtos), hacía incómoda la travesía.

           La duración del viaje en un mismo trayecto variaba según la estación del año, los vientos, la visibilidad. De Egipto a Italia había que calcular 10 días, tal vez un mes, tal vez más. Plinio anotará en su Historia Natural que durante la estación muerta, entre el 10 de noviembre y el 10 de marzo, prácticamente se interrumpía la navegación y no se reanudaba hasta la primavera.

           El viaje por mar suponía, en sí mismo, un acontecimiento incluso para quienes no lo emprendían, pues las familias al completo y los amigos escoltaban al pasajero que se marchaba hasta el puerto, y allí permanecían con él hasta que los vientos favorables permitían zarpar al barco.

           La lengua más universalmente hablada en cualquier ciudad era el griego, el griego koiné (lit. corriente). Cualquier simple mozo, artesano o negociante hablaba el griego en el más recóndito rincón del Imperio, lo cual contribuía a crear lazos comunes y una sólida unidad. Empero, en los medios rurales subsistían los esotéricos dialectos indígenas: el celta en las Galias, el ilírico en la Dalmacia, el licaonio en Pisidia, el arameo en Siria e Israel... Pero también en estos lugares se habían habituado sus habitantes al bilingüismo, como sucedía con Saulo.

           Por ello, Saulo tuvo una intuición genial: sustituir el arameo por el griego, para insertar de levadura evangélica la masa humana. El mundo era mediterráneo y hablaba griego, la lengua de la literatura, la filosofía y el comercio; la lengua comprendida en todas las ciudades conocidas; la lengua que favorecía la progresión, que facilitaba los intercambios, que permitiría mantener la cohesión entre las comunidades evangelizadas.

           El idioma griego se convertiría así en un factor potentísimo de unidad en la opción misionera, en el encargado de sobrevolar el evangelio y de abrir las puertas de los corazones. Aunque, eso sí, sin renunciar a la particularidad, a los dialectos autóctonos, a la idiosincrasia local.

           Pues bien; una vez instruidos debidamente Bernabé y Saulo en esta enjundia, que les facilitaría notablemente su capacidad de movimientos, y analizadas las circunstancias y necesidades personales, decidieron iniciar la misión encomendada a partir de Chipre, patria natal de Bernabé.

l) Viaje I de Pablo

           La 1ª misión de Saulo duraría casi cuatro años: entre el 45 y el 49. Habían transcurrido 8 años de la trascendental visión en el oasis de la llanura de Damasco, aquel inolvidable mediodía sirio. Bernabé y Saulo, animosos y contentos, aunque silenciosos y recogidos en un penetrante estado de plegaria, bajaron desde Antioquía a Seleucia. Caminaban rezando, aunque solamente se percibía el sonido de sus pisadas sobre la tierra y los guijarros del sendero, el leve susurro de sus labios, y el zumbido de algunas moscas, mosquitos e insectos voladores que revoloteaban, o más bien acosaban, sus zurrones.

           En Seleucia (puerto de Antioquía) se hicieron a la mar en un pequeño navío de cabotaje, y navegaron hasta la isla de Chipre. Chipre, patria amada de Bernabé, iba a ser la 1ª etapa del viaje, en una especie de rendido homenaje al personaje más importante de la vida de Saulo: su maestro Bernabé, y quizás su más íntimo amigo.

l.1) Chipre

           Desembarcaron en Salamina, localidad de Chipre situada en el centro de la costa este (a orillas del Pediaeos), que gozaba de un amplio puerto. Chipre lucía la estampa de una especie de edén terrenal: la isla la cubría una tupida alfombra de flores, con abundancia de productos naturales esparcidos por doquier, debido a la notable fertilidad del suelo.

           Bananos, algodoneros, higueras chumberas, palmeras datileras, aligaris, naranjos, limoneros, viñedos... producían en Chipre sabrosos frutos, y se hallaban rodeados por exuberantes bosques de coníferas  y cipreses, cuya madera era utilizada en muchos países para la construcción. Y de algarrobos gigantescos, pinos, madroños, encinas y enebros, habitados por carneros salvajes, musmones que recorrían las altas montañas, y gatos, abejas, cabras, corderos y camellos.

           Bernabé y Saulo se emocionaron; aquél al reencontrarse con sus raíces (en su suelo patrio) y éste al contemplar tamaña belleza que le ofrecía candorosamente la naturaleza chipriota. La emoción reavivó su espíritu y atravesaron la isla entera predicando el evangelio, exhortando, estimulando, amando: desde Salamina (puerto oriental) hasta Pafos (puerto occidental y capital de la isla), eminencia peñascosa que dominaba el mar, desde la costa suroeste.

           Aunque la prudencia enseñaba a Saulo que nunca debe provocarse la ira de los poderosos, sino más bien procurar escapar al sesgo como un navegante haría con la tempestad, sin embargo, abordaba a toda clase de personas influyentes sin suscitar insidias, con una pasmosa mansedumbre, merced a su sobriedad de carácter, a su templanza de ánimo. Sucedió en la primera ocasión en que Saulo se dirigió al procónsul Sergio Paulo, el personaje oficial de mayor categoría de la isla, pues representaba en ella a la autoridad del emperador.

           Convencido de que la conversión del gobernante redundaría en beneficio de sus gobernados, y aprovechando audazmente la singular oportunidad que se le brindaba, entabló coloquio Saulo con Sergio Paulo, para presentarle con entusiasmo la persona y la doctrina de Jesucristo. Comenzaba ya a convencer al procónsul, hombre sensato, cuando un falso profeta judío, especie de mago llamado Elimas (o Bar Jesús, que solía dejar boquiabierto al procónsul), temiendo disminuir su prestigio y los beneficios que sus artes le rentaban, hizo cuanto pudo para impedir la conversión del mandatario.

           Saulo se percató enseguida de la astucia del mago, y seguro de su poder, el poder de Dios, e impregnado de Espíritu Santo, echó mano de sus inconmensurables recursos:

—Tú, hijo del diablo (le increpó, clavándole una mirada penetrante como de fuego) y trapacero, hinchado de malicia y de engaño, enemigo de toda justicia, ¿cuándo vas a dejar de estorbar los caminos rectos del Señor? Pues ahora, mira la mano de Dios sobre ti. Te quedarás ciego y no verás el sol hasta el tiempo oportuno.

           Al instante la oscuridad invadió al mago; las tinieblas le envolvieron y se revolvía tembloroso dando vueltas y buscando quien se apiadase de él y le llevase de la mano. El procónsul, testigo del prodigio e impresionado por la sabiduría del Señor, creyó en el Resucitado.

           Precisamente este primer llamativo milagro de Saulo y la conversión de Sergio Paulo originaron un cambio significativo en el equipo misionero, reflejado en el relato de Hechos de los Apóstoles. Desde este momento, el diminuto Saulo de Damasco se constituirá para siempre en el gigante Pablo de Tarso. El hebreo Saulo se transformará en el grecorromano Pablo.

           Más aún. Hasta este momento, Bernabé encabezaba siempre las relaciones de ambos ("Bernabé y Saulo"), actuando Saulo como una especie de ayudante de Bernabé; desde ahora, Pablo asumirá íntegramente la supremacía del grupo ("Pablo y sus compañeros"). Pasa este hecho a constituir, en cierto modo, el comienzo de la hegemonía de Pablo en las acciones que acaecerán después, erigiéndose en el principal protagonista de la misión. ¡Qué enorme lección de humildad daban al mundo Pablo y, sobre todo, Bernabé!

           Así que, en Pafos, "Pablo y sus compañeros" se hicieron de nuevo a la mar, en dirección hacia Asia Menor. Desembarcaron en el puerto de Antalya, y de aquí se encaminaron a la colosal Perge, capital de Panfilia.

l.2) Asia Menor I

           En Perge, Pablo declaró su decisión de cruzar la cordillera del Tauro y predicar en Frigia y Licaonia, regiones incorporadas a la parte sur de la provincia de Galacia. La travesía, de más de 150 km por la cordillera, transcurría a lo largo de un camino de herradura infestado de bandoleros, hasta Antioquía de Pisidia. Suponía mucho riesgo y elevado peligro, incluso para la vida, por lo que el joven ayudante que les acompañaba (Juan Marcos) se atemorizó y no se creyó obligado a seguir. Por esta razón se separó Marcos de Pablo y Bernabé y regresó a Jerusalén, con gran disgusto de Pablo, incapaz de convencerle para que abandonara su timoratez.

           Este acto de cobardía, como sucede en los designios de la Providencia, se transformaría en un episodio previsto por Dios "para bien de los que lo aman". Pues Marcos acabaría marchando inmediatamente a Roma junto al primado Pedro, con el que llevaría a cabo la redacción de un evangelio que, desde entonces y hasta la eternidad, se meditará en cualquier rincón del universo.

           Al fin llegó Pablo a Antioquía de Pisidia, capital de Pisidia y su límite con Frigia, ciudad fundada en tiempo de los seleucidas; los romanos la habían agregado al reino de Pérgamo y encumbrado al rango de colonia con el nombre de Cesarea.

           Pablo poseía inteligencia y finura para introducirse en cualquier ambiente social sin dificultad y para convencer al auditorio. Aprovechando la reunión del sábado en la sinagoga, acudió a ella en la 1ª ocasión que se le presentó y tomó asiento, expectante. Tras la lectura de la ley y los profetas, el jefe de la sinagoga propuso:

—Hermano, si tienes alguna palabra de exhortación para el pueblo, habla.

           El apóstol esperaba ansioso la propuesta. Gesticulando para expresar sus sentimientos de gratitud, se levantó de un salto, hizo una señal con la mano para que se guardase silencio, y, cuando éste invadió el local, espetó con gravedad:

—Israelitas y cuantos teméis a Dios, escuchad. El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo durante su destierro en la tierra de Egipto y los sacó de ella con la fuerza de su brazo. Y durante unos 40 años los rodeó de cuidados en el desierto; después, habiendo exterminado 7 naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra, por unos 450 años. Después de esto les dio jueces hasta el profeta Samuel. Luego pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, durante 40 años. Depuso a éste y suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: "He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera". De la descendencia de éste, Dios, según la promesa, ha suscitado para Israel un Salvador: Jesús.

           ¡Con qué astucia y prontitud les llevaba a su terreno! Les abría la boca con la historia santa de su santo pueblo, que todos escuchaban agradecidos, ensimismados, y enseguida... ¡Cristo Jesús!

           Sin miedo a las represalias, que inevitablemente debían surgir, no le cabía otra opción que recordar a continuación la realidad, la cruda realidad redentora del Hijo de David. En caso contrario, hubiera contentado al auditorio, mas habría falsificado el verdadero mensaje mesiánico que portaba:

—Hermanos: los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, la Escrituras de los profetas que se leen cada sábado; y sin hallar en él ningún motivo de muerte pidieron a Pilato que le hiciera morir. Y cuando hubieron cumplido todo lo que referente a él estaba escrito, le bajaron del madero y le pusieron en el sepulcro. Pero Dios le resucitó de entre los muertos. Él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo.

           ¡La polémica estaba servida! Paulatinamente fueron surgiendo los comentarios en voz baja, algún que otro aislado vocablo subido de tono, pisotones en el suelo en señal de desaprobación. Pero junto a todo ello, también brotó el silencio meditativo, la reflexión inteligente, la esperanza de una palabra que desenmarañara la trama de aquel drama:

—Os anunciamos la Buena Nueva de que la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús. Y que le resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción. Tened, pues, entendido, hermanos, que por medio de éste os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por la ley de Moisés la obtiene por él todo el que cree. Cuidad, pues, de que no sobrevenga lo que dijeron los profetas: "Mirad, los que despreciáis, asombraos y desapareced, porque en vuestros días yo voy a realizar una obra que no creeréis aunque os la cuenten".

           Al finalizar la reunión y disuelta la asamblea, el auditorio suplicó que volviesen al sábado siguiente para seguir contándoles estas cosas. Fuera ya de la sinagoga, muchos judíos y prosélitos que adoraban a Dios prosiguieron el diálogo con Pablo, que les persuadía a perseverar fieles a la gracia de Dios. Ellos quedaron cautivados, y luego, durante la semana, acudían a verle para prolongar la conversación. Y poco a poco, granaban las conversiones.

           El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar la palabra de Dios. La siembra germinaba en retallos verdes poblados de frutos, mas simultáneamente surgían brotes bordes de cizaña, que pretendían ahogarlos. El apóstol seducía, atraía, y sus palabras alumbraban de evangelio a los demás por simple contagio. Mas la mezquindad y la intolerancia de algunos personajes sobrados de envidia no aceptaban que este pobre hombre violentara algunas tradiciones ancestrales; y menos aún, al comprobar que la multitud, congregada en la sinagoga y expectante, ansiaba oír aquella palabra de vida.

           Así que se armó la lucha con frenética pasión. Los judíos fanáticos, secuaces de las asonadas callejeras y profesionales de la estulticia, organizaron una impetuosa oposición empleando recursos en los que destacaron como consumados expertos; sus lenguas se tornaron en flechas de arquero afiladas con ascuas de retama para lanzar y zaherir con blasfemias, insultos soeces y contradicciones a cuanto Pablo afirmaba; enredaron, torcieron y tergiversaron cuanto oían; multiplicaron despiadadamente las trampas, idearon toda clase de obstáculos.

           Pablo se defendió a brazo partido, criticando su malicia:

—Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios. Pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: "Te he puesto como luz de las gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra".

           Al oír esto los gentiles se alegraron y glorificaron al Señor. Y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna. La Palabra se difundía por toda la región, pero el fanatismo de los judíos, simultáneamente, se desbordó. Incitaron a las autoridades locales contra Pablo. Sublevaron a la gente para forzarlo a que se ausentara de la ciudad. Instigaron a unas mujeres devotas y distinguidas y a algunos de los caciques del pueblo, provocando una persecución que acabó por echarlo de su territorio.

           Pablo sacudió contra ellos el polvo de sus zapatos, y se marchó. Pero abundantes semillas habían quedado depositadas y fecundadas en algunos corazones, las cuales no tardarían en germinar a borbotones, con frutos primorosos.

           Huyó de Antioquía de Pisidia y se refugió en Iconio. Iconio, la actual Konia, situada a unos 120 km al este de Antioquía de Pisidia, en una región fértil al pie de los Taurus, era la población fronteriza de Frigia, y su comercio había atraído a una numerosa colonia judía.

l.3) Asia Menor II

           En Iconio sucedió como en Antioquía de Pisidia. Una ingente multitud de griegos y judíos abrazó la fe. Pablo hablaba con enorme valentía del Señor, el cual le concedía obrar por sus manos prodigios y señales que cautivaban, dando con ellas testimonio de la predicación del evangelio de la gracia. La gente, nuevamente, se dividió en 2 bandos: uno a favor y otro en contra del mensaje de Pablo.

           Parece como si la negativa a la fe generara siempre, y de manera fulminante, una envenenada oposición, violenta y tenaz, una pesada cruz pintada de insultos e improperios. ¿Sería exactamente ése el signo que evidenciaba la autenticidad de su mensaje? Desde luego, así le había sucedido repetidamente al divino Redentor, durante aquellos años en que había entrado en contacto con los hombres. ¿Por qué iba a darse una excepción en el humilde apóstol de Tarso?

           No obstante las revueltas, solapadas con treguas de una paz impaciente, allí se detuvieron bastante tiempo. Al fin, la plebe, amotinada y manipulada por los judíos, se propuso ultrajar a Pablo y lapidarlo. Y una vez más no le cupo otra alternativa que la de escapar de las garras de aquellos lobos rapaces.

           Desde Iconio prosiguió el camino por Licaonia, región de Asia Menor que limitaba con Galacia, Cilicia, Capadocia y el gran lago Tatta, y con Pisidia y Frigia. En Licaonia recomenzó la evangelización con renovada ilusión e idéntico esfuerzo, para chocar de nuevo con otra inmensa cruz de oposición y de acoso y derribo. La fatiga física y moral, ciertamente, comenzaba a ser uno de los alimentos básicos de su alma; mas la combatía eficazmente menospreciándola y recurriendo a quien se había proclamado a sí mismo Refugio de agobiados.

           La historia se repetía en Licaonia con idénticas señales que en las misiones anteriores. Si Pablo insistía en acudir a la sinagoga, auténtico hogar patrio de los judíos de la Diáspora, no había más razón que el señorío que allí ejercía: en ella se movía como pez en el agua, con autoridad, con solvencia.

           Pablo transformaba dicha con una facilidad pasmosa, en la plataforma de arranque para su evangelización; y en cuanto les cerraba la boca con sus brillantes dotes de rabino, enseguida introducía a Cristo Jesús, las promesas en él cumplidas y los actos de su vida, anunciando el perdón de los pecados y la total justificación ante Dios, que no podía obtenerse por la Torah de Moisés sino por la Ley del Amor de Jesús. Conversaba amigablemente con los asistentes, dejando que el Espíritu iluminara los corazones, y, finalmente, les persuadía a perseverar fieles a la gracia de Dios.

           La sinagoga consistía en una sala rectangular, dividida por una doble hilera de columnas. A esta sala precedía a veces un atrio con un pilón para las abluciones. En una especie de pequeño santuario, detrás de un velo, se hallaba el arca sacrosanta, que contenía los rollos de las Escrituras. En medio de la sala se levantaba un estrado con pupitre para el lector y el comentador. Los asientos dispuestos entre el arca y el pupitre se consideraban puestos de honor. Las mujeres asistían en las galerías altas o en la periferia de la sala. La reunión se celebraba en sábado o día de fiesta.

           El oficio religioso se componía de 3 partes: la oración, la lectura de la Escritura y la instrucción (o comentario), finalizándose con la bendición sacerdotal que pronunciaba el presidente (o un sacerdote, si había alguno en la asamblea). Se abría la sesión recitando el Shema (el Escucha, Israel) y las 18 bendiciones. Después se procedía a la lectura del texto sagrado: primero la Torah (Pentateuco) y luego los profetas.

           Entonces tomaba la palabra el jefe de la asamblea para comentar el texto, o invitaba a cualquiera de los presentes. A veces alguien se levantaba espontáneamente solicitando tal honor, que es el momento que aprovechaba habitualmente Pablo para predicar. Para ello, el orador debía estar, naturalmente, muy versado en el conocimiento de las Escrituras y al corriente de las tradiciones. La amplia formación rabínica de Pablo, lógicamente, Dios la utilizaba en él para que se introdujera sin grandes complicaciones en auditorios sumamente hostiles por sí mismos a su mensaje.

           La persecución de Licaonia le obligó a marcharse a Listra, patria de Timoteo y una de las colonias romanas de veteranos establecida por Augusto el año 6 a.C, que distaba unos 25 km al sur de Iconio. Se trataba de una pequeña aldea campesina, que no disponía de sinagoga judía (ni hoy día tampoco) ni comercio alguno. También en Listra el Señor le regaló una pesada cruz, a pesar del espejismo inicial que presagiaba gloria.

           En cierta ocasión, mientras la gente vibraba de emoción y seguía entusiasmada el fuego apasionado que brotaba de sus labios, Pablo clavó su mirada en un oyente que, sentado, le devoraba con los ojos: un hombre tullido de pies, cojo o paralítico de nacimiento que nunca había andado. Aquel inválido escuchaba atónito, boquiabierto. Pablo, inspirado, viendo fe bastante en el tullido como para ser curado, voceó con autoridad, seguro de sí mismo:

—¡Ponte derecho sobre tus pies!

           El desdichado hombre se irguió de un salto, de repente, y se puso a caminar. El gentío sufrió un colapso de emoción al observar el prodigio, y se puso a exclamar en su lengua licaonia:

—Los dioses han bajado hasta nosotros en figura de hombres.

           Desmadrada la gente, imaginaron a Pablo el dios de la elocuencia Hermes (o dios Mercurio, entre los latinos), por ser quien dirigía la palabra; y a Bernabé, Zeus (el dios Júpiter, entre los latinos). Hermes era considerado entre los griegos el portavoz de los dioses, el protector de la fecundidad, de los viajes y del trato social entre los hombres. Zeus, el más grande de los dioses del Olimpo, el padre de los dioses y de los hombres, el más colosal y poderoso de los inmortales y al que todos los dioses obedecían, el árbitro soberano, cuya sabiduría regulaba el universo; para los griegos, todo emanaba de Zeus: el bien y el mal y hasta el destino le estaban sometidos.

           De manera que, aturdidos, pretendían adorar a Pablo y a Bernabé. El sacerdote del templo de Zeus, situado en las afueras de sus murallas y en una colina arbolada (hoy en ruinas), trajo ofrendas, flores, toros y guirnaldas delante de las puertas y, a una con la gente, preparó lo necesario para el sacrificio.

           Pablo creía ver visiones. Cuando observó acercarse la procesión con frenesí enloquecido, adivinó lo que se avecinaba, rasgó sus vestidos y se lanzó en medio del gentío, vociferando:

—Amigos, ¿por qué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros, y os predicamos que abandonéis estas cosas vanas y os volváis al Dios vivo que creó el cielo, la tierra, el mar y cuanto en ellos existe, y que en las generaciones pasadas permitió que todas las naciones siguieran sus propios caminos; si bien no dejó de dar testimonio de sí mismo, derramando bienes, enviándoos desde el cielo lluvias y estaciones fructíferas, llenando vuestros corazones de sustento y alegría.

           Con estas palabras impidió a duras penas que la gente ofreciera el sacrificio. La decepción, no obstante, fue enorme. Pero Pablo mostró bien claro que no aspiraba a la gloria humana, sino que sólo anhelaba la gloria para su Maestro; y que para predicar su Nombre había que rechazar la gloria humana. Fue aquel un momento clave en su vida, pues llegó a lo máximo que aspiran los hombres: a ser como Dios.

           Las características propias del "apóstol de Cristo" se iban manifestando en Pablo poco a poco, aunque de manera perfecta: señales, prodigios y milagros que deslumbraban al auditorio... Y paralelamente paciencia perfecta, en los inevitables sufrimientos, en las caídas y en las humillaciones. A fuerza de golpes le crecía en gran manera la virtud y la santidad, única garantía no para deslumbrar, sino para convertir al auditorio.

l.4) Asia Menor III

           Unos días después, llegaron a la insignificante Listra algunos judíos procedentes de la próspera Antioquía de Pisidia (situada ¡a 150 km de distancia!) y de la capital Iconio, persiguiendo a Pablo con odio enconado y persuadiendo a la pobre gente de Listra para que se amotinara contra los apóstoles.

           La persecución fue frenética, y Pablo cayó en manos de sus enemigos, los cuales (furiosos y armados de piedras y guijarros) le apedrearon salvajemente. Unos días antes rechazaba y se oponía con firmeza a que le adoraran como a Dios, y ahora éstos le pisoteaban como basura, arrastrando su cuerpo fuera del caserío y abandonándolo en la montaña para que sirviera de pasto a alimañas, buitres y animales carroñeros, pues le daban por muerto. Como dirá en una de sus cartas Pablo:

"Somos tenidos por impostores (enseñaría más tarde Pablo) cuando somos veraces, somos los gran desconocidos aun siendo conocidos por todos; como quienes están a la muerte pero siempre vivos; castigados aunque no condenados a muerte, tristes pero siempre alegres, pobres pero enriquecedores de muchos; como quienes nada tienen, aunque lo poseemos todo".

           Pero sólo estaba gravemente herido, tal vez en estado inconsciente. Al atardecer, y una vez desaparecido el tumulto, sus amigos acudieron y le auxiliaron, entre ellos Timoteo y su madre Eunice. Y Pablo recobró la vida que aparentemente había perdido. Siendo recogido y curado por ellos, entró de nuevo en la aldea. ¿Quiso Dios obrar un milagro con él?

           Lo cierto es que al día siguiente se ausentaba de la canija Listra cabizbajo, como un perro malherido y despreciado, y partía hacia la gran Derbe. Pablo parecía el retrato vivo de su Maestro, y aseguraba rebosante de valentía, con firmeza:

—Aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me regocijaría y congratularía con vosotros. De igual manera, también vosotros regocijaos y congratulaos conmigo.

           A pesar de las hostilidades y de la lucha permanente que le brindaba con saña el odio y la envidia de tanta gentuza que detesta el bien, el grano germinaba por doquier, floreciendo jardines en sucios lodazales. Los fieles se organizaban en grupos pequeños, fervientes, activos, donde confraternizaban el respeto y el aprecio, el perdón y la virtud, la admiración y el amor. En su propio ambiente reclutaban nuevos adeptos en torno a él, y la Buena Noticia se difundía inconmensurablemente.

           Tras la tormenta, los prados rezumaban verdor, las flores del campo coloreaban la aridez del entorno, y la tierra despedía un suavísimo olor húmedo. La esperanza de obtener frutos tomaba consistencia.

           En Derbe volvió Pablo a ser el de siempre, y como si el mundo empezara de nuevo, evangelizó la ciudad renovado de ilusión, como un novato inexperto, y cautivó allí a una gran cantidad de nuevos discípulos. Derbe era la ciudad fronteriza, a unos 150 km de Listra en la ruta oriental, situada al sureste de Iconio. Y en Derbe decidió poner fin a su 1º viaje.

l.5) Regreso a Antioquía

           Mas en lugar de regresar directamente hacia Antioquía a través de los montes Taurus (y luego por Cilicia y Tarso, el camino más directo pero intrincado) rehizo en sentido inverso el camino recorrido durante la ida. Desde Derbe volvió a Listra, Iconio, Antioquía de Pisidia, atravesó Pisidia y llegó a Perge de Panfilia y a Antalya (puerto directo con Atioquía, a través del mar). Viejos nombres, que no dejaron huellas sobre el terreno, pero que jamás se olvidarán porque señalaron la 1ª siembra en tierra pagana, la 1ª fundación, regada de sacrificio, de sangre y dolor.

           Y lo asombroso en este hombre no es que no se tambaleara cuando reinaba la tranquilidad; lo que maravillaba en él era que se alzara con vigor renovado cuando las circunstancias le abatían, que se mantuviera en pie cuando la naturaleza, aliada con la ignominia de la gente mezquina, le forzaban para ser derribado en tierra. La gallardía de su alma era tal, que podía ser atacado, mas nunca derrotado.

           En el camino de regreso visitó las comunidades ya fundadas, fortaleciendo los ánimos de los discípulos, exhortándoles a perseverar en la fe, y recordándoles una de las claves misteriosas del evangelio: "Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios".

           Defendía Pablo con firmeza la pureza de vida frente a los engaños, insensateces, maldades, injusticias, perversidades, codicias, envidias, homicidios (por aquel entonces frecuentes), contiendas, altanerías, ultrajes, fanfarronadas, deslealtades, chismes, detracciones... Pues "Dios declara dignos de muerte no sólo a los que tales cosas practican, sino a los que aprueban a quienes las cometen", solía recordar el apóstol.

           Pablo se había percatado de que el hombre daba más crédito a los ojos que a los oídos, y la enorme dificultad de persuasión que ofrecía la enseñanza de un evangelio tan exigente la simplificaba mostrando su vida personal, que servía de ejemplo y de modelo. Y como no dejaba cabo sin atar, designaba presbíteros en cada Iglesia, para que la gracia de Dios la mantuviera fiel en su ausencia. Oraba y ayunaba con ellos, y al partir, los encomendaba al Señor Jesús. Pablo consagró el viaje de vuelta íntegramente a organizar y a asentar las comunidades fundadas en el viaje de ida.

           En el puerto de Antalya, y tras una ausencia de 4 años pletóricos de peripecias, embarcó Pablo rumbo a Antioquía, punto de origen de donde había emprendido su 1ª gran misión.

           Anhelaba compartir con los hermanos el fruto del viaje. Pronto reunió a la Iglesia antioqueña, para narrar en detalle la espléndida realidad vivida así como la inmensa esperanza que aquellas conquistas permitían acariciar para Cristo. Pablo se había percatado de que todo hombre (fuere judío, fuere gentil) recibía dones de Dios para alcanzar la verdad. La puerta, tan sólo entreabierta cuatro años antes, para que el evangelio adquiriera un carácter universal, se había abierto ahora de par en par.

           En el ocaso de su vida, escribirá Pablo a su amigo Timoteo, natural de la canija Listra, sobre la preciosa aventura de este su 1º viaje: "¿Te acuerdas de mis persecuciones y sufrimientos, de lo que tuve que sufrir en Antioquía, en Iconio y en Listra? ¿Lo que tuve que soportar y de lo que el Señor siempre me libró?".

l.6) En el Concilio de Jerusalén

           Jamás olvidaría Pablo los contratiempos de su 1ª misión: la envidia de unos, el odio de otros, la traición de algunos, el desagradecimiento de aquellos en quienes había depositado esperanza o desparramado cariño a carta cabal. Mas junto a estas sombras, había percibido vivos destellos de luz y de esperanza: el consuelo y el aliento del Maestro mientras se sufría, la satisfacción del trabajo realizado por él y con él, el valor redentor del sacrificio, de los sinsabores, de las penalidades. Si Dios había redimido la humanidad desde el seco madero de una cruz, sólo desde la cruz se levantarían obras dignas de mérito sobrenatural.

           Corría el año 49. Poco había disfrutado Pablo de la compañía de los hermanos, cuando ya tramaba su corazón, inquieto, nuevas conquistas. Sin embargo, un inesperado disgusto iba a violentar aquel remanso de paz antioqueña que le envolvía. Algunos discípulos de Santiago el Mayor (no el Zebedeo) bajaron desde Judea hasta Antioquía de Siria (residencia habitual del apóstol) y enseñaron a los hermanos que si no se circuncidaban conforme a la ley de Moisés, no se podían salvar. Aceptaban que los gentiles fueran admitidos a la fe, pero ¿por qué no se circuncidaban?

           Este asunto levantó una enorme agitación y una acalorada discusión de ellos con Pablo, que negaba la necesidad de la circuncisión para salvarse. A pesar de ser él mismo circunciso, sentía muy poco afecto por la dichosa circuncisión, y las alegaciones que aducía fueron mal entendidas:

—La circuncisión es nada, y nada la incircuncisión; lo que importa es el cumplimiento de los mandamientos de Dios.

           Para clarificar el asunto no había otra forma que oír el criterio de los apóstoles. Pedro, que residía desde hacía años en Roma, se hallaba a la sazón visitando las comunidades cristianas de Oriente; y en su condición de máxima autoridad de la Iglesia, viendo el cariz que ofrecían los acontecimientos, no tuvo más remedio que convocar inmediatamente en Jerusalén a los implicados en la controversia.

           Se nombraron a algunos representantes de Antioquía para tratar la cuestión en debate; entre otros, Pablo, Bernabé y Tito (adepto originario de la gentilidad, no judío). En Jerusalén moraban el discípulo amado del Señor (Juan) y Santiago (maestro de los causantes de la discordia). Iba a ser un gran encuentro en la cumbre, con polémica de fondo. El 1º concilio de la historia de la Iglesia estaba servido.

           Partió, pues, la delegación antioqueña, con Pablo al frente de sus compañeros. Atravesó Fenicia y Samaria, aprovechando el camino para contar la conversión de los gentiles a los hermanos fenicios y samaritanos, y para estimularles a mantenerse firmes en el camino de la fe. A su llegada a Jerusalén fue recibido solemnemente por la Iglesia, por los apóstoles y los presbíteros. Y tras una cortés bienvenida, no tardó en encenderse un acalorado altercado, motivo real del encuentro.

           Ante la imposibilidad de unificar criterios, por el ardor del debate, los apóstoles y presbíteros convocaron la asamblea para que se expusieran y clarificaran los distintos puntos de vista. Vino a ser esta reunión el Concilio de Jerusalén.

           Se inició con el relato pormenorizado, por parte de cada una de las posturas en discordia, de cuanto había obrado Dios juntamente con ellos en su acción apostólica. Se facilitaba así la entrada en el asunto de la desavenencia de una manera conciliadora. Entonces cada parte planteó sus criterios y puntos de vista particulares. Tras una prudente exposición del tema polémico, se levantó Pedro (cabeza de los apóstoles y de la Iglesia) y, precediendo en el uso de la palabra, manifestó bajo la inspiración del Espíritu Santo:

—Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros.

           Se había producido un silencio sepulcral nada más levantarse la esbelta figura del viejo pescador, que ya rondaba los setenta años de edad, y todos seguían sus palabras absolutamente mudos y con avidez. Con objeto de que en el auditorio hubiera avenencia y no se suscitasen nuevas dudas, empezó Pedro recordando la elección suprema que ostentaba sobre todos ellos, elección que provenía por decisión expresa del Señor y que confería a su persona plena y absoluta potestad sobre la Iglesia; potestad para gobernar y para atar y desatar.

           Estaba convencido Pedro de que aludiendo al origen de su primado nadie cuestionaría las palabras que a continuación expusiera, las cuales debían ser unánimemente aceptadas, gustaran o no gustaran:

—Y quiso que por mi boca oyesen los gentiles la palabra de la Buena Nueva y creyeran, que a continuación exclamó:

—Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones por la fe. ¿Por qué, pues, tentáis ahora a Dios, queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?

           Desde su máxima autoridad, zanjaba Pedro, con dulzura pero a la vez con contundencia, la encrespada controversia: daba totalmente la razón a la tesis sostenida por Pablo, sin citar la palabra circuncisión, pues habría ofendido a los de la tesis contraria. Es decir, tanto los judíos como los no judíos estaban llamados por Dios a la salvación, la cual no era exclusiva de una raza, sino universal. Pero obligar a la circuncisión suponía cargar un yugo innecesario: quedaba así clarificada la postura oficial y legítima de la Iglesia en este asunto polémico. Porque "en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por el amor".

           Mas, para que no se limitara su mensaje a proclamar un vencedor y un vencido, quiso rematarlo Pedro con una alusión directa a la esencia del anuncio de la salvación que el divino Maestro le había enseñado personalmente, válido para los circuncisos y para los incircuncisos:

—Por eso, nosotros creemos que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos.

           La asamblea quedó sumida en un profundo silencio, ante la platica tan sencilla de Pedro, para un asunto tan complicado. Nadie se atrevió a proseguir la impetuosa disputa de momentos anteriores, pues se cortó la respiración junto con las ganas de polemizar. El silencio significaba el pleno asentimiento a las palabras de Pedro por parte de la asamblea.

           La breve alocución, sustancial y resolutiva, es una reliquia de conciliación y de síntesis de verdades hasta el fin del mundo inmutables. Zanjaba de cuajo la controversia, sin necesidad de precisar más, y, prácticamente, la polémica que motivó el concilio hallaba solución definitiva. La salvación, pues, no derivaba de ningún acto fisiológico o material: para los gentiles y los judíos, griegos y romanos, circuncisos e incircuncisos, la salvación solamente procedía de la gracia de Dios, del Señor Jesús. Sólo se salvaría quien viviera en gracia de Dios: noticia antigua y sempiterna, imperecedera y perpetuamente actual para todos los siglos del cristianismo.

           El ambiente silencioso creado facilitó sobremanera el plan de Pedro de intentar dar un espaldarazo definitivo a la doctrina de Pablo. Quería que todos los asistentes se congraciaran con él y con sus enseñanzas, por lo que le suplicó, en aquel escenario de tregua, que narrara de nuevo los prodigios extraordinarios que Dios había obrado por su medio entre los gentiles.

           En tono moderado y bajo, sin altanerías ni afán de restregar nada, pues él no solía "estimarse en más de lo que convenía, sino que más bien tenía una sobria estima de sí mismo según la medida de la fe que Dios le había otorgado", Pablo se limitó a relatar, para levantar el aliento de los oponentes vencidos y reconfortar el ánimo de todos, las múltiples peripecias apostólicas vividas hasta en los confines del universo, expuesto continuamente al peligro:

—Por la misericordia de Dios hemos ofrecido nuestro cuerpo como una víctima viva, santa, grata a Dios: tal es nuestro culto espiritual. No nos acomodamos al mundo presente, antes bien nos hemos transformado mediante la renovación de nuestra mente, para poder distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.

           Y reveló las motivaciones secretas de su apostolado "en tierras lejanas", que sabía habrían de agradar sobremanera y de forma particular a los oyentes hebreos:

—Por ser yo verdaderamente apóstol de los gentiles, hago honor a mi ministerio, pero con la esperanza de despertar celos en los de mi raza y salvar a algunos de entre ellos.

           También les habló Pablo de la fortaleza espiritual de la comunidad de Antioquía y de las conversiones masivas llevadas a cabo en su gran peregrinación misionera por territorios paganos; y de su llamada divina:

—De Jesucristo nuestro Señor recibimos la gracia y el apostolado para predicar la obediencia de la fe a la gloria de su nombre entre los gentiles.

           Así como clarificó el distintivo peculiar de su comportamiento:

—Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la palabra de Dios. ¡No! Antes bien, con sinceridad y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo.

           Porque de parte de Dios, y delante de Dios, hablaba Pablo de Cristo, "sin atribuirse cosa alguna como propia, sino como venida de Dios". Una capacidad, no propia sino prestada, que a todo apóstol le otorgaba autoridad suficiente como para "arrasar fortalezas, deshacer sofismas y altanerías que se sublevaban contra el conocimiento de Dios, y reducir a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo Jesús".

           Reconfortados los oyentes por las palabras tan colmadas de amor, paz y perdón del "apóstol de los gentiles", quiso intervenir Santiago, el hermano del Señor y responsable máximo de la Iglesia de Jerusalén, y maestro de los discípulos causantes del altercado que tan lejos había llegado; insistiendo en el espíritu conciliador ya suscitado en el ambiente, expuso:

—Hermanos, escuchadme. Simón ha referido cómo Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo para su nombre. Con esto concuerdan los oráculos de los profetas, según está escrito: "Después de esto volveré y reconstruiré la tienda de David que está caída; reconstruiré sus ruinas y la volveré a levantar. Para que el resto de los hombres busque al Señor, y todas las naciones que han sido consagradas a mi nombre, dice el Señor que hace que estas cosas sean conocidas desde la eternidad". Por esto opino yo que no se debe molestar a los gentiles que se conviertan a Dios, sino escribirles que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos (es decir, la carne de los animales inmolados en los sacrificios de los gentiles), de la impureza en las uniones ilícitas conyugales, de los animales estrangulados y de la sangre.

           Deseaba Santiago que la reconciliación entre las posturas enfrentadas fuera razonada y razonable. Y verdadera y duradera. Por eso, aceptando íntegramente el veredicto de Pedro, se limitó a refrendarlo y a justificarlo con argumentos apropiados para los judíos, es decir, haciendo referencia a la Escritura, a los escritos de los profetas.

           El acuerdo de la asamblea fue absoluto, y brotó como fruto la paz. Decidieron que en Antioquía lo supieran y se congratularan con ellos, para que no siguieran allí las disputas. Así que prepararon una carta que se enviaría junto a un equipo delegado, en representación del concilio. El equipo lo formarían Pablo y Bernabé (de un lado, el de la gentilidad) y Judas Barsabás y Silas (por otro lado, el de los hermanos de Jerusalén). La carta apostólica era del siguiente tenor:

"Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, Siria y Cilicia. Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestro ánimo, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós".

           "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros". ¡Con qué familiaridad hablaban del Espíritu Santo aquellos sencillos hombres! Parecía como si la 3ª persona de la Santísima Trinidad hubiera sido un contertulio más en aquel cónclave. O, ¿acaso hablaban y escribían como unos vanidosos engreídos? Como diría más tarde el apóstol Pablo:

"Nosotros no recibimos un espíritu de esclavos, para que no cayéramos en el temor. Antes bien, recibimos un espíritu de hijos adoptivos, que nos permite exclamar Abbá, Padre. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados".

           La abstención que se pedía al final de la carta no era más que una medida transitoria y conciliadora, que también se aboliría poco tiempo después, para que en los derrotados no cundiera el desánimo en su perseverancia. La diplomacia, unida a la prudencia, se habían aliado para tratar de no herir susceptibilidades en los neoconversos procedentes del judaísmo. Fue aquel concilio un valioso éxito tanto del galileo Pedro como del cilicio Pablo.

           Éste y el resto del equipo designado, tras despedirse de los hermanos, bajaron a Antioquía, reunieron la asamblea y entregaron la carta. La leyeron y se gozaron al recibir aquel aliento. Judas y Silas, que eran profetas, exhortaron con un largo discurso a los hermanos y les confortaron. Pasado algún tiempo, fueron despedidos en paz para regresar a Jerusalén, aunque Silas decidió quedarse en Antioquía.

m) Viaje II de Pablo

           Tras el Concilio de Jerusalén, Pablo permaneció en Antioquía durante algún tiempo. Pero se asfixiaba en su inmovilidad, y aquel amplio horizonte abierto de su 1ª peregrinación universal, junto a la preocupación por las comunidades ya fundadas, le iban royendo su quietud.

           Los grupos fundados, aislados y expuestos a mil peligros, no le permitían cruzarse de brazos. Ante Dios se sentía responsable de aquellos neófitos con la pasión de una fe floreciente y con la generosidad de una entrega total. ¿Cómo seguirían? ¿Se encontrarían desanimados ante las irrenunciables exigencias de la fe? ¿Habrían deformado la sana doctrina? ¿Irradiarían a Cristo? ¿Ardería su corazón con el fuego del amor, o se vería confiscado por la gélida frialdad? ¿Habrían seducido a nuevas almas?

           Pablo estaba sumido en un mar de dudas y de preguntas, mas nadie podía apaciguar su zozobra. Se sustentaba sólo de sospechas, de presentimientos, de ilusiones más o menos fiables, por más que él anhelaba la certeza, la información directa de la realidad, la verdad sobre cuánto acontecía. Consideraba vital el retorno para alentarles con su presencia, con sus consejos oportunos, ya que le dolía menos la fatiga del viaje que esta sangrante incertidumbre. Soñaba con la partida.

           Por eso, tras un lapso prudente de espera, y llegada la primavera en que se abrían nuevas y mejores posibilidades de viajar, no esperó más. Se sentía incómodo, impaciente, nervioso, y suplicó a Bernabé:

—Volvamos ya a visitar a los hermanos de todas las ciudades donde hemos anunciado la Palabra del Señor, para ver cómo siguen.

           El amor de Cristo Jesús apremiaba el corazón de Pablo, y le preparaba para esta 2ª gran misión entre la gentilidad, que le llevaría al apóstol algo más de 2 años, entre el 50 y el 52.

           Sin embargo, momentos antes de partir, sustituyó a Bernabé por Silas (o Silvano, que había formado parte del equipo delegado del Concilio de Jerusalén). Pues un curioso incidente de Pablo con Bernabé (su maestro, y mejor amigo) hizo que el inseparable compañero de fatigas decidiese no embarcarse con Pablo (su pupilo, y hermano entrañable). Gran lección que darían ambos a la cristiandad futura, que merece la pena recordar, pues encierra una valiosa enseñanza.

           En efecto, la víspera de la salida, Bernabé reclamó a su pariente Marcos que les acompañara para el viaje. Hasta que Pablo se enteró de la nueva compañía, y no la aceptó, recordando que el joven Marcos ya se les había separado bruscamente en Panfilia, por su cobardía ante el posible asalto de bandoleros.

           Bernabé insistió en que merecía la pena llevarle para el viaje, por su juventud. Y Pablo acabó por no ceder el brazo, acabando por separar a ambos (Bernabé y Marcos) de su horizonte de fatigas. De modo que Bernabé, "suplicando a Dios que bendijese la ruta de Pablo", tomó consigo a Marcos, y con él se embarcó rumbo a su bella Chipre (su patria amada), a forma de retiro.

           Según Alejandro de Chipre, se hallaba operando Bernabé numerosas conversiones en Salamina cuando unos judíos venidos allí desde Siria le apedrearon y le quemaron. Allí fue enterrado, siendo su tumba milagrosamente descubierta en tiempos del emperador Zenón (ca. 488), bajo las tumbas asirias de Tuzla y a las afueras de Famagusta (hacia el interior, hoy en la actual Enkomi), con el evangelio de san Mateo sobre el pecho (evangelio hoy guardado en el tesoro de la Capilla Palatina de Constantinopla, y que se lee en Jueves Santo).

           Por su parte, Pablo, que había elegido por compañero a Silas, emprendió su 2º gran viaje encomendado por los hermanos de Antioquía a la Gracia de Dios, a "Aquel que podía consolidar a todos conforme a su evangelio y la predicación de Jesucristo".

m.1) Capadocia

           En lugar de seguir la ruta marítima del 1º viaje, escogió Pablo para este 2º viaje la vía terrestre, encaminándose por Siria hacia su patria natal (Tarso), y desde ahí por la costa cilicia hacia la gran y romana Derbe, desde donde embistió hacia el interior los montes Taurus, para subir a la Capadocia.

           En la canija y simbólica Listra se le unió Timoteo (greco-judío, de padre y madre), que en adelante seguirá unido a Pablo hasta el fin de sus días, como su más fiel discípulo.

           Aunque Pablo se oponía a que los cristianos procedentes de la gentilidad se circuncidaran, circuncidó a Timoteo a causa de los judíos residentes en aquellos lugares, pues conocían el origen judío de su madre, y, según el derecho, un hijo y su madre gozaban de la misma condición étnica. Si Pablo no le hubiese circuncidado, muchos judíos, aferrados a las exigencias de la ley, no hubiesen consentido escucharle. Los hermanos de Listra y de Iconio, desde luego, daban buen testimonio de Timoteo.

           Pablo fue consolidando las iglesias. Conforme las visitaba, les entregaba la carta firmada por los apóstoles y por los presbíteros en el Concilio de Jerusalén. A pesar de que la cizaña siempre crece entre las plantas, las comunidades cristianas se afianzaban en la fe y veían aumentar de día en día el número de fieles. No había sido estéril la siembra que las fecundó con sudor de sangre. La ilusión vibraba en aquellos corazones ardientes, y habían conquistado el entorno por simple contagio.

           El apóstol había acertado al confiar en los nuevos hermanos, al organizar y elegir de entre ellos mismos sus propios jefes, los ancianos, como él los llamaba. Su espíritu se estremecía y saltaba de satisfacción al comprobar la fe intrépida y la generosidad de aquellas gentes. Y la acción de gracias brotaba desde lo hondo de su alma, elevándose hasta el cielo, que derramaba su rocío consolador sobre la tierra de manera persistente y generosa.

           La mies era abundante y escasos los sembradores, por lo que el descanso hubiera constituido delito. La acción debía multiplicarse, renovarse y extenderse a horizontes ilimitados, sin fronteras. "Yo te enviaré a naciones lejanas", le habían ordenado. La obra iniciada aquel día en Damasco, ya lejano pero siempre presente, debía ser universal. Por eso resolvió proseguir con la mirada puesta al frente, siempre levantada, siempre adelante, rumbo hacia lo desconocido y sin darse permiso para las añoranzas egoístas y baldías. Y como en su día había proclamado su maestro Jesús:

"Ve proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Sana enfermos, resucita muertos, limpia leprosos, expulsa demonios. Gratis lo has recibido, dalo gratis. No tomes oro, ni plata ni cobre en tus fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entres, infórmate de quién hay en ella digno, y quédate allí hasta que salgas. Al entrar en la casa, salúdala. Si la casa es digna, llegue a ella tu paz; mas si no es digna, tu paz se vuelva a ti. Y si no se te recibe ni se escuchan tus palabras, sal de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de tus pies".

           De la canija, y para Pablo hermosa (de costumbres) Listra, pasando por Iconio, se adentró el apóstol en Asia Menor, por Antioquía de Pisidia. Pretendía ir a Éfeso (al otro lado de la Anatolia), pero, "impedido por el Espíritu", se contentó con la vecina Frigia, sin salirse de la Anatolia y comenzando por la cosmopolita Hierápolis.

m.2) Anatolia

           La región de Frigia se asentaba sobre una meseta alta y árida, provista de pastos donde se criaban incontables rebaños de carneros, famosos por la finura de su lana. Hondos y angostos valles cruzaban la meseta, salpicándola de escarpados acantilados.

           Las montañas y los ríos contenían oro, cuya existencia se consignaría en la leyenda del rey Midas. La vid se cultivaba en inmensas extensiones de terreno y la mayor celebridad de la región correspondía al mármol y a los caballos, tan excelentes para la guerra, que muchos autores los citan como la mejor raza de Oriente. Las gentes de Frigia se dedicaban principalmente a la agricultura y a la ganadería.

           La belleza y rareza de aquel territorio le estimuló a abrir rutas nuevas, desde Antioquía de Pisidia. Conque torció hacia el nordeste, atravesó Frigia y se adentró en la región de Galacia, antigua región hitita que destacaba por su amor al lujo. Pensaba pasar de largo por Galacia, pero una enfermedad le obligó a prolongar su estancia y le dio ocasión para evangelizar a los gálatas. Como escribió a éstos más tarde:

"Gracias por no mostrarme desprecio ni repulsa, cuando visteis mi cuerpo y esto supuso para vosotros una prueba. Y por haberme recibido como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. Yo mismo puedo atestiguaros, hijos míos, que os hubierais arrancado los ojos, de haber sido posible, para dármelos".

           Y derrochó tal apasionamiento en esta imprevista misión de Galacia, y hasta cierto punto inoportuna para sus planes, que junto a los dolores de su enfermedad "sentía dolores de parto" hasta ver a Cristo místicamente formado en los gálatas.

           Una vez repuesto, desde Galacia marchó en dirección a Misia, comarca limítrofe del mar Egeo. Llegado a Misia, intentó encaminarse hacia Bitinia, mas tampoco se lo consintió el Espíritu. Atravesó, pues, Misia, territorio con un suelo bastante montañoso pero muy fértil, y desde allí bajó hasta la costera y occidental Tróade (antigua Troya, en los Dardanelos del Egeo). Dócil a las insinuaciones de Dios, fue recorriendo esos parajes.

           En Tróade (actual Canakale, y a vista de pájaro de la isla griega de Lesbos), Pablo tuvo una visión nocturna, y en ella un macedonio, de pie, le suplicaba:

—Pasa a Macedonia y ayúdanos.

           Intentó satisfacer inmediatamente la súplica, persuadido de que Dios reclamaba allí su presencia. Pero antes de la partida incorporó al equipo misionero a Lucas, su "médico querido", tratando de asegurar la vigilancia a sus achaques de salud. Lucas, nativo de Antioquía de Siria, uno de los primeros neoconversos de la ciudad tras la muerte de Esteban, amaba entrañablemente a Pablo, y se encargaría unos años más tarde de referir por escrito sus actos y algunas de sus enseñanzas.

m.3) Egeo

           Zarparon, pues, en Tróade, rumbo a Macedonia, haciendo escala en Samotracia, pequeña isla al norte del Egeo (masa rocosa y montañosa de 13 km de largo por 10 km de ancho). Pernoctaron en Samotracia y al día siguiente emprendieron de nuevo la travesía, que durante 5 días, y surcando el Egeo, les llevó a Neápolis (actual Kavala), puerta de entrada a Grecia en su región de Tracia, vecina de Macedonia.

           En aquellos momentos el apóstol ¡ponía los pies y besaba Europa! Y de Neápolis se dirigieron inmediatamente a Filipos, adonde no tardaron en llegar.

m.4) Filipos

           Filipos, una de las principales metrópolis macedonias, fundada por Filipo II de Macedonia (padre de Alejandro Magno) el 356 a.C, se llamaba Krenides (lit. Pequeñas Fuentes) por la gran cantidad de manantiales que brotaban en las montañas del norte de la ciudad. Se hallaba ubicada al borde de una gran llanura que se extendía adentrándose en la naturaleza.

           Disponía Filipos de fácil acceso, cruzando el monte Pangeo por la Vía Egnacia, al hermoso puerto de Neápolis, del cual distaba 16 km. Con altas rentas originadas por las minas de oro, Filipos era una ciudad fuertemente romanizada, de carácter noble, sincero y afectuoso. La población judía residente en Filipos era escasa, carecía de sinagoga y celebraba las reuniones sabatinas junto al río (abluciones rituales).

           El 1º sábado tras la llegada, salió Pablo fuera de la puerta, por la orilla del río, buscando un sitio apropiado para orar. Se sentó, y al observar la repentina concurrencia de mujeres, aprovechó entusiasmado la oportunidad para dirigirse a ellas y anunciarles la Buena Nueva.

           Una de ellas, llamada Lidia, vendedora de púrpura y natural de Tiatira (ciudad anatolia, que había adquirido celebridad por sus tintes y telas de púrpura), escuchaba atónita las palabras del apóstol, a las que se adhirió sin vacilar siquiera; el Señor había abierto el corazón de Lidia, y se convirtió. Cuando fue bautizada junto con su familia por Pablo, obligó a éste, y a Silas y Lucas que le acompañaban, a ir a su casa, dándoles alojamiento a todos ellos en Filipos:

—Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y quedaos en mi casa, les suplicó Lidia.

           De esta manera, la casa de Lidia se convirtió en centro de la iglesia filipense durante la estancia de Pablo en Filipos. Más tarde, los hermanos filipenses lograron que Pablo aceptase una donación material para que socorriera con ella a otros hermanos necesitados. No pudo tributar el apóstol homenaje tan válido a la caridad de Lidia y de la comunidad de Filipos, que llegó a ser su predilecta, "su gozo y su corona", como él mismo reconocería, su Iglesia más amada.

           No era la costumbre de Pablo orar cuando tenía tiempo libre para ello; en su jornada habitual disponía, por el contrario, de tiempo concreto destinado exclusivamente para orar. Cierto día, cuando acudía a la oración, aconteció que una joven esclava le salió al encuentro. Se hallaba poseída por un espíritu maligno, un espíritu llamado pitónico en recuerdo de la serpiente Pitón del oráculo de Delfos.

           Este espíritu impulsaba a la joven a predecir el futuro, por lo que la extravagante vidente constituía, en cierta manera, una fuente de ingresos para sus avarientos amos, que la presentaban y explotaban como adivina. La joven seguía a Pablo y a sus compañeros gritando:

—Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y os anuncian el camino de la salvación.

           El suceso, que se repitió durante varios días, comenzó a importunar. De tal modo, que un día, cuando la muchacha comenzaba sus artes, se volvió enérgicamente Pablo hacia ella y espetó al espíritu que la encadenaba:

—En nombre de Jesucristo te mando que salgas de ella.

           Al instante la abandonó el demonio. Mas el milagro liquidó la rentabilidad del sucio negocio. Ciertamente, la joven se sintió liberada; sin embargo, sus dueños, heridos en su avaricia, apresaron a Pablo y le arrastraron hasta el ágora, ante los magistrados, para denunciarlo. Lo presentaron a los pretores con la siguiente amenaza:

—Estos hombres alborotan nuestra ciudad; son judíos y predican unas costumbres que nosotros, por ser romanos, no podemos aceptar ni practicar.

           La muchedumbre se amotinó contra él, hervía ante el tribunal profiriendo gritos, insultos soeces, amenazas. Los pretores se dejaron convencer, y, sin más contemplaciones, ordenaron despojarle de sus vestidos y azotarle con varas. Tras darle una gran paliza, rodó por el suelo, ensangrentado y condolido, y fue encarcelado. El carcelero recibió orden de vigilarlo con sumo cuidado, por lo que lo metió en el calabozo interior, sujetando sus pies en el cepo.

           A media noche, y mientras oraba y cantaba himnos a Dios, escuchados por los demás prisioneros, el edificio (en el trasero de la basílica judicial romana, con celdas alrededor de un pequeño claustro) se conmovió de repente con tan fuerte temblor de tierra, que hasta sus cimientos vibraron. Al momento, las puertas se abrieron de par en par. Las cadenas de los reclusos se soltaron y cayeron al suelo.

           Al despertarse los guardianes y ver las puertas abiertas, el espanto y la desesperación cundió en ellos, sobre todo en el jefe de la guardia, persuadido de que se habían fugado los presos, pues era uso romano que si se escapaba un preso por descuido del carcelero, éste quedaba en lugar del preso. Como el suicidio estaba de moda entre los romanos, el carcelero intentó suicidarse. Pablo se esforzó para tranquilizarlo:

—No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí.

           El carcelero pidió luz, entró de un salto, y tembloroso, cayó el pobre a los pies de Pablo, lo sacó fuera y le increpó con humildad:

—Señor, ¿qué he de hacer para salvarme?

—Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa, le contestó amablemente Pablo.

           Aquella misma noche, el carcelero llevó a Pablo a su casa, le lavó las heridas recibidas en los azotes y le preparó la mesa, mientras recibía el anuncio de la palabra del Señor él y todos los suyos; fue bautizado, y se congratuló con su familia por haber creído en Dios. ¡Una conversión en tan sólo una noche! ¿Qué santidad de vida respaldaría la predicación de aquel varón, capaz de lograr frutos tan sorprendentes?

           Llegado el día, los pretores enviaron a los lictores con la siguiente orden para el carcelero:

—Pon en libertad a estos hombres.

           El carcelero transmitió estas palabras a Pablo:

—Los pretores han enviado a decir que os suelte. Ahora, pues, salid y marchad.

—¿Cómo?, exclamó Pablo, resistiéndose. Después de habernos azotado públicamente sin habernos juzgado, y a pesar de ser nosotros ciudadanos romanos, nos echaron a la cárcel. ¿Y ahora quieren mandarnos de aquí a escondidas? De ninguna manera; que vengan los magistrados personalmente a libertarnos.

           Los lictores transmitieron estas palabras a los pretores. La noticia de la ciudadanía romana de Pablo y Silas cayó como un jarro de agua fría y les sobresaltó. Pues la ley romana prohibía, bajo penas severas, someter a un ciudadano romano a la flagelación sin una causa justa. Al ciudadano romano sólo se le podía azotar después de ser condenado a muerte tras un juicio proporcionado, y aquí ni siquiera se había incoado un proceso judicial.

           El asunto adquiría feo cariz. Si los reos se quejaban, se podrían tomar represalias contra Filipos por la imprudencia cometida: tanto los magistrados como la colonia corrían grave peligro. Pocos años antes, exactamente en el 44, el emperador Claudio había privado a los vecinos de Rodas de sus privilegios por haber crucificado a ciudadanos romanos. Por consiguiente, los propios magistrados vinieron, muy amables, a exponer sus excusas y a soltarlos; y al mismo tiempo suplicaron a Pablo y Silas que abandonasen la ciudad.

           Al salir de la cárcel corrieron a casa de Lidia, se reunieron con los hermanos para infundirles esperanza y aliento, y se marcharon de Filipos (salvo Lucas, que quedó allí para consolidar la hermosa obra iniciada). El 1º contacto con Europa, es cierto, se había teñido de lágrimas y de sangre; mas la semilla se había echado y sembrado y las espigas comenzaban a granar.

m.5) Tesalónica y Berea

           Pablo se encaminó hacia Tesalónica, atravesando Anfípolis (la heroína de las Guerras Peloponesias griegas) y Apolonia (junto al lago Apolonia, cerca de la actual Stavros), donde exhortaba a la perfección con delirio apasionado, y animaba a los hermanos a un mismo sentir y a una vida serena. Así, el Dios del amor y de la paz estaría con ellos. "Os fui predicado nuestro evangelio (les recordará años más tarde el apóstol), no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión".

           Tesalónica, la capital metropolitana de Macedonia y residencia del procónsul, se había convertido en importante puerto marítimo, y ubicada sobre la Vía Egnacia (la calzada que unía Roma con Oriente) había alcanzado una prosperidad rápida y creciente. En aquel tiempo, aunque esta populosa población la formaban mayoritariamente griegos, cohabitaban allí otros pueblos, entre ellos el judío, que constituía una comunidad nutrida y poderosa con sinagoga propia. Los habitantes de Tesalónica, excepto los judíos, eran idólatras y disolutos, como sucedía entonces en cualquier urbe marítima.

           No es posible saber con exactitud cuánto tiempo permaneció Pablo en Tesalónica. Al menos, 3 semanas, y tal vez algunos meses, dado el estado floreciente de la comunidad formada cuando escribió sus cartas.

           Durante dicha estancia, y como poco después les escribió el apóstol, "os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones". De esta manera "os convertísteis en modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya". Porque "partiendo de vosotros, la palabra del Señor ha resonado en otros lugares, y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes".

           Tras los sobresaltos vividos en Filipos, Pablo tuvo la valentía de predicar el evangelio en Tesalónica, sabiendo que esto le atraería nuevas luchas. Pues "no trataba de agradar a los hombres, sino sólo a Dios", y por eso él "no podía presentarse con palabras aduladoras, sino como una madre que cuida con cariño de sus hijos". De esta manera, añade el apóstol, "quisimos daros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos".

           Para no ser gravoso a nadie, y a la par que evangelizaba, Pablo tuvo que trabajar con sus propias manos, como tantas otras veces, para ganarse su propio sustento. Así, quería dar ejemplo, para que ellos hiciesen lo mismo: "Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque me he enterado que hay entre vosotros algunos que viven desconcertados, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A esos tales les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan".

           Acudía también a la sinagoga, donde probaba que Jesús era el Cristo y donde debía soportar el rechazo de algunos judíos. Y por las noches, a la luz de rústicos candiles de aceite o aprovechando el resplandor de la luna llena, entablaba amistosos coloquios con los tesalonicenses, tanto judíos como gentiles ávidos de saber, en ocasiones prolongados hasta el amanecer del día:

—Entonces, ¿no es necesario ser judío para salvarse?

—No, hermanos: todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará. Porque todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, y cada uno dará cuenta de sí mismo ante él.

—Ese Dios que anuncias, Pablo, sentado en un tribunal, parece más bien un Dios justiciero y pendenciero.

—¡De ninguna manera! En verdad es realmente justo y necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal.

—Pues entonces será difícil salvarse, ¿no?

—Sencillamente, hay que trabajar con temor y temblor por la salvación. Mas Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.

—¿Y cómo se obtiene verdaderamente la salvación?

—Nos salvamos por la gracia de Dios, mediante la fe; y esto no viene de nosotros, sino que es puro don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe.

—¿Entonces?

—Escucha: si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación.

—Pero es que nosotros apenas hemos oído hablar de ese tal Señor Jesús que tú tanto anuncias.

—Es verdad. ¿Cómo podría creerse en Aquel a quien no se ha oído? ¿Y cómo podría invocarse a Aquel en quien no se ha creído? Por eso estoy yo aquí con vosotros, para que me oigáis. ¿Cómo iríais a oír sin que se os predicase? Porque la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo. En consecuencia, debéis manteneros firmes, hermanos, y conservar las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz.

—Algunos de los nuestros, amado Pablo, no están muy de acuerdo con estas cosas, con esta doctrina que enseñas.

—Pues yo os mando, en nombre del Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que viva desconcertado y no según la tradición que de mí habéis recibido, que no es otra cosa que el evangelio de Cristo Jesús.

—Entonces, hermano, para mantenernos fieles a ese evangelio de Cristo Jesús, como en algunas cosas puede contradecirse con las normas ya establecidas en la vida, ¿deberemos desobedecer también a las autoridades de esta sociedad, a los edictos de los pretores, de los cuestores, de los procuradores y del césar?

—¡Jamás! Debéis someteros a la autoridad constituida, pues no existe autoridad que no provenga de Dios; de manera que quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación.

—Pero es que los magistrados son temibles en numerosas ocasiones, Pablo.

—No, hermano. Los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal.

—Total, que hay que someterse, ¿no?

—Es preciso someterse no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia. Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios. Vosotros dad siempre a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor.

—¿Y qué consuelo nos quedará si tenemos que guardar fidelidad a quien puede ser nuestro enemigo, a quien puede perseguirnos por no dar culto a sus dioses?

—Debéis estar contentos, hermanos, y gloriaros en la esperanza de la gloria de Dios. Mientras tanto, también os recomiendo que hagáis plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios.

—Sí, pero es que hay algunos que no cesan de amargarnos continuamente la vida.

—Precisamente por eso. Debéis gloriaros hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza, el amor de Dios.

—¿Y dónde aparece la justicia de Dios en todo esto?

—Es propio de la justicia divina pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros, los atribulados, con el descanso cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo con sus poderosos ángeles, en medio de una llama de fuego, y tome venganza de los que no conocen a Dios y de los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús.

—¿Y qué les pasará a éstos?

—Pues éstos sufrirán la pena de una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel Día a ser glorificado en sus santos.

—¿Pero es cierto que resucitan los muertos? ¿Cómo resucitan? ¿Con qué cuerpo renacen a la vida? ¿Cómo?

—¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo, o alguna otra semilla. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar. De igual manera, en la resurrección de los muertos se siembra corrupción, pero resucita lo incorrupto; se siembra vileza pero se resucita gloria; se siembra debilidad pero resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, pero resucita un cuerpo espiritual.

—Os digo, hermanos: la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los Cielos... Es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Entonces se cumplirá la Escritura: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?". ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así, pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor.

—Comentabas que las tribulaciones engendran el amor de Dios. Pero, ¿cómo notaremos la presencia del amor de Dios en nuestro corazón?

—El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. No olvidéis que quien no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece, mientras que los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.

—Eso está muy bien en teoría, hermano. Pero quizás olvidas nuestra debilidad, nuestra fragilidad, nuestra miseria.

—Precisamente por eso, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Además, nosotros no sabemos pedir a Dios como conviene, mas el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.

—Entonces, ¿por qué se enoja Dios tantas veces con nosotros? ¿Por qué un mismo Dios permite tantas diferencias entre nosotros?

—¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló por qué me hiciste así? ¿O es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables?

           Desde luego, estos interminables coloquios, tanto en Tesalónica como en cualquier rincón de la geografía adonde llegó este incansable apóstol peregrino, dejaban boquiabiertos al auditorio, que se arremolinaba en torno suyo. Convencían, pues nadie ponía en aprietos a quien era capaz de derrochar tanta sabiduría, que daba réplica oportuna a todos y a todo.

           Como un padre a sus hijos, a cada uno de ellos, de forma íntima y personal, le exhortaba y alentaba a vivir de una manera digna de Dios, "que te ha llamado a su Reino y gloria". Por ello, algunos judíos y una considerable multitud de griegos residentes en Tesalónica se convirtieron, alcanzando esta comunidad el apelativo de "la esperanza, el gozo y la corona de la que nos sentiremos orgullosos ante nuestro Señor Jesús en su venida".

           Sin embargo, algunos del barrio de los judíos, preñados de envidia, reunieron a la gente maleante de la calle con objeto de armar tumultos y alborotar la ciudad. Se presentaron en casa de un tal Jasón, buscándolo para llevarlo ante el pueblo. Al no encontrarlo, arrestaron a Jasón y a algunos hermanos ante los magistrados de la ciudad, acusándolos y acosándolos con insultos:

—Esos que han revolucionado todo el mundo se han presentado también aquí, y Jasón les ha hospedado. Además, todos ellos van contra los decretos del César y afirman que hay otro rey, Jesús.

           Al oír esto, el pueblo y los magistrados de la ciudad se alborotaron. Pero después de recibir una fianza de Jasón y de los demás, les dejaron ir.

           No obstante, Pablo, aconsejado por los hermanos, tuvo que huir inmediatamente, ocultado bajo la penumbra de la noche, como un perro malherido. Y marchó a Berea (antigua Vergina, primitiva sede de los reyes macedónicos), a 70 km al suroeste de Tesalónica).

           Los tesalonicenses convertidos continuaron siendo objeto de una cruel persecución, ante la cual ya les había prevenido previamente el apóstol, animándolos hasta el extremo de dar, si era preciso, la vida misma, en justa correspondencia al amor de Dios: "Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a dar su vida; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Cristo murió por los impíos".

           Berea (actual Veria), localidad importante y populosa, estaba situada al pie del monte Hermios, en el fértil valle de Haliacmon. Los judíos de Berea, de un natural más pacífico que los de Tesalónica, aceptaron la palabra de Dios de todo corazón. Diariamente examinaban las Escrituras y creyeron muchos, judíos y griegos, mujeres distinguidas de la nobleza y hombres de toda condición social. Pero, enterados los judíos de Tesalónica del progreso espiritual, su odio les condujo hasta Berea, donde fueron a agitar y a violentar a la gente.

           "Son enemigos del evangelio para nuestro bien", solía recordar el apóstol a sus amigos tesalonicenses. Efectivamente, la Providencia permitía todo esto para que, sin preverlo, Pablo subiera de la llana Macedonia a las montañosas Atica y Peloponeso (de ahí lo de subir, cuando en realidad iban del norte al sur), donde le esperaban 2 sedes universales del progreso y de la cultura, donde su palabra pasaría a resonar a nivel mundial: Atenas y Corinto.

m.6) Atenas

           Posiblemente Pablo subió de Macedonia (norte de Grecia) a la Atica (sur de Grecia) a través del mar, costeando los puertos de la costa griega y evitando así los irresolubles sistemas montañosos del Olimpo y Parnaso, permanentemente nevado el 1º e imposible de hacer a pie o carreta el 2º.

           Cuando Pablo arribó al puerto de Atenas, capital del mundo griego y ciudad más civilizada del mundo, la ciudad ya no era la de antaño (la de Sócrates, Sófocles, Fidias, Pericles o Tucídides) pero conservaba todo su empaque a nivel intelectual y artístico. La fama de su sabiduría y de sus sabios aún resonaba por todo el globo terráqueo, e incluso todo emperador romano debía seguir aprendiendo sus máximas.

           Silas había quedado en Berea, aunque fue reclamado con urgencia para venir a Atenas. Entre tanto, Pablo tuvo que enviar a Timoteo a Tesalónica, para afianzar y dar ánimos en la fe, y estimular a los tesalonicenses a no vacilar en las tribulaciones. Por lo que se había quedado completamente solo en Atenas.

           Atenas estaba constituida en torno a la Acrópolis (llamada Cecropia, por haber sido fundada por el mítico Cecrops). Al noroeste de la Acrópolis, y frente a los Propileos, se alzaba una colina de 115 m. altura (el Areópago), adonde se llegaba por una escalera tallada en roca. En los alrededores de Atenas se encontraba el Templo de Ares. Al suroeste del Areópago se levantaba la colina Pnyx, donde se adoraba al Gran Zeus sin templos ni imágenes.

           Grandes moles de roca formaban la base de otras menores, talladas en semicírculo y cerradas por una muralla alta y lisa en la parte suroeste. Al norte de las colinas se encontraba el camino del puerto del Pireo, que llevaba de éste a la ciudad.

           Abundaban las estatuas y los monumentos dedicados a las divinidades: Atenea Parthenos, Ares, Poseidón, Zeus Eleuterios, Apolo Patreos, Hefestos, Afrodita, Hermes Agoraos, Némesis, Dióscuros, Dionisos, Asclepio, Cibeles, Serapis... Cientos de costosísimas edificaciones (Telesterion, Odeón, Olimpeion, Likaeion, Zappeion...) edificadas con la piedra más cara y bella del mundo: el mármol pentélico, del vecino monte Pentélico.

           La 1ª impresión que produjo Atenas a Pablo fue de indignación, al ver la ciudad saturada de ídolos. La médula del arte y de la cultura helénica, inundada de tanto monumento religioso, afligió su corazón. Junto a la aflicción, al apóstol quedó atónito y dolido ante el extraño contraste que ofrecían las edificaciones atenienses: la reluciente riqueza que desbordaba a los ídolos de oro y bronce, frente al paganismo más absoluto que encubría a los seres humanos.

           Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios; y diariamente en el ágora con los representantes de la filosofía griega, muy caída por entonces, que por allí se encontraban. Trababan conversación con él algunos filósofos epicúreos y estoicos. Los epicúreos no creían en Dios ni en la otra vida, y situaban la felicidad del hombre en el placer. Los estoicos enseñaban que no se podía llegar a la felicidad sino por el desprecio de todo.

           Ciertamente, el estado general de los espíritus manifestaba una estrambótica inquietud, producto de la acción demoledora del escepticismo, y a la vez del eclecticismo, que en reacción contra el primero había tratado de buscar puntos de coincidencia entre todas las escuelas filosóficas de Atenas de aquel tiempo. Algunos, sobrados de soberbia y engreimiento, se mofaban de Pablo con ironía chulesca:

—¿Qué querrá decir este charlatán?

           Otros, más respetuosos, se preguntaban intrigados:

—Parece ser un predicador de divinidades extranjeras.

           La filosofía ateniense había huido de las sutilezas y del refinamiento dialéctico clásico y se refugiaba en la moral y en la religión, buscando pautas y fórmulas sencillas de fácil aplicación para resolver el problema práctico de la orientación de la vida.

           Prevalecían entre los filósofos los temas éticos y religiosos acerca de Dios, la providencia, el bien y el mal, la virtud, la felicidad, la inmortalidad del alma, la salvación, el destino futuro, los castigos y recompensas en otra vida. Los filósofos se transformaban en ascetas y místicos, en predicadores populares y directores de conciencias, en educadores. La filosofía había perdido el sentido enciclopédico de Platón, de Aristóteles y del estoicismo.

           La desconfianza en la fuerza de la razón se traducía en el predominio de lo irracional sobre lo racional. Lo sentimental, lo emocional, la fe ciega, la adivinación, el oráculo y hasta la magia y la superstición prevalecían sobre lo que hasta entonces había sido la filosofía. Se experimentaba en los atenienses un gran vacío interior y una ficticia religiosidad. Esperaban algún acontecimiento extraordinario que haría cambiar radicalmente los destinos de la humanidad errante.

           Perdida o debilitada la fe en la religión oficial, muchos trataban de llenar ese vacío acudiendo a las religiones orientales o refugiándose en los misterios. Se trataba de buscar la finalidad práctica de la salvación, aspirando a la unión con la divinidad en sentido místico.

           Mas como los atenienses y los forasteros que allí residían en ninguna otra cosa hallaban más placer que en decir u oír la última novedad, acabaron por enterarse de la presencia en Atenas de aquel intruso y menudo predicador. Tomaron, pues, a Pablo y lo llevaron ante el consejo del Areópago para indagar en qué consistía aquello que ofrecía:

—¿Podemos saber cuál es esa doctrina nueva que tú expones?

           Pablo agradeció el ofrecimiento. Se hallaba en el momento álgido de su carrera, ante el tribunal más afamado de la historia, frente a la ocasión más propicia para revalidar y contrastar su pensamiento, sus ideas, sus creencias. El sueño de cualquier orador de dirigirse al Areópago se convertía para él en realidad.

           El Areópago era el tribunal más insigne y antiguo de Atenas, compuesto por los sabios de Atenas y que Esquilo hacía remontar a los orígenes de la ciudad. Se reunía en la colina de Ares (hoy, frente a la Acrópolis) y se sometía a rigurosas reglas en el uso de la palabra.

           Se trataba de una institución aristocrática, formada por los que habían desempeñado sin tacha alguna el Arcontado (los arcontes, que garantizaban su libertad de pensamiento y acción a base de desembolsar su fortuna en la ciudad), y cuyo tribunal de magistrados vigilaba el cumplimiento de las leyes y los asuntos de orden público, a forma de Tribunal Constitucional. En la colina del Areópago se erigía el Altar de la Implacabilidad, en el que se inmolaban víctimas a las Euménides (cuyo culto estaba bajo protección del tribunal) antes de pronunciar sus fallos.

           El Areópago velaba también por el buen nombre de la institución, haciendo observar a sus miembros una conducta intachable, hasta el extremo de prohibirles escribir comedias, por considerarlas indignas de la gravedad del cargo, llegando a castigarles por el mero hecho de matar un pajarillo. Una ligera falta era suficiente motivo para expulsar del Areópago a quien la hubiese cometido, sin que se pudiera apelar de esta decisión.

           Entonces, Pablo, de pie en medio del Areópago, y no sin cierto nerviosismo debido al presunto empaque del auditorio, comenzó su discurso rociándolo de ciertas dosis de picardía:

—Atenienses: veo que sois respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido". Pues bien, a ése que vosotros adoráis sin conocer, a ése os vengo yo a anunciar.

           Y predicó al Dios desconocido, a quien los atenienses en su ignorancia habían erigido altares, utilizando la sabiduría pagana para combatir el paganismo. Consideraba que entre tantos dioses venerados en Atenas, el único desconocido y sin culto era el Dios verdadero que él anunciaba, el Creador del cielo y de la tierra, tomando ocasión así para defenderlo y proponerlo como alternativa de vida:

—Porque no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos.

           Su discurso se diferenció sensiblemente de sus esquemas habituales. Para adaptarse a su frívola audiencia, y a la usanza de los oradores clásicos, citó los poetas griegos, no el AT. Empezó predicando al Dios Creador, conservador y proveedor de todo, para venir a hablar de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Como recordaría años más tarde:

"¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría mundana? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres".

           Cuando concluyó su exposición, el auditorio alzó la testuz: algunos se burlaron de él, otros, más educados, pidieron seguir escuchándole, y unos pocos creyeron, entre ellos el presidente del Areópago, Dionisio el Areopagita, y una mujer de nombre Damaris que la tradición supone esposa de Dionisio; éste había nacido en Atenas, dándose desde joven a los estudios y destacando tanto en ellos, que alcanzó los primeros puestos entre los que regían la ciudad.

           Le mereció la pena a Pablo trabar amistad con este ilustre matrimonio. No obstante este grato vínculo, fue notable el fracaso de Pablo en Atenas. En adelante, jamás caerá en la tentación de modificar sus esquemas de trabajo, y su predicación rechazará los adornos de la sabiduría griega.

           Aprendió aquí Pablo que el orgullo del entendimiento resultaba más impenetrable para el evangelio que la licenciosa vida pagana. Se percató de por qué el Mesías defendía a prostitutas y a pecadores mientras atacaba severamente a aquellos fariseos petulantes que enseñaban por doquier cargados de soberbia. Comprendió, en fin, que no estaba aquel terreno preparado para recibir la semilla del evangelio. Y de Atenas se encaminó hacia el Peloponeso, haciendo escala en Corinto, capital de Acaya.

m.7) Corinto

           Era ya el invierno del año 50 cuando Pablo llegó a Corinto, donde permanecería hasta el verano del año 52.

           Levantada sobre un istmo y abierta a 2 mares (entre el golfo de Lepanto y el mar Egeo), Corinto gozaba de una situación estratégica excepcional, bajo la falda del mítico monte de Poseidón. Ocupaba el corazón de la mítica y micénica Corinto (la mítica Éfira de Sísifo, su fundador), inventora del orden artístico corintio, creadora de la cerámica de figuras negras y rojas, impulsora de los Juegos Ístmicos en honor a Poseidón (a la par de los Juegos Olímpicos de Olimpia, y de los Juegos Píticos de Delfos) y en todo notoria por su:

-laboriosidad, que había llegado a competir con Atenas, a nivel de comercio mundial,
-malas amistades, aliándose con la misma Persia, para arruinar la cerámica ateniense,
-belicosidad, no dudando en pedir a Esparta que atacara a Atenas, provocando así las guerras civiles griegas y la ruina de Atenas.

           Como consecuencia de todo ello, la vieja Corinto había sido destruida en el pasado, y tras varios siglos de desolación, Julio César había edificado sobre sus ruinas una nueva metrópoli, el año 44 a.C. Una colonia que sirviera de avanzadilla a la influencia romana, pero no una colonia de soldados veteranos (como Filipos) sino de personas civiles, junto a los esclavos emancipados o hijos de ellos (sobre todo de origen itálico).

           Los descendientes de estos últimos formaban la médula principal de la población, una especie de aristocracia civil orgullosa del nombre romano e imbuida intensamente de la tradición y del sentimiento romano. Y sólo los ciudadanos romanos podían ser ciudadanos de Corinto, cuya lengua oficial era el latín, y no ya el griego.

           Encrucijada de las grandes rutas imperiales, Corinto era considerada como una de las urbes más notables del edén mediterráneo. Todas las razas y oficios se daban cita en Corinto, núcleo comercial y de la navegación debido a la dificultad de los marinos de doblar el cabo Tenaro (que obligaba a transportar las mercancías a través del istmo, en cuyo trabajo habían empleados 500.000 esclavos).

           Poseía 2 importantes puertos, el de Cencres y el de Lequeo, que trataría de unir Nerón por un canal. El suave azul celeste contrastaba con el azul intenso de las aguas cristalinas del mar, las cuales, encerradas dentro de una inmensa peña rocosa, proyectaban sobre los muelles y sobre la ciudad armonía, paz, serenidad, seguridad. En los muelles pululaban cargadores, marinos, comerciantes, traficantes, contrabandistas, fabricantes de antigüedades, judíos... Una nube de esclavos se mezclaba con gladiadores, turistas, atletas... dando un colorido único al lucido colorido de aquella alocada ciudad, auténtico emporio de riqueza.

           Los habitantes de Corinto (300.000, aparte de los esclavos) se distinguían por su espíritu refinado y su habilidad en el ejercicio de las bellas artes y de la industria. Allí florecían las empresas de elaboración de tejidos y alfombras, de cerámicas y de púrpuras. Mas Corinto, como puerto de mar, constituía un prepotente foco de corrupción, gozando de fama por ello. Tanta, que a las gentes de mala vida se les llamaba corrientemente novios "estilo Corinto", y a su modo licencioso de vivir, corintizar o vivir a la corintia (verbo griego que equivalía a practicar la lujuria).

           El término corintia era sinónimo de ramera, y corintíaco significaba cazador de rameras. Para colmo, uno de los templos más renombrados de la ciudad cobijaba a más de 1.000 mujeres dedicadas a la prostitución. Éstas, las hetairas, eran célebres por el lujo que desplegaban y por su hermosura, y por las lecciones de filosofía que impartían a sus solicitantes, al tiempo que los corrompían. El precio elevado de sus caricias dio origen al aforismo: "No todos pueden ir a Corinto".

           ¿Qué significaba proponer en Corinto la virtud y la santidad como modelos radicales de vida? ¡Un disparate, una utopía, un delirio! ¡Una locura, una monstruosa locura! ¡Pero también una santa locura! ¡Y un sueño! ¿Y por qué no intentarlo? Así que el apóstol fue a Corinto, "débil y con mucho temor y temblor", justo tras el fracaso de Atenas, pues jamás los desengaños le amedrentaban.

           Sólo el arrojo de Pablo, y caritativa fe, con aquella ardiente caridad que prendía fuego a los corazones que acogía, podían impulsarle a predicar a Jesucristo en Corinto, el último escondrijo del macrocosmos capaz de recibir la palabra de Dios. Aunque, tal vez ya por aquel tiempo la inmoralidad de la ciudad debía estar algo amortiguada y, posiblemente, ser menor de la que la tradición le asignaba, gracias a la población y a la influencia romana sobre las costumbres griegas.

           Vivía en Corinto un considerable número de judíos. Una inscripción hallada sobre la entrada de una sinagoga, escrita con toscos caracteres, revela que se trataba de una comunidad pobre e ignorante, aunque quizás habrían más sinagogas. En todo caso, la mayoría de judíos, bastante impopulares, no eran ciudadanos de Corinto, como cabía esperar en una ciudad de ambiente marcadamente romano.

           Se encontró el apóstol en Corinto con un judío originario del Ponto, llamado Áquila, que acababa de llegar de Italia con su mujer Priscila (diminutivo de Prisca, nombre con el que también se la conocía). El nombre de Áquila lo debió tomar del latín, probablemente para designar su origen judío.

           Moraban Áquila y Prisca en Roma cuando el emperador Claudio publicó un decreto, el año 49, exigiendo que los judíos, muy alborotados a causa de la predicación evangélica, abandonasen Roma, y el matrimonio tuvo que emigrar y refugiarse en Corinto. En Corinto ejercían el oficio de fabricantes de tiendas de campaña, empresa para la que contaban con numerosos curtidores a sus órdenes. Áquila y Prisca habían abrazado la fe cristiana ya en Roma, durante la 1ª estancia en Roma Pedro (ca. 45-49).

           Como Pablo dominaba el oficio de curtidor, y gustaba no ser gravoso a nadie, viviendo del trabajo de sus manos (aunque admitía que "el Señor ha ordenado que los que predican el evangelio vivan del evangelio"), se quedó a vivir con este matrimonio, trabajando con ellos y alojado en su casa, donde fue muy bien tratado. Sudaron y se esforzaron juntos, con ardor, no sólo en la elaboración artesanal de aquellos tejidos oscuros y bastos de pelo de cabra o de camello, sino sobre todo en la propagación de la fe cristiana. Aquella bendita casa se constituyó en lugar de reunión de conversos, es decir, en una pequeña iglesia doméstica, pues la voz iglesia ya indicaba entonces "congregación de fieles".

           Pablo acudía cada sábado a la sinagoga y se esforzaba en demostrar que Jesús era el Mesías esperado en quien debían creer. En la sinagoga encontraba un campo trillado para la siembra entre los judíos y los muchos prosélitos que se agregaban siempre a la misma. Y siempre lograba idéntico resultado: algunos israelitas, especialmente los prosélitos se rendían a su palabra, mientras la masa general, cargada de odio y maldad, se revolvía contra el predicador. Mas él nunca se amilanaba, y apostillaba:

—Tú que juzgas, quienquiera que seas, no tienes excusa, pues juzgando a otros a ti mismo te condenas. ¿Acaso desprecias las riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad de Dios, sin reconocer que te impulsa esa bondad a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras.

           Peor todavía que otras veces, chocó en Corinto con una violenta oposición y con tal desprecio hacia el Señor Jesús, que llovían blasfemias contra su nombre. A través de las líneas que escribía Pablo en este tiempo a sus amigos de Tesalónica, el año 51, se presiente la crudeza de la prueba:

—Lo mismo que las Iglesias de Judea han sufrido por parte de los judíos, que mataron al Señor y a los profetas, nos han perseguido. No agradan a Dios y son enemigos del género humano. ¡Se han opuesto a nuestra predicación, y han llegado a rebasar la medida de sus pecados! Pero la ira de Dios ha caído con todo rigor sobre ellos.

           Pablo sudaba sangre para poder mantener un natural amable, por muy manso que a menudo pareciera y de hecho lo fuese. La doctrina que él enseñaba la había aprendido por vía sobrenatural, desde aquel encuentro en la llanura de Damasco. Tenía las ideas muy claras y el celo le consumía, hasta tal punto que cuando le contradecían brotaba de él un espíritu dominador. Reclamaba para sí la autoridad del apóstol, y a los tercos y rencorosos fácilmente les mostraba el lado bronco de su carácter. Un hombre así contaba sin duda con escuadrones de admiradores entusiastas y de secretarios abnegados y serviciales, mas también chocaba y se indisponía contra quienes no se doblegaban.

           A la vista del endurecimiento de corazón de los judíos, Pablo renunció a su empresa:

—Que vuestra sangre caiga sobre vuestras cabezas. En adelante me dirigiré a los gentiles sin que nadie pueda echármelo en cara.

           Una noche, el Señor le manifestó durante una visión:

—No tengas miedo, sigue hablando y no calles. Porque yo estoy contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad.

           Estas palabras le estimularon. De tal manera que, al rechazar la sinagoga a Pablo, éste rompió formalmente con la sinagoga y trasladó su campo de acción a la casa del prosélito Tito Justo para darse a instruir a los gentiles.

           Abundaron las conversiones de corintios que creyeron y recibieron el bautismo al oír a Pablo. Entre ellos, personas insignes, como Crispo (jefe de la comunidad judía), Erasto (cuestor tesorero de la ciudad), Cloe (viuda rica), Estéfanas, Fortunato, Arcaico y otros. Sus confidencias en las 2 cartas que escribió a los corintios durante el viaje siguiente nos han descubierto la fisonomía moral de este gran pueblo.

           Aparte del ánimo que recobró por aquellas palabras del Señor y por las recientes conversiones obradas, Pablo recibió un gran consuelo con el regreso de Timoteo desde Tesalónica trayendo muy gratificantes noticias de aquella comunidad engendrada entre penas y luchas. "¿Cómo podremos agradecer a Dios (se apresuró a escribir Pablo a los tesalonicenses) todo el gozo que por causa vuestra experimentamos? Noche y día pedimos a Dios insistentemente poder ver vuestro rostro y completar lo que falta a vuestra fe".

           Y predicó sin temor en Corinto, en un ambiente hostil y corrupto fue sembrando semillas de esperanza y de amor. Jamás se acobardó de proclamar un evangelio que contradecía brusca y radicalmente la esencia misma de la vida de aquellos corintios:

—Entonces, ¿debemos permanecer en el pecado para que la Gracia se multiplique?

—¡De ningún modo, hermanos! ¿No sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados para el bautismo a fin de que vivamos una vida nueva. ¡No reine más el pecado en vuestro cuerpo mortal!

—¿Tan exigente es, entonces, el Dios que predicas?

—Hermano: considera siempre la bondad y la severidad de Dios. Severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en la bondad; que si no, también tú serás desgajado.

           Desde luego, adolecía de ese vicio tan común en los predicadores de no ser rigurosos para no perder clientela; él jamás temía quedarse sin audiencia por inculcar la perfección suma, absoluta, pues "los que son de Cristo Jesús han de crucificar la carne con sus pasiones y sus apetencias".

           Dedicó a Corinto 18 interminables meses de su vida peregrina. Después seguiría en contacto con sus fieles por medio de cartas, respondiendo a sus consultas, interesándose por sus progresos, solucionando sus problemas.

           De sus cartas se deduce que los corintios, en un principio carnales y nada espirituales, "como niños en Cristo", fueron colmados de carismas extraordinarios: don de profecía, don de lenguas, don de interpretación, don de sanar enfermos y don de hacer milagros. El Espíritu de Dios se derramó con generosidad, alumbró sus sombras e iluminó sus corazones. A esta gente, antaño criada y cultivada en una mentalidad materialista y pagana, Pablo escribiría las más bellas páginas sobre Cristo y su cuerpo místico, sobre el gran misterio de la eucaristía.

           Les aleccionaba con sencillez, hasta con candidez y como la cosa más natural, en asuntos de la más alta mística. La escuela de espiritualidad formada en Corinto alcanzó cotas que tal vez no han vuelto a alcanzarse. Ciertamente, entre los corintios habían algunos sabios y poderosos, pero la mayoría, gente modesta, pertenecían a la masa. Y todos ellos habían sido presas desde tiempo inmemorial de la idolatría, de la impureza. Como les recordaría en otra ocasión: "Bien sabéis que cuando erais paganos os hallabais arrastrados, y empujados hacia los ídolos".

           Pero ahora, una fuerza poderosa y misteriosa a la vez, la de la gracia de Dios, les dominaba. Y el corazón de Pablo se fortalecía y se ensanchaba y se impregnaba de valor, y crecía paralelamente su confianza y su amor en Cristo Jesús y en los hermanos.

           La conquista de Corinto fue lenta y se llevó a cabo por la comunicación íntima, personal, de alma con alma. Trabajaba en su telar, y, mientras sus manos se hallaban ocupadas en la faena, oraba y predicaba.

           Durante la primavera del año 52, y siendo Junio Galión procónsul de Acaya, un tropel de judíos maliciosos, de común acuerdo, se abalanzó sobre Pablo, al que acorralaron, y condujeron ante el tribunal del procónsul con esta denuncia:

—Éste persuade a la gente para que adore a Dios de una manera contraria a la ley.

           Galión, hermano del eminente filósofo Séneca, hombre endeble pero agradable, guardaba estricta fidelidad a sus amigos. Pronto se dio cuenta de la mezquindad del asunto que le reclamaban y de la vileza de los acusadores. De modo que iba Pablo a abrir la boca, cuando Galión, sin escucharle siquiera, ordenó a los denunciantes:

—Si se tratara de algún crimen o mala acción, yo os escucharía con calma, como es razón. Pero como se trata de discusiones sobre palabras y nombres y cosas de vuestra ley, allá vosotros. Yo no quiero ser juez en estos asuntos.

           Y los echó del tribunal. Entonces, la chusma agarró a Sóstenes (jefe de la sinagoga) y se puso a golpearlo ante el tribunal, sin que a Galión le diera esto ningún cuidado. Pablo, no obstante, comprendió que debía ir poniendo fin a su estancia en Corinto para evitar tropelías de esta calaña, aunque todavía se quedó algunos días.

           Llegada la hora de separarse de aquella naciente iglesia, y habiendo encargado su cuidado a Timoteo, se despidió de los hermanos con aquel saludo que la historia ha inmortalizado:

—Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios nuestro Padre, y la comunión del Espíritu Santo, estén siempre con todos vosotros.

m.8) Éfeso

           De Corinto bajó Pablo a Cencreas (la actual Kekhries), población del Peloponeso donde se hallaba el puerto oriental de Corinto, y se embarcó rumbo a Siria. Cencreas había adquirido celebridad merced a unas termas conocidas como Baños de Elena, y en esta ciudad se había cortado el pelo a causa de un voto, probablemente el del nazireato.

           Arribó a Éfeso, capital del Asia proconsular, acompañado por Prisca y Áquila, que habían expuesto en Corinto varias veces su cabeza para salvar la del apóstol, y allí se separó dolorosamente de ellos, pues el matrimonio había decidido quedarse a vivir en esta ciudad. Entró en la sinagoga de Éfeso a discutir con los judíos. Le rogaron que se quedase más tiempo, mas no accedió, alegando la observancia del voto, y se despidió asegurándoles:

—Volveré a vosotros en otra ocasión, si Dios quiere.

           Y embarcándose en el puerto de Éfeso, navegó  hasta Judea, arribando en Cesarea del Mar.

m.9) Regreso a Antioquía

           El viaje acabó sin sobresaltos. Desde Cesarea se encaminó a Jerusalén y, tras saludar a los hermanos, se dispuso a cumplir el voto de nazireato. Este voto, que se había convertido en un ejercicio ascético, exigía privarse de vino y dejarse crecer el pelo por un espacio de 30 días (según Flavio Josefo), al final del cual el cabello debía ser cortado y quemado en el Templo de Jerusalén como algo sagrado, junto con una serie de sacrificios que, naturalmente, implicaban ciertos gastos.

           Una vez cumplido en Jerusalén el voto, volvió rápidamente Pablo a su punto de partida: Antioquía. Corría el verano del 52. Necesitaba compartir los momentos de júbilo y de pesar del viaje, y descansar en paz en su casa. Mas apenas hubo llegado a Antioquía, le esperaba una grata sorpresa a Pablo: la visita del anciano apóstol galileo, Pedro.

           Ansiaba Pedro reponer las fuerzas que se le iban debilitando, y disfrutar durante unos días de la presencia y compañía del apóstol de Tarso, ya cuarentón. Quería compartir sus experiencias y escuchar en detalle sus seductoras andanzas por Occidente. Pero anhelaba conectar con él en lugar tranquilo, reposadamente, sin persecuciones por medio, sin prisas, sin molestias externas; en su propia salsa. Y para ello, nada mejor que en un ambiente amado por ambos, pues ambos se desenvolvían espléndidamente en la bella ciudad de Antioquía:

-Pedro, porque había morado allí durante 7 años,
-Pablo, porque tenía establecida en aquella ciudad su centro de operaciones.

           Pues bien; eran 2 personalidades acusadas aunque desiguales las que se situaban cara a cara en esta luminosa cita antioqueña. Pablo evocaría la parte adversa de la entrevista, años más tarde, en una carta enviada a sus amigos gálatas:

"Me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos. Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos. Pero en cuanto vi que no procedían con rectitud, según la verdad del evangelio, le dije en presencia de todos: Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?".

           Allí, en Antioquía, se confrontaba la diplomacia sutil, a la llaneza espontánea; la habilidad y la perspicacia, a la franqueza y a la transparencia aguda; la astucia adquirida con el transcurso de los años y de los traspiés, al talento ingénito; la sagacidad, a la lucidez del entendimiento; la experiencia y la sabiduría que florecen en los recodos del camino, en los avatares de la vida, especialmente en las cruces, a la ciencia alcanzada en los libros, a los pies de un rabino o por revelación sobrenatural directa.

           Allí, en Antioquía, se superponía la prudencia ilimitada, al riesgo bajo control; la cautela, al tesón; la veteranía y un cierto apego a las costumbres tradicionales, a la fuerza irresistible de una juventud madura, innovadora y arrolladora; el genio, al ingenio; la doctrina derivada de la ley mosaica y condicionada a ella, a la desposeída de condicionantes; el judeocristianismo, al cristianismo impecable; el pasado esperanzador de futuro, al futuro actualizado por el pasado; la candorosa sencillez de la simplicidad, a la compleja perfección; el pragmático realismo, al arriesgado idealismo; el sosiego impetuoso, al ímpetu sosegado; la tolerancia dominada e intervenida por un hálito de mejora, de excelencia, a la intolerancia con capacidad de corrección, de perdón y de reconciliación; el espíritu mediador y conciliador, al luchador y defensor a ultranza de los ideales.

           Allí, en Antioquía, se enfrentaban el máximo garante de que el árbol de la Iglesia enraizara con profundidad y frescura lozana, al paladín más denodado para que ramificara y fructificara a sazón; el pescador, al curtidor. Dos gigantes y a la vez menudos aprendices del verdadero código del amor.

           Y con amor adornado de humildad y de mansedumbre, se expresaron sus acuerdos y desacuerdos sobre las heterogéneas formas de concebir el apostolado, sus puntos de vista sobre las cuestiones puntuales que exasperaban los ánimos de la cristiandad naciente y que crispaban el aliento de algunos. Sin tratar de enmendarse la plana recíprocamente, ni de enseñarse los dientes. Sin adulaciones impudentes ni soeces descalificaciones. Sin tirarse los trastos a la cabeza, sin echarse nada en cara, sin acritud, sin asperezas.

           Sin filípicas, sin tartamudeos y sin discusiones bizantinas, sin divagaciones melancólicas y absurdas y sin andarse por las ramas, sino enterrando el hacha de guerra, y aclarando convergencias. Afirmando verdades sin encubrir discrepancias, y procurando siempre unificar posturas más que amplificar desacuerdos. Ellos buscaban la unión filtrando las disparidades en sus propias vivencias, en sus enfoques pastorales y en sus criterios prácticos de aplicación, pero no en doctrina. Pues en doctrina no les diferenciaba nada. Absolutamente nada.

           Fue aquel un encuentro fascinante. Tanto, que en Antioquía recobraba estímulo Pedro para seguir rastreando caminos con ilusión renovada por el orbe, a través de otros derroteros ya entreabiertos por Pablo. Y éste recibía el respaldo absoluto del vicario de Jesucristo en la Tierra a su apostolado y al que, entre sombras, se asomaba por las ventanas de su alma.

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Viajes III y IV de San Pablo

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           Por 2ª vez, y al igual que hizo en su 1ª estancia en Antioquía, tampoco pudo detenerse Pablo en su sede antioquena durante mucho tiempo. Pues la inquietud por reavivar personalmente aquellas lejanas iglesias por él fundadas, y la de abrir otras tantas en paraderos paganos que no sabían de Cristo Jesús, le invadía y le impulsaba a ponerse en camino.

n) Viaje III de Pablo

           La 3ª gran misión de Pablo iba a durar 5 años, del 53 al 58. Habían transcurrido 3 años sin la presencia de sus amigos de Galacia y Frigia, y decidió empezar la ruta yendo hacia ellos. Repitió inicialmente el mismo trayecto del periplo anterior, dirigiéndose por Siria a Cilicia y visitando nuevamente Tarso, su ciudad natal. Sin apenas detenerse, continuó en dirección a Galacia y Frigia, pasando de largo por Antioquía de Pisidia, pues deseaba llegar a Éfeso lo antes posible, como les había prometido en su breve estancia pocos meses antes.

           A lo largo del recorrido observó, complacido, el ardor que bullía en la obra. Sin duda, la atinada elección de responsables en cada comunidad había surtido efecto. Mas la acción arrolladora del Verbo eterno del Padre se palpaba en el ambiente. Él, personalmente, ansiaba conferirles algún don espiritual que les fortaleciera y sentir junto a ellos el mutuo consuelo de la fe. Tras confortar y animar a cada grupo, no prolongaba su visita excesivamente. Y al fin, pudo realizar su sueño más persistente: visitar Éfeso, establecerse en Éfeso y sembrar en Éfeso semillas de salvación y de amor a Dios.

n.1) Éfeso

           En Éfeso le había roto el corazón la separación de Prisca y Áquila, el matrimonio hospitalario que había compartido fe y vida con el apóstol. Pero un personaje curioso iba a emerger enseguida en las crónicas de Pablo. Se llamaba Apolo, judío originario de Alejandría, hombre elocuente y docto que dominaba las Escrituras. Había sido deficientemente instruido en el camino del Señor, pero hablaba con fervor del Señor Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan Bautista. Llegó a Éfeso y comenzó con valentía a predicar en la sinagoga.

           Al percatarse Áquila y Priscila de sus carencias, le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el evangelio. Apolo significaba un ejemplo vivo de cómo la fe se iba difundiendo y con qué celo se daban a anunciarla aun aquellos que no tenían del Señor ni de la Iglesia una autorización expresa para evangelizar.

           Queriendo Apolo ir a Acaya, los efesios le animaron, dándole una carta de recomendación para que le recibieran dignamente. Las cartas de recomendación estaban a la orden del día en aquellas comunidades. Ya en Acaya, concretamente en Corinto, y con el auxilio de la gracia, fue Apolo de gran provecho a los que habían creído, pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo. Corría el año 53, justo cuando Pablo llegaba a Éfeso, lugar en el que aún brillaba la estela de Apolo.

           El paso de Apolo por Corinto acabaría suscitando tal frenesí, que pronto degeneró en banderías, las cuales llegaron a oídos de Pablo, que se vio obligado a reaccionar severamente:

—Hermanos, he sabido que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice "yo soy de Pablo", "yo soy de Apolo" o "yo de Cefas". ¿Acaso está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo? Cuando uno dice "yo soy de Pablo", y otro "yo soy de Apolo", ¿no es cierto que procedéis al modo humano? ¿Quién es, pues, Apolo? ¿Quién Pablo? Nada más que servidores, por medio de los cuales habéis creído, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté y Apolo regó, mas fue Dios quien dio el crecimiento.

           Efectivamente, Pablo miraba en la evangelización la razón de hacerla y no el resultado. Los inicios prácticos y la organización estaban en sus manos, según su voluntad y criterio personal. Mas el éxito espiritual, en cambio, lo decidía exclusivamente el Espíritu Santo. Y con el recuerdo de este controvertido personaje inició Pablo su estancia en Éfeso, pues vino a ocupar en la casa de Prisca y Áquila el mismo lugar que aquél dejó. Allí, en Éfeso, se detendría Pablo por espacio de 3 años, hasta el 56.

           Éfeso era embrión del mundo griego en la costa jonia del Egeo, cuna de la filosofía griega (junto a la vecina Mileto, y la rival comarcal Esmirna) y patria de Heráclito, Jenofonte o Zenodoto (inventor de las bibliotecas). Reunía en Oriente algo parecido a lo de Atenas (culturalmente) y Corinto (comercialmente) en Occidente, sin tanta finura ni fuerza pero aunándolo todo a una. Metrópoli internacional rica y próspera (de más de 300.000 habitantes, de distintas razas), era descrita por Séneca como "una de las más bellas urbes del universo", por sus suntuosos edificios, gigantesca biblioteca (la 1ª del mundo, y prototípica de la alejandrina) y espectacular teatro de 25.000 espectadores (del que hicieron copia los helenos de Epidauro).

           Con un puerto de 1ª clase, dotado de extensas atarazanas (donde anclaban grandes navíos y paso obligado de importantes rutas de caravanas), a Éfeso llegaban productos de Persia, India y China. Importaba vinos del mar Egeo y de Italia, exportaba la madera y la cera del Ponto, el azafrán de Cilicia, la lana de Mileto. Ferias comerciales y festividades religiosas mantenían perpetuamente de fiesta la ciudad y atraían a multitudes de visitantes. Reunía Éfeso los requisitos de idoneidad para instalar en ella el centro operativo de una misión cristiana.

           ¿Sería posible que germinara allí el evangelio? En ello empeñó su alma y su vida. Y dedicó sólo a Éfeso 3 preciosos años de su agitada existencia.

           El hogar de Áquila y Prisca se convirtió de nuevo en su hogar. ¡Misterios de la Providencia, las coincidencias del apóstol con estos santos esposos! Años más tarde, regresarían de nuevo a Roma, donde moraban en el invierno del 57 al 58 cuando Pablo escribía a los romanos, ofreciendo su casa también allí para reuniones de los fieles de Roma, como en Corinto, como ahora en Éfeso. "Saludad a la iglesia que se reúne en la casa de Áquila y Prisca", suplicaba Pablo a los romanos.

           Ciertamente, la vida de este matrimonio fue un continuo peregrinaje, pues posteriormente volverían a residir en Éfeso, donde se encontraban el año 67 cuando Pablo escribía su segunda carta a Timoteo. El Martirologio romano conmemora el 8 de julio a San Áquila con el título de obispo de Heraclea, y el nombre de Santa Prisca (nombre original del diminutivo Priscila) con título de mártir del Asia Menor, dedicándole una de las antiguas iglesias de Roma, en el Aventino. Los 2 esposos, pues, como parte fundamental de las primitivas iglesias de la gentilidad.

           El 1º trabajo de Pablo en Éfeso fue curioso: 12 discípulos de Juan Bautista, que proclamaban una fe extraña y a los que el apóstol se dirigió, tratando de averiguar su formación:

—¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?

           Quizás ellos supieran de la existencia del Espíritu Santo, si tenían una mínima noción del AT; pero su efusión, la realización de las promesas mesiánicas en el Espíritu la ignoraban totalmente, pues formaba parte del mensaje de Jesucristo y ellos habían abandonado Israel tras escuchar la predicación del Bautista. Por ello, contestaron a Pablo:

—No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo.

—Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?, insistió Pablo, sorprendido.

—El bautismo de Juan, respondieron.

           Entonces, Pablo les aclaró las enseñanzas del Bautista:

—Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, el que os bautizará en Espíritu Santo y fuego.

           Entonces pidieron ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. E imponiéndoles Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar.

           Sin embargo, el apóstol no se sentía llamado concretamente a prodigar bautizos, "porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan es fuerza de Dios".

           Durante 3 meses anunció Pablo con intrepidez el Reino de Dios en la sinagoga de Éfeso. Mas como algunos, obstinados, hablaban mal del camino ante la gente, rompió con la sinagoga y formó grupo aparte en la escuela de Tirano, donde enseñó todos los días desde las 10.00 hasta las 16.00 horas, durante más de 2 años.

           Tirano debía ser filósofo o profesor de elocuencia. De forma que en su casa resonó con vigor la Palabra de Dios ante los habitantes, judíos y griegos, de Asia; no toda el Asia proconsular, parte occidental del Asia Menor, sino la región de las 7 iglesias del Apocalipsis que, con centro en Éfeso, incluía las ciudades de Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

           Pablo había confiado a un colosense (Épafras) la evangelización de Colosas, y éste extendió su acción a Laodicea e Hierápolis, en plena Frigia interior. Mientras, a Pablo le seguían ayudando Timoteo, Erasto, Gayo, Aristarco y Tito.

           Dios obraba en Éfeso obras portentosas por medio de Pablo: bastaba aplicar a los enfermos lienzos que habían rozado su cuerpo, pañuelos o mandiles que había usado para enjugarse el sudor de su frente, pedazos de su traje de trabajo... y se alejaban las enfermedades y salían los malos espíritus. La fe y el fervor de la gente crecía por momentos, a la par que se suscitaba la envidia entre algunos de la chusma intolerante con el bien del prójimo.

           Un suceso memorable de entre los muchos que jalonaron su estancia entre los efesios, prueba el gran éxito de su predicación. No sabemos la fecha exacta en que acaeció, pero residían en Éfeso unos magos, exorcistas ambulantes judíos, que simulaban arrojar demonios, echar suertes, mandar en los espíritus; eran los 7 hijos de un tal Esceva, sumo sacerdote judío relacionado con los cultos de la ciudad de Éfeso o quizás con el Templo de Jerusalén. Admirados del poder de Pablo, creían que su secreto consistía en el uso de alguna palabra mágica. Un día que se dedicaban a estos manejos, intentaron invocar sobre un poseso el nombre del Señor Jesús:

—Os conjuro por el tal Jesús que predica Pablo.

—A Jesús le conozco y sé quién es Pablo, replicó el espíritu maligno. Pero vosotros, ¿quiénes sois?

           Y arrojándose sobre ellos el poseso, dominó a unos y otros y se ensañó con todos de tal forma que tuvieron que huir de aquella casa desnudos y cubiertos de heridas. Llegaron a enterarse del hecho los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos. El temor se apoderó de todos y fue glorificado el nombre del Señor Jesús.

           Las conversiones se desgranaban sin cesar, y muchos confesaban que habían practicado antes estas mismas supersticiones y creído firmemente en sortilegios y encantaciones. Éfeso era famosa por las prácticas mágicas. Bastantes de los magos trajeron a presencia de Pablo sus libros de magia, fórmulas, talismanes y pergaminos, con los que se formó una pila y fueron quemados delante del pueblo. Calcularon el precio de todos estos objetos y hallaron que ascendía a cincuenta mil monedas de plata. De esta manera, por el poder del Señor, la Palabra crecía y se robustecía poderosamente. Y Pablo exhortaba a la perseverancia:

—Ya es hora de levantaros del sueño, pues la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras, de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias.

           Sin embargo, no estaba muy tranquilo mientras se prolongaba su larga y arriesgada estancia en Éfeso, y por eso les decía a los efesios

—Os juro, hermanos, que cada día estoy en peligro de muerte.

           Hacia la Pascua del 57 le llegaron desde Corinto ciertas habladurías sobre divisiones, escándalos y pleitos entre los miembros de aquella comunidad. Y aunque Pablo enseñaba la necesidad de disensiones para poner de manifiesto a los de probada virtud, no dudó en escribir a los corintios inmediatamente una deliciosa carta, que todavía conservamos. Una carta en la que expone la más elevada instrucción evangélica, junto a duras reprimendas a los malévolos:

—¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no dejaros más bien despojar? ¡Al contrario! ¡Sois vosotros los que obráis la injusticia y despojáis a los demás! ¡Y esto, a hermanos! ¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los salteadores heredarán el Reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.

           Y les transmitía una sobria exhortación final:

—Velad, manteneos firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes y haced todo con amor. Y el que no quiera al Señor, ¡sea anatema!

           Es muy posible que poco después de enviada esta carta, Pablo hiciera un viaje relámpago a Corinto, retornando nuevamente a Éfeso. No obstante, poco tiempo había transcurrido del disgusto recibido de los corintios, cuando otro nuevo le llegaba procedente de las iglesias de Galacia. En esta ocasión se trataba de falsas teorías que se propalaban y que infectaban a los gálatas, y a las que replicó Pablo inmediatamente con su habitual contundencia:

—Me maravillo de que abandonando al que os llamó por la gracia de Cristo, os paséis tan pronto a otro evangelio. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema.

           Entonces, como ahora y como siempre, abundaban los falsos predicadores, usurpadores del nombre de Cristo para engañar a los demás, gentes que habían acatado inicialmente el evangelio por conveniencia, y por conveniencia lo habían rechazado después. Para Pablo significaban una mala levadura que podía fermentar la masa modelada con tanto esmero, amor y dolor.

           Pero ¿cómo los identificaba? ¿O qué criterios enseñaba para no dejarse embaucar por ellos? Entonces, como ahora y como siempre, los falsos apóstoles buscaban el favor de los hombres, no el de Dios; intentaban agradar a los hombres, no a Dios; buscaban el número, el volumen de la clientela, la cantidad de la audiencia, no su calidad espiritual. Y eso que Pablo les había repetido en diferentes ocasiones que "si tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo Jesús".

           Por eso, no tenía compasión con aquellos orgullosos predicadores de la autocomplacencia, y a ellos los conjuraba: "¡Ojalá que se mutilaran los que os perturban!".

           Se aproximaba el final de la estancia de Pablo en Éfeso, cuando aconteció otro memorable suceso. Corría el mes de abril, especialmente consagrado al culto a Artemisa (viejo nombre fenicio, de la griega Afrodita), una de las grandes divinidades de Éfeso que representaba a la diosa del amor y la fertilidad, y que enviaba la luz de la luna (en dardos brillantes y veloces) a los que se atribuían una acción bienhechora o maléfica suya, produciéndoles la muerte instantánea.

           El Templo de Artemisa, una de las 7 maravillas del mundo antiguo, contaba con 127 pilares de 20 m. de alto cada uno. En este templo era llevada su estatua en solemne procesión, y en él se celebraban fiestas espléndidas, juegos deportivos y concursos de teatro. Muchedumbres inmensas de peregrinos, curiosos y turistas acudían a Éfeso desde los más remotos confines de Asia Menor. Y esto a Pablo le brindaba una ocasión única y excepcional, para predicar allí el evangelio.

           Pero sus éxitos alertaron a los interesados en el culto a la diosa y en los ingresos que se derivaban de dicho culto. Los orfebres, fabricantes y vendedores de ex-votos, de estatuillas de plata representando a Artemisa, de templos en miniatura de barro cocido y de otros recuerdos, vivían del culto a Diana explotando la credulidad de la gente. El templo llegó a encerrar exorbitantes tesoros, pues los peregrinos acudían a él con ofrendas que quedaban allí depositadas desde hacía más de 2 centurias.

           Pues bien; cierto orfebre llamado Demetrio, que labraba en plata templetes de Diana y procuraba así suculentos beneficios a los artesanos, reunió a éstos y a sus obreros, y les exhortó:

—Amigos, vosotros sabéis que a esta industria debemos nuestro bienestar. Pero estáis viendo y oyendo decir que ese Pablo persuade y aparta a mucha gente, no sólo aquí en Éfeso, sino también en casi toda Asia, diciendo que no son dioses los que están fabricados por manos de hombre. Esto presenta el peligro no sólo de perjudicar nuestro negocio y atraer el descrédito sobre nuestra profesión, sino el de dejar en olvido y desprecio totales el templo de la diosa Artemisa, que terminará por verse despojada de su grandeza aquella a quien adora toda el Asia y toda la tierra.

           La piedad brillaba por su ausencia en este discurso, pero compungió los corazones y los inundó de fervorosa exaltación, ya que al auditorio sólo le preocupaba el dinero. Por eso, tras oír el alegato, se inundaron de cólera, expulsando alaridos rabiosos:

—¡Grande es la Artemisa de los efesios!

           Los gritos se multiplicaron y la ciudad se cubrió de confusión. El caos acampó entre la gente, que se precipitó furiosa en el teatro, inmenso recinto de 140 m. de diámetro, arrastrando consigo a Gayo y a Aristarco, macedonios y compañeros de viaje de Pablo, de los que querían vengarse.

           Pablo quiso entrar y presentarse ante el pueblo; mas sus discípulos se lo impidieron, y algunos asiarcas amigos suyos (delegados de las ciudades del Asia proconsular, que ejercían el sacerdocio del culto imperial) le suplicaron que por favor no se presentara en el teatro.

           El caos llegaba a su colmo, y cada uno gritaba una cosa distinta. La asamblea andaba de cabeza, y la mayor parte no sabía ni por qué se había reunido ni de qué se iba a hablar. En medio del barullo, salió del gentío un judío, llamado Alejandro y empujado por sus compatriotas, que hizo señas con la mano y quiso explicarse ante el pueblo. Se produjo un profundo silencio. Pero a sus primeras palabras, la gente reconoció su acento hebreo, y enseguida resonaron en el teatro, repleto y durante 2 horas ininterrumpidas, millares de aullidos estrepitosos:

—¡Grande es la Artemisa de los efesios!

           Por fin, cansado el público de desgañitarse, el magistrado logró calmar a la gente, y advirtió:

—Efesios, ¿quién hay que no sepa que la ciudad de Éfeso es la guardiana del templo de la gran Artemisa y de su estatua caída del cielo? Siendo, pues, esto indiscutible, conviene que os calméis y no hagáis nada inconsideradamente. Habéis traído acá a estos hombres que no son sacrílegos ni blasfeman contra nuestra diosa. Si Demetrio y los artífices que les acompañan tienen quejas contra alguno, hay audiencias y procónsules; que presenten sus reclamaciones. Y si tenéis algún otro asunto, se resolverá en la asamblea legal. Porque, además, corremos peligro de ser acusados de sedición por lo de hoy, no existiendo motivo alguno que nos permita justificar este tumulto.

           Con estas palabras se disolvió la asamblea. Cuando hubo cesado el alboroto, Pablo mandó llamar a los discípulos, los animó, se despidió de ellos y salió camino de Macedonia. Recordando poco después su estancia en Éfeso, comentaba:

—La tribulación sufrida en Asia nos abrumó hasta el extremo, por encima de nuestras fuerzas, hasta tal punto que perdimos la esperanza de conservar la vida. Pues hemos tenido sobre nosotros mismos la sentencia de muerte, para que no pongamos la confianza en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos libró de tan mortal peligro, y nos librará...

           Quedaba constituida en Éfeso, con todo, una comunidad cristiana que poco después pasó a ser la sede principal de todo el Asia Menor, bajo el mando del discípulo amado del Señor: el apóstol Juan.

n.2) Consolidación de Grecia

           Corría el año 57 cuando reanudó Pablo su peregrinación por las calzadas del mundo. Se dirigió hacia Tróade, donde tuvo que evangelizar en medio de las angustias que le causaban las revueltas de la iglesia de Corinto. Como él escribiría más tarde: "Llegué a Tróade para predicar el evangelio de Cristo, y aun cuando se me había abierto una gran puerta en el Señor, mi espíritu no tuvo punto de reposo, pues no hallé a mi hermano Tito".

           De modo que, atropelladamente, y despidiéndose de ellos, salió para Macedonia. Llegado a Macedonia, y mientras visitaba sus comunidades, llegó Tito procedente de Corinto, trayéndole gratas noticias. Tanto se le ensanchó el corazón a Pablo, que parecía escapársele por la boca. Y aprovechó la ocasión para dictar una nueva carta a los corintios en la que exclamaba saciado de júbilo: "¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones!".

           Pero también le prevenía Tito de la presencia de falsos apóstoles (otra vez la misma canción) aparecidos en Corinto. Y de nuevo, fuertes palabras salían de su boca, sin escrúpulos y sin piedad, contra esos tales, "profetas del demonio y operarios engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo". Lo que no tenía ya nada de raro para el apóstol, pues se había acostumbrado a ver cómo "el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz", y "los ministros de Satanás se disfracen también de ministros de justicia". Aunque "su fin será conforme a sus obras".

           Al cabo de 6 meses de estancia en Macedonia, y a pesar de su intención de permanecer durante breve tiempo, marchó Pablo al sur de Grecia, deteniéndose acaso en Atenas. Hasta llegar a Corinto, donde estuvo los 3 meses del invierno del año 57 al 58, pudiendo realizar así su proyecto tal y como había previsto en su carta a los corintios.

           En Corinto, en la paz y el gozo de aquella cristiandad, "su obra en el Señor" y "el sello de su apostolado", antes tan turbulenta y ahora tan fiel, pasó las últimas horas tranquilas de su vida. Aquel sosiego que el Señor le concedía lo aprovechó Pablo para redactar, en forma de carta y "con cierto atrevimiento", la más sublime exposición doctrinal de su teología: la Carta a los Romanos, que llevó a Roma la diaconisa Febe:

"¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!".

           En Corinto frecuentó los ágapes, las reuniones de formación y de oración, o Fracción del Pan Eucarístico. Y en ellos, a la menor desviación que se producía, arremetía con coraje:

"Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros enfermos y débiles, y mueren no pocos".

           De Corinto pensaba volver por mar a Antioquía, y de allí a Jerusalén. Pero recibió noticias de que los judíos tramaban una conjura contra él, y de que pretendían embarcarse en su barco algunos fanáticos que se habían conjurado para tirar su cuerpo por la borda durante la travesía. De hecho, sabido debió ser también que Pablo llevaba a Jerusalén el fruto de una importante colecta de limosnas, que le habían enviado los cristianos de Grecia.

           Advertido Pablo de tal conspiración, inmediatamente modificó su plan y decidió volver a Siria por tierra, volviendo por Macedonia y a través de las vías polvorientas y kilométricas del camino. De ahí que en cierta ocasión dijese el apóstol que "somos unos necios por seguir a Cristo, porque pasamos hambre, sed y desnudez, porque somos abofeteados y andamos errantes, porque nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Y porque si nos insultan, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser como la basura de la sociedad y el deshecho de todos".

           De modo que, desde Corinto, caminó a pide durante más de 900 km, hasta llegar a Neápolis, pasando por Tesalónica y Filipos. Le acompañaban Sópatros, Gayo, Timoteo, Segundo, Aristarco, Tíquico y Trófimo. Todos éstos se adelantaron al apóstol, llegando a Tróade, donde le esperaron.

           Pasó las fiestas de la Pascua del año 58 en Filipos. Y tras los días de los Ázimos, embarcó en el puerto de Neápolis, rumbo a la jonia Tróade. Lucas, que permanecía en Filipos desde hacía varios años, se incorporó de nuevo al equipo peregrino de Pablo, para no apartarse ya nunca de él, tanto porque Lucas percibió motivos preocupantes en la salud del apóstol (y Lucas era su "médico queridísimo") cuanto porque Pablo le requería para una tarea testamentaria: la redacción de todos los hechos acaecidos (evangelio y Hechos de los Apóstoles), empezando por el principio y hasta el final.

n.3) Islas del Egeo

           Tras 5 días de navegación (de Filipos a Tróade), Pablo se unió con todos en Tróade, donde pasó 7 días. En Tróade, un nuevo milagro dejó huella de su paso. Estaban reunidos en la eucaristía del domingo, y Pablo, que pensaba marchar al día siguiente, conversaba con ellos y alargó la conversación hasta la media noche. Todos recitaban salmos, himnos y cánticos inspirados, cantando y salmodiando en su corazón al Señor, según costumbre, dando gracias continuamente y por todo a Dios. Había abundantes lámparas en la estancia superior, donde se hallaban reunidos.

           Un joven, llamado Eutico, estaba sentado en el borde de la ventana cuando un profundo sueño le iba dominando a medida que Pablo alargaba su coloquio. Vencido Eutico por el sueño, se cayó desde el 3º piso abajo, y lo levantaron ya cadáver. Bajó Pablo, se echó sobre él y, tomándole en sus brazos, trató de serenar a los presentes:

—No os inquietéis: su alma está en él.

           Trajeron al muchacho vivo y se consolaron no poco. Subió luego, partió el pan y comió. Todavía se quedó en conversación, después, largo tiempo, hasta el amanecer. Antes de despedirse, quiso darles un aviso conclusivo, de forma enérgica:

—Hermanos: guardaos de los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido; apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y por medio de suaves palabras y lisonjas, seducen los corazones de los sencillos.

           Desde Tróade marchó andando hasta Assos (antiguo centro filosófico de Aristóteles), y allí decidió volver a Siria no por tierra sino por mar, costeando los puertos de las islas jónicas del Egeo (para alivio mental y físico del apóstol, a través de su añorada cultura y naturaleza griega) y evitando los peligrosos caminos del Asia Menor (de los que estaba ya agotado).

           En Assos embarcó en una nave que le llevó a Mitilene. Al día siguiente, se hizo de nuevo a la mar y llegó a la altura de Quíos; al día siguiente atracó en Samos, y al día siguiente arribó a Mileto, cuyo puerto se hallaba ubicado en la desembocadura del Meandro.

           En Mileto envió a llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso (a 150 km), y cuando éstos llegaron, el apóstol les dirigió unas palabras preciosas y llenas de nuevo vigor, que podrían ser como su testamento pastoral:

—Vosotros sabéis cómo me comporté con vosotros siempre, desde el primer día que llegué a Asia, sirviendo al Señor con humildad y lágrimas y con las pruebas que me vinieron por las asechanzas de los judíos; cómo no me acobardé cuando en algo podía seros útil; os predicaba y enseñaba en público y por las casas, dando testimonio tanto a judíos como a griegos para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesús. Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; sólo sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero no vale la pena que os hable de mi vida, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora sé que ya no volveréis a ver mi rostro ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino.

           Llegado a este punto, las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de sus oyentes. Y él prosiguió, emocionado y como si fuese el 1º día de sus andaduras:

—Por esto os testifico, en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros el designio de Dios. Cuidad de vosotros y de la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para guiar la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre. Yo sé que, tras mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; también que de entre vosotros mismos se levantarán quienes digan cosas perversas para arrastrar a los discípulos tras sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santos. Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros; os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir.

           Finalizada la plática, se puso de rodillas y oró con ellos. Envueltos en un mar de lágrimas, se arrojaron al cuello de Pablo y le besaban, afligidos por lo que había dicho: que ya no volverían a ver su rostro. Pablo no contaba entonces con volverlos a ver, pues figuraba en sus planes que, cuando llegara a Jerusalén, saldría de allí para España. Sin embargo, no serían ciertos estos tristes presagios, pues volvería años más tarde a Éfeso. Y le acompañaron hasta la nave para despedirlo.

           Se hizo, pues, a la mar en el puerto de Mileto, en un barco de cabotaje que navegó rumbo a Pátara, haciendo escala en las islas de Cos y de Rodas. En Pátara encontró una nave que partía para Fenicia, y se embarcó en ella. Avistó la isla de Chipre y, dejándola a la izquierda, surcó el mar rumbo a Siria, hasta arribar en Tiro. Allí desembarcó, y se alojó en Tiro.

n.4) Fenicia

           Tiro, antigua capital de Fenicia, ofrecía un aspecto variopinto y curioso por sus casas, que ya en aquellos tiempos constaban de muchos pisos, debido a la superficie reducida de la población. Estrabón narraba que eran más altas que las de Roma. Cuna de nacimiento de Europa, descubridora del Mediterráneo e inventora en el s. XII a.C de la industria pesada, la navegación a mar abierto y la actividad mercantil, Tiro había sido la capital del tráfico mundial marino, y a ella seguían llegando en el s. I las púrpuras más preciadas del planeta, que inundaban la ciudad de tintorerías "hasta tal punto, que hacían incómoda la estancia en ella".

           En Tiro tuvo Pablo una experiencia gratificante. Pues en esta estrambótica localidad fenicia, y donde se daba culto al dios Melkart, había formada una comunidad de creyentes que habían oído la predicación del Verbo eterno de Dios, y aún se mantenía sólida en la fe. Pronto fueron localizados por Pablo, y con ellos permaneció en Tiro durante 7 días, compartiendo aquellas enseñanzas que habían recibido en directo del mismísimo Mesías.

           Las fatigas de los viajes (terrestres, montañeses, agrestes o marinos), y las cicatrices de las constantes persecuciones sufridas (de cárceles, palizas, insultos y complots), quedaban compensadas con el alborozo del encuentro y la felicitación por los progresos que se obraban por doquier. El corazón de Pablo, fuerte y tierno a la vez, se ensanchaba con estas cosas, y con cada uno de los fieles le unía un afecto profundo. Como él mismo decía:

—Nosotros somos como la madre que calienta en sus brazos al niño que ella misma alimenta. Ardiendo por vosotros en un amor semejante al suyo, estamos dispuestos a daros no sólo el evangelio, sino hasta nuestra misma vida, porque os amamos tanto... Fuimos, bien lo sabéis, para cada uno de vosotros, lo que un padre para sus hijos. Os exhortamos, os movemos, os conjuramos para que llevéis una vida digna de ese Dios que os ha llamado a su reino y a su gloria.

           Y por si alguien dudaba de su absoluto desinterés material, afirmará:

—No quiero vuestros bienes: os quiero a vosotros. Porque los hijos no deben atesorar para sus padres, sino los padres para los hijos. Yo gastaría a gusto mi dinero y mi vida entera por vuestras almas.

           Y se desvivía por alentarles a perseverar en la gracia del Señor Jesús, a mantener viva y pura la fe:

—Desde que estuvimos entre vosotros, os prevenimos a que esperarais las tribulaciones, como realmente ha sucedido y habéis comprobado. Por eso, impaciente, he enviado para tener noticias de vuestra fe, para saber si el tentador os había tentado y se había desmoronado nuestra labor. Pero he aquí que Timoteo ha vuelto de visitaros y nos ha traído buenas noticias de vuestra fe y de vuestro amor. Ahora vivimos, porque permanecemos firmes en el Señor. En verdad, ¿qué acción de gracias podremos dar a Dios por vosotros, por todas las satisfacciones que recibimos de vosotros delante de Dios? ¡Quién nos permitiera veros y contemplar lo que todavía pueda faltar a vuestra fe!

           Cuando transcurrieron los 7 días en Tiro, los discípulos de allí, iluminados por el Espíritu, aconsejaron a Pablo que no subiese a Jerusalén. Pero Pablo desoyó tan prudente aviso. Entonces, le acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y ya en la playa, se pusieron de rodillas y oraron. Se despidieron unos de otros, y subieron a la nave que les conduciría a Tolemaida.

           También saludó en Tolemaida a los hermanos, y con ellos se quedó Pablo un día entero.

           Al día siguiente partió para Cesarea del Mar, donde desembarcó. El puerto de Cesarea, lugar de reposo de las naves que se dirigían a Fenicia o Egipto, ofrecía un aspecto espectacular desde su puerto de Sebastos, al ver una ciudad en abanico decorada al completo con estatuas colosales, erigidas sobre torres o enormes bloques de piedra.

           Cesarea, residencia oficial del procurador romano en Palestina, estaba ubicada en la desembocadura del Cherseo, en la antigua frontera entre Galilea y Fenicia, y había sido construida por Herodes I de Judea sobre la antigua torre de Estratón. La ciudad estaba edificada en forma de abanico, siendo más pagana que judía. Sin embargo, había sido evangelizada por Felipe el Diácono (uno de los Siete), y allí había tenido lugar aquel sonado encuentro entre Pedro y Cornelio (que marcaría un hito en la historia de la Iglesia).

           Se hospedó Pablo en casa de Felipe, padre de 4 hijas vírgenes que profetizaban, y allí se detuvo bastantes días. Entre tanto, bajó de Judea un profeta llamado Ágabo, que se acercó a Pablo y le quitó el cinturón, se ató sus pies y sus manos, y manifestó con solemnidad:

—Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los gentiles.

           Al oír esto, los hermanos rogaban a Pablo que no subiera a Jerusalén. Mas él desoyó los ruegos, replicando:

—¿Por qué lloráis y me destrozáis el corazón? Pues estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el Señor Jesús.

           Como no se dejaba convencer, dejaron de insistirle, sometiéndose a su criterio:

—Hágase la voluntad del Señor.

           Transcurridos unos días, siguió su marcha. A mitad de camino se hospedó en casa de Mnasón, helenista de Chipre y antiguo discípulo, y allí pernoctó. Finalmente, subió a Jerusalén, adonde esperaba llegar para Pentecostés. Era el verano del año 58, y acababa su 3ª travesía a través de los confines del mundo.

n.5) De nuevo en Jerusalén

           La atmósfera era tensa en Jerusalén, en especial por la multitud de peregrinos que habían acudido a la fiesta de Pentecostés, siguiendo la costumbre. Los helenistas y los hebreos, entremezclados con los cristianos de Judea y los de la Diáspora, provocaban una mezcolanza abigarrada y explosiva. Por otra parte, la crueldad de Félix y el fanatismo nacionalista de los zelotas, rayano en el terrorismo, estaban allanando el camino y cociendo la terrible tragedia que en el año 70 se desataría sobre esta intrigante capital.

           No obstante, los hermanos recibieron al apóstol de Tarso con serenidad y en paz, con alegría y sin los recelos de antaño. Al día siguiente de su llegada, visitó Pablo a Santiago (el pariente del Señor), y le contó detalladamente cuanto Cristo Jesús había obrado en todas partes por su ministerio, durante los 5 años de su ausencia. La noticia de las conversiones masivas de gentiles fue recibida con satisfacción, y la Iglesia de Jerusalén, al oírla, glorificaba a Dios.

           Les mostró Pablo los regalos y limosnas enviados por los hermanos de Macedonia y Acaya, los cuales se sentían estrechamente unidos a ellos por una misma fe, un mismo amor y un mismo pan eucarístico. Pues "si los gentiles han participado en sus bienes espirituales, ellos a su vez deben servirles con sus bienes temporales". Pero el gesto no resultó tan eficaz como esperaba.

           En efecto, entre algunos de los provenientes del judaísmo, existía todavía cierta desconfianza hacia Pablo, y no olvidaban su severa derrota en el Concilio de Jerusalén. Y se la tenían guardada. Estos falsos hermanos habían propagado por las calles la calumnia de que, en sus largas misiones, Pablo movía a los judíos a despreciar y a abandonar la ley y las prácticas de Moisés, y que de ese modo contradecía al mismo Jesucristo, que siempre se mostró respetuoso con la ley judía.

           De manera que, encarecidamente, suplicaron a Pablo:

—Ya ves, hermano, cuántos miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la ley. Han oído decir de ti que enseñas a los judíos residentes en la Diáspora que se aparten de Moisés, que no circunciden a sus hijos ni observen las tradiciones. ¿Qué podemos hacer? Porque la gente se va a reunir en cuanto sepan de tu venida. Haz lo siguiente: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen un voto que cumplir. Ve y purifícate con ellos; paga tú por ellos, para que se rapen la cabeza; así entenderán que no es cierto lo que han oído decir de ti, sino que tú también te portas como un cumplidor de la ley.

           Pretendían de él, pues, una manifestación de respeto por el templo y por las más puras tradiciones judías: que probase que observaba la ley, y refutase la falsa creencia de la gente de que la despreciaba.

           Pablo, siendo todo para todos y por el bien de la paz, consintió en el ruego; y durante 6 días seguidos se le vio subir al templo para orar y cumplir el voto. La calma se mantuvo hasta el 7º día, en que crujió un brote de barbarie. Unos judíos venidos de Asia, que le habían visto caminar por la calle con un convertido de Éfeso (un tal Trófimo), encontraron a Pablo en el templo. La revancha no se dejó esperar. Se arrojaron sobre él cual fieras rabiosas y enfurecidas, y amotinaron a cuantos judíos encontraron en el templo, gritando enloquecidos:

—¡Auxilio, hombres de Israel! Éste es el hombre que va enseñando a todos por todas partes contra el pueblo, contra la ley, y contra este templo. Y hasta ha llegado a introducir a unos griegos en el templo, profanando este santo lugar.

           Al hallarse Jerusalén engalanada de fiesta, un inmenso gentío inundaba la ciudad. Y pronto estalló la revuelta. Un sordo rumor fue creciendo gradualmente, hasta explotar. El tumulto corría y se alternaban los sustos y empellones a diestro y siniestro. Cogieron a Pablo, y una manada de lobos rapaces y de borregos se arremolinó en torno suyo. Lo acorralaron, lo maltrataron y lo arrojaron fuera del templo para golpearle (pues estaba prohibido hacerlo dentro del recinto sagrado), empezando a consumarse el intuido final trágico para el apóstol.

           La turba judía, desmadrada en su furor, estaba a punto de linchar a Pablo, cuando repentinamente aparecieron los soldados romanos. Frente al templo se alzaba la Torre Antonia, que desde el ángulo noroeste dominaba el atrio, y en ella se hallaba acuartelada una guarnición formada por una cohorte auxiliar de 1.000 hombres dispuesta a intervenir al menor desorden, sobre todo durante las fiestas (en que eran frecuentes los disturbios).

           En efecto, alguien había avisado al jefe de la cohorte:

—Jerusalén está revuelta.

           Inmediatamente el jefe tomó un destacamento, centurión y soldados, que se precipitaron a la carrera sobre el gentío y alcanzaron a Pablo y a sus irascibles enemigos. Nada más ver éstos al tribuno y a los soldados, dejaron de maltratar al apóstol.

           El tribuno Lisias se apoderó de él y ordenó que le atasen con 2 cadenas; quería saber su identidad y de qué se le culpaba. Mas la gente ladraba cada vez con más fuerza, imposibilitando comprender nada y aclarar las cosas. La chusma disparaba insolencias a grito pelado, unos una cosa, otros otra.

           Como no podía esclarecer nada a causa del alboroto, Lisias ordenó a sus hombres que condujeran al prisionero al cuartel. El traslado resultó dificultoso. Ya en las escaleras de la Torre Antonia, los propios soldados tuvieron que llevar a hombros a Pablo a causa de la violencia de la gente; porque la muchedumbre, hostil y excitada, perseguía a la víctima como una jauría de perros rabiosos, aullando:

—¡Mátale! ¡Mátale!

           Pablo parecía ajeno a la virulencia desatada contra él. Le invadía una paz inalterable y mantenía cautiva su alma, que permanecía imperturbablemente serena. Y nada más llegar a la fortaleza, manifestó cortésmente al tribuno:

—¿Me permites decir una palabra?

—Pero, ¿tú sabes griego?, contestó éste al oír hablar a Pablo en un claro y elegante griego.

—Entonces, ¿no eres tú entonces el egipcio que estos días ha sublevado al pueblo, y que ha huido al desierto llevándose consigo a 4.000 secuaces?, siguió requiriendo el tribuno.

—No, replicó Pablo. Yo soy de Tarso de Cilicia. Y te ruego que me permitas hablar al pueblo.

           El citado egipcio había llegado a Israel como hechicero y con aires de profeta, seduciendo a unos 30.000 ilusos (según refiere Flavio Josefo) y llevándoselos al desierto, para planificar allí la entrada en Jerusalén por la fuerza. Aunque había fracasado en el empeño, y se había dado a la fuga.

           El tribuno Lisias quedó, por consiguiente, confundido, extrañado y sin comprender nada; por lo que concedió la palabra a Pablo. Y éste se atrevió a presentarse ante aquella caterva enfurecida. De pie sobre las escaleras, con los brazos cargados de cadenas y rodeado de soldados, hizo una señal con la mano, que mantenía rudamente atada. El vocerío se fue amortiguando poco a poco, hasta cundir un impresionante silencio que penetró en aquellos corazones enrabietados. Hasta que una voz clara, limpia y sonora, vibró sobre el ambiente:

—Hermanos y padres, comenzó a decir Pablo, esta vez en idioma arameo. Escuchad la defensa que hago ante vosotros.

           La callada se hizo sepulcral, al escuchar el puro acento hebreo de sus palabras. Y Pablo prosiguió, seguro ya de sí mismo:

—Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, Fui instruido a los pies de Gamaliel, en la más exacta observancia de la ley de nuestros padres, invadido de celo por Dios.

           Se metió a la gente en el bolsillo, sin dificultad. Su carisma, su figura amable, sus palabras mansas y humildes, todo en él colaboraba para ganarse el favor de la concurrencia. Su alegato de defensa, además, lo tenía muy estudiado y experimentado en las sinagogas de la Diáspora, con resultados satisfactorios: su educación judía original, su odio encarnizado contra los seguidores del camino, la lapidación de Esteban, la frenética persecución a los neoconversos, la alucinante historia en la llanura de Damasco y la súbita aparición del Señor Jesús, que le aterrorizó y le convirtió:

—Él me dijo: marcha; porque yo te enviaré lejos, a los gentiles.

           Creía Pablo que sus antecedentes patrióticos y su primitivo entusiasmo judío convencerían. No obstante, a la turba, que seguía atenta su relato emotivo y vivo, repugnaba la idea de que los gentiles incircuncisos pudieran participar en sus privilegios, por lo que se reactivó la furia colectiva cuando Pablo los mencionó, prorrumpiendo en nuevos gritos de rabia:

—¡Quita a ése de la tierra! ¡No es justo que viva!

           Vociferaban hasta desgañitarse. Agitaban sus vestidos y arrojaban polvo al aire. El tribuno no acertaba a imaginar qué ocurría, pues no había podido seguir el discurso al no entender el hebreo; sin embargo, tras la aparente calma en los rostros y apagados los clamores durante el discurso, ¿por qué de repente se había renovado el escándalo? ¿Qué había dicho este hombre? ¿Qué había hecho? Quiso informarse con más detalle, y ordenó que entrara en el cuartel y que lo sometieran a los azotes para averiguar y aclarar por qué motivo gritaban desaforadamente contra él.

           Los soldados ejecutaron con violencia la orden del tribuno: le despojaron de sus vestidos y le ataron con correas a la columna del tormento. ¿Acaso era aquella la misma pilastra que años antes había servido de soporte a la más infame flagelación de la historia? Ya se preparaban los verdugos para infringir el castigo, cuando Pablo, con tranquilidad de ánimo, con candor, casi con ingenuidad pero muy seguro de sí mismo, se dirigió al Centurión, que se hallaba junto a él:

—¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano, sin haberle juzgado antes?

           La pregunta cayó como un seco mazazo. Pues el tribuno no ignoraba la Ley Porcia, y las consecuencias que podían derivarse para Jerusalén si verdaderamente este hombre poseía la ciudadanía romana. El centurión, temeroso, corrió a advertir al jefe:

—¿Qué vas a hacer? Este hombre es ciudadano romano.

           El tribuno Lisias, intrigado, se acercó al preso, repitiéndose la escena de Filipos:

—Dime: ¿eres tú ciudadano romano?

—Sí, le contestó Pablo.

—No mientas, que yo he tenido que pagar una fuerte suma para adquirir esa ciudadanía.

—Pues yo la tengo por nacimiento.

           Los que iban a azotarlo se alejaron al instante de él, y el tribuno se asustó al darse cuenta de que le había encadenado... ¡siendo ciudadano romano! ¡En qué delito tan grave había incurrido! Intentó soltarlo y dejarlo en libertad inmediatamente, mas recapacitó, analizando la realidad de la situación, y optó finalmente por dejarlo en la cárcel entre cadenas más suaves y 2 soldados custodiándolo, para protegerlo de aquella horda salvaje.

           El prisionero comenzaba así un largo cautiverio, que había presagiado días antes en casa de Felipe, a su paso por Cesarea, y en el que Pablo se había reafirmado en "no sólo estar dispuesto a ser encadenado por el nombre del Señor Jesús, sino a morir por él". O como también, apenas unas semanas antes, había expuesto a los fieles de Éfeso, en su despedida de Mileto: "Ahora voy a Jerusalén, y no sé lo que me espera. Pero ¿y qué? Mi vida importa poco. Y ¿no es mi deseo terminar mi carrera, y recibir la paga del ministerio que me confió el Señor Jesús, de anunciar la Buena Nueva?".

           El día de su detención terminó sin novedad. Pero al día siguiente se incoó un pleito despiadado y ruin. Lisias ignoraba por qué había retenido a Pablo ni qué cargos se le imputaban, por lo que resolvió sacarlo de la cárcel para que compareciera ante los sumos sacerdotes y el Sanedrín. Hizo bajar a Pablo y lo puso ante ellos. Pablo, mirando fijamente al Sanedrín, declaró:

—Hermanos, yo me he portado con entera buena conciencia ante Dios, hasta este día.

           El sumo sacerdote Ananías, hombre furibundo y rapaz, enojado por este modo de hablar, mandó a los asistentes que le golpeasen en la boca. Pero Pablo le replicó con acritud:

—¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Tú te sientas para juzgarme conforme a la ley y mandas, violando la ley, que me golpeen?

           Los que estaban a su lado, sorprendidos de la osadía de Pablo para enfrentarse abiertamente, violentando a Ananías, le informaron del lustre de su identidad:

—¿Insultas al sumo sacerdote de Dios?

—No sabía que fueras el sumo sacerdote, porque está escrito "No injuriarás al jefe de tu pueblo".

           Entonces, con talento y talante de abogado, presentó su legítima defensa. Observando la presencia en la tribuna de saduceos y de fariseos, y conocedor de sus ideas opuestas e irreconciliables (unos a favor y otros en contra) de la resurrección, se dedicó hábilmente a provocarlos. Y efectivamente lo logró, cuando con astucia les dejó caer:

—Hermanos: yo soy fariseo, hijo de fariseos. Y por eso espero la resurrección de los muertos.

           Al pronunciar estas palabras se produjo tal altercado, que la asamblea se dividió en 2 bandos. Entonces, se pusieron en pie algunos escribas del partido de los fariseos, con inéditos planteamientos de paz y reconciliación:

—Nosotros no hallamos nada malo en este hombre. ¿Y si acaso le habló algún espíritu o un ángel?

           Mas no lograron frenar el griterío. Se suscitó tal escándalo en el auditorio, con reyertas, intimidación y amenazas, que Lisias tuvo que llamar rápidamente un destacamento de soldados, temeroso de que, irritada la asamblea, terminara despedazando a Pablo. Y mandó a la tropa que bajase, que le arrancase de entre aquella manada de lobos y le llevase de nuevo al cuartel.

           A la noche siguiente, se le apareció el Señor para confortarlo:

—¡Ánimo!, pues como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma.

           Al amanecer, los judíos, no dándose por vencidos, se confabularon y se comprometieron bajo anatema a no comer ni beber hasta que hubieran matado a Pablo. Eran más de cuarenta los comprometidos en esta conjuración. El plan, extremadamente sencillo y práctico, lo propusieron a los sumos sacerdotes:

—Bajo anatema nos hemos comprometido a no probar cosa alguna hasta que no hayamos dado muerte a Pablo. Vosotros por vuestra parte, de acuerdo con el Sanedrín, indicad al tribuno que os lo baje donde vosotros, como si quisierais examinar más a fondo su caso; nosotros estamos dispuestos a matarle antes de que llegue.

           La comparecencia ante Lisias del reo, por 2ª vez, sólo era una emboscada para suprimirlo en el camino. Un sobrino de Pablo, hijo de su hermana, se enteró casualmente de la celada. Y voló hacia el cuartel para informar a su tío. Éste llamó a uno de los centuriones, y le ordenó:

—Lleva a este joven donde el tribuno, porque tiene algo que contarle.

           El centurión lo condujo ante el tribuno, con este mensaje:

—Pablo, el preso, me llamó y me rogó que te trajese este joven, pues tiene algo que decirte.

           Lisias, tomando de la mano al muchacho, le retiró aparte, mientras le preguntaba:

—¿Qué tienes que comunicarme?

—Los judíos se han concertado (avisó el chico) para pedirte que mañana bajes a Pablo al Sanedrín con el pretexto de hacer una indagación más a fondo sobre él. Pero tú no les hagas caso, pues le preparan una emboscada más de cuarenta hombres, que se han jurado bajo anatema no comer ni beber hasta haberle dado muerte. Y ahora están preparados, esperando tu asentimiento.

—No digas a nadie que has delatado estas cosas, le comentó Lisias por lo bajo, mientras le despedía.

           Reflexionando la manera de salvar al reo, de quien era legítimamente responsable, llamó a dos centuriones y les ordenó:

—Tened preparados para la 3ª hora de la noche 200 soldados, para ir a Cesarea, 70 de caballería y 200 lanceros. Preparad también cabalgaduras para que monte Pablo; y llevadlo a salvo al procurador Félix.

           La idea del tribuno fue genial: enviarle escoltado al procurador de Judea, Antonio Félix, que a la sazón residía en Cesarea.

           Sin entonces sospecharlo, significaba la despedida de Pablo para siempre, definitiva, de Jerusalén. A las 21.00 horas y oculto por la oscuridad, se alejaba por última vez de su amada Jerusalén como un vulgar delincuente, escoltado por una cabalgadura de 470 hombres: 200 soldados y 200 lanceros de infantería ligera, a pie, y 70 jinetes. ¡Ni siquiera la ciudad que le educó y le vio crecer fue capaz de respetarle!

n.6) Prisión en Cesarea

           Marco Antonio Félix, un liberto de la casa imperial, hermano de Palas y favorito de Agripina y Nerón, era procurador de Judea desde el 52. Gobernó la provincia tiránicamente hasta su sustitución, caído su hermano en desgracia, el año 60. Era vano y ladronzuelo, y sus crueldades durante estos críticos años preludiaban el camino para la tragedia final del pueblo judío. Tácito refería de él, que "condescendiendo en todo género de barbarie y concupiscencia, ejerció el poder de un rey con el espíritu de un esclavo".

           El oficio que el tribuno Lisias dirigía a su superior jerárquico, el procurador Antonio Félix, era del siguiente tenor:

"Claudio Lisias saluda al excelentísimo procurador Félix. Este hombre había sido apresado por los judíos y estaban a punto de matarlo cuando al saber que era romano acudí yo con la tropa y le libré de sus manos. Queriendo averiguar el crimen de que le acusaban, le bajé a su Sanedrín. Y hallé que le acusaban sobre cuestiones de su ley, pero que no tenía ningún cargo digno de muerte o de prisión. Sin embargo, como he tenido denuncia de una emboscada preparada contra él, al punto te lo mando y he informado, además, a sus acusadores que formulen sus quejas contra él ante ti. Adiós".

           El viaje de Pablo desde Jerusalén a Cesarea duró 2 días. Durante la 1º noche, y a marchas forzadas, llegaron a Antipátrida, lugar de recreo en las estribaciones de los montes de Judea, a 45 km de Jerusalén; a la mañana siguiente, los 70 de caballería continuaron con él de camino, mientras que los 400 de infantería regresaron al cuartel de Jerusalén, donde eran muy necesarios.

           Al llegar a Cesarea, presentaron el reo ante el procurador Antonio Félix, al que entregaron la carta. Una vez leída, interrogó brevemente a Pablo para indagar su provincia natal, y murmuró:

—Te oiré cuando estén también presentes tus acusadores.

           Y mandó al centurión que custodiara a Pablo en el pretorio de Herodes II de Judea, según la costumbre.

           Unos 5 días después bajaron a Cesarea los acusadores, el sumo sacerdote Ananías con algunos ancianos. Habían contratado los servicios de un abogado de fama, un tal Tértulo, para que les asesorara, multiplicara las acusaciones y las hiciera más creíbles. Citado Pablo, Tértulo dio principio a la denuncia con un conato de adulación soez:

—Gracias a ti gozamos de mucha paz y las mejoras realizadas por tu providencia en beneficio de esta nación, en todo y siempre las reconocemos, excelentísimo Félix, con todo agradecimiento. Pero para no molestarte más, te ruego que nos escuches un momento con tu característica clemencia.

           Una vez pasada la mano por la barba del procurador, con tan poca elegancia, entró de lleno en el asunto que llevaba entre manos, no sobrándole vergüenza para empezar insultando:

—Hemos encontrado esta peste de hombre que provoca altercados entre los judíos de toda la tierra y que es el jefe principal de la secta de los nazarenos. Ha intentado, además, profanar el templo, pero nosotros le apresamos. Nosotros queríamos juzgarle según nuestra ley, pero se presentó el tribuno Lisias con mucha fuerza y lo arrebató de nuestras manos y ha mandado a sus acusadores que vengan ante ti. Interrogándole, podrás tú llegar a conocer a fondo todas estas cosas de que le acusamos.

           La cuadrilla de acompañantes asentía con la cabeza a cada palabra que salía de la boca del legista, apoyándole y corroborando ante el procurador cuanto delataba. Entonces, el procurador concedió la palabra a Pablo, y éste, hábilmente, expuso su alegato de defensa. Para empezar, se olvidó de las adulaciones, mas no de la educación y de la diplomacia:

—Yo sé que desde hace muchos años vienes juzgando a esta nación; por eso con toda confianza voy a exponer mi defensa.

           Y tras las palabras de cortesía, expuso con serenidad, aunque con arrojo:

—Tú mismo lo puedes comprobar: No hace más de doce días que yo subí a Jerusalén en peregrinación. Y ni en el templo, ni en las sinagogas, ni por la ciudad me han encontrado discutiendo con nadie ni alborotando a la gente. Ni pueden tampoco probarte las cosas de que ahora me acusan.

           Una vez desmentido de cuajo todo el cogollo de la acusación, quiso aprovechar la ocasión para evangelizar. Pablo no podía esquivar la tentación de verse ante un auditorio de infieles sin proclamar su fe:

—En cambio te confieso que según el camino, que ellos llaman secta, doy culto al Dios de mis padres, creo en todo lo que se encuentra en la ley y está escrito en los profetas, y tengo en Dios la misma esperanza que éstos tienen, de que habrá una resurrección, tanto de los justos como de los pecadores. Por eso yo también me esfuerzo por tener constantemente una conciencia limpia ante Dios y ante los hombres. Al cabo de muchos años he venido a traer limosnas a los de mi nación y a presentar ofrendas. Y me encontraron realizando estas ofrendas en el templo después de haberme purificado, y no entre tumultos de gente.

           Félix, que estaba bien informado en lo referente al camino, les dio largas a los acusadores:

—Cuando baje el tribuno Lisias decidiré vuestro asunto.

           Y dejó el fallo para más tarde. Y ordenó al centurión que custodiase a Pablo, que le dejase tener alguna libertad y que no impidiese a ninguno de los suyos el asistirle.

           Pasados unos días, acudió Félix con su esposa Drusila, que era judía. Mandó traer a Pablo y le estuvo escuchando acerca de la fe en Cristo Jesús. Y al hablarle Pablo de la justicia, del dominio propio y del juicio final, Félix, aterrorizado, le interrumpió:

—Por ahora puedes marcharte; cuando encuentre oportunidad te haré llamar.

           Así comenzó la cautividad de Cesarea, que duraría desde el 58 hasta el 60; un caso de injusticia clamorosa, suscitada por el procurador, el cual pretendía aprovecharse de la situación para lucrarse, sacando dinero de ambas partes: de los judíos en su saña persecutoria contra Pablo, y de éste para lograr su liberación. Por esta razón mandaba llamar frecuentemente a Pablo y conversaba con él, tratando de que éste lo sobornase con dinero para que le librara de las cadenas.

           La Providencia, empero, velaba sobre Pablo. Y durante estos 2 años de infamia, atendido continuamente por su queridísimo Lucas, estimuló a éste, con la inquietud de la mazmorra pero en la paz del Señor, para que consignara por escrito aquella gran obra que ambos anhelaban con vehemencia desde unos meses atrás al reencontrarse en Filipos.

           En estas circunstancias nació, durante la cautividad en Cesarea, el 3º evangelio, en el que Lucas refirió la predicación de Pablo de igual manera que Marcos había consignado en Roma, años antes, la de Pedro. Lucas residía permanentemente muy cerca de los lugares donde acaecieron los hechos de Jesús, y su libertad le permitía formular las consultas necesarias para elaborar una obra completa y exacta, tal y como él mismo recuerda al iniciar su propio texto.

           "En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman". La evidente iniquidad de las cadenas de Pablo, por ende, Dios la compensó a su Iglesia de forma infinita. Pues si aquellos 2 años de encierro y de silencio impidieron evangelizar al incansable apóstol a unos cuantos miles de gentiles, la obra que felizmente culminó junto a su buen amanuense ha evangelizado ya a cientos de millones de personas de los siglos posteriores, y seguirá evangelizando hasta el final de los tiempos.

           En el corazón de Pablo resonaban aquellas recientes palabras de aliento: "¡Ánimo, Pablo!", que le sugerían lejanas perspectivas: ¡Roma, la capital del mundo! ¡Qué ilusión poder sembrar y fecundar el centro del imperio! Pues como él mismo había escrito ese mismo año, a los romanos:

"Dios, a quien sirvo en mi espíritu predicando el evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día ocasión favorable de llegarme hasta vosotros, pues ansío veros. Pues no quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, pero hasta el presente me he visto impedido. Me debo a los griegos y a los bárbaros, a los sabios y a los ignorantes; de ahí mi ansia por llevaros el evangelio también a vosotros, habitantes de Roma".

           Pero, ¿cómo escaparía de aquel antro que le asfixiaba el alma? El Señor no concretó nada; mas a Pablo, confiado en él, le ardía el alma tramando proyectos. Por el momento, sin embargo, su cautividad se eternizaba.

           Y así transcurrieron 2 años de prisión, en los que Félix manifestó su natural brutal, codicioso, avariento, disoluto y inmoral. Llamado a Roma, fue relevado de sus funciones y sustituido en el cargo por Porcio Festo. A los 3 días de que el sucesor llegara a la provincia, subió de Cesarea a Jerusalén, en su 1ª visita oficial.

           Los sumos sacerdotes y los principales de los judíos, estimulados por el cambio, redoblaron sus tretas sin demora. Los 2 años transcurridos desde aquella tropelía salvaje sostenida en Jerusalén contra Pablo no habían amortiguado el odio contenido en sus corazones; al contrario, lo habían intensificado. Diríase que las fuerzas del maligno se concentraban en esta calaña de gente, pues se asemejaban más a fieras hambrientas que a personas humanas.

           Los sumos sacerdotes, portavoces más autorizados de la chusma, presentaron una nueva acusación contra Pablo, e insistieron suplicando una gracia: que le hiciera trasladar a Jerusalén. En esta ocasión, como en la anterior, tramando una emboscada para matarlo en el camino. Pero el procurador Festo les contestó que Pablo debía permanecer custodiado en Cesarea, y como él mismo pretendía regresar allá inmediatamente, les insinuó despectivamente:

—Que bajen conmigo los de más autoridad de entre vosotros, y si este hombre es culpable en algo, formulen acusación contra él.

           Al cabo de 8 días, efectivamente, bajó Festo a Cesarea. Al día siguiente de su llegada se sentó en el tribunal y mandó traer a Pablo. Así que se presentó le rodearon los judíos que habían venido de Jerusalén, presentando contra él muchas y graves acusaciones, que no podían ni sabían probar. Pablo, harto ya de la situación, se limitó a replicar con una negación rotunda:

—Yo no he cometido falta alguna ni contra la ley de los judíos ni contra el templo ni contra el césar.

           Entonces, Festo, queriendo congraciarse con los judíos, preguntó a Pablo:

—¿Quieres subir a Jerusalén, y ser juzgado allí de estas cosas en mi presencia?

           Pablo se percató del riesgo de esta subida a Jerusalén. Pues si caía en manos de aquella raza de víboras, presionarían al procurador, vislumbrándose el mismo fin que el mismo Jesús bajo Poncio Pilato. Así que, guiado por el Espíritu, irrumpió con una inesperada respuesta que le permitía escapar del odio de aquellos vándalos y del capricho de Festo:

           —Estoy ante el tribunal del césar, que es donde debo ser juzgado. A los judíos no les he hecho ningún agravio, como tú sabes muy bien. Si soy culpable de algún delito o he cometido algún crimen que merezca la muerte, no rehúso morir, la acepto. Pero si las acusaciones de esta gente son falsas, nadie puede entregarme a ellos. Por eso, apelo al césar.

           Estaba en su pleno derecho como ciudadano romano; después de 2 años encarcelado sin sentencia, cansado de tanta dilación en su proceso, podía exigir el ser juzgado por un tribunal de rango superior; su causa podía llevarse ante los tribunales de justicia de Roma, ante el mismísimo emperador. ¿Por qué renunciar a este derecho que le asistía?

           Pero, ¿qué significaba entonces la ciudadanía romana? En el Imperio Romano se distinguían 4 clases sociales: los esclavos, los libertos, los ciudadanos y los ciudadanos romanos.

           Los esclavos proliferaban tanto como los hombres libres; no se diferenciaba el trato a un animal y a un esclavo; éste dependía del beneplácito del amo, que lo podía comprar, vender o revender en el mercado como bestia de carga, o aplicarle a su antojo castigos corporales, con frecuencia inhumanos; el esclavo no poseía ningún derecho civil, religioso o social, ni hogar ni familia: él y sus hijos pertenecían íntegramente al amo.

           Podía ser esclavo el prisionero de guerra; el comprado por dinero, a causa de su miseria o la de sus padres; el insolvente o el tomado en prenda como pago de deudas sin saldar; el ladrón que, no pudiendo restituir lo robado, era vendido para resarcir el valor de su latrocinio; el hijo del esclavo ("nacido en casa") pues el amo podía adquirir esclavos casados o casar los que tenía, y los hijos pertenecían al amo, con lo que multiplicaba de modo barato su servidumbre.

           En rigor, el esclavo era una cosa adquirida por derecho de conquista, por dinero o en herencia, que el amo usaba a su capricho. Se marcaba al esclavo, como a una res, con un tatuaje, un estigma con un hierro al rojo vivo o mediante una etiqueta liada al cuerpo.

           El esclavo que recibía de su amo (o del estado) la libertad, se convertía en liberto (hombre libre), que no quería decir ciudadano, pues quedaba excluido de la gestión pública. Los libertos representaban la tercera parte de la población libre. El ciudadano era miembro de la comunidad (la ciudad) y participaba en la dirección de los asuntos colectivos. La asamblea de ciudadanos elegía a sus representantes y nombraba magistrados municipales. Finalmente, el ciudadano romano ocupaba rango aparte en la jerarquía de las clases sociales.

           Este título (la ciudadanía) confería plenitud de derechos civiles, protegía contra los castigos corporales, eximía de las penas infamantes y permitía apelar al césar. Tal título se otorgaba como recompensa pero podía también comprarse por grandes sumas de dinero. Únicamente existían en aquel tiempo unos cinco millones de ciudadanos romanos extendidos por el universo, que se ufanaban de su título. Y Pablo lo poseía de nacimiento, gracias a su padre.

           En consecuencia, Festo quedó profundamente impresionado al oír de labios de Pablo su apelación al césar. Deliberó el caso con el Consejo; y deseando desembarazarse lo antes posible de asunto tan delicado, resolvió:

—Has apelado al césar; pues irás al césar.

           El césar, desde el año 54, era Nerón. La comparecencia no tendría lugar ante el propio Nerón, sino ante su tribunal imperial, en Roma.

           Pasados algunos días, Herodes IV de Judea (o Agripa II) y su hermana Berenice (hijos de Herodes III de Judea, o Agripa I) vinieron a Cesarea, con la intención de saludar a Festo. Como la estancia de Agripa II y Berenice se alargaba, Festo les expuso el caso de Pablo. A Agripa II se le despertó el mismo deseo de oír a Pablo que el que se suscitó en su abuelo Herodes II de Judea (o Antipas I) con relación a Jesús.

           De modo que Agripa II y Berenice, con gran ostentación, acudieron a la sala de audiencias junto con los tribunos y los personajes de mayor categoría de Cesarea. Pablo fue nuevamente sentado en el banquillo de los acusados por orden de Festo, quien suplicó a Agripa II que le interrogara personalmente para ver si se esclarecía algo más el asunto, o si el reo alegaba matices que pudieran indicarse en la carta que debía remitir al César.

           Agripa II pidió a Pablo que procediera a defenderse:

—Se te permite hablar en tu favor.

           Pablo, feliz, extendiendo la mano, aprovechó la oportunidad para relatar sus antecedentes raciales, su formación rabínica, su conversión en la llanura de Damasco y su llamada:

—Dios me dijo: Yo te envío para que les abras los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí.

           Exponía su defensa con tanto ardor y entusiasmo, que Festo le interrumpió:

—¡Estás loco, Pablo, las muchas letras te hacen perder la cabeza!.

           Festo había quedado aturdido por la erudición de Pablo y, quizás, por su estilo judío de argumentar. El rey Agripa II, por su parte, permanecía callado, visiblemente afectado por aquellas palabras. Y Pablo continuó:

—No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo cosas verdaderas y sensatas. Bien enterado está de estas cosas el rey, ante quien hablo con confianza; no creo que se le oculte nada, pues no han pasado en un rincón. ¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.

           Aunque Agripa II tenía tan sólo 3 años de edad cuando murió y resucitó el Señor en Jerusalén, conocía bien la realidad de aquellos sucesos en los que había intervenido su propio abuelo con cierto protagonismo. Por eso, Agripa II, un escéptico educado, contestó a Pablo:

—Por poco me convences a pasar por cristiano.

           A lo que apostilló Pablo:

—Quiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino todos los que me escuchan hoy, llegaran a ser tales como soy yo, a excepción de estas cadenas.

           El rey y su hermana Berenice, así como el procurador y los que con ellos estaban sentados, se levantaron y, mientras se retiraban, musitaban entre sí:

—Este hombre no ha hecho nada digno de muerte o de prisión.

           Por lo que Agripa II confesó a Festo:

—Podría haber sido puesto en libertad, si no hubiera apelado al césar.

           Pablo predicó con tanto fuego la doctrina de Jesús, que conmovió los corazones de Agripa II y de Berenice, a los que encubrió una sombra de conversión, propósito que no se alcanzó por la presión que ejercieron en su ánimo los sacerdotes judíos. Posiblemente su conversión hubiera evitado el cataclismo, pues la actuación de Agripa II aceleró el declive final del pueblo judío.

           Las costumbres se corrompieron hasta tal punto que fue acusado de incesto con su hermana Berenice, y fue el causante de la guerra cruenta de los judíos contra Roma, durante la cual combatió al lado del ejército romano contra sus compatriotas, y que finalizaría con la Destrucción de Jerusalén del 70. Agripa II hubo de recluirse en Roma, en compañía de Berenice (amiga personal del general Tito, en poco tiempo emperador de Roma), donde moriría el año 90.

o) Viaje IV de Pablo

           Estamos en el otoño del 60. La perspectiva de Roma se abría esperanzadora en el horizonte del apóstol. Mas no la iba a lograr en las condiciones que él hubiera programado, como en ocasiones anteriores; su viaje a Roma no se insertaría en el modelo de una marcha triunfal, sino en el traslado incómodo de un preso que debía soportar el roce áspero, la palabra desabrida e inoportuna de sus guardianes, formando parte de un convoy de confinados, privados de libertad.

           Para colmo, la incertidumbre pesaba como una losa en el ánimo del reo. Pablo, personalmente, estaba persuadido de que aquella ruta le conducía a la muerte. Mas no le inquietaba lo más mínimo consagrar a su Maestro hasta el supremo testimonio de su amor, si era preciso, y nada le seducía tanto como ofrendar la vida misma por Aquél a quien amaba hasta el extremo. Sobreabundaba en regocijo cuando percibía situaciones de ofrecer íntegramente su vida por amor. Con todo, la prueba que hubo de soportar en este largo recorrido desde Cesarea hasta Roma iba a resultar muy dura. Considerablemente dura.

           El relato que del viaje nos transmite Lucas (testigo directo), constituye uno de los documentos más importantes de la antigüedad para estudiar el arte de la navegación. El examen minucioso a que lo han sometido varios marinos e ingenieros navales confirman la exactitud y el espíritu de observación del hagiógrafo.

           Pablo y otros reos (posiblemente criminales condenados a brindar espectáculo en el anfiteatro de Roma, como fieras o con las fieras) fueron confiados a un centurión de la cohorte Augusta (llamado Julio), que se portaría humanamente con Pablo, permitiéndole ver a sus amigos y ser atendido por ellos. Entre éstos se encontraban Lucas y Aristarco, quienes, quizás pasaban como los 2 esclavos (cuyo servicio se permitía a cualquier ciudadano romano prisionero).

o.1) Mediterráneo oriental

           La 1ª parte duró 15 días. En un barco pequeño a vela de Adramicio (Tróade), partió Pablo rumbo a las bahías de Asia, al abrigo de la costa y sin alejarse de ella (pues los vientos eran contrarios). De Cesarea tomaron rumbo a Sidón, bordearon la isla de Chipre, y atravesando los mares de Cilicia y Panfilia (por los acantilados de Asia Menor) arribaron al puerto de Mira (Licia).

           Se trató de una travesía lenta, de una monotonía exasperante y hacinados unos sobre otros, pues cada uno tenía derecho a un espacio de 1,5 m. de largo x 0,5 m. de ancho (para sí y para su equipaje), expuestos al aire, al viento y a los remojones de las encrespadas olas cuando se enfurecía el mar. Para colmo, los presos se hallaban perpetuamente asidos a una grosera cadena, cuyo extremo custodiaba un soldado romano.

           El puerto de Mira servía de refugio para las naves de cereales que, procedentes de Egipto, se dirigían a Italia (y no podían efectuar una travesía directa cuando dominaba el viento noroeste). Hay que recordar que Egipto abastecía al Imperio de 20 millones de celemines de trigo, la 3ª parte del consumo total imperial.

           En Mira se hallaba anclada una nave alejandrina que iba a iniciar la navegación rumbo a Italia, y, enterado el centurión, ordenó el traslado de los presos a bordo de la misma. Cambiaron de barco, esta vez a un gran navío, una navis oneraria de 300 toneladas, de 50 m. de eslora y 13 m. de manga (con puente, mástil y una gran vela de recia lona), que transportaba trigo desde Egipto hasta Roma. Y llevaba a bordo 276 personas.

           Allí se juntaba una masa cosmopolita, mezclándose la tripulación con los simples turistas, sirios con troyanos, y romanos con orientales, y egipcios con griegos, y cantantes con filósofos, y maestros de retórica con estudiantes, con médicos, con comediantes y con escultores, y comerciantes con peregrinos, y soldados con esclavos. Cualquier culto, cualquier creencia, cualquier credo se daban la mano, hermanándose (fundiéndose y confundiéndose) los dioses que se adoraban, los ritos que se celebraban, las plegarias que se elevaban al cielo.

           En esta barahúnda humana, se hicieron a la mar. Durante muchos días la navegación fue lenta y a duras penas llegaron a la altura de Gnido, ya que la nave sufría vientos contrarios que le impedían avanzar. Como el aire no permitía la arribada a puerto, navegaron al abrigo de la isla de Creta por la parte del Cabo Salmone; y costeándola con dificultad, recalaron en Puertos Buenos, muy cerca de la ciudad de Lasea.

           Los días corrían; había pasado ya la Fiesta de la Expiación (único día de ayuno prescrito por la ley), que se celebraba por el equinoccio de otoño; era ya el mes de octubre y el tiempo empeoraba. A partir de noviembre se hacía preceptivo navegar con vientos favorables y detenerse si soplaban de frente o de costado, y cuando arreciaba la tempestad no quedaba más remedio que guarnecerse en un puerto y pasar allí el invierno.

           Súbitamente, empezaron a soplar malos vientos; lo lógico era modificar la ruta, bajar hacia el sur y aprovechar como abrigo la isla de Creta. Pablo, a quien sus largos viajes y odiseas habían enseñado como a experto piloto el plan de maniobra conveniente, advirtió la osadía de permanecer en alta mar, aconsejando detenerse en un puerto de refugio:

—Amigos, veo que la navegación va a traer gran peligro y grave daño no sólo para el cargamento y la nave sino también para nuestras propias personas.

           Pero el piloto no admitía consejos de nadie; el centurión, que como oficial de mayor grado ostentaba el mando de la nave, daba más crédito al piloto y al patrón que a Pablo y, además, quería terminar cuanto antes su servicio y entregar los reos que llevaba casi a remolque desde hacía cuarenta días.

           Como el puerto no reunía condiciones idóneas para invernar, la mayoría decidió hacerse allí a la mar para llegar a Fenice (la actual Phineka), un puerto de Creta que mira al suroeste y al noroeste, y pasar allí el invierno. Por eso, beneficiándose de un viento favorable del sur que comenzó a soplar, trataron de avanzar. Levaron anclas y fueron costeando la isla de Creta de cerca.

           Costó cara la audacia. Acababan de dejar el abrigo de la costa, cuando bruscamente se desencadenó un viento huracanado procedente de la isla (llamado Euroaquilón), que impulsó una furiosa tempestad. Este viento soplaba a bocajarro desde las montañas de Creta, de más de 2.000 m. de altura. Resultaron inútiles los esfuerzos por controlar la situación, y el navío se vio arrastrado por el ventarrón. Así, tuvieron que arriar velas, y quedaron abandonados a la deriva.

           Navegando a sotavento de una isleta (llamada Cauda), los marineros halaron e izaron sobre el puente un bote que, amarrado a popa, danzaba sobre las aguas. Una vez izado el bote, empezó el casco a gemir siniestramente a los embates del viento y de las olas; el agua se filtraba en las planchas que se iban separando.

           Hubo que sujetarlo todo de mala manera por medio de los gruesos cables de refuerzo que formaron como un cinturón en torno al barco, para sostener las cuadernas, ciñendo el casco por el fondo. Se luchaba con todos los medios posibles contra la furia del mar. Por miedo a chocar contra la Sirte, se echó al agua el ancla flotante, y así se iba a la deriva. Los bancos de arena movediza de la Sirte, al sur, causaban el terror de los navegantes.

           El temporal sacudía con furia y sin piedad la nave, que hacía aguas. Y había que luchar sin demora contra aquella invasión del mar, sacando el agua mediante una cadena de calderos; este trabajo pertenecía a los reos que transportaba el barco, y había para todos.

           El 2º día, la tripulación tuvo que deslastrar el barco echando por la borda todo lo que se podía arrojar: equipajes, provisiones y cargamento. Pero esta medida no fue suficiente; y al 3º día, con sus propias manos, arrojaron al mar el aparejo de la nave (las velas, las maromas y las vergas también hubieron de ser lanzadas al mar).

           Durante mucho tiempo no lució el sol durante el día, ni la luna y las estrellas por la noche, desapareciendo así los únicos guías marinos antes de la invención de la brújula. ¿Dónde se hallaban? Nadie sabía nada. Sólo se sentía tinieblas, oscuridad, tempestad y golpes de mar, que hacían tambalear el puente; olas gigantescas amenazaban tragarse el barco. El pánico cundió en algunos, y la esperanza de salvarse se iba esfumando paulatinamente.

           Y así, en peligro constante, cual juguetes a merced de las olas, pasaron 14 días y 14 noches. Salvo unos pasajeros que hallaron una débil defensa bajo el palo de popa, los demás, con el equipaje y mojados por las olas (y esperando desaparecer de un momento a otro), se agazaparon unos contra otros donde y como pudieron; y sin valor a moverse siquiera para comer, esperaban el golpe fatal que pusiera término a aquella fatídica agonía.

           Hacía ya varios días que no habían comido. Pablo les animaba, y el 14º día se levantó, y en medio de los pasajeros aterrados les exhortó:

—Amigos, más os hubiera valido que me hubierais escuchado y no haberos hecho a la mar desde Creta; os hubierais ahorrado este peligro y esta pérdida. Pero ahora os recomiendo que tengáis buen ánimo. Ninguna de vuestras vidas se perderá; sólo se perderá la nave. Pues esta noche se me ha presentado un ángel del Señor a quien pertenezco y a quien doy culto, y me ha dicho: "No temas, Pablo; tú tienes que comparecer ante el César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo". Por consiguiente, amigos, ¡ánimo! Yo tengo confianza absoluta en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho. Encallaremos en alguna isla.

o.2) Mediterráneo occidental

           Se hallaban en la 14ª noche a la deriva por el Mediterráneo, adentrados ya en el Adriático, cuando hacia la media noche presintieron los marineros la proximidad de tierra. Sondaron y hallaron veinte brazas; un poco más lejos sondaron de nuevo y hallaron 15 brazas. Temerosos de chocar contra algún escollo, echaron 4 anclas desde la popa y esperaron ansiosamente la luz del día.

           Los marineros querían ante todo escapar de la nave para salvarse, dejando a los demás a merced de las olas; y estaban ya arriando el bote al mar con el pretexto de largar los cables de las anclas de proa. Entonces, Pablo se apresuró a decir, contra la opinión del centurión y soldados de la tripulación:

—Si no se quedan éstos en la nave, vosotros no os podréis salvar.

           Entonces los soldados cortaron inmediatamente las amarras del bote y lo dejaron caer al mar. Mientras esperaban que amaneciera, Pablo aconsejaba a todos que tomasen alimento:

—Hace ya 14 días que, en continua expectación, estáis en ayunas, sin haber comido nada. Por eso os aconsejo que toméis alimento pues os conviene para vuestra propia salvación; que ninguno de vosotros perderá ni un solo cabello de su cabeza.

           Dicho esto, tomó un pan, dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y se puso a comer. Entonces la gente se animó y también se alimentó, los 276 que permanecían en la nave; una vez satisfechos, aligeraron la nave arrojando el trigo al mar. Tras la comida, Pablo celebró la eucaristía con los hermanos.

           Al clarear el alba, los marineros no reconocían el territorio; sólo divisaban una ensenada con su playa, y resolvieron precipitar la nave contra ella, si era posible. Soltaron anclas, que dejaron caer al mar, aflojaron al mismo tiempo las amarras de los timones, alzaron al viento la vela artimón, y pusieron rumbo a la playa. Tropezaron en un lugar con mar por ambos lados, y encallaron allí la nave; la proa, clavada, quedó inmóvil; en cambio, la popa, sacudida violentamente, se iba deshaciendo poco a poco.

           Los soldados, entonces, pretendieron matar a los prisioneros, no fuera que alguno se escapase a nado. Mas el centurión, que quería salvar a Pablo, se opuso a su designio y dio orden de que los que supieran nadar se arrojasen los primeros al agua y ganasen la orilla; y los demás saliesen unos sobre tablones, otros sobre los despojos de la nave. De esta forma, todos pisaron tierra sanos y salvos. Se hallaban en la isla de Malta, al sur de Italia y a unos 1.000 km de Creta. Esta distancia había sido cubierta a menos de 2 nudos (¡3 km/hora!), que es lo que una nave puede andar a la deriva.

           Malta, una bella isla con campos reducidos y compuestos de terrazas, donde el suelo se hallaba rodeado de colinas y de terraplenes para impedir las inundaciones, les reconfortó el ánimo. Los habitantes de la isla, vivos y de natural dulce y amable, recogieron y acogieron a los náufragos mostrando una humanidad y hospitalidad poco comunes. Encendieron una gran hoguera para reconfortarles un poco, porque, calados hasta los huesos a causa de la lluvia, también estaban ateridos de frío.

           Un suceso pintoresco acaeció entonces. Pablo, arrimado con los demás náufragos junto al fuego, cogió una brazada de ramas secas para atizarlo; al ponerla sobre la hoguera, una víbora que se hallaba escondida entre las ramas y que salía huyendo del calor, hizo presa en su mano y le mordió. Al ver los indígenas el animal colgado de la mano de Pablo, se pusieron a gritar:

—Este hombre es seguramente un asesino. Acaba de escapar al furor del mar, pero la justicia divina no le deja vivir.

           Esperaban que el efecto del veneno le hincharía poco a poco y caería muerto de sopetón. Mas Pablo, sacudiendo la víbora en el fuego, continuó calentándose tan tranquilo. Tras una larga espera, al verle sereno, los presentes se preñaron de estupor, cambiaron de parecer y le tomaron por un dios.

           A los habitantes de Malta les llamaban bárbaros por su poca romanización y helenización; hablaban fenicio, y no griego o latín como era usual. La dominación romana había sido benigna con los malteses, tratados como aliados, que recibieron derechos municipales. De notable prosperidad, la isla, lugar de destierro, se hallaba cubierta de multitud de monumentos e imponentes edificios, como el Templo de Proserpina, erigido por el procurador Queriston; la magnificencia de la edificación excitó en su día numerosos elogios.

           En las cercanías del lugar donde desembarcaron tenía unas propiedades el cacique de la isla (llamado Publio), quien les recibió amablemente y les hospedó durante 3 días.

           El padre de Publio se hallaba en cama atacado de fiebre y disentería. Pablo entró a verle, oró por él, le impuso las manos y le curó. Este suceso extendió tanto su fama por la isla de Malta, que tuvo que multiplicar las curaciones y los milagros durante los 3 meses de invierno que le retuvo allí el mal tiempo.

           Todos los pasajeros de la nave encallada recibieron en Malta la acogida y la consideración hospitalaria de los malteses, y a la partida les proveyeron de lo necesario para el viaje: pan, aceitunas y frutas. Se hicieron de nuevo a la mar en otro barco que se dirigía a Italia: una nave alejandrina, que había invernado en la isla y que llevaba por enseña los Dióscuros (los gemelos Cástor y Pólux, protectores de los marineros).

           Pablo dio gracias a Dios, que le había permitido sembrar de evangelio aquel país pagano de manera tan inesperada. Pues en Malta germinó una nueva comunidad, fecundada al amparo del apóstol de Tarso.

o.3) Italia

           En Siracusa, capital de Sicilia y puerto de arribo frecuente, permanecieron 3 días.

           Desde Siracusa, costeando, llegaron a Reggio Calabria (que se hallaba frente a Mesina, ya en Italia). Al día siguiente se levantó el viento del sur, y al cabo de 2 días recalaron en Pozzuoli, famosa ciudad ubicada en el golfo de Nápoles, sin ofrecer la travesía incidente alguno.

           En Pozzuoli (metrópoli comercial, y puerto de destino para las naves procedentes de Oriente) se había asentado tiempo atrás una colonia judía. El apóstol encontró en Pozzuoli hermanos en la fe, que le consolaron con su compañía durante 7 días.

           Esta parada en Pozzuoli permitió que su llegada se anunciase en Roma, ya a menos de 200 km. ¡La odisea, aunque no el cautiverio, había llegado a su término! ¡Y las puertas de la Ciudad Eterna, capital del Imperio, se vislumbraban en el horizonte! ¿Qué designios habría previsto ahora para él la divina Providencia?

           En Pozzuoli, como hemos visto, se le brindó una acogida fraternal. Durante la etapa postrera del trayecto que le conducía desde Oriente ante el tribunal del césar, acudieron a su encuentro multitud de fieles, venidos desde Roma. Enterados de su llegada, caminaron 60 km a pie para saludarle cálidamente y cobijarse a su sombra, en el Foro Apio de Baia. Éste lugar, "lleno de marineros y de posaderos bribones", en la orilla de las Lagunas Pontunas, pudo haberlo cruzado el apóstol prisionero por el canal que por allí corría paralelo a la Vía Apia, la calzada que guiaba hasta Roma.

           Unos 45 km más adelante, y a tan sólo 15 km de la metrópoli, en Tres Tabernas, le esperaban ansiosos otros grupos de cristianos. Le aclamaban como a un héroe, y las entrañas de Pablo se estremecían de gratitud. Una inyección de aliento insuflaba su alma. Sus ojos palpaban una evidente realidad: una fraternidad cristiana, sólida, ferviente, impetuosa, con un solo corazón, una sola alma y un mismo Señor. El mismo Señor, aquí en Roma, que el que se le apareció el día más venturoso de su vida en la calurosa llanura de Damasco.

o.4) Roma

           Apenas entró en la capital del Imperio, por la Puerta Capena que corresponde a la actual puerta de San Sebastián, el centurión entregó los presos al estratopedarca. Corría el año 61. ¡Por fin, Roma! Su plegaria había sido escuchada, y como escribía años atrás a los romanos:

—Dios me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de vosotros, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día ocasión favorable de llegarme hasta vosotros, pues ansío veros. No quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir a vosotros, aunque hasta el presente me he visto impedido.

           A Pablo se le permitió hospedarse fuera del pretorio, en el régimen de favor llamado custodia militaris, que consistía en que el reo tomaba alojamiento a su voluntad (en el que moraba confinado), manteniendo permanentemente el brazo derecho atado por una cadena al brazo izquierdo de un soldado pretoriano (que le custodiaba y no le abandonaba). Alquiló Pablo una casa particular para él y sus amigos, y allí recibía a cuantos iban a visitarle.

           En Roma habitaba una colonia de judíos, muchos de ellos influyentes. Contaban con 13 sinagogas. Deseando Pablo regularizar lo más rápidamente posible su situación con respecto a ellos, a los 3 días de su llegada a la ciudad convocó a los principales judíos para resumirles su proceso. Y les informó:

—Hermanos, yo, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres de nuestros padres, fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, que, tras interrogarme, querían dejarme en libertad porque no había en mí ningún motivo de muerte. Pero como algunos se oponían, me vi forzado a apelar al césar con el deseo de eludir la muerte. Pero sin pretender yo con eso acusar a los de mi nación. Por este motivo os llamé para veros y hablaros, pues precisamente por la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas.

           Ellos le replicaron:

—Nosotros no hemos recibido de Judea ninguna carta que nos hable de ti, ni ninguno de los hermanos llegados aquí nos ha referido nada malo tuyo. Pero deseamos oír de ti mismo lo que piensas, pues lo que de esa secta sabemos es que en todas partes se la contradice.

           Le señalaron un día y acudieron en mayor número adonde se hospedaba. Él les iba exponiendo el evangelio, dando testimonio y basándose en la ley de Moisés y en los profetas, desde la mañana hasta la tarde. Unos creían por sus palabras, otros en cambio permanecían incrédulos. Cuando, en desacuerdo entre sí mismos ya se marchaban, Pablo comentó malhumorado:

—Con razón habló el Espíritu a vuestros padres por medio del profeta Isaías: "Ve a encontrar a este pueblo y dile: Escucharéis, mas no entenderéis, miraréis, mas no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, endurecido sus oídos y cerrado sus ojos; no sea que con sus ojos vean, con sus oídos oigan y con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los cure". Sabed, pues, que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles; ellos sí que la oirán.

           Dicho esto, los judíos se alejaron de su presencia, discutiendo vivamente entre sí. Desde entonces, deliberadamente, Pablo se dirigió a los paganos.

           De manera que, no obstante la rebelión que sus palabras suscitaban, pudo predicar el Reino de Dios con bravura, sin trabas ni estorbo algunos. Se le permitía, al fin, cumplir su sueño: su firme propósito de comunicar "algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la fe común: la vuestra y la mía". Como él mismo escribía por estas fechas:

—Quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del evangelio; de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra. Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención; éstos, por amor, conscientes de que yo estoy puesto para defender el evangelio; aquéllos, por rivalidad, no con puras intenciones, creyendo que aumentan la tribulación de mis cadenas. Pero ¿y qué? Al fin y al cabo, hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome. Pues yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo.

           Con un entusiasmo fervoroso, una felicidad inquebrantable, y un arrojo inconmensurable, siempre inasequible al desaliento, siguió hablando allí Pablo con todo el mundo. Como dijo por esas fechas a unos amigos:

—Os ruego que no os desaniméis a causa de las tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria.

           Ciertamente, su estancia en Roma estuvo presidida por el dolor y la escasez, por las pruebas y las contradicciones, que jamás le abandonaban. Mas le compensaban con creces las innumerables conquistas que granaban.

           No obstante, al menos durante algunas etapas, se creó el vacío en torno suyo; algunos de los discípulos que le habían acompañado en su viaje de cautividad, y algunos de los que se reunían con él en Roma, volaron de su presencia. Por otra parte, las iglesias fundadas necesitaban mensajeros de esperanza, testigos fieles que les recordaran sus compromisos, que alentaran su espíritu, su fervor, su fe naciente; y esta preocupación por las iglesias lejanas, a veces, superaba en peso y en envergadura a la más pesada de sus cadenas, lacerando su corazón.

           A estos pesares se unía la privación; dependía totalmente de la caridad ajena, pues no podía trabajar. Así lo reconocía claramente al agradecer los socorros que le enviaron sus hermanos filipenses:

—Me alegro mucho en el Señor de que al fin hayan florecido vuestros buenos sentimientos para conmigo. Ya los teníais: sólo os faltaba ocasión de manifestarlos. Y no lo digo movido por la necesidad, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.

           Entre tanto, las noticias que llegaban de las iglesias reflejaban la cruda realidad de la fe. Y así, mientras se fecundaba de evangelio la tierra y progresaba la virtud, paralelamente germinaban malas hierbas y proliferaban los obstáculos, surgiendo peligros por doquier. Pablo escribía largas y emotivas cartas desde su forzoso cautiverio, tratando de convencer:

—Retened con firmeza la palabra de vida para que, cuando venga Cristo, pueda gloriarme de no haber corrido en vano, de no haber sufrido inútilmente. Y si es preciso derramar mi sangre sobre vuestra oblación lo haré gozoso y alegre en unión con todos vosotros. Del mismo modo alegraos y gozaos también vosotros conmigo.

           Su sacrificio y su celo insaciable y su fuego inalterable sembraban semillas de buen grano que no podían germinar en esterilidad. Su vida irradiaba por doquier al Señor Jesucristo. Los romanos admiraban a este humilde testigo de Dios, le escuchaban boquiabiertos, con veneración.

           Las cadenas que oprimían como un yugo ardiendo su brazo, privándole del don de la libertad, y la eterna e injusta cautividad en que se hallaba sumido significaban la prueba de una entrega radical y absoluta al Maestro. Sin embargo, Roma le ofrecía un púlpito inigualable, a pesar de su ingrata limitación, porque a Roma afluía un sinnúmero de visitantes de cualquier rincón del universo y en Roma moraban multitud de prebostes de los que dependía en gran parte la moral y las costumbres del Imperio, por lo que el evangelio se difundía y extendía en Roma acaso con mejor suerte y eficacia que en las minúsculas aldeas visitadas por Pablo en los fatigosos viajes con los que había recorrido el mundo.

           Por aquel tiempo recibió una grata visita: la de Épafras, jefe de la comunidad de Colosas que, sintiéndose incapaz de refutar las herejías que por allí corrían, recorrió viento y marea para suplicar a Pablo que escribiese a los fieles de Colosas, para que les aclarase y animase a permanecer leales a la Verdad. Colosas era un pequeño y perdido burgo de Asia Menor (hoy día, tan sólo visible por un letrero y unas cuantas piedras entre virutas industriales, en la salida de Laodicea hacia Ankara). Y a él, la defensa alegada por Pablo en carta fue sugerente:

—Que nadie os seduzca con discursos capciosos. Vivid según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias. Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos mundanos y no según Cristo. Porque si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo, y no las de la tierra.

           Y les facilitaba un programa sencillo, que podía entender hasta el menos dotado, para aspirar a la herencia del cielo:

—Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos. Desechad de vosotros todo esto: ira, indignación, maldad, maledicencia y hasta las palabras groseras estén lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros, sino revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de perfección.

           La redacción de esta Carta a Colosenses estimuló de tal manera al apóstol, que creyó conveniente enviar hasta Éfeso expresamente a su buen amigo Tíquico, portador de otra bella epístola (la efesia) en la que dejaba transparentar la inmensa riqueza que manaba de su alma:

—¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido, en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales! Pues él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado, en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.

           En dicha carta, exhortaba Pablo desde Roma a sus hermanos efesios, animándolos a una vida nueva:

—Os digo, pues, y os conjuro en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su cabeza, los cuales, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas. Pero no es éste el Cristo que habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida interior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad.

           El colega Lucas, mientras tanto, procedía a la redacción de la 2ª parte de la obra que había iniciado durante la cautividad de Cesarea: los Hechos de los Apóstoles, que concluyó hacia el año 63. Estudios minuciosos revelan la completa documentación que poseía para cada capítulo, y recientes hallazgos arqueológicos demuestran la extraordinaria precisión de Lucas en la redacción de la obra.

           El mismo William Ramsay, que había llegado a considerar el libro de Hechos como una falsificación del s. II, rectificó humildemente ante la evidencia de las pruebas arqueológicas, que se hallan en sus libros. Y el propio Bicknell afirmó que "en todos los pormenores relacionados con nombres de personas y lugares, el autor de Hechos ha hecho uso del más cuidadoso discernimiento, sin que pueda en ninguna parte descubrírsele error alguno. Incluso en varios puntos en que se le supuso equivocado, se ha probado que tenía razón".

           En Jerusalén, paralelamente, ocurrían novedades: el sumo sacerdote Anán mandaba lapidar a Santiago (el pariente del Señor), sucediéndole al frente de la Iglesia de Jerusalén un tal Simeón (hijo de Cleofás y de María, cuñada de la madre de Jesús).

           La breve carta que Pablo escribió por estas fechas a Filemón, uno de los fieles de Colosas a quien conoció y convirtió en un viaje a Éfeso (pues Pablo nunca estuvo en la diminuta Colosas, sino en la vecina y próspera Laodicea) reflejaba de forma maravillosa su capacidad de misericordia y de amor para con cualquier hermano, de la condición que fuera, mostrando un retrato vivo de su alma.

           Filemón, pudiente y generoso, y dueño quizás de alguna de las fábricas en que se procesaba la lana (abundantes en el valle del Lico), tenía a su servicio muchos esclavos. Y uno de ellos, llamado Onésimo, tras cometer un robo, había huido de Colosas, llegando a Roma y creyendo que, perdido en aquella inmensa urbe, difícilmente sería descubierto. Actuó, pues, con suma astucia, porque si le detenían, el castigo que le esperaba era la flagelación, trabajos forzosos, la marca de una F en la frente (con hierro candente por el fuego) e incluso la muerte: lo que su amo hubiese querido.

           Onésimo conectó en Roma con Pablo, seguramente yendo a visitarle a su piso de alquiler. Lo cierto es que Pablo tomó a su cuidado al fugitivo, lo ganó para la fe cristiana y lo bautizó, cogiéndole sincero cariño. pero consciente de que la fe cristiana no podía ser un salvoconducto para desertores, y de que "cada cual debe permanecer ante Dios en el estado en que fue llamado", Pablo lo obligó a regresar a su legítimo amo.

           La ocasión se presentó con el retorno de Épafras a Colosas. Y para facilitar el regreso de Onésimo a su hogar, y librarle de los severos castigos, escribió de su puño y letra una exquisita carta personal a Filemón (su dueño), en la que intercede por aquel esclavo:

"Pablo, preso de Cristo Jesús, a nuestro querido amigo y colaborador Filemón y a la Iglesia de tu casa. Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. Doy gracias sin cesar a mi Dios, recordándote en mis oraciones, pues tengo noticia de tu caridad y de tu fe para con el Señor Jesús y para bien de todos los santos, a fin de que tu participación en la fe se haga eficiente mediante el conocimiento perfecto de todo el bien que hay en nosotros en orden a Cristo. Pues tuve gran alegría y consuelo a causa de tu caridad, por el alivio que los corazones de los santos han recibido de ti, hermano.

Por lo cual, aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre del amor, yo, este Pablo ya anciano, y, además, ahora preso de Cristo Jesús, te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas: Onésimo.

Si en otro tiempo él te fue inútil, consideralo ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, pues, como a mi propio corazón. Yo quería retenerle conmigo, para que me sirviera en estas cadenas por el evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria.

Pues si tal vez se alejó de ti por algún tiempo, precisamente lo fue para que lo recuperaras para siempre. Y no como esclavo, sino como un hermano querido. Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo. Y si en algo te perjudicó, o algo te debe, ponlo a mi cuenta. Yo mismo, Pablo, lo firmo con mi puño; yo te lo pagaré. Por no recordarte deudas para conmigo, pues tú mismo te me debes. Sí, hermano, hazme este favor en el Señor. ¡Alivia mi corazón en Cristo! Te escribo confiado en tu docilidad, seguro de que harás más de lo que te pido".

           ¡Qué prodigio de carta! ¡Cómo rompe moldes clásicos! ¡Cómo revela el cristianismo auténtico! El apóstol intercede por un esclavo fugitivo, y ruega al amo del esclavo que no le castigue sino que le perdone. Y que lo reciba como a un hermano! Decididamente, Pablo está dando la vuelta al Imperio Romano, y aquí lo acaba de poner patas arriba. Como él mismo recordaba, en una de sus cartas: "Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos" Por 1ª vez en la historia del Imperio Romano (y de toda la Antigüedad), alguien ponía por escrito la abolición práctica de la esclavitud.

           La revolución de Pablo estaba, pues, puesta ya en marcha. Y su incansable predicación de la caridad, y del amor, lo demostraba. Para Pablo, el amor resumía la actividad de su vida. La ley de su vida era el amor. Y eso, en un tiempo en que la esclavitud se había generalizado y el esclavo no era más que una bestia de carga carente de derechos y sin otro valor que su precio de venta y el rendimiento de su trabajo. ¡Verdadera locura, en estas circunstancias, predicar el amor!

           Y el amor con amor se paga. Por eso, cuando Onésimo regresó dócilmente junto a su amo, éste le recibió con la generosidad que brota del amor. No sólo quedó perdonado de su fechoría, sino que recibió la ansiada libertad a que todo esclavo aspiraba. La tradición admitida en el Martirologio romano asegura que Onésimo sería ordenado sacerdote y nombrado obispo de Éfeso (sucesor de Timoteo), y que más tarde, llevado encadenado hasta Roma, murió apedreado por defender a capa y espada su fe en Jesucristo (siendo trasladado su cuerpo, posteriormente, a Éfeso).

           Otro hermoso gesto de amor de Pablo en Roma fue su reencuentro con Marcos, aquel joven que le había dejado tirado en el puerto de Antalya, y que ya por entonces gozaba de la categoría de evangelista. Pues bien, a pesar de su cobardía de antaño, Pablo le perdonó por completo, y volvió a contar de nuevo con él para su actividad apostólica, pues Marcos se hallaba en Roma por este tiempo.

           Amor, justicia, respeto, obediencia, pureza, humildad... Había que transmitir íntegro el evangelio de Jesucristo tanto a los judíos (orgullosos, rígidos y formulistas) como a los paganos (sensuales y egoístas). Y convertirlos a todos ellos en cristianos convencidos, ilusionados, capaces de irradiar y de conquistar en su derredor. ¡Qué locura tan grande! ¡Predicar la pureza donde la pasión, el vicio y la voluptuosidad se hallaban erigidos en divinidades, a las que se ofrecían en holocausto vergonzosamente víctimas inocentes!

           Como bien dijo Pablo en más de una ocasión, y bien valdría para los habitantes de Roma: "Las cosas que se hacen entre ellos, se sonroja uno con tan sólo de mencionarlas". Sin embargo, y  como también le había dicho el Señor: "Tú llevarás mi nombre, tú serás mi testigo".

           El apóstol se juzgaba el más indigno servidor del Señor Jesús y de sus hermanos. Accesible, compasivo y caritativo con todos, nada le costaba cuando trataba de ganar adeptos y nada le interesaba fuera de esto. Este amor, que le impulsaba a emprender tantas obras, por muy arriesgadas y dificultosas que fueren, se mantenía profundamente enraizado en su naturaleza, dotada de un corazón capaz de compaginar la autoridad de un padre con las delicadas atenciones de una madre. Y si adolecía de recursos propios para acometer una empresa concreta, la gracia de Dios se los proporcionaba de balde.

           A la vista de los eventos que Dios le había permitido contemplar desde aquel día en la llanura de Damasco, a la vista de los milagros, de las conversiones en las iglesias, de la certeza de llevar a los hombres, sus hermanos, la verdadera felicidad de la paz de Cristo, no solamente para la vida futura sino incluso para la presente... el apóstol no cesaba de agradecer a Dios por haberle elegido, aun a expensas de su salud y de su precaria libertad.

           Se estremecía Pablo con júbilo desbordante en medio de las pruebas y tribulaciones; y a pesar de las fatigas y privaciones, a pesar del peso de los años que iban encorvando y debilitando su cuerpo, reavivaba deseos de proseguir infatigable su labor por los senderos de la tierra. Pues la dura prueba romana tocaba a su fin. En la carta a Filemón lo daba a entender: "Prepárame hospedaje, pues espero que se os va a conceder la gracia de mi presencia".

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Últimas andaduras de Pablo

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           Pablo veía el cariz favorable que iban tomando en Roma los acontecimientos. Y una vez transcurrido el plazo legal en que debía sustanciarse el proceso (exactamente de 2 años), Pablo quedó en libertad. Casi con toda probabilidad, el proceso no debió celebrarse por incomparecencia de sus acusadores de Jerusalén (que querían matarlo en el templo o en emboscadas callejeras judías).

           Lo cierto es que los escritos enviados a Roma, por los tribunos y los procónsules, favorecían al acusado Pablo. Además, ¿qué interés ofrecía a Roma la historia de un judío, denunciado por otros judíos por disputas religiosas, y que nada atañían al derecho romano?

           De manera que, un buen día del año 63, Pablo fue puesto en libertad, cuando el pretor Afranio Burro (filósofo estoico y amigo de Séneca, y antiguo preceptor imperial) falló su causa, y en nombre de Nerón dejó en libertad al cautivo Pablo.

p) Últimas andaduras de Pablo

           No disponemos de los detalles de la puesta en libertad en Roma. Pero deducimos que, librado de aquel cepo que le oprimía, no vaciló mucho Pablo en reemprender sus correrías, del año 63 (en que fue puesto en libertad en Roma) hasta el año 67 (en que Nerón decreta su captura y encarcelamiento, junto al resto de cúpula eclesial).

           En efecto, el espíritu vivo y fogoso de Pablo pronto programaría la acción, y ardería más que nunca en deseos de acudir a todas partes, tras su asfixiante estancia en Roma. Quería propagar el evangelio como el fuego en un cañaveral, prendiendo con él los prados, las campiñas, las aldeas modestas, las urbes más orgullosas, la creación entera.

p.1) Extremo occidental

           Es muy posible que su 1ª andadura, tras la cautividad romana, se ordenara hacia Hispania (España), en el extremo occidental imperial y a la que ningún apóstol había ido todavía. Se trata de un proyecto que ya anidaba en su corazón y que había dejado por escrito él mismo, cuando desde Corinto envió su Carta a los Romanos, en el invierno del 57 al 58:

"Mas ahora, no teniendo ya campo de acción en estas regiones, y deseando vivamente desde hace muchos años ir donde vosotros, cuando me dirija a Hispania espero veros al pasar y ser encaminado por vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía".

           Probablemente ejecutó ahora aquel vivo deseo, de finales del 63 a inicios del 65. Aunque no ha perdurado más documento que avale su viaje que el suyo propio, así como ancestrales tradiciones que aseguran la visita del apóstol a Tarragona (puerto de entrada a Hispania) y Cartagena (principal puerto comercial de Hispania). De hecho, en el Seminario de Tarragona se conserva y venera la roca sobre la que se cree que predicó San Pablo a los españoles (y sobre la que se edificó el complejo eclesiástico de seminario, arzobispado y catedral tarraconense).

           También puede ser que ahora llegara Pablo hasta la Galia (Francia), a algún puerto (Marsella, sobre todo) donde recalaban de ordinario los navíos que surcaban aguas costeras, temeroso de alejarse excesivamente de altamar y ser juguetes de una marejada o de un temporal.

p.2) Colocación de sus ayudantes

           Tras su visita a las ciudades de Occidente, manifestó Pablo en su Carta a Filemón su intención de visitar Colosas, y le pedía que le preparara alojamiento. Posiblemente realizó dicho viaje a finales del 65, como punto de reunión con sus viejos colaboradores (Tito y Timoteo, sobre todo) y lugar donde dejó organizadas, definitivamente, sus principales sedes paulinas.

           Tras la planificación definitiva de su equipo misionero, Pablo acompañó personalmente a Tito a su nuevo y definitivo destino: la isla de Creta (ca. 66), en la que se había detenido en su viaje a Roma, antes de que el barco naufragara. Allí evangelizó varias poblaciones de la vieja isla griega (Heraklion, Gortina...), confirmando la autoridad de Tito para que fuese allí él quien dirigiese la obra apostólica. Tito, natural de la griega Nicópolis, tuvo el honor de recibir en Creta, poco después, una carta de Pablo, que ha inmortalizado su persona.

           Tras confirmar a Tito en Creta, Pablo acompañó personalmente a Timoteo a su nuevo y definitivo destino: Éfeso (ca. 66), donde dejó a su discípulo capadocio al mando de la gigante capital asiática, con un encargo encarecido: evitar toda falsificación de la doctrina, que atendiese más a las fábulas y genealogías que al plan de Dios, por parte de posibles falsos doctores "con la inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y piensan que la piedad es un negocio".

           La despedida de Pablo y Timoteo en Éfeso provocó tal llanto en éste (acaso presintiendo que sería definitiva, como realmente lo fue), que Pablo no la podría olvidar. Como le escribió un año después desde Roma, y poco antes de morir: "Tengo vivos deseos de verte, al acordarme de tus lágrimas, para saciarme de alegría. Pues evoco el recuerdo de la fe sincera que tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti".

p.3) Elogio a sus colaboradores

           Tras colocar definitivamente a sus principales colaboradores, en sus sedes estratégicas, recaló Pablo en Tróade, alojándose en casa de Carpo (de donde tuvo que salir tan precipitadamente, que dejó olvidados el abrigo y unos libros y pergaminos que solía llevar consigo).

           Se detuvo con los hermanos de Macedonia y de Grecia. En Macedonia aprovechó para remitir a sus discípulos Timoteo y Tito sendas cartas a Éfeso y Creta, respectivamente, en las que abría su corazón y destilaba gotas de sabiduría y ciencia para instruirles en la delicada misión pastoral que les había confiado:

—Muéstrate dechado de buenas obras (inculcaba a Tito): pureza de doctrina, dignidad, palabra sana, intachable, para que el adversario se avergüence no teniendo nada malo que decir de nosotros. Enseña, exhorta y reprende con autoridad.

—Huye de las pasiones juveniles (suplicaba a Timoteo), y ve por el camino de la justicia, de la fe, del amor, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro.

           En estos viajes de apuntalamiento y despedida, no faltaron a Pablo algunas que otras peripecias y aventuras, aunque no conocemos muchos detalles. Así transcurrieron los últimos meses de su existencia.

           Su obsesión era sembrar la creación entera de evangelio, convenciendo y convirtiendo. En contra de la naturaleza humana, jamás cayó en la tentación de predicarse a sí mismo, sino "a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús". Lección antigua y siempre nueva, que necesitarán reaprender los predicadores:

"Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, pues no piensan más que en las cosas de la tierra. Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo".

           Cuando lograba implantar la fe y formar adeptos leales, los agrupaba y organizaba en pequeñas iglesias perdidas entre el mundo pagano; escondidas, pero capaces de relucir para conquistar más almas, como la levadura en la masa. ¿Qué podía hacer, empequeñecido en la inmensidad del panorama que se le abría a su amor, sino llamar en torno suyo a cooperadores para seducirles, sembrando en ellos semillas de esperanza. Como el apóstol no paraba de repetir: "Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirlo".

           Siempre terminaba sus cartas con saludos, avisos para ésta o aquél; y repentinamente surgía en escena una retahíla de nombres de gente modesta (mujeres, matrimonios, jóvenes, ancianos, niños), pues "ellos han trabajado conmigo en el evangelio". Era su método de evangelización, del que él no prescindía a la hora de animar:

—Saludad a los hermanos de Laodicea, a Ninfas y a la iglesia de su casa, suplicaba a los fieles de Colosas.

—Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús, y a la iglesia que se reúne en su casa, repetía a los romanos.

—Ruego a Evodia, lo mismo que a Síntique (dirigiéndose a sus amigos filipenses), que tengan un mismo sentir en el Señor. También te ruego a ti, Sícigo, verdadero compañero, que las ayudes, ya que lucharon por el evangelio a mi lado, lo mismo que Clemente y demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida.

           ¡Cómo amaba a sus humildes compañeros de fatigas! ¡Cómo valoraba y exaltaba sus actos, sus aportaciones, sus carismas, sus virtudes, su santidad! Por eso, formaba con esmero, a fondo, de forma muy personal y directa, compartiendo con ellos, en sus propias casas, lo más santo y sublime que brotaba de sus sagradas manos: la Fracción del Pan, alimento de vida eterna y fuente primaria de toda energía espiritual. La eucaristía solía ir precedida de una comida frugal, un sobrio banquete, desprovisto de tristeza, con el que celebraba la muerte y resurrección de Cristo Jesús.

p.4) Apuntalamiento de Occidente

           Tras lo cual (la formación de sus colaboradores), Pablo volvía a la acción, a la marcha y al camino. Siempre en camino. Y siempre tramando cómo introducirse en cualquier ambiente. ¿De qué manera? Poco le importaba, pues le daba igual la esquina de una calle que una fábrica de telas, o una plaza pública que la orilla junto al río. En cuanto vislumbraba un grupo de personas, él se plantaba en medio de ellas y las convertía en oyentes, dejando a un lado la vergüenza, reclamando la atención, e iniciando una plática henchida de fuego apasionado.

           En ocasiones cambiaba de táctica. Si detectaba algún núcleo urbano importante donde convenía evangelizar, se instalaba en él de forma estable. Y a él dedicaba semanas, meses, incluso años de inquieto reposo. Sembraba con sobreabundancia, pues para que el evangelio fuera provechoso a algunos tenía que anunciarlo a muchos.

           Así escucharon la palabra de Dios los habitantes de Europa, tanto griegos como romanos, residentes y transeúntes, interesados y curiosos, sabios y torpes, hombres y mujeres, patricios y plebeyos, esclavos y libertos, ancianos y jóvenes, y adultos y niños.

           A veces actuaba con rapidez, sin darse opción al descanso (por la falta de tiempo, porque se sentía de paso, o porque ya había comprometido su presencia en la siguiente estación). Pero en este caso, antes de partir, nombraba algún responsable que supliera su ausencia, procurando elegir de entre los de mayor perseverancia demostrada o de entre los más santos. Con las iglesias domésticas que iba implantando, siempre compartía la oración, la salmodia cantada, la fe y el amor a Jesucristo. Y cuando marchaba, su inquietud y su alma se fraccionaban, quedando una parte en el punto de partida (donde dejaba algún consejero) y la otra parte anhelando nuevas conquistas.

           Cuando comprobaba que algunos habían madurado a sazón, y la virtud les acompañaba de forma habitual, los ordenaba sacerdotes (imponiéndoles las manos) para que pudiesen seguir prolongando en el tiempo el misterio de la gracia (a través de la eucaristía y la administración de la Palabra). También ordenaba algunas diaconisas (encargadas del servicio de las mujeres), cuya singular misión consistía en visitar a domicilio a las cristianas que vivían aisladas en casas paganas del Oriente (donde la mujer carecía de la misma libertad que en Occidente, y por ello Pablo prefería tratarlas por separado, a través de diaconisas y no diáconos).

p.5) Últimas enseñanzas de Pablo

           En su última etapa de apostolado, visitó Pablo tantas cuantas comunidades por él fundadas le dio tiempo a visitar. Y siempre con un mismo objetivo: animar y estrechar los lazos entre ellos, así como insistir en que la doctrina se conservara inmaculada. Pues en caso de que ésta se contaminara, se convertiría en doctrina infiel y demoníaca:

—No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial?

           Para él, la ciencia sin fervor era estéril, pero el fervor sin ciencia conducía al fanatismo, a la herejía, a la deformidad, siempre indeseables. De ahí su obsesión por formar, por instruir, por educar en la fe. Nunca hablaba de una manera cuidada y estudiada, sino candorosa, llana, inteligible. A veces escribía, pero aunque no lo hiciera, siempre estaba alerta.

           Ponía Pablo toda su convicción y ardor en sus palabras, e incluso a veces milagros (ante los que no sentía rubor alguno, sino puro agradecimiento al Autor de los mismos). Al anochecer, en un cálido ambiente de intimidad, durante el transcurso de aquellos singulares ágapes, formaba lentamente (corazón a corazón) a los que habían de continuar su obra.

           Durante la tarde del sábado celebraba la asamblea, que se prolongaba hasta la aurora del domingo, hora de la resurrección del Señor, en una especie de conmemoración de la Última Cena. El ritual que en ella observaba se iniciaba con una cena sobria en comida y parca en bebida, a la que seguía la predicación, la oración y la Fracción del Pan o comunión del Cuerpo de Cristo. Nadie podía tomar su cena sin la concurrencia de los demás. Estos ágapes tendían a exteriorizar y reavivar la mutua caridad entre los hermanos, servían de conexión espiritual de unos con otros, granjeaban voluntades solidarias y acrecían el vigor de la fe y de la esperanza. Iluminados por candiles de aceite, transformaban áridos valles en oasis de exuberante fertilidad.

           Se obsesionaba Pablo en enseñar por doquier las normas de conducta en Cristo. Y por encima de todas ellas, la pureza:

—¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo! Que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión como hacen los gentiles que no conocen a Dios.

           Pues consideraba fundamental Pablo una inédita Teología del Cuerpo, como compuesto mezclado sine qua non con el alma (principio cristiano, "destinado a la resurrección") y no sólo como coraza suya (principio griego) o carga suya (principio judío). Y de ahí que hubiera que juzgar con severidad la impureza corporal de los hermanos:

—¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Con esos tales, ¡ni comer! ¡Arrojad de entre vosotros al malvado! Pues Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad.

           Pablo irradió, pues, un aire puro e incontaminado (el ideal del evangelio), tanto entre las mujeres nobles como entre las pelanduscas; tanto entre los varones apacibles como entre los pendencieros. Y enseñaba por medio de fórmulas sencillas, que todos pudieran comprender de inmediato, sin vacilar y a la perfección:

—Que nadie falte ni se aproveche de su hermano, pues el Señor se vengará de todo esto. Por eso, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, ¡hacedlo todo para gloria de Dios!

           Del frondoso árbol de su apostolado pendían frutos abundantes y sabrosos, que han maravillado y sorprendido incluso a los curiosos. De entre esos frutos, Pablo destacaba 3 valores básicos: una pureza absoluta del mensaje evangélico transmitido, una fraternal fraternidad vivida por su entorno y una vida personal adornada con la virtud heroica.

           Y todo ello desde la santidad más radical, sin concesiones a la mediocridad, al descanso, al ocio o a la vulgaridad. Y con la meta situaba más allá de donde la naturaleza humana alcanza por sí misma. Se trataba, pues, de coordinar los valores, y hacer que así multiplicasen sus potentes efectos, gracias al divino Verbo encarnado (origen y meta única de su apostolado).

           Aquella fraternidad se expresaba en la perfecta igualdad de todos sus miembros, y en el respeto a la dignidad de cada uno, especialmente las mujeres y los esclavos. Aquella fraternidad adolecía de promiscuidad (aunque los calumniadores se ofuscaran en mostrar lo contrario), aunaba los corazones en grupos donde todo el mundo se conocía (relacionaba y amaba) y mostraba los brazos abiertos a todos (echando por tierra todas las barreras). El nombre de hermano y hermana impulsaba unas nuevas relaciones (inéditas en la historia antigua) entre amos y esclavos, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres. El espíritu fraternal de Pablo contagiaba, alumbraba, asombraba, aleccionaba y convertía.

q) Andadura póstuma de Pablo

           El apostolado de Pablo abarcó 33 años, desde su conversión en Damasco (ca. 34) hasta su muerte en Roma (ca. 67). Sus grandes misiones habían comenzado 11 años después de su conversión (ca. 45), y en ellas se había lanzado decididamente hacia tierras desconocidas. Durante esos 22 años, el santo varón llevó vida de errante peregrino atravesando amaneceres y ocasos, reviviendo esperanzas y desesperanzas, interesándose por la salvación de las almas y fecundando con entusiasmo y convicción muchas semillas de amor. En verdad se merecía la libertad de gloriarse de haber sufrido y trabajado y luchado por Cristo más que nadie.

           Sus viajes bastan para admirar a cualquiera. Porque en aquel tiempo ponerse en camino suponía exponerse a un sinfín de peligros. En 1º lugar, a la fatiga. Pues anduvo decenas de miles los kilómetros a pie, por carreteras y caminos empedrados, casi siempre mal cuidados. Los carruajes eran exclusivos del correo imperial o para viajeros ricos que podían permitirse ese lujo, a través de las escasas calzadas romanas; los demás tenían que ir a pie, en carro o sobre el espinazo oscilante de un camello.

           Pablo marchaba a la buena de Dios, llevando el evangelio adonde le llevaran las circunstancias, sin quedarle otro remedio que soportar las fatigas del camino. ¡Y qué caminos! Pues eran caminos interminablemente largos; caminos pedregosos o anegados de lodo; caminos rasgados por las rodaduras de los carros y de las caravanas; caminos empedrados o trazados por cañadas de terruños salpicados de guijarros; caminos abiertos a la roca viva, entre la maleza o las llanuras ardientes del desierto, donde los pies sangraban y el cuerpo entero se fatigaba, se agotaba y sufría bajo los dardos de un sol implacable... o se encogía y retorcía de dolor bajo la crudeza del frío invernal. Y este esfuerzo, que sólo acabaría con la muerte, repetido en circunstancias agradables o desagradables, favorables o adversas, bajo el tórrido sol del estío o entre tempestades invernales, soportando lloviznas, nevadas, granizadas o vientos huracanados. Verdaderamente era pesado el cotidiano suplicio que Cristo había encajado sobre sus hombros.

           No podía rehuir las necesidades, pero las vencía. El esfuerzo le abría camino. Y siempre se hallaba en actitud de marcha, sin tregua. A pesar de la fatiga y el cansancio, había que caminar. La mayoría de las veces, hacia lo desconocido, porque Pablo evangelizó muy lejos de Cilicia y de Judea, sus patrias de origen. Sin apenas referencias, sin amigos, sin albergue seguro donde reponer energías, sin garantías de una acogida hospitalaria. Vagaba como el mendigo que no sabe qué le espera al final de la jornada, expuesto a los asaltos de gente desalmada y a persecuciones injustas de enemigos rencorosos y soberbios.

           ¡Cuántas noches se le cerraron a este pobre hombre los párpados, cargados de sueño, bajo el parpadeo incansable y la mirada serena de las estrellas! ¡Cuántas enfermedades y achaques hubo de sufrir sin permitirse descansar, sin poder reponerse, sin recibir consuelo y ayuda de nadie, y sin otro alivio que el que le proporcionaba la oración! Porque los pueblos se hallaban muy distantes y era difícil hallar posada. Se acostaba en el duro suelo; se acurrucaba bien entre su capa y, bajo un abeto que le protegiese del rocío nocturno, se procuraba el único respiro que podía proporcionar a su cuerpo (molido por el cansancio) y a su alma (condolida de infames calumnias e injusticias).

           Aquella valentía que derrochó a manos llenas jamás sería temeridad irreflexiva ni amor al peligro, ni siquiera exaltación por el riesgo y el pavor, sino virtud para defender diligentemente el bien del mal y para proclamar a Dios como fuente y origen de todo bien.

           Hubiera sido magnífico poder acompañar al apóstol en aquellas rutas por el monte, por caminos abiertos a un cielo de fuego, por gargantas rocosas que las lluvias invernales azotaban incansablemente desde el comienzo de los siglos. Y hacer un alto con él al pie de un árbol, junto a una fuente, ante uno de aquellos refugios rudimentarios donde se mezclaban las caravanas. A la entrada del refugio, en la cuadra, o bajo el techo de una amplia estancia. Descargadas las bestias, los camellos o macilentos caballos del viaje saltaban y pastaban en un libre desorden, mientras vociferaban sus conductores. El posadero llevaba a los viajeros importantes un taburete de madera y les lavaba los pies en el agua fresca de la fuente. Y a los charlatanes, a los soldados, a los conductores de camellos, Pablo les hablaba del reino de Dios.

           Indudablemente, exprimía cualquier oportunidad para hablar de Cristo Jesús. Lo cual no le resultaba difícil, pues en ocasiones los viajes se hacían en grupos, en caravanas más o menos numerosas. Era ésta una medida imprescindible de precaución, pues los caminos adolecían de la mínima seguridad y un viajero aislado corría peligro de ser atacado y desvalijado cuando menos. El malherido auxiliado por el Buen Samaritano suponía un hecho corriente. Y el mismo Pablo aludiría a los peligros que corrió más de una vez por parte de los bandoleros y salteadores de caminos. En el recodo de cualquier carretera imperial o senda vecinal, en cualquier desfiladero, había que contar con una alta probabilidad de sufrir una emboscada.

           Pablo conoció estas emociones y peligros. Peligros de los hombres y peligros de la naturaleza: de los ríos, los desiertos, las montañas, los abismos o los mares. Tuvo que vadear riachuelos, manantiales y torrentes de aguas caudalosas, que no disponían de un puente o pasarela para cruzarlos sobre seguro, haciendo equilibrios malabáricos sobre piedras mojadas e inseguras para evitar un chapuzón. En época de sequía el riesgo era alto, mas cuando llegaban las lluvias o se desencadenaba una tempestad que desbordaba las cañadas y los arroyos, entonces corría peligro la vida misma. Tuvo que trepar cumbres encrespadas y descender hacia simas resbaladizas superando escarchas, lloviznas, brumas y reptiles.

           Tuvo que afrontar abrumado las infinitas llanuras del desierto, con escollos permanentes, insufribles, amargos: soledad exasperante y calor pegajoso e insaciable, sin una gota de agua que suavizara la sed, sin la sombra y el frescor de un oasis que aliviara el cansancio, con reverberación cegadora del sol durante el día. Y de noche la congelación, tiritera inoportuna y frío de montaña que helaba el sudor del mediodía. La aspereza de las rocas hería los pies, y la arena molestaba y salpicaba los ojos cuando soplaba el viento con furia. Y escasez de agua, con provisiones reducidas o nulas, sin pozos ni fuentes. ¡Cuántas veces un agua turbia o contaminada fue el único recurso para saciar la sed del caminante! ¡Cuántas veces el apóstol, deteniéndose en el camino, y contemplando la impiedad del sol abrasador, debía tragar saliva para que no le ardieran las entrañas por la desesperación! Pablo se había habituado a estas penitencias corporales con que la naturaleza le había obsequiado regaladamente: sed, hambre y ayunos interminables. ¡Cuántas veces se acostó con el estómago vacío y sin nada que llevarse a la boca!

           Esta dura vida de peregrino errante conformaba su auténtica vida. Además, Pablo ya no era un mozo en plena juventud, y también las enfermedades habían hecho mella en su cuerpo condolido. De ahí que dijese en más de una ocasión, a sus amigos de Galacia:

"Bien sabéis que una enfermedad me dio ocasión para evangelizaros por primera vez. Y no obstante la prueba que suponía para vosotros mi cuerpo, no me mostrasteis desprecio ni repulsa, sino que me recibisteis como a un ángel de Dios: como al mismo Cristo Jesús".

           ¿A qué enfermedad se refería? ¿Tal vez a la malaria? ¡Qué más da! Los apuros de orden material que afligían su cuerpo se ensombrecían frente a los de índole moral que su obra misma (la evangelización) llevaba consigo, y que se clavaban lacerantes e hirientes en su alma.

           Las contingencias le acechaban por doquier, en los poblados y en los descampados, entre los judíos y entre los gentiles, entre sus amigos y entre sus enemigos. No podía fiarse ni de los presuntos hermanos, muchas veces falsos e hipócritas, que, sobrados de envidia, murmuraban de su persona y de su obra y que le criticaban despiadadamente, empeñados en destruir el edificio espiritual que con tanto celo levantaba en el seno de cada comunidad. Las fuerzas naturales, la creación entera parecía cebarse contra este enviado del Señor Jesucristo.

           ¡Ay, los judíos, sus hermanos de raza! Pablo les amaba con tal ímpetu, que estaba dispuesto a condenarse, si ello fuera posible, por su salvación. Sin embargo, ellos, tan virtuosos y amantes de la pureza legal, descendían a los bajos fondos sociales para reclutar gentuza de entre la hez del pueblo, siempre dispuesta a la revuelta y al motín, un pequeño ejército de maleantes para provocar atropellos, revueltas, golpes, bulla, gresca y vergonzoso ludibrio.

           ¡Y si desaparecían los judíos, aparecían los paganos, los gentiles! Aunque las conversiones proliferaron entre ellos, con frecuencia surgían malévolos intereses, y entonces brotaban los desprecios, las injurias, los insultos o los trágicos incidentes. Muchas veces se le negó el alimento, y se veía forzado a comenzar su actividad buscando trabajo:

"Tuvimos la intrepidez de predicaros el evangelio de Dios entre frecuentes luchas. Nuestra exhortación no procede del error, ni de la impureza ni del engaño, sino que así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos. Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes".

           A veces sobrepasaba el límite de sus fuerzas físicas y morales: no podía más, superaba el techo de su propia energía y todo le pesaba, le oprimía, le cargaba. La vida misma se convertía en puro tormento. En cierta ocasión se lamentaba diciendo: "Nos hallamos abrumados hasta el límite, más allá de nuestras fuerzas, hasta el punto de desesperar de la vida. Miramos nuestra muerte como una verdadera ganancia".

           Esto le obligaba a lanzarse en los brazos de Dios para zambullirse en el océano de su gracia, pues "aunque los sufrimientos de Cristo no nos faltan, sobreabundan sus consuelos en nosotros". Hasta tal punto confiaba en el auxilio del Señor, que la escasez, la persecución, la ignominia, el dolor, la cárcel o la aflicción (tan temidos para el hombre) se amansaban al acercarse al apóstol. No conocía el miedo ni el temor, porque temblar era propio de malhechores. La dureza de su vida poseía, para él, un remedio tan simple como eficaz: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta".

r) Retorno a Roma

           En el crepúsculo de la vida de Pablo se habían abatido sobre la Iglesia brutales persecuciones, extendiéndose desde Roma al resto del Imperio Romano. En Judea comenzaba la guerra, que terminaría con la Caída de Jerusalén (ca. 70) y la destrucción y aniquilamiento del pueblo judío. En el horizonte se dibujaban, pues, sombríos penachos de nubes grisáceas y tristes, salpicadas de un resplandor escarlata y negro.

           La noche del 18 al 19 de julio del 64, un espantoso incendio estalló en las inmediaciones del Circo Máximo de Roma (entre el Palatino y Celio), y se propagó con inusitada virulencia. Roma se vio envuelta en llamas durante 6 días completos, destruyendo los principales distritos de la metrópoli y quedando a salvo tan sólo 4 de los 14 barrios (curiosamente, los habitados por población judía). La descripción del siniestro fue relatada por Tácito en sus Anales, y pasó a constituirse en una de las páginas más célebres de la literatura universal. Quedaron reducidos a escombros los monumentos más vetustos y egregios de la ciudad: el templo consagrado por Servio Tulio a la Luna, el Ara Magna, la capilla dedicada por Evandro a Hércules Protector, el Templo de Júpiter Stator erigido por Rómulo, el Palacio de Numa, el Santuario de Vesta, los penates del pueblo, riquezas de incalculable valor conquistadas en las batallas libradas en los campos del mundo, reliquias únicas del arte griego...

           Los rumores propagaban de boca en boca que Nerón, el emperador megalómano, había prendido fuego a la ciudad para erigir otra nueva a su gusto y capricho, mientras que Tácito escribía en sus Anales que "para silenciar este rumor, Nerón suscitó acusados e infligió las torturas más refinadas a unos hombres, odiados a causa de sus abominaciones, a quienes las gentes llamaban cristianos".

           Comenzaba para los cristianos, así, una cadena interminable de suplicios inexorables, y el incendio servía de pretexto para la más ruin de las persecuciones imperiales: la persecución contra el cristianismo, teñida de ejecuciones sangrientas. Bastaba una denuncia para apresar y encarcelar a un cristiano, para confiscar sus bienes, para condenarlo a muerte. Y a una muerte cruel e ignominiosa, adornada con los sutiles refinamientos que al déspota emperador se le ocurrían.

           A los tormentos se añadió el ludibrio y el escarnio. En los Jardines de Nerón (en el monte Vaticano) se veían hombres, mujeres y niños clavados a cruces o atados en estacas, revestidos por una capa de pez y azufre, sirviendo de antorchas vivientes para iluminar las fiestas que el emperador ofrecía a su pueblo apenas faltaba la luz del día. Y a la luz siniestra que emergía de aquellas víctimas inocentes, Nerón se paseaba por sus jardines entre la gente, o guiaba en el circo su carro, luciendo habilidades de auriga. Algunos, cubiertos de pieles de fieras, eran arrojados a perros salvajes que se lanzaban contra ellos y los desgarraban con sus dientes; otros eran asesinados en juegos atroces o vergonzosos ante la muchedumbre. Las deshonras infligidas a las mujeres fueron especialmente "espantosas e impías".

           Desde entonces, la vida de un cristiano peligraba constantemente, y ser cristiano constituía un delito imperial, salvo que se renegara de Jesucristo. Aunque ciertamente abundaron los apóstatas de la fe (por temor al martirio), el número de mártires llegó a ser "una gran muchedumbre" (según Clemente Romano) y "una ingente multitud" (según Tácito).

           Clemente Romano, testigo excepcional de los trágicos acontecimientos, aseguraba que la vil masacre de creyentes la inició la envidia de Popea, que de favorita se había convertido en esposa imperial tras el asesinato de Octavia, y cuya simpatía por los judíos y odio a los cristianos eran notorios.

           Con el paso de los meses, y cuando la persecución anti-cristiana en Roma no parecía atenuar sino recrudecerse, Pablo decide volver a Roma, a lo largo del 67. A la Roma que, decididamente, se había vuelto malvada, pagana y hostil, y en la que su mismo compañero y primado Pedro estaba pasando por apuros.

           Al poco de llegar a Roma, o nada más llegar (pues no se sabe el mes de llegada de Pablo a Roma), Pablo fue capturado y puesto en la prisión Mamertina, amarrado con ásperas cadenas al que debía ser su inminente su desenlace.

           "Yo te enseñaré lo que tienes que sufrir por mí", le había dicho el Señor Jesús en la llanura de Damasco, embarcándole en una aventura no exenta de sorpresas. Pues "para ser mi discípulo hay que renunciar a sí mismo, tomar la cruz cada día y seguirme", había advertido reiteradamente el divino Jesús.

           Sobre la cruz había levantado Pablo el edificio de su formación durante los años de retiro y silencio en Arabia, en Tarso y en Antioquía, y a través de aquellas visiones que guardaría imborrables en el recuerdo. Y ahora que la cruz llegaba sobre el corazón de la Iglesia, y el mismo primado Pedro estaba también siendo torturado, ¿cómo no iba a compartir con todos ellos, y sobre todo con él, estos momentos? Como él mismo había dicho en una de sus cartas, forzado a defenderse de unos intrigantes apóstoles de Corinto, que posiblemente negaban su autoridad y participación apostólica:

"Yo también presumo de lo que ellos presumen. ¿Son hebreos? Yo también. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Descendientes de Abraham? Yo también. ¿Ministros de Cristo? Digo una locura: yo más que ellos. Más en trabajos, más en cárceles, muchísimo más en azotes y muchas veces en peligros de muerte. 5 veces recibí de los judíos 40 azotes menos uno, 3 veces fui flagelado con varas, 1 vez apedreado, 3 veces naufragado. Pasé un día y una noche náufrago en alta mar. En mis innumerables viajes he corrido toda clase de peligros de ríos, peligros de bandidos, peligros de mis compatriotas, peligros de los paganos, peligros en la ciudad, peligros en desiertos, peligros por mar, peligros entre falsos hermanos. He pasado mucho trabajo y fatiga, con muchas noches sin dormir; mucha hambre y sed, con muchos ayunos forzosos; frío y desnudez. Y por no extenderme más, la inquietud diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase? El Dios y Padre del Señor Jesús sabe que no miento".

           Efectivamente, Pablo ya había visitado varias veces la cárcel (en Éfeso, Filipos...), sobre todo durante aquellos 2 eternos años de Cesarea del Mar, "reducto húmedo e infecto, privado de aire y luz, donde se acostumbraba encerrar a los condenados a muerte y a los malhechores peligrosos" y en el que "se les sujetaba por los pies, algunas veces también por las manos y el cuello, a una barra horizontal de hierro o de madera, que impedía cualquier movimiento y era una verdadera tortura".

           Aunque para conocerlo todo, también había visitado Pablo el calabozo, tras cualquier tipo de rebelión o denuncia ante un tribunal, y en medio de los golpes y tormentos. Pues si Pablo había olvidado el número de veces que había sido encarcelado, sí que se acordaba muy bien, sin embargo, de las flagelaciones y palizas que recibió: 5 veces la flagelación, cada una de ellas con sus 39 azotes reglamentarios, y en 3 de ellas con varas de hierro.

           En efecto, la carne de Pablo mostraba los estigmas de Cristo, y sus espaldas eran un campo de cicatrices con las marcas de cada salvaje latigazo. Pues "cuando se aplica el azote, la piel queda rasgada al 5º golpe, mientras los golpes siguientes van ampliando la llaga, dejando la espalda del castigado en carne viva". Y porque, como dice otra crónica romana, "cada azote es capaz de quebrar una tabla de 0,5 cm. de grosor", al tiempo que "el verdugo arroja el látigo con toda su fuerza". Un proceso, pues, en que "el cuero se adhiere al cuerpo del paciente por la ranura abierta, y se lleva un jirón de carne tras de sí". Y en que los judíos llevaban su formulismo hasta tal extremo (y odio, en el caso de Pablo), que presenciaban este tormento para que no se rebasara la cifra de 39 golpes, para no salirse de la legalidad.

           En cuanto al apedreamiento de Pablo, éste había sucedido en la diminuta Lystra. Y si no murió en él (como fue el caso de Esteban) no fue por la compasión de los lanzadores de piedras, sino porque éstos "creyeron haberle dado muerte", y por ello le habían arrastrado "fuera de los muros de la ciudad, para que sirviese de pasto a los buitres".

           En cuanto a los 3 naufragios que sufrió Pablo, pasando "una noche y un día en alta mar, a merced de las olas", el libro de Hechos no reflejó dichos naufragios, posiblemente porque Pablo ni siquiera antes los comentó. Pero hay que saber que los barcos conocían la hora de salida, pero jamás la de llegada. Y no sólo por los vendavales inesperados, sino por los saqueos de piratas o incluso la presencia de tripulantes ineptos (que solía terminar con los viajeros agarrados a una tabla o mástil descuartizado, en medio del océano).

           Basta leer cualquiera de las cartas de Pablo para advertir que estas palabras no constituían meras fórmulas estereotipadas, sino expresión de una verdad que brotaba de lo más hondo de su alma: "¿Hay entre vosotros algún débil, sin que yo también me sienta débil?".

           La experiencia le había mostrado a Pablo que existía la fatiga y el desaliento; que el demonio rondaba siempre aguardando la ocasión para demoler la obra; que se daban inútiles discusiones entre los mismos fieles; que frente al evangelio siempre surgía el rencor de los desalmados; que la confianza depositada en algunos resultaba quedar baldía.

           Todo esto había calado en su aliento, significando para él golpes terribles que minaban y desmoronaban sus esperanzas humanas como un castillo de arena: "¿Quién se escandaliza, quien cae o tropieza sin que me consuma un fuego devorador?".

           En ocasiones, las circunstancias habían parecido confabularse para aniquilar su tenacidad y entusiasmo. Era el caso de las enfermedades, fatigas físicas, malas noticias... Como él mismo compartió con unos amigos: "Desde que llegamos a Macedonia no hemos hallado descanso en nuestra carne, sino combates por fuera y temores por dentro. Así que llevamos el tesoro de Dios como en vasijas de barro".

           Pero ¿cómo había podido este hombre soportar tanto tormento sin sucumbir? ¿Cómo una persona tan machacada se había permitido vivir pletórica de ilusiones, y seguir evangelizando feliz? ¿Cuál había sido su secreto para permanecer imperturbablemente sereno, y fiel al Señor en el transcurso de su vida? Pablo sabía sufrir cantando:

"Somos probados de mil maneras, pero nunca aniquilados. Conocemos la angustia, mas no el desaliento. Somos abatidos, pero no destruidos. A todas horas llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Por eso no nos rendimos jamás; aunque nuestro cuerpo, nuestra naturaleza, se halle casi en ruinas, cada día recobramos nuevas fuerzas. Por tres veces he pedido al Señor que aleje de mí la prueba con la que Satanás me abofetea. Pero él me ha dicho: Te basta mi gracia, porque mi fuerza se revela en la debilidad. Por eso alegremente me gloriaré de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en las debilidades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en los apuros del servicio a Cristo. Cuanto más débil soy, más fuerte me encuentro".

           Pablo lo había aceptado todo "por Cristo, con Cristo, en Cristo y para Cristo", y nunca había llevado solo el suplicio. Toda su vida había querido verla a la luz del evangelio, y entenderla desde el evangelio. La revelación de Damasco no había constituido un episodio pasajero y aislado, sino una unión íntima con aquel Jesús que aquel día él vislumbró, vivió y experimentó en sus entrañas. Cristo Jesús había sido el apoyo de cada día, la luz que había alumbrado su camino, la ilusión y el gozo de su vida: "Ahora mi vida sobre la tierra es una vida de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a Sí mismo por mí. No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí".

           Pablo lo había podido todo en Aquel que confortaba su debilidad y su flaqueza. Y ahí radicaba la clave de su apostolado y de su éxito. Solo, hubiera sucumbido. Pero con el Señor Jesús todo se podía, ya que él "en todo nos conforta". De ahí que "el motivo de nuestro orgullo" sea "el testimonio que hemos dado", conducidos "por la santidad y la sinceridad que vienen de Dios" y no con la sabiduría carnal, sino "con la gracia de Dios".

           Por eso surge en Pablo en este momento, en la Cárcel Mamertina de Roma, lo más espontáneo y recio de su espíritu, su más profunda realidad sobre cómo comportarse en la vida, y cómo dar ésta en el momento sublime: "¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo estoy crucificado para el mundo!".

s) De Roma al Cielo

           El mensaje del apóstol transpiraba claridad y pureza absolutas. Lo entendían y lo asimilaban maravillosamente hasta los menos dotados: los torpes, los incultos, los humildes, los esclavos, los jóvenes, las mujeres y los ancianos:

—No os escribimos otra cosa que lo que leéis y comprendéis, y espero comprenderéis plenamente.

           Y plenamente solían comprender. Mas paralelamente a esta inquietud por la enseñanza escrupulosa, nítida y exigente, se esforzaba denodadamente para que tanto los más dotados de virtud como también los menos favorecidos por la divina providencia, la cumplieran estrictamente, a la perfección. Insertaba de forma magistral la teoría en la práctica:

—Lo que importa es que llevéis una vida digna del evangelio de Cristo.

           A todos sin excepción, por consiguiente, inculcaba el único ideal al que habían sido llamados por Dios: el de la santidad. Nadie se escapaba del supremo deber de alcanzar la santidad: la mediocridad y la vulgaridad no cabían en su ideario, y huía de ellas como de la mismísima peste:

—Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación. Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él, por el amor.

           Tanto le obsesionaba la pureza de vida y de doctrina, que poco antes de morir pronunciaba una severa sentencia profética, cargada de angustia:

—Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas.

           El mensaje de Pablo coincidía estrictamente con el evangelio del Señor, y estaba entresacado de él al pie de la letra. Por anunciarlo se afanó sin regatear esfuerzos. Y como a su Maestro, le iba a costar la vida su anuncio.

           Corría el año 67, y el agotado peregrino de Tarso (Pablo, que frisaba ya los 60) permanecía en la prisión Mamertina junto al viejo pescador galileo (Pedro, que pasaba ya de los 80), en una celda que todavía se venera en Roma. San Dionisio de Corinto (ca. 109-169), citado por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica, II 25, 8), confirma la coincidencia:

"Pedro y Pablo sufrieron al mismo tiempo el martirio, como afirma Dionisio, obispo de Corinto, en su correspondencia escrita con los romanos, en los términos siguientes: También vosotros, por medio de semejante amonestación, habéis fundido las plantaciones de Pedro y de Pablo, la de los romanos y la de los corintios, porque después de plantar ambos en nuestra Corinto, ambos nos instruyeron, y después de enseñar también en Italia en el mismo lugar, los dos sufrieron el martirio en la misma ocasión".

           El juicio no se hizo esperar, y la condena fue inapelable: Pedro moriría crucificado (como judío que era), mientras Pablo moriría decapitado (como ciudadano romano que era). Y ambos se sintieron muy felices, a pesar de tan injusta sentencia. Pues como decía Pablo:

—Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en la persecución y las angustias sufridas por Cristo. Pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.

           Entre tanto, una nueva satisfacción invadiría su espíritu: la conversión de los guardianes de la cárcel, de los cuales refiere una antigua leyenda que, bautizados allí mismo dentro de la mazmorra, acabarían sufriendo el martirio junto a los dos santos apóstoles.

           Desde la prisión Mamertina tuvo tiempo de escribir su última carta, uno de los testamentos de mayor impacto que se han legado a la cristiandad. Su lectura provoca la emoción, y el respeto hacia tan venerable persona:

—Estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación.

           No. No le avergonzaba aquel padecimiento infame e injusto. Sabía muy bien en quién había depositado su fe, y ahora, al llegar a la meta de su carrera "conservando intacta la fe", le aguardaba "la corona de la justicia". Además, estaba convencido del infinito poder de Cristo Jesús para guardar el depósito de su evangelio, sin necesidad de contar con su presencia, hasta el día postrero de la historia de los hombres. Su acción personal, por tanto, sobraba.

           Mientras tanto, le abandonaban los amigos que antes le asistían, dejándolo solo, completamente solo en su lecho de dolor. Quedó desamparado y nadie acudió a defenderlo en su comparecencia ante el tribunal del césar. Sin embargo, únicamente salían de su boca palabras de perdón para los desertores:

—Que el Señor conceda misericordia a su familia, y que no se les tome en cuenta. Pues el Señor me asiste y me da fuerzas para que, por mi medio, se proclame plenamente el mensaje, y lo oigan todos.

           Aquel fiero y fanático fariseo de antaño se consideraba ahora el buen soldado de Cristo Jesús, a punto de recoger el premio prometido y merecido (la "corona que no se marchita") por su milicia.

           Durante aquellos momentos de lúgubre mazmorra, y a la espera de la ejecución de la sentencia, evocaba Pablo, complacido, las persecuciones a las que había estado sometido desde que se transformó de perseguidor en perseguido en aquel camino de Damasco; porque "los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones".

           La mística de este hombre se mezclaba con su alma de apóstol insaciable. Y entre los éxtasis en los que presagiaba la eternidad que ya besaba y que se le avecinaba, ponía los pies en el suelo y sacaba fuerzas para reclamar a Timoteo:

—Date prisa en venir. Y toma a Marcos y tráelo contigo.

           No obstante, ¡la última etapa de su carrera había comenzado, por fin, y de manera irreversible! La misma tarde en que Pedro moría en el leño (cabeza abajo, a petición propia), otro destacamento de soldados conducía a Pablo por la carretera de Ostia hacia las Aguas Salvianas.

           Narra la ancestral leyenda que detrás de la puerta de la ciudad, encontró a la hija del prefecto Flavio Sabino (Plautila), mujer consular que daba admirable ejemplo en la virtud y que unos años antes había sido bautizada por Pedro. Y que al observar Pablo el rostro de esta joven madre regado de lágrimas, tuvo fuerzas para infundirle ánimo:

—Plautila, hija de eterna salvación, vete en paz.

           Detalla la leyenda que poco después de este encuentro, Plautila murió santamente. Tanto que a ella como a su hija (Flavia Domitila), la Iglesia las ha venerado siempre como santas canonizadas.

           El apóstol siguió recorriendo su calvario triunfal. Su alma se hallaba inundada de una paz serena. Sus ojos contemplaban la llanura que se extendía entre él y los Montes Albanos, mas no se percataba de su presencia. En confuso tropel se agolpaban en su memoria los viajes, las fatigas, los trabajos, las luchas y las iglesias que, por doquier y allende los mares, había erigido. Y acariciaba ya, con delirio y júbilo, un reposo bien merecido. Había culminado su obra.

           El camino era largo y rectilíneo, alfombrado de terruños color sepia. Desfilaban grupos de esclavos con los aperos de labranza al hombro, cabizbajos y cansados. Y bajo este pálido atardecer, y en la clara transparencia de la atmósfera, Pablo escuchaba en su interior una armonía maravillosa, que evocaba cosas maravillosas.

           Evocaba el impacto de aquella aparición en el camino de Damasco, evocaba cada lugar y cada momento que había ido peregrinando por el mundo. Y evocaba, sobre todo, al divino Crucificado, y la repercusión que en su vida había supuesto su amistad con él:

—Con Cristo estoy crucificado. Pero no ya soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí.

           Desde aquel día bendito, en la llanura de Damasco, el divino Crucificado le había trastornado su fariseísmo, cargado de petulancia y estrecheces, por un mensaje de salvación universal.

           Aunque tuviera ahora Pablo el don de penetrar los misterios, aunque distribuyera ahora todos sus bienes para alimentar a los pobres... ¡nada sería sin amor! Sin ese amor paciente, dulce y bienhechor; sin ese amor no se infla por el orgullo, que nunca obra el mal, que soporta hasta el límite, que cree hasta el límite, que espera hasta el límite, que sufre hasta el límite... ¡Ah! ¡El amor! ¡Siempre el amor!:

—Con nadie tengáis otra deuda que la del amor. Pues quien ama al prójimo ha cumplido la ley.

           Y en el amor concretaba sus pensamientos y deseos:

—El fin mismo del evangelio es el amor que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. El amor es la plenitud de la ley.

           Había destinado 33 años a enseñar la ley del amor y a amar. Había explicado hasta la saciedad que el amor sólo procedía de Dios, porque Dios es amor. Y ahora se enfrentaba a la ocasión de su vida de demostrarlo, y se acercaba victorioso a recibir su premio, la corona merecida:

—¿Quién me separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada del verdugo? Todo esto puede superarse gracias a Aquél que nos ha amado.

           El cortejo dejó la calzada principal y dobló hacia el Este, tomando un estrecho sendero que conducía hacia un lugar llamado ad Aquas Salvias, fuera de las puertas de Roma. En el horizonte se acostaba un sol exorbitante y rojizo que, en lontananza, desparramaba sobre el ambiente una lluvia intensa de plomo grisáceo. El centurión mandó detenerse a sus hombres delante de la fuente.

           La costumbre prescribía que el reo fuera flagelado. Los verdugos descargaron con saña tales latigazos sobre las espaldas de Pablo, que quedaron descarnadas. Después, se arrodilló obediente y presentó el cuello al matarife, dibujando una sonrisa y sin articular palabra. Le vendaron los ojos, y un golpe seco de hacha le sesgó la cabeza de su agotado y envejecido cuerpo. El fragor del hachazo hirió la crueldad del jifero sanguinario. Era el 29 junio 67.

           Juan Pablo II, 2.000 años después, sintetizaba la médula de aquella tragedia: "San Pablo, decapitado a las puertas de Roma, es modelo de evangelización". Pues como había dicho el propio apóstol:

—Para mí, vivir es Cristo. Y morir, un beneficio. Porque si esta tienda terrestre se desmorona, tengo una casa que es de Dios: una habitación eterna, no hecha por mano humana y que está en los cielos.

           El coro de los ángeles entonó, conmovido, un emotivo cántico de acción de gracias al Todopoderoso. Al unísono, los campos vitorearon gozosos con júbilo, engalanándose de frescor, de color, de olor, de primavera. Las puertas del cielo se abrieron de par en par. Y el anciano peregrino pudo, al fin, saborear la plenitud de aquella sabiduría misericordiosa que tanto añoraba:

—¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? De él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!

           El cadáver fue enterrado en un lugar próximo al de su muerte (junto a la Vía Ostiense), en la tumba de la Matrona Lucilla (según la tradición). En ese lugar, a finales del s. II, el presbítero romano Gayo ordenó erigir un trofeo para testimoniar el martirio de Pablo, y allí se alza (desde el s. IV) la Abadía de las Tres Fuentes. El año 258, y con motivo del peligro de profanación que corrieron las tumbas cristianas durante la persecución de Valeriano, sus restos mortales fueron trasladados a un lugar llamado Ad Catacumbas (junto a la Vía Appia), donde permanecieron algún tiempo. Más tarde, fueron devueltos a su enterramiento original, sobre el cual levantaría la 1ª Basílica de San Pablo el emperador Constantino (ca. 320), de la que no se conserva casi nada en la actualidad. El año 390, el Triunvirato que gobernaba el Imperio Romano (Teodosio, Valentiniano II y Arcadio) decidieron ampliar la basílica, tomando como modelo la Basílica de San Pedro.

           Las recientes excavaciones en la Basílica de San Pablo Extramuros, llevadas a cabo por los Museos Vaticanos y la investigación documental, constataron y descubrieron la historia del sarcófago del apóstol, hallado debajo del altar mayor, al nivel de la antigua basílica teodosiana y exactamente bajo la inscripción Pavlo, apostolo mart[yri], visible en la base del altar. Giorgio Filippi, arqueólogo director de las investigaciones, así lo declaró:

"Hemos descubierto un sarcófago o contenedor de reliquias. Sabemos que es del año 390, es decir, de la época de la ampliación de la basílica constantiniana por parte de los emperadores Teodosio, Valentiniano II y Arcadio, cuando se sabía que los restos allí depositados eran del apóstol Pablo".

           El sarcófago tiene un orificio de 10 cm, tapado sólo con un poco de argamasa e ideado para introducir pequeñas piezas de tela y convertirlas en reliquias al contacto con los restos mortales. León I Magno reconstruyó la nave derecha (destruida por el terremoto del 433) y elevó el nivel del presbiterio, de modo que el sarcófago quedó enterrado por debajo del suelo. Sobre la tapa se depositó 1,5 m. de mampostería, y encima la losa de mármol con la inscripción incompleta Paulo Apostolo Mart. Con la elevación del piso se colocó el 1º altar fijo de la basílica. Gregorio I Magno alzó, en torno al 600, un poco más el presbiterio. Cuando la basílica fue reconstruida en 1854 (tras el incendio de 1823), el sarcófago quedó cubierto por una capa de cemento, mortero, arena y detritus varios, entre los que se encuentra una moneda de la época.

t) Legado final de Pablo

           La vida y la obra de este hombre genial de la humanidad, San Pablo, han sido enmarcadas frecuentemente a lo largo de los últimos 2 milenios. Han servido de faro orientador para navegantes a la deriva o sin brújula, de poste indicador para caminantes extraviados o inmersos en rutas falsas, pero también de luceros radiantes que señalan la dirección inequívoca de la santidad y del cielo.

           San Juan Crisóstomo, uno de los más eminentes predicadores de la historia, y natural de Antioquía de Siria, dedicó la mitad de sus homilías a la explicación de las epístolas del apóstol de Tarso. La meditación sobre la personalidad y las hazañas del apóstol de las gentes encendía su elocuencia de una manera deslumbrante. En él veía el modelo perfecto de los pastores de almas y un espíritu valeroso y desinteresado, con un temperamento ardiente, muy semejante al suyo. Este doctor confesaba que el secreto de su brillante y eficaz oratoria había que buscarlo en el hecho de que "cada semana leía todas las cartas de san Pablo".

           Pues las cartas de San Pablo son la más certera catequesis del evangelio de nuestro Señor Jesucristo, el comentario humano básico para poder entender plenamente el mensaje que mostró al mundo el divino Redentor.

           El fascinante ejemplo del santo apóstol demuestra hasta qué extraordinaria altura puede subir la frágil naturaleza humana, superando infinidad de obstáculos, alcanzando logros increíbles y perfeccionando las imperfecciones ingénitas. Pues la gracia de Dios transformó aquel fanático y estrecho fariseo de antaño en una persona radicalmente mejor.

           Daba con sencillez, presidía con solicitud, ejercía la misericordia con jovialidad. Amaba sin fingimiento y con cordialidad. Detestaba el mal adhiriéndose al bien, era ingenioso para lo bueno e inocente para lo malo. Estimaba en más a los demás con un celo sin negligencia, compartía las necesidades de los hermanos, practicaba la hospitalidad y se despreocupaba de su propia escasez.

           Si se preocupaba por los días, lo hacía por el Señor. Si comía, lo hacía por el Señor; y si no comía, lo hacía por el Señor. Porque no vivía para sí mismo, como tampoco moría para sí mismo. Si vivía, vivía para el Señor; y si moría, moría para el Señor. Viviendo y muriendo, era del Señor.

           Nunca se dejaba vencer por el mal; al contrario: vencía al mal con el bien. Bendecía a sus enemigos, sin maldecir. Se alegraba con los alegres y lloraba con los tristes.

           No condescendía en la altivez, sino que se sentía atraído por lo humilde. No se complacía en su propia sabiduría. No devolvía a nadie mal por mal, sino que procuraba el bien ante los hombres, estando en paz, en lo posible, con todos. Jamás tomaba la justicia por su cuenta, pues dejaba lugar a la cólera de Dios, "del cual es la venganza y dará el pago merecido a cada cual"; al contrario, daba de comer al enemigo si tenía hambre, y de beber si tenía sed, "para amontonar ascuas sobre su cabeza". Siempre acogía con bondad al débil en la fe, sin discutir opiniones.

           Jamás juzgaba a nadie, sino que juzgaba más bien no poner tropiezos o escándalos. Creía, y estaba persuadido de ello, que nada había de suyo impuro, "a no ser para el que juzga que algo es impuro, que para ése sí lo hay". Ahora bien, si por un alimento alguien se entristecía, evitaba con su comida destruir a aquel por quien Cristo Jesús murió.

           No exponía su privilegio a la maledicencia, pues para él el Reino de Dios no era un asunto de comida ni bebida, sino de justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo, toda vez que "quien así sirve a Cristo se hace grato a Dios y aprobado por los hombres".

           Por ello, procuraba fomentar la paz y la edificación mutua. Sobrellevaba las flaquezas de los débiles sin buscar su propio agrado. Trataba siempre de encandilar a su prójimo para el bien, buscando su edificación y no su propio agrado, pues "no me atreveré a hablar de cosa alguna que no sea para conseguir la obediencia de los gentiles, desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico, y allí donde el nombre de Cristo no es aún conocido, para no construir sobre cimientos ya puestos por otros".

           Su conversación era siempre amena, salpicada con sal, y sabía responder a cada cual como convenía. Siempre evitaba tanto las palabrerías profanas como las discusiones necias y estúpidas, pues sabía bien que sólo servían para engendrar altercados. Amable con todos, pronto a enseñar, y muy sufrido, corregía con mansedumbre a sus adversarios, por si Dios, en su infinita misericordia, se dignaba otorgarles la conversión que les mostrara plenamente la Verdad.

           Era sumamente agradecido con todos y por todo. Si le insultaban, bendecía. Soportaba con ánimo intachable las persecuciones. Si le difamaban, respondía con bondad. Había pasado hambre, sed, frío y desnudez. Había sido abofeteado en múltiples ocasiones, respondiendo, casi a hurtadillas, con una sonrisa.

           No murió crucificado, no. Pero vivió crucificado. Por amor, pues su amor estuvo permanentemente crucificado por Cristo, y ya no era él quien vivía, sino que "es Cristo quien vive en mí". Él había venido a ser como la basura de la sociedad y el deshecho de todos, pero Dios, como a su Hijo Único, le exaltó sobre todo nombre.

           Siendo libre, se había hecho esclavo de todos para ganar a todos; con los judíos se hacía judío para ganar a los judíos; y débil con los débiles para ganar a los débiles. Se había hecho "todo a todos, para salvar a algunos a toda costa". Hasta tal punto, que un esclavo furtivo (el ladrón Onésimo) llegaba a ser para él un "hermano fiel y querido", que merecía la libertad.

           En realidad, Pablo no había poseído nunca nada propio, y hasta su alegría y su tristeza habían sido la alegría y la tristeza de los demás. Nada había traído al mundo, y nada podía (ni deseaba) llevarse de él. De su corazón brillaba la luz que irradiaba el conocimiento de la gloria de Dios. Pero llevaba este tesoro en vasos de barro para que apareciera que la extraordinaria grandeza de ese poder procedía de Dios y no de él.

           Atribulado en todo, mas no aplastado; en ocasiones perplejo, mas no desesperado; acosado, mas no abandonado; derribado, mas no aniquilado. Llevaba siempre en su cuerpo por todas partes el morir de Cristo Jesús, a fin de que también la vida de Cristo Jesús se manifestase en su cuerpo. Pues, aunque vivía, se sentía continuamente entregado a la muerte por causa de Jesucristo, a fin de que también la vida de Jesucristo se manifestase en su carne mortal.

           Jamás desfallecía. Aun cuando su hombre exterior se iba desmoronando poco a poco y día tras día, el hombre interior se iba renovando poco a poco y día tras día. Y muy gustoso gastaba y se desgastaba totalmente por el alma de los demás. Se sentía humillado, y hasta derramaba lágrimas, a causa no sólo de los pecados de sus amigos, sino también al ver que no hacían penitencia por sus actos de libertinaje e impureza. Poseía un corazón gigante; tanto, que el imperio romano y todos sus habitantes con todas sus miserias se perdían, empequeñecidos, dentro de él. Él tenía en cuenta todo cuanto hay de verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, virtuoso y digno de elogio.

           La paz de Cristo presidía su alma a carta cabal. Todo cuanto hacía, de palabra o de obra, lo hacía todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre. Se afanaba a fin de presentar a todos los hombres perfectos ante Dios, luchando con la fuerza de Cristo Jesús, el cual actuaba en él poderosamente, con señorío. La Palabra de Dios inundaba su alma con toda su riqueza. Su lengua y su mano fueron canales dúctiles, límpidos, puros, por donde fluía la Palabra de Dios en la plenitud de su riqueza, difundiéndola por doquier a costa de sangre y defendiéndola con hidalguía, a capa y espada. Instruía y amonestaba con sabiduría, perseverando en la oración y velando en ella con acción de gracias.

           Por eso, no dudaba en escribir a sus amigos residentes en Filipos que "todo cuanto habéis aprendido y recibido de mí, ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros". Aunque, evocando emocionado y condolido aquellos años suyos de fariseo celoso y de fanático policía de los primeros seguidores del Camino, manifestaba sin titubear:

—Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores. Y el primero de ellos ¡soy yo! Y si he hallado misericordia fue para que en mí manifestase Jesucristo toda su paciencia, y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él.

           De ahí que de su alma sólo brotaran palabras rebosantes de agradecimiento y de alabanza hacia Aquel que había colmado las ilusiones y ambiciones de su vida:

—Al Dios eterno e inmortal, el único sabio, y al Rey de los siglos, invisible y único, a él todo el honor y la gloria, por los siglos de los siglos.

MANUEL ARNALDOS, doctor Ingeniero
 Act: 01/05/23   @apóstol pablo      E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A