Escuela de Jóvenes Cristianos

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San Pedro en Jerusalén y mundo judío

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           Jerusalén, la ciudad santa, considerada "vértice del cielo" y "ombligo de la Tierra" desde tiempos antiquísimos, era el emporio de la religiosidad judía. En ella, Dios "había quebrado los relámpagos del arco, el escudo, la espada y la guerra". Sus vecinos estaban imbuidos de una sensibilidad aguda, polarizada por las diversas facciones político-religiosas.

           Los fariseos, aferrados a la letra de la ley mosaica, despreciaban el espíritu que la sustentaba, fomentando una conciencia de batalla religiosa y política. En realidad, proliferaban las más variopintas opciones de fariseísmo, pues junto a los piadosos, o fariseos fanáticos de las enseñanzas de Abraham, cohabitaban:

-los pacientes, prudentes y cautos al estilo de Job,
-los legalistas, estrictos escrupulosos de la letra de la ley, que no se retraían personalmente para saltarse el espíritu de la misma, pero exigían a los demás su práctica rigurosa,
-los puritanos, que se lamentaban de los pecados ocultos cometidos para compensarlos con alguna buena acción pública y sonada,
-los especuladores, que se preguntaban qué acción particular les permitiría aumentar su caudal de méritos,
-los chantajistas, que ufanos de haber acumulado ya muchos merecimientos, creían que podían permitirse el lujo de cometer algún que otro delito, sin detrimento de su salvación,
-los morosos, que, so pretexto de un precepto ritual urgente que observar, retrasaban el pago de los obreros y sus deberes sociales más elementales,
-los fatuos, aquellos petulantes que si no adosaban sobre su espalda un bando bien visible de sus bondades, su lengua trompeteaba a los cuatro vientos sus virtuosas acciones.

           Los saduceos, representantes de la aristocracia sacerdotal, se mostraban siempre solícitos a pactar con el opresor de turno con tal de conservar copiosos privilegios. Los fariseos les habían despojado de autoridad, e incluso en el culto, su terreno propio, tenían que secundar las propuestas de los fariseos debido a la presión del pueblo. Sin embargo, prevalecía en ellos un vano orgullo de nobleza. Su enemistad con los fariseos incluía tanto la cuestión política, porque sólo del partido de los vencedores podían esperar beneficios, como la cuestión religiosa, pues apenas admitían la ley escrita sin respetar la tradición oral. No creyendo en la vida eterna, gozaban plenamente de los placeres de la vida presente. Duros y crueles, les gustaba disputar y contradecir. La mayor parte de los sacerdotes, en aquel tiempo, pertenecían a esta secta.

           Los zelotes, fanáticos nacionalistas, descritos como bandidos o bandoleros, propugnaban la lucha armada callejera en favor de la independencia del país. Procedían sobre todo de Galilea, donde se cobijaban en cuevas y escondrijos, viviendo paupérrimamente. Sus argumentos eran la violencia rigorista, la guerra, la riña y las ejecuciones inmisericordes. Se mostraban quisquillosos por la santidad del templo y por el respeto a la normativa legal, seguros de que Dios les asistía. No toleraban en su tierra ninguna falta ni trasgresión por parte de nadie, y si ésta se producía, intervenían con la bendición de los sacerdotes, para un linchamiento inmediato.

           Los esenios, mística fusión de laicos desterrados y de sacerdotes descendientes de Sadoc, formaban una institución jerarquizada y supersticiosa. Vivían en comunidades cerradas y su escrupulosidad superaba al fariseísmo en el apego a las reglas de pureza y tradiciones. Sentían horror a todo contacto que les pudiese manchar, por lo que se apartaban de la convivencia, no yendo al templo ni a otras sinagogas que las suyas. Su vida la envolvía la austeridad: la comida, frugal; los bienes, comunes. No ofrecían sacrificios cruentos ni juraban, y algunos de ellos se abstenían del matrimonio. Se creían el ejército sagrado de Dios, que había de combatir por su patria y aniquilar a los impíos en el momento en que Dios diera la contraseña. Querían estar siempre ritualmente dispuestos para la guerra santa, pero a diferencia de los zelotes no podían comprometerse sin la autorización particular de Dios.

           Los prosélitos, paganos que se convertían al judaísmo y que, debidamente instruidos, se asociaban a los creyentes, profesaban la misma fe y practicaban los mismos actos, menos abrazar la circuncisión, que era optativa. Se mezclaban con el pueblo de Israel, cumpliendo a rajatabla todo cuanto la ley imponía. Los que no se circuncidaban se llamaban prosélitos de la puerta; los que se circuncidaban, prosélitos de la justicia.

           Los publicanos desempeñaban funciones que los hacían incompatibles con la gente, siendo habitualmente expulsados de la colectividad: cobraban impuestos para los romanos, eran agentes del fisco, aduaneros, hombres despreciables y peritos del enredo, con los que se procuraba evitar cualquier contacto.

           Los herodianos, partidarios y amigos de Herodes I de Judea (Antipas el Grande), y luego de sus herederos, se mostraban atentos a cuanto parecía un movimiento mesiánico y comprometía su poder. Formaban una secta religiosa o partido político, afecto a la casa de Herodes I, que les confiaba altos cargos del reino.

           El Sanedrín, o Gran Consejo, se componía de 71 miembros, en 3 categorías: príncipes de los sacerdotes, escribas (o doctores) y ancianos (o príncipes del pueblo). Presidido por el sumo sacerdote, ejercía la autoridad doctrinal, judicial y administrativa del país. Príncipes de los sacerdotes eran, además del sumo pontífice en ejercicio, los sumos pontífices depuestos y los representantes de las veinticuatro clases de sacerdotes. Los escribas o doctores solían ser fariseos. Los ancianos o príncipes del pueblo eran los jefes de familia.

           Jerusalén significa etimológicamente la "ciudad de la paz", aunque paradójicamente jamás haya existido entre sus muros (pues 50 veces ha sido asediada, 36 veces conquistada por ejércitos y 10 veces arrasada) ni dentro de sus muros (cuyos vecinos han vivido siempre en medio de una bomba de relojería, saturada de pólvora y estallando en cualquier momento).

a) Residencia en Jerusalén

           Salvo esporádicas salidas fugaces y aquella algo más dilatada al mar de Tiberíades, Pedro se mantuvo encerrado en el Cenáculo de Jerusalén, desde el día en que Jesús murió en el Gólgota y hasta el día de Pentecostés. Entre uno y otro, transcurrieron 50 días de oración, abstracción, recogimiento y silencio. De silencio expectante, paciente y esperanzador. De silencio reflexivo. Y de silencio comunicativo, especialmente con María, la Madre, aquella santísima mujer que tomó el relevo de su amado Hijo y cuya presencia prolongaba ininterrumpidamente la presencia del divino Resucitado.

           A los 40 días de la Resurrección tuvo lugar la Ascensión. Los discípulos se habían conducido hacia el Monte de los Olivos, que dista de Jerusalén 2.000 pasos. El Resucitado, mientras comía con ellos, les mandó no apartarse de la ciudad de Jerusalén, sino esperar allí la promesa del Padre, para ser bautizados en el Espíritu. Y los discípulos, convencidos de que la misión del Ungido de Dios en el mundo había constituido un rotundo éxito, pero ignorantes de la profundidad del mismo, le sonsacaron con astucia: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?".

           ¡Qué terquedad de cerebro! ¡Qué torpeza tan palmaria! ¡Qué insensatez! ¿Pero cómo olvidaban tan pronto el mensaje que les había inculcado a precio de sangre? ¿No les había repetido hasta la saciedad que su reino no era de este mundo? ¿Y que el rey del universo no reinaría en el universo? ¿Cuándo asimilarían de una vez por todas que el Reino de Dios tenía muy poco que ver con el reino de Israel? ¿Cuándo descifrarían el misterio de que Israel, el pueblo elegido, sólo representaba para Dios un insignificante grano en el planeta, aunque grano selecto y elegido por ser el lugar geográfico donde nació y murió y resucitó Dios mismo hecho hombre? ¿No les había hablado repetidas veces de la eternidad, de que les prepararía un sitio en el reino de su Padre, más allá de las estrellas? ¿Es que no captarían jamás sus divinas palabras?

           La respuesta del Resucitado, contundente, categórica, no se hizo esperar: "A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra".

           Todavía susurraba Jesús estas cosas, cuando se sustrajo de su vista, elevándose hacia el cielo por su propio poder y dejándolos confundidos, desorientados, ciegos. Mientras ascendía, alzando las manos, los bendecía, hasta que una nube lo eclipsó ante sus ojos. Pedro y sus amigos, postrados ante él, quedaron extasiados, embelesados, como embrujados. Clavaron atentamente su mirada en el cielo, como tratando de recuperar la imagen que se había disipado en el espacio, cuando he aquí que se presentaron dos varones con vestiduras blancas, rogándoles que pusieran los pies en el suelo: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido arrebatado, este mismo Jesús, vendrá del mismo modo que le habéis visto subir al cielo".

           Y regresaron a Jerusalén. Cuando Pedro fue consciente de haber perdido el apoyo físico del Logos encarnado, se refugió en su comunidad. Aquellos ojos que se habían embelesado admirando al Redentor, ahora sólo se tropezaban con los condiscípulos. Pero la mirada se había pulido durante los 3 años de admiración divina: se había vuelto más limpia y espiritual, más sensible y penetrante; y ahora descubría en los hermanos, en cada uno de ellos, luces nuevas, sensaciones mejores, y más belleza, y más bondad, y más humanidad. En cada hermano veía la efigie transfigurada de Dios. Entonces se fue reencontrando el pescador con cada uno de ellos, y ellos con él.

           Mas pronto se percataron de que la sombra del ahorcado ocupaba demasiado espacio, y oscurecía en unos o apagaba en otros la euforia de las emociones, que trataban de salir a flote. El hueco del discípulo traidor había sembrado un halo de tristeza y negrura que urgía borrar y exterminar cuanto antes, para que no contagiara. La primera decisión que tuvo que adoptar el pescador, por tanto, no se hizo esperar: la sustitución de Judas Iscariote. Si alguien ocupaba su puesto, su recuerdo se difuminaría con mayor rapidez. Debían seguir siendo Doce, el número planeado por el Unigénito de Dios, no Once, el número que acarreó la deplorable felonía.

           Ante una asamblea de unos 120 hermanos, no se hizo esperar la 1ª ostentación pública del primado de Pedro; con reciedumbre, se levantó; y razonó así:

—Hermanos, era preciso que se cumpliese la Escritura, que por boca de David había predicho el Espíritu Santo acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús y era contado entre nosotros, teniendo parte en este ministerio. Éste adquirió un campo con un salario inicuo; pero, precipitándose de cabeza, reventó y sus entrañas se derramaron; y fue público a todos los habitantes de Jerusalén, tanto que el campo se llamó Hacéldama (lit. Campo de Sangre). Pues está escrito en el libro de los Salmos: "Quede desierta su morada y no haya quien habite en ella, y otro se alce con su cargo". Ahora conviene que de los varones que nos han acompañado todo el tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto de entre nosotros, uno de ellos sea testigo con nosotros de su resurrección.

           Se presentaron 2 candidaturas: José Barsaba (apodado el Justo) y Matías. Y orando, exclamaron:

—Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges para ocupar el lugar de este ministerio y el apostolado de que prevaricó Judas para irse a su lugar.

           Echaron suertes sobre ellos, y la elección recayó en Matías, cuya misión se centraría en borrar de la memoria al apóstata delator, que había huido de su presencia con cajas destempladas. Matías, pues, se incorporó al grupo de los Doce.

           Todos se instalaron en el piso alto del Cenáculo de Jerusalén, donde permanecían unidos entre sí, acompañándose y animándose, junto con María (la madre de Jesús) y algunas mujeres. Todos perseveraban unánimes en la oración, a la espera de Pentecostés.

b) Sucesos de Pentecostés

           Al cabo de los días de la tensa espera, del silencio reflexivo, de la meditación contemplativa junto con María, la madre, llegó Pentecostés. Siempre que el Espíritu actúa en el mundo, actúa con María, su esposa. Sin el fíat de María se habría impedido la encarnación de Dios. Ella, desde que aceptó ser sagrario viviente del divino Redentor, daría cobijo a la acción perpetua que a lo largo de los siglos obraría el Espíritu de su Hijo único. También ella, la madre del Primogénito del Altísimo, sería madre de la Iglesia. Por tanto, allí estaba ella en el cenáculo, pues no podía faltar a la cita en que se iniciaría la singladura de la Iglesia.

           Se hallaban todos juntos, cuando se produjo de improviso un fragor estruendoso proveniente del cielo, como el de un viento impetuoso, que invadió el habitáculo en que residían. Aparecieron como unas lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno. Y el Espíritu Santo esparció sus siete dones en tal abundancia sobre ellos y sobre la faz de este edén terrenal, que su acción prodigiosa provocó una explosión que se prolongará y perdurará hasta el fin del mundo. Aquellas lenguas ígneas incendiaron el cenáculo, prendieron en los corazones de los discípulos, y calcinaron hasta las entrañas de la tierra con una cantidad de energía tan descomunal, que aún refulgen y siempre refulgirán las llamas incandescentes que se levantaron en aquel día. Era el 29 mayo 30, cuando tocaron el cielo con las manos.

           El don de entendimiento les otorgó la facultad de aprender y comprender todos los misterios del evangelio que no habían asimilado, penetrando en ellos con el espíritu del Maestro. El don de sabiduría les abrió paraísos infinitos de la divinidad que jamás habrían captado por su propio talento, y les desveló de una vez y para siempre el misterio de la personalidad del Unigénito de Dios. El don de ciencia les desprendió de las ataduras materiales que impiden contemplar la creación para mostrarles la realidad de las cosas creadas a la luz de Dios, con la luz de Dios. El don de consejo les desarboló su carácter, de naturaleza torpe, rudo e ignorante, para dotarlo de un soplo divino. El don de piedad les inyectó amor, amor y amor, transformando su corazón de piedra, egoísta y ególatra, en un corazón de carne. El don de temor insufló en su alma un espíritu elevado de perfección y de celo por la virtud, contradictorio con el espíritu de mediocridad que la conformaba hasta entonces. Finalmente, el don de fortaleza les borró de cuajo la sórdida cobardía que les esclavizaba.

           Sin embargo, llamó poderosamente la atención un hecho muy concreto que surgió del vendaval provocado: que articulaban lenguas extrañas, con arreglo a la facultad que a cada uno les otorgaba el Espíritu. Tomado Pedro por borracho, sacó los pies de las alforjas, salió a estampidas de su escondrijo y se lanzó sin escrúpulos a la calle. Nada ni nadie sería ya capaz, desde ese preciso instante y hasta su muerte, de aplacar su natural fogoso y caliente. Ningún obstáculo le impediría en lo sucesivo seguir surcando trazos nuevos en la insospechada y tortuosa senda que, en su primera fase, se iniciaba exactamente ese día, en Jerusalén, y acabaría 37 años después, muy lejos de allí.

           Durante la fiesta, visitaban Jerusalén personas piadosas de cuantas naciones se guarecen bajo la bóveda celeste. Y habiéndose corrido entre ellas la voz, a causa del insólito fenómeno de las lenguas, se congregó junto al pescador una muchedumbre que quedaba confusa al oírle hablar cada uno en su propio idioma: partos, medos, elamitas... y residentes en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia, Roma, Creta, Arabia... Todos ellos, estupefactos de admiración, fuera de sí y perplejos, confesaban:

—¿Cómo? ¿Pero no son galileos todos estos que nos hablan? Pues, ¿cómo nosotros les oímos hablar cada uno en nuestro propio idioma, en el de nuestro país de origen, las grandezas de Dios? ¿Qué significa esto?

           Aquella misma mañana de primavera, recién recibido el Paráclito divino, se presentó Pedro con los Once ante el pueblo, congregado tumultuosamente en torno a ellos, ansioso, expectante, ávido por no se sabe qué, pero sorprendido por el milagro de la 1ª traducción simultánea de la historia, en directo y sin traductores. Entonces alzó la voz sin los miedos pretéritos, y declaró:

—Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que anunció el profeta: "Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día sonado del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará".

           El auditorio que seguía el discurso fue paulatinamente aumentando, extrañado de oír con aquel empaque, y dando la cara, a quien días atrás la escondía aterrado de pavor. Conforme se incrementaba el número de oyentes, hasta quedar de bote en bote, subía de tono su voz y su valor. Y prosiguió:

—Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio.

           Y no se intimidó a la hora de acusarles de la muerte del Señor: "Vosotros le matasteis clavándole en la cruz". Aunque les consoló con la afirmación del acto fundamental de la vida del Mesías: "Pero Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades". Sabía Pedro, iluminado por el Espíritu que acababa de albergar en su alma, que sólo proclamando las verdades minúsculas se alcanzaba la Verdad. Y reanudó su exposición, alegando razones judías para la concurrencia, mayoritariamente judía. Las citas de la Escritura fluían de sus labios con soltura, literales:

—Hermanos, permitidme que os diga con toda libertad cómo el patriarca David murió y fue sepultado y su tumba permanece entre nosotros hasta hoy. Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado con juramento que se sentaría en su trono un descendiente de su sangre, vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción. A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pues David no subió a los cielos y, sin embargo, dice: "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies".

           Debió guardar una breve pausa. Había osado comparar al Cordero de Dios con el rey David, máximo adalid del pueblo: de éste, certificó categórico su muerte irreversible; de Aquél, volvía a evocar, por duplicado, la trascendencia de su Resurrección, clave de la fe que había que depositar en él:

—Sepa, pues, con certeza la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.

           El alegato de Pedro, fulminante, práctico, efectivo, conmovió al auditorio, en lugar de enfrentarlo. Curó heridas, en lugar de reabrir las que todavía no habían cicatrizado. Por eso, la gente, tras oír aquella homilía, suplicó al pescador y a los demás apóstoles con el aliento compungido:

—¿Qué hemos de hacer, hermanos?

           Y el apóstol Pedro, asumiendo el encargo que el Maestro le había conferido, les amonestó:

—Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.

           Y con desbordante grandilocuencia, excitaba e incitaba a iniciar el camino que conducía directo y derecho a la Vida:

—Salvaos de esta generación perversa.

           No le tembló el pulso para acusarlos con intrepidez. La pavura de la noche del gallo se había esfumado por la acción de aquella llama de fuego devoradora, que le había visitado como un turbión repentino, como una ventolera estruendosa, con trueno, con estrépito.

           Los que acogieron la palabra de Dios, por boca del pescador, fueron bautizados. Aquel día, día de Pentecostés, día 1º de la acción portentosa del Espíritu Santo en la Iglesia, se le unieron en Jerusalén unas 3.000 almas: hombres y mujeres, adultos, jóvenes y niños, ricos y pobres, sabios e incultos. La siembra del Gólgota inauguraba así la recolección, a manos llenas. De aquellas simientes teñidas de sangre redentora habían fructificado los primeros retallos.

           El pescador de Galilea asumió, sin temor y con grácil cordura, y dentro del entorno de esta estrafalaria ciudad, el compromiso de hermanar a los adeptos del Resucitado, que se aglutinaban en torno a él en constante progresión creciente.

c) Oración en Jerusalén

           Siguiendo el ejemplo del Unigénito de Dios, el pescador no rompió con la sinagoga y continuó asistiendo al templo, los 2 aposentos de la religiosidad tradicional hebrea, aunque la esencia de su piedad más peculiar se desenvolvía en la fracción del pan y en la explicación del credo a los prosélitos, es decir, en las casas. La sinagoga siempre compondría el recinto embrionario y primario para la evangelización, mientras el templo configuraba el núcleo neurálgico para la oración comunitaria.

           Entre los versados rabinos judíos había arraigado la credulidad de que la tierra de Israel se ubicaba en el centro del universo, Jerusalén en el centro de la tierra de Israel, y el templo en el centro de Jerusalén. El Templo de Jerusalén, cogollo del mundo, constituía la obra magna por excelencia de la metrópoli y del país, la joya más preciada de cualquier judío, su orgullo y su mayor debilidad, su bandera alegórica, su lábaro distintivo, su enseña más patriótica.

           Los pórticos de acceso al templo, dobles, los integraban hermosos monolitos de mármol níveo, con los techos decorados de madera de cedro; la magnificencia originaria de estos pórticos, la perfección de su tallado y de su ajustamiento brindaban a los ojos un espectáculo maravilloso e impresionante.

           La zona del templo que se hallaba al descubierto aparecía decorada de una a otra parte por un pavimento de preciosas piedras multicolores. Y 9 de sus portones presentaban su superficie recubierta de oro y plata, lo mismo que sus postigos y sus umbrales; un portón, emplazado en el exterior del santuario, era de una sola pieza fundida en bronce de Corinto, superando con mucho en valor a los otros 9, guarnecidos de plata y oro.

           El 1º portón de acceso al santuario no incluía puerta alguna, y pretendía simbolizar la inmensidad del cielo abierto para cualquier persona. El frontispicio se hallaba íntegramente recubierto de oro, y coronado asimismo por viñas de este rico metal noble, de las que pendían racimos del tamaño de un hombre.

           Ante la gigantesca Puerta Dorada, que estaba bañada de oro y medía 24 m. alto x 5 m. ancho, colgaba una cortina de iguales dimensiones. Ésta había sido confeccionada de un tejido babilónico de color grana y cárdeno, de lino y púrpura. Se trataba de una manufactura portentosa, cuya mezcla de materiales no carecía de valor simbólico, pues pretendían reflejar una imagen del cosmos. La grana aludía al fuego, el lino a la tierra, el cárdeno al aire y la púrpura al mar. En el lienzo se había bordado un mapa que representaba completa la bóveda celeste.

           La panorámica que mostraba el exterior del templo pretendía impresionar la vista y el ánimo de cualquier ser humano: desde lejos simulaba una exorbitante y sugestiva montaña nevada, pues todos los recubrimientos se habían elaborado a partir de oro fino o de un mármol blanquísimo que reflejaban, ya desde el amanecer, la luz del sol con una intensidad tal, que hacía inviable fijar en él la mirada. La muralla resultaba aparentemente inexpugnable; algunas de las piedras utilizadas en su construcción medían hasta veinte metros de longitud por tres metros de anchura, cifras realmente desorbitantes.

           Ante tanto derroche de magnificencia, se explica el tremendo malestar que se había suscitado entre la población judía cuando el Todopoderoso aseguró, con aquellas proféticas y recias expresiones, que no quedaría "piedra sobre piedra sin ser demolida" de tan preciado, emblemático y ostentoso monumento, antes de que transcurriese una sola generación. La intranquilidad había cundido envuelta de escepticismo jactancioso y arrogante ante la osada profecía del divino Jesús, pero de la historia sabemos que la misma se cumpliría puntual y escrupulosamente el 29 agosto 70, siendo Tito, quien posteriormente asumiría las riendas del Imperio de Roma, el artífice material de tan vandálica catástrofe, cataclismo que señalaría un hito en la historia del pueblo de Israel.

           Mas en aquellos años 30 aún conservaba el templo su belleza y esplendor originales, constituyendo un nido de oración y de refugio espiritual para el pescador de Cafarnaum en estos años suyos jerosolimitanos.

           Precisamente la grandiosidad del templo servía al pescador de referencia didáctica para describir un edificio mucho más importante: el edificio espiritual que su Maestro y Señor, como piedra viva angular y básica, formaba con cada ser humano que se dejara moldear como piedra viva complementaria de las distintas partes del montaje. A este respecto, enseñaba Pedro: "Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero preferida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo".

           El edificio espiritual que dibujaba el pescador tenía que ser morada límpida donde se ofrecieran los sacrificios que Dios acepta: los espirituales, los invisibles que provienen de un sacerdocio santo. Desde la cúspide del Gólgota se había esparcido por la Tierra, por la muerte y la resurrección del Redentor, una nube de esperanza, la cual había cuajado en chaparrón tormentoso con la venida del Paráclito. El Monte Sión, el vértice del paraíso, donde un día se asentaría la Jerusalén santa, había sido así enaltecido sobremanera: encumbrado, glorificado, santificado.

           Y desde el Monte Sión se rociaría toda la creación con los sobreméritos allí depositados, para cubrirla de honor o de vergüenza, de salud o de enfermedad, de cielo o de infierno. En las manos del hombre quedaba la elección del edificio espiritual que deseaba construir, si de vida o de muerte, pues la libertad de que estaba dotado le permitía asumir la redención o rebelarse contra ella.

           Pero el concienzudo Pedro insistía para que se meditara y se recapacitara sobre el drama que paró en tragedia, representado en vivo en Jerusalén durante la Pascua más decisiva de su vida: "Pues está en la Escritura: He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, valiosa, y el que crea en ella no será confundido. Para vosotros, pues, creyentes, el honor; pero para los incrédulos, la piedra que los arquitectos desecharon, en piedra angular se ha convertido, en piedra de tropiezo y roca de escándalo. Tropiezan en ella porque no creen en la Palabra; para esto han sido destinados".

           Y estimulaba especialmente a los creyentes en el nuevo camino cristiano, del que él se había erigido en el principal heraldo, en su vocero, en su pregonero y referencia ineludible. Quería que todos entrasen a formar parte del pueblo elegido por el divino Salvador a costa de tanto precio, el precio de su preciosísima sangre, el precio de la cruz redentora: "Pues vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz; vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos".

           No se preocupaba tanto de las acciones externas de los demás, en sí mismas, cuanto de la intención interior con que se realizaban. Lo decisivo de una obra espiritual consistía en el ofrecimiento personal que el hombre le asignaba, en el grado de unión que establecía en ella entre él y el Señor Jesucristo. El pescador no apreciaba diferencias sustanciales de mérito sobrenatural tanto si uno subía a encrespadas cumbres, como si reposaba plácidamente en remansos de quietud. Lo de menos era la heroicidad o la vulgaridad intrínseca a una acción; lo realmente decisivo: ¿Por quién se obraba así? ¿Por qué se obraba así? El valor de las obras notables y de las insignificantes, de las decisivas y de las banales dependía de la comunión íntima del creyente con Dios, del grado de amor a Dios que en ellas se había depositado y comprometido.

           De la nada procuraba sacar tesoros espirituales, implicando de lleno a la inagotable fuente del amor. El divino Resucitado le colmaba de felicidad, de paz y le apagaba la sed de almas que le devoraba, en el cumplimiento cotidiano del código del amor. En el Calvario sembraron su corazón de semillas de amor, y en Pentecostés brotaron rosas de amor de flores perennes. Moldeado a hierro y fuego, todo lo hacía por amor: sufría por amor y gozaba por amor; trabajaba por amor y descansaba por amor; reclamaba amor y sembraba amor; amonestaba con amor y consolaba con amor. Se abandonaba al amor. La angustia y la soledad, el deleite y la compañía, los cobijaba en el alma por amor. El alivio que sentía por un espíritu amante superaba al sobresalto que le causaba la frialdad de un corazón indiferente. Si se sentía desamparado, intentaba compensar las ingratitudes, las sequedades y las desconfianzas con actos concretos de amor, pues sabía que el Cristo de Dios los llevaba en cuenta y los acogía como bálsamo de grata aroma. Su vida se iba configurando cada día más como una melodía sagrada, como un himno impecable, como un emotivo poema. Al amor. Sólo al amor.

d) Actividad en Jerusalén

           Cierto día, hacia las 15.00 horas y siguiendo la costumbre, subía el pescador al templo, acompañado por su inseparable amigo Juan, para orar. La notable diferencia de edad entre ambos quedaba atemperada por la oración, que les igualaba, les hermanaba.

           Junto a la Puerta Hermosa (así bautizada a causa de su ornamentación, también acreditada como de Corinto, por estar adornada con mármoles y bronces de esta ciudad), se hallaba tendido en el suelo un individuo de unos 40 años de edad, tullido de nacimiento, que pedía limosna. ¡Qué contraste tan impugnable brindaban la vil pobreza del mendigo enfermo junto a las ostentosas riquezas del soberbio local!

           Al verles entrar, el pobre les extendió la mano en actitud sumisa y suplicante de caridad. Como la extendía mecánicamente, a troche y moche, hacia todos aquellos con quienes se cruzaba en su cubil de postración, allí en los aledaños del templo.

           Pedro, ya cincuentón, clavó atentamente su penetrante mirada en el mendigo. Parecía como si su corazón, compadecido y henchido de amor hacia el indigente, fuese a estallar. Se había apiadado de la misérrima necesidad que se palpaba y resolvió atenderla. De modo que, con seguridad en su voz, con afabilidad, con gesto sereno, y hasta con dulzura, reclamó la atención del pobre:

—Míranos.

           El tullido se sorprendió de que le honraran con tan elegante y primoroso gesto, del que no creía merecedor. Él nunca había sido tratado de semejante manera. La gente, echara o no echara limosna en sus sucias manos, jamás se molestaba siquiera en mirarle a los ojos. Él se sentía peor que un perro lacerado y despreciado, pues, inmóvil en el suelo, sólo palpaba el rechazo y la repugnancia de los demás hacia la deformidad de su cuerpo, y la inmarcesible humillación de su alma, perpetuamente suplicante de clemencia y de las sobras de los piadosos. Para colmo, vivía enteramente dependiente de unos dueños que lo explotaban, llevándolo y trayéndolo cada día a su antojo y a su apaño para que pidiera limosna a los que entraban en el templo, lucrándose así de la calamitosa apariencia y de las carencias ajenas.

           Como en esta ocasión el pobre esperaba recoger algo, correspondió obediente al saludo tan escueto del apóstol. Le miró con fijeza, mas con una modestia que hería. Las miradas se entrecruzaron, y se produjo un intenso silencio cargado de mensaje. Aquellos ojos apagados del mendigo, portadores de melancólica desolación y de una tristeza inconsolable, se encendieron de esperanza al tropezarse con los ojos avispados y brillantes del pescador, que destellaban luz celeste.

           Entonces el galileo, sin dejar de filtrarse a través de sus pupilas y de palpar una rabiosa misericordia en el interior ante aquella tangible y visible miseria, prosiguió benevolente el discurso con poderío, con empaque, sin tartalear en la pronunciación, dominando la situación y controlando con autoridad y mando las incontrolables fuerzas de la naturaleza:

—No tengo plata ni oro; pero de lo que tengo, te doy: ¡en nombre de Jesucristo el Nazareno, ponte a andar!

           Y tomándole de la mano derecha, sin aturdirse, sin mirar hacia atrás, sin temor a un fracaso patente y público, lo enderezó.

           "Lo imposible para los hombres es posible para Dios", le había susurrado un día al oído el mismísimo Pan de Vida en su Galilea natal. Aunque le había clarificado el complemento que verificaba con pulcritud dicha posibilidad: "sin mí nada puedes hacer". Con él lo podía todo, hasta lo imposible para los hombres. No lo dudó ni un instante. Sabía que lo que le dictaba el corazón, la mano lo rubricaría con señorío. Por eso, en un abrir y cerrar de ojos cobraron fuerza los pies y los tobillos del tullido, y de un salto se incorporó. Y caminó.

           Impresionado el mendigo del prodigio obrado con tan pasmosa facilidad, y como un indicio de su agradecimiento, entró con el pescador en el templo andando, saltando y alabando a Dios, para acompañarle en la plegaria.

           Una muchedumbre de vecinos de Jerusalén se había, más que congregado, arremolinado en torno al desvalido, durante aquella providencial entrevista que mantuvo con el pescador. La gente estaba familiarizada con el tullido pordiosero, con sus privaciones, con su inopia y hasta con la habitual guarida donde limosneaba. Y quedó atónita y colmada de asombro al contemplar la acción portentosa que había acometido el brazo potente de Dios a través de un testigo cualificado suyo.

           El mendigo, en señal de agradecimiento por tan próvida e inusitada limosna colectada, no soltaba de ninguna manera al caritativo autor de la misma y a Juan, en medio de ambos. Mientras brincaba, bailaba, cantaba y alababa a Dios con vocerío, les mantenía asidos por el brazo, como a especie de presas que testimoniaban su alegría y algazara. De tal forma les sujetaba al son de su particular procesión, y aullaba, que la noticia se difundió por la ciudad como la lluvia torrencial de otoño; y el pueblo, presa de estupor, corría en dirección al templo, apiñándose en torno a los tres protagonistas de tan sonado suceso, en el pórtico llamado de Salomón.

           El amor ya exhibido por Pedro se veía forzado a revestirse y manifestarse en pública humildad, lo que no se haría esperar. De modo que, tomando la palabra, se dirigió a la improvisada turba:

—Israelitas, ¿por qué os admiráis de esto? ¿Por qué nos miráis fijamente, como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Príncipe que lleva a la vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe dada por su medio la que le ha hecho revivir totalmente ante todos vosotros.

           En estos momentos, y mientras departía fluida y animosamente con el pueblo, el pescador de Cafarnaum evocaba la triple promesa de amor y fidelidad expresada al Mesías unos días antes en el mar de Tiberiades, y comprendió enseguida que se le ofrecía una espléndida oportunidad para patentizarla públicamente. Por lo que, sin temor a eventuales represalias, y con una valentía y viveza que desconcertaba, decidió proseguir la prédica ya iniciada dando un giro completo a su enfoque, para transformarla en una emotiva plática de recopilación de decisivos recuerdos y de exhortación a la conversión del auditorio.

           Ante todo, convenía no encrespar los nervios de la gente, entre la que todavía sobrevolaban los aciagos recuerdos del Gólgota. Y para ello nada mejor que, sin eximirles de su responsabilidad directa en el deicidio, sí al menos atenuarla con un manto de apaciguamiento, de reconciliación, de consuelo confortante:

—Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había presagiado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería.

           Mas, enseguida, entró de lleno en la sustancia de la génesis de la fe cristiana:

—Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados.

           E impulsado por el Espíritu Santo, que guiaba con habilidad su torpeza, que iluminaba con sabiduría su ignorancia y que fortalecía su timidez y su cobardía, aludió al motivo sobrenatural de la conversión, documentándolo con referencias a la Escritura:

—A fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas. Moisés efectivamente anunció: "El Señor Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga. Todo el que no escuche a ese profeta, sea exterminado del pueblo". Y todos los profetas que desde Samuel y sus sucesores han hablado, pronosticaron también estos días.

           No ignoraba que el ambiente se podía caldear en exceso con estas alusiones a la causa de la Redención. Pero no las podía eludir. No las debía eludir, porque la falsificaría. Por ello, sin importarle las consecuencias de sus afirmaciones, prosiguió el pescador:

—Vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros padres al decir a Abraham: "En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra". Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades.

           Su tremenda audacia le costó muy cara. Pues algunos de los fariseos y saduceos oyentes, engreídos, soberbios de cuello estirado y sobrados de envidia, no admitían lecciones de nadie y menos si se les recriminaban ciertas acciones recientes de las que todavía se sentían satisfechos y orgullosos.

           Aún estaba platicando el pescador, cuando se presentaron el jefe de la guardia del templo con sacerdotes y saduceos, enfurecidos porque adoctrinaba al pueblo y divulgaba en nombre de Dios la resurrección de los muertos. Le echaron mano, le detuvieron y le pusieron inmediatamente bajo custodia hasta el día siguiente, pues había caído la tarde, en compañía de Juan y de su nuevo e inesperado amigo, el pobre tullido, que se resistía, agradecido, a despegarse de ellos.

           Mas aquella valiente acción suya fue magnánimamente premiada y recompensada por el Cielo: unas 5.000 personas de las que habían oído la palabra de Dios, tan bien expuesta por él aquel atardecer, creyeron, adhiriéndose al camino del evangelio.

           Los habitantes de Jerusalén, contados a millares, caían rendidos ante la elocuencia de este viejo pescador, el cual, asistido por el Espíritu Santo, obraba por su intercesión acciones más espectaculares y efectivas que las logradas por el mismísimo Redentor: ya lo había advertido él en su día, y por eso ahora comprendían aquella enigmática recomendación que antaño habían oído sin descifrar el sentido que encerraba: "El Paráclito, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho... Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo".

           ¿Acaso había convencido el Hijo del Bendito a 3.000 almas de golpe en su 1º discurso? ¿Y convertido a 5.000 en su 2º discuros?

           Al día siguiente, e invitado a dar explicaciones de aquella potestad capaz de obrar tan milagrosa curación en un tullido de nacimiento, compareció Pedro ante el Sanedrín en pleno. Allí se hallaban presentes los jefes, ancianos y escribas, Anás, Caifás, Jonatán y Alejandro y cuantos pertenecían a la estirpe de los sumos sacerdotes, magnates de una infame cuadrilla de ignominiosos. Habían excluido ya a los benévolos Nicodemo y José de Arimatea, considerados demasiado benignos como para alcanzar categoría bastante de ser portavoces de un pueblo desmadrado y dirigido por el odio. Allí se habían dado cita exclusivamente los sacerdotes verdugos, unos días antes, del Verbo encarnado; pues el sacerdocio de entonces no era una vocación religiosa, sino una mera función política.

           Les pusieron en medio y les preguntaron:

—¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?

           Mas ni siquiera se intimidó el perspicaz galileo por la presencia de aquella raza de víboras, como les apodaba el Rabbí de Israel; y con talante alegre y apacibilidad de ánimo, y colmado del Espíritu Santo, se justificó ante ellos como supo:

—Jefes del pueblo y ancianos: puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed vosotros y el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste, aquí y hoy, sano ante vosotros. Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.

           Viendo la valentía del galileo, y juzgando que era individuo "sin instrucción ni cultura", los sanedritas quedaron estupefactos, aturdidos ante aquella aguda alocución. Reconocían, por una parte, su adhesión con el Crucificado; pero al mismo tiempo veían de pie, erguido, al varón cuyas piernas exhibían el sorprendente portento obrado. La evidencia abortaba la réplica y cualquier malvada resolución surgida de la abominación y de los celos tiñosos. Es más: miles de habitantes del pueblo habían abrazado con decisión irrevocable e irreversible la nueva fe naciente, y no podían conducirse con la pérfida estulticia que les había guiado días antes con el Redentor. Así que les mandaron salir fuera del Sanedrín, para deliberar entre ellos. Se plantearon:

—¿Qué haremos con estos hombres? Es evidente para todos los habitantes de Jerusalén, que ellos han realizado una señal manifiesta, y no podemos negarlo. Pero a fin de que esto no se divulgue más entre el pueblo, amenacémosles para que no hablen ya más a nadie en este nombre.

           Les llamaron y les mandaron que de ninguna manera mencionasen siquiera el nombre del Nazareno. Pero para el rudo Pedro, este ridículo mandato suponía poner puertas al campo, por lo que replicó con incontenible intrepidez:

—Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.

           Los sanedritas, tras amenazarles de nuevo, los soltaron. No hallaban forma de castigarlos, a causa del pueblo, porque todos glorificaban a Dios por lo ocurrido, pues el individuo en quien se había rubricado la sanación había sobrepasado los 40 años. De este modo se otorgaba a la obra apostólica del pescador vía libre por algún tiempo, a pesar de los obstáculos que la estupidez humana no cesaría de interponer en lo sucesivo, cada día; aunque para él, eso sería lo de menos: sabía que ésa sería la huella palpable de la obra bien hecha.

           Una vez libres, vinieron donde los suyos y les contaron cuanto les había acontecido. Al oírlo, todos a una elevaron su voz a Dios, agradecidos:

—Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y cuanto ellos contienen, tú que has dicho por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David, tu siervo: "¿A qué esta agitación de las naciones, estos vanos proyectos de los pueblos? Se han presentado los reyes de la tierra y los magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido". Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús.

           Acabada la oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y se llenaron de Espíritu, que les indujo a difundir el evangelio con más ardor, con más pasión, con más fuego.

e) Asistencia a los cristianos

           Pedro daba testimonio con gran poder del Resucitado y gozaba de gran simpatía y respeto entre la gente. Todos lo elogiaban y acudían entusiasmados junto a él, multitudes de hombres y mujeres que cada vez se adherían en mayor número a la fe que él pregonaba a bombo y platillo. Su fama se acrecentaba por instantes y con ella la virtud en su entorno; pues se le respetaba, se le veneraba, se le escuchaba con atención, y la chispa que brotaba de su ímpetu enamorado se propagaba y se transfería por doquier como llama inextinguible prendida en carbones encendidos, en ascuas.

           Los creyentes vivían unidos y no tenían sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que los tenían en común y los distribuían entre ellos. El y el yo se había borrado y transformado en el nosotros, y el mío y el tuyo en el nuestro. Entre ellos no existían indigentes, pues los que poseían propiedades, terrenos o casas, las vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de Pedro, que repartía equitativamente a cada cual según su criterio y en atención a las necesidades. Los hermanos se sentían honrados cuando el pescador no desdeñaba sus gestos de hospitalidad o sus limosnas. Pues vivían incrustados a la suma pobreza, siendo así inmensamente ricos: nada poseían, y todo les sobraba.

           Mas no compartían solamente los bienes materiales, sino también y sobre todo los espirituales: los regocijos y las penas de cada día, las ilusiones y los fracasos en los aconteceres de este mundo mezquino, la fe en el Salvador y la esperanza en un mundo nuevo y mejor, renovado por el amor.

           Cada día, todos solían orar junto al pescador, en el Pórtico de Salomón del templo, con un mismo espíritu. En realidad, la oración pura, continua y ferviente, era el alma que sostenía la agrupación de hermanos, y les daba alas para volar y llegar alto, muy alto.

           Si algún desaliento pasajero sobrevolaba sobre la comunidad, pronto se desvanecía, pues la virtud se sustentaba sobre hábitos permanentes de lucha y de esfuerzo solidario. No consentía en nadie el engaño y la mentira, que combatía con severidad. Pues enseñaba que quien era capaz de engañar o mentir a un hermano, a Dios engañaba o mentía. Fustigaba sin descanso la mediocridad, la sordidez, la vileza, la ordinariez, la imperfección; para este santo varón, bañado de luz y de evangelio, sólo la suma perfección formaba parte de su ideario, porque así se lo habían suplicado un día: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto".

           Pedro y sus hermanos, la 1ª generación del nombre cristiano, eran generalmente respetados como santos a carta cabal, porque habían sido santificados por el santo baño del sacramento del bautismo, y porque merecían tal denominación por la pureza de sus inclinaciones, por el arraigo de las virtudes en su vida cotidiana, por la excelencia de sus vidas.

           Y por su mano no cesaban de realizarse multitud de gestas prodigiosas como si tal cosa. Hasta tal punto, que incluso la gente sacaba a los aquejados de cualquier dolencia a las plazas de la villa, acomodados en lechos y camillas, para que al pasar el bondadoso Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos y lo sanase. Él acogía a todos y a todos bendecía, pues la curación del cuerpo formaba parte esencial del mandato que había acogido para sanar el espíritu: "En tu camino predica que el reino de Dios se acerca. Y cura a los enfermos, resucita a los muertos, limpia a los leprosos, arroja a los demonios".

           Tan poderosamente llamaban la atención las maravillas y las hazañas del pescador, que también la curiosidad y el temor se apoderaban de los fieles. Pues en aquel tiempo nadie trabajaba de balde, y menos si obraba acciones portentosas. Y sin embargo, él seguía al pie de la letra el mensaje sublime del desprendimiento absoluto, de la generosidad desinteresada, de la bienaventuranza de la pobreza. El divino Maestro se lo había exigido un día con contundencia y sin tapujos: "Gratis lo recibes, dalo gratis".

           Así mismo, acudían cerca de él masas de gentes oriundas de las poblaciones vecinas a Jerusalén, adonde había llegado su fama, presentándole enfermos y atormentados por espíritus inmundos. Imponiéndoles las manos, todos quedaban curados por su fe lúcida y por la fuerza de su elocuencia. Se le había prometido que obraría similares milagros a aquellos con los que el Salvador de la humanidad había asombrado a las muchedumbres, sin limitación en el tiempo y en el espacio: "Yo te aseguro: si crees en mí, harás también las obras que yo hago, y harás mayores aún, porque yo voy al Padre".

           Y se le había aclarado el procedimiento infalible para no fracasar jamás: "Separado de mí no puedes hacer nada. Pero si permaneces en mí y mis palabras permanecen en ti, pide lo que quieras y lo conseguirás. Porque la gloria de mi Padre está en que des mucho fruto, y así serás mi discípulo".

           "Pide lo que quieras y lo conseguirás". Pedro creía a pies juntillas cuanto había mamado con el Cristo de Dios, y precisamente por eso había correspondencia estricta entre su doctrina y su práctica. Él lo conseguía todo. Absolutamente todo cuanto pedía. Obraba milagros con una facilidad pasmosa, con una sencillez que escandalizaba a propios y extraños. Pero antes de recabar la intervención divina se aplicaba a sí mismo con rigor el "si permaneces en mí y mis palabras permanecen en ti": la integridad preconizada por el evangelio, hasta en los más mínimos detalles, cincelaba su comportamiento, pulía sus costumbres, torturándole no pocas veces sus impulsos y su vehemencia innatos.

           No sólo los creyentes, sino incluso los incrédulos admiraban en él su humildad y su santidad, pues la virtud crecía en él como un altísimo cedro del Líbano en terreno fértil. Todos se allegaban sin temor a escuchar sus pregones, lo acogían gustosamente y le proveían con agrado de lo necesario para que pudiera amparar las carencias de los pobres.

           Y no cesaba de expandir por doquier el reino de Dios y la vida de la gracia que operaba en las personas merced a la benignidad y condescendencia de su amigo, el divino Resucitado de entre los muertos. Les advertía: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro".

           Siempre aprovechaba Pedro toda coyuntura que se le ofrecía para evangelizar. Cuando alguien le imploraba por la curación de un cuerpo enfermo, él reclamaba la urgencia de sanar simultáneamente el alma enferma. Y cuando se le prohibía conversar en el nombre de Dios, no se entrecortaba, y rápidamente reivindicaba con aplomo: "Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres".

           E iba logrando, poco a poco, que el evangelio de la dignificación del hombre prosperara, multiplicándose considerablemente el número de los discípulos. Convenció incluso a ciertos miembros del Sanedrín y sacerdotes que ni el Ungido de Dios había podido conmover y convencer, los cuales también iban aceptando de buen grado la fe.

           Durante los primeros meses, dedicó por entero su actividad apostólica a Jerusalén y, poco después, la fue dilatando, sin prisa alguna mas sin pausa, al resto de Israel. Reiteraba sin miedo lo que había aprendido de boca del divino Jesús. Y actuaba en consonancia. Vivía el evangelio bajo las enseñanzas del propio evangelio, que él había asimilado en detalle y que en detalle se lo recordaba ahora el Espíritu Santo.

           Los neófitos, ya convertidos e iniciados en el nuevo camino cristiano, acudían asiduamente a la instrucción del pescador, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones junto a él. Siempre junto a él. La fracción del pan la celebraban tras la cena o ágape frugal, que se prolongaba muchas veces hasta altas horas de la noche, y en donde destacaba la sobriedad y el decoro, que contrastaba con el derroche y el desorden de las orgías paganas. Como afirmaría Tertuliano, unos años después:

"No se recuestan para comer sino después de haber gustado una oración a Dios. Se come en la medida del apetito. Se bebe todo lo que es propio de gente sobria. Se satisface el hambre como personas que, incluso durante la noche, recuerdan que deben adorar a Dios. Se habla como hombres que saben que Dios los está escuchando y se separan con pudor y modestia, como personas que en la mesa han recibido una lección más que una comida".

           En efecto, en dicha fracción del pan partían y repartían los cristianos el pan por las casas, y tomaban el alimento de vida eterna con regocijo y sencillez de espíritu. Alababan a Dios. Y Dios agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar.

           Cierto que la persecución no se había sofocado entre la gente mezquina; mas los copiosos frutos de la redención iban transmutando paulatina e implacablemente el rencor en afecto, la corrupción en pureza de costumbres, el vicio en virtud, el escándalo en decencia ejemplar, el odio en amor, y los corazones de piedra en corazones de carne.

f) Gobernanza de Jerusalén

           En cierta ocasión, un tal Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad, siguiendo el ejemplo de muchos de los recién conversos al cristianismo. Pretendía pasar por bienhechor delante de los apóstoles. Tal vez por no estar muy convencido del gesto caritativo, tal vez por oprimirle la avaricia y no saber reprimirla, lo cierto es que se quedó con una parte del precio obtenido en la venta, sabiéndolo también su esposa; la parte sobrante la trajo y la puso a los pies de los apóstoles.

           Pedro, soplado proféticamente por el Espíritu, advirtió la ruindad de Ananías y, muy ofendido, le inquirió:

—Ananías, ¿cómo es que Satanás colmó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres, sino a Dios.

           Al oír Ananías esta severa reprimenda, sobresaltado por la vergüenza y el bochorno, cayó fulminado en tierra, y expiró. Y una ráfaga de temor agredió a cuantos fueron testigos de tan insólito acto. Pues el inmenso señorío que mostraba el pescador en sus acciones no sólo servía para dar salud a los enfermos, sino también para quebrantar la vida de los sanos.

           Se arremangaron los jóvenes, amortajaron el cadáver de Ananías y lo llevaron a enterrar. Unas 3 horas más tarde, la mujer de Ananías (Safira, que ignoraba lo que había sucedido con su marido) llegó donde Pedro. Y éste, que velaba como fiel guardián por el progreso de la virtud, quiso comprobar la complicidad en el mal de la buena señora, y le espetó con astucia:

—Safira, dime, ¿habéis vendido en tanto el campo?

—Sí, en eso, reconoció ingenuamente ella.

           Una mirada áspera y delatora de Pedro le sacó los colores. Los presentes se mantenían expectantes, aún aturdidos por el inesperado colapso o infarto de Ananías y por el poder que desplegaba la elocuencia del pescador. Éste entrevió una oportunidad magnífica para aleccionar al auditorio sobre la malicia de la mentira, de la falsedad, del engaño. Por eso, sin que le temblara la voz, sin dejarse dominar por su espíritu de tendencia benevolente, y compasivo, y manso, replicó con un ímpetu incontrolado:

—¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí a la puerta están los pies de los que han enterrado a tu marido; ellos te llevarán a ti.

           En un santiamén, Safira se desplomó exterminada a sus pies. Sin abrir siquiera los labios, expiró. Entrando de nuevo los jóvenes, y hallándola muerta, la amortajaron y la llevaron a enterrar junto a su marido. Los presentes y cuantos oyeron el recio relato de Ananías y de su esposa Safira quedaron sepultados por las olas del estremecimiento, que corrían sin levantar espuma, pero diamantinas, impasibles, compactas.

           Pedro apretaba las clavijas y mostraba un talante sumamente rígido, inflexible e implacable con la mentira. No la disculpaba en ninguna de sus expresiones (jocosa, oficiosa y perniciosa), pues en cualquier caso vulneraba, deformaba y demolía el proceso normal de la fe. El mentiroso era incompatible con el creyente.

           La mentira corroía el mensaje y falsificaba el evangelio de la Verdad más que una peste funesta. La mentira, para colmo, era primogénita del diablo ("¿cómo es que Satanás colmó tu corazón para mentir?"), pues de él emergía y sólo a él se encaminaba. La mentira era la madre de la hipocresía, de la murmuración, del falso testimonio, de la calumnia. La mentira destruía el armazón que consolidaba las comunidades con tanto empeño fundadas, pues faltaba al amor. La mentira mataba el amor, pues como recordaría más tarde el propio Juan apóstol, "todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre que es la muerte eterna".

           La fe de la Iglesia naciente se depositaba en el Hijo del hombre, el Resucitado, que era la Verdad con mayúsculas, la Verdad pura y luminosa, la Verdad incontaminada, sin mezcla de mentira. La fe exigía la verdad más absoluta y tajante, pues sólo de la Verdad procedía y sólo a la Verdad conducía. El Hijo Único de Dios había nacido y había venido a este edén terrenal sólo para esto: para testificar de la verdad. Por eso Dios abomina los labios embusteros, rechaza todo engaño y aniquila sin piedad a los mentirosos.

           Los hermanos quedaron edificados de la vehemente conducta del pescador con Ananías y Safira. Habitualmente tierno y dulce, sensible y suave, también sabía mostrar su lado contundente, insobornable, resuelto, distante.

           El comportamiento de Pedro simulaba magistralmente al de los volcanes en erupción, como se había podido comprobar en el caso de Ananías y Safira. En principio, por miedo, mas después por coherencia con la probidad, la mentira se esfumó de cuajo, dejando paso a unas relaciones cimentadas en la verdad, en la sinceridad, en la espontaneidad, en la franqueza, en la inocencia.

           Conforme transcurrían los días, el temperamento y los modales del pescador se iban acomodando con el modelo del divino Resucitado, que le había contagiado. Cómo él, compaginaba paulatinamente y cada vez más y mejor la benevolencia con la rigidez en la exigencia de la virtud, la tolerancia en las debilidades y en las caídas con la firmeza en las levantadas y en las remontadas de situaciones adversas. El espejo en donde cada mañana se reconocía, al despuntar la aurora, para limar manchas y asperezas y para componerse con aseo y pulcritud, se había tallado con el vidrio cristalino de la santidad del Mesías.

           La cruz era su tesoro más preciado, la fuente de donde bebía a diario el agua que vitalizaba su fragilidad, le cubría sus carencias, y le rejuvenecía en sus achaques. En realidad, su Maestro amado y la cruz formaban para él un dúo inseparable, una unidad ingénita. Si veía la cruz, enseguida aparecía el Maestro con ella, y cuando se topaba con el Maestro, detrás se manifestaba la cruz. Si le afloraban sentimientos de amor al Maestro, la cruz ocupaba el centro de los mismos; y si retoñaban los sentimientos de amor a la cruz, experimentaba al Maestro en ella clavado.

           Su Maestro, efectivamente, abrazó la cruz por amor, por amor a él; él, de igual manera, abrazó la cruz por su Maestro, por amor a su Maestro. El evangelio que expuso su Maestro en Judea y en Galilea era el evangelio de la cruz. A él le había resultado imposible evangelizar sin eludir la cruz, pues no existe evangelización auténtica si no está presidida por la cruz, por una inmensa cruz de contrariedades, de disgustos, de decepciones, de conflictos, de persecuciones y hasta de odios. La cruz que durante los últimos tiempos se exhibía ante el pescador evidenciaba a las claras, por consiguiente, el mejor aval que su Maestro le prestaba en su colaboración a la expansión del evangelio.

           Es más. Pedro sabía que no podía alcanzar la vida eterna, junto al Maestro, sin la cruz. Y que sólo la cruz era la puerta de la Vida con mayúsculas. Pues el divino Crucificado dio la vida al mundo, pero la dio en la cruz, con la cruz, por la cruz, desde la cruz. Nadie podría poseer la eternidad sin amar la cruz, sin abrazarla por amor del divino Crucificado.

g) Oposición judía a Pedro

           El progreso espiritual y material de la cristiandad provocaba que algunos fanáticos judíos, por causa de ese funesto mal denominado envidia, se preñaran de ira hirviente y empezaran a tramar proyectos envenenados con sabor de muerte. La historia del Maestro de Nazaret simulaba querer reproducirse en el pescador de Cafarnaum.

           De modo que el sumo sacerdote Anás, y los suyos, los de la secta de los saduceos, encolerizados por los celos y dando rienda suelta a las más rastreras pasiones, echaron mano del pescador en cierta ocasión y lo metieron en la cárcel pública junto a algunos de sus más allegados discípulos, para que, encerrados, se les secara la lengua y no captaran más adeptos para su causa. Ignoraban que así como el oro se purifica en el fuego del crisol, así el alma en gracia se vigoriza en la tribulación, que sirve de gran provecho tanto para ella como para quienes le rodean. La guerra y la mazmorra iban a servir, por tanto, de tónico espiritual: de estímulo para seguir en la brecha sin desmayo, y de acicate para perseverar en la divulgación del evangelio de la concordia.

           Sin embargo, poco tiempo iba a durar el prendimiento, pues durante la primera noche de reclusión el ángel del Señor abrió milagrosamente las puertas de la prisión y los puso en libertad con esta consigna:

—Id, presentaos en el templo y anunciad al pueblo todo lo referente a esta vida.

           Escapó sin dificultad alguna. Nada más clarear el alba, entró en el templo y se puso a predicar, acatando el mandato. Por su parte, el sumo sacerdote y sus secuaces convocaron con premura el Sanedrín y el Senado de los hijos Israel, y enviaron a buscar a los presos al calabozo. Los alguaciles se tropezaron con las celdas vacías. Temerosos y preocupados por la fuga, corrieron a dar cuenta del extraño suceso:

—Hemos hallado la cárcel cuidadosamente cerrada y los guardias firmes ante las puertas; pero cuando abrimos, no encontramos a nadie dentro.

           Al oír esto, tanto el jefe de la guardia del templo como los sumos sacerdotes, contrariados e irritados, se preguntaban perplejos qué podría significar aquello. En ello se hallaban, cuando se presentó un chismoso soplón, que les informó:

—Mirad, los hombres que pusisteis en prisión están en el templo y enseñan al pueblo.

           El jefe de la guardia marchó, junto con los alguaciles, en su búsqueda y captura. Los apresó, pero sin violencia, porque temían que el pueblo les apedrease. Los trajo, y los presentó ante el Sanedrín. El sumo sacerdote los sometió a otro interminable interrogatorio. Finalmente, ordenó:

—Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre, y, sin embargo, vosotros habéis impregnado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre.

           De Pedro se había desvanecido radicalmente aquella cobardía miserable de la mañana del viernes de Pascua más triste de su vida. En él había nacido una nueva criatura que repudiaba el vocablo temor e ignoraba los sentimientos de deslealtad. Con firmeza de voz, por tanto, se defendió de la acusación, y espetó al sumo sacerdote:

—¡Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres!

           Y, aprovechando la oportunidad y el improvisado auditorio que se le ofrecía, se atrevió a evangelizar, a transfundir sus principios en la mismísima médula de la perfidia; por lo que prosiguió con ánimo:

—El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen.

           Las declaraciones del pescador avivaron la hoguera. ¿Que el Dios de Israel había bendecido al Crucificado del Gólgota, resucitándolo? ¿Que el muerto que ellos mismos habían ajusticiado se había constituido ahora en su propio Jefe y Salvador? ¿Que Israel necesitaba convertirse? Ellos, al oír estas saetas emponzoñadas, rechinaban de dientes, se consumían de rabia y hubieran deseado que un rayo hubiera fulminado y partido de cuajo la lengua del testarudo pescador, y al pescador mismo.

           La tirantez que la tiña suscitaba en los saduceos fue finalmente amortiguada por un rabino honrado, de nombre Gamaliel, prestigioso fariseo y doctor de la ley, que calmó al Sanedrín con una proverbial sentencia que se ha inscrito en los anales de la historia. Mandó que se hiciera salir un momento a aquellos individuos de la sala, y reveló proféticamente:

—Israelitas: mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo despuntó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que le seguían se disgregaron y quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se enalteció Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. Os digo, pues, ahora: desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se desmoronará por sí misma; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios.

           Y los sanedritas se adhirieron a su parecer. Entonces llamaron al intrépido pescador y a sus más allegados amigos; y, después de azotarlos, los intimidaron a que no catequizasen más en nombre del Señor Jesús. Y los dejaron en libertad.

           Mas todos marcharon de la estancia ante el Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de su Dios y Señor. ¿La mazmorra y los azotes les iban a cerrar ahora la boca? ¡Qué estupideces cometen los enemigos de la fe cristiana! ¡Su ceguera les impulsa a atacarla precisamente con las armas que más la extienden!

           Pues el pescador no cesaba de evangelizar, divulgando la Buena Nueva cada día en el templo y por las casas, a todas horas, a tiempo y a destiempo. El celo por la eternidad le devoraba. Jamás le hería la persecución injusta, el martirio; al contrario, cuando la consternación se filtraba en su morada, le acariciaba con cortesía, le fortalecía, le renovaba el vigor y le proporcionaba alas de águila que le encaramaban hasta las más empinadas cumbres. Se valía de las dolencias para saciar su sed de conquistar almas para Dios y su sed de Dios.

           Pedro siempre instruía dando ejemplo. Y para aumentar la credibilidad, mortificaba sin pudor y sin fingimiento la concupiscencia de la carne, aprovechando para ello cualquier oportunidad que se le brindase, aunque costara Dios y ayuda.

           Comía poco, y más de un día se olvidaba de comer. Trasmañanaba la comida y ayunaba sin poner cara triste y sin desfigurar la imagen para que los demás notasen que ayunaba. Ayunaba perfumando su cabeza y lavando su rostro, como interpelaba el evangelio, para que su ayuno sólo fuera visto por el Padre celestial y por su Hijo amado, que le recompensaban en lo secreto a manos llenas. No daba satisfacciones a la gula, y controlaba su apetito, para que su gusto se habituase con frenesí a las delicias de la carne del divino Cordero de Dios, manjar de vida eterna que le sostenía física y místicamente y le impelía a seguir incansablemente.

           Humillaba con llanto y con sangre su cuerpo de las tentaciones de soberbia, de los apetitos de la lujuria, de los arrebatos de ira. Si la pereza acampaba en su morada, erguía su cuerpo, izaba las velas de su barca, soltaba amarras, y remaba mar adentro con empuje, con todas sus fuerzas. Refutaba el afán posesivo del dinero con un desprendimiento drástico, viviendo paupérrimamente. Si alguna sensación de envidia asomaba en su horizonte, la borraba de su existencia amando, amando y amando al ser recelado. Y toda su ascesis, toda su batalla por la virtud la libraba con un solo fin: para que en el día postrero resplandeciera en él un halo indefectible de gloria, junto a su Maestro amado. Siempre junto a su Maestro amado.

           El sendero de santidad y de virtud que Pedro había iniciado el día de Pentecostés se asentaba sobre la abnegación, el sufrimiento, la renuncia, y la beligerancia contra el pecado, contra las pasiones, contra las más mínimas imperfecciones. Todo ello crucificaba su vida de una manera más o menos cruenta. Y cuando su espíritu abrazaba y toleraba la cruz con alegría, entonces avanzaba guiado por la luz verdadera y siguiendo el trayecto recto y seguro, impermeable al desaliento, impertérrito, sin temor a resbalar en las pendientes, sin riesgo de confundirse en las encrucijadas de las travesías ignotas, sin peligro de perderse. Pues el divino Resucitado actuaba en tal caso de Cireneo, aportando la fortaleza necesaria para cubrir las flaquezas y hasta cargando con la cruz entera si la flojedad le postraba en el camino sin ánimo para levantarse y para seguir caminando.

           La cruz, exteriorizada en persecuciones o en odios, era su puerta privada para la inmortalidad, y amándola como el divino Crucificado la enviaba, entraría por ella entre resplandores. Pues la tortura de la cruz pasa, posee carácter temporal, momentáneo, perecedero; pero el mérito que la misma dispensa es imborrable, sempiterno, y se inscribe a perpetuidad en el corazón del Crucificado con letras de cielo.

h) Visitas pastorales por Israel

           Por las manos de Pedro no cesaban de prodigarse multitud de señales que asombraban a la vez que seducían. La gente sencilla, por su parte, opinaba de él con ponderación, con elogio, con aplauso. Muy a pesar de los preñados de envidia, los creyentes se multiplicaban como renuevos de olivo en derredor suyo. La virtud se desarrollaba y crecía vigorosa en el aliento de muchos judíos de buena voluntad. Y el evangelio alumbraba a todos con luz propia, brillante, nítida; como el sol durante un día despejado de primavera.

           Jerusalén se había sembrado con semillas de esperanza. Mas la propia naturaleza se había encargado de que se dispersaran por el resto del país, cayendo en jardines y en terrenos áridos, no preparados para la sementera. A oídos del pescador llegó el rumor de que la Buena Noticia se había esparcido espontáneamente por la demarcación de Samaria. Los hermanos que moraban en Jerusalén aplaudieron la novedad samaritana, pero en el corazón del pescador se dibujó una sombra de aprensión: ¿Habría sido acogido el evangelio con estricta fidelidad, o deformado? ¿Se hallaría el terreno suelto, o envuelto de cizaña? A él le gustaba siempre enjuiciar las cosas desde la cruda realidad, sin dejarse seducir por los cantos de sirenas. Por ello, sin más dilación, él y su amigo Juan, el hijo del pescador Zebedeo, marcharon a Samaria.

           Samaria, la comarca más fértil y poblada de Israel, comprendía el territorio de la tribu de Efraim y una parte de la de Manasés. En ella destacaban las ciudades de Samaria, de la que tomó nombre la región, y la primitiva Siquén (Sicar o Sicara en aquellos tiempos, la actual ciudad de Nablús), al pie del Monte Ebal, a unos 1.000 m. del pozo de Jacob. Distante 55 km de Jerusalén, se había erigido durante largo tiempo en el centro del culto a Baal, contra el cual habían clamado enérgicamente los profetas de Israel.

           Los samaritanos descendían de los gentiles enviados por Salmanasar V de Asiria el 721 a.C, que se mezclaron a los pocos israelitas que permanecieron en el país. Con la religión de Moisés mezclaban ciertas prácticas paganas y no aceptaban el Templo de Jerusalén como único altar de sacrificios. Erigieron un templo en el Monte Garizim, y, aun después de ser destruido, siguieron adorando en este monte.

           Si bien había entre samaritanos y judíos disensiones pertinaces por motivos de religión y por otras nonadas, la clave de su proverbial enemistad y controversia se centraba en el desacuerdo entre ellos por el lugar destinado al culto divino: el templo. En efecto, la afilada hostilidad entre samaritanos y judíos había arrancado en el s. VI a.C, tras el destierro de Babilonia y a causa de la restauración del Templo de Jerusalén, arrasado en la invasión. Los samaritanos habían pretendido colaborar en su reconstrucción, pero los judíos lo habían prohibido. Como represalia, en el s. V a.C los samaritanos habían demolido las murallas de Jerusalén, recién construidas. Finalmente habían labrado su propio templo, en el Monte Garizim, cerca de Siquén, como símbolo de una rivalidad y competencia perpetua hacia aquel templo en que le habían impedido ocuparse; aunque, para su desdicha, acabaría siendo éste asolado en el s. II a.C por Juan Hircano.

           El odio mortífero entre samaritanos y judíos alcanzaba tales ribetes de demencia, que les despojaba hasta de la facultad de comer y beber juntos. Por culpa del mismo, favorecían siempre los samaritanos a los enemigos de los judíos, y se aproximaban desmesuradamente a las querencias de los gentiles, atentando así contra sus propias raíces; y ello, con el solo pretexto de crear oposición, contrariedad, discordia, guerra. La opresión del ejército romano, en la época que nos ocupa, significó para los samaritanos un alivio de la opresión a la que le sometían sus hermanos judíos. Por eso brilló siempre con luz deslumbrante, en el panorama de Israel, aquella escena en que Jesús, sediento y fatigado del camino, se había sentado junto al pozo de Jacob y, tras pedir de beber agua a una mujer samaritana, le había revelado con una dulzura desconcertante: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. Todo el que bebe del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna".

           Bien. Cuando supo el pescador la excelente novedad de Samaria, resonó de inmediato en su mente aquel suceso vivido junto al Unigénito de Dios, tan sólo unos meses antes. Durante 2 días se había cobijado el Rabino de Nazaret con sus discípulos en Siquén, a ruegos de la samaritana y de sus amigos. En aquella minúscula aldea aún vivían aquéllos que habían "visto por sí mismos" y que sabían que éste "es verdaderamente el Salvador del mundo". Invadido de estos pensamientos, el pescador bajó con rapidez hasta Samaria, acompañado de Juan el Zebedeo. Seguramente se encaminaron hacia Siquén, en busca de antiguas conquistas. La comunidad de creyentes habría crecido, sin duda, al amparo de aquellos "adoradores verdaderos, que adoraban al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren".

           Pronto se cercioró de que los samaritanos únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Todavía no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo, porque ninguno había sido confirmado.

           Pedro consumió todo su tiempo y su sabiduría y su cariño en catequizar, en preparar para que recibieran dignamente el sacramento de la luz. Descifró con pormenores la bienaventuranza evangélica. Formó una agrupación de hermanos en la fe, unidos entre sí, como los piñones en una piña, por escamas de amor. Les aleccionó en el camino de la honestidad y en el de la oración. Y oraron. Oraron todos juntos, implorando la misericordia de Dios Padre sobre ellos. Oraron y evocaron a María, la madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo Paráclito, para que recibieran a éste en plenitud.

           Finalmente, Pedro les impuso las manos. Y el Espíritu les saturó de gozo con su presencia. El pueblo quedó fascinado de la increíble actividad sobrenatural de los 7 dones (sabiduría, ciencia, consejo, entendimiento, fortaleza, piedad, temor de Dios) y de los 12 frutos del Espíritu Santo (amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad).

           Un samaritano, de nombre Simón, quedó estupefacto al contemplar el prodigio obrado en los creyentes cuando se derramó sobre ellos la gracia del Sacramento de la Confirmación. Pensó que el milagro obedecía, por obra de magia, a la mera imposición de las manos del pescador sobre cada uno de los creyentes. Y a las primeras de cambio entrevió un espléndido negocio en el asunto, por lo que trató de sobornar al apóstol, ofreciéndole dinero para comprarle la fórmula mágica. Le sopló en voz baja: "Dadme a mí también este poder, para que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo imponga las manos".

           El 1º pecado, y nuevo, que florecía como contrapunto de la malicia humana al derroche de indulgencia del Espíritu, estaba servido: la simonía, así llamada en consideración al nombre de aquel samaritano ambicioso y trapacero, egoísta y altanero, que quiso traficar con cosas sagradas, intentando percibir un bien místico a cambio de un bien temporal. El pescador se indignó. Y lo maldijo con vehemencia y hasta con ira:

—Vaya tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero.

           Una vez descargó sobre él su frenético coraje para defenderse de la mezquina corruptela de Simón, y una vez sosegado su espíritu, le aclaró algo esencial y consubstancial al sacramento, infinitamente distante de los presupuestos de la superstición y de la brujería:

—En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios.

           Cuando carece el corazón de rectitud delante de Dios, cuando no obra según los designios divinos, no tiene "ni parte ni herencia" en las empresas de Dios. Con más claridad y caridad no pudo hablar a este avariento cicatero. Aunque, al fin, era inevitable que reluciera la hermosa alma del pescador, aquella misma alma que lloró a mares, contrito por la pesadumbre la noche de la triple negación, la noche en que un gallo le superó en pulcritud. De esa misma alma arrepentida trascendió un gemido de aliento para el maldito Simón:

—Arrepiéntete de esa tu maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu corazón; porque veo que tú estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad.

           Visiblemente tocado, el sórdido Simón suplicó perdón:

—Rogad vosotros al Señor por mí, para que no venga sobre mí ninguna de esas cosas que habéis dicho.

           El apóstol Pedro, después de haber dado testimonio y de haber predicado la Palabra del Señor, también dejó sembrada Samaria con simientes de esperanza, frescas y lozanas. Regresó a Jerusalén, evangelizando cuantos caseríos y poblados samaritanos halló en su camino.

           Una llamarada ardiente le consumía por dentro, y sufría como un martirio cuando observaba hermanos judíos alejados del único Hijo de David que ya había redimido al pueblo elegido. Y ello, no tanto por la gloria que privaban al divino Redentor, sino por la desgracia que se atraían sobre sí mismos.

i) Más visitas por toda Israel

           Una vez establecido en Jerusalén, la presencia de Pedro comenzó a palparse por los más dispersos lugares de Judea, de Samaria e incluso de su natal Galilea, iniciando una etapa en la senda de su vida similar a la de aquel peregrinaje compartido con el Cristo de Dios, poco tiempo antes: gozando de paz, suscitando paralelamente algunos recelos, y recorriendo los más recónditos rincones. Las gentes se edificaban al contacto con tan candorosa y comunicativa persona, progresaban en el temor del Señor y quedaban henchidas de la consolación del Paráclito.

           Cierto día, bajó a visitar a unos amigos de la menuda aldea de Lida, situada unos 15 km al norte de Emaús. Aquellos viajes, por cortos que fueren, significaban siempre interminables caminatas de varias horas bajo el tórrido sol o a la luz de la luna, aunque los realizaba escoltado por un séquito de amigos que procuraban amortiguarle en lo posible el rigor del camino. Cada vez surgían más voluntarios que no se resignaban jamás a dejarlo solo, pues se sentían dichosos de su compañía, escuchando sus disertaciones y admirando su entusiasmo, su fe robusta, su sólida esperanza. Por ello, los viajes se desarrollaban amenos y entretenidos por el placentero y confortante coloquio de aquellos ilusionados peregrinos.

           Llegó, pues, a Lida. La pródiga hospitalidad que había inculcado a los creyentes y la caridad como norma esencial de la vida evangélica, le abrían de par en par las puertas de muchas moradas. Cuando Jesús había recalado en el mundo, 30 años antes, el mundo vivía sin gracia y no halló en Belén ni una sola casa por posada, teniendo que alojarse en un mísero pesebre. Ahora, la gracia había rociado de amor la hacienda israelita, desde aquella tarde tenebrosa en la cima del Gólgota, por lo que el problema del pescador se concretó en descartar, con tristeza, puntos de apoyo, hogares bienhechores, almas solidarias y acogedoras...

           Moraba en Lida una familia desconsolada y abrumada por la lastimosa carga de soportar un enfermo de parálisis, llamado Eneas, que desde hacía 8 años se hallaba tendido e inmóvil, postrado sobre una camilla. Informado Pedro del agobiante cuadro familiar, se apiadó del mismo; de suerte que se encaminó decidido hacia la vivienda del paralítico. Acorralado de un gentío expectante, pegajoso y curioso, entró en su cuarto, y, haciendo uso de las facultades conferidas por su Señor, suplicó al enfermo con dulzura:

—Eneas, amigo, Jesucristo te cura; levántate y arregla tu lecho.

           Al instante, se incorporó el enfermo: ¡Podía, al fin, caminar! Los testigos, a pesar de los óptimos presagios y de la aureola que rodeaba las obras del pescador, sufrieron un impacto inenarrable, una conmoción estremecedora. Pues una cosa es saber de oídas y otra, ver en directo. Los habitantes de Lida (también los de Sarón) se convirtieron al Señor y glorificaban con vociferantes alabanzas a Dios, que había creado un ser de tanto poder y que derrochaba magnanimidad a manos llenas, sin exigir a cambio nada más que amor, fe en el Señor Jesús, y esperanza en la vida eterna por él augurada.

           El apóstol Pedro, sordo ante aquellas frenéticas voces, con los brazos abiertos en cruz y clavada su mirada, como perdida, en lo más encumbrado del cosmos, meditaba extasiado en lo acontecido. Siempre se sorprendía y se emocionaba de las acciones que el Hijo del Bendito obraba por su ruda mano. Le sabían a nuevas. Y moviendo con placidez los labios, que musitaban sonidos imperceptibles para la enloquecida turba, oraba: "En Dios puse toda mi esperanza y se inclinó hacia mí escuchando mi clamor. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza divina; ahora muchos verán, temerán y confiarán en él. Dichoso el hombre que confía en Dios".

           Por aquellos días enfermó gravemente y murió en Joppe una adepta, rica en buenas obras y dadivosa en limosnas, llamada Tabita, nombre que en hebreo significa gacela. La lavaron, la amortajaron, y la pusieron en la estancia superior de su residencia, para velar el cadáver antes de su entierro.

           Joppe, la actual Jaffa, villa costera del Mediterráneo y centro administrativo de varias localidades vecinas, se hallaba muy cerca de Lida, a unos 20 km escasos. Al oír los amigos de la difunta que el pescador galileo se hallaba en Lida, le enviaron dos varones con esta súplica:

—No tardes en venir a nosotros.

           Llegados éstos donde él, no se hizo rogar, y partió inmediatamente de Lida con ellos, pues resulta bastante probable que el pescador supiera de Gacela y de las obras de caridad que frecuentaba.

           Así que llegó a Joppe, se le acercaron, suplicantes de clemencia, un grupo de viudas y de plañideras, que lloraban y mostraban túnicas y mantos curtidos tiempo atrás por Gacela. Mas él, subiendo sin demora a la cámara mortuoria, obligó a todos a salir de la misma. Se hincó de rodillas en el suelo, frío como el mármol; cerró los ojos, y oró largo rato, anonadado de serenidad. ¡Necesitaba comunicarse, mendigar el beneplácito al autor de sus obras! Después, clavando la mirada en el cadáver, exclamó conmovido, exhalando un bramido:

—Tabita, levántate.

           Ella abrió sus ojos de repente, y se enderezó. Miró a su alrededor y observó solo al enjuto galileo, puesto en pie, impávido, complaciente. Se limitaron a intercambiarse, en silencio, una leve sonrisa colmada de mensaje. La sala se bañó de luz, pues la gloria de Dios la había arrullado con ternura. Y Pedro, dándole la mano, le ayudó a incorporarse, y la presentó viva ante el crecido gentío que aguardaba impaciente en la puerta. Y el angustioso sepelio fúnebre se trocó en festejo de exaltación gloriosa. La fe de este virtuoso varón irradiaba una tan viva coloración primaveral, que el crepúsculo de sus afanes se iba configurando en un vergel paradisíaco.

           Todos alabaron a Dios. La sorprendente noticia corrió por la gente de Joppe, donde obligaron a quedarse al pescador bastante tiempo en la residencia que, junto al mar, poseía un tal Simón, de oficio curtidor. Y muchos creyeron en el Señor, y se sumaron a la comunidad que había percibido en herencia la promesa del paraíso celestial para toda la eternidad.

j) Llegada a Cesarea del Mar

           No sólo los judíos acudían a Pedro, sino que también los extranjeros, griegos o romanos afincados en Israel, buscaban la forma de trabar comunicación provechosa con persona tan impar.

           Mas él, en cierto modo, se resistía a ello, pues le asediaba el presentimiento de que el rebaño que se le había encomendado lo formaban exclusivamente las ovejas del pueblo judío, no las procedentes de la gentilidad. El divino Jesús le había revelado un día con solemnidad: "No toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel".

           Necesitaba, por tanto, un evento excepcional que le manifestara el compromiso de universalizar sus sentimientos.

           Habitaba en Cesarea del Mar un hombre llamado Cornelio, centurión de la cohorte itálica, piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia; simpatizaba con el judaísmo, aunque no se hallaba completamente integrado en el pueblo, pues no veía con buenos ojos el hábito tan cruel de la circuncisión de los niños varones. Pero daba espléndidas limosnas a cualquier menesteroso que Dios le situara en su camino y oraba fervientemente, con el corazón abierto.

           Cierto día, hacia la hora de nona (sobre las 15.00 horas), vio claramente en visión sobrenatural, que el ángel de Dios entraba en su vivienda y le saludaba cortésmente:

—La paz sea contigo, Cornelio.

           Él se impregnó de espanto ante tal aparición; le miró fijamente, y preguntó atemorizado:

—¿Qué pasa, Señor?

           El ángel de Dios le transmitió la embajada que le habían encomendado:

—Cornelio, tus plegarias y tus limosnas han subido como memorial ante la presencia de Dios. Ahora envía hombres a Joppe y haz venir a mi elegido, el pescador galileo. Éste se hospeda en casa de un tal Simón, curtidor, que reside junto al mar.

           Apenas se ausentó el ángel que le hablaba, Cornelio llamó a 2 criados de su confianza y a un soldado piadoso, de entre los asistentes de su cohorte, les contó la visión, y los envió a Joppe. Joppe distaba unos 60 km de Cesarea del Mar. Ellos emprendieron camino prestamente.

           Al día siguiente, sobre las 12.00 horas y mientras los asistentes de Cornelio iban todavía de camino y se acercaban a la ciudad, subía el pescador al terrado de la casa para orar, según su método rutinario de departir con Dios. Al principio, puesto de pie, con las manos alzadas y las palmas abiertas, como el divino Crucificado había extendido los brazos en la cruz, adoptaba la actitud orante más adecuada para expresar mediante el cuerpo el movimiento del alma y su anhelo de Dios: así alababa a Dios y le agradecía los dones recibidos y su infinito e inmerecido amor. Después, de rodillas, en postura de suma reverencia, con la frente apoyada en el suelo en signo de suma postración ante la divinidad, expresaba su ardiente súplica: le impetraba por todas sus insuficiencias y por las de la Iglesia naciente, encomendando a su patrocinio su vida y su obra.

           Súbitamente, sintió hambre y quiso comer. Mientras la esposa del curtidor Simón le preparaba gentilmente la comida, le sobrevino un intenso éxtasis en el que observaba nítidamente los cielos abiertos y de ellos bajar hacia la Tierra algo así como un gran lienzo atado por las 4 puntas. Dentro del lienzo podía distinguir toda clase de animales cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves voladores. Y una lejana voz le ordenaba con delicadeza:

—Levántate, sacrifica y come.

           Pedro quedó sorprendido y un tanto enfurecido. Y con cierta razón. Pues desde las más remotas épocas existía una clasificación pormenorizada de animales que los fragmentaba en 2 grupos antagónicos: uno, formado por todos aquellos que se permitía ingerir; el otro, por los que estaban completamente prohibidos como sustento humano. Todo buen judío dominaba perfectamente esta clasificación.

           De manera que se consideraba puro lo que podía aproximar a Dios, e impuro lo que incapacitaba para el culto o excluía de él. Animales puros eran los que podían ser ofrecidos a Dios, e impuros los que los paganos consagraban a sus falsos dioses o aquellos que, pareciendo repugnantes o malos al hombre, se pensaba que desagradaban a Dios. Y así, constituía un delito e impureza alimentarse de vertebrados con pezuña hendida, peces que carecieran de aletas y escamas, todo bicho alado que anduviera sobre cuatro patas, y un elevado número de aves, como buitres, ibis, quebrantahuesos, águilas marinas, halcones, cuervos, avestruces, búhos, lechuzas, somormujos, gaviotas, cisnes, gavilanes, pelícanos, garzas, murciélagos, calamones, cigüeñas, águilas y abubillas. Todos estos animales eran portadores de abominación y origen de impurezas.

           Por eso, ante aquel mensaje de comer de cualquier clase de animal sin discernir sobre su pureza o impureza legal, este galileo, castizo y tradicional, se opuso tajantemente. A renglón seguido, replicó con firmeza:

—De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro.

           No había digerido aún el pescador la escueta invitación, cuando la voz, simulando no sentirse aludida, le insistió por segunda vez, machacona y aclarando su encargo inicial:

—Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano.

           Esto se repitió por 3 veces consecutivas, al cabo de las cuales aquella cosa se elevó hacia el vacío rápidamente.

           El apóstol quedó aturdido. El recado parecía invitarle a liberarse resueltamente de sus escrúpulos respecto a aquella pureza legal que se enarbolaba en la ridícula polémica que los judíos en todas partes mantenían sobre el asunto de la circuncisión. Hasta tal punto, que daban una especie de culto macabro al hecho concreto de la circuncisión, en ocasiones superior al que tributaban al Dios Altísimo. Y separaban a los mortales en dos bandos opuestos e irreconciliables entre sí: el bando selecto, integrado por los circuncisos, y el bando despreciable, en el que concurrían todos los incircuncisos.

           Sin embargo, aquella visión parecía dar a entender al pescador que si Dios había purificado el corazón de todas las personas, aun cuando en éstas su cuerpo estuviera ritualmente impuro (con arreglo a sus estrictas costumbres) por no estar circuncidado, no debía temerse, en definitiva, el trato con nadie, aunque fuese incircunciso. Las 4 puntas del lienzo simbolizaban las 4 partes del mundo a las cuales había de extenderse la gracia del evangelio.

           Mientras permanecía el pescador perplejo y pensando el significado de aquel extraño ensueño, se presentaron los varones enviados por Cornelio, de improviso, en la puerta de su mansión. Llamaron e investigaron si se hospedaba allí el pescador galileo.

           Todavía persistía Pedro con el sentido de su visión, cuando le señaló el Espíritu:

—Ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja inmediatamente y vete con ellos sin vacilar, pues yo los he enviado.

           Dócilmente, el apóstol bajó donde ellos, resuelto y sosegado, y sin esperar al saludo, se adelantó a presentarse:

—Yo soy el que buscáis; ¿por qué motivo habéis venido?

           Ellos respondieron:

—El centurión Cornelio, residente en la ciudad de Cesarea, hombre justo y caritativo, reconocido como tal por el testimonio de toda la nación judía, ha recibido de un ángel santo el aviso de hacerte venir a su morada y de escuchar lo que tú le digas.

           Entonces les invitó cortésmente a entrar en casa y, confiado de la hospitalidad de la familia del curtidor Simón, les dio hospedaje.

           Al día siguiente, nada más clarear el día, se levantó y marchó resueltamente con ellos. Durante el viaje, fueron acompañados por algunos hermanos de Joppe, que pretendían seguir gozando de su compañía encantadora y de su amistad, y procuraban, además, no abandonar ante un posible peligro a persona tan querida.

           Cornelio les estaba esperando con ferviente ansiedad en Cesarea. Previamente había reunido a sus parientes y a sus amigos más íntimos. Cuando el pescador pisaba los umbrales de la ciudad, salió Cornelio a su encuentro y cayó postrado a sus pies. Pedro, en cierta manera avergonzado y contrariado ante tan rendido gesto del que no se juzgaba digno en absoluto, le incorporó suplicándole con finura:

—Levántate, que también yo soy un hombre.

           Se fundieron los dos en un cálido abrazo. Conversando amigablemente entre sí, entraron en la casa de Cornelio, donde muchos reunidos esperaban al pescador. Sorprendido éste de la multitud congregada, ante todo excusó su presencia, alegando la única razón que la justificaba:

—Vosotros sabéis que a un judío no le está permitido juntarse con un extranjero, y menos entrar en su morada; pero Dios me ha mostrado a mí que no se debe llamar profano o impuro a ningún hombre. Por eso, al ser invitado a este hogar, he venido sin dudar. Os pregunto, pues, por qué motivo me habéis enviado a llamar.

           Cornelio tomó la palabra para exponer brevemente su cándida historia:

—Hace 4 días, a esta misma hora, estaba yo haciendo la oración de nona en mi casa, y de pronto se presentó delante de mí un varón con vestidos resplandecientes, y me declaró: "Cornelio, tu oración ha sido oída y se han recordado tus limosnas ante Dios". Al instante mandé enviados donde ti, y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros, en la presencia de Dios, estamos dispuestos para escuchar todo lo que te ha sido ordenado por el Señor.

           Entonces, el apóstol de Cafarnaum sentenció:

—Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato.

           Y prosiguió con entusiasmo su discurso:

—Él ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Vosotros sabéis lo sucedido en Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él; y nosotros somos testigos de cuanto obró en la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándole de un madero; a éste, Dios le resucitó al 3º día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste los profetas testifican que todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados.

           Todavía se hallaba explicando las razones de su fe, cuando descendió el Espíritu sobre todos los que escuchaban la Palabra de Dios. Los circuncisos que habían custodiado desde Joppe al pescador quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu se derramaba también sobre los incircuncisos, pues les oían expresarse en lenguas y glorificar a Dios.

           Entonces Pedro, persuadido de que aquélla era una obra de Dios, querida y asumida por Dios, lanzó al viento una interrogación con la respuesta cantada, con la única finalidad de cerrar la boca a algún presente escéptico:

—¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?

           Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo. De modo que los familiares de Cornelio, gentiles de ascendencia romana, fueron bautizados aquel día. Y vitorearon a Dios, agradecidos, con gritos de júbilo y alabanza. Una nueva etapa, y decisiva, se abría así para la historia de la salvación: la anexión de los incircuncisos, los no judíos, de los extraños y extranjeros, los paganos y gentiles al único evangelio de la libertad de los hijos de Dios. La humanidad entera debía formar una sola fraternidad a redimir, y el reino de Dios debía abrirse para ella en su totalidad, sin exclusiones.

           Cornelio exhortó al pescador que se quedase algunos días en su casa.

k) Conversión del 1º no judío

           Pedro se quedó en Cesarea del Mar durante algunos días, acogido a la próvida caridad de Cornelio, saboreando juntos la alegría de la fe naciente y agradeciendo a Dios su ubérrima liberalidad para con los desheredados.

           Cesarea del Mar, residencia oficial del procurador romano, ubicada en la costa del Mediterráneo, cerca de la desembocadura del Cherseo, había sido fundada por Herodes I de Judea sobre la antigua Torre de Estratón; de ahí que también adoptara el nombre de Turris Stratonis. La ciudad presentaba un fastuoso panorama, estando edificada en forma de anfiteatro. Su puerto marítimo, dársena de reposo casi obligado para las naves que se dirigían a Fenicia o Egipto, ofrecía un aspecto espectacular en su entrada, decorada con estatuas colosales que se habían erigido sobre una torre y sobre enormes bloques de piedra. Los habitantes de Cesarea del Mar, más paganos y descreídos que judíos, habían sido evangelizados por Felipe el Diácono, uno de los Siete.

           La noticia de la estancia de Pedro en Cesarea, en casa de unos extranjeros incircuncisos, corrió como la pólvora, y llegó hasta Jerusalén alterada, deformada, malinterpretada, manipulada. Algunos de sus propios hermanos en la fe lo tachaban de blasfemo, de impostor, de pérfido y de impuro.

           En la mentalidad de la legalidad farisaica, que sobreabundaba entre los nuevos creyentes oriundos del judaísmo que habitaban en Judea, se interpretaba que quien compartía ciertas acciones prohibidas con un pagano, se contaminaba de paganismo; y que quien se relacionaba con un incircunciso más allá de lo estrictamente transigido por las normas que se habían inventado los rabinos de turno, atentaba contra la justicia legal. Los judíos se hallaban inmersos en un mar inextinguible de reglas ridículas, insolentes, estúpidas, surgidas más de un espíritu meticuloso, calculador y avaro de bienes temporales, que de uno comprometido con la santidad de vida. Y esas reglas habían salpicado en muchos casos al evangelio de la sencillez, pretendiendo agregarse al mismo, siendo así que éste delataba, denunciaba y acusaba con contundencia el origen de las mismas: "Habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando denunció: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que sólo son preceptos de hombres".

           No tuvo más alternativa Pedro que regresar a Jerusalén atropelladamente. Allí tendría que justificar su gestión arriesgada, pues los esbirros de la circuncisión le reprochaban con acritud (en su fanatismo más ritual que moral) que se hubiera hospedado en la mansión de un incircunciso y que también los gentiles se hubieran adherido a la Buena Noticia.

           Ya en Jerusalén, le recriminaron a Pedro la causa concreta de su delito:

—Has entrado en casa de incircuncisos, y has comido con ellos.

           Mas la paciencia del apóstol taladraba las rocas más duras y escabrosas. Él tenía cada día las espaldas más anchas. Se crecía con equilibrio en la adversidad, en el infortunio. Y si era para defender un asunto del divino Resucitado, la solidez de su entereza sobrepasaba la del acero de alta resistencia: jamás tiraba la toalla, ni jamás claudicaba ante las dificultades, ahogos o contrariedades.

           Antes de proceder a su defensa, se revistió del manto evangélico, es decir: de humildad y de mansedumbre, adornadas con amor. Luchó con tenacidad exasperante contra el orgullo herido, que pretendía acelerarle el pulso y precipitar el ritmo cardiaco. Se hizo un niño, desprendiéndose de sus razones, de su autoridad, del valor de su cargo. No apeló siquiera al poderoso aval que le había firmado particularmente el Todopoderoso un día, allá en la otra Cesarea, la de Filipo: "Lo que tú ates en la tierra, quedará atado en el cielo; y lo que tú desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".

           Se despojó de su rango y adoptó la condición ínfima de la comunidad. Entonces, y sólo entonces, se puso a explicarles punto por punto, con todo lujo de detalles y respetuosamente, el proceso que había seguido en su visita a Cornelio, desde la visión profética inicial hasta su viaje a Cesarea del Mar, así como el discurso pronunciado ante sus familiares.

           Emocionado en extremo, enardecido y radiante de satisfacción, les contó:

—Había empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre nosotros. Me acordé entonces de aquellas palabras que manifestó el Señor: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo". Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?

           Los certeros y conciliadores argumentos de Pedro, y su aguda perspicacia, relajaron el ambiente encrespado y tranquilizaron definitivamente a los enojados, los cuales dieron por zanjadas sus zozobras y glorificaron a Dios, asintiendo con los demás los asistentes, al unísono:

—Así pues, también a los gentiles les ha dado Dios la conversión que lleva a la vida.

           Aquel acontecimiento en Cesarea del Mar con Cornelio había entrañado, por tanto, una señal trascendental en la futura expansión del camino proclamado por el apóstol. Aquel acontecimiento marcaba un hito en la historia de los orígenes de la cristiandad y en la de su propagación por el mundo. Aquel acontecimiento había abierto insólitas ideas, nuevas perspectivas que madurarían más tarde, aunque lentamente. Sobre todo cuando contrastara el pescador su obra apostólica con la que emprendería años después el gran Pablo de Tarso, genial apóstol de los gentiles.

           De momento, su campo de acción, exclusivamente limitado y reducido a la nación israelita, iba a sufrir progresivamente, a causa de aquel acogedor y caritativo centurión romano residente en Israel, de nombre Cornelio, un sorprendente e impresionante florecimiento.

           Pero las acciones portentosas que se sucedían, cada vez con mayor asiduidad, en la vida del galileo, no le complacían del todo, sino que le inquietaban sobremanera, le soliviantaban y le causaban desazón. Porque junto al consuelo del auxilio prestado a los hermanos presentía que, conforme transcurrían los días, en su alma se abrían huecos difíciles de llenar; la placidez de su conciencia se diluía con ciertos sinsabores que no sabría explicar, con una cada vez mayor latente intranquilidad que se iba acomodando en su interior y adueñándose de sus pensamientos, de sus sensaciones, de las vibraciones de su aliento.

           Casi sin percatarse de ello, su vida se iba conformando cada vez más a la de su Amigo, el verdadero Pan de Vida, que siendo un remanso infinito de concordia, de reconciliación y de perdón, convulsionó el mundo y sus habitantes, lo fraccionó en mil pedazos, y acabó siendo ajusticiado por la mismísima injusticia y clavado a un seco madero. Él no necesitaba ser aleccionado sobre el mérito de la cruz, sobre el significado genuino del dolor y del sufrimiento, pues en todo ello estaba bien entrenado. Pero todavía afloraban lagunas en su ánimo con más frecuencia de la deseable: carencias, olvidos, omisiones, errores. A veces, no disponía de fuerzas bastantes para poner en la práctica lo que la teoría y el sentido común le sugerían. La hondura de perfección que prendería en su aliento sólo se vislumbraba en ciernes: aún le faltaba mucho trecho por recorrer en la senda de su vida.

           Por eso, durante aquellas situaciones de vacío, de pequeñez, de flojera, más se aferraba a unirse al Corazón de Cristo, más se abandonaba y se amparaba en él. Cada uno vivía dentro del otro, absorbido por el otro, poseído por el otro; de tal manera, que la grandeza de Dios suplía el vacío, la pequeñez y la flojera del pescador. El Creador se dilataba en la criatura, y la criatura se gozaba de la acción del Creador en ella. El uno procuraba desaparecer para que el Otro compareciera en él con más brillo, y apareciera el mismo cielo en su vida. El uno mantenía su fidelidad en ofrendar delicadezas de amor, y el Otro, no dejándose vencer en generosidad, correspondía centuplicando la ofrenda. La pobreza de uno se cubría con la riqueza del Otro; la flaqueza del uno, con la fortaleza del Otro. La fragilidad se inundaba de solidez, la insignificancia se agrandaba sin limitaciones, y la penuria se revestía de opulencia... todo gracias al Otro.

           Por ello, el amor de Pedro crecía día a día con regularidad desproporcionada: en el trabajo y en el descanso, en la acción y en la contemplación, en las alabanzas y en las insidias, entre las multitudes y en la soledad. Ardía en deseos de amar y de sentirse amado. Se adentraba en el mar de su Maestro para gustar de su dulzura, para embriagarse de su paz, al contacto con su gracia. Compartía con él sus emociones y gozaba de su presencia. El amor lo superponía al dolor, uniéndole más estrechamente al Redentor, hasta hacerse una misma cosa con él. Con él compartía la consolación, la comunión y la cruz. Sus imperfecciones, tan perceptibles tiempo atrás, se consumían lentamente en las ascuas del amor.

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San Pedro en Antioquía y mundo griego

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           Llegado el invierno del 36 al 37, empezaron a correr malos vientos para la Iglesia de Jerusalén, y empezaron a arreciar las asechanzas judías contra Pedro y sus secuaces, principalmente contra todo lo que olía a su enseñanza sobre el Nazareno crucificado. Las conversiones provocadas por Pedro eran cada vez más numerosas en Jerusalén (de 5.000 a 8.000, nada más que el 1º año) y sus alrededores (Jaffa, Lida, Cesarea, Gaza, Samaria...), y esa sementera de frutos provocaba tensión y envidia en los dirigentes judíos. Y éstos, que vivían de la explotación del culto (y de la ley), no podían permitirse el bien ajeno, aplicando toda suerte de recursos a su alcance (lícitos o ilícitos) para aguar la cosecha de la Iglesia.

           Una tiña sañosa corría a las autoridades judías por las venas (en vez de sangre), y esto les mantuvo alborotados hasta que, por fin, pudieron cobrarse la 1ª víctima: la del joven ayudante Esteban.

           Se sospechaba que Esteban era griego o descendiente de griegos (por su nombre y porque evangelizaba a los griegos, y a los judíos que hablaban el griego), y había mamado la Torah judía a los pies del insigne rabino judío Gamaliel, gozando así del honor de ser el 1º de los elegidos por la Iglesia naciente para el cargo de diácono.

           La función de aquellos primitivos diáconos no consistía en la evangelización ni en la liturgia, sino la actividad social. Ellos eran ministros de la caridad y del servicio, como su propio nombre indica (pues diácono significa "el que sirve"). La juventud de los diáconos intervenía como contrapeso de la senectud de los apóstoles. Ellos eran su mano activa, sus oídos, su boca, su ojo providente, su alma y su corazón en medio de los fieles, la llave maestra de la Iglesia que abría puertas inaccesibles o de difícil acceso. Acompañaban a los apóstoles o viajaban en su lugar. Representaban el papel de intermediarios habituales suyos, anudando los lazos que unían al pastor con el rebaño.

           Los diáconos mantenían un estrecho contacto con los hermanos, asumiendo su situación material y espiritual. Visitaban a los pobres y a los enfermos para ayudarles. Velaban especialmente sobre las viudas, los ancianos y los huérfanos. Informaban a los apóstoles de las carencias y dificultades de la comunidad y de cada uno de sus miembros. De manera similar a los diáconos surgió el ministerio de las diaconisas, que tenían a su cargo el sector femenino y se dedicaban de modo especial a las pobres, a las enfermas, a las ancianas. Se presentaban en los gineceos en donde habían cristianas y catecúmenas casadas con paganos, a fin de prepararlas para el bautismo y cuidar de su constancia. Ni predicaban ni bautizaban, pero arrimaban el hombro en lo que les concernía: colaboraban con los apóstoles en el bautismo de las mujeres y se encargaban de las unciones.

           Pues bien; a través del diácono Esteban se desplegaba con señorío el brazo potente de Dios, obrando acciones prodigiosas, espectaculares milagros que seducían a la gente. El muchacho progresaba en una acendrada virtud y remediaba sus flaquezas naturales apoyándose en el ayuno, la limosna y la oración, tres pilares que desde el Sermón de la Montaña siempre han sido enarbolados simultáneamente por la Iglesia para ubicar sobre ellos nobles conquistas. Además de ejercitarse en la oración y en el ayuno en horas y días fijos, practicaba ayunos extraordinarios en beneficio de los pobres, en los que ejercitaba la caridad, preparación eficiente para percibir las revelaciones divinas que le daban certidumbre de que su plegaria habitual era escuchada.

           Los celosos de la ley judaica le iban tendiendo a Esteban asechanzas para convencerle con sus razones y para descubrir en sus palabras materia para acusarle y perderle. Como sus principales enemigos no pudieron resistirle con el espíritu con que catequizaba, instruyeron a algunos falsos delatores para que atestiguasen ante el tribunal del pueblo judío que habían oído en él blasfemias contra Moisés y contra Dios. Es decir, apelaron al procedimiento inapelable de la injusticia, con reclutamiento de chusma pagada, para concluir en un proceso sumarísimo y fulminante. Y se ocasionó una gran bulla que acabaría con la vida de tan virtuoso muchacho.

           La historia de Jesús se repetía en el protomártir de la Iglesia, Esteban. Y los falsos testimonios de unos cuantos, en los que la bajeza y la ignominia lanzaban potentes rayos que, abochornando la virtud, hacían brillar con esplendor la capacidad de maldad del ser humano, le llevaron finalmente al sepulcro.

           Ciertas tradiciones ancestrales refieren que el propio Gamaliel cuidó del entierro de Esteban, contra la voluntad de los capitostes judíos, que querían que su cuerpo, una vez apedreado, sufriese el vergonzoso ludibrio de servir de pasto a los animales.

l) Instalación en Antioquía

           El linchamiento del joven diácono Esteban en Jerusalén motivó la génesis de una gran dispersión apostólica, haciendo que los hermanos residentes en Jerusalén se dispersaran por los más dispares rincones del país y de ultramar. Se distribuyeron a la buena de Dios por Judea, Galilea, Fenicia, Chipre... La cristiandad dejó de ser una alacena llamativa en Jerusalén para pasar a ponerse en manos de la divina Providencia, y así empezaba a extender el evangelio fuera del mundo judío.

           Pedro, junto con un grupo de amigos, decidió también escapar de aquella explosiva amenaza judía, e ir a parar a Antioquía del Orontes (capital de Siria), población rica y elegante, y enclavada a unos 600 km de Jerusalén. Larga huida, por tanto, en un arriesgado viaje de varios meses por senderos polvorientos y peligrosos, caminando y expuesto a sabotajes de gente desalmada.

           Antioquía de Siria, gran urbe del Imperio Romano, era apodada la Grande y la Bella en honor a la magnificencia de sus edificios, a la suntuosidad de sus infraestructuras y a la sobriedad armónica de su trazado urbanístico, no dudando Amiano Marcelino en bautizarla como Orientis apex pulcher (lit. gala y ornamento del Oriente).

           Desde el año 37, por consiguiente, Pedro se asentó en esta distinguida ciudad, siendo el 1º responsable de la evangelización de tan destacado emporio imperial. Años más tarde se convertiría Antioquía en plataforma de operaciones de su amigo Pablo, y en sede episcopal del ilustre San Ignacio de Antioquia.

           Mientras tanto, la responsabilidad de los hermanos que habían decidido permanecer en Jerusalén, tras la dispersión, recayó en el apóstol Santiago el Menor, el hermano de Juan.

           Por otro lado, en marzo del 37 Roma se teñía de sangre imperial con el asesinato de Tiberio. Se trataba de un regicidio en el que había tomado parte el general Germánico, y en el que éste entregó la corona imperial a su hijo Calígula (llamado popularmente así, por sus menudas botas caligas), desde entonces nuevo emperador hasta el año 41 (en que le sucedería Claudio). No obstante, la benevolencia que hasta entonces había derrochado Calígula con los soldados de su padre (en los preludios de su regencia) pronto pasarán al olvido, hasta trocarse en la actuación propia de un enfermo mental.

           Uno de los primeros decretos de Calígula fue la restauración de la monarquía en Judea (ca. 37), nombrando para ello a Agripa I como nuevo rey de los judíos. Y Herodes III de Judea (Agripa I), nieto de Herodes I de Judea (el Grande) e hijo de Herodes II de Judea (Antipas), ostentó dicho cargo hasta el 44 (año en que el nuevo emperador Claudio restaura el gobierno de los procuradores). Por otra parte, Pilato había finalizado su mandato como procurador en el 36 (siendo sustituido por Marullo el año 37), y ese mismo año había nombrado Calígula a Herenio Capito (cargo que ostentaría hasta el 41).

           Coincidieron en el tiempo, por tanto, los comienzos de Calígula en Roma con los de Herodes III de Judea, con los de Santiago en Jerusalén y con los de Pedro en Antioquía. También en aquel mismo tiempo acaeció una conversión prodigiosa, tanto por lo inesperada y por la tremenda metamorfosis que llevó a cabo, allá en la calurosa llanura de Damasco, como por las asombrosas consecuencias que de la misma se derivarían posteriormente para la cristiandad: la de Saulo de Tarso; el personaje carismático que la historia identificaría como San Pablo, que de fiero perseguidor de cristianos se transformó en su más fiel defensor, el apóstol de los gentiles.

           Durante 7 seguidos años trabajó afanosa y eficazmente en Antioquía el recatado Pedro, evangelizando con ánimo renovado, aunque con el corazón destrozado. Allí fundó una comunidad exclusivamente judía que constituiría el embrión, pasados los años, de otra más amplia y universal, integrada por muchedumbres provenientes de diferentes países y por muchos gentiles, sobre todo cuando recaló en ella el neófito de Tarso, que daría origen al nombre cristiano.

           Antioquía llegó a ser para Pedro su nuevo hogar, del que siempre guardará un grato recuerdo en su alma; tanto empeño y tanto arrojo puso en su labor apostólica, tanto se identificó el pescador con los hermanos de Antioquía y con sus problemas, que numerosos documentos antiquísimos califican con el apelativo específico de antioqueño al bondadoso galileo.

           Durante estos 7 años, Antioquía se erigió en corazón de la cristiandad. Un corazón robusto y sano que latía con fuerza, con pujanza, con cadencia acompasada y frenética, pues el jardín de la Iglesia, dejado de la mano de Dios, iba floreciendo mucho más allá de lo que los escasos recursos y talentos personales de aquellas joviales gentes inducían a suponer y sospechar, y mucho más allá también de lo que sus adversarios mortíferos hubieran codiciado para ellos. La obra apostólica emprendida aquel Pentecostés del año 30 se había sembrado por remotos territorios, llegando a tantos rincones como alcanzaban, perseguidos o buscando sustento, los primeros paladines heroicos del evangelio del Logos encarnado. Y la precaria y exigua organización se centraba en Antioquía. Cualquier consulta se dirigía siempre hacia Antioquía. Pues Pedro debía expresar su opinión y dar su consentimiento en cualquier asunto de gravedad.

           Pedro ejercía un primado absoluto, íntegro, sin fisuras. Pero un primado basado en el amor, por encima de todo. Así se había establecido, y por triplicado, aquella mañana de brisa fresca y aletargada en la ribera del mar de Tiberiades. Él exigía amor a todos y para todos. Sin discernir clase social, raza, edad o sexo. Y dando ejemplo, a todos amaba. Ahí radicaba la clave principal del progreso constante de aquella iglesia naciente: en el amor. El apóstol no perfilaba otra jerarquía que la del amor: quien amaba, ocupaba un segmento preponderante de su entramado jerárquico; quien tenía seco el corazón, se evaporaba del mismo.

           Sus entrañas se enternecían especialmente con los más necesitados, con los pobres, con los menesterosos, con los oprimidos, con los marginados, con los huérfanos, con las viudas. Toda esta gente comprimía su corazón, y constituían para él los casos de 1ª urgencia, la prioridad de su alma y de su institución, los miembros privilegiados de su fraternidad, pues carecían de protección y de defensa. El socorro que les procuraba significaba para él ante todo un honor, pues en ellos servía a su señor Resucitado, y también un deber, pues con ellos y por ellos desarrollaba la liberalidad del resto de los fieles, la caridad, el amor sobrenatural, y en consecuencia, la estabilidad de la comunidad, la fidelidad a la fe profesada y el afianzamiento en la esperanza de una vida nueva, mejor y eterna.

           La labor asistencial expresaba la prolongación de su fe y de su culto. Los huérfanos eran como sus hijos adoptivos, y las viudas el altar de Dios, pues intentaba por todos los medios a su alcance que vivieran de las ofrendas y limosnas de los fieles para que ellas, sin nada y sin nadie que les proveyere, no tuvieran que recurrir a privarse de la decencia para garantizar la supervivencia.

           Con todos había mostrado el poder recibido para someter demonios, para andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder enemigo, sin que nada le extorsionara... "Mas no te alegres de que los espíritus te estén sometidos; alégrate más bien de que tu nombre está escrito en el reino de los cielos", le había auspiciado el Hijo de Dios un día en su día, avanzando sucesos.

m) Visita pastoral a Jerusalén

           Antes de la Pascua del 44, y espoleado por el excelente progreso de sus propias empresas apostólicas y las de sus hermanos dispersos allende los confines del mundo, abandonó Pedro, apesadumbrado y con el alma desgarrada, su venerada sede de Antioquía. Él se había adaptado y vivía allí muy feliz, pero anhelaba prender fuego a la tierra entera con la chispa de su ardiente corazón. Dejó al frente de su sede antioqueña a uno de sus discípulos distinguidos (Evodio, años más tarde martirizado) y, asumiendo riesgos y gran peligro, retornaba a Jerusalén, con objeto de contactar con los primeros hermanos en la fe, escuchar personalmente sus duras experiencias vividas, y estimularles de viva voz en su gratificante misión.

           Éstos celebraron jubilosamente la visita del jefe supremo, 7 años apartado de ellos por culpa de un destierro detestable. Mas ignoraban que su figura iba a desencadenar varios contratiempos imprevistos que desgarrarían al dinámico peregrino galileo, ya bastante envejecido.

           En efecto; enterado Herodes III de Judea del regreso, se complugo en festejarlo singularmente a su manera: derrochó con la cristiandad elevadas dosis de brutalidad, de mal gusto y de injusticia; echó mano a algunos con el solo pretexto de maltratarlos y de ridiculizarlos públicamente; y sancionó la orden de decapitar a espada a Santiago el Menor, saltándose a la torera hasta el procedimiento a seguir, que ni siquiera contemplaba aquel tipo de muerte. Santiago el Menor, el Santiago de la terna predilecta del Señor (y cuyos restos reposan en Santiago de Compostela), se constituyó así en el protomártir del colegio apostólico, cumpliendo su promesa y la sentencia del Señor en respuesta a aquella madre que reivindicaba un alto cargo para el hijo: "El cáliz que yo voy a beber, sí lo beberás y también serás bautizado con el bautismo con que yo voy a ser bautizado".

           Al advertir Herodes III que su bárbaro proceder había agradado a los judíos (con quienes ansiaba congratularse por conveniencias egoístas), decretó a continuación que también encerraran al insigne Pedro. Eran los días de la fiesta de los Ázimos.

           No tardaron en prender a Pedro los secuaces de los judíos, acatando la resolución de su rey y ante la angustia del resto de apóstoles. Fue confiado Pedro a 4 escuadras (de 4 soldados cada una) para que le custodiasen, con la intención de presentar su esqueleto delante del pueblo tras la Pascua, y actuar con él de manera semejante a la obrada días antes con Santiago. Se cumplían exactamente 14 años del arresto y de la horrenda muerte del Salvador Jesús, en aquel mismo antro infecto.

           Mientras Pedro se mantenía confinado en la cárcel, con las puertas cerradas a cal y canto, la Iglesia entera oraba insistentemente por él a Dios. Sus hermanos quedaron vivamente conmocionados y la noticia del prendimiento corrió velozmente hasta la diáspora. Mas no le aterraba la prisión lo más mínimo a este santo varón, para el que "bella cosa era tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufría injustamente".

           Dios accedió a las ardientes súplicas de la cristiandad, pues posibilitó que el pescador escapara milagrosamente del presidio, a pesar de la estricta y enérgica vigilancia que se había montado para custodiarle.

           Había proyectado Herodes III presentar a Pedro ante la gente, aquella misma noche. El apóstol dormía entre 2 soldados y atado con dos cadenas, mientras vigilaban la cárcel unos centinelas ante la puerta. De pronto se presentó el ángel del Señor y la celda se inundó de luz. Le dio el ángel al pescador en el costado, le despertó y le recomendó:

—Levántate aprisa.

           Y se desvanecieron las cadenas de sus manos. Le advirtió el ángel:

—Cíñete y cálzate las sandalias.

           Pedro obedeció en silencio. Y añadió el ángel:

—Ahora ponte el manto y sígueme.

           Y se fugó de la celda y de la prisión, siguiéndole. No captaba la realidad en su integridad, no se percataba de que verdaderamente acontecía cuanto insinuaba el ángel, sino que se figuraba más bien experimentar una visión. Pasaron la 1ª y 2ª guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. Ésta se les abrió sin forzar, por sí misma. Salieron y anduvieron hasta el final de una calle. De repente, el ángel se retiró. El apóstol, vuelto en sí, reflexionó: "Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes Agripa (Herodes III) y de todo lo que esperaba el pueblo de los judíos".

           Consciente de la realidad, marchó Pedro al domicilio de María (madre de Juan, por sobrenombre Marcos), donde se hallaban muchos discípulos reunidos en oración. ¿Acaso, el lugar del cenáculo santo? Llamó a la puerta y salió a recibirle una sirvienta, de nombre Rode. Ella, al identificar la voz del pescador, de puro regocijo ni descorrió la aldaba del postigo, sino que entró corriendo a anunciar su presencia en el pórtico de la casa. Ellos no creyeron sus palabras, y hasta la criticaron:

—Estás loca.

           Pero ella, sin abrir la puerta, continuaba saltando de júbilo y afirmando que no mentía: que verdaderamente el pescador se hallaba libre de la cautividad, llamando a la puerta. Entonces ellos, sin admitir la situación, sin dirigirse a la puerta a comprobarlo, se limitaron a dar la posible versión de los hechos:

—Será su ángel.

           ¡Será su ángel! ¡Sorprende, con una cierta perspectiva histórica, verificar con qué acentuada familiaridad trataba aquella primera generación de creyentes al ángel custodio! ¡Parecía como si fuera uno más de ellos, como si formara parte de su cotidianidad!

           Entre tanto, Pedro seguía llamando a la puerta con insistencia. Al fin, se decidieron y le abrieron. Y al verle, quedaron atónitos. No podían creerlo y se desbocaron en un griterío de alborozo. Él les hizo señas con la mano para que callasen y les contó cómo el Señor le había liberado del encarcelamiento. Y agregó:

—Comunicad esto a Santiago y a los hermanos.

           Cuando amaneció el día se desencadenó una trápala ensordecedora entre los soldados, tratando de esclarecer qué habría sido del recluso. No les cuadraba la situación creada con la estrecha vigilancia a que le habían sometido. ¿Habrían sentido una alucinación? ¿Estarían soñando?

           Entre tanto, Herodes III, enfurecido como un energúmeno al no lograr arruinar la vida del galileo, decretó su búsqueda y captura cual si de un vulgar ladrón se tratase. Y contrariado por no localizarlo por toda la ciudad, procesó sumariamente a los guardias y mandó ejecutarlos. Pues los soldados responsables de prisioneros debían sufrir la pena de aquéllos a quienes habían permitido fugarse.

           Pero Pedro había huido de Jerusalén a Cesarea del Mar, escondiéndose probablemente en la casa de su discípulo (el centurión Cornelio). Pero aunque allí se sentía protegido y seguro (rodeado de un ejército de leales compatriotas), estaba resuelto a iniciar una nueva y dinámica etapa en su vida.

           Para sacar adelante los nuevos proyectos que ya germinaban impulsivos en su mente y recreaban su enorme corazón, como primera medida nombró a Santiago responsable, y sucesor del otro Santiago asesinado, al frente de la comunidad judeocristiana de Jerusalén, cargo que ocuparía hasta el año 62 en que el sumo sacerdote Anán, tras la muerte de Festo y antes de la llegada de Albino, ordenaba lapidarle como a Esteban.

           ¡Qué final tan trágico sobrellevaban sus sucesores en la sede jerosolimitana! Curiosamente, reemplazaría a Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, un tal Simeón, hijo de Cleofás y de María (cuñada de la madre de Jesús).

           Poco duró su estancia en Cesarea del Mar. Allí maduró con calma su naciente proyecto, permitiendo que éste anidara en su alma. Muchas veces, paseando solitario por la orilla del mar, gozando del olor y sabor de la brisa nocturna, o contemplando ajenas faenas de pesca que le evocaban tiempos pretéritos y recuerdos emotivos. Y cuando se sintió iluminado por la Luz que adolece de sombras, lo encomendó a su amigo Jesús y se lanzó decidido (sin demora y sin pausa) a su exacta ejecución: se acercó al puerto y embarcó rumbo a Italia. Suspiraba por afrontar la iniciativa más exorbitante y decisiva de su vida: Roma, la capital del Imperio. Nada ni nadie se lo iba a impedir, por dura y arriesgada que fuera la empresa. Era el año 44.

           Con esa 1ª visita (de 5 años) de Pedro a Roma, se desplazó la capital de la Iglesia a Roma. El contexto político de Roma, metrópoli medular del Imperio, prestaba ya de por sí a la comunidad que se estableciera en ella una trascendencia indiscutible, que la mera presencia de Pedro acabaría por consagrar. Las demás urbes imperiales asumirían con celeridad el primado y el prestigio romano, "presidencia de la caridad y de la fraternidad", que sacralizaba la autoridad del pescador.

n) Visita pastoral a Israel

           Corría el año 49, y el emperador Claudio (ya en el poder, tras el asesinato de Calígula) publicaba un edicto que obligaba a los judíos residentes en Roma a irse de la ciudad, a la mayor brevedad posible. ¡En el horizonte irrumpía de nuevo una cruz pesada, con tonalidades oscuras y plomizas sobre un fondo bermejo! ¡Otra turbulenta y funesta persecución a la vista! En esta ocasión, el edicto no distinguía entre judíos y judeocristianos: cualquiera de ellos incordiaba; cualquiera de ellos irritaba a las autoridades, a los capitostes y a los prohombres de la patria; cualquiera de ellos molestaba para el mantenimiento de la paz que se pretendía disfrutar o mantener; cualquiera de ellos infectaba de confusión y de revueltas callejeras la armonía y el orden; y, por tanto, cualquiera de ellos sobraba y su presencia apestaba en la capital del Imperio.

           Es cierto que solamente tendría efectos pasajeros este edicto, pues transcurrió un breve lapso de tiempo hasta que se produjo el retorno masivo de los afectados. Mas también es cierto que forzó el exilio de numerosas familias hebreas ya asentadas en Roma. Entre ellas, la de un matrimonio ejemplar, Áquila y Priscila, discípulos del pescador, que emigraron hasta Corinto (donde la divina providencia les obsequiaría con el encuentro y alojamiento del ilustre Pablo de Tarso).

           Pedro y muchos creyentes tuvieron que cargar con el delito de ser hebreos, de su estirpe judía. Esta raza, entonces como ahora y como siempre, ha figurado invariablemente a la cabeza del índice de los grupos étnicos más hostigados, repudiados, espoleados y vejados de la historia de las persecuciones de la especie humana. Desde tiempo inmemorial han sufrido los judíos injustos acosos, amenazas, bravatas, maldiciones y chantajes que se han materializado en sangrientas cacerías y en patéticos holocaustos. Y así, también Claudio los expulsó de Roma el año 49, tachándolos de non gratos e incómodos.

           Con todo, fue capaz Pedro de aprovechar la coyuntura que le brindaba el injusto Edicto de Claudio para vislumbrar en ella una pretensión celestial: pensó que había llegado el momento idóneo para convocar en Jerusalén un sínodo ecuménico de aquella Iglesia naciente que crecía día a día desmesuradamente y cuyo control suspiraba por que no se le esfumara de las manos. Se hacía obligada una fulminante aclaración sobre ciertas cuestiones que estaban suscitando recias y graves polémicas entre los creyentes, y que hacían peligrar la unidad si no se atajaban con tacto y cuanto antes. Para una conciliación plena, nada mejor que reunir a los principales responsables de la organización y de la controversia en el centro geográfico en que se había iniciado la andadura apostólica, en las entrañas mismas de aquellos lugares que ya se veneraban como sagrados y que todavía olían a Verdad y a Vida.

           De manera que ordenó a Lino, a Cleto y a Clemente que se hicieran cargo del mantenimiento de la obra ya emprendida en Roma, magnífica obra por cierto. Y con ellos y con los hermanos pasó la noche entera en oración, suplicando el auxilio divino y la bendición sobre los nuevos proyectos que se fraguaban; celebró la eucaristía, reconfortándose en la savia vivificadora del Pan de Vida, y se encaminó a Jerusalén.

           No. No se amedrentó ante su cuerpo de casi 70 años, envejecido y curvado por los años y por el trabajo honrado e intenso a que le había sometido sin compasión y sin descanso. Ni la fatiga extenuó su espíritu ilusionado, inasequible al desaliento y permanentemente renovado de esperanza. Y con una alforja sin equipaje, vacía de comida y de ropa pero repleta de sueños, de muchos sueños, partió.

           El viaje desde Italia hasta Asia duró varios meses, como era usual por aquel entonces. Por tierra, y por mar. Atravesando polvorientos caminos, sufriendo frío y calor y los posibles asaltos de bandoleros desalmados, y soportando travesías con recias tormentas en navíos pequeños de carga, poco adecuados para el transporte de personas humanas. Mas, en cualquier caso, siempre alegre, muy alegre. Compartiendo y departiendo con aquéllos que tropezaba en su camino, por disposición divina. Visitando comunidades ya establecidas de bienaventurados que profesaban la misma fe, y pregonando ésta a los paganos que la ignoraban. Evangelizando en cualquier sitio sin temor, sin desmayo, a tiempo y a destiempo, forzando hasta el límite aquella ronca voz forjada antaño en alta mar, y a bordo de su barca, en las cotidianas faenas marineras. Y amando, siempre amando, que era la tónica esencial de su vida y de su comportamiento, tal como el divino Jesús le había susurrado repetidas veces con susurros de alas de mariposa, años atrás, al oído: "Amigo mío, en esto conocerán todos que eres verdaderamente mi discípulo: Si amas a todos como Yo te he amado".

o) En el Concilio de Jerusalén

           Corría el año 49 cuando retornó Pedro a Jerusalén, su adorada Ciudad Santa y para él repleta de los más perentorios y valiosos recuerdos de antaño, donde le cupo el honor de presidir el 1º concilio de la historia. Sin duda, sus pisadas se orientaron enseguida hacia el Gólgota, el cenáculo, el templo, las casas de las Marías... ¿Entre ellas también, tal vez, la de la Madre?

           La convocatoria había sido provocada, esencialmente, por las habladurías y las peregrinas filosofías de algunos neoconversos judeocristianos, más judíos que cristianos, que habían venido desde la comunidad jerosolimitana (dirigida por Santiago el Mayor) hasta Antioquía, Fenicia y Siria. Éstos salpicaban de ley mosaica el evangelio, empeñados en transformar paulatinamente el evangelio en la Torah y afirmando que "si no os circuncidáis conforme a la ley de Moisés, no podéis salvaros".

           A tales aseveraciones se oponía sin escrúpulos, rotunda y tajantemente el neoconverso Pablo de Tarso, que sentía muy poco afecto por la dichosa circuncisión, a pesar de ser él mismo circunciso. Pero también eran mal entendidas y tergiversadas por algunos las alegaciones aducidas por el de Tarso. La disputa traía por la calle de la amargura a la cristiandad, pues nadie daba su brazo a torcer ni admitía como razonables las argumentaciones de la parte contraria.

           Tomó cartas en el asunto Pedro. Aunque desde el origen suponía claramente hacia qué bando se decantaba la verdad, no juzgó conveniente zanjar la trama con una mera declaración de principios. Pues en las cosas de Dios no hay mejor baremo (tal vez sea el único, e infalible) para clarificar las verdades que el baremo del amor, porque Dios es amor y sólo está donde está el amor. Pablo había sembrado el imperio de plantaciones de amor, que glorificaban a Dios, mientras que sus enemigos, chicharras bocazas, apenas se podían gloriar más que de escupir por su boca bocanadas malolientes de insultos y de embrollos, agraviando la caridad.

           Mas, dada la gravedad de los sectores enfrentados, convenía convocar a los principales responsables o cabecillas del altercado, y utilizar con ellos un sistema de consenso más acorde con la mentalidad humana que con los patrones jerárquicos. Así que decidió el pescador que el curtidor, junto con su amigo Bernabé, subieran a Jerusalén a explicarse sobre aquellas cuestiones que tanto conflicto estaban suscitando en algunos sectores judeocristianos.

           Y resultó poco escabroso y embarazoso el llegar a acuerdos válidos y solidarios, pues la reunión estuvo regida en todo momento por la fraternidad y por la fe en el único Jefe que daba la Vida, el cual caldeaba el ambiente conciliador con su asistencia mística.

           Comenzó el cónclave con el relato pormenorizado, por parte de los concurrentes al mismo, de cuanto había obrado Dios juntamente con ellos en su ya dilatada y ecuménica acción apostólica por los senderos del mundo. ¡Había que amplificar, ante todo, la obra de Dios, lo positivo, lo que unía, lo que nadie cuestionaba, lo que todos apreciaban! Se facilitaba de esa forma la entrada en la cuestión de la controversia, de forma pacificadora. Entonces, ésta fue ampliamente discutida por todos los implicados, defensores y detractores de cada una de las dos partes. Tras una prudente discusión, y antes de que saltaran chispas en el ambiente, se incorporó el viejo e ilustre Pedro, para exponer:

—Hermanos: vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran.

           Se había producido un silencio sepulcral nada más levantarse la esbelta figura del viejo apóstol, y todos seguían su discurso absolutamente mudos y con avidez. Con objeto de que entre los componentes del auditorio no surgiesen nuevas aprensiones, empezó recordando la elección suprema que ostentaba sobre todos ellos, su primado, dejando bien sentado que dicha elección y dicho primado los había promovido directamente el mismo Hijo de Dios en persona. Estaba convencido que con tan decisiva alusión, nadie cuestionaría sus siguientes palabras:

—Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni vuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?

           Desde su máxima autoridad, yendo al grano e hilando muy fino, zanjaba sutilmente, con dulzura, pero con firmeza a la vez, la encrespada polémica: daba totalmente la razón a la tesis sostenida por Pablo de Tarso, sin mencionar directamente el vocablo circuncisión, que habría levantado ampollas y ofendido a los de la tesis contraria.

           Mas, para no limitar su mensaje a designar un vencedor y un perdedor, lo remató con una alusión directa a la esencia del evangelio, que el propio Cristo le había enseñado personalmente y que debía ser válido para todos, circuncisos e incircuncisos:

—Nosotros creemos más bien que nos salvamos exclusivamente por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos.

           La salvación, pues, no dimanaba de ningún acto fisiológico: sólo se salvaría quien viviera en gracia de Dios. La asamblea permaneció muda, a pesar de sentarse y dar por finalizado su parco comunicado en asunto tan peliagudo. Para culminar su propósito de lograr que los asistentes desecharan cualquier prejuicio sobre la autenticidad de la doctrina de Pablo de Tarso, y para no vulnerar o zaherir la figura de éste entre los partidarios de la tesis contraria, le suplicó que, de nuevo, narrara las acciones y prodigios extraordinarios que Dios había realizado por su intercesión entre los gentiles.

           Finalizó la reunión con una emotiva alocución del anfitrión de la misma (Santiago el Mayor, el pariente del Señor y a la sazón titular de la sede de Jerusalén), que celebró y ratificó las palabras del pescador, desmarcándose de aquéllos que le hacían portavoz de la tesis derrotada en el concilio:

—Dios intervino ya al principio para procurarse entre los gentiles un pueblo para su nombre. Con esto concuerdan los oráculos de los profetas. Por esto opino yo que no se debe molestar a los gentiles que se conviertan a Dios, sino escribirles que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos de la impureza.

           La propuesta de Santiago de escribir una carta fue acogida favorablemente. Ella serviría de aval, en la diáspora, ante eventuales suspicacias en esta empresa espinosa. La carta se redactó con el siguiente tenor literal:

"Los apóstoles y los presbíteros hermanos, saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, Siria y Cilicia. Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas imprescindibles: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós".

           "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros". ¡Con qué frescura aludían aquellos primeros testigos del evangelio al Paráclito! ¡Parecía como si hubiera presidido físicamente el cónclave, como si hubiera sido la raíz visible de la discreción habida, la clave fundamental para la ruptura de aquella irreconciliable dispersión de los criterios, y el fundamento del entendimiento final y de las decisiones adoptadas por unanimidad! La abstención que se mencionaba al final de la carta pretendía ser una medida transitoria y conciliadora, que también se aboliría poco después, para que en los derrotados no cundiera el desánimo en la perseverancia. La diplomacia y la prudencia se habían aliado para tratar de no herir susceptibilidades en los convertidos del judaísmo al cristianismo.

           Fue aquel encuentro de Jerusalén un magnífico éxito del pescador de Cafarnaum, en su reencuentro con los Santos Lugares. Cierto que la autenticidad del apóstol de Tarso era paradigmática; pero la sabiduría y astucia del pescador convencían siempre. Y sus acuerdos, claros y terminantes, gustaba aplicarlos con firmeza y energía.

           Tras el concilio, se dedicó Pedro a visitar numerosas comunidades de creyentes en la fe del Amigo que da la Vida, que se habían implantado ya por todos los rincones del globo terráqueo. ¡Quién lo hubiera creído tan sólo 19 años antes, en aquella primavera del año 30 que contemplaba sobre el madero de una cruz, absolutamente derrotado, al Amo y Señor a quienes todos estos secuaces adoraban ahora!

           Y evocaba conmovido aquella premonición que le había trastocado su existencia, durante su última faena de pesca: "Tú serás pescador de hombres". Únicamente ahora procedía a vislumbrar y comprender su sentido genuino e íntegro.

p) Vuelta a Antioquía

           Llegado el verano del año 52, Pedro volvió, por 2ª vez, a su añorada Antioquía. Necesitaba reponer fuerzas, que le iban flaqueando paulatinamente a causa de la edad, de las continuas correrías, del desgaste a que sometía su cuerpo de una manera inmisericorde y persistente. Necesitaba renovar su espíritu de esperanza sobrenatural, de equilibrio. Necesitaba acumular olvidos para recuperar y retener remembranzas en su memoria. Necesitaba respirar aire puro y soledad, para meditar el pasado y programar sosegadamente el porvenir, que se le prometía denso de emociones, de sensaciones, de vivencias.

           Necesitaba, a la vez, disfrutar durante unos días de la presencia y compañía del peregrino de Tarso. Quería compartir sus experiencias apostólicas, escuchar con pelos y señales aquellas sus seductoras andanzas por todo el occidente, andanzas que ya había preludiado durante sus intervenciones en el Concilio de Jerusalén. Pero era imperioso conectar con él en un paraje tranquilo, sin persecuciones por medio, sin prisas, sin alteraciones externas, sin la alta tensión que la causa cristiana generaba en el país que mana leche y miel. Apremiaba el sentirse, además, en su propia salsa.

           Y para ello, nada mejor que en un ambiente frecuentado y amado por ambos, pues ambos se desenvolvían espléndidamente en aquella Sede de Antioquía. Pedro, porque había morado allí durante 7 años; y Pablo, porque había plantado en aquella ciudad su propio centro de operaciones.

           Llamada también Epi Dafne por hallarse situada cerca del pueblecito de Dafne, Antioquía distaba 25 km del mar y estaba edificada sobre una vega muy fértil. Con vistas a dotar la población de defensas y de protección, la habían dividido en 4 distritos, cada uno de los cuales estaba rodeado por una muralla particular, estando todos ellos a la vez encerrados dentro de un recinto común fortificado. En aquellos tiempos contaba con unos 50.000 habitantes, y podía igualarse en suntuosidad y esplendor a otras metrópolis orientales. En Antioquía se alojaba el procónsul de Siria, constituyendo el emporio más famoso de las ciencias de la antigüedad y, en particular, de las teológicas cristianas.

           En Antioquía había asentado Pedro la 1ª comunidad cristiana que se había asentado fuera de Israel, y en Antioquía, unos pocos años después y gracias a la actividad apostólica del ilustre Pablo, es donde se estrenó el apellido de cristianos asignado a los prosélitos de aquellas nuevas ideas que ambos predicaban. Tanto hablaban de Jesucristo, tanto pronunciaban el nombre de Jesucristo y con tanta devoción y pasión, que parecía salírsele de los labios con agitación incontenida; de ahí que la gente, admirada de aquel fervor y de la lealtad con que se entregaban a la causa del divino Resucitado, empezara a sustituir progresivamente el apodo identificativo que hasta entonces se esgrimía (el de nazarenos) por el nuevo de cristianos, que más de 2 milenios después sigue siendo el único universalmente adoptado. Y Antioquía fue la cuna de tal apellido calificativo.

           Pues bien; eran 2 acusadas aunque desiguales personalidades las que se equiparaban en este inolvidable y trascendental encuentro antioqueño. Pablo lo evocaría, años más tarde, en una carta que envió a sus amigos gálatas:

"Me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos. Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos. Pero en cuanto vi que no procedían con rectitud, según la verdad del evangelio, le dije en presencia de todos: «Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?".

           Allí, en Antioquía, se confrontaba, por tanto:

-la diplomacia sutil, a la llaneza espontánea;
-la habilidad y la perspicacia, a la franqueza y a la transparencia aguda;
-la astucia adquirida con el transcurso de los años y de los traspiés, al talento ingénito;
-la sagacidad, a la lucidez del entendimiento;
-la experiencia y la sabiduría que florecen en los recodos del camino, en los avatares de la vida, especialmente en las cruces, a la ciencia alcanzada en los libros, a los pies de un rabino o por revelación sobrenatural directa;
-la prudencia sin límites, incontrolada, al riesgo bajo control;
-la cautela, al tesón;
-la veteranía y un cierto apego a los usos y costumbres tradicionales, a la fuerza irresistible de una juventud madura, innovadora y arrolladora;
-el genio, al ingenio;
-la doctrina en cierta manera derivada de la Ley mosaica y condicionada a ella, a la desposeída plenamente de mixturas y condicionantes;
-el judeocristianismo, al cristianismo más impecable;
-el pasado esperanzador de futuro, al futuro actualizado por el pasado;
-la candorosa sencillez de la simplicidad, a la compleja y completa perfección;
-el pragmático realismo, al arriesgado idealismo;
-el sosiego impetuoso, al ímpetu sosegado;
-la tolerancia dominada e intervenida por un hálito de mejora, de excelencia, a la intolerancia con capacidad de corrección, de perdón y de reconciliación;
-el espíritu mediador y conciliador, al luchador y defensor a ultranza de los ideales;
-el máximo garante de que el árbol de la Iglesia enraizara con profundidad y frescura lozana, al paladín más denodado para que ramificara y fructificara a sazón;
-el pescador, al curtidor.

           Dos gigantes y a la vez menudos aprendices del verdadero código del amor.

           Y con amor adornado de enérgica humildad y de mansedumbre, se expresaron sus acuerdos y desacuerdos sobre las heterogéneas formas de concebir el apostolado, sus puntos de vista sobre las cuestiones puntuales que exasperaban los ánimos de la cristiandad naciente y que crispaban el aliento de algunos. Sin tratar de enmendarse la plana recíprocamente, ni de enseñarse los dientes. Sin adulaciones impudentes ni soeces descalificaciones.

           Sin tirarse los trastos a la cabeza, sin echarse nada en cara, sin acritud, sin asperezas. Sin filípicas, sin tartamudeos y sin discusiones bizantinas, sin divagaciones melancólicas y absurdas y sin andarse por las ramas, sino enterrando el hacha de guerra, y aclarando y sintetizando convergencias. Afirmando verdades sin encubrir discrepancias, y procurando siempre unificar posturas más que amplificar desacuerdos. Ellos buscaban la unión filtrando las disparidades en sus propias vivencias, en sus enfoques pastorales y en sus criterios prácticos de aplicación, pero no en doctrina. Pues en doctrina no les diferenciaba nada. Absolutamente nada.

           Fue aquel un encuentro que supo a gloria: sugerente, estimulante, provechoso y vital. Tanto que en Antioquía recobraba entusiasmo Pedro para seguir rastreando caminos con ilusión renovada, para remozar y dilatar la extensa senda de su vida por territorios ignotos y seductores, a través de otros derroteros ya entreabiertos por el peregrino de Tarso.

q) Visitas por Asia Menor

           Tras el encuentro en Antioquía con Pablo, Pedro inicio un nuevo y apasionante sendero, yendo a visitar a cuantos amigos había por el orbe y sin un sitio fijo donde reclinar la cabeza, como su Rey amado. Siempre en dirección hacia la capital del Imperio Romano, pero no de forma directa sino atravesando las iglesias y emporios del Asia Menor. El Señor soberano le saciaba con flor de harina, y le infundía fuerzas que compensaban la fragilidad de su complexión decaída, dándole piernas de gacela y haciéndole caminar por las alturas, sin cansarse ni desmayarse.

           Y así Pedro, aquel "individuo sin instrucción", que ni había frecuentado academia alguna, ni ostentaba ningún diploma o título académico, ni se había formado junto a ningún rabino de su tiempo, y que era considerado por los propios judíos como "hombre torpe y tosco de pueblo"... llegó a colocarse frente a los sofistas y sabios helénicos del Asia Menor, mostrándoles sin complejos la Verdad. Hablaba sin lagunas mentales y escribía con autoridad (con empaque, con calidad de léxico, con claridad, con soltura e imaginación) y hasta con cierto descaro, explicándose como un libro abierto:

"Pedro, apóstol de Jesucristo, a los elegidos que residen en la dispersión del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según el designio de Dios Padre para someterse a Jesucristo y ser rociados con su sangre. Gracia y paz en abundancia a todos vosotros" (1Pe 1, 1-2).

"Vosotros sois raza elegida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que se proclamen las proezas de Aquel que os llamó de las tinieblas al Reino de su maravillosa luz" (1Pe 2, 9).

"Pues los que en un tiempo erais no pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que antes erais no compadecidos, ahora sois compadecidos. Y ahora, queridos, como huéspedes y forasteros, proceded honradamente como representantes de Dios, en medio de los paganos, malhechores y difamadores. Tal es la voluntad de Dios" (1Pe 2, 10-12.15).

           Velaba sin desmayo por la pureza de doctrina, pues el ideal de vida evangélica que él pregonaba se cimentaba sobre un depósito de verdades de fe, o credo, y sobre un código ético y moral que eran sólidos, concluyentes, innegociables, irrebatibles. La Didaché, el más antiguo escrito cristiano no canónico, anterior incluso a algunos libros del NT, recogía el dogma de este hombre: "Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos" (Didaché, I, 1).

           No se amedrentaba ante los que se oponían insolentemente a sus enseñanzas respecto al camino de la vida y las contaminaban sin pudor; a esos tales, los falsos doctores, les mostraba la parte recia de su temperamento, los atacaba sin paliativos, con firmeza, con contundencia, con sentencias condenatorias:

"Son atrevidos y arrogantes, que no temen insultar a la gloria; son como animales irracionales, destinados por naturaleza a ser cazados y muertos, que injurian lo que ignoran. Con muerte de animales morirán, sufriendo daño en pago del daño que hicieron" (2Pe 1, 10b-13a).

           Y para que sus discípulos (y la humanidad de los siglos futuros) reconocieran a estos pérfidos doctores, mutiladores del evangelio y origen de tantos extravíos morales y de condenaciones eternas irreversibles, los definía con precisión, con detalle, para que siempre pudieran ser identificados y para actuar en consecuencia contra ellos:

"Tienen por felicidad el placer de un día; son hombres manchados e infames, que se entregan de lleno a sus placeres mientras banquetean; tienen los ojos repletos de adulterio, que no se sacian de pecado, seducen a las almas débiles y tienen el corazón ejercitado en la codicia, ¡hijos de maldición!" (2Pe 2, 13b-14).

           Incluso condescendía en manejar bellas metáforas para la identificación personal de estos falsificadores del evangelio:

"Son fuentes secas y nubes llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas; hablan palabras altisonantes, pero vacías; cautivan con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error; prometen libertad, mientras ellos son esclavos de la corrupción, pues uno queda esclavo de aquel que le vence" (2Pe 2, 17-19).

           ¡Qué cuadro descriptivo tan magnífico! ¡Con qué detalle caracterizaba a estos vividores, antítesis de su propia figura!

           Para una mayor y mejor identidad, el pescador aseguraba que estos profetas de la malicia no emergían del paganismo, de entre aquéllos que jamás han creído en el Dios de la Vida, sino más bien de entre los desertores de las propias comunidades, de entre los apóstatas (en aquellos tiempos multitudes, pues la mediocridad prolifera cuando se exige la santidad), de entre los creyentes que no se tomaban con seriedad la Buena Noticia y, renunciando al bien, ataban piedras de molino al cuello de sus hermanos para que se hundieran en el fango con ellos. Porque "si después de haberse alejado de la impureza mundanal por el descubrimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera" (2Pe 2, 20), les recordaba el apóstol.

           Y a todos estos tales, les auguraba el destino del camino de la muerte:

"Más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que les fue transmitido. Les había sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: el perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el cieno" (2Pe, 2, 21-22).

           Nadie discutía victoriosamente, pues, con este desbocado Pedro, pues afirmaba las cosas con superioridad respetuosa, no engreída y sin retórica, y las confirmaba con el palpable y fascinante ejemplo de su propia vida. Una vida modélica, siempre en la brecha. Poseía una exquisita intuición para acomodarse a cada tipo de auditorio. Jamás aullaba, aunque poseía el don de elevar firmemente la voz en el justo momento que se requería. Y sabía escuchar en actitud receptiva y comprensiva, sobre todo a sus enemigos.

           Hoy, tras el paso despiadado de las centurias, 2 cartas escritas por este rudo pescador, copiadas al dictado por un fiel amanuense, son más leídas, meditadas y estudiadas en las aulas y en las moradas de gentes honestas de todos los rincones del planeta, que las de los sabios de entonces, ya corregidas y mejoradas por la filosofía de los tiempos. En ellas destaca su firmeza de carácter ante el mal, su celo por la pureza de doctrina y por la santidad de las maneras, su ternura de alma, una fe vehemente en su Amigo, el Verbo de Vida, y una confianza ciega en los bienes celestiales por él prometidos:

"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1, 3-5).

           Siempre era Pedro el jefe que inspeccionaba, decidía y ordenaba, y superaba en todo a todos sus compañeros. Su mirada era más penetrante y fulminante que la del "águila de los evangelistas" (Juan), y clamaba más fuerte y con mayor ardor que el mismo "hijo del trueno" (Santiago el Menor). Iba más allá que todos, más allá que la carne y la sangre, más allá que la naturaleza y la tierra. De tal modo descollaba, que hasta el propio Hijo de Dios había juzgado conveniente, años antes, exaltarlo singularmente sobre los demás discípulos: "Bienaventurado eres tú, hijo de Joná".

           Aleccionaba con sabiduría, colmado de Espíritu Santo, a pesar de que no se le juzgaba "hombre de letras". Por la acción sobrenatural de los dones del Espíritu Santo, que desde aquella mañana primaveral de Pentecostés jamás le desatendieron, interpretaba auténticamente los textos más oscuros de la Escritura, siempre conforme a la ortodoxia del evangelio. Y prevenía contra los usurpadores de esa facultad:

"Acordaos de las predicciones de los santos profetas y del mandamiento de vuestros apóstoles, que es el mismo del Señor y Salvador. Sabed ante todo que en los últimos días vendrán hombres saturados de sarcasmo, guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron los padres, todo sigue como al principio de la creación" (2Pe 3, 2-4).

           El Dios Creador, encarnado como Salvador y Redentor de una humanidad que se hacía pedazos en el origen de la nueva historia, debía volver al final de los tiempos, como Juez definitivo de la misma. Así lo había prometido él mismo. Esa nueva venida preocupaba en extremo a sus contemporáneos, como preocupa y ha preocupado a la humanidad de cualquier época y lugar. Y Pedro iluminaba sobre estas cuestiones arduas con una facilidad espantosa, con una impropia sencillez, a pesar de sus carencias ingénitas:

"Hace tiempo existieron unos cielos, y también una tierra surgida del agua y establecida entre las aguas por la Palabra de Dios. El mundo de entonces pereció inundado por las aguas del diluvio, y los cielos y la tierra presentes, por esa misma Palabra, están reservados para el fuego y guardados hasta el día del Juicio y de la destrucción de los impíos" (2Pe 3, 5-7).

           Cuando le inquirían los amigos, deseosos de que llegara pronto el gran día de la venganza contra los inspiradores de sus cruces, por qué el Cristo de Dios lo demoraba tanto y no llenaba la tierra de su justicia, Pedro les recordaba:

"Una cosa no debéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión" (2Pe 3, 8-9).

           El Espíritu Santo dictaminaba por medio de Pedro, pues, una multitud de entresijos de la divinidad, que iluminaban el sendero de los creyentes hacia la eternidad. O como por su boca expresaba el propio Espíritu:

"El día del Señor llegará como un ladrón. Y en aquel día, los cielos se desharán con ruido ensordecedor, los elementos se disolverán abrasados, y la tierra y cuanto hay en ella se consumirá" (2Pe 3, 10).

           En cuanto los fieles veían fluir de los labios de Pedro algún misterio arcano, propio de la omnisciencia de Dios, se enternecían, al ver que Pedro lo relataba todo con espíritu abatido y humillado. Pero sin encogerse, y aportando siempre su interpretación moral, aplicable a la humanidad redimida:

"Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha" (2Pe 3, 11-14).

           ¡Sin mancilla y sin tacha! El pescador enseñaba que Dios suspiraba por sorprender al hombre, en su 2ª venida, sin mancilla y sin tacha. Sin pecado. Sólo de esa manera el hombre se hallaba en paz ante Dios: sin mancilla y sin tacha, sin pecado. Exactamente para eso se había encarnado Dios: para reclamar la santidad a los hombres. Pues "Dios es santo" (1Pe, 1, 15).

           Los más críticos le objetaban por qué postergaba tanto el Cristo de Dios una respuesta aplastante a los ataques de la gente malvada, por qué toleraba tanto sufrimiento en el seno de las comunidades sin dar señales aparentes de vida, por qué la cruz formaba parte inseparable del ideario que les sustentaba. A lo que Pedro, sin amedrentarse, replicaba con una sabiduría que desconcertaba:

"La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, con arreglo a la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los deleznables interpretan torcidamente (como también las demás Escrituras) para su propia perdición. Vosotros, pues, queridos, estando ya advertidos, vivid alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos disolutos, os veáis derribados de vuestra firme postura. Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo" (2Pe 3, 15-18a).

           ¡Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador! Sólo la gracia y el conocimiento del Señor colmaban sus afanes. Sólo por la gracia, es decir, por una vivencia íntima y mística, llegaba al conocimiento de nuestro Señor y Salvador. Y este conocimiento daba sentido a la gracia, clarificaba la gracia. La gracia le permitía soportar la cruz; o mejor, por la gracia, su Señor y Salvador aligeraba su cruz. Por ello, de sus labios brotaba el agradecimiento: "A él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén" (2 Pe 3, 18b).

r) Más visitas por Asia Menor

           Por donde hendía sus huellas Pedro, esclarecía la oscuridad y las noches se iluminaban de luz. Su cuerpo se agotaba cada día más, se encorvaba, se arrugaba y se agrietaba, pero su mente se conservaba inmutablemente lúcida y su corazón más esponjoso ante Dios y ante los problemas de los hombres.

           Y siguió surcando su propia senda, cada vez más prolija, más austera, más áspera. Recorrió miles de kilómetros a pie enjuto y navegando por la mar, su querida mar. Contra viento y marea, y contra la desidia y las apetencias de comodidad y de reposo.

           Pues no eran aquéllos propiamente viajes de turismo, como los programados hoy por cualquier agencia. No. En realidad, viajar por el Asia Menor (hoy Turquía) suponía exponerse a un amplio abanico de peligros, amenazas, riesgos, contingencias e incidencias, precariedades y odiseas. Los trayectos eran largos, interminables, tediosos, inseguros: bien por caminos pedregosos de carros, salpicados de guijarros, y de piedras, y de polvo, o bien siguiendo las rutas de desfiladeros estrechos y movedizos, por acantilados abruptos y empinados, que lindaban con hondos precipicios o con torrentes de aguas espumantes. Tal vez a través de pistas ya entreabiertas por las caravanas, o acaso dibujados sobre la roca viva, entre la maleza o en las llanuras ardientes del cálido desierto, donde los pies sangraban y el cuerpo entero se extenuaba y sufría bajo los dardos de un sol tórrido e implacable.

           Pedro vagaba por aquellos senderos del Asia Menor como el mendigo que no sabe qué le espera al final de la jornada; en circunstancias propicias o aciagas, bajo el bochornoso calor del estío o en medio de la tempestad invernal, soportando lluvias, nevadas, granizadas, vientos, y una nube moteada de adversidades. Aguantando carros y carretas. Y siempre en ademán de marcha, en actitud de tránsito. Y sin descanso, a pesar de la postración y el cansancio. Sin apenas referencias. Expuesto a los asaltos de gente desalmada y a persecuciones vituperables de enemigos rencorosos y soberbios, que jamás daban un respiro a la bellaquería. Sin albergue estable donde reponerse de la fatiga. Sin un plato de comida con qué alimentarse, y las más de las veces llevándose a la boca pura bazofia que destrozaba el estómago, provocaba las náuseas y extenuaba el sistema nervioso.

           ¡Cuántas noches se le cerraron a este pobre hombre los párpados, embotados por el sueño, bajo la mirada plácida de los luceros de las tinieblas, en duro suelo, con el cuerpo molido y el alma lacerada y condolida de infames calumnias e injusticias! ¡Cuántas enfermedades y achaques hubo de sufrir sin permitirse descansar, sin poder reponerse, sin recibir consuelo y ayuda de nadie, y sin otro alivio que la plegaria suplicante de misericordia a su Maestro Resucitado, manchada de lágrimas encogidas! Arroyos y riachuelos, desiertos inhóspitos y yermos, montañas escarpadas y valles, islas, mares... La senda de este incansable varón se tornaba cada vez más escabrosa. Pero nada ni nadie le frenaban su coraje emprendedor. Parecía forjado de un acero de alta resistencia, inagotable.

           Ponto, Galacia, Capadocia, Asia Menor, Bitinia... Los territorios del Oriente (¿Éfeso?, ¿Atenas?, ¿Corinto?) se rendían ante su oratoria y acogían jubilosamente su presencia. En cada comunidad establecida se detenía a difundir el mensaje del amor de Dios, que concretaba en fórmulas elementales para que todos lo captaran y asimilaran:

"Amaos intensamente unos a otros con corazón puro y sin fingimiento, como hermanos vuestros que son. Obrad como hombres libres y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios. Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, someteos a la institución humana y proceded con cautela" (1Pe 1,22; 2,16-17; 2,13; 1,17).

           Y exigía, y exigía y exigía. Sin miramientos. Sin piedad y sin contemplaciones. Sin límites:

"Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta. Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro" (1Pe 1, 15-17).

           Su cargo de responsable supremo de un grupo que cada día crecía en número desproporcionado a sus medios y recursos, le complicaba bastante su estabilidad y su reposo, pues le implicaba en aquella condición de peregrino ambulante y de inspector general. Pero aquel denodado esfuerzo, aquel derroche de energía superior a sus ya limitadas fuerzas físicas, le merecía sobradamente la pena y le reconfortaba el alma.

           La modestia y la pobreza de su vida rayaban en el absurdo y escandalizaban a los prepotentes del siglo. Despreciaba las riquezas y su espíritu estaba desierto de inquietudes transitorias e intrascendentes. Predicando de puerta en puerta, de aldea en aldea, renunciaba Pedro a cuanto le daban, y nada poseía, negándose a sí mismo. Tomaba con entusiasmo la cruz de cada día, siguiendo por amor, desnudo, al Desnudo.

           No se proveía de nada para el camino, sin más ropa que la puesta, sin pieles ni lienzos vistosos de lino, sin capa, sin palios, sin bolsa, sin alforjas, sin pan, sin dinero, ni oro ni plata ni cobre, sin calzado para sus pies. Rematadamente pobre, su única hacienda era la nada, adornada por una inmensa cruz de renuncia y de sacrificio. No tenía en propiedad casas, ni iglesias, ni salones para la catequesis, ni campos, ni viñas, ni ganado. Ni siquiera era ya dueño de su barca, su añorada barca que había dejado anclada y abandonada en el puerto de Cafarnaum. Con ello había seguido al pie de la letra y sin encogimientos mezquinos el consejo de su Maestro: "No amontones tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontona más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón".

           Si le invitaban a la mesa, comía y bebía con sobriedad de cuanto le servían. Si no le invitaban, pasaba sin comer. Comiendo y sin comer, mantenía impertérrito una felicidad contagiosa que seducía, que conquistaba. Si percibía una limosna por amor de Dios, jamás la guardaba para sí, y la aplicaba de inmediato a los pobres más menesterosos, que acudían a él en masa, como una camada hambrienta de recién nacidos acude a las ubres de la madre. Con su elocuencia, con el ejemplo de su santa vida, con su irreprochable conducta, animaba al desprecio del mundo y orientaba en el bien a multitudes de desorientados.

           Y no sólo caían en sus redes los de clases indigentes y desamparadas, sino la ancha clase media de la sociedad y hasta los nobles y plebeyos y los miembros de la alta aristocracia, los cuales renunciaban gozosos de sus propiedades, que las ponían a disposición del pescador, trocando sus riquezas temporales por otras riquezas eternas, para alcanzar perfección evangélica y, con ella y por ella, vida eterna. "Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven, y sígueme", le había enseñado en su día su maestro Jesús.

           Corría sin obstáculos, volaba más bien como golondrina que busca por instinto regiones cálidas, con la mirada puesta en el infinito azul, allá en lo alto, muy alto. Sin retroceder, sin ni siquiera echar la mirada hacia atrás, avanzando siempre y sin detenerse hacia el destino, dejando en el olvido el pasado, sobrevolando por encima de las nubes y viviendo atento con toda cautela, como las palomas silvestres.

           Trabajaba con toda diligencia y pulcritud para reproducir en su alma aquel hálito excelso que impulsaba las acciones del Hijo del hombre, sorbiendo con sed y bravura espiritual las aguas cristalinas de la fuente evangélica que con tanto esmero y cariño le había mostrado a lo largo y ancho de los caminos polvorientos de su patria. Por eso se mostraba ante la gente como un pulidísimo espejo que reflejaba en sí mismo, ante los ojos atónitos de los demás, el desprecio de lo efímero y precario y el aprecio por lo absoluto y sempiterno.

           Su corazón jamás se cerraba a nadie que se encaprichara por secundar su propia senda. A todos los acogía misericordiosamente junto a sí, los iniciaba y aleccionaba en los detalles del credo y de la moral salvadores, y los colocaba como piedras vivas del edificio de la Iglesia naciente que con tanto ardor se empeñaba en erigir. A todos confiaba a la providencia divina, y a cada uno asignaba las funciones en las que la santificación adquiría mayores posibilidades de crecer y desarrollarse.

           El milagro de la perseverancia de los fieles era asunto particular del divino Resucitado, que velaba diariamente por su grey y por su anciano pastor. La gracia santificante que actuaba por la fe incipiente de los neófitos obraba acciones sorprendentes, inesperadas, sobrenaturales. Todos velaban por la fidelidad estricta a la gracia. Y aunque habían sido enviados como ovejas en medio de lobos, y debían mostrarse en cualquier parte prudentes como serpientes y sencillos como palomas, la gracia, en recompensa, se derramaba con más vehemencia en las flaquezas, transmutando en ellos lo terreno en celestial, lo material en místico, lo caduco en eterno, lo quebradizo en sólido, al hombre frágil y pobre en otro Cristo frágil y pobre, pero Cristo.

           Un eminente testigo directo del s. I, llamado Cuadrato, expresaría al emperador Adriano, unos años más tarde y en su precioso Discurso a Diogneto, la hermosísima realidad fecundada en el paraíso terrenal por este ferviente y dinámico Pedro, con el siguiente panegírico:

"Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente...

Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña...

Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven dominados por la carne. Pasan el tiempo en la Tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo...

Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son acosados. Se les desconoce y, sin embargo, se les condena. Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se les maldice y se les declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Por los judíos se les combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio...

Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo: así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo".

           Este testimonio elocuente y certero de Cuadrato, que interpela y cuestiona la vida de los creyentes de todas las épocas, a los de hoy, quizás, más que nunca, refleja maravillosamente el espléndido fruto logrado, durante aquel duro peregrinaje, por nuestro infatigable pescador. Señala las pautas de comportamiento originales de aquella fraternidad, que deben servir de modelo perpetuo, y las razones convincentes de cómo se provoca el crecimiento incesante en calidad y cantidad del cristianismo, y no su atrofia y parálisis.

s) Enseñanzas a los griegos

           Pedro no poseía una doctrina propia, sino que seguía estrictamente la doctrina de su maestro Jesús. La había aprendido durante 3 intensos años vividos junto a él, íntimamente unido a él, en el transcurso de aquellas inolvidables correrías por los más recónditos rincones de Judea, de Samaria y de su natal Galilea. Y ahora la difundía y la defendía a capa y espada en la más absoluta integridad, en su más pura ortodoxia, con escrupulosidad, con lealtad, y sin fisuras, y sin amputaciones, y sin interpretaciones arbitrarias y fragmentarias.

           De él había captado Pedro hasta las formas peculiares de adaptarse a toda clase de auditorio. Pues quería que todos, incluso los menos dotados de talentos académicos o intelectuales, aprehendieran y penetraran en el mensaje evangélico. Por ello, jamás recurría a las explicaciones teológicas engorrosas y sus palabras brotaban de la misma candidez:

"Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado qué bueno es el Señor" (1Pe 2, 2-3).

           Siempre procuraba la perfección. Le obsesionaba la perfección y la propugnaba de una manera categórica, radical, ejemplar. La mediocridad, los colores intermedios, los tonos grises, no formaban parte de su diccionario ni de su ideario, y hasta le molestaban. Demandaba sin ambages:

"Queridos, os exhorto a que, como extranjeros y forasteros, os abstengáis de las apetencias carnales que embisten contra el alma. Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la visita" (1Pe 2, 11-12).

           No ignoraba que el mundo suele menospreciar los impulsos de virtud; pero inculcaba que ellos darían gloria a Dios en el día de la visita, muy a pesar del mundo. Por eso, no permitía la rebelión contra las organizaciones de los hombres, por mucha improbidad que enarbolaran, por muy crueles que se manifestaran:

"Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gobernantes, como enviados por él para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien" (1Pe 2, 13-14).

           Aunque, simultáneamente, reivindicaba el refutar con reciedumbre las deficiencias y las carencias de la sociedad, las negligencias de la gente turbia; pero desde una perspectiva inédita, diferente y llamativa para aquella decadente ciudadanía: mejorando los propios hábitos personales: "Pues ésta es la voluntad de Dios: que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos" (1Pe 2, 15).

           A cada persona le facilitaba un programa específico de pautas de conducta para su situación social, familiar e individual concreta. A los esclavos y criados, entonces muchedumbre despreciada y masacrada por las arbitrariedades de sus amos y de la misma ciudadanía, les aconsejaba: "Criados, sed sumisos con todo respeto a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los severos" (1Pe 2, 18).

           ¿No era esta sentencia un desatino simulado y absurdo? ¿O una aberración camuflada, engañosa, propia de un estilo reaccionario y conservador? ¿Cómo se toleraba éticamente el prescribir sumisión respetuosa a los esclavos para con los amos severos, esos caciques sobrados de rigor y de maldad? ¿Y ese comportamiento era evangélico?

           Aunque, acto seguido, sentenciaba con sabiduría, captando luces y sonidos habitualmente inapreciables para gente pletórica de vulgaridad: "Porque bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente" (1Pe 2, 19).

           Y aducía las razones poderosas (razones evangélicas, las razones de la Sabiduría encarnada) de ese aparentemente disparatado proceder:

"¿Pues qué gloria hay en sobrellevar los golpes cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1Pe 2, 20-21).

           El testimonio del divino Jesús, que había surgido a la vida en un mísero establo y se había extinguido de la misma como un esclavo, por amor, constituía para el pescador el molde de referencia, el patrón elemental de medida de hábitos; por esa razón se lo aplicó a los esclavos para que supieran dignificar su esclavitud:

"Él no cometió pecado, ni hallaron engaño en su boca; al ser insultado, no devolvía el insulto; en su pasión, no profería amenazas, sino que, por el contrario, se ponía en manos de Aquél que juzga justamente; sobre el madero, cargó con nuestros pecados para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia; con sus heridas habéis sido curados. Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas" (1Pe 2, 22-25).

           Pocas páginas tan esclarecedoras (tan iluminadas y tan sublimes) existen en la Escritura como éstas del rudo pescador de Cafarnaum, expresamente dedicadas a la clase social más humillada de aquel tiempo. En ellas discurre una síntesis cristológica tal, que cada vez que se meditan el alma se eleva a Dios, se llena de Dios. Y en ellas Pedro, sin entrar en la injusticia clamorosa de las circunstancias concretas de los esclavos, sin invitarles a movilizaciones de protesta conducentes a la liberación de su opresión (como algunos han entendido erróneamente que proclama el evangelio), se limitaba a suplicarles que sobrenaturalizaran la vida para que, así, ésta se conformara (superponiéndose e identificándose) con la vida del Redentor. El cual, cuando confrontó su vida limpia con los insultos y las calumnias de los desalmados, nunca los rechazó, ni se rebeló contra ellos, sino que los acogió mansamente en su corazón; más aún: por medio de ellos llevó a cabo la obra universal de la redención, incluida la redención de los propios insultadores, calumniadores y verdugos de su pasión.

           A los matrimonios también les obsequió con una recomendación que se ha eternizado en el transcurso del tiempo por su actualidad siempre constante, por la inoportunidad de su contenido tan oportuno y por la crispación que suscitaría en los extremistas ateos de los siglos futuros. La exhortación es del siguiente tenor literal: "Igualmente vosotras, mujeres casadas, sed sumisas a vuestros maridos" (1Pe 3, 1).

           ¡Otra vez la sumisión, y esta vez, reclamada a las mujeres casadas con respecto a sus maridos! ¡Otro sarcástico desvarío! ¿Cómo era tan reaccionario este hombre? Aunque, a renglón seguido, también aducía los motivos sagrados que justificaban su postura:

"Para que, si incluso algunos no creen en la Palabra, sean ganados no por las palabras sino por la conducta de sus mujeres, al considerar vuestra conducta casta y respetuosa. Que vuestro adorno no esté en el exterior, en el peinado, en las joyas y en las modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es inestimable ante Dios" (1Pe 3, 1b-4).

           Y se remitía a la historia del pueblo elegido por Dios para verificar su propuesta, para asentarla y darle consistencia doctrinal y teológica: "Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, siendo sumisas a sus maridos; así obedeció Sara a su esposo Abraham, llamándole Señor. De ella os hacéis hijas cuando obráis bien, sin tener ningún temor" (1Pe 3, 5-6).

           No mencionaba este sabio pescador la obediencia "por imposición, en la obligación, y sin más", como a veces han malentendido su pulcra comunicación algunos ateos iletrados. Realmente elogiaba en la desposada la obediencia "desde la virtud", la obediencia sustentada por el adorno que se esconde en el corazón y en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena. La obediencia por amor. La obediencia que dimana del amor y tiende hacia el amor. Ésa era la obediencia "preciosa ante Dios", tal como él lo había aprendido directamente de labios del Todobondadoso.

           Y paralelamente al consejo evangélico que insinuaba a las mujeres casadas, sugería el complementario que requerían los varones casados, no menos prudente: "De igual manera, vosotros, maridos, en la vida común sed comprensivos con la mujer, que es un ser frágil, tributándoles honor como coherederas que son también de la gracia de Vida, para que vuestras oraciones no encuentren obstáculo" (1Pe 3, 7).

           Ciertamente breve, es certera y atinada esta sentencia que dictaba el pescador, y sigue dictando, para los esposos. ¿Acaso la había experimentado él personalmente? Sin duda que sí, pues él había estado casado. ¡Comprensión con la compañera en la vida común! ¡Delicadeza con la fragilidad femenina! Es decir, ¡nada de brutalidades, groserías, ordinarieces, ramplonerías, rudezas y violencias, tan propias de los casados de todas las épocas, edades y condiciones! A las esposas, ¡tributadles honor! ¡Cumplid fielmente los deberes conyugales! ¡Dadles gloria! ¡Cuidad de su buena reputación! ¡Velad por su virtud, por su honestidad, por su recato! ¡Obsequiadlas, agasajadlas, enaltecedlas!

           De manera sintética pero certera, este sabio pescador tocó en la fibra sensible y en el punto más débil de los maridos, en las relaciones conyugales. Y elaboró la primera remesa de doctrina matrimonial cristiana, doctrina que no quiso pronunciar ni el propio Cristo de Dios, dejándosela a él en bandeja.

           Mas también había conllevado este hombre de Dios la debilidad de sacerdotes y obispos. Él mismo había sido ordenado sacerdote y obispo por el Sumo y Eterno sacerdote: el 1º sacerdote y el 1º obispo de la Nueva Alianza. Desde su vivencia personal y sin miedo, suplicaba en otra misiva que ha quedado registrada para la historia:

"A los ancianos (presbíteros) que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse: Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de virtud de la toda la grey. Y cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona de gloria que no se marchita" (1Pe 5, 1-4).

           Finalmente, a los fieles, en general, les encarecía:

"En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni vituperio por vituperio; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Pues quien quiera amar la vida y ver días felices, debe guardar su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas, apartarse del mal y hacer el bien, buscar la paz y correr tras ella. Pues los ojos del Señor miran a los justos y sus oídos escuchan su oración, pero el rostro del Señor está contra los que obran el mal" (1Pe 3, 8-12).

           Y suplicaba un rango de prioridades en las relaciones humanas para que éstas fueran conformes a los mandamientos del Señor. A los jóvenes, proponía Pedro que fuesen "sumisos a los ancianos (presbíteros), revestidos de humildad en vuestras relaciones mutuas, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia sólo a los humildes" (1Pe 5, 5).

           Y a todos recordaba la verdadera fuerza que se esconde en la persona cuando se refugia en Dios:

"Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios. Para que, llegada la ocasión, él os ensalce. Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros. Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan las mismas angustias. Y el Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves padecimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará" (1Pe 5, 6-10).

           Es un evangelio abreviado y compendiado el que anunció este sabio pescador en dos epístolas de reducido volumen pero saturadas de contenido, "no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con mis propios ojos la majestad de nuestro Señor Jesucristo" (2Pe 1, 16). Y siempre en camino indefectible, a través de los caminos del Asia Menor, hacia la capital del Imperio.

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San Pedro en Roma y mundo latino

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           Roma, capital del Imperio Romano y ciudad de las 7 colinas, era el gran emporio latino que, desde el 753 a.C. y sobre el monte Palatino, habían fundado de forma mixta los pueblos sabino y latino, tras la paz que habían sellado poco antes en el monte Capitolio. Asentada a ambas riberas del Tíber, Roma se fue expandiendo a base de conquistas y adhesión de pueblos y reinos derrotados (en el s. I, más de 46 países de la actualidad), así como desarrollando una laberíntica política interior (de cónsules y pretores, césares y augustos, patricios y plebeyos) que mixtificaba su heterogénea población (dividida en 40 núcleos o barrios de la ciudad).

           En poco tiempo había pasado Roma de las 50 hectáreas originales a las 285 (en época serviana) y a las 426 en el s. V a.C (algo sólo comparable a Atenas y la espartana Tarento), pasando a ser su potencial humano el indiscutible nº 1 del mundo a nivel económico y militar (s. IV a.C). Tras las Guerras Púnicas contra Cartago eliminó del mapa a su única rival occidental (al grito senatorial del "Cartago delenda est", en el s. III a.C) y empezó a establecer sus limes o fronteras en el mar Caspio (E), Sáhara (S), Escocia (N) y Lusitania (O).

           La maquinaria romana había implantado colonias, desde el s. II a.C, en el mar Rojo, la India, el Caucaso, Rusia y los Seres (Ruta de la Seda), recaudando materias primas del Ponto, Atlántico, Báltico, Caspio, Pérsico e Índico. A nivel interior, sofocó su ejército (el mayor de todos los tiempos) 3 guerras civiles, 2 motines de esclavos y 4 imperios precedentes (cartaginés, helénico, persa y egipcio) de 4 diferentes continentes (Europa, África, Rusia y Asia), llenando de trofeos sus vías (con los botines de los derrotados) y foros (sobre las victorias alcanzadas), esclavizando millones de seres humanos y concluyendo todo ello con la apotheosis (lit. divinización) del emperador, con el objetivo de mantener viva su virtus fundacional y su culto a la sangre.

           A la llegada de Pedro a Roma, la capital latina estaba inundada de edificios urbanísticos (acueductos, puentes, vías, murallas y puertas), judiciales (basílicas), culturales (liceos, odeones y bibliotecas), comerciales (foros, puertos, cecas y stoas), residenciales (insulas, villas y domus), lúdicos (circos, teatros, termas y anfiteatros), políticos (la Curia, la Regia y la Aurea), militares (el Pretorio y el Tribuno), religiosos (templos, tholos y oráculos), sagrados (de Júpiter, Juno, Marte y Vesta) y funerarios (hipogeos o mausoleos), sobre el mármol más caro del mundo (el pentélico) y los inventos romanos del arco, la cañería y la bóveda (de tipología mural), así como los adornos del alto y bajo relieve (historiado) y género del retrato escultórico (bajo el rigor mortis romano).

           El emperador Claudio había sido envenenado por su propia consorte (Agripina), y ésta se encargó de presentar a su hijo bastardo (Nerón) como soberano de aquel vasto Imperio, a pesar de contar solamente con 17 años de edad. Las entrañas de Nerón se asemejaban a las de un monstruo pérfido e iracundo, o un payaso grotesco sin otros sentimientos que los que laceraban la belleza y el arte. En realidad, su infame calaña había sido heredada de su madre (Agripina), a la que él mismo decidió apuñalar, posiblemente por hartarse de su existencia, o acaso para revolcarse en el fango de la abominación.

t) 1ª estancia en Roma

           Muy pocos antecedentes disponemos de la 1ª estancia de Pedro en Roma (ca. 44-49), en la que el apóstol se limitó a rociar la ciudad de evangelio hasta que le dejaron, pues el Edicto de Claudio (ca. 49) expulsó a todos los judíos de la capital imperial y Pedro tuvo que volver a sus orígenes de Jerusalén, volviendo a empezar todo de nuevo.

           Se trató de una 1ª estancia en Roma en la que Pedro sintió una auténtica conmoción interior, al sentirse inmerso y perdido en medio de aquella gigantesca capital de 2 millones (cifra desorbitada, para aquella época) de ciudadanos romanos (la "crème de la crème" del Imperio Romano), sin contar esclavos, provincianos o visitantes venidos de fuera (a los que Roma negaba una y otra vez la ciudadanía romana, por considerarlos escoria de Roma).

           Acostumbrado, pues, Pedro, a sentirse flanqueado por discípulos (ávidos de instrucción) y muchedumbres de tullidos (reclamando su sanación) y judíos tediosos (la chusma de Israel)... de repente se ve inmerso en una sociedad que ignora y que le ignora. Pues aquí no había nadie que pretendiera su asistencia, ni corros constantes de prosélitos a su alrededor. Aquí nadie percibía su presencia, y ésta se perdía en el anonimato de la gigantesca y heterogénea multitud. Ciertamente descubrió allí el galileo un mundo alocado, azarado y nervioso; pero al sentirse él en la más absoluta soledad, empezó a verlo todo con más tranquilidad y reposo, y tiempo para reflexionar.

           Con estas circunstancias inéditas envolviendo su vida, quiso Pedro aprovecharse de ellas. Y creyó que, para abordar su labor, se requería la creación urgente de un instrumento potente y eficaz de difusión, para uso atemporal de todos los tiempos. Un instrumento con el que Pedro no sólo podría evangelizar al mundo de los romanos, sino a todo tipo de personas de cualquier época, lugar o condición.

           En efecto, fue en aquel remanso de quietud, y tras haber asumido Pedro que la conquista de Roma no podría hacerse sino racional y sistemáticamente, cuando procedió Pedro a transmitir casi al dictado la que en el futuro sería obra más leída de la historia de la humanidad: la biografía de su Maestro, el divino Rabino de Nazaret. Por aquella fecha ya circulaba por su tierra (Israel) un pequeño libreto arameo, con más valor sentimental que pedagógico, que había ido elaborando su antiguo condiscípulo de Galilea (Mateo) sobre algunos episodios de la vida del Ungido de Dios. Sin embargo, nadie como el propio Pedro había sido testigo de esa Vida, ni conocía la intimidad y entresijos de ese Maestro, ni entendía la multitud de los detalles cotidianos. Tal vez, por tanto, había llegado el momento adecuado para afrontar su composición, de 1ª mano y aprovechando la tregua que a su apostolado le ofrecía esta 1ª visita a Roma.

           El amanuense que colaboró en esta empresa era un joven judío que le había asistido en el viaje desde Cesarea del Mar, llamado Marcos y de apenas 30 años de edad. Un Marcos que ya había acompañado a Pablo y Bernabé durante su 1ª travesía por Chipre, y que por tanto conocía la amplitud de la empresa que estaban llevando a cabo los apóstoles (en este caso, de la empresa que le inmortalizaría).

           Completada la magnífica obra (el "Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, según San Marcos"), empezó ésta a traducirse a todos los idiomas y dialectos hablados en el mundo entero, empezando a editarse, desde el mismo momento de su 1ª impresión, en centenas de millares de ediciones diferentes, de forma que ¡nunca jamás ha visto ni verá un libro de este planeta tan gigantesca difusión, más propia de la fantasía o utopía que del sector editorial!

           Algunos autores clásicos pretenden situar la redacción de tal evangelio en la época que Pedro residió en Antioquía, entre los años 37 y 44. Podría ser, pero lo que carece de consistencia histórica alguna es la pretensión de atrasar su fecha de composición hasta años más tarde, sobre todo tras unos datos aportados por los Santos Padres (de s. I y II) que coinciden en señalar que, justo durante esta estancia de Pedro en Roma, fue cuando San Marcos empezó a escribir su "evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios", culminado cuando "los apóstoles salieron a predicar por todas partes".

           Poco a poco fue trabando Pedro alguna que otra amistad en Roma, para él valiosísimas. De ellas todavía se recuerdan nombres que han quedado inscritos en los anales de la historia: Lino, Cleto y Clemente. Ellos creían a pies juntillas cuanto dilucidaba el apóstol primado; ellos formaban parte del círculo de sus más fieles seguidores; ellos administraban la Iglesia de Roma como vicarios suyos, sobre todo cada vez que se ausentaba de su cátedra, obligado a salir de viaje. A ellos los bautizó personalmente en el nombre de su Señor y con ellos compartió su experiencia y su vida. Y ellos prolongaron la acción del galileo en Roma, en su mismo primado. Lino a la muerte de Pedro, y entre los años 67 y 79; Cleto (o Anacleto) entre los años 79 y 90, y Clemente (Clemente I Romano) entre el 90 y el 99.

           Un afamado historiador del s. II, Tertuliano, relataría que el pescador bautizaba en el río Tíber de igual manera que el Bautista había bautizado, años antes, en el río Jordán. Ciertamente prodigó los bautizos durante su estancia en Roma, usando como baptisterio aquel río que serpenteaba la ciudad con culebrinas verdosas y mansas y que le aportaba una singular belleza natural, el Tíber.

           Acogía con ternura en su corazón a personas de todas las calañas: pobres y ricos, cultos e incultos, hombres y mujeres, doncellas y casadas, jóvenes y ancianos, nobles y plebeyos, libres y esclavos, amos y lacayos, justos y pecadores. Porque su amor no distinguía razas, categorías, condiciones o bolsillos. Así lo afirmaba él mismo con rotundidad y contundencia cuando alguien pretendía mezclarle en una lucha absurda de clases: "Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que, en cualquier nación, le es grato el que le teme y practica la justicia".

           Sin embargo, el evangelio chocó muy pronto con las circunstancias reinantes. El desamor de Roma alcanzaba cotas épicas; con frecuencia, los esclavos enfermos o minusválidos quedaban abandonados en la isla del Tíber, marginados en su miseria y confiados al dios Esculapio en un grado de desamparo y de desprecio tales, que el emperador Claudio había obligado por decreto a los amos a atender a sus siervos; Suetonio relata que si un amo mataba al esclavo enfermo para evitar cuidarlo, era perseguido por homicidio.

           En esta coyuntura de inhumanidad, mientras la civilización y la cultura pagana imponían su opulencia miserable, la magnanimidad del galileo cautivó Roma: el fuego de su amor derritió los gélidos corazones romanos, cuestionó y derribó normas arcaicas que no entendían de piedad y de clemencia, y contagió.

           Contagió de una sublime fraternidad, que unía el espíritu de los romanos con Dios, les desprendía de esas pasiones que quebrantan la dignidad humana, y los equiparaba entre sí. La penuria de cualquier hermano era asumida por los demás, contribuyendo todos al bien común en la medida de sus posibilidades con sus bienes, con su tiempo, con la integridad de su ser. La maduración en el proceso de la fe se medía con el baremo infalible de la caridad, que constituía en sí misma la clave para analizar la evolución favorable del mismo. Así, tras el período de catecumenado, antes de ser admitido al bautismo se examinaba al catecúmeno con unas cuestiones de claridad meridiana: "¿Has honrado a las viudas? ¿Has visitado a los enfermos? ¿Has practicado toda suerte de obras buenas?".

           Sin una triple afirmación, no había bautizo. Se sentaban así las bases para que la familia cristiana compartiera con delicias los sinsabores, con gozo las desventuras, con exceso las carencias y con fortaleza las enfermedades.

           Algunas de las familias nobles de Roma se convirtieron a la fe proclamada por el caritativo Pedro, y correspondían a su caridad prestándole sus casas para las reuniones litúrgicas de los fieles, que día a día se congregaban en mayor número. Destacaron las relaciones que mantuvo personalmente con los Acilios y con la familia del senador Pudente. En aquellas improvisadas basílicas de Roma emergían frutos de misericordia, de tolerancia, de ternura, de amor.

           El éxito maravilloso y categórico que obtuvo la predicación de Pedro en Roma lo evocaba San Pablo en una carta que escribía, pocos años después y desde Corinto, a aquellos fieles romanos: "Vuestra fe es anunciada en todo el mundo". La barca de la Iglesia navegaba con rumbo fijo, firme, seguro, siguiendo el derrotero que trazaba el pescador a su timón, con las velas completamente desplegadas e hinchadas, y con aires favorables. Iba viento en popa.

u) 2ª estancia en Roma

           Coincidió con la etapa de máxima madurez espiritual de Pedro, y en el ocaso físico de su vida. Y tuvo lugar desde no mucho después de la muerte de Claudio (ca. 54) y hasta el incendio de Roma por parte de Nerón (ca. 64), en que Pedro es encarcelado y pasará sus últimos meses en la cárcel Mamertina.

           Se trató de una 2ª estancia en la que Pedro ya sabía a lo que iba, en la que no estuvo perdido e ignorado y en la que se dirige a ella (a Roma) como su "amada Babilonia", nombre con que el lenguaje apocalíptico judío se refería a la "capital de la impiedad, y de la opresión al pueblo elegido".

           Durante su 1ª estancia, Roma había acogido con énfasis el credo de aquel apóstol que se hallaba por allí perdido. Roma le había colmado de satisfacciones, de ilusiones, de aliento y de calor. En esta 2ª estancia, Roma va a volver a recibirlo con los brazos abiertos y con complacencia renovada. Por otra parte, Roma significaba para Pedro el alfa y omega, el colofón final a sus correrías y su permanencia definitiva en la gigantesca urbe imperial, donde se había ido forjando con el paso de los años la más populosa comunidad cristiana mundial.

           Durante su 1ª estancia, Pedro había prodigado en Roma tanto amor que hasta los más ímprobos habían quedado seducidos de su honestidad. Y pasado el tiempo, aún se transmitían de boca en boca sus recuerdos, sus gestos, sus desvelos, sus mensajes de esperanza. En esta 2ª etapa, también prodigará Pedro en Roma los prodigios de su amor, visitando hasta el más recóndito rincón de la metrópoli.

           Pronto fue abrazado con entusiasmo por sus amigos, los hermanos en la fe que había abandonado años atrás, cuando hubo de huir. Y conforme iba observando las bajas que se habían producido durante su ausencia, a causa de la locura del materialismo reinante en aquella desmadrada ciudad, y de la inmoralidad de las costumbres, y de las derrotas personales ante el imperio de las pasiones, lloraba en el alma.

           Lloraba en el alma, y también en los lacrimales de su rostro, embellecido por las arrugas. Mas él no había nacido para permanecer colgado en el penacho de las lamentaciones. Cuando en la primavera de la vida, allá en el lago de Genesaret, las olas arremetían contra el costado de su barca durante las faenas lacustres, jamás entrañaban un presagio de retirada, sino la huella indeleble de la lucha redoblada para agarrar el timón, sujetarlo con firmeza y braveza, y lanzar las redes al mar para pescar con brioso estímulo. Por eso, a los perseverantes les conjuraba a no desfallecer jamás, alegando la razón esencial de la constancia: "Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Obrando así, nunca caeréis. Pues así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo".

           ¡Empeñaos! ¡Poned el mayor empeño! ¡Que obrando así, nunca caeréis! ¡Que obrando así, entraréis en el Reino eterno! ¡La eternidad, siempre la eternidad! ¡La eternidad del Señor y Salvador Jesucristo! ¡Con cuánto tesón aludía este hombre a la eternidad!

           ¿Y cómo atrapar la eternidad? Su sabiduría se cuajaba en sentencias concisas, pero invadidas de contenido; transmundanas, pero insertadas drásticamente en la ontología del mundo. ¿Cómo irrumpir en la eternidad? Les instó: "Sed sensatos y sobrios para daros a la oración. Y ante todo, tened entre vosotros intenso amor, pues el amor cubre multitud de pecados".

           Oración y amor, o mejor: amor y oración. Amor ante todo, y luego oración. Unificaba amor y oración, oración y amor. Oración sensata y sobria, para que el amor pudiera ser intenso. Pues para amar hay que orar, ya que el amor procede de Dios. Sin oración no hay amor, y sin amor la oración no es sensata ni sobria. Pues la oración acerca a Dios, une con Dios, nos predispone para con Dios y abre el manantial de las misericordias de Dios.

           Pero para el pescador, el amor no se reducía a un concepto teórico. El amor "que cubría multitud de pecados", el amor con mayúsculas, el amor que revelaba el evangelio, debía cristalizar en mil detalles prácticos. El amor obligaba a una ascesis, a un esfuerzo denodado por la perfección, a un estímulo irrevocable por respetar la Buena Noticia. Por eso, él trataba de sintetizar de mil formas el legado evangélico que había heredado, bien para amonestar, bien para instruir: "Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar. Y que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las múltiples gracias de Dios".

           Puesto que la virtud de la esperanza anegaba su aliento como un torrente en crecida, sobrenaturalizaba hasta los más mínimos actos, proyectándolos hacia el cielo. Y así lo exigía a los demás, dando ejemplo: "Si alguno habla, que sean palabras de Dios; si alguno presta un servicio, que lo haga en virtud del poder recibido de Dios".

           La esperanza sin humildad no es esperanza, sino falsa credulidad y palabrería vana. Por eso, a continuación aludía al único argumento capaz de justificar los comportamientos, capaz de otorgar plenitud de sentido moral a los actos: "Obrad así, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos".

           Y aclaraba la razón de su machacona insistencia: "Por esto, estaré siempre recordándoos estas cosas, aunque ya las sepáis y estéis firmes en la verdad que poseéis".

           He ahí la sencilla pedagogía del pescador, que tanto ha fructificado durante siglos: "Estaré siempre recordándoos estas cosas, aunque ya las sepáis y estéis firmes en la verdad que poseéis". Y con llaneza, la justificaba: "Me parece justo, mientras me encuentro en esta tienda, estimularos con el recuerdo, sabiendo que pronto tendré que abandonar mi tienda, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo".

           "Sé que pronto tendré que abandonar mi tienda". ¿Tal vez intuía su partida? Desde luego que no, pues la sabía con certeza absoluta, porque "me lo ha manifestado nuestro Señor".

v) Enseñanzas a los romanos

           Aquí en Roma, saboreando la apacibilidad y sin las conspiraciones continuas de los envidiosos del pueblo de Israel, mantenía colaciones interminables con los fieles, formándolos corazón a corazón, de manera colectiva y también personalizada, exhortándoles a vivir de conformidad con el evangelio de su Señor y compartiendo con ellos sus ideales de conquista.

           Durante la mañana, tras largas horas absorto y perdido en la oración, se entrevistaba con las personas más menesterosas que Dios ponía en su camino. Ya al caer la tarde, bien en las casas o bien en las basílicas prestadas, congregaba en torno a sí a la comunidad, habitualmente junto con la cena y con la Fracción del Pan. Alumbradas por tenues luces de lámparas de aceite, las reuniones se prolongaban muchas veces hasta altas horas de la noche, cuando la luna hilvanaba sobre los tejados sombras plateadas.

           No se recataba en exigir al máximo. A cada uno reclamaba que arriesgara en el servicio de Dios la totalidad de los talentos que Dios mismo le había regalado. Sin esconder nada. Sin retraerse de nada. Sin acobardarse por nada. Aunque no las tuviera todas consigo. Aunque en la entrega estuviera con el alma en un hilo, o se le atravesara un nudo en la garganta, o le temblaran las carnes. Incluso aunque se quedara sin gota de sangre en el cuerpo. Sabía que quien lo pide todo siempre recibe algo, pero que quien pide poco nunca recibe nada. A todos los quería perfectos, santos: inmaculados, intactos, libres de pecado y de tantos delirios que corroen el espíritu. Como él mismo amonestaba, y los romanos le replicaban:

—Hermanos, ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado, para vivir ya el tiempo que le quede en la carne, no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios.

—Pero esta vivencia es muy exigente, hermano. El combatir las tentaciones es muy duro, y caemos en ello muchas veces. Las pasiones del alma oscurecen la voluntad de Dios. ¿Acaso ignoras la fragilidad del alma? ¿Cuánto tiempo tenemos, pues, para cambiar? ¿Cuándo se llega a ser un verdadero seguidor del Todobondadoso? ¿Cuánto tiempo debemos permanecer fieles a estas enseñanzas tan exigentes?

—Amados hermanos: Ya es bastante el tiempo que habéis pasado obrando conforme al querer de los gentiles, viviendo en desenfrenos, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces y en cultos ilícitos a los ídolos.

—¿Cómo?

—¡Sí! ¡Nunca! ¡Nunca jamás la imperfección, el error, el pecado!

—Pero la sociedad ayuda muy poco a este propósito. Muchos, incluso, intentan intencionadamente llevarnos a su terreno, a las viejas y perversas costumbres que con ellos compartimos.

—¡Cierto! En este sentido, algunos se extrañan de que no corráis con ellos hacia ese libertinaje desbordado, y prorrumpen en injurias contra vosotros. Pero no preocuparse; más bien, sentirse satisfechos, porque todos ellos darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y muertos. Por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.

—Entonces, ¿es cierto lo del juicio de todos al finalizar esta vida? ¿Para quién será ese juicio? ¿Escapará alguno de él?

—Sí, hermanos: ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios. El juicio comenzará por nosotros.

—¿Y los demás, qué? ¿Qué deparará el destino a cada uno? ¿Qué ventajas traerá someterse en vida a la causa del Justo?

—Si el hombre justo se salva a duras penas ¿en qué pararán el impío y el pecador? ¿Qué fin tendrán los que no creen en el evangelio de Dios? De modo que, aun los que sufren conforme a la voluntad de Dios, confíen sus almas al Creador fiel, obrando el bien siempre y sin cansarse. Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en la humanidad por la concupiscencia.

—¿Dices, hermano, que su poder divino nos hace partícipes de la naturaleza divina, con tal de huir de la corrupción, de la concupiscencia?

—¡Así es! Y por esta misma razón, debéis poner el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia, no os dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo.

—¿Y si no se posee este grado de fe y de virtud y de conocimiento?

—Quien no los tenga es ciego y corto de vista; ha echado al olvido la purificación de sus pecados pasados.

—Hermano, ¿han departido algo de esta doctrina nuestros antepasados? ¿Se recoge en la ley y los profetas la instrucción del evangelio? ¿Se contradicen el evangelio del Mesías y la creencia de los profetas o se confirman recíprocamente entre sí?

—El cumplimiento de las enseñanzas del Nazareno nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.

—¡Hombres movidos por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios! Entonces, ¿fueron leales siempre los profetas, o hubieron falsos y usurpadores de doctrinas falaces?

—Siempre hubo en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida hecatombe. Muchos seguirán su libertinaje y, por causa de ellos, el camino de la verdad será difamado. Traficarán con vosotros por codicia, con palabras artificiosas; desde hace tiempo su condenación no está ociosa, ni su perdición dormida.

—Así que los falsos profetas se condenarán, ¿no?

—¡Prestad mucha atención! Si Dios no perdonó a los Ángeles que pecaron, sino que, precipitándolos en los abismos tenebrosos del Tártaro, los entregó para ser custodiados hasta el Juicio; si no perdonó al antiguo mundo, aunque preservó a Noé, heraldo de la justicia, y a otros siete, cuando hizo venir el diluvio sobre una sociedad de impíos; si condenó a la devastación las ciudades de Sodoma y Gomorra, reduciéndolas a cenizas, poniéndolas como ejemplo para los que en el futuro vivirían impíamente; y si libró a Lot, el justo, oprimido por la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos (pues este justo, que vivía en medio de ellos, torturaba día tras día su alma justa por las obras inicuas que veía y oía) es porque el Señor sabe librar de las pruebas a los piadosos y guardar a los impíos para castigarles en el día del Juicio...

—¿Y quiénes atesoran las máximas posibilidades de condenarse? ¿Quiénes son los que más juegan con fuego, arriesgando su salvación eterna?

—Sobre todo, los que andan tras la carne con apetencias impuras y desprecian el señorío de Dios.

w) Persecución romana a la Iglesia

           En Roma, durante esta 2ª estancia de Pedro, prosiguió el apóstol ampliando el círculo de sus amistades, sin acepción de personas, e incrementando el número de aquellos emotivos bautizos en las aguas del río Tíber. A todos acogía junto a su regazo paternal, y con todos compartía la plegaria, la Fracción del Pan, la fe en el Señor Jesús y la certidumbre en una Vida con mayúsculas más allá de donde alcanzan las constelaciones interestelares. Hasta que un inesperado acontecimiento determinó el fatídico preámbulo del desenlace de su vida terrenal. Corría el año 64.

           Desde el 18 julio 64, y durante varios días, Roma se convirtió en una pira gigantesca, en una infernal hoguera que ardía con furia, embebiendo en sus llamaradas gran parte de los distritos de la ciudad. Los ciudadanos echaban la culpa del incendio al emperador, que lo habría provocado buscando la gloria de derruir el esplendor ajeno y erigir sobre las ruinas del mismo el suyo, consistente en una nueva metrópoli diseñada a su gusto y que llevara su propio nombre, para que le inmortalizara.

           Nerón contempló el fulgor del espectáculo, impertérrito, desde la Torre de Mecenas, y extasiado "por la belleza de las llamas", como él mismo subrayaba, recitó, vestido de su famoso traje de teatro, la Toma de Ilion.

           Lo cierto es que nadie se atrevía a intervenir para atajar el fuego, pues grupos de hombres fortachones y fornidos, con repetidas amenazas, prohibían sofocarlo, mientras otros lo atizaban con leña. Un caos rojo (de sangre y resplandores incandescentes) se cernió sobre los habitantes y sobre tres cuartas partes de los edificios, rociando de espanto y terror la totalidad de la población.

           Lo cierto también es que este dantesco episodio rubricó el arranque de la bárbara y encarnizada represión de Nerón contra los cristianos, pues con el fin de extirpar los rumores de despotismo y de salir a flote de la ola gigantesca de mala fama que le había sepultado, no se le ocurrió otra mejor alternativa que echar la culpa a ellos del incendio.

           La ignominia se nubló de desvergüenza y de estulticia en la conciencia (si la tenía) de este monstruo de emperador, tirano y soez, zafio y pusilánime. La zozobra acampó entre sus súbditos, que hubieron de tragar sapos y culebras y vivir con el alma en vilo; ejecutó viles y crudelísimos tormentos contra los más inocentes y demolió la virtud con ensañamiento malsano, esparciendo la conmoción.

           Unos, cubiertos por pieles de fieras, morían despedazados por los dientes de los perros; otros eran crucificados; otros quemados vivos, o degollados, o decapitados; o embadurnados de materias inflamables para ser encendidos, a modo de antorchas o luminarias nocturnas de las calles de Roma y en los jardines del déspota, a la caída de la tarde. Los cadáveres se apilaban unos con otros como montañas de basura que provocaban náuseas (y removían la conciencia) de los ciudadanos, atónitos ante tan macabro espectáculo.

           Tal fue el principio de las despiadadas persecuciones que arreciaron contra los cristianos. En ellas, la bellaquería y la perversidad ardían como centella devoradora, se propagaban como relámpago en cañaveral y se estiraban como columnas de humo rojizo que prenden en la espesura del bosque.

           Un crepúsculo de suplicio y desolación se dibujó en el horizonte del pescador, mientras el césar y su corte se hundían en un fango de cieno sucio, infecto, repugnante y nauseabundo. Luego, por la vía de apremio, el Senado promulgó ordenanzas que prohibían la religión, y mediante públicos edictos imperiales se declaró no ser lícito el cristianismo.

           Se decretaron decretos injustos, arbitrarios, inicuos. Desde aquel instante no habría en Roma y en todo su vasto Imperio más dios que el césar, y la única creencia consentida sería aquella que diese culto personal y exclusivo a tan arbitrario regente. Sin embargo, en su misma sustancia, y muy a su pesar, se cumpliría a rajatabla el proverbio del sabio: "La esperanza del impío es como brizna arrebatada por el viento, como espuma ligera acosada por el huracán: se desvanece como el humo con el viento, pasa como el recuerdo del huésped de un día".

           Entre tanto, el emperador se entretenía pasando las noches por las calles romanas cercado de jóvenes, maltratando y robando a los transeúntes como un vulgar delincuente, y cubriendo las calzadas y las callejuelas de la metrópoli (y la dignidad de la persona humana) de escándalo, de oprobio, de vergüenza.

           El hostigamiento, desde entonces y durante todo el mandato de Nerón, sería horrendo y feroz. La cristiandad mordió el polvo. Y cada nuevo martirio desgarraba a jirones el gigante corazón de Pedro, su príncipe y heraldo supremo.

           Mas evocaba aquellos remotos días de abril de aquel inolvidable año 30, allá en Jerusalén, para recobrar estímulo e impavidez, y para seguir en la brecha difundiendo sin desmayo el evangelio que había aprendido directamente de labios del Hijo de Dios. En el mensaje que pregonaba, recordaba a la comunidad sufriente, y se aplicaba ante todo a sí mismo, aquella reprimenda tan justamente recibida (ahora sí la comprendía del todo) cuando había sugerido al Rabino de Nazaret que le libraría de la muerte que anunciaba.

           ¿No se dirigía ahora la amenaza de Nerón, al fin y al cabo, contra el Mesías? ¿No se estaba atentando contra él, en sus seguidores? Pronto esparcieron sus labios por doquier gérmenes portadores de una confianza ilusionada: "Dichosos de vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros".

           Así aclaraba la bienaventuranza que el Buen Pastor le había dictado en el sermón en la montaña: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos". ¿Dónde se podía buscar mejor la bienaventuranza, sino en las garras de Nerón? La cantidad de vida, en cierta manera, era asunto secundario; el primario, la calidad de la vida vivida.

           El apóstol, ahondando en estas ideas, instruía sin parar a sus fieles, en medio de la tormenta de fuego de Nerón: "¿Quién os hará mal si os afanáis por el bien? Mas, aunque sufrierais a causa de la justicia, dichosos de vosotros. No les tengáis ningún miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto a Cristo el Señor en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzura y respeto".

           ¡Qué sensibilidad germinaba de su espíritu! El desabrimiento, la angustia y la agonía los disfrazaba y transformaba en culto, los tornaba redentores. Así como los elogios ultrajaban su entusiasmo, los ultrajes lo elogiaban. Se sentía feliz padeciendo y ofrendando su dolor a Dios... con dulzura y con respeto. Y se emocionaba al recordar las primicias de la redención: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros".

           Pues en la cruz, y sólo en la cruz, se hallaba la vida capaz de perfeccionar el mundo: "Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo. Pues más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal. Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu".

           La sangre de los mártires, vertida a miles en Roma, regó infinidad de simientes de evangelio que se habían sembrado a lo largo del Imperio. El emperador estaba ofuscado labrando tumbas, mientras el pescador no daba abasto bendiciendo templos nuevos, salpicados de gracia. El suplicio se tradujo en un gozo que acariciaba el ánimo oprimido, y los gemidos se impregnaron de alegría sobrenatural para superar y despreciar la malicia del soberano. Mientras los cielos temblaban de arrebato, el subsuelo de la ciudad de Roma se resquebrajó para acoger en la penumbra los restos de los santos y las ceremonias del culto que se prohibían en la claridad, abriendo catacumbas que se venerarán hasta el fin del mundo, y que honrarán y rememorarán eternamente la excelsa virtud de aquellos primeros testigos del Evangelio de la Santidad.

x) Quo vadis de Jesús a Pedro

           Éstos fueron los prolegómenos de la situación histórica concreta que dio origen a la universalmente famosa pregunta: "Domine, quo vadis" (lit. Señor, ¿adónde vas?) del apóstol. En Roma se ha edificado una iglesia en el lugar donde acaeció este relato, en una especie de rendido y perpetuo homenaje al mismo.

           Corría el año 65. La comunidad de creyentes no cesaba de apremiar al anciano galileo para que ahuecara el ala, abandonando la ciudad y escapando así de las despiadadas e implacables garras de Nerón, que le habían señalado como presa preferente y preferida. Yéndose a Oriente, donde la Iglesia crecía como árbol florido, plantado en el curso de una acequia de agua, hallaría albergue seguro. Sin necesidad de un viaje tan largo, a tan sólo 15 km de Roma, en Tres Tabernas, un fervoroso grupo cristiano que allí moraba le cobijaría con júbilo y le privaría de los trágicos atropellos que se tramaban en la metrópoli; también en las lagunas Pontunas, en el Foro Apio, en Pozzuoli... corría menos peligro la vida. La presión insistente y las repetidas súplicas, al fin, le vencieron y le convencieron para emprender la huida.

           Una mañana, antes de clarear el día, casi a oscuras, sus pies tomaron la dirección que señaló su corazón. La primavera se había apoderado del entorno y de los elementos, que respiraban una paz inalterable, una armonía equilibrada y templada, una quietud infinita. Sólo el canto agudo y monocorde de unas avecillas nocturnas, que se percibía en lontananza, perturbaba el silencio. Caminaba cabizbajo y meditabundo Pedro por la Vía Apia, trasojado, henchido de dolor y compungido de pena, cuando vio que le salía al encuentro, en dirección contraria, una esbelta figura que señoreaba en la noche.

           Sufrió un sobresalto indescriptible, pues la descubrió inmediatamente: ¡Era el divino Resucitado en persona! ¡El mismo que le había dejado boquiabierto en la cumbre del monte de los Olivos, el peñasco que dista de Jerusalén el espacio de un camino sabático, mientras se perdía entre una nube, aquella mañana de la Ascensión!

           Asombrado ante tan insólito e inesperado encuentro, y embargado de emoción, se azaró en interrogarle:

—Señor, ¿adónde vas?

           El Salvador, en un principio, no le brindó la indulgencia de la mirada, ni siquiera detuvo su marcha lenta, grave, parsimoniosa. Traslucía una fisonomía bañada de tristeza y de nostalgia, y simulaba desentenderse de la presencia del anciano para pasar de largo. Cuando un seco escalofrío había sacudido el alma del pescador, y creía que la noche le aplastaba, el Hijo de Dios le clavó la mirada con ojos quejumbrosos y le confesó de manera parca y muy seca:

—Como tú abandonas a mis buenos hijos, yo voy a Roma para dejarme crucificar de nuevo.

           La figura se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, sombreándose en el horizonte una transparencia de Dios, y dejándole con la miel en los labios. El noble y vigoroso pescador, comprendiendo el significado exacto de aquellas recias palabras, quedó tan petrificado como su propio nombre.

           Se mantuvo inmóvil durante unos momentos, como una más de aquellas estatuas de mármol que adornaban las plazas, las vías principales y las puertas de los monumentos, roto en su equilibrio, ensimismado y absorto en mil pensamientos que laceraban su mente y sus sentidos. Se sentía ridículo y abochornado. Se sentía aplastado y confundido. ¿Por qué había caído tan bajo? ¿Por qué le había cegado la perfidia del emperador y había sido embaucado por la mezquindad de sus amigos disfrazada de cautela? ¿Por qué había quebrantado de cuajo aquella alianza jurada y sellada antaño con sangre? ¿Por qué huía ahora de la gloria, que sólo la cruz le ofrecía como diadema de oro y brillantes, cual alimaña irracional, salvaje, rastrera?

           La cara se le cayó de vergüenza. Los párpados y el vidrio cristalino de sus ojos se le regaron de llanto desconsolado, incontrolado y amargo. Mas de buenas a primeras le salió, como un relámpago y de lo hondo de su alma, aquel pronto apasionado de sus años galileos, que tal vez era lo que el divino Crucificado pretendía suscitar en él con el casual encuentro. No aplazó el desenlace. Apretó los dientes con coraje. Levantó las manos en dirección al lucero que más brillaba, indicando con los dedos una señal indeleble de sumisión y de recato, y suplicando clemencia y perdón. Y, pisando fuerte, muy fuerte, y fijando su húmeda mirada en las estrellas que todavía embellecían el nítido firmamento romano, tomó el camino de regreso. Con todo su aliento hizo un renovado juramento de fidelidad al presentir que se acercaba galopante, callada e impasible su noche de dolor.

           Con las mejillas inundadas de lágrimas, y sin pronunciar palabra, Pedro oraba desde lo más íntimo de su ser. Y mientras volvía a trancas y barrancas sobre sus pasos, entabló un nuevo coloquio personal, íntimo, al estilo de aquellas interminables discusiones de antaño en las tierras de Galilea y Judea.

           Antes del alba, ya estaba de nuevo el pescador reinstalado en su sitio, en el sitio que nunca debió abandonar. Su empeño se había reducido a una noche perdida: una noche lóbrega, por más que tachonada de estrellas, que había malgastado al desaparecer como por ensalmo. Aunque había pasado inadvertida, pues la gente dormía y las piedras imponían silencio. A su memoria acudió con vehemencia el recuerdo de aquella noche del canto del gallo en Jerusalén, la noche más triste de su vida. Y lloraba llantos amargos. Más de 4 decenios después ¡le habían ajustado de nuevo las cuentas! ¿Hasta cuándo la negación conformaría una parte sustancial de su existencia?

           Aquel día despuntó una aurora luciente sobre Roma. Titiló con poderío e iluminó la ciudad con una claridad diáfana y serena. Y penetró el corazón del pescador, inyectándole la apacibilidad que necesitaba. El aquilón que ululaba sonidos displicentes e hirientes durante la vigilia, despertó en céfiro aplacado y suave al rayar el día.

           Muy pronto, las denuncias de las obras y milagros del pescador sirvieron para localizarle y acorralarle. Nerón, empeñado en extirpar hasta el nombre mismo de cristianos de la faz de la Tierra, ordenó a la guardia imperial su inmediata captura. Los piquetes y centinelas al servicio de la basura ponzoñosa y podrida del Imperio, no tardaron en detenerle. Y un rastro de melancólica pesadumbre se cernió sobre las comunidades, que ya configuraban un auténtico archipiélago de fragante fraternidad en aquel mar infecto.

y) Detención romana de Pedro

           En la prisión Mamertina, todavía venerada en Roma, quedó encarcelado el galileo, junto a su buen amigo Pablo de Tarso, también apresado en la redada. Allí languidecía y se consumía de desazón por la privación de libertad, pues confinaba el evangelio entre muros y desamparaba y abandonaba en la orfandad a sus hermanos en la fe; mas, a la vez, ardía como carbón encendido en ascuas, al presentir un halo inexorable de gloria que no sabría explicar.

           La inmundicia acampaba a sus anchas en aquel infecto habitáculo, de paredes desconchadas, carcomidas, neblinosas, frías, grises. Las moscas zumbaban sin piedad con retumbos desabridos y monocordes, y mordían las entrañas. Los ratones competían entre sí y roían hasta el sueño de los presos, avasallando con carreras vertiginosas a cualquier hora. La humedad de una atmósfera endrina, putrefacta e inmisericorde se colaba en los huesos con firmes pretensiones de propagar molestias y espasmos agudos. El olor hediondo del local taponaba el olfato e invitaba a las náuseas.

           No obstante la aspereza del escenario, la amorosa resignación de los dos santos varones apresados taladró hasta las piedras de aquel hosco tugurio. Dos hermosas mariposas multicolores revoloteaban el ambiente, zigzagueando con elegancia en el aire, ebrias de luz y de perfumes, y de calor y de color, y de independencia. A las puertas de la cárcel, incrustadas al pie de sus muros exteriores e insensibles al suplicio que allí dentro se respiraba, florecían unas ingenuas violetas blancas que despedían un suavísimo aroma.

           Se celebró con urgencia un juicio sumarísimo, cuyo fallo fue fulminante e inapelable: el galileo sería crucificado, mientras que el peregrino de Tarso moriría decapitado (por su status de ciudadanía romana). Como en aquel tribunal del primer Viernes Santo, en la Torre Antonia de Jerusalén, también aquí la justicia brillaría por su ausencia, pues la ordenanza que regulaba cualquier acto de la jurisprudencia imperial se subordinaba prioritariamente al código de la extravagancia del césar, de por sí bastante zafia, irracional y estúpida. Mas el pescador se sintió dichoso y feliz a pesar de tan injusta sentencia, y precisamente por ella.

           En cierta ocasión, el apóstol Pedro había escrito: "Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria. Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal ni por ladrón ni por malhechor ni por entrometido; pero si es por cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar ese nombre".

           En efecto, una satisfacción inefable y gloriosa señoreaba su espíritu conforme se le otorgaba beber el cáliz de Cristo, a quien tantos amaban sin haberle visto siquiera. Y él, que había compartido compañía, soledad y sueños, ¿cuánto le amaba? ¿No había sellado con lágrimas una triple promesa eterna de amor, allá en la orilla del mar de Tiberíades?

           El amor sobrenatural que inundaba su corazón emergía de manera natural, como de una fuente, de su esperanza y de su fe. A la vez, ese amor avivaba su fe y su esperanza, que se fundían en un mismo sentimiento y revitalizaban su aliento. Y aquella tenebrosa mazmorra en que ahora le habían encerrado se convertía, por obra y gracia de la fe así robustecida, en una antesala de la liberación definitiva: liberación de los apetitos desordenados del alma, liberación de las privaciones temporales, de la escasez y de la penuria, liberación de las limitaciones en el espacio y en el tiempo. Lo había divulgado él mismo, aduciendo las saludables consecuencias: "Así alcanzáis la meta de la fe: la salvación del alma".

           Le ofrecían, por tanto, en aquellos momentos una coyuntura propicia para ratificarse en sus propias palabras, para evangelizar con el ejemplo y sin necesidad de abrir la boca, para llevar fielmente a la práctica la fe, el credo de la fe y los corolarios y los postulados básicos de la fe, para alimentar y vigorizar las creencias que con tanto ardor enseñaba. Y eso fue lo que exactamente ocurrió. Pues mientras aguardaban la ejecución de tan arbitrario veredicto, la prisión se iluminó de luz celestial y se transfiguró en un pedazo anticipado del paraíso. La fe y la esperanza de los adeptos que allí dentro se apresuraban en su vertiginosa carrera hacia la muerte, para irrumpir impacientes en la Vida, impulsó un amor de suave aroma que agujereó hasta las paredes, perfumando el entorno y ahuyentando los efluvios malolientes del rencor, del odio y de la malicia expelidos no sólo por los delincuentes allí dentro apresados, sino también por los componentes de aquella decadente sociedad que deambulaban por la ciudad, todos los cuales atufaban el ambiente de manera insufrible.

           Este amor de suave aroma regeneró ilusiones y bríos alicaídos y derribó pasiones malsanas; contagió de primavera y de euforia sobrenatural y fulminó de raíz el miedo natural al suplicio, al patíbulo, a la agonía y al tránsito irrevocable e irreversible, tan temidos por el hombre carente de fe. Los guardianes del calabozo, en la observancia cotidiana de su deber, percibieron con sus propios ojos, entre atónitos y conmovidos, el bello testimonio de aquellos héroes y quedaron atrapados por las potentes garras del amor y de la gracia. Cautivados por ellas, no necesitaron ser convencidos de nada, pues se convencieron de todo; y suplicaron que se les administrase de inmediato, allí mismo, el bautismo que predicaban. La tradicional furia de los carceleros, que solía arder como una hoguera en ascuas para justificar la idoneidad del empleo y del sueldo, se desdibujó milagrosamente en un reguero de calma y mansedumbre; un gesto, sin duda, arriesgado que les costaría el martirio, según refiere la historia; aunque, según refiere la historia, lo aceptaron gozosos.

           Los preludios de la Cruz de Jesucristo sobrecogieron el cosmos y la historia, y ya el mismo Dimas fue capaz de arrepentirse de sus fechorías, junto algún que otro soldado que custodiaba el madero. Los preludios de la cruz de Pedro, también salvadores, surtieron el mismo efecto, siendo galardonados con el premio de la redención eterna los vigilantes de la mazmorra. La muerte de los santos ha sido, desde el Calvario y para siempre, y merced a los sobreméritos con que adornaron su existencia, fuente sobreabundante de misericordias divinas.

z) De Roma al Cielo

           El 29 junio 67 se consumó la cruel ejecución. La tradición asiente en afirmar que el preámbulo de la misma consistió en azotar a Pedro (como años atrás habían azotado al divino Redentor). Y si hacía 37 años había negado el drama del Calvario, ante unas mujerzuelas judías, ahora lo tenía que reproducir impávidamente, erguido, de frente, dando la cara, y por eso Dios permitía que bebiera de sus heces hasta en los más mínimos pormenores que lo resucitaban.

           Y afrontó el suplicio de la flagelación, desnudo y atado a una pequeña columna de mármol, mansamente, sin mediar palabra alguna, acogiendo con dulzura los latigazos salvajes, replicando con perdón al odio que se descargaba con saña en su carne desgastada y abatida. Cuanto más sentía la aflicción, cuanta más sangre vertía su piel condolida, más se acrecentaba la esperanza. Y en él se verificaba  aquel proverbio de que "el desfiladero más estrecho es el más próximo a la llanura", pues la monstruosidad de los tormentos le abría las puertas de panoramas armoniosos que destellaban un remanso infinito de paz.

           Mas cuando le asignaron el madero de la cruz, un escalofrío reconfortante recorrió su cuerpo, desde los pies a la cabeza, alentando su espíritu y fortaleciendo su extenuada resistencia física. Vivamente enternecido, protestó enérgicamente con una humilde súplica surgida de lo más hondo de su alma: ¿Quién era digno de morir con la cabeza hacia arriba, erguida y bien alta, como había sido crucificado su Creador y Señor? Pedro, desde luego, no se consideraba digno. La Cruz, en sí misma, significaba un regalo inmerecido, el canto del cisne más melodioso para coronar la crónica de su deambular por los senderos del mundo. Pero él acariciaba la posibilidad de sufrir la tortura con la cabeza hacia abajo.

           La brutalidad de los soldados consintió en tan delicada sugerencia, y, finalmente, el anciano pescador de Cafarnaum fue atado y clavado al leño. Los ojos que durante tres años habían mirado de cerca la Luz del Sol sin cegarse, apagaron paulatinamente su lumbre, dejando oscura como boca de lobo la fraternidad romana. Pero en el firmamento, aquel día, brilló un nuevo lucero, más fulgente que ninguno, que se encargaría de verter luminosidad, día y noche, por los confines del Imperio y por las más lejanas circunscripciones ultramarinas.

           Un grácil reguero de sangre se trasvenaba de manera incesante desde su cuerpo, suspirando por impregnar de eternidad aquellos jardines de la cristiandad que con tanto empeño él mismo había cultivado, y por regar un sinfín de simientes fecundas de vida inmortal, que también él había esparcido con paciencia y sacrificio por los témpanos áridos de aquella ciudad de Roma, enloquecida e inmoral. Los árboles de los bosques aledaños, besados con hipocresía por un bufido traicionero, lloraron con rabia. El sol cárdeno del recién estrenado estío, que alumbraba y centelleaba y quemaba cuanto alcanzaba en su grandioso poderío, se estremeció de espanto y desazón, mientras un horizonte ignífero, umbrío y sanguinolento, cubrió de luto al universo.

           Un aullido seco, lastimero y quejoso de algún animalucho, como el que había sonado aquella tarde lúgubre en la cima del Gólgota, se introdujo a hurtadillas por la pradera y resonó en el lugar del crimen, explotando con virulencia e hiriendo los oídos de los verdugos y de los espectadores del sacrificio. El silencio sepulcral que sobrevino a continuación amplificó la intensidad y la frecuencia de las vibraciones del eco del aullido, reverberando por la metrópoli, incrementando la sensación de terror que empezó a cundir en cuantos habían tramado el homicidio del pescador, y lacerando los corazones de las pocas gentes todavía acicaladas por la decencia y el decoro.

           La patética estampa que la escena del magnicidio dibujó sobre las 7 colinas de Roma simbolizaba un deslumbrante monumento al poder de la fe; y anticipaba la contundente y renovada victoria de la vida sobre la muerte y la sólida esperanza de que esta mísera vida se prolonga y culmina en una vida más limpia y sempiterna.

           El apóstol Pedro, según el previo conocimiento de Dios Padre y con la acción santificadora del Espíritu, había obedecido a Jesucristo con todas sus fuerzas, y a pesar de sus muchas flaquezas, desde aquella mañana otoñal de Betabara. Ahora había sido rociado con su preciosísima sangre. ¿No se hacía así merecedor de la gracia y de la paz sin fin?

           Nada más expirar, un conjunto coral de voces angélicas, agudas, armónicas y armoniosas, entonó en la ciudad de Dios un aleluya con acentos conmovedores, a la par que se abrían de par en par las puertas para que entrara glorioso el pescador crucificado. El divino Crucificado, escoltado por una legión de querubines y serafines, salió a recibirle y se estrecharon en un cálido abrazo. Le había mimado como a la niña de sus ojos. Le había amado. Había dominado a los dominadores y cautivado a los cautivadores para que Dios resplandeciera como había augurado el profeta: como su fuerza, su canción y su salvación. Había regado el mundo de evangelio, sin encogimientos, sin reservas, sin cálculos egoístas, sin más recompensa que la lealtad prometida por triplicado un día junto al lago de Tiberíades y la certidumbre de una eternidad compartida. Entonces, el Todobondadoso, para no transgredir la vieja promesa, le entregó las llaves del Paraíso que simbólicamente le había ofrecido en Cesarea de Filipo.

           El Liber Pontificalis especifica los datos topográficos sobre el lugar exacto del martirio y del entierro: "Fue sepultado en la Vía Aurelia, junto al Templo de Apolo, cerca del sitio donde fue crucificado, junto al palacio de Nerón, en el Vaticano, junto al territorio triunfal". En los albores del III milenio, Juan Pablo II aseguraba en el aniversario de la muerte del pescador: "Fue crucificado cerca de la colina Vaticana, y su tumba es el centro simbólico de la fe católica".

           Ciertamente, la tumba del pescador aún se conserva y se venera en Roma. En 1915, y con motivo de unas excavaciones practicadas debajo de la Iglesia de San Sebastián, en los muros subterráneos se descubrieron inscripciones y grafitos que identificaban aquel lugar como el mismo en que se depositó el sarcófago con sus restos, en tiempo del hostigamiento de Nerón. La Iglesia de San Sebastián fue fundada en el s. IV junto al cementerio donde recibieron sepultura los restos de los apóstoles; desde el atrio de la iglesia se baja a las catacumbas, con 4 pisos de galerías. En el año 354, Dámaso I estableció un calendario de fiestas, en el que, comentando la festividad del día 29 de junio, mencionaba las catacumbas adonde fueron trasladados los restos "durante el consulado de Baso y Tusco" (es decir, en el año 258, durante la persecución valeriana). Un peregrino romano del s. VII, refiriéndose a la Iglesia de San Sebastián, escribía que allí estuvo el sepulcro donde descansaron los restos del pescador durante 40 años. Recientemente, la minuciosa tesis doctoral de una científica italiana ha demostrado la autenticidad histórica de los traslados y del cadáver martirizado.

           El panteón actual del apóstol galileo, en Roma, se encuentra en la iglesia más grandiosa del planeta, a él expresamente dedicada. La obra de tan imponente edificación fue iniciada por Nicolás V, reanudándola Julio II, y bajo la dirección, sucesivamente, de Bramante, Sangallo, Rafael, Peruzzi, Miguel Ángel, y más tarde Maderno y Bernini, los artistas más geniales que han pisado la Tierra, llegó a terminarse, siendo consagrada la basílica el 18 noviembre 1626 por Urbano VIII.

           En su interior, encima de la entrada principal, se halla un mosaico de Giotto (la Navicella), que representa la escena del honorable pescador caminando sobre las olas del mar hacia su divino Maestro. Se conservan en esta monumental iglesia tres valiosas reliquias del Salvador: un fragmento de la Cruz donde expiró, el lienzo con que la Verónica enjugó su rostro ensangrentado, y la lanza con que el soldado Longinos perforó su costado. En el Altar de la Transfiguración existe una copia en mosaico del célebre cuadro de Rafael representando aquella luminosa visión del Monte Tabor. Debajo de un majestuoso baldaquino de bronce de 29 m. alto, obra de Bernini, se alza el altar mayor. En torno de la Confessio, situada debajo del altar, arden día y noche 89 lámparas de bronce dorado en forma de cornucopias. ¿Tal vez una por cada año de la emulable e impresionante vida del insigne galileo?

           Los genios de la historia del arte universal se han esforzado por dejar acuñado, en esta deslumbrante edificación, su particular y sincero homenaje a nuestro inmortal personaje, el pescador más renombrado de la historia. Varios siglos después, decenas de millones de habitantes de los 5 continentes visitan cada año esta obra, la maravilla más valiosa que la humanidad custodia como un tesoro artístico de insuperable mérito. Y dentro de este espectacular monumento, en su centro álgido, exactamente sobre la sepultura del pescador y alrededor de la gigantesca cúpula de Miguel Ángel, que se encarama hasta el cielo como colofón impugnable de la obra arquitectónica más colosal de todos los tiempos, aparece la inscripción Tú eres Pedro con unas letras descomunales de más de 2 m. de altura cada una.

ab) Legado final de Pedro

           El nombre de Cefas (lit. piedra) que impuso Jesús en Betabara al pescador Simón, aquella gélida mañana otoñal, a pesar de algunas traducciones con más benevolencia que acierto, denota "roca" mejor que "piedra", según los expertos. Ya Juan Pablo II avaló y aclaró este criterio: "San Pedro fue elegido por Cristo como la roca sobre la cual construir su Iglesia". Simón bar Jona significa, tanto en sirio como en hebreo, "hijo de la paloma". San Isidoro de Sevilla recordaba que, por error de los copistas, se había errado este término de manera que se había escrito Bar Jona en vez de Bar Johanna, con la pérdida de una sílaba; Bar Johanna expresaría "hijo de la gracia del Señor".

           Por la gracia de este nuevo nombre, y con un mérito heroico, el pescador Simón Pedro participó con fresca lozanía, con solidez duradera y con fidelidad inquebrantable en el anuncio del Reino de Dios. Salpicó amor a diestro y siniestro. Derramó hasta la última gota de su sangre en favor del Mesías y de su evangelio. El pescador Simón Pedro simboliza la cantera de la que se sacan piedras vivas, el fundamento más elemental y determinante sobre el que Jesucristo edificó su comunidad escatológica. Tal y como él le había pronosticado proféticamente en aquel inolvidable encuentro matinal de Betabara, Simón el hombre fue trocado en Pedro la roca. ¡Qué metamorfosis tan fructífera!

           Nerón murió el año 68. Pedro no ha muerto. En una lámpara hallada en las catacumbas romanas figura esta inscripción: Pedro no muere. Desde su muerte, sigue vivo y su grata presencia sobrenatural ha alcanzado hasta los confines del orbe, mientras su vida mortal y su mensaje han iluminado y transformado, y seguirán iluminando y transformado hasta el fin del mundo y por simple contagio, a muchos millones de seres humanos dotados, como él, de gran corazón. Él mismo lo había dejado por escrito, poco antes de su muerte, en profecía que la historia ha verificado con holgura: "Pondré empeño en que, en todo momento, después de mi partida, podáis recordar estas cosas".

           Ciertamente, Nerón truncó la vida humana del anciano apóstol el 29 junio  67, dando al traste con su proyecto personal de cristianización del mundo. Creía haberse desprendido de él y de su recuerdo, y de la Buena Noticia que difundía, con su brutal ejecución. El historiador Flavio Josefo, hacia el año 70, escribía: "Todavía en nuestros días no se ha secado el linaje de los cristianos". Más de 2 milenios después, tampoco.

           Pero más valiosa que la honra humana, tan merecida, que recibe es la veneración mística con que se le adora. Durante las casi cuatro décadas que Pedro empleó en amar y en anunciar el reino del amor, sembró muchas semillas incorruptibles e imperecederas en los verdeantes pastizales del jardín de la vida, y todavía siguen fructificando en flores de bello aroma moral y espiritual. Simón Pedro contribuyó con eficacia a la redención auspiciada por el Ungido de Dios, alcanzando aquella corona prometida que no se marchita. La senda recorrida por este solo hombre a lo largo y ancho de la Tierra, le bastaba a Dios para que el mundo mereciera ser creado.

           La aureola que ha impreso en la historia de los siglos el hijo del pescador Joná es la de su propia vida: una vida fundamentada en el amor intenso con corazón inmaculado, una vida engendrada de un germen incorruptible por medio de la palabra de su amigo Jesús, Palabra de Dios viva y permanente pues "toda carne es como hierba y todo su esplendor, como flor de hierba; se seca la hierba y cae la flor; pero la Palabra del Señor subsiste eternamente". Una modélica vida para tantos millones de jóvenes y adultos de cualquier época y lugar que han sabido descubrir en ella un signo indeleble de esperanza; una auténtica vida, digna de emulación, entregada por amor y con amor a los demás en honor exclusivo del divino Rabino de Israel.

           A él consagró Pedro cada minuto de su vida, desde que dejó anclada su barca en el puerto de Cafarnaum para seguirle sin condiciones. A pesar de los muchos tropiezos, declives y derrumbamientos, a pesar de las renuncias y las negaciones solapadas en ciertas circunstancias críticas de ánimo, a pesar de su vehemencia inconsistente y de las caídas vergonzosas, a pesar de los pesares, su vida fue una sinfonía perfecta a la lealtad, el cántico sublime y equilibrado, armónico y perfecto, de un seguimiento radical, de una abdicación al egoísmo y de una entrega absoluta al Amigo.

           Hasta en los momentos más graves de su vida, los últimos momentos del patíbulo, cuando toleró gozoso que le colgaran en la cruz, mostró y demostró que conservaba intacto el mismo amor que le habían mostrado y demostrado 37 años antes. No sabía, quizás, realizar otra cosa, y ya lo había anticipado con solemnidad aquel lejano día, en la sinagoga de Cafarnaum: "Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios".

MANUEL ARNALDOS, doctor Ingeniero
 Act: 10/04/23  @apóstol pedro      E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A